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81 Capítulo III Relaciones Humanas vs. Recursos Humanos 1. Fines, medios y consecuencias ¿Qué es en esencia una organización? ¿Qué constituye a eso en una sociedad, una empresa o una organización civil? ¿Es acaso una cosa, algo que se puede tocar? Cuando pen- samos en nuestro país, ¿qué es la Argentina? ¿El territorio, la bandera, los ciudadanos, las cosas contenidas dentro de sus fronteras? De la misma manera, cuando hablamos de una empresa, ¿qué define su existencia? ¿Sus edificios, sus máquinas, sus políticas, su personal? ¿Es eso? ¿Es sólo eso? Las organizaciones son, desde mi punto de vista, bási- camente relaciones entre personas o, como dice el economista británico Ronald Coase, un conjunto de contratos formales e informales. El hombre interactúa con otros y de estas in- teracciones nacen y se desarrollan las organizaciones. Es a través del lenguaje, del diálogo, del acuerdo, que creamos acciones que constituyen una realidad. Esa realidad estará formada por elementos intangibles (visiones, símbolos, po- líticas, estrategias, cultura, costumbres, etc.) y tangibles (te- rritorio, edificios, máquinas, dinero, etc.) que constituirán el cuerpo de la organización. Este cuerpo está compuesto, en resumidas cuentas, por recursos. Y las personas, ¿qué somos dentro de las organizaciones?

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Capítulo III

Relaciones Humanas vs. Recursos Humanos

1. Fines, medios y consecuencias

¿Qué es en esencia una organización? ¿Qué constituye a eso en una sociedad, una empresa o una organización civil? ¿Es acaso una cosa, algo que se puede tocar? Cuando pen-samos en nuestro país, ¿qué es la Argentina? ¿El territorio, la bandera, los ciudadanos, las cosas contenidas dentro de sus fronteras? De la misma manera, cuando hablamos de una empresa, ¿qué define su existencia? ¿Sus edificios, sus máquinas, sus políticas, su personal? ¿Es eso? ¿Es sólo eso?

Las organizaciones son, desde mi punto de vista, bási-camente relaciones entre personas o, como dice el economista británico Ronald Coase, un conjunto de contratos formales e informales. El hombre interactúa con otros y de estas in-teracciones nacen y se desarrollan las organizaciones. Es a través del lenguaje, del diálogo, del acuerdo, que creamos acciones que constituyen una realidad. Esa realidad estará formada por elementos intangibles (visiones, símbolos, po-líticas, estrategias, cultura, costumbres, etc.) y tangibles (te-rritorio, edificios, máquinas, dinero, etc.) que constituirán el cuerpo de la organización. Este cuerpo está compuesto, en resumidas cuentas, por recursos.

Y las personas, ¿qué somos dentro de las organizaciones?

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Desde hace ya unas décadas, las empresas comenzaron a denominar a las personas que trabajan en ellas recursos humanos. Y debo reconocer que esta forma de identificar al hombre-organización es tan común en estos días que lla-marlo de otra manera hasta cuesta trabajo; hablar de recur-sos humanos es hoy parte de un lenguaje que se ha ido exten-diendo a toda la sociedad.

En nuestro país, la denominación “Recursos Humanos” para el área de la empresa especializada en las “cuestio-nes de la gente” pareció significar un adelanto sobre una visión que limitaba básicamente a las cuestiones sindicales (Relaciones Laborales) y administrativas (Administración de Personal) la compleja incidencia de las personas en la organización. Esta nueva denominación –Recursos Huma-nos– trajo de la mano los modernos conceptos de desarrollo, motivación, trabajo en equipo, incentivos por resultados, análisis de desempeño, etc. Recursos Humanos era (y es todavía para muchos) sinónimo de adelanto, de progreso, de mayor pro-fesionalismo.

Pero ¿es correcto llamar “recursos” a las personas y al área que se ocupa de ellas? Algunos dirán que se trata sim-plemente de una manera de nombrarlos; que son recursos sólo desde un punto de vista económico pero reconociéndo-seles su naturaleza humana. Después de todo, ¿es esto tan importante? Personas, recursos… ¿No estaremos hilando demasiado fino? En este punto tal vez sea importante recor-dar nuevamente a Rafael Echeverría cuando nos dice: “el lenguaje no es inocente. Las palabras que utilizamos no dan lo mismo. Ellas tienen consecuencias. Abren y cierran posi-bilidades”.(1) ¿Qué consecuencias podría traer denominar a las personas “recursos”?

Antes de contestar esta pregunta aclaremos qué significa

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“recurso”. Un recurso es un elemento instrumental; es un medio que se utiliza para alcanzar un fin. Compramos una máquina –una cosa– para procesar materia prima que será convertida en un producto. Ese producto que se venderá al cliente es el objetivo final de la máquina, es su razón de ser: producir cantidad y calidad adecuada dentro de ciertos parámetros de eficiencia. Una vez que la máquina envejece o queda obsoleta tecnológicamente, se la descarta.

Volviendo ahora a la pregunta sobre si produce conse-cuencias denominar recursos a las personas, creo que en ge-neral sí las trae. No puedo asegurar que esta denominación sea la causa de que las personas sean tratadas como cosas pero sí creo que refuerza el juicio o prejuicio que podamos tener. Si la tendencia actual es tratar a la gente como una cosa, será una buena práctica entonces actuar a contrapelo para ayudar a tomar más conciencia de este hecho. Hace unos años trabajé en una empresa en la que se nombraba a los empleados simplemente “recursos” (se había llegado al extremo de eliminar la palabra “humano”); a todo el mun-do le parecía “normal” salvo a mí que recién ingresaba. Lo más interesante era que la “manera” en que se trataba al personal tenía mucho más que ver con los recursos que con las personas. Cuando hubo que enfrentar una crisis econó-mica, la cultura de la empresa fue determinar simplemente cuántos recursos había que dar de baja (o sea: despedir) para que la rentabilidad de la organización se mantuviera de acuerdo con los parámetros definidos. A pesar de que la si-tuación social era muy difícil y que la tasa de desempleo era muy alta, lo “normal” era achicar rápidamente los gastos; nadie se preguntaba qué iba a pasar con esa gente porque esa gente era simplemente un recurso más.

Desde mi punto de vista, el hombre-recurso pierde su

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condición de ser humano. Al ser degradado a la condición de recurso, su fin se convierte en puramente instrumental y, como cualquier otro recurso, se lo utilizará y se lo descar-tará cuando ya no sea necesario. La humanidad se pierde y la cosa ocupa ahora el lugar del sujeto. Una herramienta, un instrumento de valor pero instrumento al fin.

Contratamos un “recurso”, lo capacitamos para que pro-duzca bien, lo incentivamos para que rinda al máximo y, cuando su capacidad o desempeño decae, lo despedimos. Necesitamos tantos recursos humanos como tantas máqui-nas, computadoras o escritorios. El objetivo es la produc-ción, las ventas, las utilidades. Las personas son importan-tes sólo en función de lo anterior; cuando decaen o dejan de ser los mejores de acuerdo con lo que se puede pagar, se los reemplaza como se reemplaza una pieza de un motor.

Pero la cosa es más compleja aún. En general, observa-mos que aquellos que consideran a las personas como recur-sos humanos se consideran ellos también de esta manera. El que manda es también un recurso y, entonces, el círculo cierra perfectamente: nadie es imprescindible, nadie tiene nada asegurado, todos estamos de paso mientras sirvamos. El único sujeto es la organización. Todo lo demás estará al servicio de ella y de sus objetivos, todos serán ahora medios para que ella cumpla con su destino. Serán éstas las reglas de juego y nadie sentirá culpa por sacrificar lo secundario, ni siquiera al que está tomando las decisiones.

Sin embargo, ya Aldous Huxley, el autor de Un mundo feliz, advertía hace bastante tiempo: “Una organización no es un ente consciente ni vivo. Su valor es instrumental y derivativo. No es buena en sí misma; es buena únicamente en la medida en que promueve el bien de los individuos que son partes del conjunto colectivo. Atribuir a las organizaciones

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precedencia sobre las personas es subordinar los fines a los medios”.(2) Es decir, los hombres somos el alma de las or-ganizaciones. El hombre –en cualquiera de sus roles y gra-dos de responsabilidad– estará siempre por encima de la calidad de recurso. Hasta el ciudadano más humilde, hasta el operario menos especializado debiera estar en todo mo-mento por sobre la categoría de recurso.

Es que lo que está en juego aquí es algo mucho más pro-fundo que un problema semántico, está en juego el ser hu-mano. Con relación a este tema nos dice Erich Fromm: “Soy de la opinión que al decir ’el hombre no es una cosa’ ex-presamos el punto central del problema ético del hombre moderno. El hombre no es una cosa, y se le hace daño si se le intenta transformarlo en cosa”.(3) Este “intento” del que habla Fromm es, desde mi punto de vista y en refe-rencia al mundo de las organizaciones –en la mayoría de los casos– consecuencia de una visión estrecha de la reali-dad; una visión que no es producto de la reflexión sino de una actividad frenética que no permite otra cosa que más acción. Dominar la naturaleza (sin considerar el concepto de sustentabilidad), dominar a sus recursos, parece respon-der a un mandato de progreso económico que nada ni na-die debe detener. Lo importante es crecer, agrandar, sacar, construir…Esta actitud de dominio exacerbado lamentable-mente arrastra –como un sunami– todo lo que encuentra a su paso. Pero como dice Zygmunt Bauman, “el precio no puede ser nunca la humillación o la negación de la digni-dad humana. No se trata tan solo de que la vida digna y el respeto debido a la humanidad de cada ser humano se com-binan para constituir un valor supremo que no puede ser superado ni compensado por cualquier volumen ni canti-dad de otros valores, sino que todos los otros valores solamente

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son valores en cuanto sirven a la dignidad humana y promueven su causa”.(4) De esta manera, cuando en las organizaciones se habla de valores, ¿de qué se está hablando realmente? ¿Están esos valores definidos al servicio del ser humano? ¿Son funcionales a su dignidad y desarrollo como perso-nas? ¿O ubican al hombre en un segundo plano, a la altura de los demás recursos? Estas definiciones, aparentemente teóricas, son realmente importantes ya que son creadoras de realidades; a partir de ellas construiremos organizaciones sanas o tóxicas; estaremos contribuyendo a la construcción de un mundo mejor o seremos cómplices en la creación de ambientes que deshumanizan a las personas. Nosotros, como dirigentes, directores, gerentes, somos cocreadores de la realidad que nos rodea.

Es que así como una sociedad que se precie de humana y democrática no puede admitir la violencia como medio, la economía y las empresas no debieran admitir el someti-miento de la dignidad humana a fines que supuestamente lo benefician. El hombre tiene que volver a ocupar el lugar de fin en sí mismo y no de medio para; es necesario “…po-ner de nuevo las riendas en manos del hombre, de volver a convertir los medios en medios y los fines en fines, y de reconocer que nuestros logros en el mundo del intelecto y la producción material sólo tendrán sentido si son medios para alcanzar un fin: el nacimiento pleno del hombre en cuanto se torne plenamente él mismo, plenamente huma-no”.(5)

Creo que debemos decirlo en voz alta: ¡los hombres no somos recursos! Los hombres no somos ni siquiera recursos humanos.

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2. Relaciones humanas: conocimiento, interacción y res-peto

Si las organizaciones son, fundamentalmente, relaciones entre personas, ¿cómo deberemos llevar adelante esas re-laciones si pretendemos construir ambientes dignos y de crecimiento?

Para empezar creo con Philip Gang que “la práctica de las relaciones humanas correctas comienza con el sí mis-mo. Desarrollar una relación sana con uno mismo desde el punto de vista físico, emocional, mental y espiritual es un prerrequisito para las interacciones sanas con los otros. El autorrespeto lleva al respeto por los demás; el amor a uno mismo y la comprensión de uno mismo conducen a amar y comprender a los otros”.(6) En general cuando ha-blamos de nuestras relaciones personales nos referimos con exclusividad al mundo exterior. Pareciera que lo que ocurre en nuestro interior no es relevante desde el punto de vista organizacional; sin embargo, nuestros actos son un reflejo de lo que nos ocurre dentro de nuestra esfera íntima. Me animaría a afirmar que la calidad de nuestras relaciones ex-ternas es el resultado de la calidad de nuestra relación con nosotros mismos. Si no me respeto, ¿puedo respetar a los demás? Si no me amo, ¿puedo amar a los demás?

Muchas organizaciones no parecen muy interesadas en la calidad de las interrelaciones entre sus colaboradores y entre éstos y los clientes y proveedores. Lo importante son los resultados. Si éstos se logran, no es muy relevante cómo se los alcanza; alcanzar el objetivo es lo que realmente im-porta. Sin embargo la experiencia (y la teoría, por supuesto) nos dice que los resultados óptimos no se obtienen cuando el conflicto caracteriza las relaciones entre las personas. Se

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pueden lograr resultados positivos pero nunca a la altura de los que se podrían alcanzar (óptimos), si las relaciones entre los colaboradores fuesen de respeto, maduras, de co-laboración y alegría. Hay mucho drenaje de energías, accio-nes ineficaces, números que no se contabilizan como pérdi-das por la simple razón de que están ocultos a los ojos de los contadores. Algunos intentos de medición –como los de la Consultora Hay en los Estados Unidos– dan cuenta de que el clima laboral impacta en un 28% en los resultados. Como vemos, no se trata sólo de una cuestión de buen clima, sino también de buenos negocios. Las buenas relaciones entre las personas son un buen negocio en sí mismo. Las buenas relaciones fomentan la colaboración, la confianza, la creati-vidad, el trabajo en equipo. Las buenas relaciones entre la gente son la base del óptimo resultado.

Para alcanzar buenas relaciones internas la organización debe permitir y hasta fomentar el conocimiento mutuo y la interacción entre sus miembros. Para ello la gente debe tener, primero, deseos de conocerse, y esta intención debe estar “fa-cilitada” por una organización integrada por personas. Sólo conociéndose las personas pueden desarrollar relaciones basadas en el respeto y la confianza. Nos dice Erich Fromm que “el conocimiento del hombre es posible sólo en el proceso de relacionarnos con él. Sólo si me relaciono con el hombre a quien deseo conocer, sólo en el proceso de relacionarnos con otro ser humano, podremos saber verdaderamente algo el uno del otro”. (7) El “saber verdaderamente algo el uno del otro” requiere intención pero también tiempo dentro de la organización; el tiempo necesario para descubrir quiénes so-mos más allá del rol que ocupamos. A la conocida frase “sólo se ama lo que se conoce”, yo agregaría que sólo se respeta al ser humano que descubro como par.

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3. Implicancias emocionales del hombre-recurso y del hombre-persona:elmiedoylaconfianza

Cuando el hombre es considerado un recurso, ¿de qué manera se relacionan con él las personas que detentan el poder? Si la relación es básicamente utilitarista, ¿existe la posibilidad de una relación madura? Si el rol del que de-tenta el poder quiebra el equilibrio entre personas iguales en su humanidad, ¿qué característica tendrá esta relación? Me animaría a decir que la concepción utilitaria del ser humano lleva casi necesariamente a una relación de dominio-some-timiento. La cosa, el instrumento, el recurso, no es nuestro igual, ¿cómo es posible tratarlo de igual a igual? Si el otro es un recurso, entonces, es inferior a nosotros y, si lo es, la manera de relacionarnos con él es desde el dominio. Do-minamos la naturaleza, los animales, las herramientas, los recursos. Con los inferiores –los recursos– los que detentan el poder no se relacionan desde la autoridad, sino desde su deformación: el autoritarismo.

El autoritarismo podrá ser más o menos visible, se po-drá manifestar explícitamente (el “patrón de estancia”) o se encubrirá bajo una superficial capa democrática (esto es muy frecuente en personas que han aprendido que es lo correcto en estos días –participación, delegación, comu-nicación– pero sin cambiar su concepción profunda sobre el significado del otro, de su semejante). Sea como fuere su manifestación, la emoción que el autoritarismo provoca en aquellos que están sometidos a él es el miedo. El miedo, como vimos en el primer capítulo, genera consecuencias concretas en la organización, afectando a las personas y sus relaciones internas y externas, la creatividad, la asunción de responsabilidades y riesgos y, finalmente, los resultados.

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Para alcanzar una relación madura entre seres humanos necesitamos desarrollar una emoción distinta al miedo. El miedo es incompatible con la libertad, con dar lo mejor de nosotros mismos, con la creatividad y hasta con la lealtad. Cuando analizamos los climas en las organizaciones o de las sociedades vemos que uno de los aspectos centrales que los definen es la existencia o falta de confianza entre sus miembros.

¿Qué es la confianza? Las distintas acepciones de la pa-labra “confianza” nos abren la puerta a su significado: Espe-ranza, fe // Seguridad // Ánimo, aliento, vigor // Pacto, convenio // Familiaridad. Y el verbo “confiar”: Creer, fiarse // Contar // Delegar, encomendar, entregar. “Desconfianza”, por otro lado, significa desesperanza, incredulidad y “desconfiar”, descreer.

La confianza, la antítesis del miedo, tiene un impacto “so-noro” sobre las organizaciones y las sociedades. “Sonoro” por las voces y las risas que se escuchan, por las exclamacio-nes que provocan el arte y la creatividad, por las disculpas en voz alta ante los errores cometidos sin consecuencias. Qué diferencia con el “silencioso” miedo que tiñe de grises los días, interminables las jornadas en las que se habla poco y en voz baja, y el humor es visto con desconfianza y como una pérdida de tiempo.

Para Rafael Echeverría, “todas las relaciones sociales que no se basan en la fuerza requieren sustentarse en la con-fianza. Este es el elemento unificador básico, el que hace de cemento en la relación. Si no hay confianza, es difícil conce-bir una relación entre el padre y el hijo, entre los miembros de una pareja, entre el maestro y el alumno, entre amigos, entre el médico y el paciente, entre integrantes de un mismo equipo de trabajo, entre gobernantes y gobernados, etc. Sin confianza, cada una de esas relaciones se ve comprometida

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y tenderá a disolverse”.(8) Es que las condiciones que ne-cesitamos para querer seguir juntos –si somos libres, por supuesto– son las que se derivan solamente de una relación de confianza. Sin sustento en la fuerza, el dominio y el mie-do no pueden perdurar; sólo cabe la confianza en las rela-ciones humanas libres. Donde hay “recursos”, hay dominio y donde hay dominio hay fuerza y miedo. Sólo el profundo respeto por el otro puede construir la confianza necesaria para desarrollar una verdadera relación humana.

También Fromm habla de este tema con la claridad que lo caracteriza: “La confianza es la emocionalidad clave del nuevo modo de hacer empresa. Con confianza el trabaja-dor se abre al aprendizaje, se atreve a innovar, acepta come-ter errores y confrontar sus ignorancias e incompetencias. ¿Cómo desplazarse del miedo a la confianza? ¿Cómo se construye o cómo se destruye la confianza?”.(9) Aquellos que hemos trabajado muchos años en organizaciones sabe-mos lo dificultoso y lento que es construir ámbitos de con-fianza y qué fácil se destruyen. Contestando a la primera pregunta de Fromm, creo que para revertir una situación de miedo a otra de confianza es imprescindible un buen li-derazgo. Creo que sólo el líder que concibe a las personas como personas y no como recursos, está en condiciones de dar vuelta esta situación; el buen líder se expondrá, dará la cara, hablará abiertamente y cumplirá sus promesas; ten-drá paciencia, comprensión del efecto del miedo y de la desconfianza y, poco a poco, irá convirtiéndose en alguien confiable. ¿Por qué una persona es confiable? Porque nos transmite principalmente honestidad y coherencia, porque es predecible, escucha interesadamente otras opiniones y cuida a su gente. Creo que el rol del líder es clave ya que, aunque la confianza no dependa exclusivamente de él, el

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impacto de su conducta es determinante. Si en una orga-nización existe miedo, miremos a sus directivos; si existe confianza, también.

4. La comunidad laboral

Una organización cuyos integrantes han sabido desa-rrollar relaciones humanas basadas en la confianza tiene la oportunidad de construir una comunidad. “La palabra comunidad proviene del latín communis, que significa ‘es-tado común’. Para desarrollar una comunidad en la escuela o en la sociedad debe existir un estado común, una base en común. Surge mediante el diálogo, la aceptación y el apre-cio.”(10) ¿Cuál es ese estado común en una empresa? ¿Qué es aquello que diferencia una organización de una comuni-dad? ¿Qué es ese “algo más” necesario para este paso cua-litativo? Nos dice Luigi Giussani que “la comunidad es la unidad profunda que nace de la convivencia provocada por una estructura común. En nuestra insistencia organizativa confundimos las asociaciones con la comunidad. Creemos que se puede construir la comunidad como convergen-cia desde afuera, como un acuerdo para realizar tal o cual cosa”.(11) La posibilidad de este paso cualitativo inspirado claramente desde la dirección implica la concepción “inter-na” de que las personas (y no los recursos) somos iguales en nuestra humanidad e importancia en cuanto seres hu-manos. “La comunidad es un modo de concebir las cosas, una manera de afrontar el problema del ser, el estudio de la historia, el amor. La comunidad, en una palabra, es un modo de acercarnos a todas las cosas”.(12)

Humberto Maturana, refiriéndose a los fundamentos emocionales de lo social, nos dice que “la emoción que fun-

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da lo social como la emoción que constituye el dominio de acciones en el que el otro es aceptado como legítimo otro en la convivencia es el amor. Relaciones humanas que no están fundadas en el amor –digo yo– no son relaciones so-ciales.”(13) Es decir, que la emoción básica que constituye lo social, una comunidad, es el amor. Para el reconocido bió-logo una emoción como la competencia (algunas empresas fomentan la “sana competencia” entre sus integrantes), que por su carácter niega la existencia del otro, no es constituti-va de una relación social. Si la competencia no es una emo-ción constitutiva de lo social, ¿qué podemos decir entonces de una emoción que refiere al hombre como un recurso, un instrumento de la producción? Para constituir una verdade-ra comunidad, la emoción que nos convocaría sería el amor.

Como sabemos, el lugar de trabajo es de mucho impacto en la vida de las personas. Podrá ser plataforma de desa-rrollo personal y profesional, un lugar de productiva inte-racción social o un lugar donde el aburrimiento y el miedo conviertan la vida del hombre en una rutina sin esperanza.

Creo que la idea de comunidad está poco desarrollada en la mayoría de las empresas modernas. Tal vez, podamos encontrar ese espíritu en algunas cooperativas, empresas familiares, clubes, organizaciones de la sociedad civil y mu-nicipios pequeños donde la administración del poder no se funda en el dominio de unos pocos sino en el máximo aprovechamiento de las potencialidades de cada uno de sus miembros. Los líderes que pretendan contribuir a la cons-trucción de una verdadera comunidad debieran compren-der que “la comunidad genuina surge de la interdependen-cia grupal y el respeto mutuo”(14) y que, como dice Van Oudenhoven, “la conducta prosocial se relaciona con acti-tudes tales como el interés por los otros, las conductas de

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ayuda y cuidado, la empatía, el altruismo, la preocupación por los demás, la observación en perspectiva y otras más”.(15) Una organización basada en genuinas relaciones hu-manas tenderá “naturalmente” a formar una comunidad.

La construcción de una comunidad, su viabilidad o in-viabilidad está íntimamente ligada a la concepción que los principales responsables de la organización tengan sobre el significado de liderar. Son muchas y profundas las conse-cuencias que se derivan de esta definición. Esa concepción y los estilos de liderazgo dominantes que resultarán de ella teñirán las relaciones interpersonales, la cultura, las posi-bilidades de creación y hasta el humor de sus miembros. Los líderes tendrán que reconocer, en muchos casos, que sus ideas sobre el buen liderazgo descansan más en pre-misas derivadas del propio carácter (y su imposibilidad de cambiarlo) que con la verdadera efectividad gerencial. Si nuestra personalidad y nuestros hábitos de conducta tie-nen un fuerte componente controlador, desconfiado, domi-nador, irreflexivo, nos será muy difícil aceptar argumentos que propongan una forma de relacionarse distinta. Aun así, es muy probable que las causas de esa desconfianza y de ese estilo que se deriva de ella no se encuentre fuera sino dentro de nosotros; es que “confiar en otro puede involu-crar enormes riesgos, y lleva a la tarea aún más desafiante de aprender a confiar en sí mismo. Ceder parte del control a otra persona nos enseña a ceder cierto control al incons-ciente”.(16)

La comunidad requiere, sin duda, de la confianza en el otro. Aun sabiendo que unos pocos podrán defraudarnos, sería inefectivo (e injusto) tratar a todo el mundo como a la excepción; es un riesgo que no tenemos más remedio que correr. En mi experiencia personal, pocas personas defrau-

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daron mi confianza; la gran mayoría “reaccionó” de la mis-ma manera que yo, otorgándola. El argumento de tratar a todos como delincuentes, incapaces o inmorales, esconde, desde mi punto de vista, una limitación personal relacio-nada a deficiencias en nuestra manera de relacionarnos; es una manera de encubrir nuestra propia inseguridad, nues-tro miedo al otro.

Si creemos en las personas (en los recursos no se puede creer), confiamos en ellas. Si nuestro liderazgo no se funda-menta en la idea de dominio (abierto o encubierto), nuestra capacidad se centrará en desarrollar a nuestros dirigidos antes que a controlarlos. Si tratamos a las personas con ver-dadero respeto, seremos tratados, en general, de la misma manera. Y entonces, sí, estaremos creando las bases para la construcción de una verdadera comunidad organizativa, profesional o social.

5. El trabajo creativo

Pocos empresarios podrían negar hoy día que el trabajo creativo es una de las condiciones de éxito (y también de supervivencia) de sus organizaciones. La intensa compe-tencia, la vida cada vez más corta de los productos y el cada vez más rápido avance tecnológico son realidades que jus-tifican de por sí la necesidad de impulsar el trabajo creativo.

Pero hay otra razón de la que no se habla con el mismo énfasis y que es, desde mi punto de vista, aún más impor-tante. Es la mirada que se centra en el rol que ocupa para nosotros, los seres humanos, el trabajo creativo. Más allá de la necesidad del mercado, las personas (y no los recursos) necesitamos del trabajo creativo como una manera vital de expresarnos. Dice Erich Fromm que “...en todos los tipos

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de trabajo creador el individuo y su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el proceso de creación. Esto, sin embargo, sólo es válido en el trabajo productivo para la tarea en la que yo planeo, produzco, veo el resultado de mi labor”.(17) El trabajo creador contribuye a darle sentido a la vida a partir de nuestra integración al mundo de una manera productiva. Lo que hacemos tiene entonces sentido porque aportamos algo nuestro, propio, algo que es inhe-rente a nuestro ser. Cuando esto no ocurre, cuando al tra-bajo no le podemos aportar algo verdaderamente nuestro, tanto el proceso como su resultado terminarán siendo ine-vitablemente insatisfactorios.

¿Qué significa no poder aportarle al trabajo algo nues-tro? Significa que lo que hacemos es simplemente fungi-ble y por lo tanto reemplazable; que nuestro aporte como recursos no tiene nada distinto que ofrecer. Creo que esta situación es muy común en las organizaciones actuales y origen de una de las principales causas de tanta insatisfac-ción laboral. Las buenas organizaciones son conscientes de que “toda acción puede practicarse como un arte, como un oficio o como un trabajo penoso”(18) y, por esta razón, sus directivos invierten una considerable parte de su tiempo en diseñar organizaciones que permitan a su gente realizar un aporte singular y, por lo tanto, verdaderamente humano. Dice el director de orquesta Yehudi Menuhin que “todos somos artistas. Los niños nacen con el don de la creatividad pero a menudo nos encargamos de aniquilarla”.(19) Está en nuestra naturaleza el acto creativo y debiéramos pregun-tarnos por nuestras capacidades organizativas si no somos capaces, tanto en la educación como en el trabajo, de crear las condiciones para que las personas puedan desplegar su ser humano. Brindar la posibilidad de que las personas

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cuenten con trabajos de valor, reemplazando a aquellos que simplemente cumplen el rol de una máquina, es contribuir a desarrollar seres humanos integrales y apostar al futuro del negocio.

Pero ¿qué es crear? Nos dice Stephen Nachmanovitch que “la palabra crear

viene de ‘hacer crecer’, como en el acto de cultivar plantas. Cultivamos o desarrollamos una serie de reglas para incor-porar el despliegue de nuestra imaginación. Creamos nues-tras reglas de progresión, nuevos canales por donde pueda fluir el juego”.(20) Es bien sabido que las personas muy satisfechas con su trabajo tienen la sensación de juego y no de esfuerzo. “En la práctica el trabajo es juego, es intrínsi-camente gratificante. Es sentir a nuestro niño interno que pide jugar sólo cinco minutos más”.(21) ¿No es acaso esto lo que sentimos cuando estamos haciendo algo que realmente nos interesa? Cuando vemos personas que a cada cosa que hacen le dan una impronta personal, ¿no vemos en sus ca-ras los signos inconfundibles de la satisfacción?; y más aún: “cuando realmente estamos bien y trabajando en nuestra mejor forma, mostramos muchos de los síntomas de la adic-ción, sólo que se trata de una adicción que da vida en lugar de quitarla”.(22) Cuando estamos realmente compenetra-dos con un trabajo que demanda nuestro ser, perdemos la noción de las horas y hasta de los días. ¿Cuál es nuestra verdadera motivación? Simplemente el trabajo en sí mismo, la satisfacción que produce el solo hecho de realizarlo. ¿No es acaso lo que ocurre con un deportista en el medio de la competencia?

Dijimos que “crear” viene de hacer crecer, pero ¿hacer cre-cer qué? Lo que tenemos dentro de nosotros. El juego nos permite sacar a la luz lo que tenemos en nuestro interior, de

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descubrir nuevas posibilidades, otras maneras de ver la rea-lidad. Miguel Ángel decía que la tarea del escultor era qui-tar el mármol que sobraba dejando al descubierto la obra de arte ya incluida dentro de la piedra. Lo que tenemos dentro es nuestro ser y de lo que se trata es de dejarlo fluir a través de la improvisación. Crear es animarse a ser.

En cualquier caso, ya sea un trabajo modesto o de la máxi-ma responsabilidad, uno que demanda un poco de creativi-dad o mucha, no podemos hablar de creatividad sin hablar del error. Nos recuerda Nachmanovitch que “en la escuela, en el lugar de trabajo, al aprender un arte o un deporte, se nos enseña a temer, a ocultar, o a evitar los errores. Pero los errores son de incalculable valor. Primero está el valor de los errores como materia prima del aprendizaje. Si no come-temos errores, es improbable que podamos hacer algo”.(23) ¿Quién podría estar en desacuerdo con esta afirmación? Y sin embargo, qué poco se permite el error como inevitable forma de crecer. ¡Qué importante el rol del líder! Y qué po-cos son los que pueden vivir con los errores de su gente aun sabiendo que es el proceso natural de la creación. Como decía Tom Watson, exjefe de IBM, “el buen juicio viene de la experiencia. La experiencia viene del mal juicio”.(24) No tolerar el error es matar la creatividad. Porque para crear algo nuevo necesariamente se producen “descartes”; una buena idea es, casi siempre, el resultado de muchas otras que no funcionaron antes. Si este proceso natural es amena-zado con represalias (aun sutiles), las personas tenderán a no exponerse y aplicarán su creatividad en otro lado, donde sea bienvenida.

Los miedos son incompatibles con la creatividad en el trabajo. El primer miedo es el del jefe; su miedo a perder el control, a delegar, a lo que piense su propio jefe. Y el segun-

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do es el resultado del primero; miedo que implicará en los colaboradores la carencia de nuevas ideas y propuestas, la repetición hasta el hartazgo de las acciones y la aparición de la incipiente burocracia. Es bien claro quién es el prin-cipal responsable de establecer las condiciones o anular la creación.

Por otro lado, el trabajo creativo requiere altas dosis de energía. La falta de ganas y el aburrimiento son estados de ánimo que nos vacían de energía; de alguna forma nos pa-ralizan, nos vuelven repetitivos, estrechos, inflexibles. Para que sea posible crear algo distinto debemos, al menos, tener una elevada motivación personal generada ciertamente por nosotros mismos pero que se encuentra muy influenciada por el contexto que nos rodea. La manera en que nos tratan, el clima que se respira en la organización y las posibilida-des de expresarnos condicionan fuertemente nuestra auto-motivación y, consecuentemente, nuestras posibilidades de realización.

¿Cuándo se da en mayor medida el acto creativo? Dice Vittorio Orsi que “nuestras vidas en la cronología del uni-verso son extremadamente breves. En ella los momentos más caóticos (los estados lejos del equilibrio) son aquellos en los que está concentrada nuestra capacidad creativa”.(25) Cierta “tensión” es buena para la creación; la necesidad de responder a desafíos, a situaciones imprevistas, a lo que se sale del molde o del equilibrio actúan como impulsores de la creatividad. Mucho “orden” parece mala compañía para la creatividad; cierto grado de “caos” nos obliga al acto creativo para restablecer el equilibrio perdido.

El acto creativo necesita de un espacio donde nacer, re-quiere un dejarse llevar y confiar en uno mismo sabiendo que algo positivo sucederá. Escuchar a nuestro hemisferio no

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racional, creer en nuestra intuición, en nuestras corazona-das, es establecer las condiciones de posibilidad para que la creación ocurra. Y una vez que creemos haber desarrollado una idea nueva, algo que consideramos valioso, debemos afrontar la incomodidad de no poder explicar nuestras ra-zones. ¿Qué razonamiento lógico fundamentan algunas de nuestras ideas creativas? ¿Cómo explicar racionalmente lo que se origina en la intuición, en lo que me parece? Aunque hemos sido educados para dar explicaciones por todo, ese todo que podemos explicar es, en realidad, muy estrecho y también transitorio; ¿O no es muy probable que mañana una nueva verdad se imponga demostrando que la verdad actual no es más que un error?

La realidad se nos presenta amplia y difusa aunque, como dice Benjamín Zander, director de la Orquesta Filar-mónica de Boston, “nos estamos moviendo hacia un mundo integrado de posibilidades ilimitadas, nuestra imaginación es el límite”. (26)

6. La libertad en el trabajo

La libertad es un concepto poco claro y debemos tratar de comprender qué queremos decir cuando la nombramos. ¿Qué significará, entonces, trabajar en libertad dentro de las organizaciones? ¿Hasta dónde somos libres? ¿Cuándo la sa-crificamos?

En un sentido estricto, la libertad está casi siempre pre-sente en nuestras vidas. Salvo situaciones verdaderamen-te excepcionales, vivimos en libertad. Lo que a veces nos confunde, y que llamamos falta de libertad, es la situación que enfrentamos cuando tenemos que elegir entre distintos valores. Estos valores estarán contenidos dentro de las al-

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ternativas que se nos presentan y, algunas veces, colisiona-rán entre sí. Así, por ejemplo, somos libres de progresar en una empresa de cualquier forma y, también, somos libres de cuidar las formas y, como consecuencia de ello, progresar menos. Es cuestión de elección. Vivimos optando, eligien-do, queriendo, descartando, acomodándonos, diciendo que sí y que no. En este sentido somos libres, aunque nos pese.

En un sentido relativo, –el que, en general, utilizamos– nos falta libertad cuando entendemos que sostener el valor contenido en nuestra intención implica pagar un costo muy alto; si este costo lo consideramos superior al valor de nues-tra intención original, diremos que no hubo más remedio, que no tuvimos opción, que nos obligaron. De esta manera, existirán muchas situaciones en las que no seremos libres o, puesto de otra manera, que no seremos responsables por nuestros actos. La responsabilidad estará, entonces, fuera de nosotros.

Si decidimos trabajar con otros, en una organización por ejemplo, renunciamos a trabajar solos. Y esta decisión, ¿qué implica? ¿Cuál es el precio a pagar por trabajar con otros? La elección de trabajar con otros implicará necesariamen-te negociar con los demás una manera de comportarnos. Y negociar significa acordar, ceder nuestra posición inicial (nuestro deseo), atenernos a reglas de juego que significa-rán, de alguna manera, limitaciones personales. El costo de esas limitaciones personales debería ser entonces inferior al valor implícito de trabajar con otros, para que se justifique esta decisión. Es decir, deberá tener más valor pertenecer a una organización que las insatisfacciones que nos produci-rán las restricciones a nuestros deseos.

Damos por sentado, entonces, que al hablar de libertad en una organización nos referimos a su significado relativo,

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ya que estrictamente, siempre somos libres de buscar alter-nativas fuera de ella.

En general, ¿cuándo sentimos la falta de libertad en una organización? ¿Cuándo las restricciones comienzan a pe-sar más que los beneficios de trabajar en ella? En mi opi-nión, sentimos la falta de libertad cuando se nos imponen las cosas, cuando los que mandan ejercen el poder y no la autoridad. Esta situación nos comunica cuál es para esa or-ganización nuestro valor personal y, por lo tanto, las posi-bilidades que tendremos de desarrollarnos como personas y profesionales.

¿Son compatibles las relaciones humanas, los vínculos basados en la confianza y no en el miedo, el desarrollo de una comunidad y el trabajo creativo, con la falta de libertad? Ciertamente, no. Para que se den esas relaciones y formas de trabajo, es indispensable que las personas se desempe-ñen en un ambiente de trabajo en el que puedan (y quieran) volcar lo mejor de sí mismas. Y las personas sólo brindarán lo mejor de sí cuando, y sólo cuando, sean bien dirigidas.

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ReferenciasBibliográficas

Capítulo III

1. Rafael Echeverría, La empresa emergente, la confianza y los desafíos de la transformación, Granica, Buenos Aires, 2001.

2. Aldous Huxley, Nueva visita a un mundo feliz, Sudamericana, Buenos Aires, 1975.

3. Erich Fromm, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1981.4. Zygmunt Bauman, Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos

humanos, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005. 5. Erich Fromm. Obra citada. 6. Philip Gang, Nina Lynn Meyerhoff y Dorothy Maver. La educación

de la conciencia. El puente hacia la libertad, Errepar, Buenos Aires, 1992.

7. Erich Fromm. Obra citada. 8. Rafael Echeverría. Obra citada. 9. Erich Fromm. Obra citada. 10. Philip Gang, Nina Lynn Meyerhoff y Dorothy Maver. Obra citada. 11. Luigi Giussani, El riesgo educativo, Ciudad Nueva, 2004. 12. Luigi Giussani. Obra citada. 13. Humberto Maturana, Emociones y lenguaje en educación y política.

Dolmen, Granica, Santiago de Chile, 1997. 14. Philip Gang, Nina Lynn Meyerhoff y Dorothy Maver. Obra citada. 15. Citado por Philip Gang, Nina Lynn Meyerhoff y Dorothy Maver.

Obra citada. 16. Stephen Nachmanovitch, Free Play. La improvisación en la vida y en

el arte, Paidós, Buenos Aires, 2006.17. Erich Fromm. Obra citada. 18. Stephen Nachmanovitch. Obra citada. 19. Citado por Vittorio Orsi en A la búsqueda del rostro humano. Davos 99. 20. Stephen Nachmanovitch. Obra citada. 21. Stephen Nachmanovitch. Obra citada. 22. Stephen Nachmanovitch. Obra citada. 23. Stephen Nachmanovitch. Obra citada.

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Joaquín Sorondo

24. Citado por Stephen Nachmanovitch. Obra citada. 25. Vittorio Orsi. Obra citada. 26. Citado por Vittorio Orsi. Obra citada.