capitulo 1
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La línea del horizonte apareció con las primeras luces del amanecer. Un amanecer que
impregnó el cielo de colores sanguinolentos que anunciaban el destino de ese nuevo
día. Inayat corría por las calles del puerto Théleos hacia los riscos del acantilado.
Aquellas calles pequeñas escondían pequeñas casitas de adobe recubiertas de cal
blanca y aunque el sol ya despuntaba en el horizonte, la mayoría de las gentes del
puerto todavía dormían. No dejó de correr hasta que alcanzó la salida del pueblo,
desviándose del camino principal para dirigirse hacia los pequeños riscos que a su
derecha, anunciaban el comienzo de los grandes acantilados. Inayat ya podía escuchar
el sonido del mar y sus olas rompiendo contra la roca. Una sonrisa se esbozó en sus
labios mientras trepaba con cuidado por las rocas, escogiendo el lugar apropiado
donde colocar pies y manos. Inayat no contaba con más de 18 años de vida y era una
joven ágil y fuerte; conocía aquellos riscos como la palma de su mano.
Aquél día era especial. Desde que su pueblo llegase a aquella isla que ellos llamaban
Nàssara siempre el mismo día del año se celebraba la elección de los cinco nuevos
chamanes aprendices de cada linaje en los acantilados sagrados. Su hermano Iswara
era uno de los candidatos por parte del linaje Théleos y aquello era todo un honor para
su familia, la cual gozaría de buenas gratificaciones durante años.
Nàssara era una isla de grandes dimensiones y que a pesar de estar poblada en su
totalidad por los Haridian, no estaba completamente habitada y aun había lugares
baldíos donde los exiliados no habían entrado. Muchos de aquellos lugares habitados
no eran de fácil acceso y a las clases más bajas de la población no se les permitía
entrar. Uno de esos lugares eran los acantilados sagrados, llamados así por el
populacho, pero cuyo nombre original, adoptado por los primeros hombres en llegar a
la isla fue Naraka1.
Las vistas desde el lugar que Inayat había elegido eran las mejores, aunque el riesgo
que corría de caer al mar era extremo. Desde allí podía divisar como los chamanes más
antiguos de cada linaje, ataviados son sendas capas de colores, daban paso a los
jóvenes (todos hombres) que asustados, caminaban en fila india en la cueva gigante
donde se celebraban la mayoría de los rituales de iniciación. El sonido del choque de
1 Naraka = infierno. Los primeros hombres en llegar a la isla fueron arrastrados por las corrientes hacia los acantilados, provocando que una tercera parte de la flota de los Haridian fuera destruida. A partir de entonces es zona sagrada además de maldita, pues se cree que los espíritus de los caídos todavía rondan las cuevas de los acantilados.
las olas contra la roca insonorizaba los cantos tántricos que recitaban como letargos
los más antiguos, produciendo un efecto embriagador. De aquel entrante en la roca,
de casi cinco metros de profundidad, salían humaredas procedentes de las cinco
hogueras que se habían prendido en honor a los antepasados de los cinco linajes de los
Haridian. Aquel espectáculo era el que más asombraba a Inayat, que durante años
había observado con avidez cómo los jóvenes entraban en trance – gracias a los cantos
y a las drogas que les hacían tomar – para demostrar después que su visión había sido
la más transcendental para la seguridad del clan.
Los Haridian conformaban un clan muy numeroso, que ocupaba al completo la isla que
siglos antes habían abordado, cuando huían de su lugar natal. Eran los grandes
extraños del continente y ellos mismo sabían que no pertenecían a esas tierras, sino a
las que habían dejado atrás en otro continente. En los hombros de los exiliados pesaba
la sombra de un pasado difícil de olvidar y con ello vivían día a día, con la esperanza de
poder regresar algún día a su tierra.
Sin embargo, para Inayat, aquel era su hogar y disfrutaba de sus bosques, praderas,
ríos y mares tanto como podía. Acurrucada en aquel risco al borde del océano,
observaba como su hermano Iswara se balanceaba al ritmo de los tambores y de los
cantos, dejando atrás su cuerpo para dar paso a un estado de euforia. Si Iswara
despertaba con una visión que transmitir, sería el nuevo chamán aprendiz del clan
Théleos, lo cual haría que toda la familia de Inayat tuviera que desplazarse a la ciudad
central, a Nàssara. Inayat sólo había viajado una vez allí, cuando era muy pequeña y
tenía que acompañar a su padre, comerciante de pescado.
El tiempo pasaba y el cielo rojizo del amanecer se había tornado de un azul
blanquecino que cegaba los ojos con el resplandor del sol mañanero. Pronto tendría
que volver o su madre notaría su ausencia en la casa, si no lo habían hecho ya.
No había terminado la ceremonia, de hecho, podría alargarse hasta bien entrada la
noche. Se incorporó con cuidado, notando los músculos agarrotados por haber estado
en la misma posición durante prácticamente una hora. Poco a poco fue descendiendo
por la roca, notando como se alejaban los sonidos rituales de la cueva así como el
sonido del oleaje. Mientras lo hacía no podía dejar de rogar a sus antepasados para
que diesen una oportunidad a su hermano mayor.
El camino al pueblo lo volvió a recorrer de nuevo, cruzándose esta vez con
comerciantes que llegaban a la ciudad para el mercado o agricultores que salían con
sus aperos para trabajar el campo en aquella mañana soleada. Todos los que salían del
pueblo eran hombres, incluso los más pequeños, que acompañaban a sus padres en
aquel día de trabajo. Todos los puertos de la isla tenían la misma estructura, aunque
pertenecían a diferentes familias. Théleos era el puerto comercial por excelencia al
encontrarse en la zona norte de la isla, favoreciendo los intercambios comerciales
entre el archipiélago y el continente. La entrada al pueblo estaba marcada por dos
grandes árboles sauces llorones, cuyas ramas caían hasta el suelo. Entre ambos árboles
las ramas estaban cortadas de tal forma que conformaban un arco de medio punto por
donde se accedía al puerto. El primer paso en la ciudad introducía a un mundo lleno de
movimiento y ruido, las calles abarrotadas de comerciantes que llegaban con sus
carros, de mujeres cargadas con sacos de trigo, niños que correteaban entre las
piernas de los más mayores. Las casas que recorrían la entrada principal estaban
cubiertas de cal, aunque en su origen fueron hechas con adobe. Constaban
únicamente de un piso de altura y varios vanos de forma ovalada en la pared principal.
En su azotea, la mayoría de las pequeñas casitas tenían un pequeño huerto donde
cada familia plantaba sus árboles frutales. Aquello a Inayat era lo que más le gustaba
de su pueblo, el olor a naranjas y limones, y la ligera sombra que proyectaba cada uno
de esos árboles sobre la calle, apartando el abrasador calor que azotaba desde
primeras horas de la mañana.
La casa de Inayat era una de las más cercanas al puerto. Su padre desde joven fue
educado como comerciante así que pasaba largas jornadas fuera de casa tanto en el
continente, como en la ciudad central. Su madre, en cambio, era la que organizaba
todas las tareas del hogar, así como la economía y administración de su familia. Los
Haridian, entre otras cosas, eran un pueblo con tendencia al matriarcado puesto que
los hombres una vez llegada la mayoría de edad abandonaban el hogar familiar y o
bien marchaban a la mar como pescadores, o bien eran comerciantes, o bien, incluso,
llegaban a las altas esferas y tenían que mudarse a Nàssara. Aunque las mujeres
también podían optar a ser parte de la administración general, normalmente eran las
que imponían autoridad dentro del ámbito familiar.
Su madre apareció en el umbral de la puerta. Tan sólo tenía treinta y dos años y su
pelo era tan blanco como la nieve. Sus ojos, turquesas, se fijaron en su hija. –Sabes que
está prohibido. Si te hubiesen visto merodear por allí… –. Ambas entraron en la
pequeña casa, sobriamente decorada para no restar espacio al habitáculo que hacia las
funciones de cocina y dormitorio. La familia de Inayat no era de las más grandes. Tenía
dos hermanos mayores, Iswara y Vikesh. Iswara, cuyo nombre significaba dios
personal, había nacido destinado a ser chamán, un hombre relacionado con los
antepasados y con lo espiritual. En cambio, Vikesh –que significaba luna– tuvo un
destino mucho más grande.
Ambas se sentaron en la pequeña mesa central. – Iswara había entrado en trance,
madre. Lo he visto con mis propios ojos, comunicarse con nuestros antepasados,
pidiéndoles consejos. –alzó las manos imitando la posición de su hermano mayor. Su
madre, contrariada, sacudió sus manos con un aspaviento. – ¡Está prohibida la entrada
a la ceremonia sagrada! – se sentó en un cojín que había en el suelo. Las mujeres
Haridian tenían otra labor: la elaboración de hermosas joyas que luego vendían en el
continente, sobre todo para el Imperio. –Espero que ellos no te hayan visto, sino
podrías haber contrariado sus designios para con tu hermano.
–Madre, no he contrariado a nadie. Pásame ese cubo de oishi. – El oishi era la forma
que tenían los Haridian de llamar a la piedra preciosa fundamental de la isla. De origen
vegetal, tenía muchas similitudes con el ámbar, pero por el contrario, era de un color
azul turquesa que con la luz del sol podía imitar perfectamente a un gran diamante. A
Inayat no le había dado ni a coger el cubo cuando un hombre apareció en el umbral de
la puerta. Se trataba de un guardacostas. – Señoras, ha encallado el último barco que
partió del puerto. No hay ningún tripulante ni resto de vida en la nao.
Tanto Inayat como su madre, se miraron, comprendiendo lo que quería decir con
aquella noticia tan inesperada. Su padre había naufragado.