chester swann - carne humana

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1 Chester Swann

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Page 1: Chester Swann - Carne Humana

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Chester Swann

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

Chester [email protected]

[email protected]

www.tetraskelion.org

Carne HumanaObra registrada en el Registro Nacional

de Derechos de Autor

Del Ministerio de Industria y Comercio de la

REPUBLICA DEL PARAGUAY

Bajo el Nº 2.447, foja 87/88, a los efectos

de lo que establece

El Art. 34º del Decreto Nº 5.159 del

13 de setiembre de 1999

Y a los efectos que establece el

Art. Nº 153 de la Ley Nº 1.229/98

De Derechos de Autor y Conexos.

Edición en soporte electrónico pdf

Colección NUEVA NARRATIVA PARAGUAYA

TETRASKELION ΤΗΤΡΑΣΚΗΛΙΩΝ

2007I.S.B.N. en trámite.

Page 3: Chester Swann - Carne Humana

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Chester Swann

Chester Swann

CARNE HUMANA

A mis hijos:

Ingrid Evelyn

Rölf Hermann (1965-1994)

Ariana Melody y

Brenn Roderick Daimon

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

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Chester Swann

DRAMATIS PERSONÆ

Cuando me enteré, allá por 1970-80 del pasado siglo, de

los pormenores y pormayores de los casos impunes de este

turbio negocio, llamado eufemísticamente «adopciones in-

ternacionales», me dispuse a realizar un libreto para teatro

farsesco, dentro del género de lo absurdo. Cuando estaba

madurando el argumento, una gentil adolescente a quien

presté mi ordenador para un trabajo, realizó una operación

que me dañó el disco duro, privándome de muchos de mis

archivos electrónicos, por lo que casi abandoné el proyecto

por más de tres años; hasta que cierto día me decidí a reto-

mar el tema, aunque ya despojado de lo farsesco por razo-

nes obvias.

La tragedia del subdesarrollo y la miseria, que empu-

ja a jóvenes mujeres —solteras o no— a entregar sus hijos a

dudosos destinos, mediante el proceso de adopción, por lo

general plagado de vicios de forma y fondo y los entretelones

internacionales del comercio de vidas inocentes, me indujo

a tratar el tema como novela breve de corte policial y de

investigación periodística, recordando que he pasado por la

prensa y me interesó siempre cuanto afectase al ser huma-

no, con o sin uso de razón, según los cánones legales y buro-

cráticos de la sociedad despiadada y competitiva en que vi-

vimos.

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Los pacientes lectores seguramente, leerán

entrelinealmente estas páginas, que, no por breves carecen

de intensidad y pasión; aunque seguramente, se interesen

más por lo estético que por lo ético del fondo de la cuestión.

Mas siempre es un desafío encarar una temática poco usual,

donde se conjugan muchos factores que hacen a las viven-

cias cotidianas y al aspecto cultural, por lo general fruto de

los excesos o carencias de recursos.

Si la corrupción se hizo carne y habitó entre nosotros,

ha sido en parte por la permisiva impunidad de las autori-

dades, sus malos ejemplos y por la miseria imperante en

las clases populares que la empujan a sobrevivir como fue-

se; aún soslayando la ética y valores tradicionales que

cohesionaron mucho tiempo a nuestra aldeana sociedad,

hasta el advenimiento de la más tenebrosa tiranía que ha-

yan visto los siglos pasados y habrán de ver los venideros,

parafraseando al autor del inmortal Quijote de la Mancha.

Por lo que esbocé en estas páginas, el canibalismo sigue

vigente pese a nuestros supuestos adelantos en materia ju-

rídica y, cual hidra maléfica, se niega a morir bajo los

mandobles, no siempre certeros, de la jurisprudencia.

Moloch sigue devorando vidas inocentes, en pro de oscuros

negocios El culto al Becerro de Oro, despoja a nuestros ni-

ños, no sólo de su identidad, sino incluso de su libertad y,

hasta de su vida.

Y esto no es invento de quien escribe estas líneas, sino

que está reflejado en la cotidiana prensa nacional e inter-

nacional de las cuales también soy adicto empedernido.

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Chester Swann

En cuanto a los personajes e instituciones que apare-

cen a lo largo de la narración, son entelequias, que bien

pueden ser reales o no, pero las conocemos a través de nues-

tra observación de cuanto nos circunda en este valle de aflic-

ciones llamado Tierra. Tal vez alguien se sienta aludido en

estas líneas, que han de arañar la vista y conciencia del

lector, pero como dijera el gran literato Juan Bautista

Rivarola Matto: «A quien le venga el sayo tiene toda la li-

bertad de ponérselo, aún sin proponérselo».

Ruego la indulgencia y la bondad de los lectores, que

seguramente han de juzgar este trabajo. También es mi

ruego que nuestro torturado país encauce sus energías ha-

cia el bien común, a fin de ascender un peldaño en la toma

de conciencia y, en lo futuro, evitar a nuestros niños la ver-

gonzosa esclavitud de la prostitución en lejanos países (tam-

poco en el nuestro, donde también la hay) o su utilización

como piezas de repuesto para otros más afortunados con

padres dispuestos a todo, aún al crimen a través de

interpósitas personas para conseguir órganos vivos para los

suyos.

A veces la realidad es más impactante que la ficción.

Al acabar este libro, en 1997 y durante la corrección de las

pruebas, supe que en Santa Fe, Argentina, descubrieron un

camión frigorífico con carne de niños al gancho. ¿Somos aún

caníbales? ¿Estamos todos locos? ¿Qué tenebroso poder go-

bierna al mundo y permite estos excesos? Ud. amigo lector,

tiene la respuesta, pero los escándalos de pedofilia conti-

núan aún al presente.

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Los caníbales

Nathan Allen, pantalla en mano, estaba esa tarde

decembrina de 1991 sudando la gota grasa bajo la poderosa

canícula veraniega del Paraguay, capaz de derretir el áni-

mo a un dinosaurio. Sintió cierta aprehensión, no habitual

en él, al trasponer —previo cacheo de rigor, aún mucho an-

tes de la paranoia del terrorismo— el muy vigilado portón

del búnker ultrafortificado, más conocido como la Embaja-

da de los Estados Unidos de América, en Asunción. No era

para menos ni para más. Estaba ansioso por conseguir un

niño recién nacido en precaria cuna de un depauperado

vientre paraguayo, a fin de llevárselo a su opulento país

con fines de adopción. Por lo menos, así lo admitía a quien

quisiera oírlo en su reducido círculo de huéspedes de un

céntrico hotel de no más de tres estrellas, aunque su esposa

se alojaba en otro más constelado, por razones que sólo él

conocía.

Debía gestionar, no sólo el ingreso del niño en cues-

tión a su país, sino ver cómo sobornar al juez adopcionista,

con los abogados más corruptos del Paraguay para lograr

su propósito. Por fortuna, el cónsul norteamericano cono-

cía a muchos de ellos en sus casi dos años de servicio en esa

representación diplomática, situada en pleno corazón de la

subdesarrollada América austral.

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Malos tiempos corrían para las adopciones internacio-

nales de carne tierna; aunque algo desnutrida por la mise-

ria del subdesarrollo. La prensa paraguaya estaba levan-

tando perdices y polvareda en torno a la dudosa, cuando no

escandalosa cuestión. También la de Europa, la cual de-

nunciaba casos de falsas adopciones con fines inconfesables,

por parte de supuestos matrimonios sin hijos que lucraban

con la venta de niños —previamente sanitados y alimenta-

dos— para diversos usos. Desde pederastas pedófilos y em-

presarios del sexo núbil, hasta ciertos cirujanos

inescrupulosos expertos en trasplante de órganos. Pero para

esto último, los infantes deberían ser sanos de origen y tras

el engorde, prepararlos para una «muerte cerebral» que los

mantuviese a la orden de cualquier pedido de riñones, cór-

neas o lo que se precisase en exclusivas clínicas de cinco

cruces del primer mundo, aunque en el tercero también las

hay, aunque no creamos en ellas.

Por otra parte el Congreso Nacional paraguayo de la

“era democrática”, discutía acaloradamente un proyecto de

ley de suspensión de adopciones foráneas, hasta que se

aclarase el tortuoso panorama de los dudosos destinos de

los niños paraguayos, exportados literalmente a los Esta-

dos Unidos, Holanda, Alemania, Emiratos Árabes e Israel,

entre otros, aunque no para los mismos propósitos.

Nathan Allen, tras presentar sus documentos a los

cancerberos, marines y policías nacionales que custodia-

ban los accesos al búnker diplomático, fue conducido ama-

blemente por un diligente guardián, no desprovisto de hi-

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pócrita sonrisa de fingida amabilidad, hasta el despacho de

Mr. Woolstone, el cónsul. Este, lo invitó a sentarse con un

ademán algo imperativo y le preguntó en su idioma:

—¿Logró averiguar algo sobre el proyecto de ley apro-

bado en Diputados y a punto de pasar a Senadores, Mr.

Allen?

—Sí, señor —respondió el aludido—. Y me temo que

la cosa se está poniendo espesa y, a pesar de las presiones

del señor embajador, el congreso paraguayo va a aprobar

esa ley, pateando nuestros intereses y poniendo en duda

nuestras intenciones.

—Creo que debemos apretar más las tuercas a estos

cretinos de mierda. —replicó Mr. Woolstone, olvidando su

diplomática verba de rigor, pues en esos momentos no la

había menester—. De lo contrario otros países seguirán el

ejemplo de estos díscolos súbditos nuestros, aún a pesar de

nuestra paciencia.

—¿Lo cree Ud. señor cónsul? Mire que ya hemos lle-

vado niños de Guatemala, Dominicana y varios otros paí-

ses a los Estados Unidos, y pese al seguimiento de algunos

jueces, logramos burlar sus controles internacionales. Es

que muchos niños son verdaderamente adoptados por ma-

trimonios sin hijos, y esto logra encubrir en gran medida

los otros casos. Espero sinceramente que el Congreso reca-

pacite y responda a las presiones del embajador positiva-

mente. Hay muchos miles de dólares en juego como para

dejarse derrotar por unos cuantos idiotas bienintenciona-

dos de este país.

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La revista «Interviú», de España denunció, por esos

días, las atrocidades cometidas con niños y niñas provenien-

tes del Cono Sur de América. La policía española acababa,

por entonces, de desmantelar una banda, que utilizaba la

red Internet para distribuir fotos pornográficas y videos de

niños a lúbricos clientes de toda Europa y Medio Oriente.

Más de doscientas personas fueron arrestadas en torno al

caso. También en Francia y Alemania e incluso en Bélgica,

se detectaron contactos de la infame red distribuidora de

carne núbil para depravados y canibalescos gourmets del

primer mundo, eso sí, harto solventes de efectivo.

En tanto, el Parlamento Europeo no se hizo cargo e

ignoró el asunto, como si no les concerniera para nada. Muy

pocos alzaron la voz y, en breve, todo se diluyó en un océano

de retórica gimnástica y ruidosa, típicamente europea.

Nathan Allen ingresó al opulento despacho de la jueza

del menor Sonya Téllez, una rubia teñida, de vidriosa mi-

rada de habitué de fiestas blancas, rostro mofletudo como

de adicta al chocolate y hoscos gestos de aspiradora de dó-

lares a tiempo completo. Se sentó frente a ella sin esperar

invitación y en un pésimo castellano, acentuadamente grin-

go le espetó:

—¡Tengo al niño casi pronto, a punto de nacer y dis-

pongo de cuanto me solicitó, pero hay impedimentos para

llevármelo! ¿Podría usted dictar una sentencia definitiva,

antes de que salga esa ley? Tengo prisa por retornar a mi

país. Los negocios me llaman con premura.

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—Tranquilo señor Allen —replicó la jueza, con falsa

parsiminia de sacerdotisa de lo protervo—. No olvide que

le di mi palabra de concederle la adopción, pero debo ser

prudente. En cualquier momento pueden destituirme y lle-

varme a juicio y no deseo arriesgar mi carrera. Creo que

tengo otra solución si le parece.

—Toda vez que no me obligue a gastar más de lo con-

venido ni arriesgue mis trámites de adopción, puedo consi-

derarlo —respondió Mr. Allen.

—Ordenaré que secuestren al niño desde el hospital,

a poco de nacer, y lo hagan desaparecer por la frontera seca.

—dijo la magistrada del menor haciendo gala de un orondo

desparpajo, sin obviar su carencia menesterosa de ética,

virtud últimamente muy venida a menos; no digamos sólo

en el Paraguay, sino en el planeta entero, de horizonte a

horizonte.

—¿No le parece un poco... digamos arriesgado un se-

cuestro? —preguntó sobresaltado el americano—. Recuer-

de que necesito toda la documentación en regla para llevar

un menor a mi país.

—Tendrá todo lo que precise, señor Allen. Sólo que el

niño será llevado al Brasil y desde Ponta Porã gestionare-

mos la documentación. Son detalles. El bebé será brasileño

y no paraguayo. En cuanto a su madre, le daremos lo sufi-

ciente para consolarla y cerrarle el pico. Usted sabe que

algunas mujeres, denuncian a los gritos destemplados, a la

prensa, la desaparición de sus cachorros y alborotan el

ambiente impidiéndonos trabajar tranquilos. Y todo por no

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darles lo que ellas creen que vale su trabajo, que, según

deduzco, debe ser placentero. Al menos para engendrarlo.

Tras esto, el señor Allen quedó algo estupefacto, como

quien cae de pronto en la cuenta de algo atroz, pero corrien-

te. Absurdamente corriente. Atrozmente corriente, aun-

que él mismo era poco apto para juzgarlo.

—¿Y esas madres consienten en...

—Son madres del subdesarrollo, señor Allen —le re-

cordó la jueza Téllez—. El hambre hace estragos en la de-

cencia y la vergüenza de la gente. Creo que ni hace falta

recordárselo, puesto que Ud. suele presumir, en inglés, cla-

ro, de ser un buen repartidor de cometas en este país, donde

hasta la miseria es negocio manejado desde el exterior y

máquina que mueve la corrupción interior, alimentada por

boreales dólares, bien habidos, mal habidos, o bien

malhabidos, para variar, pero siempre verdes.

El estupor poco disimulado del americano se filtró a

través de sus oscuras gafas polarizadas, proyectándose ha-

cia la Dra. Téllez (en realidad ésta tenía la tesis en trámite

aún, y otra profesional la estaba redactando por ella, pero

gustaba que la llamen doctora), cual si aquél fuese impolu-

to gentleman británico, sorprendido en infracción por un

pastor anglicano, robando una flor de la capilla, junto con

la colecta dominical.

—Estimada doctora, no sabía que están tan pobres

los habitantes de este país. Tengo entendido que han reci-

bido mucha ayuda para el desarrollo por parte de mi go-

bierno y entidades internacionales, desde años atrás. Son-

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rió casi lascivamente contemplando las túrgeas redondeces

de la magistrada, adivinando sus formas insinuadas por un

escote provocativo, un sujetador strapless y un traje Chanel

bastante sobrio, acorde a la investidura de su cargo.

—¡Oh, señor Allen! Usted sabe perfectamente que eso

que llama Ayuda, con mayúsculas, alimentó un aparato tan

perverso que arrastró al fango a personas e instituciones.

Esos dólares y créditos sirvieron para organizar el

copamiento del país, por cuenta de la CIA. Recuerdo al co-

ronel Robert Thierry, quien asesoraba a la Técnica en ablan-

dar o suprimir disidentes. El salario de los maestros de la

tortura fue pagado con dinero del «Punto Cuarto», el “AID”

y la “Alianza para el Progreso” ¿Recuerda a Daniel Mitrione,

ejecutado por los tupamaros en Montevideo? Así no hay

desarrollo que camine derecho. Más bien se arrastra como

arroyo seco o lombriz desorientada. Esto es resultado de

un empobrecimiento económico y moral deliberado, y, ca-

sualmente, programado desde su democrático y paternalista

gobierno. ¿No lo sabía usted, señor Allen?

Este no esperaba esta brutal sinceridad por parte de

la casi cómplice de sus negocios, como era la doctora Téllez.

E incluso, sus métodos demostraban ser más tortuosos y

expeditivos, si cabe tal adjetivación. Bueno, quizá conocía

mejor la deplorable y atroz situación del país. Su organiza-

ción sólo buscaba dividendos, no hacer filantropía, y mucho

menos en el tercer mundo. Mr. Allen capituló. Esta buena

señora, que fungía de jueza del menor, le estaba dando lec-

ciones acerca de cómo corromper a la propia podredumbre.

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Si pudiese contratarla, para manejar sus asuntos crepus-

culares de Chicago, New York o Atlantic City... aunque pen-

sándolo bien, mejor dejarla en su sitio pues semejante ar-

pía podría hasta arrebatarle su liderazgo en la organiza-

ción, de la que él formaba parte.

En cuanto a Mr. Woolstone, el cónsul, no dejaba nada

en el tintero ni daba puntada sin hilo en materia de busi-

ness. Era más fenicio que americano y más americano que

humano, pero en fin, era harto difícil hallar la perfección en

este valle de lágrimas. Mejor dejarlo ahí para ahorrarse la

posibilidad de un naufragio en el mar de las conjeturas.

Mr. Allen salió del despacho de la poco honorable Jueza

del Menor con la casi certeza de que saldría con la suya,

aunque algo extra debería invertir en ello. Por otra parte, el

señor cónsul de su país tampoco dejaría de dar una mordi-

da a los dividendos —y no precisamente con dientes de le-

che—, según era la costumbre de quienes se servían de la

patria por los cuatro cantos del mundo. Pero esto no inco-

modaba tanto a Mr. Allen, como el tema de la nueva ley de

congelamiento de las adopciones internacionales. Tal pési-

mo precedente podría ser contagioso en los demás países

del tercer, cuarto y quinto mundo, restando una valiosa fuen-

te de emolumentos para quienes ejercían la noble profesión

de buscar niños para padres estériles y madres yermas de

vientre... o para quienes fuesen que pagaran bien y al con-

tado rabioso por la‘mercancía. Después de todo, la carne

—humana o no— seguía siendo eso: carne, y nada más.

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En las telarañas de la red.

Herminia Garay se sintió, de pronto, al borde del infier-

no o lo que lo pareciera. Atroces espasmos anunciaban que

nacería su hijo primerizo. Ya sabía que seria varón, pues el

que la hizo preñar a trueque de un magro pago de seiscien-

tos dólares cash —y que pagaba además la ecografía y otros

gastos de hospital y botica—, la tuvo al tanto del proceso.

Herminia corrió a lo de su vecina y confidente-infidente,

doña Froilana Durán, para convocar un taxi desde su telé-

fono. Su misterioso patrón gringo lo pagaría también, pues

doña Froilana era conocida del mismo, e incluso formaba

parte de las reclutadoras de vientres de la organización.

Por otra parte, ellos querían un mitã’i sano en lo posi-

ble, aunque era mucho pedirlo en un país donde el noventa

y uno por ciento de la tierra es propiedad del poco más del

uno y medio a dos por ciento de sus habitantes y la asime-

tría económica es tan pronunciada como un insulto soez.

Al resto de la población se la comían las lombrices de

variopinto tamaño y voracidad, amén de piojos, pulgas, chin-

ches, mosquitos que parecían la fuerza aérea y vinchucas

que chupaban como poetas y mataban como la mismísima

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muerte: lentas pero seguras con su tripanosómico chagas.

Tras el regateo, el taxista demoró menos de dos minutos en

bocinar a la puerta del rancho de los suburbios de Luque,

cercano al aeropuerto internacional.

Amaba a su hijo por nacer pero tal vez, ni lo vería. Ni

siquiera lo amamantaría por unas horas. Si la anestesia lo

permitiera, tal vez lo sintiese unos segundos, antes de ser

trasladado, el neonato, a un hospital algo más acomodado

donde lo desparasitarían para que se pudiese exportarlo.

Un cheque de doscientos cincuenta dólares post-parto, fir-

mado por Nathan Allen, era cuanto acunaría en su gastado

monedero. Ello le alcanzaría para comer un par de meses,

pagarse el techo y algunos gastos básicos. Le habían pro-

metido seiscientos, pero lo cobraría de concretarse la sen-

tencia de adopción.

Mientras tanto, debía contentarse, contenerse... y es-

perar. De pronto Herminia lloró espasmódicamente. Algo

se quebró en sus entrañas. El taxi se dirigía velozmente a

la Cruz Roja, cuando, plañidera, ordenó a los gritos:

—¡No. Mejor vamos a los primeros auxilios o a Clíni-

cas! ¡Alguien me quiere robar mi bebé, señor!

El taxista, algo sorprendido, tardó un poco en reaccio-

nar aunque obedeció a su pasajera, sin percatarse de que

era seguido por otro taxi que hacía media hora acechaba en

las cercanías del humilde rancho de Herminia, gracias a un

oportuno aviso de doña Froilana.

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Chester Swann

Mrs. Allen, esposa de Nathan, miró impaciente su re-

loj, como dudando de la veracidad de sus manecillas, o de

su velocidad. Su esposo debía estar de regreso a su hotel

con la sentencia definitiva en gestión. Algo debía andar

mal o por lo menos fuera de lo previsto. Sabía el grado de

corrupción latente en el país, y que un poco del abono verde

—que fluía desde el suyo para torcer voluntades, sazonar

venalidades y dictar cátedra de impunidad—, a veces no

bastaba. En sus inicios, la corrupción se contentaba con

migajas; ahora aspiraba porcentajes, como mínimo de seis

o siete dígitos. Oh, my God!

Resolvió dirigirse al comedor del Gran Hotel del Pa-

raguay, donde se hospedaban casi todas las parejas o perso-

nas solitarias que buscaban adopciones, para almorzar sola.

La solicitud de adopción tenía algunas irregularidades, para

variar. Se habían iniciado los trámites meses antes de que

naciera el niño, hijo de una humilde soltera que trabajaba

como empleada doméstica de unos conocidos. Esta estaba

preñada de un joven estudiante, el cual al enterarse de su

responsabilidad hizo mutis por el foro. Tanto mejor. El

niño ya tenía a alguien esperándolo en los Estados Unidos,

aunque no con cariño precisamente, ya que era seguro que

fuese reexportado a Europa o Medio Oriente, donde no fal-

tan pederastas y pedófilos refinados. Tomó asiento en un

soleado corredor del hotel, cerca de un guacamayo parlan-

chín que era la mascota del dueño del local e hizo señas al

camarero para que la atendiese. Hacía casi tres meses que

se hallaba en el país, haciendo el papel de ansiosa madre

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frustrada por sequedad de vientre, en espera de adoptar un

gracioso paraguayito como hijo suyo. Incluso su rostro apa-

rentaba estar nimbado de sentimientos y aureolado de de-

seos de realización como madre y esposa. Si se pudiese

hurgar en su mente, tal vez se experimentaría un temblor

ante lo que verdaderamente se agazapaba allí, entre sus

calculadoras neuronas de caja registradora. El camarero,

que ya conocía sus hábitos le acercó una copa de daiquiri

como preludio del almuerzo, frugal por otra parte. Después

de todo, era una weightwatcher convencida, por no decir

fanática de sus kilos o libras.

Miró y remiró su reloj de pulso como si ese gesto acelerase

el tiempo o trajera a su esposo de dondequiera se encontra-

se. Nada. Ni su sombra asomó por la entrada del lobby del

hotel. Se resignó a almorzar en compañía de sus pensamien-

tos y del guacamayo mascota que, por esta vez, se mantuvo

silencioso y expectante como presagiando densos aconteci-

mientos, o cual si estuviese hurgando en los tortuosos pen-

samientos de algunos comensales

Mr. Allen ordenó al taxista que siguiese al colega que de

pronto cambió el rumbo prefijado. No dejaría huir a la mujer

después de haber invertido más de dos mil dólares en la

consecución de su objetivo. Los informes médicos indica-

ban que el prenato era aparentemente sano y sería de piel

blanca y ojos verdosos como solicitara su cliente en la leja-

na Chicago. Nada podría hacerle bajar la guardia y no de-

jaría que la mujer escogiese otro hospital de maternidad

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que el contratado para el parto inminente. Evidentemen-

te, la mujer arrepintióse de la preventa de su hijo y tal vez

decidió no entregarlo, pese a haber consentido en recibir

anticipo a cuenta y atención sanitaria pre-parto.

—¡Daughter of a bitch! —pensó Mr. Allen tomando su

celular y tecleando a la casa de la jueza Téllez, a quien avi-

saría del cambio de planes. Tal vez, fuese más fácil el se-

cuestro en el hospital de Clínicas, que en la Cruz Roja. Todo

era cuestión de hablar con...

—¿Es que los parias del subdesarrollo no habían perdi-

do casi hasta la dignidad? —volvió a pensar Mr. Allen—.

¿Cómo es que la mayoría de las paraguayas claudican de

sus compromisos casi sobre el límite del parto? ¿o acaso se

arrepienten de sentirse simples reproductoras de carne hu-

mana para consumo?

Tantas ideas se agolpaban, cual estampida de ahorristas

defraudados, en la cavernosa mente de Mr. Allen, que casi

todas sus neuronas estaban rebasadas, desbordadas y con

alto nivel de saturación. No le preocupaba ser investigado

ni temía ser arrestado en caso de vinculársele a los llama-

dos mitãreraha’ha, como denominan en guaraní a los

robaniños, que pululaban por los pasillos del Palacio de

Justicia, más suntuoso que justo y más monumental que

ético. Una vez cerciorado del hospital elegido, que resultó

ser el ruinoso y proletario Hospital de Clínicas, Mr. Allen

dirigió al taximetrista hacia la residencia particular de la

jueza Téllez (era un sábado y no estaría en su despacho).

La magistrada del menor no residía precisamente en un

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barrio mid-class, sino en un coqueto dúplex de un barrio

residencial desde donde dirigía a una piara de abogados

adopcionistas, expertos en trampas, chicanas y sobornos,

que se sacrificaban por vender ilusiones a matrimonios sin

descendencia, pederastas refinados y no tanto, cirujanos de

bajo perfil ético y chulos orientales del turismo sexual. De

todo hay en la viña del señor Baco. Unos cosechan y otros

son los frutos a cosechar. Unos nacen con estrella y otros,

estrellados. Algunos sacan la lotería de la vida y son afectiva

y amorosamente adoptados, y hasta ingresan a una univer-

sidad, olvidando su origen, aunque suelen traicionarlos sus

ojos, cabellos y cutis. Pero la suerte no se emparda en todos

los casos. Mr. Allen no temía, no tenía por qué temer a la

aleatoria suerte, disponiendo de unas cuentas bancarias

muy reservadas y con decena de ceros a la derecha, una

oficina en Chicago y otra en Atlantic City. Total, los nego-

cios relacionados con carne tierna se manejan por satélite.

Y por Internet, pre-supuesto.

Los chulos del Mediterráneo, Brunei, Hong Kong, Kuala

Lumpur, Djakarta y Bangkok, entre otras urbes divertidas,

aguardaban varios envíos de niños de ambos sexos para sus

lupanares y cadenas de vídeo clubes del vicio. Varios je-

ques sauditas y sultanes de los Emiratos esperaban tam-

bién con limitada paciencia su mercancía. El mundo se

mueve con la pasta; el dinero en cualesquiera denominacio-

nes de circulación fiduciaria del orbe. Y esa masa de dinero

movía influencias, poderes varios y compraba cuantas con-

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Chester Swann

ciencias se pusiesen a tiro de billetes verdes, cards y che-

ques.

Herminia Garay despertó sobresaltada por algún sueño

premonitorio. Varias pacientes dormían en la sala colecti-

va de maternidad. Su bebé, a quien acarició al alumbrarlo

en su bautismo de aire y luz, yacía en su cunita, protegido

por un mosquitero raído de tul de nylon. Aparentemente,

todo en orden. Demasiado bien en orden tras dos días del

parto. El cansancio y la tensión la vencieron y retomó su

interrupto sueño. Era muy de noche aún y por el pasillo no

se oían pasos, como si el silencio presagiase algo.

De pronto, como al filo del amanecer, Herminia se in-

corporó tensa, cual cordaje de guitarra eléctrica. Apenas

dudó en abalanzarse sobre la cunita para —tras revolver

las sabanas ajadas y malolientes de pis— hallar tan sólo

una muñeca de plástico barata, casi del tamaño de su re-

cién nacido. Un alarido desgarrador huyó de sus entrañas,

arañando brutalmente el silencio casi cómplice de la ma-

drugada. Las otras mujeres de la sala —algunas aún pre-

ñadas y otras ya paridas— despertaron doblemente sobre-

saltadas. Esa tarde anterior, una de ellas había fallecido

de una fiebre puerperal galopante y ninguna se sentía se-

gura en ese ambiente malsano del hospital más indigente

del país, y quizá del planeta. Poco tardaron en caer las

celadoras y enfermeras de turno, así como la histeria, que

arrasó al mujerío de la sala, convirtiéndolas en gimientes

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fantasmas, que corrían de aquí para allá como buscando

atrapar la sombra siquiera, del bebé ausente.

Herminia Garay se arrojó al astroso piso de la sala y se

arrastró con un gemir continuo de perro herido, llamando

a los gritos a su cachorro plagiado por manos ¿anónimas?

La polícía no se hizo de rogar, extrañamente, y, tras inte-

rrogar al personal de turno demorando a una enfermera y a

una limpiadora del pabellón, trataron de calmar a la vícti-

ma. En cuanto a Herminia, bastante tiempo pasó para que

pudiese responder coherentemente y sin hipar a los detec-

tives del subdesarrollo, que la interrogaban buscando pis-

tas a ciegas.

—¿Como a qué hora, cayó en la cuenta de que le lleva-

ron su hijo... señorita...? —interrogó el Oficial Inspector.

—¿Nombre; edad; nacionalidad; domicilio y profesión u

oficio? —quiso anotar el burocrático suboficial.

—¡Quiero ver a mi hijo, señor oficial! —gritaba

espasmódicamente Herminia, como ignorando las

inquisiciones policiales—. ¡Devuélvanme mi bebé, señor

agente! —proseguía su letanía plañidera de última hora,

evitando mencionar que alguien la tenía comprometida en

dar su hijo en adopción, aunque no pudo evitar que los

diarios vocearan su nombre y las descripciones del niño.

Además gritaron su rostro para todo el mundo, en medio de

sus páginas policiales. Poco tardaría en investigarse el caso

y salpicaría de rebote a varios jerarcas de salud pública y

de otras reparticiones, pero nadie sería sancionado por ne-

gligencia alguna.

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Chester Swann

Como de costumbre, las influencias nocivas de podero-

sos mandamases se impondrían para torcer la vara de la

justicia sobre las espaldas de las mojarritas, evitando la de

los tiburones. Es que la espada de Astrea nunca lastima a

quien la empuña, sino a quien va dirigido el mandoble, que

tampoco golpea en demasía, justo es mencionarlo, salvo a

los marginados o adversarios políticos en desgracia.

Herminia Garay, vacía por dentro y con la leche aún

goteándole de los pechos henchidos, sollozaba con cortos

espasmos. Nada podría ya devolverle ese breve placer de

tener entre sus brazos a un ser que era solamente suyo,

brotado de sí misma, cual retoño de verano. Se lo habían

llevado ante sus propias narices sin compasión. Sabía que

esa gente sería capaz de todo, pero ahora, tras esta

traumática experiencia, se daría cuenta de que eran capa-

ces de algo más que todo. Bastante más.

Mr. Allen ingresó al lobby del hotel «Eireteñu» de la fron-

teriza ciudad de Pedro Juan Caballero, donde se hospeda-

ría durante los trámites de rigor en la vecina Ponta Porá.

El Doctor João Pires Da Fonseca, vendría en poco tiempo

más con la documentación. Recordó a su esposa que lo aguar-

daba en el Gran Hotel del Paraguay y sintió un poco el ra-

malazo de la soledad que azotaba su interior como invitán-

dolo a dejar todo y tomarse unos días de relax en las playas

de Virgin Islands con su amante favorita Kathy Wellington

mientras su amada esposa de utilería, Judith Solomon, alias

Mrs. Allen para sus fines, se tomaría un reposo en las

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

Bermudas o en Cancún con uno de sus chulos caribeños.

Por cierto, él tampoco debería dejar traslucir su verdadera

identidad.

El periodista Andy Calamaro —del diario La Siesta

Asuncena— se apersonó en la fría y sucia sala del misérrimo

Hospital de Clínicas, dirigiéndose resueltamente a la cama

7, donde aún reposaba, es un decir, Herminia Garay. Si

bien ésta ya estaba algo más calmada de su repentina his-

teria de la noche anterior, aún tenía los ojos del color de

huevos fritos a causa de las abundantes lágrimas vertidas

por su hijo ausente. Calamaro se le acercó medio en puntas

de pie, para no alarmarla más de lo que ya estaba y delica-

damente se sentó en el borde de la cama de metal, cubierta

de óxido y pintura vieja, enjaezada con un colchón

prediluviano y sábanas ajadas y semisucias. Herminia ape-

nas se percató de la presencia del periodista, como si cuan-

to la rodeaba fuese espejismo transparente. Sólo salió de

su marasmo cuando el hombre de prensa la saludó y le hizo

las primeras preguntas.

—Herminia Garay, supongo. Disculpe que no le dé los

buenos días. Sería irónico hacerlo en estas circunstancias,

pero sepa que haremos lo posible por localizar a su hijo. ¿A

qué hora aproximadamente ocurrió el... este... secuestro?

La mujer lo miró indiferente y apenas respondió:

—Mil veces me lo preguntaron los policías y ya les dije

todo lo que sabía (sollozo ahogado seguido de profundo sus-

piro). Fue, creo, a eso de las tres de la madrugada cuando

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Chester Swann

presentí algo y desperté pero me tranquilicé a primera vis-

ta al ver la cunita y el chiquito durmiendo en ella. Intenté

dormir otra vez, cuando a eso de las cuatro de la mañana

salté como un resorte y al alzar las cobijas, caí en la cuenta

que se lo habían llevado, dejando esa asquerosa muñeca de

plástico en su lugar (otro suspiro cansado) para engañar-

me. Pero yo casi esperaba esto.

Herminia sintió quebrársele la voz y se detuvo cuando

sospechó que había dicho algo de más. El periodista ba-

rruntó que la mujer ocultaba algo y se dispuso a interrogar-

la inteligentemente o no soltaría prenda. Viejo zorro de la

investigación, Andy Calamaro sospechaba que estaba tras

un caso gordo. Probablemente una red de traficantes de

niños.

La suspensión de adopciones internacionales era casi un

hecho, pese a las presiones de la U.S. Embassy y el Depar-

tamento de Estado. Los adopcionistas del foro estaban de-

solados como palomas en stand de tiro. Era dable suponer

que, de detenerse las adopciones, los tratantes recurrirían

a métodos más expeditivos para no quedarse sin mercan-

cía.

Y el secuestro llenaba ese requisito. Sabía que en el

Brasil los trámites eran más permisivos, especialmente con

los adoptantes extranjeros, quienes no debían pasar dema-

siado tiempo aguardando que un juez complaciente, dóla-

res mediante, les concediera la tan ansiada adopción. Por

la plata baila el mono y hasta el rey. Incluso, el dueño del

mono.

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—¿Conoce usted a la jueza del menor Sonya Téllez? —

preguntó el periodista.

La mujer meneó la cabeza negando tal posibilidad. Andy

Calamaro insistió sin darse por vencido:

—Es la jueza que más adopciones ha concedido en me-

nos tiempo de carrera y se cree que forma parte de una red

de vendedores de niños al extranjero. Es probable que su

hijo esté en la mira de esa organización. ¿Oyó hablar de

Nathan Allen, un norteamericano que vino hace tres meses

para adoptar un niño paraguayo?

Al oír este nombre, Herminia Garay casi se desvaneció.

Cuando se recuperó del soponcio, decidió contar al periodis-

ta todo cuanto sabía. No era mucho, pero daba para hilar

cabos que conduzcan al fin de la red de trata de niños.

Mr. Woolstone, recibió en su despacho consular a la se-

ñora Allen sin demasiado protocolo. Eran viejos conocidos y

algo podía obviarse entre amigos, o mejor, entre socios. O,

mejor aún, entre cómplices, que otra cosa no serían. Mrs.

Allen se sentó frente a él y tras hacer un insulso comenta-

rio acerca de la humedad y el calor sofocante de la siesta

asuncena, entró derecho al meollo de la cuestión.

—Acabo de recibir un fax de Ponta Porá, donde Nathan

me avisa que el niño está con los documentos listos, pero no

paraguayos sino brasileños. Sólo que hay un… digamos,

pequeño inconveniente. Nuestro gobierno pone más res-

tricciones al ingreso de niños brasileños que al de los para-

guayos. ¿Cuál es la causa señor cónsul?

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Chester Swann

Éste puso cara de yo-no-fui y tras breve carraspeo de

fumador opinó:

—Debe ser por causa del avance del A.I.D.S. en Brasil.

Pero si el niño está sano y cuenta con la certificación sani-

taria correspondiente, haré cuanto pueda por conseguirles

la visa con mi colega en Campo Grande. Se lo prometo.

Mrs. Allen se tranquilizó algo y respondió:

—Hemos invertido ya casi dos mil dólares en conseguir

ese niño y sería muy frustrante perderlo ahora que ya casi

tiene su documentación asegurada.

—Ciertamente —acotó el cónsul—. Pero no olvide que

cada niño se cotiza en cien veces esa suma en los Estados

Unidos y Europa. No es mal negocio. ¿No lo cree? Vale la

pena hacerlo todo legalmente.

Mrs. Allen disimuló un gesto de disgusto ante el cinismo

de Mr. Woolstone y trató de salirse por la tangente. —Este

niño será mío, señor cónsul. No tengo hijos, como usted

sabe y le he tomado cariño al pequeño...

—¿Lo vio ya personalmente? —preguntó el cónsul es-

céptico—. Tengo entendido que acaba de nacer.

—Fui con mi esposo al inmundo hospital de indigentes

llamado pomposamente de Clínicas y lo vi, mientras la

madre aún dormía aletargada por la anestesia. Será sólo

mío. Y no quiero hablar de negocios ahora. Deseo llevar-

me al bebé a Chicago y adoptarlo efectivamente o

afectivamente, si le parece.

—En este caso, no será tan fácil, Mrs. Allen —replicó el

diplomático sonriendo siniestramente. —No olvide que para

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nosotros, los negocios son lo primero. Business is business.

Cada uno de quienes participamos de este asunto tenemos

nuestra comisión. Si usted la reconoce, le concederemos la

visa para el niño... pero a precio de mercado. ¿Sabe?

Mrs. Allen tembló de indignación, o por lo menos la fin-

gió, aunque algo le costó.

—No esperaba menos de usted, señor cónsul. pero le

prometo que tendrá su porcentaje sobre los trescientos mil

dólares fijados por el mercado, pero quiero la visa ¡ya!

Y así diciendo se levantó para retirarse, sin saludar. Ya

iba sabiendo con qué bueyes araba su campo.

Herminia comenzó su confidencia con el periodista

Calamaro, pero ya en un barcito, escasamente higienizado

y poco concurrido por parroquianos a esa temprana hora,

aunque sí bastante por las moscas, en las cercanías del mí-

sero hospital. Ya la habían dado de alta por escasez de ca-

mas.

—Hace como seis meses que conocí al gringo... ¿Allen,

dijo? Bueno, ése. Me visitó con un abogado barbudo y ele-

gante de apellido Franco y, tras preguntarme si era casada

o concubinada, me ofreció seiscientos dólares por mi hijo.

Primero dudé, pero la miseria en que me revolcaba no me

dio demasiadas opciones y en principio, acepté, ya que el

gringo pagaría el tratamiento y el parto, más otros peque-

ños gastos de alimentación durante mi embarazo. No pen-

sé que llegaría a querer a mi bebé. Cuando estaba con los

dolores del parto, decidí ir a Clínicas para despistar al grin-

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go, que ya había transado con la Cruz Roja para mi inter-

nación. No se me ocurrió que me tendría vigilada y se dio

cuenta de mi despiste. ¿Usted cree que ese gringo me se-

cuestró mi bebé, señor...?

—Calamaro, servidor. Sí, estoy casi seguro que tuvo

algo que ver, pero estoy más que seguro que ese abogado

Franco, la jueza Téllez y su pandilla tienen más aún que

ver en este merengue. Pero me resultará difícil probarlo.

—Lo suponía —respondió Herminia—. Esa mujer, una

rubia oxigenada de tetas maternizadas o de silicona ¿jueza

dijo que era? vino a verme el mismo día del parto en Clíni-

cas, justamente, con el abogado Franco, para reprocharme

el intento de salirme con la mía y burlar al buen señor Allen,

amenazándome que si no entregaba el bebé por las buenas

me demandaría por no-sé-que-cosas y me daría cinco años

en el Buen Pastor y sin mi hijo. ¡No sabe, señor periodista lo

malas que son estas gentes! ¿Será que nunca tuvieron ma-

dre? —Volvió a sollozar entre soplidos de moco e hipos mal

contenidos—. Se aprovechan de nuestra pobreza para arran-

carnos lo único bueno que tenemos.

Calamaro trató de tranquilizarla infructuosamente.

Intuyó que la sensación de impotencia ante la fatalidad

manifiesta la tenía derrotada antes de iniciar la batalla por

el rescate del neonato. De todos modos, ya tenía algunas

pistas y eso era lo importante.

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Negocios son negocios

El periodista no salía de su asombro ante el perverso

juego de los desenvueltos traficantes de niños envueltos,

pero lo disimuló muy bien. Al menos, eso creyó.

—Prosiga, señorita Garay. Necesito más detalles para

investigar el caso e intentar recuperar a su hijo, si aún está

en el país. Calamaro dio en la tecla y la mujer relató los

pormenores de su embarazo siendo empleada doméstica de

un matrimonio otoñal de la capital. Había conocido a un

estudiante que la cortejó obsesivamente hasta que pudo vi-

sitarla en su rancho los fines de semana en que disponía de

tiempo libre. Parecía sincero el muchacho y dudó poco en

entregar su soledad y sus entrañas a la penetrante pasión

que estalló entre ellos, casi espontáneamente. Cuando su

patrona supo lo de su embarazo, fue despedida sin contem-

placiones y su amante se borró literalmente a fin de eludir

su responsabilidad, dejándola tan sola como siempre estu-

viera desde la muerte de su madre, que también naufraga-

ra en la miseria cuando aún era niña.

Tras esta experiencia decidió seguir con el embarazo, ya

que a esas alturas era riesgoso abortar y además no podría

pagar a la doctora cucharita que se dedicaba a esos viles

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menesteres. Misteriosamente se enteró el gringo que esa

pobre mujer estaba esperando un hijo y llegó un día por su

rancho de alquiler con el abogado barbado y atildado de

apellido Franco y una mujer con aires de enfermera o algo

así, quienes se interesaron aparentemente por su estado y

le hicieron la propuesta de adoptar a su futuro vástago con

las compensaciones de rigor. Tras corto cabildeo se vio for-

zada a aceptar la entrega de su hijo al gringo por míseros

dólares y lo necesario para comer los meses que durara su

preñez, el alquiler de su cuarto suburbano y poco más.

El periodista Calamaro escuchó pacientemente el paté-

tico relato de la mujer, grabadora en ristre. La confidente

no objetó que se la grabara por suponer que el aparatito era

una radio walkman o algo parecido. Tampoco deseaba al-

borotar mucho, por temor a las amenazas de los traficantes

y su ignorancia supina acerca de sus derechos y, por otra

parte, le remordía el haber aceptado las dádivas interesa-

das del extranjero, lo que la comprometía ante la ley como

cómplice del delito. No importaba si ella era un mudo cer-

tificado de pobreza o un chivo expiatorio del Moloch devo-

rador de inocentes, escondido tras los oscuros despachos de

los jueces. Pero si había que arriesgar su libertad con tal

de hallar a su hijo vivo y sano, valdría el sacrificio y expia-

ría de paso su pecado de debilidad.

Andy Calamaro intuyó el proceloso celaje que

ensombrecía el ánimo de Herminia Garay y le ofreció

gentilmente sacarla del fétido ambiente hospitalario para

llevarla nuevamente a su casa o donde fuese a fin de prose-

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guir la conversación sin tantas moscas jugando a satélites

zumbones en torno a sus cabezas. Ella asintió y tras abo-

nar las gaseosas consumidas, más por estar allí haciendo

horas que por sed, salieron al aire puro de la tarde ribereña.

Calamaro despachó al móvil del diario y abordó su auto-

móvil particular a fin de no llamar la atención con el omi-

noso cartel de prensa que campeaba por el parabrisas del

vehículo y en sus portezuelas. Más que nunca debería ser

prudente pues intuía, con olfato de zorro, que se las vería

con una organización de larguísimos tentáculos, discrecio-

nal poder y escasos escrúpulos.

Recordó un artículo publicado hacía muy poco en The

Progressive, una revista underground de los Estados Uni-

dos, acerca de varios grupos que traficaban con niños de

ambos sexos para fines pornográficos, con sedes en

Hamburgo, Liège, Rotterdam, Londres y Lyon entre otras

ciudades, además de las urbes norteamericanas.

Más de cien mil fotos y miles de copias de videos rayanos

en el sadomasoquismo más brutal fueron confiscados por

las autoridades estadounidenses en varias capitales de es-

tados del país, incluso involucrando a políticos de jerarquía.

Entre los comprometidos directamente, como clientes del

negocio, había desde médicos pedíatras hasta pastores evan-

gélicos de exóticas denominaciones, pasando por militares,

sacerdotes, obispos, policías y magnates. Muchos niños

habían ya desaparecido sin dejar huellas, antes de la ra-

zzia. Posiblemente eliminados en operaciones de limpieza

de archivos. The New Republic era de fiar por ser una de

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las pocas publicaciones disidentes del sistema, junto con

Mother Jones, Mad y Dissent por lo que Calamaro pudo in-

tuir que no se trataba de un simple caso de secuestro

extorsivo, sino que el rabo del asunto daría vuelta al plane-

ta.

En Inglaterra, muchos niños de corta edad eran literal-

mente tragados por la tierra y sus desesperados padres

ofertaban miles de libras esterlinas por ellos, sin resultado.

¿El mundo se estaría volviendo loco para sacrificar niños

inocentes a los demonios del instinto? ¿Resucitaría Moloch,

el sanguinario dios de Fenicia e Israel, con apetito atrasado

luego de más de dos mil doscientos años de aparente inacti-

vidad? ¿Sería finalmente cierto lo de las sectas satánicas

que sacrificaban bebés al anticristo?

¡No! Andy Calamaro nunca se tragó esas leyendas y mi-

tos urbanos, acerca de tenebrosas iglesias luciferinas, que,

de existir, serían nada más que excentricidades de descon-

tentos con el dios oficial de los cristianos, por lo general

ausente de los omnipresentes problemas humanos. Inclu-

so en Los Angeles, California, donde tenían su sede el Tem-

plo de Seth y la Iglesia de Satán, bajo el liderazgo de Anton

Szandor LaVey, recientemente fallecido, no ocurrían tantas

desapariciones como en Europa; la racionalista Europa, de

la rancia podredumbre y Meca de las clases ociosas del pla-

neta, donde los vicios y las virtudes se confunden en abra-

zos fraternales y presentes griegos. Aquí en Asunción, si

bien corrían rumores de tenebrosas ceremonias, digeridas

en el vientre de la noche por parte de adolescentes sicóticos

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y necrófilos, no hubo otras cosas que detenciones por no con-

tar con documentos o estados de ebriedad y desorden... o

robo de bronces funerarios de los cementerios. Conocía

Calamaro a varios abogados adopcionistas y jueces del me-

nor, que no dudarían en vender su alma a Satanás, si exis-

tiese éste, por un puñado de dólares, rupias o denarios de

Iscariotes, protegidos siempre por algún sanhedrín laico.

Para éstos, un niño o niña, eran mera mercancía. Ade-

más, argumentaban que lo hacían de buen corazón para

paliar las angustias económicas de las madres solteras y

las penurias espirituales de padres infecundos. O sea; tres-

cientas mil buenas y verdes razones para mercar con carne

humana.

Andy Calamaro sintió arcadas y ganas de vomitar al

recordar los entretelones de los casos de adopción conflicti-

vos que pasaron por sus manos y narices a lo largo de su

trabajo en la prensa. Tenía ante sí una mina de material

para consagrarse definitivamente como un señor periodis-

ta, o ser borrado de la lista de contribuyentes con un dispa-

ro o varios sobre su apellido. Una nada desdeñable posibi-

lidad.

A juzgar por las implicaciones y el dinero en juego, esta

última posibilidad era la más segura. Recordó a un colega

asesinado en Pedro Juan Caballero, capital de la frontera

seca, por los sicarios de la mafia local. El periodismo debe-

ría figurar como una de las profesiones insalubres y de alto

riesgo en el Código del Trabajo. Apenas abandonaron estos

pensamientos su mollera, cuando Herminia Garay le avisó

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que estaban al llegar. Tras salir de la autopista Asunción-

Luque tomaron un camino vecinal hacia la compañía deno-

minada Zárate Isla, cerca del aeropuerto internacional don-

de habitaba un mal techado ranchito de alquiler, propiedad

de una viuda vinculada al abogado Franco, por algo más

que lazos afectivos. Más bien, lazos efectivos, se diría.

La abogada Sonya Téllez, tras desembarcar de un

avión de cabotaje que la condujo a la ciudad de Ponta Porá,

abordó un taxi que la trasladaría al hotel «Eireteñu» de Pe-

dro Juan Caballero. Traía la visa consular firmada por el

cónsul en Mato Grosso del Sur, para que Mr. Allen se diri-

giese directamente a São Paulo y de allí a los Estados Uni-

dos. Su esposa lo seguiría en breve por American Airlines

desde Asunción. El recién nacido se hallaba empaquetado

y documentado, gracias a los buenos oficios del doctor João

Pires Da Fonseca y el cónsul de los Estados Unidos de Amé-

rica en Asunción, Mr. Woolstone. En el mismo avión de

Taxi Aéreo Marília, venía sigilosamente Andy Calamaro en

misión de búsqueda, quien sin hacer ruído siguió a la jueza

en una camioneta de la agencia regional del diario «La Siesta

Asuncena».

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Lágrimas desbocadas

Telma Ruíz se dirigió a la Cruz Roja, a fin de internarse

ante la inminencia del parto. Según la oficiosa abogada

que la asesoraba, dispondría de todas las comodidades e

incluso de una salita individual para ella y su bebé, gentile-

za de la doctora Sonya Téllez.

Todo estaba dispuesto para que la joven Telma, estu-

diante y trabajadora, diera a luz y retornase cuanto antes a

sus actividades, sin la pesada carga que le impondría una

maternidad no deseada. Pese a todo, se hallaba inquieta

aunque no sabía bien por qué. Como si un gusano le royera

la mente o le agujerease el corazón. No recordaba cómo

surgieron las ofertas de esas almas caritativas que se ofre-

cieron a librarla de su carga, producto de un devaneo pasio-

nal con un estudiante de Derecho de una universidad pri-

vada, el cual la abordó cierto día en su trabajo de relacionista

de una pequeña empresa y, tras varias salidas inocentes,

logró someterla a sus deseos —que por otra parte eran tam-

bién los de ella— y luego de corto pero ígneo romance, des-

apareció de su vida al notar el ensanchamiento de cintura

de su amante.

No hay como un macho latino a la hora de escurrir el

bulto, con honrosas excepciones, por supuesto. Telma Ruíz

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repasó mentalmente el contenido de su magro bolsón de

mano que lo seguía a todas partes como fiel perrillo faldero

y querendón: pañales, un ajuar unisex, biberón y acceso-

rios, algo de bastimento para matar el hambre o por lo me-

nos darle una extremaunción tardía; un poco de dinero y

ropa de cama para el bebé. ¿Dónde se habría metido el gan-

dul de Diego, su hasta hace poco fogoso enamorado?

—¡Que el diablo bendiga a ese boludo de mierda!—se

murmuró con rabia incontenida. Faltaban pocas horas para

que se cumpliese el plazo del alumbramiento y, como todas

las primerizas, estaba algo nerviosa. Pero más que nada,

por la posibilidad de recobrar la libertad, que le escamotea-

ra su maternidad imprevista. Nunca más se dejaría utili-

zar por ningún varón con complejo de Casanova. Sólo se

abriría de piernas con el que ella eligiese, y evitaría en lo

sucesivo el placer sin precauciones. Algo se aprende en la

vida.

Diego Martínez deambuló como de costumbre por los

antros bailanteros de la noche asuncena a la pesca de em-

pleadas solteras y solitarias que solían pulular por ellos en

busca de emociones y romances con fines matrimoniales o

simple aventura. Se jactaba de haber compartido cama con

muchas chicas desprevenidas y romanticonas, que al final

se dejaban magrear hasta el hartazgo y se embarazaban

para poder amarrarlo al yugo de pareja ¿A él, tan luego?

¡Vaya ilusas! Tres amantes debió abandonar a causa de

embarazos, lo que lo obligó a buscarse otras hembras más

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Chester Swann

desinformadas, para reiniciar su rol de conquistador y se-

ductor de fin de semana... por encargo. El Club Popeye,

tugurio de bailanteros y patotas bravas lo atraía como a

insecto fototrópico y ese halo de fatalidad y aventura que

ornaba su ruidosa feligresía pagana lo seducía mágicamente.

Entre la multitud de contoneantes cuerpos pasaba casi des-

apercibido, excepto para algunas féminas solitarias.

Sacó una entrada y se dirigió a la cantina para beberse

una latita de cerveza antes de entrar en acción. Por de

pronto, divisó a una conocida de la facultad a quien había

echado ojo en las aburridas aulas de Derecho Penal, la cual,

no era muy de frecuentar estos andurriales de pésima cate-

goría.

Siempre se preguntó por qué habría elegido esa carrera

y nunca supo responderse con sinceridad hasta que conoció

a un gringo simpático llamado Mister Allen, quien le pro-

puso una idea original: recibiría un jugoso emolumento

mensual para pagarse sus estudios, a cambio de seducir

mujeres jóvenes y solteras hasta preñarlas. Tras esto, de-

bía desaparecer del mapa dejándoles el campo libre a los

abogados adopcionistas, quienes se encargarían del fruto

indeseado para hacerlo exportable. Quinientos pavos ver-

des por mes no eran de despreciar y sus dotes de conquista-

dor garañón y padrillo de discoteca —una suerte de Travolta

del subdesarrollo—, harían buena cosecha de carne tierna.

Ninguna de sus efímeras amantes cayó en la cuenta de

que eran fecundadas por cuenta de cazadores de niños para

adopción. Diego Martínez se felicitó de ser tan atractivo

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para las mujeres y tan odioso para los hombres, aunque

esto último marcaría su vida para siempre. Nunca faltan

perros en pista de baile, ni toros en rodeo ajeno.

Estaba por pararse frente a algún espejo para contem-

plar esa pinta de compadrito gallero, cuando se le acerca-

ron furtivamente tres adolescentes con rostros patibularios,

quienes —tras rodearlo en un estrecho pasillo—, lo encara-

ron sin darle tiempo a resollar.

—¡Chupate ésta por Herminia! —dijo uno, al tiempo que

le lanzaba una artera cuan certera puñalada en el vientre.

—Y ésta por Telma...—dijo el segundo atizándolo con

una patada de karateka en el mentón, lanzándolo brutal-

mente al duro piso de cemento, ya mortalmente herido y

desangrándose sin remedio.

—¡Esto de parte del gringo por tus servicios! —graznó el

tercero de la discordia, mientras le lanzaba puntapiés bien

apuntados a las costillas y pisoteando con todo su peso al

antes apuesto rostro de seductor orillero.

Cuando llegó la policía —media hora después, para no

perder la costumbre—, los agresores habíanse tomado la

puerta por delante y se perdieron por el suburbio, ante la

complicidad de los guardias privados del local. En tanto, el

picho Diego Martínez, yacía en posición decúbito-activo-in-

diferente, como si a su aún tibio y desfigurado cadáver poco

le importase el qué dirán. Digno final de una comedia con

tintes de drama pueblerino de comadres ociosas. Nunca

sabría Diego Martínez quién mandó enviarlo al infierno o

donde fuese, pero para lo que le importaría ya, no era preci-

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Chester Swann

so saberlo. Poco más tarde, el forense, tras sumario diag-

nóstico y certificado de defunción, lo envió al depósito de

fiambres del hospital de Clínicas por si alguien lo reclama-

se y, caso contrario, quedaría para anatomía patológica de

la Facultad de Medicina, que siempre recibe con cariño, dig-

no de mejor causa, a los cadáveres solitarios.

Rumbo a un cuchitril prostibulario del puerto, con aro-

ma a alcohol barato y pescado pasado, una hora más tarde,

los tres agresores, se dirigieron a esperar a un magnate

norteamericano quien les daría lo convenido por el trabajo,

cumplido a conciencia y, hasta si se quiere, hecho con amor.

Curiosamente, poco después, tras esperar infructuosa-

mente a su mecenas, todos sufrieron sendos accidentes de

tránsito. Dos de ellos tripulaban una poderosa moto japo-

nesa, cuando de pronto, en una intersección les salió al paso

un automóvil ignorando la luz roja. Lo esquivaron, es cier-

to, pero a costa de atropellar un muro de cemento a cien por

hora, donde dejaron ambos parte de su masa encefálica y

dentaduras mezclados con hierros, gomas y plástico. Afor-

tunadamente, el auto que los interceptara salió ileso, como

su conductor: el inefable Mr. Allen. El tercero fue atrope-

llado a pie enjuto por un vehículo anónimo —que huyó del

lugar sin ser identificado— por los meandros viales subur-

banos.

Poca prensa tendrían los tres casos, salvo algún tabloide

sensacionalista amarillo, y nadie hallaría relación coheren-

te entre ellos. Un gigoló asesinado por rivales presuntos, o

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

asunto de polleras: una pareja de motoqueros bravos acci-

dentados por imprudencia y un peatón embestido por un

vehículo desconocido que fueron a rendir cuentas sin pena

ni gloria al más allá de suprema irreversibilidad.

Andy Calamaro conocía a la jueza del menor aunque ésta

no lo conocía a él y pudo infiltrarse en el hotel «Eireteñu»

entre los huéspedes de variopinto pelaje que estaban resi-

dentes o de paso. Púsose tras los pasos de la jueza y supuso

que ésta estaría breve tiempo allí, ya que debería retomar

sus funciones el lunes siguiente, en lo cual no se equivoca-

ba. Tras pescar por la mujer, salió al comedor donde tomó

posesión de una mesa, desde la que podría observar sin des-

pertar sospechas.

Fingió leer diarios viejos para disimular. Tras no muy

larga espera, apareció la pulposa figura de Sonya Téllez,

seguida de un sujeto flaco como bacalao y bigotudo como

bagre, que portaba un cartapacio de documentos, seguido

de cerca éste por un tipo al que reconoció como Nathan Allen.

Debía suponer lo que el trío estaba tramando y de las altísi-

mas probabilidades de que el hijo de Herminia Garay no

estuviese muy lejos.

Tras observar a los tres confabulados durante unos mi-

nutos, decidió acudir a un amigo que era empleado del ho-

tel. Tras poner entre sus dedos dos billetes de diez dólares,

Calamaro le preguntó por el gringo y el niño.

Oí decir que lo tuvo una humilde prostituta de la zona,

—Sí. hay un niño en la suite del señor Allen. Creo que una

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Chester Swann

nurse lo cuida. Parece que está en trámite de adopción del

lado de la frontera.

El periodista se sintió satisfecho por los resultados pero

debería saber si efectivamente el niño era el que buscaba.

Herminia podría identificarlo pero, ¿cómo hacerle entrar

en el hotel y luego en la suite del extranjero? La chica esta-

ba en otro albergue más humilde, hacia la ciudad vecina y

había llegado con Calamaro en el avión, cubierta de grue-

sas gafas oscuras y platinada prótesis capilar, aunque fin-

gieron no conocerse. Ella aguardaba su llamada celular

para entrar en acción, pero no podría hacerse presente sin

ser reconocida por la jueza Téllez y por Mr. Allen, o como se

llamase. Calamaro recordó de pronto que portaba una di-

minuta cámara fotográfica digital con una carga limitada,

pero bastaría para lograr fotografiar al bebé para su poste-

rior reconocimiento por parte de su madre biológica. Claro

está, de ser el mismo que estaban procurando ubicar.

Se levantó disimuladamente y se dirigió hacia la suite

de Allen y, tras comprobar que nadie lo seguía, aguardó

pacientemente hasta que una mujer de blanco, con todo y

cofia, salió a pasear al bebé por los pasillos del tercer piso

en que se hallaban. Calamaro con aire inocente se les acer-

co y, tras dirigirle unas palabras a media lengua al infante,

pidió permiso a la mujer para fotografiarlo de parte del se-

ñor Allen, a lo que ésta, tras breve duda accedió. Pocos

segundos bastaron para tal menester y agradeciendo la gen-

tileza de la nurse, el periodista puso tierra de por medio,

saliendo inmediatamente del hotel de cuatro estrellas para

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

dirigirse a donde aguardaba Herminia Garay en un hotelillo

fronterizo, casi sobre la línea demarcatoria. Media hora

más tarde, la mujer vio las tres fotos en la pantalla de una

computadora-maletín que el hombre de prensa llevaba con-

sigo. Tras reconocerlo inmediatamente como hijo suyo,

Herminia tornó a sollozar espasmódicamente, y no poco

tiempo llevó a nuestro hombre, lograr que recobrara la cal-

ma necesaria para pensar fríamente en un plan de rescate.

¡Ah! estas mujeres.

Evidentemente no deberían tocar resortes legales ni

policiales, dada la influencia de los personajes involucrados

en el secuestro. Más bien deberían recurrir al mismo méto-

do expeditivo empleado por los secuestradores del niño; es

decir plagiarlo y esconderlo. Calamaro volvió al hotel brasi-

leño y tras contactar con el conserje amigo suyo quien le

facilitó el duplicado de la llave de la suite, pasó por «Casa

China» de Pedro Juan Caballero para adquirir un mace,

esto es, un aerosol paralizante para repeler ataques... o

efectuarlos. Este adminículo cabía perfectamente en la

palma de la mano y serviría para neutralizar algunas re-

sistencias que eventualmente encontrasen en su operativo

de rescate. Herminia estaba tocada con una peluca rubia

casi platinada y gafas polarizadas que la hacían poco reco-

nocible y además ataviada con prendas nuevas de moda,

algo diferentes a las que usualmente utilizaba dentro del

marco de pobreza, fronteriza con la miseria, con que la cari-

dad la proveía. Esto hacía que pudiese ingresar al hotel sin

llamar mucho la atención. Andy la dotó además de un telé-

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Chester Swann

fono celular, una muñeca de tamaño bebé y lujoso ajuar para

el recién nacido. Si entraba al albergue con un bebé, era

lógico que volviera a salir con él. Mr. Allen y su cómplice, la

jueza del menor probarían su propia medicina y experimen-

tarían sus mismos métodos de acción. Cuando estuvieron

listos, se dirigieron al hotel «Eireteñu» como una pareja

con todas las formalidades del caso. No debían desperdi-

ciar minutos, valiosos, pues daban por sentado que el niño

estaba siendo alistado para viajar en cualquier momento.

Luego sería imposible seguir sus huellas, especialmente

careciendo de datos genéticos y la debida documentación

del infante. Por fortuna o azar hallaron un departamento

libre en el piso inferior al de Mr. Allen e inmediatamente

debajo de la suite. La oscuridad estaba al llegar y Andy

Calamaro se preparó para entrar inmediatamente en ac-

ción apenas se encendiesen las luces del alumbrado públi-

co, viendo la posibilidad de introducirse por el balcón de la

suite caso de haber vigilancia en la entrada. Tras una bre-

ve exploración, Herminia le avisó que ésta se hallaba expe-

dita e incluso la nurse se hallaba sola con la puerta entre-

abierta.

—¡Papita pa’l loro! —penso Andy empuñando el aerosol

paralizante y la muñeca de plástico que dejaría en reem-

plazo del trémulo pedacito de carne humana, que dormía

en su desprevenida cuna, sin sospechar cuánta polvareda

se alzaba en torno suyo, involucrando a tres naciones por

su tenencia. El periodista se deslizó hacia la puerta de la

suite y apenas divisó a la nurse sentada en la salita, le

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

obsequió un chorro de gas sin darle tiempo a reaccionar.

Poco más tarde salía presurosamente del hotel con su com-

pañera y su equipaje tras haber abonado la cuenta media

hora antes del cambiazo. Pronto estarían en una fazenda

de un amigo paraguayo, desde donde regresarían a Luque

en avión privado del director del diario en que trabajaba.

—Consumatum est —pensó Andy Calamaro—. ¡Misión

cumplida! repitióse nuevamente, mientras Herminia de-

rramaba lágrimas diferentes sobre su hijo. Poco mtiempo

después, ambos se hallarían a salvo en una hacienda del

director propietario del diario La Siesta Asuncena. No tar-

darían en regresar en busca de algún paraje perdido del

interior del país, a salvo de los comeniños, de sus matones y

abogados de alquiler.

Poco a poco, Andy iba percibiendo la corriente de per-

versidad que arrastraba vidas y honras hacia el despeña-

dero de la perdición. La humanidad estaba a punto de des-

cender al nádir de la moral, y, para peor, arrastrando en su

caída a quienes aún nada tenían que ver con las bajezas

humanas.

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Chester Swann

Una cuestión de identidad.

Nathan Allen sintió al mundo derrumbársele alrededor

de su cabeza, cuando entró en la suite del tercer piso, ape-

nas media hora después de haber desaparecido la misterio-

sa pareja formada por Herminia Garay y Andy Calamaro, a

quienes no pudo reconocer o relacionar con sus penas de

burlado. Inmediatamente pensó en una jugada sucia de la

jueza Téllez o del doctor João Pires Da Fonseca, quien le

consiguiera certificados falsos de nacido vivo y documenta-

ción brasileña para el niño. Maldijo y blasfemó en cinco

idiomas —incluido el japonés y esperanto por su descuido y

por el obsequio que dejaran debidamente arropado en la

lujosa cunita de cuatro estrellas— a quienes fuesen los au-

tores del plagio.

Hecho una furia, abofeteó a la aún dormida nurse para

interrogarla, pero ésta se hallaba demasiado complacida en

el onírico rincón de su mente como para reaccionar. El efec-

to del gas era harto demoledor y tardaría en retomar con-

ciencia de lo ocurrido. Luego Allen bajó, hecho un basilisco,

por las escaleras, casi saltando de tres en tres los ebúrneos

escalones encarpetados, con gobelinos de imitación france-

sa y sin acordarse de utilizar el ascensor.

Sus socios o cómplices aún se hallaban en el confortable

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

comedor, sirviéndose añejos licores y regodeándose por an-

ticipado de la suculenta comisión, que el generoso Mr. Allen

derramaría sobre sus testas y bolsillos en mirífica llovizna

verde. Ni se les ocurrió pensar que lo verían entrar demu-

dado y con el rostro enrojecido, como de esquimal en

Copacabana. Cuando Mr. Allen se acercó a la mesa echan-

do invectivas de grueso calibre, intuyeron que hubo un cam-

bio en el libreto y palidecieron ambos al ver esfumarse su

comisión, aún si comprender maldita la cosa de lo ocurrido.

—¡El niño ha sido secuestrado de mi apartamento y al-

guien va a pagar por esto! —graznó Mr. Allen, con una tesi-

tura entre corvejón chino y búho campanero. A lo que agre-

gó: —¡Y estoy seguro que ustedes saben de qué se trata,

pues se utilizó el mismo truco con que lo birlaran del hospi-

tal de Clínicas!

Ambos cómplices del gringo saltaron de sus poltronas

como picados por escorpiones negros y replicaron a dúo:

—¡No puede ser! ¡Ha de ser un error, si la nurse está

cuidándolo en su apartamento!

El indignado americano tomó a la jueza de los hombros

sacudiéndola como bolsa de ropa sucia mientras bramaba,

esta vez en tono de jaguar preñado y con dolor de muelas:

—¡Usaron el mismo truco que usted, arpía de mierda,

utilizó con esa... Herminia en Clínicas. ¿O acaso cree que

me voy a tragar que haya desaparecido aquí en nuestras

mismas narices sin que ustedes, fucking shit, sepan nada,

maldición? ¿No han ganado bastante dinero a mis costas

para hacerme esto, pedazos de bosta de perro.

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Chester Swann

El doctor João Pires da Fonseca se abalanzó sobre Mr.

Allen para calmarlo y separar a ambos de su casi mortal

abrazo, en tanto la jueza Téllez aterrada y sorprendida por

el inesperado giro de los acontecimientos, pataleaba en el

aire, tratando de zafarse del americano furioso que la

atenazaba hasta casi derramar sus turgencias fuera del

generoso escote que, a duras penas las contenía. Los otros

huéspedes y personal del hotel acudieron al trote galopante

al lugar cuando el extranjero reaccionó saliendo de su ira y

solicitando disculpas por su reacción. Pero para entonces,

la jueza, no menos furiosa le espetó, mientras reacomodaba

sus turgentes pectorales en el corpiño:

—¡Hijo de puta! ¿Qué se cree usted para dudar de la

palabra de una magistrada paraguaya? ¡Siempre he cum-

plido con Ud. y si se dejó birlar su mercancía, es su proble-

ma! ¡O me paga lo convenido, o lo hago encerrar por desaca-

to y agresión al poder judicial!

A esto, el doctor Pires da Fonseca encaró a Mr. Allen:

—Em lugar de brigar conosco, vocè debe procurar achar

o menino, pois não debe ficar longe daquí, ¡não seja maluco,

homem!

Pero era tarde ya para reaccionar. El niño y su madre

estaban en camino a Capitán Bado, desde donde volarían a

Luque en el avión privado del director del diario La Siesta

Asuncena, el cual estaba al tanto del operativo y facilitó

gentilmente al periodista estrella su aeronave particular,

con la que —tras dar un buen rodeo por la región—, regre-

sarían a Luque. Es decir, de vuelta a casa.

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

Pero obviamente esto lo ignoraban Mr. Allen y sus se-

cuaces.

—Viste aquél señor que está allá parado? —dijo la

despensera coreana de la abarrotería vecina de un hotel

asunceno, a un cliente de la casa.

—Vino a comprar algo hace un año, y entonces se llama-

ba Nathan Allen y ahora jura que se llama Isaac Horowitz.

El cliente, empleado de un hotel cercano, se sorprendió

de la perspicacia de la coreana, pero sospechando algo, su-

girió solicitar a la policía la aclaración de identidad del ex-

tranjero. Ello ocurrió luego del regreso de Mr. Horowitz de

un viaje a su país. Dos horas más tarde llegaba una pareja

de sub-oficiales de inmigraciones al cuarto del extranjero,

el cual se estaba duchando en esos momentos en compañia

de dos damiselas de la noche, una de ellas incluso de ambi-

gua identidad de género, probablemente un travestí, cose-

chadas de la Plaza Uruguaya, mientras Mrs. Allen, o como

se llamase, visitaba a su fiel amante de Atlantic City.

Mr.Horowitz se sorprendió de la intempestiva visita.

—¿Que se les ofrece, amigos? —preguntó no muy segu-

ro de sí y presintiendo dificultades.

—Vístase y haga el favor de acompañarnos a Inmigra-

ciones, para verificar su identidad, señor Horowitz —dijo

uno de los agentes. El extranjero se derrumbó en una pol-

trona cercana y rogó:

—¡Por favor! ¡Déjenme telefonear al cónsul de mi país!

Los agentes se miraron y uno de ellos, el de mayor jerar-

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Chester Swann

quía accedió, previa recepción de un billete doblado de cin-

cuenta dólares y un guiño de complicidad de su colega, el

cual no dejaría escapar la oportunidad de compartir el óbo-

lo con el suboficial.

El extranjero tecleó nerviosamente un portátil celular y

tras insistir varias veces, dio con el cónsul. Esta vez, ya no

estaba Mr. Woolstone, sino un recién llegado que no lo cono-

cía y, tras oírlo de mala gana, le prometió sacarlo del atolla-

dero, aunque sin comprometerse en posibles chanchullos,

pero no le dijo cuándo lo haría. Tras esto, Mr. Horowitz o

Allen, se dirigió a vestirse y despidió a sus mariposas para

mejor oportunidad. Luego cerró su habitación y bajaron

silenciosamente como a paso de funeral por los silenciosos

y lúgubres pasillos del hotel.

Poco tardaron los de inmigraciones en descubrir que el

extranjero habría realizado por lo menos ocho entradas al

país con distintos nombres, pero con el denominador común

de realizar trámites de adopción para sí, aunque era duro

de explicar para qué necesitaba tantos niños, cuyas tenen-

cias había tramitado bajo diversas identidades y además

otras tantas esposas con las que entró al Paraguay, aproxi-

madamente entre seis a ocho veces. Y mucho menos, el por

qué se alojaba él en distintos hoteles céntricos, en tanto que

sus esposas siempre quedaban solas en el mismo Hotel Del

Paraguay, en donde por lo general, recalan parejas otoña-

les solitarias y biológicamente improductivas en busca de

adopciones reales. Formalmente se le comunicó que que-

daría demorado mientras se solicitarían sus antecedentes

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

vía Interpol y F.B.I. ante las fundadas sospechas de que

formaría parte de una red de traficantes de niños con dudo-

sos fines.

En vano el extranjero trató de hacer valer sus influen-

cias con autoridades diplomáticas de su país y algunas del

poder judicial local. Los policías se mostraron inflexibles y

más aún ante los repetidos intentos de soborno por parte de

Mr. Horowitz; o Allen; o Klein; o Zawinski; o Weinberg; o

Abrams...o... ¡vaya uno a saber cuántos alias más! Lo que

se llama: una crisis de identidad. Es que, tras compartir el

poder el oficialismo con la oposición (¡oh! posición), se cui-

daban más las apariencias. Sabían que a veces los sobor-

nos eran anzuelos para que cayesen los angurrientos y per-

der una carrera de ingresos asegurados no valdrá la pena.

El nuevo cónsul norteamericano poco o nada hizo para

aclarar la situación del compatriota, salvo enviar un infor-

me a su gobierno con un pedido formal de la policía para-

guaya de investigarlo en su país y remitir los antecedentes

a la Interpol Py.

Telma Ruiz se sintió muy mal y dedujo que la hora del

parto llegaba inminente como los míticos jinetes del juicio

final. Pronto la llevarían al quirófano, pues había elegido

la cesárea para dar a luz; por las molestias que supondría

un parto normal y, sobre todo, para no ver la carita de su

bebé indeseado. De seguro se lo llevarían antes de que des-

pierte de los vapores poco espirituosos de la anestesia. Mejor

así. Trataría de recomenzar de nuevo y olvidaría este mal

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trago que interrumpió su vida laboral y académica. Ni si-

quiera se preguntó qué habría sido de Diego Martínez, su

efímero amante. Pronto vino una enfermera con dos

camilleros y tras izarla al mueble rodante, se la llevaron.

Una hora más tarde, dormida aún la trajeron a su habi-

tación pero sin el bebé. Apenas una herida recién suturada

delataba su experiencia maternal indeseada. El rostro de

Telma Ruíz, aún bajo los efectos del éter o sucedáneo, no

denotaba las torturas interiores a que se sintió sometida en

los meses previos al alumbramiento. El inhebriante sopor

del anestésico, le confería un halo de paz y beatitud digno

de un icono florentino del cinqueccento. Al verla en ese es-

tado nadie sospecharía que había literalmente vendido al

fruto de su vientre por treinta monedas de traición, para

probablemente ser crucificado en vida con el estigma de la

prostitución o algo peor. Y para colmo, a un pandillero nor-

teamericano traficante de carne humana para fines

inconfesables.

Había conocido a Mr. Allen a poco del abandono de Diego

y el gentil extranjero, acompañado de una abogada de ape-

llido Semidei, funcionaria del Palacio de Justicia, quien le

propuso tomar en adopción su hijo a fin de evitar que lo

abortara, a lo que Telma no opuso objeciones, hallando in-

teresante la oferta. Por otra parte, no disponía de dinero

para abortar y hacerlo luego de los cuatro meses, supondría

un riesgo innecesario que no valdría la pena correr, y ni

siquiera andar al paso.

Ahora, se hallaba tendida e inconsciente en una peque-

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ña habitación de la Cruz Roja como esperando algún lejano

amanecer sin rumbo ni color que dar a su vida. Debería

reiniciarlo todo. Desde su vida rutinaria de habitante de

conventillo, su carrera laboral de eterna secretaria recep-

cionista, hasta su vida afectiva. Alguna vez alcanzaría la

estabilidad emocional al lado de un hombre de verdad, y no

caricatura de macho simplemente.

Ella que siempre presumió de ser independiente, se en-

tregó como una colegiala idiota y romanticona, por no decir

calentona, a un galán de cuarta que ni siquiera era un ex-

perto amante. Muy pocas veces la satisfizo y por lo general,

la amaba frenéticamente, cual un gorrión, a los saltitos, y

tras eyacular de prisa como gallo de corral, salía al vientre

de la madrugada dizque a buscar trabajo, o con cualquier

pueril pretexto, desdeñando amanecer abrazado con ella

hasta ser cegados por el sol. Y para peor, le succionaba

cada tanto, aunque en porciones prudentes, sus magros in-

gresos. Por tales motivos, siempre Telma andaba debiendo

al bolichero, a la casera y a sus coreanos ambulantes que la

proveían de «cosas de mujer». Algo hasta entonces infre-

cuente en ella, que pese a sus privaciones, cumplía regu-

larmente las obligaciones contraidas con sus proveedores.

—¿Está dormida aún? —preguntó la abogada Dolores

Semidei a la enfermera de guardia. Esta asintió y la con-

dujo en puntillas hacia la pequeña habitación donde yacía

la posparturienta. La niña ya estaba lista para salir de

alta, pues aparentemente, superó los controles sanitarios

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Chester Swann

y no presentaba anomalía alguna, como para enviarla al

engorde para el matadero, como denominan los rufianes de

lupanar a las casas de citas de cama o a los banco de repues-

tos. Esta niña estaba reservada para un millonario de Dallas

que necesitaba de un buen par de ojos claros (Telma era

rubia trigueña de ojos verdes), para su niño, ciego de naci-

miento. Había que esperar un par de años a que creciera,

internarla en una clínica especializada, ponerla en estado

de coma y mantenerla hibernada para preservar sus órga-

nos sanos. Con suerte, se podrían cosechar más de qui-

nientos mil dólares de esta pieza. La enfermera-jefa sonrió

cínicamente, mientras envolvía el cuerpecito para entregarlo

a la abogada Dolores Semidei, sabiendo desde ya el destino

de ese montoncito llorón de carne palpitante, tibia y trému-

la.

Tras abonar lo convenido a la enfermera y a los del equi-

po médico, la abogada dejó un cheque al portador de un

millón de guaraníes, bajo la almohada de la aún ausente

Telma. Claro que cuidando de no ser vista por la codiciosa

enfermera-jefa de sala. Después de todo, la pobre chica ha-

bía cumplido su parte sin melindres ni pataleos. No como

esas otras, que a última hora se arrepentían de lo pactado,

tratando de salirse por la tangente.

Supuso la abogada, que un millón de papiros era una

buena recompensa por nueve meses de sufrimiento y ten-

sión nerviosa, además de gastos pagos de tratamiento y ali-

mentos.

Con la conciencia tranquila, salió del lugar con la bebita

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que aún pataleaba y gemía su sed de cariño y teta.

El nuevo cónsul norteamericano, Mr. Richard Tomlinson,

se sorprendió al recibir un mensaje top secret del State

Department, ordenándole que, por el medio que fuese, saca-

se al súbdito americano de las garras de la policía paragua-

ya, antes de que sea enviado a la prisión de Takumbú y

puesto a cargo del Poder Judicial. También recibió copias

de credenciales que certificaban la pertenencia del ciuda-

dano Isaac Horowitz a los servicios secretos y una carta

personal del Secretario de Estado al comandante de la Poli-

cía Nacional a fin de contar con sus buenos oficios para la

liberación de dicho ciudadano sin hacer demasiado barullo,

«por razones de Estado».

Lo que ignoraba aún el cónsul entrante, era el hecho de

que cierto periodista de un vespertino, ya estaba en conoci-

miento del caso y se hallaba preparando un artículo sobre

el mismo, con fotografías comprometedoras de Nathan Allen,

que de él se trataba, y sus conexiones con la red de trafican-

tes de niños paraguayos y latinoamericanos.

De todos modos, Mr.Tomlinson haría lo ordenado por sus

superiores y, sin chistar, pese a la instintiva repulsión que

le inspiraba el ciudadano Horowitz; o Allen; o Klein; o

Zawinski o quien diablos fuese. Tras telefonear al coman-

dante de la Policía para solicitar una entrevista privada, el

cónsul encarpetó los documentos enviados por el Departa-

mento de Estado en su maletín y se dispuso a salir en mi-

sión de encubrimiento de un asunto que desconocía en ab-

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soluto pero que no le impedía sentirse mal, como quien es

utilizado para limpiar la mierda ajena con las manos des-

nudas. Y encima, fingir sentirse a gusto haciéndolo.

La entrevista fue breve aunque no exenta de cordiali-

dad. El comandante de la Policía Nacional ya estaba

interiorizado del caso y ordenó la comparecencia del extran-

jero multidocumentado a su presencia a fin de interrogarlo

frente al cónsul.

En esto, Mr. Tomlinson divisó un diario vespertino del

día sobre el escritorio del anfitrión. Su taquicardia saltó

de revoluciones al ver en la tapa, el rostro del detenido y un

anticipo de su historial curricular. amén de sus alias, sus

aventuras tras los infantes y sus interludios con cierta jueza

del menor, cuya cabeza ya estaban pidiendo los del Jurado

de Enjuiciamiento de Magistrados. Completamente demu-

dado, trató de leer lo más de prisa que le permitía su preca-

rio dominio de la lengua local y supo que sería muy difícil

justificar su acción en pro de semejante espécimen. Tam-

bién comprendió el porqué de las presiones norteamerica-

nas en pro de las adopciones internacionales y el escanda-

loso aumento de secuestros de niños de ambos sexos.

Su rostro, del color del papel, era la cruda imagen de la

decepción ante el naufragio de la ética que venía teniendo

lugar en su país, al que siempre había considerado como el

imperio de la ley y la democracia. Ahora apenas era un

imperio, pero más fenicio que romano.

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Pidió permiso, lo más cortésmente que le cupo en tal

circunstancia, al comandante para pasar al retrete, donde

se dirigió de prisa para vomitar.

Tras despedirse del jefazo caqui, sin entrevistarse con el

detenido, pero haciendo entrega de la carta, el diplomático

norteño se dirigió raudamente a su residencia la cual esta-

ba no lejos de su embajada. Se preguntó a sí mismo, si

estaría su embajador enterado de los chanchullos y bella-

querías del cuerpo diplomático, en connubio con ciertas au-

toridades paraguayas.

Obviamente, soplaban otros vientos en este país y los

nuevos gobernantes de la mal llamada transición intenta-

ban a trompicones y zancadillas, hacer cumplir la ley, aun-

que sea para la exportación y por cuestiones de imagen,

más que por el control de la oposición, lal cual negociaba

cualquier cosa por cargos, hasta impunidad oficial.

Pero no era lo de menos, el hecho de que las mafias in-

ternacionales gozaban de buena salud y todo el poderío de

su país estaba orientado a reprimir a los descontentos y dar

impunidad al delito, bajo el rótulo de la globalización. De

todos modos, lo supiese o no el embajador, ello no alteraría

los asuntos de Estado, no cambiaría el curso de la historia,

ni acabaría con la historia, como lo predijera Francis

Fukuyama, filósofo del estancamiento.

Poco después el cónsul americano, tras llegar a su resi-

dencia, revisó los documentos proveídos por la policía local

acerca del caso «Horowitz», llegando a la conclusión de que

éste, efectivamente estaba conectado a la red mundial de

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Chester Swann

bebetraficantes pero, al mismo tiempo, gozaba de una ex-

traña protección por parte de los jerarcas de la compañía

(CIA para los no avisados) y de algunos bosses del Departa-

mento de Estado, pues de lo contrario no se explicaba tanta

inmunidad ni la provisión de documentos en apariencia le-

gales que éste portaba.

Puso en orden sus expedientes para llevarlos a la emba-

jada, dejando el caso pendiente, para que lo resolviese quien

lo sucedería al frente del consulado tras su renuncia inde-

clinable. No cargaría sobre su ya sobrecargada conciencia

tamaño despropósito, ni apañaría con su firma la libertad

de sujeto tal que, quizás fuese culpable de cientos de se-

cuestros de infantes con fines tenebrosos.

Intentó darse coraje con un trago de wiskey ordinario de

Kentucky, pero lo escupió, apenas embocado, tras recordar

que era abstemio, en contra de las inveteradas costumbres

etílicas de sus coterráneos. Optó por darse un remojón y

leer alguna novela gótica a fin de conciliar el sueño. Ya

vería luego. Tras leer dos páginas y media de un novelón

de Emily Brontë, pudo pegar los párpados y soñar con mons-

truosos ogros comeniños y aviones de papel que lo arrastra-

ban por las nubes y bajo las aguas, tratando de convencerlo

para que se ahorrase remilgos y moralinas.

A las ocho y treinta, puntualmente como flemático

bretón, atravesó los portales fortificados de su embajada.

Apenas entró en su despacho, un marine veterano de la in-

vasión de Panamá y Grenada, se apersonó en su despacho

con la nueva de que el embajador lo convocaba a su oficina.

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

Extrañado por el mensaje, una vez acomodado sus papeles,

se dirigió al bloque ocupado por el embajador Louis

Rosenbaum, quien fríamente lo invitó a tomar asiento. Sin

perder tiempo en cabildeos ni preámbulos, éste le preguntó

a quemarropa:

—¿Por qué desobedeció las órdenes del State Department,

de gestionar la libertad de Isaac Horowitz, señor cónsul,

como era su obligación?

—Entonces, está usted ente rado de estos sucios teje-

manejes de nuestro servicio exterior, señor embajador. La-

mentablemente no daré un paso al respecto, dados los pési-

mos antecedentes de ese sujeto. Mejor aún, informaré per-

sonalmente al señor Presidente de las irregularidades que...

—Limítese a obrar dentro de los canales correspondien-

tes y dentro de sus atribuciones y su nivel, señor cónsul.

Ud. no es juez para enjuiciar al servicio exterior ni a nues-

tros... servicios secretos, ni a nuestros intereses. ¿Entiende

Ud.? Recuerde que el viejo Teddy Roosevelt dijo que los

Estados Unidos de América no tienen amigos, sino sólo in-

tereses y conveniencias.

—Lo que entiendo es que se está apañando un sucio ne-

gocio, y mis convicciones se niegan a encubrir esto. ¿Lo

entiende Ud. señor embajador?

—Entonces, entrégueme su renuncia, ahora mismo. Y

tómese 24 horas para abandonar el país. Es una orden.

—Entiendo. Pero me parecen excesivas 24 horas. Pue-

do partir hoy mismo con el jet de American. Tengo listos

mis papeles, aquí traje mi renuncia firmada y acabo de res-

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Chester Swann

cindir el contrato de alquiler de mi residencia. Imaginaba

y sabía que se llegaría a esto. Y créame que lamento esta

situación, pero por los sagrados principios vulnerados por

mi gobierno. No por mí. Así diciendo, Mr. Tomlinson se

puso de pie y sin saludar, se retiró del despacho del embaja-

dor dejando sobre el escritorio su renuncia. Por lo menos,

saldría con la frente alta y la conciencia en paz consigo mis-

mo. Una vez en su oficina, discó a la agencia de American

pidiendo un billete a Miami en el vuelo del día. La gentil

operadora le prometió conseguírselo, caso de haber aún pla-

zas.

De pronto, una idea tomó por asalto su caja pensante.

Llamó a su residencia para dar instrucciones a su mucama

acerca de no recibir a nadie que fuese en nombre suyo ni de

la embajada. Nadie respondió. Presa de negros presenti-

mientos, abandono la embajada en su automóvil dirigién-

dose a su casa lo más raudamente que pudo. No se equivo-

có. Al abrir la puerta, se dio cuenta que habían registrado

todo su archivo, violentado sus muebles y llevado su orde-

nador personal y el aparato de fax. La mucama estaba des-

vanecida en el baño por efectos de un poderoso narcótico.

Sin dudar buscó el teléfono para llamar a la policía. Pero

debió haber sospechado que también su línea estaba corta-

da. Su situación era más riesgosa de lo que suponía.

Tras las denuncias de rigor, Tomlinson desocupó su resi-

dencia ese mismo día. Los documentos más compromete-

dores acerca del caso que motivara su renuncia, estaban

seguros en una escribanía cercana a su residencia. Tuvo la

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

precaución de guardarlos por si las moscas. Y en esto no se

equivocó. Aunque aún no sabía qué sendero tomar, decidió

recurrir a la prensa.

Tras asegurar sus escasos bienes, bagajes y pertenen-

cias personales en casa de un profesor compatriota que es-

taba contratado en un colegio bilingüe de Asunción, se diri-

gió a la empresa de viajes a retirar su billete de American

Airlines. Poco faltaba para la partida del Boeing 767 que lo

llevaría de regreso a casa. Aún no tenía una idea clara acerca

de su porvenir laboral, pero por fortuna su esposa tenía un

empleo en una empresa de software de Silicon Valley y por

el momento no estaba tan precisado de trabajar. Ya vería

luego. Como temía, la gentil operadora de la agencia le co-

municó que su reserva sería pospuesta por falta de plazas

en el vuelo de la fecha. Mejor. Así tendría algo más de

tiempo para realizar algunas diligencias personalmente. Re-

cordó al periodista de cierto vespertino que últimamente

andaba alborotando el avispero de los adopcionistas y sus

clientes extranjeros. Tenía en su poder el dossier de la

Interpol de Canadá. Algo es algo. Lo que éste no sospecha-

ba ni remotamente, es que sus pertenencias estaban siendo

revisadas en la propia residencia de su amigo, el profesor

del U.S. School of Paraguay por los esbirros de la C.I.A. que

medraban en su embajada.

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Chester Swann

Enredos diplomáticos.

Telma Ruíz, despertó, embotada aún por el fuerte y de-

moledor anestésico empleado en su cesárea. Le dijeron que

podrían hacérsela con anestesia local, pero prefirió la total,

a fin de no tomar conciencia de su hijo (aún no sabía que

fuese niña) o tomarle repentino cariño. No estaba para car-

gar con el pesado fardo de una maternidad incipiente e

indeseada, cuando tenía una vida por delante con todas las

dificultades que ello implica. Además ¿cómo explicaría a

sus compañeras de trabajo y de facultad toda su historia de

amor frustrado y su caída en las redes de Eros? Se le rei-

rían en la cara. ¡Pobre Telma! ¡Pensaba que la maternidad

sería su estigma y su calvario social! Había sido criada

entre creencias absurdas de la culpa, el pecado y la hipocre-

sía. Tanto en su casa como en la escuela y el colegio le ha-

bían inducido a creer que el amor era culposo, cual si los

seres humanos se reprodujeran asexuadamente como las

bacterias o los hongos. Se sentía tranquila como el aves-

truz que esconde su cabeza; cual si su vástago nunca hu-

biese sido engendrado ni parido, e incluso como si ella mis-

ma fuese aún virgen e impoluta. Una jaqueca atroz per-

manecía como resaca del éter aspirado y persistía una lige-

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ra taquicardia en su pecho aún cargado de leche, inútil como

peine de calvo.

Llamó a la enfermera de turno para rogarle un analgé-

sico y un vaso de agua fría. La herida en el bajo vientre

latía con intensidad y parecía querer reventarle los

costurones de sutura en cualquier momento. ¿No habrían

olvidado alguna herramienta en su interior? Tal vez no,

pero el dolor se le hacía insoportable como si tuviese una

tenaza dentro suyo. La enfermera apareció de mala gana y,

tras interiorizarse de su estado, le acercó un par de aspirinas

y una jarrita de agua fresca.

De pronto, Telma metió instintivamente la mano bajo

su almohada hallando un papelito doblado. Tras sacarlo,

comprobó que era el cheque prometido por la venta de su

criatura y firmado por la abogada Dolores Semidei. Le pa-

reció bastante poco el importe, pero por lo menos pudo za-

farse del compromiso de criar un niño caído de la nada y

concebido entre orgasmos fingidos y amaneceres solitarios.

¿O simplemente le dolía su orgullo de burlada? Mejor to-

mar primero la aspirina y luego elucubrar las ideas que

viboreaban en su mente cual gusanos hespásticos.

Introdujo el cheque innominado, cuidadosamente ple-

gado en su ropa interior, a fin de preservarlo de ajena codi-

cia. Sabía de oídas que muchas enfermeras sisaban a sus

pacientes para redondear sus magros emolumentos, por lo

que no convenía tentar al diablo. Cuando la pastilla

analgésica comenzaba a clarear su migraña, decidió repo-

sar bien, antes de disponerse a abandonar el cuartito que

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Chester Swann

ya le estaba siendo reservado para otra, recomendada de

una conocida abogada adopcionista de apellido Marín. Dis-

ponía aún de una semana antes de evacuar el sitio y la apro-

vecharía. Ya tendría tiempo de ir a trocar el cheque con que

abonaran sus servicios de vientre de alquiler. Curiosamen-

te, el hecho de haber mercado el fruto de sus entrañas, no

la perturbaba en absoluto, al menos por el momento.

Durmió sin pesadillas ni alteraciones cardíacas hasta el

día en que salió de alta. Tras higienizarse brevemente, se

puso su vestido de batalla, juntó sus escasos bártulos y se

dispuso a partir a su cuarto de conventillo de barrio. Aún

disponía de unos pocos guaraníes para el taxi. Luego vería.

Hubiese gustado de dar una vuelta por el cercano parque

Caballero y contemplar el óbito solar sobre el río, pero te-

mía a los merodeadores que pululaban por sus senderos y

además su estado no permitiría una caminata larga. Ape-

nas podía con lo que parecía una pesada cizalla dentro de

su bajo vientre. Media hora más tarde, se dirigía hacia su

domicilio donde completaría su reposo y recuperación del

mal trago pasado, para asegurar su futuro.

Por fortuna, en su empresa no la despidieron por ser

eficiente y también por su amistad con el hijo del gerente,

compañero de facultad, por lo que obtuvo un permiso razo-

nable de cuarentena, aunque sin goce de sueldo. Tampoco

perdería sus estudios de secretaría ejecutiva de una uni-

versidad trucha del centro, regenteada por algunos extran-

jeros, doctores en asuntos varios. Trancó su piecita de sol-

tera y se dispuso a dormir como los dioses, hasta que el sol

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se derramase sobre su cabeza a través de los agujerillos del

tejado vano. Por si acaso, escondió el valioso papelillo banca-

rio, dentro del forro de un viejo abrigo raído que nadie qui-

siera llevárselo ni para fregar pisos.

El calor sofocante de la media mañana la hizo desper-

tar, sudorosa y agitada, aunque sin rastros de cefalea. Sólo

la maldita cicatriz del bajo vientre se hacía sentir aún, como

si se resistiese a abandonarla el recuerdo de su hijo ignora-

do. A decir verdad, ni siquiera preguntó a las enfermeras

cómo fue la cosa ni qué sexo tuvo su bebé al nacer.

Se desentendió de todo su reciente pasado, como si des-

pertase de un mal sueño o de una fuerte amnesia. Telma

sin embargo tardaría en librarse de esa etapa de su vida.

El destino aún no había dicho la última palabra y tras ves-

tirse y salir a cambiar el cheque, se le ocurrió comprar un

pintoresco diario destinado a analfabetos funcionales, lla-

mado El Populacho para informarse de los chimentos esca-

brosos de la ciudad. Grande fue su sorpresa cuando vio la

foto salpicada de sangre y con la caripela desfigurada de

quien hasta ha pocos meses fuera su amante. «Caficho

oikutú i chapa», o traducido al cristiano: «Rufián recibe su

merecido», rezaba el titular del tabloide de marras, el cual

informaba escuetamente pero con abundante gráfica el he-

cho. Diego Martínez había sido compelido a retirarse de

este valle de lágrimas, mediante inoportunos orificios en

partes vitales y puntapiés generosamente propinados por

tres agresores en un rincón de una pista de bailanta tropi-

cal de la periferia. En otro apartado, en forma inconexa,

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las fotos de los cadáveres de sus presuntos agresores —aun-

que esto aún no era conocido—, caídos en distintos puntos

de la capital esa misma noche de su crimen, como si la Par-

ca cosechara a sus propios peones de siega. Telma no sintió

piedad por su ex amante, pero quedó intrigada por las de-

claraciones de algunos testigos que juraron que lo hicieron

en nombre suyo y de otras mujeres. Mas, no recordaba ha-

ber encargado tal labor a nadie.

Tal vez alguien conocedor de los affaires del gigoló tra-

tase de despistar, involucrando a conocidas del sujeto. Esto

último preocupó a Telma Ruíz, quien quedaría en la mira

policial, aunque probablemente la policía nunca se ocupa-

ría del caso, salvo como material de estadísticas nocturnas

del omnipresente malevaje suburbano.

Tras canjear su cheque, Telma se dirigió a realizar algu-

nas mini compras de cuanto le haría falta en la semana,

pues necesitaba reposar hasta cicatrizar su operación y re-

tomar luego su rutinaria sucesión de trabajo, estudio y algo

de bailanta sabatina regada de cerveza, vencida —pero im-

portada en latitas—, para apagar fuegos interiores

insaciados. No intentaría aclarar lo sucedido con Diego,

pues ahora, cualquier indiscreción podría comprometerla y

no estaba para ganar sustos en asuntos de rufianes. Por

encuanto, evitaría al Club Popeye por una buena tempora-

da, para evitarse futuros problemas. Al regresar a su mo-

desta habitación rentada, encendió la radio y tornó a recos-

tarse en su pequeña e incómoda cama turca, aunque bien

pulcra y arreglada, con sábanas almidonadas. Tampoco ésta

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vez pensó en su vástago, pese a que aún le goteaba leche de

sus pechos, que se resistían a creer que no había quien los

succionara. Simplemente decidió dormir hasta que se sin-

tiese en forma. O sea, siete días, casi sin interrupciones.

Mr. Allen salió de la comandancia de la Policía Nacional

gracias a los buenos oficios del nuevo cónsul de su país y a

sus misteriosas conexiones en el State Department, donde

seguramente alguien de peso, o varios, estaban asociados a

sus empresas de adopciones.

El cónsul saliente, Tomlinson, pudo eludir mientras tan-

to, encuentros con sus compatriotas. Ya vería más adelante

de solicitar su baja del servicio exterior, por no estar del

todo de acuerdo con los métodos de los sobrinos de Sam,

luego de regresar a su país. Ya encontrarían para su reem-

plazo a alguien con menos escrúpulos y melindres, capaz de

cualquier cosa a cambio de los treinta denarios de Judas, o

mejor, de Herodes, un especialista en inocentes. Mr.

Tomlinson no tenía la pasta de los gangsters internaciona-

les y estaba profundamente arrepentido de su involuntaria

participación en el affaire Allen. Especialmente porque

alguna prensa lo estaba haciendo blanco de sus sospechas

respecto a la misteriosa liberación de Allen y a la impuni-

dad que aún protegía a la jueza Téllez y varios abogados y

funcionarios del Poder Judicial. Todos, vinculados a la ex-

portación de carne humana del tercer mundo, con destino a

los países centrales o periféricos, pero opulentos. Otra cosa

que llamó poderosamente la atención de Mr. Tomlinson, fue

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Chester Swann

el hecho de que el FBI no respondió a las requisitorias de la

policía paraguaya en torno al caso, como si ésta no existiese

o como si Allen no tuviese antecedentes criminales en su

país. ¡Y vaya si los tenía! Según un informe de la Interpol

canadiense, Allen; o Klein; o Zawinski, estaba vinculado a

una cadena de traficantes de niños con ramificaciones en

toda Europa, Medio Oriente, Birmania, Taiwan, Hong Kong,

Macao y Thailandia, además de proveer por la red Internet

abundante material pornográfico y de los otros, así como

catálogos de posibles «donantes» de órganos para ricachones

temerosos del AIDS. Disponía de una oficina en Chicago

con conexiones satelitales mundiales y una oficina-vivien-

da en Atlantic City. Todo un señor delincuente.

El cónsul había recibido estrictas órdenes de echar tie-

rra al asunto y cubrir los desplazamientos de su compatrio-

ta, aunque estaba poco dispuesto a cumplirlas. Llevó con-

sigo el dossier de la Interpol canadiense y lo guardó en su

maletín, cuidando de no ser visto por sus subalternos quie-

nes no perdían sus movimientos. En cuanto al embajador,

había visitado en la víspera al presidente de la Suprema

Corte a fin de abogar por los adopcionistas e insistir para

que se levantara o se derogase la veda legal. Tomlinson

salió silenciosamente con la intención de dar por concluida

su función oficial, pero a medio camino, antes de dirigirse

al aeropuerto internacional de Luque desvió su automóvil

dirigiéndose a un conocido restaurant céntrico donde cierto

periodista de un diario capitalino lo había citado la tarde

anterior. Media hora más tarde, Andy Calamaro tenía en

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su poder el dossier Allen de la policía de Canadá y, tras agra-

decer la gentileza de Mr. Tomlinson y jurarle no revelar sus

fuentes, se dirigió a la redacción del vespertino donde tra-

bajaba.

Pero de todos modos, Mr. Tomlinson no regresó a los

Estados Unidos junto su familia. El avión de línea en que

intentó hacerlo, cayó misteriosamente, con cincuenta y seis

pasajeros sobre el Atlántico, casi sobre el triángulo de Las

Bermudas, tras una explosión en el compartimiento de los

equipajes. Mr. Allen, en tanto se dirigió a Miami para orga-

nizar nuevos trámites de adopción. Esta vez con otras per-

sonas menos conocidas y de respetable apariencia. El show

debia continuar. Ya buscarían de inculpar, a los terroristas

cubanos... musulmanes... o a quien fuese, del atentado.

El doctor Mordechai Levi se dirigió al avión que lo con-

duciría, de New York a Tel Aviv, para una delicada opera-

ción de trasplante de riñón. Su paciente lo aguardaba en el

Hospital Bethesda de Tel Aviv. El Jumbo de El Al ya aguar-

daba con los reactores encendidos y se disponía a despegar

de Kennedy Airport, apenas lo abordase el eminente ciruja-

no israelí. Una vez ubicado en su asiento, el doctor Levi

hojeó el dossier que extrajo de su attaché con aire preocu-

pado. No las tenía todas consigo pues era una operación de

alto riesgo con grandes probabilidades de fracaso.

El donante aún estaba con vida, pero en estado de coma

cerebral a causa de una sobredosis de anestesia, como era

lo usual en estos casos. Demás está decir que paciente y

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donante eran niños de corta edad y con cierta compatibili-

dad sanguínea. El donante tenía dos años y había sido traí-

do expresamente desde Atlantic City por un enviado del

padre del receptor, cuya identidad era mantenida en secre-

to por razones de seguridad. Cien mil dólares costaría la

operación y debía prever todas las posibilidades de fracaso,

y una de ellas era que el donante estuvo demasiado tiempo

en el respirador artificial, aunque cerebralmente ya estaba

muerto hacía tres meses por causas desconocidas. El daño

cerebral podría repercutir en el funcionamiento del órgano

a trasplantar.

El doctor Levi no podía darse el lujo de cometer errores

clínicos, pues le iba la reputación y algo más en ello. La

víctima, es decir el donante, era un niño adoptado de

Sudamérica y ya se le habían extraído otros órganos ante-

riormente por lo que era probable que el riñón estuviese

dañado. Tras repasar la historia clínica de ambos y sopesar

todas las posibilidades, el doctor pidió a la azafata que lo

comunicase con Tel Aviv a fin de recabar más datos sobre el

caso, ya que apenas llegar, se pondría la bata e iría directo

al quirófano. No sabía quién era el receptor, pero sospecha-

ba que era el único hijo del poderoso Eliah Tannebaum, uno

de los cerebros administrativos y ejecutivos de la Cosa

Nostra. ¡Y vaya si ejecutaba con precisión!

Nathan Allen, cursó a su agente en Asunción un mensa-

je cifrado por correo electrónico, para que consiga, a como

diera lugar un niño de entre cuatro a seis años, con sangre

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tipo cero universal, ojos verdes y cabellos claros, preferen-

temente de madre soltera y extracción baja, pero sano. Le

recomendó adoptarlo, aunque no estaba cerrado a otras op-

ciones. Dispondría de cincuenta mil dólares para gastos no

especificados, depositados en el Citibank, agencia Asunción,

a nombre del agente y recomendando a la abogada Dolores

Semidei para los trámites legales, si los hubiere. El niño

debía ser sanitado en una clínica de confianza y remitido

inmediatamente a Buenos Aires y de allí a Tel Aviv, vía Paris.

Tendría un mes para hacerlo perentoriamente. Caso de de-

mora, podría tener una experiencia desagradable de parte

del hermano Eliah Tannebaum (Grado 7 de la Philadelphus

Lodge del Royal Arch o Rito de York); como la que tuviera

Richard Tomlinson, ex cónsul de los Estados Unidos en Asun-

ción.

El nuevo cónsul norteamericano en Asunción: Keith

Lambert, ex policía de la DEA y del FBI, estaba en plena

recepción por asumir recientemente su cargo en la embaja-

da.

El señor embajador y anfitrión agasajó a los numerosos

invitados de la flor y nata del poder político, la prensa y

empresariado, presentando al nuevo diplomático que venía

a cubrir el vacío lamentable que dejara Richard Tomlinson,

de quien dijo que «guardaba un agradable recuerdo por su

integridad en defensa de los principios y valores que susten-

taba la nación norteamericana». Aunque el embajador no

estaba en condiciones de certificar la veracidad de lo dicho.

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Los encopetados asistentes charlaban animadamente,

vasos en mano, y muy poco captaron de las palabras del

embajador y del agasajado, por el tintineo de los cubos de

hielo tal vez, pero aplaudieron cortésmente sus palabras

solemnes como corbata de mono, dichas en un castellano

pulcro pero con fuerte acento anglosajón.

El director del U.S. Information Service, Mr. Paul

Roberts se desplazaba de aquí para allá charlando con los

asistentes y explicando las razones por las que su gobierno

abogaba por la reanudación de las, hasta entonces congela-

das, adopciones internacionales. Una sección del vasto sa-

lón del imponente edificio de la embajada estaba ornado

con paneles de fotografías y documentos, sobre la actual

situación de los felices kids que gozaban con sus padres de

adopción en su nuevo país. Aquí y acullá, se divisaban ni-

ños, evidentemente de origen latino, entre sus rubios her-

manitos o vecinos y retozando en parqueadas residencias y

alegres escuelas, de casi todos los estados de la Unión. En

silencio, Andy Calamaro contemplaba los paneles en exhi-

bición con el scotch on the rocks de rigor en mano, en tanto,

varios directores de medios, legisladores y políticos,

intercambiaban sonrisas con jueces y abogados del ámbito

forense, especializados en adopciones.

El periodista recorrió silenciosamente los paneles don-

de constaban nombres nativos originarios de los niños su-

puestamente enviados al norte mientras su mente trataba

de recordarlos a través de sus andanzas periodísticas, pero

ninguno le resultaba familiar. —¿Sería real esto, o sólo «efec-

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tos especiales» a lo Spielberg? —pensó para sí. De pronto,

la jueza Sonya Téllez se acercó al panel y trató de recordar

dónde había visto a la persona que observaba con tanta aten-

ción las fotos. Hizo un esfuerzo de memoria y de pronto

recordó que se habían cruzado varias veces en el comedor

de un hotel de Pedro Juan Caballero y comenzó a atar ca-

bos. A Calamaro no le pasó desapercibido el repentino inte-

rés de la jueza del menor y temió que se acordara de él y su

propia aventura, meses atrás, cuando birlaron

espectacularmente a un tierno varoncito de las zarpas de

Mr. Allen. La abogada se le acercó y en tono tan insinuante

como su generoso escote, le preguntó:

—Disculpe, señor ¿No nos hemos conocido en alguna

parte? El periodista esperaba el acoso y trató de minimi-

zar el impacto desviando el tema.

—Supongo. Mi trabajo me ha llevado a todos los rinco-

nes del país. Soy periodista de un vespertino...

—Entiendo —respondió la jueza con cierta acritud—.

Y además investiga sobre el tema de adopciones internacio-

nales. Leí sus notas sobre un supuesto caso Allen, donde se

refirió con términos despectivos hacia mí y mis colaborado-

res del Poder Judicial. Dé las gracias que soy una persona

equilibrada y bondadosa, que de no, lo hubiese mandado de

por vida a Tacumbú por difamación.

Andy trató de no perder la sangre fría y respondió mi-

rándola a los ojos:

—Le sugiero que lo intente. Mi abogado tiene todos los

antecedentes del sujeto que se hizo pasar por Nathan Allen

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y todos los documentos relacionados con este vil comercio

de niños. Si usted fue favorecida por las presiones del em-

bajador americano, no lo será tanto por el Jurado de Enjui-

ciamiento de Magistrados, que aún no ha recibido las co-

pias de los documentos que obran en nuestro poder. Ante

esta respuesta, la jueza titubeó y se retiró supuestamente

indignada, amenazando, entre dientes, al hombre de pren-

sa:

—¡No sabe usted con quién se está entrometiendo, fis-

gón de mierda!

Calamaro presintió que tendría dificultades, pues aún

no se cerraron todos los casos investigados. Herminia Garay

había recuperado su hijo, pero lo cuidaba una tía suya en el

interior, aunque no muy lejos de la capital, ya que de saber-

lo la jueza, aquélla lo pasaría mal.

Su vecina quien le alquilaba el precario rancho de Luque

era conocida del abogado Franco, estrechamente vinculado

con la jueza y Allen. Debería tomar precauciones pues es-

tos especímenes no se detendrían ante nada ni nadie que

amenazase sus negocios. Y menos ante un pobre plumífero

de prensa, como pensaban que era él.

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Vivir peligrosamente.

El agente de Mr. Allen en Asunción, que no era otro que

el abogado Egidio Franco, recibió preocupado el mensaje

del capo. Sabía quién era Eliah Tannebaum y el destino

final de Richard Tomlinson, por lo que un temblor medular

y gélido recorrió su epidermis de norte a sur a través de sus

vértebras, mientras sufría su epigastrio excesos de ácido.

Debía conseguir el pedido como fuese y suavizar todos

los canales precisos para remitirlo a destino. Intuía para

qué precisaban al niño en Tel Aviv: para reemplazar a un

gastado banco de órganos que ya había cumplido su ciclo

vital. Supuso que se trataría de Pedrito Estévez, un niñito

que fue secuestrado de la Chacarita y luego adoptado por

un respetable matrimonio alemán ¿alemán? Eliah

Tannebaum también lo era. Específicamente de Bayern,

pero estaba naturalizado americano y, además, controlaba

una cadena de distribución de estupefacientes y material

pornográfico en medio planeta. Se le ocurrió de pronto, pre-

guntarse en qué atolladero estaba metido por un puñado de

dólares. La doctora (a estas alturas, aún no había defendi-

do tesis alguna, inaccesible como era a los altos estudios de

Leyes) Sonya Téllez le había encargado también ocuparse

del periodista Andy Calamaro y buscar el modo de meterlo

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en un brete o vincularlo con algún asunto turbio, a fin de

desacreditarlo y librarse de él. Ya habían hecho lo mismo

con un abogado fisgón que se autoproclamaba «fiscal del

pueblo», logrando hacerle reposar sus huesos en prisión.

¡Menudo trabajo le aguardaba! Pero primero debería ocu-

parse del niño solicitado. Lo urgente no permite ocuparse

de lo importante. Pero no se sentiría tan tranquilo, de ha-

ber sabido que, justamente un periodista molesto como mos-

cardón le seguía los pasos a poca distancia.

El doctor Mordechai Levi dio orden de preparar el

quirófano y el instrumental para la operación. El paciente

sufría de una deficiencia renal aguda y los aparatos de

hemodiálisis no daban abasto. Se trataba del hijo del zar

del Bajo Manhattan: Eliah Tannebaum. El unigénito del

poderoso padrino corría peligro de muerte, pero si el tras-

plante era rechazado, el peligro era mayor. Se había pos-

puesto la operación por las dudas que suscitó el anterior

donante, el pequeño, nacido Pedrito Estévez y ahora Ernie

Rothstein, quien sufriera un coma cerebral hacía ya varios

meses, y que, probablemente no fuera accidental sino pro-

vocado.

Lastimosamente ya se le habían extraído varios órga-

nos y no daba para más, pues sufrió daños irreparables por

el exceso de anestesia y otras reacciones adversas, por lo

que fue rechazado en pro de otro donante. Este se hallaba

ya debidamente preparado en una habitación del Bethesda.

Acababa de llegar desde el lejano Paraguay, quién sabe por

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qué tortuosos medios, acompañado por el doctor Egidio

Franco y consignado a Nathan Allen, quien lo recibió en el

aeropuerto de Tel Aviv hacía apenas pocas horas. El pobre

niño estaba ilusionado en salir del opresivo ambiente de

pobreza marginal y chocho de la vida con el viaje en avión y

los juguetes que le obsequiara el abogado adopcionista, a

cuenta de sus futuros padres adoptivos. Ahora se hallaba

inconsciente en una fría salita del hospital Bethesda, en

espera de transferir uno de sus riñones a otro niño de casi

la misma edad y constitución. El doctor Mordechai Levi

aún no las tenía todas consigo. Si bien con este donante

habría más posibilidades de éxito, el fracaso siempre ace-

cha desde un rincón, pues el receptor era enfermizo y su

largo padecimiento minó sus defensas, por lo que podría no

resistir el trasplante. Esto, motivaría una posible represa-

lia del todopoderoso Eliah Tannebaum. Todos estaban con

el ánimo pendiente de un hilo, incluso Mr. Nathan Allen,

cercano lugarteniente de Tannebaum.

Andy Calamaro, presentó su pasaporte en el aeropuerto

de Tel Aviv, y tras llenar los requisitos de entrada, se dirigió

a un hotel que había hecho reservar desde Asunción. Su

llegada a Israel pasó desapercibida entre la miríada de tu-

ristas que llegan constantemente a tierra santa en víspe-

ras de Navidad. El doctor Isaac Schvartzman lo aguardaba

en el lobby, para orientarlo en el país. Este era paraguayo

pero residía en Jerusalén como médico cirujano, aunque de

tanto en tanto se desempeñaba en Tel Aviv, en el hospital

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Bethesda, donde eminentes especialistas en trasplantes

dictaban cátedra. El periodista venía siguiendo la pista de

un niño adoptado en un pueblo cercano a la capital para-

guaya y misteriosamente desaparecido vía Buenos Aires-

París-Tel Aviv.

Un abogado paraguayo acompañó al niño, quien conta-

ba con permiso de su madre, una pobre vendedora de mer-

cado, la que lo cedió en adopción por dos mil dólares con-

tantes y sonantes, los que probablemente serían invertidos

en abundante cerveza para su pareja y fruslerías urbanas

para ella. Ahora el hombre de prensa estaba pisando los

talones al leguleyo, el cual había sido localizado por el ami-

go Schvartzman, quien lo mantuvo en estrecha vigilancia

por todo Israel. Andy intentaría devolver al niño a su país,

suponiendo que aún estuviese en condiciones y no hubiera

sido carneado por algún cirujano escaso de escrúpulos.

Calamaro luchaba contra el tiempo y lo sabía. El infor-

me de la Interpol de Canadá era suficientemente explícito

y si bien nunca pudieron echar el guante a Mr. Allen, cono-

cían su curriculum vitae a fondo, con pelos y señales, así

como sus contactos alrededor del mundo.

Y de cierto habrían muchos como él, sueltos por el orbe.

Los niños no podrían estar seguros del «hombre de la bolsa»

—o del «tío del saco» como dicen los castizos españoles—,

mientras alentaran organizaciones que lucran con la venta

de infantes, para adopciones en el mejor de los casos. En

los peores, ni valía la pena pensar.

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Chester Swann

El doctor Schvartzman lo llevó al hospital Bethesda,

donde el eminente cirujano, Mordechai Levi, se disponía a

ejercer su oficio con un niño casi anónimo, proveniente de

algún remoto rincón de América del Sur. Calamaro lleva-

ba consigo una orden judicial del Ministerio de Justicia de

Israel —al cual se había cursado ya la denuncia correspon-

diente— para detener al abogado Franco y recuperar al niño

Evaristo Gómez, cautivo en dicho hospital. La policía is-

raelí aguardaba a ambos en el hall del nosocomio con una

orden de allanamiento librada por el juez de menores local.

La jueza Sonya Téllez casi esperaba su destitución, cuan-

do fue citada por el Jurado de Enjuiciamiento de Magistra-

dos, que estaba investigando sus actuaciones al frente del

Juzgado del Menor. Los escándalos de las adopciones to-

maron estado público en caótica y vertiginosa sucesión, cuan-

do el periodista Calamaro y varios colaboradores, sacaron a

luz sendos casos de secuestros, extorsiones a madres solte-

ras, compras directas de niños, falsificaciones de instrumen-

to público y varias otras lindezas, propias de lo peor del foro

nacional. No sólo el país estaba trastornado por las can-

dentes revelaciones de la prensa; también en cierto modo

en Estados Unidos y Europa, y parte del Medio Oriente, la

opinión pública se enteraba de los entretelones de las orga-

nizaciones de paidotraficantes. El Fiscal General del Esta-

do hizo formal presentación de cargos contra la jueza Téllez,

el abogado Egidio Franco, las abogada Lidia Pontoni, Dolo-

res Semidei y otros, sobre los cargos que se citaban. Tal

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vez, altos intereses intercederían por los acusados librán-

dolos de las penas que pudieran corresponderles. La opi-

nión pública estaba informada, aunque a medias, pues ha-

bía un puzzle que armar con todos ellos, algunos aparente-

mente inconexos entre sí.

El presidente del Congreso Nacional pidió una amplia e

irrestricta investigación de los hechos y punición ejemplar

para los implicados y de ser posible, rescatar a los niños

cautivos en otros países. Los casos relacionados con Internet

y pornografía infantil eran un accesorio más del rompeca-

bezas, ya que niños de todo el mundo, incluso de los países

desarrollados, integraban dicha «colección». ¿Cuántos de

ellos serían connacionales? ¡Vaya uno a saber! ¿Y cuántos

paraguayitos y paraguayitas estarían en las garras de los

chulos asiáticos, europeos, norteamericanos, árabes e

israelíes? La pobreza del subdesarrollo era el aceite que

lubricaba la infame máquina de picar carne humana para

consumo de los depravados sibaritas y sodomitas del plane-

ta.

Sonya Téllez subió en su automóvil tras vaciar su escri-

torio del Palacio de Justicia, bajo la atenta supervisión de

funcionarios del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados

y de la Superintendencia de Justicia, a fin de evitar que

sustrajera documentos comprometedores para destruirlos.

Luego se dirigiría a la sede del Congreso para ser interpela-

da. La venal abogada no temía tanto por su carrera judi-

cial, sino por su propia vida. La organización no permitiría

fracaso alguno, y ella lo sabía. Muchos peones fueron sacri-

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ficados y la máquina ya no podía detenerse. Un temblor

espasmódico la hizo vibrar, pero no de emoción precisamen-

te, sino de apego a su piel.

Eliah Tannebaum rugió de dolor y furia al enterarse de

que su querido hijo unigénito acababa de fallecer por com-

plicaciones renales e insuficiencia cardíaca en Tel Aviv. El

niño que debía ser el donante del valioso riñón, había sido

rescatado a último momento por la policía israelí, por de-

nuncia de un médico judeoparaguayo y un periodista de

Asunción, que estaba contribuyendo a desbaratar las adop-

ciones en Paraguay. Ambos ya estaban regresando a Asun-

ción, donde tenía lugar un juicio por prevaricato a sus cola-

boradores.

El boss Tannebaum llamó a Nathan Allen para que to-

mase las medidas punitivas prometidas contra quienes fra-

casaron en las tareas encomendadas por el poderoso jefazo:

Liquidar al doctor Mordechai Levi —quien ya estaba en una

cárcel israelí por falta grave a la ética médica—, al perio-

dista ése... Calamaro, al doctor Schvartzman, a la doctora

Sonya Téllez y al abogado Franco. Y en definitiva a quie-

nes estorbasen sus planes de expansión.

Nathan Allen, prometió tomar las medidas del caso y

solicitó cien mil dólares para gastos varios. No sea cuestión

de meter la pata por ahorrarse unas monedas. A estas altu-

ras, Mr. Allen, quien también era agente part-time de la

CIA, ya estaba seguro que Andy Calamaro había sido quien

le birlara al niño en Ponta Porá; y ésta era la ocasión de

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vengarse del mismo, quien, por añadidura, lo había ridicu-

lizado ante la opinión pública paraguaya y ante su jefe

máximo. En cuanto a la jueza del menor y el abogado, ha-

bía que pensarlo bien. Ambos estaban siendo procesados

por la justicia paraguaya y por lo general los muertos no

hablan. Eliah Tannebaum en tanto, decidió ir a Tel Aviv a

repatriar los restos mortales de su amado hijo Nehemiah

Tannebaum, quien dejara de existir tras larga y penosa

enfermedad y, tal vez, por presunta negligencia de sus mé-

dicos de cabecera, entre ellos: Mordechai Levi.

Andy Calamaro llegó a Asunción una calurosa tarde de

enero y apenas pisó tierra paraguaya, se dirigió a Zárate

Isla, en Luque, para visitar a Herminia Garay a su rancho.

Debía ponerla en alerta para que desaparezca sin dejar ras-

tros perdiéndose por el interior del país. Incluso, hasta de-

bería dejar sus pertenencias llevando apenas lo imprescin-

dible a fin de no llamar la atención de su vecina y propieta-

ria de la vivienda. Herminia Garay no se hizo de rogar y

recogió unas pocas ropas y algún dinerillo, dejando su cama,

ropero y refrigerador en el rancho. Ya vería donde instalar-

se, en alguna perdida compañía rural del interior, pues el

periodista prometió ayudarla, hasta tanto no atentasen en

su contra, pues sabía que se hallaba en la mira de los trafi-

cantes de carne humana for export.

El bebé de Herminia estaba a cargo de una tía de ésta,

la cual ignoraba el drama del infante, su secuestro y resca-

te y las posibles secuelas posteriores. La buena señora vi-

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vía su reciente viudez en una remota compañía de Piribebuy,

hasta donde se trasladaría Herminia. Por lo menos mien-

tras durase el operativo de desmantelamiento de la banda

de mercaderes de carne humana.

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"Dejad que los niñosvengan a mí…"

La abogada Dolores Semidei, funcionaria del Poder Ju-

dicial se regodeaba ante la posibilidad de ocupar el cargo de

la jueza del menor Sonya Téllez, actualmente suspendida y

bajo proceso por parte del Jurado de Enjuiciamiento de

Magistrados. Lo que no imaginaba es que ella misma esta-

ba bajo la lupa como mosca frente a la araña.

Había cometido tantas torpezas, soliviantada por la pre-

potencia y la impunidad, que no se preocupó nunca de echar

polvo sobre sus notorias huellas; y, para peor, también esta-

ba en la mira de la organización de comeniños de Mr. Allen,

la cabeza visible. El capo Eliah Tannebaum había ordena-

do quemar archivos en el Paraguay y de paso dar una lec-

ción ejemplarizadora, a quienes, de una u otra forma, inter-

firiesen en sus negocios. Y el presidente del Congreso era

uno de sus posibles blancos, juntamente con el presidente

del Consejo de la Magistratura, cierto periodista cuyo nom-

bre no quería recordar y quienes hubiesen sido sus propios

cómplices o encubridores durante tanto tiempo, a fin de que

guardasen discreción. Para siempre de ser posible.

Centenares de fichas, fotografías, certificados de naci-

miento firmados y sellados pero sin llenar, sellos del Poder

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Judicial, certificados de nacido vivo para ambos sexos, aún

en blanco, y otros documentos hallados en poder de la jueza

y en las oficinas allanadas de ciertos abogados adopcionistas

daban la pauta acerca de cómo se manejaban estos nego-

cios. Andy Calamaro examinó por enésima vez las fotogra-

fías y fichas de los menores exportados y decidió hacer se-

guimientos de todos los casos, ayudado por Relaciones Ex-

teriores, la Interpol y las policías locales de Europa. Deci-

dió no recurrir al F.B.I. por no confiar demasiado en sus

agentes, pese a su halo de incorruptibilidad, sabiendo que

estaban encubriendo a muchos como Allen con sus innume-

rables alias.

Este ya estaba quemado en el Paraguay, pero contaba

con el cubano Ronny Ramónez quien conocía el país y creía

disponer de amigos en Asunción, Ciudad del Este y Pedro

Juan Caballero, a fin de tender nuevas redes y espineles

para pescar oportunidades. Ramónez, había sido en su ju-

ventud, estrecho colaborador del mafioso Jacob Rubinstein,

más conocido como Jack Ruby, quien muriera en prisión tras

haber sido condenado por asesinar a Lee Harvey Oswald,

supuesto asesino de JFK. Ronny Ramónez además mane-

jaba a la mafia cubana de Miami de Little Havana. Ade-

más los movimientos anticastristas estaban en parte finan-

ciados con sus generosos aportes.

Ramónez, un anciano septuagenario, chévere, simpático

y parlanchín no hurtaba el cuerpo al peligro y el desafío de

abrir nuevos frentes le encantaba. Especialmente si ello

redituaba dividendos y teñía de verde sus cuentas banca-

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rias. Por otra parte no era conocido del ambiente abogadil,

aunque él sí lo conocía bien por descripción de Allen y por

interiorizarse de la prensa paraguaya en Miami vía Internet.

Su espíritu emprendedor lo envidiaría un pionero del viejo

oeste o un marino de cabotaje gallego. Poco demoró el al-

ter-ego de Nathan Allen y el boss Tannebaum en recalar en

Asunción donde previamente adquiriera una residencia

principesca. ¡Nada de hoteles donde uno es controlado por

la policía y los conserjes!

La doctora Semidei (le seducía que la llamaran así) lla-

mó por su celular a su colega Egidio Franco para notificarle

que el señor Ramónez deseaba verlo para hablar de nego-

cios. Es decir, convocaba a los integrantes del equipo de la

jueza Téllez y Allen a fin de hacer un marketing y un estu-

dio de factibilidad para la instalación de varias guarderías

de barrio.

—Ahí estaré, Lolita —prometió Franco. Todos los impli-

cados en la red se congregaron en la fastuosa residencia

del señor Ronaldo Ramónez, recién llegado de Miami para

reorganizar el alicaído y maltrecho aparato adopcionista,

llamémoslo así, y buscar nuevas maneras de captar niños,

sin llamar demasiado la atención de los periodistas aposta-

dos en los tenebrosos pasillos del Palacio de Justicia y de

clínicas poco hospitalarias. La consigna era no levantar

polvareda, tratar directamente con las interesadas en ce-

der sus hijos y pagar a éstas lo suficiente para conformarlas

y evitar que alboroten el avispero.

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—Nuestra organización comprende que pudieron haber

fallas humanas —comenzó el nuevo virrey de Eliah

Tannebaum, a quién muchos de los presentes no conocían

aún—. Mr. Allen no puede ya moverse libremente en este

país y vine a poner un poco de orden en este pandemonio,

antes que nuestros negocios entren en pérdida —prosiguió

pausadamente Ramónez con fuerte acento chévere de las

Antillas, mientras los presentes atendían sus palabras con

religiosa unción de monaguillos ante un cardenal—.

Ustedes saben que nuestra organización tolera muy poco

los fracasos, pero hemos resuelto brindar generosamente

nuevas oportunidades, para que quienes cumplan con nues-

tros postulados, con precisión y sin dejar huellas que con-

duzcan eventualmente hacia los responsables, sean recom-

pensados con largueza. En cuanto a los torpes y lelos, no

dudaremos en silenciarlos. Con que... ¡a trabajar por la

humanidad, señores! Ustedes saben, que muchos niños de

este país y de América Latina toda, viven en precarias con-

diciones y su destino es servir de alimento a parásitos, aca-

bar en un correccional, mendigar como subempleados o caer

abatidos por la policía de gatillo fácil. Nuestra organiza-

ción les brindará hogares, y tal vez el glorioso destino de

servir a la ciencia para la investigación biológica o para lle-

var alegría y solaz a… bueno a ancianos solitarios de hábi-

tos poco conformistas, digamos.

Aqui, los presentes se estremecieron ante la opción de

ser carneados para trasplantes o servir de conejillos de in-

dias en algún laboratorio. Quizá en el menos peor de los

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casos, carne de placer de adultos amorales. Ante el silencio

imperante en la sala, don Ramónez prosiguió impertérrito:

—¡Dejad que los niños vengan a mí, porque de ellos será

el Reino...! Con la solemnidad de un predicador, prosiguió

ante sus alelados oyentes:

—Montaremos guarderías bien equipadas, con servicio

de sanitación y enfermería, lejos de la inquisición de la pren-

sa y los jueces que creen ser honestos, para seleccionar a

quienes puedan reunir las condiciones y requisitos para

adopción internacional. También Mr. Allen me autorizó a

formar un equipo para la obtención de documentos oficiales

como fuese, a fin de dar cariz legal a todas las operaciones

nuestras. ¿Han comprendido, señores? Necesito para ma-

ñana residencias a alquilar a fin de amoblarlas debidamen-

te. Luego veremos personal discreto para cuidar los niños

sin llamar la atención del vecindario.

Ronaldo Ramónez guardó breve silencio para medir el

impacto de su arenga a quienes congregara allí. Todos es-

taban expectantes cual idiotas frenta a la TV, y de hecho se

sentían un poco así. Deberían extremar la atención, si no

querían morir sin extremaunción.

Tras sus recomendaciones, el señor Ramónez invitó a

los presentes al snack, a fin de celebrar una nueva etapa de

sus actividades; aunque casi todos habían perdido el apeti-

to, ante las perspectivas de eventual fracaso, ya que la pren-

sa estaba prendida como garrapata a varios de ellos. El

Congreso Nacional no daba trazas de destrabar las adop-

ciones internacionales, pese a las soterradas presiones del

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embajador y su patrón, el U.S. Government.

Demás estaría acotar que los presentes prefirieron la

bebida a la comida, pero pocos se percataron que el cubano-

americano fingía beber para observarlos a todos, como un

entomólogo a su colección de mariposas. ¡Y vaya colección

de mariposas que poseía!

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Chester Swann

Acunando ilusiones.

La doctora Semidei, salió de la reunión bastante depri-

mida y sin saber exactamente cuál sería su papel en ese

elenco de malandrines, tan civilizados y expeditivos. Tal

vez podría intentar organizar las guarderías. O quizás con-

tratar el personal y administrar las casas de albergue, aun-

que recordó la advertencia del boss Ramónez. ¡Nada de des-

pertar la curiosidad del vecindario! Cualquier infidencia o

torpeza echaría a rodar la bola de nieve de la maledicencia

y tras ella, rodarían sus cabezas. El cubano no amenazaba

en vano y por lo que sabía de éste, es que su amabilidad no

era menor que su crueldad.

En cuanto a la jueza, tenía los días contados tras haber

sido destituida por el Jurado de Enjuiciamiento de Magis-

trados y puesta en capilla. Ella misma tampoco se sentía

segura en su precario puesto de archivera del palacio de

Justicia y en cualquier momento le darían de baja... o la

ascenderían a jueza del menor. Por lo menos las sospechas

sobre ella aún seguían en nebulosa y no habían confirmado

su participación en falsificación de documentos ni en nin-

guna otra operación similar. Y en el Paraguay era muy

fácil salir impoluto de cualquier sospecha... e incluso de

cualquier condena.

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La abogada Sonya Téllez contrató al profesional más

chicanero y astuto del foro para su defensa: el doctor César

Augusto Monticello, defensor de lo peorcito de la sociedad,

es decir, de quienes tenían poder económico e impunidad,

como para pagar sus servicios.

Por de pronto, si no ostentaba un record de ética, poseía

la mayor colección de jueces inhibidos en su haber. No es-

peraba ganar, pero sí alargar lo máximo posible el juicio

hasta que se diluyera o enfriase lo suficiente para seguir en

el negocio de exportación de carne humana. Citó al defen-

sor en su residencia a fin de trazar la estrategia de la de-

fensa a desarrollar ante el inminente pedido de condena

del fiscal de la acusación.

La pièce de resistance del fiscal era justamente una co-

lección de informaciones de prensa, testimonios de madres

solteras, denuncias por secuestro de niños, documentos apó-

crifos de adopción y una larga serie de ítems por el estilo,

amén de certificados truchos en blanco y otros documentos

públicos adulterados.

Monticello aceptó defenderla previo depósito en su cuen-

ta personal, cuyo número consignó, de doscientos mil dóla-

res, prometiendo acudir en dos días a una hora convenida.

Mientras, recomendó a la abogada munirse de la carpeta

de las acusaciones a fin de estudiarlas y ver la manera de

contraatacar a las evidencias, caratulándolas de “intrigas

políticas" en el mejor de los casos; o de pruebas

circunstanciales, en el peor.

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Sonya Téllez, tras conectarse con el doctor Monticello

tomó su vehículo y se dirigió raudamente a San Bernardino,

para desintoxicarse de la tensión nerviosa. Su amante te-

nía una suite en un complejo edilicio del cerro y su marido

Jorge Willer, estaba en Buenos Aires, probablemente en

buena compañía y no estorbaría. Su poderoso todoterreno

japonés devoraba kilómetros a buena velocidad y, tras en-

trar en Luque por la autopista, tomó el ramal Luque-Areguá

enfilando raudamente a Ypacaraí, donde desviaría a la ciu-

dad del lago. Veinte minutos más tarde, salía de Areguá a

casi cien por hora hacia Patiño, ensimismada en sus pensa-

mientos y tratando de relajarse eróticamente de sus pade-

cimientos, imaginando escabrosas posiciones amatorias con

su pareja clandestina, quien sabía complacerla, conocía sus

gustos y la hacía vibrar literalmente en sus brazos.

Tan relajada se sintió de pronto, que apenas recobró la

lucidez ante un camión u ómnibus que se le vino encima

encandilándola —tras un contramano indebido de parte del

conductor del transporte—, el cual literalmente hizo puré

al vehículo de la ex jueza del menor en una desierta curva

de la ruta. Dada la hora, el choque pasó desapercibido y sin

testigos y el camión siguió su viaje como si nada, dejando

los restos desparramados por la cuneta del camino donde

sería hallado horas después, al amanecer y sin señales del

responsable.

El misterioso accidente ocurrido a la ex magistrada des-

pertó suspicacias entre quienes conocían sus antecedentes...

y pánico entre sus colegas adopcionistas. Evidentemente

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había orden de quemar archivos entre los miembros de la

red y ninguno de los viejos implicados las tenía todas consi-

go. Para más inri, coincidió con el arribo de Ronny Ramónez

al Paraguay. El abogado Egidio Franco tenía la presión

alta, taquicardia acelerada y el sudor polar que lo transfi-

guraba, otorgándole un halo místico ajeno a él. Intuía que

podría ser el próximo, pese a la inusitada amabilidad con

que lo trataba don Ramónez, las veces que tenían sus en-

cuentros de trabajo.

Trataría de no bajar la guardia mas, no se animaba a

comunicar sus sospechas a nadie y menos aún a la policía.

Acarició las cachas de su pistola Walther P-38 que llevaba

bajo el saco, aunque en un caso dado de nada le serviría. El

factor sorpresa siempre es determinante a la hora de la ver-

dad suprema.

Siempre supo que podría ser víctima de su propia orga-

nización, pero algo lo tranquilizaba y alejaba de su mente

tal posibilidad, hasta que conoció personalmente a Eliah

Tannebaum. A partir de allí, perdió toda esperanza, como

rezaba el cartel que Dante imaginó en la puerta del infier-

no (Lasciate ogni speranza voi ch’entrate) y seguía viviendo

sobre el filo de la navaja. No lamentaba la desaparición de

Sonya Téllez, pero tampoco deseaba seguirla en su ignoto

rumbo al más allá.

Pese a todo, el operativo guardería se hallaba en su apo-

geo. No se escatimaron gastos en equipar coquetos chalés

con cunitas, mosquiteros y cuantas comodidades requirie-

sen los futuros ocupantes destinados al engorde. Cada casa

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podría albergar hasta diez bebés o niños de corta edad. Unas

nurses, residentes a tiempo completo y entrenadas, se ocu-

parían de todas las necesidades de los niños cubriendo to-

das las áreas: recreación, salud, higiene y alimentación. El

propio boss controlaba todo, no dejando detalle sin cubrir

ya que no confiaba demasiado en la pericia paraguaya, algo

habituada a las improvisaciones y parches, como quien eje-

cuta una pieza de jazz sin ser músico.

Ronaldo Ramónez no perdía tiempo y una de sus prime-

ras tareas fue conseguir un niño adoptivo para su jefe Eliah

Tannebaum, quien estaba ansioso por reponerse de la pér-

dida de Nehemiah, su único hijo varón, el cual debía suce-

derle en los negocios. Para tal menester dio las caracterís-

ticas genéticas del niño a adoptar: ante todo, de cabellos

trigueños rizados, de ser posible de madre blanca o linaje

latino o sefardí para seguir la tradición familiar de los

Tannebaum. Es decir: amar al dinero, por sobre todas las

cosas, y a sí mismo como a Dios.

No tardó en dar con una joven mujer de rasgos sugesti-

vamente sefarditas; cabellos castaños rizados, piel aceitu-

nada, generosos senos erguidos, caderas anchas y sonrisa

amplia y contagiosa. Era aún virgen, pero eso podía

remediarse. También podrían inseminarla, si don

Tannebaum disponía de materia prima y un generoso apor-

te en dólares, que venciese los remilgos de la joven. Se co-

municó con Eliah Tannebaum y le preguntó si deseaba un

hijo de su propia sangre y si disponía de una clínica que

pudiese extraerle semen para procrear in vitro a fin de elu-

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dir trámites inútiles de adopción. Nada mejor que un hijo

propio antes que uno ortopédico o postizo como rueda de

palo. Tannebaum al principio dudó pero aprobó la idea.

Sus 70 años no le impedirían, viagra mediante, inseminar

personalmente a la joven y, si ésta accediese, hasta podría

hacerlo en los Estados Unidos. ¿Estaría Hannah Judith

Martínez dispuesta a viajar por ciento cincuenta mil dóla-

res para tal fin? Ramónez dijo que trataría de convencerla.

Tres meses más tarde, la joven se hallaba en una man-

sión de Miami Beach, lista para el primer encuentro con

Eliah Tannebaum a quien no conocía. La oferta hizo el mi-

lagro y prometió concebir un hijo para el capo —sin trámi-

tes sacramentales ni civiles—, con la condición de que de-

positasen en su cuenta de ahorro de un banco asunceno,

doscientos mil dólares en varias cuentas de ahorro, que ella

cuidó de abrir en Asunción al cumplir sus dieciocho. A cam-

bio de esto, no sólo lo concebiría, sino que lo criaría con su

propia leche y cuidándolo hasta los dos años. El capo acep-

tó estas condiciones sin hesitar, ordenando girar el depósi-

to convenido, sin notificar a Ramónez.

La noche del encuentro, Tannebaum muy atildado y es-

pantosamente elegante como todos los mafiosos —de dudo-

so gusto estético—, acudió a la cita disponiéndose a una

noche de solaz amoroso con la desconocida paraguaya cu-

yos dieciocho y pico de años aguardaban por él.

Una cena frugal, de exóticos bocados regados con

champaña de viejas cosechas, seguida de la ingestión de la

pastilla milagrosa podrían producir el efecto deseado, salvo

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Chester Swann

que mediase alguna circunstancia imprevista. La joven

estaba dispuesta a todo, incluso a comer mariscos —que la

asqueaban, a causa de la mediterraneidad paraguaya—, y

de embriagarse con champaña que nunca había probado,

para ser carne de placer; aún tratándose de un otoñal pa-

triarca, a cambio del certificado de depósito, que ya estaba

oculto en el doble fondo de su cartera de mano. Pero el

efecto del fármaco milagroso, no fue el esperado y lo único

que se le paró al padrino, fue algo que muy pocos creían que

tuviese: el corazón, que el alcohol está contraindicado con

el viagra y también la hipertensión.

Demás está decir, que tras las averiguaciones del caso y

otros pequeños inconvenientes que tuvo que soportar,

Hannah Judith Martínez regresó al Paraguay en calidad

de deportada y aún virgen, aunque con un certificado de

depósito de doscientos mil dólares, transferidos desde el

Citibank en el forro de su cartera de mano, «por trabajos

efectuados en los Estados Unidos en dos años», los que de-

berían ser fehacientemente justificados, no sólo ante la

Superintendencia de Bancos, sino ante la recién creada se-

cretaría de prevención de lavado de dinero. Nadie lloró por

el capo Tannebaum, aunque sus funerales estuvieron muy

concurridos por sus clientes, familiares y toda la hez

gangsteril del Bajo Manhattan.

Era casi seguro que la desaparición del zar mafioso des-

ataría una guerra interna por la jefatura —hasta entonces

indisputada del viejo caudillo germanoamericano—, pero

Hannah Judith Martínez no entendía de negocios y prefirió

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regresar a su país, a invertir en algún banco de plaza y a la

vez en algún color oscuro de cuenta. O tal vez comprase

una casita a sus padres que aún ignoraban por qué dejó de

pronto sus estudios de Contables para viajar intempestiva-

mente a los Estados Unidos, apenas cumplida su mayoría

de edad.

Ronny Ramónez la acompañaba en su regreso, tras asis-

tir al sepelio de Tannebaum, pero no se enteró del depósito

que le obsequiara éste antes de su óbito.

Tuvieron que encargar un ataúd especial para disimu-

lar una tardía erección post mortem agravada por el rigor

mortis del cadáver del zar del Bajo Manhattan. Y ésta fue

tal, que hubo que forzar la tapa del ataúd para poder ce-

rrarlo definitivamente.

Hasta los funerales del capo Tannebaum en Nueva York,

el señor Ronaldo “Ronny” Ramónez estuvo ausente del país,

dejando al mando de las incipientes guarderías al abogado

Egidio Franco, el cual, pese a sus limitaciones intelectua-

les e iniciativa, supervisaba entonces los trabajos de

remodelación de las residencias-cuna. La mayoría de éstas

contaba con muy pocos vecinos quienes apenas se percata-

ron de cuanto ocurría en su interior. Por otra parte, las

murallas fueron elevadas y los linderos cegados en su tota-

lidad para evitar fisgones y otras pestes urbanoides.

Lo malo es que cuanto uno más hace para proteger cier-

tas intimidades, despierta el doble de suspicacias. Espe-

cialmente en ambientes aldeanos conservadores y tradicio-

nalistas, como es el caso del Paraguay. Poco a poco cayeron

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Chester Swann

por esos lugares buhoneros, vendedores de hierbas para

tereré, quinieleros y traficantes de panchos, chipas y hasta

amuletos para dolores de muelas.

Tal vez la miseria que iba en plan de conquistar el país,

apoyada por algunas potencias fenicias, contribuía a esta

proliferación de informalidad comercial seminómade.

Y esto, pese a que el sistema acosa cada vez más a los

vendedores llamados ambulantes (aunque se instalan fijos

en las veredas). Los acorralan prohibiéndoles, por ejemplo,

colocarse frente a ferias o acontecimientos públicos, dejan-

do en cambio que recalen en cualquier espacio limítrofe entre

lo público y lo particular. Pero eso es otra historia.

De lo que aquí se trata es que los vecinos fisgoneaban a

cuatro ojos, gestualizaban a cuatro manos y chismorreaban

a cuatro bocas, acerca de los misterios de esas casonas que

desentonaban en barrios periféricos, como testigo de Jehová

en motel transitorio. Una mansión campestre entre tugurios

es más sospechosa que colombiano en Miami. Más exótica

que china en la Amazonia.

Una semana más tarde, medio Asunción, tres cuartos

de San Lorenzo, un cuarto de Areguá y el tout Luque se

enteraron que se habilitarían casas-cuna o algo por el esti-

lo. Demás está decir que todos los contratos debieron ser

rescindidos. Es notable el poder comunicativo de los ven-

dedores informales en relación con un vecindario curioso.

Pero el boss Ramónez no quiso rendirse ante este pri-

mer fracaso. Prefirió comprar una casa quinta en Ca’acupé

donde no hubiese en las alturas otro vecindario, sino cerro

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

pelado por doquier salpicado con eucaliptos y pinos boreales.

En los States la lucha por el poder se definió a favor de

las familas Shappiro-Lanski por ocho muertos contra doce

por parte de éstos y los clanes rivales ítalojudeoamericanos.

Curiosamente, éstos de desentendieron momentánea-

mente del negocio en su patio trasero paraguayo. Esta co-

yuntura fue aprovechada por Ronny Ramónez para tomar

el mercado de carne humana para sí. —¡Total, ya llega el

destape a Paraguay...! —pensó el boss hocicándose de gus-

to—. ¡Dentro de muy poco, esto será una Bélgica medite-

rránea o una Dinamarca del subdesarrollo y ganaremos

miles exportando productos con valor agregado...!

Imaginaba vídeos, para intimidades inconfesables de

todo tipo, con protagonistas inocentes, cometidos a sevicia

por adultos adulterados; o quizás en snuff-movies o tal vez,

en adopciones de verdad, de haber interesados solventes.

Si Eliah Tannebaum hubiese adoptado un niño varón, otra

fuese la historia. Su orgullo machista lo perdió. Ramónez

decidió llamar a su corredor inmobiliario. Una quinta era

lo ideal para cria y engorde de carne humana sin fisgones

en derredor.

Tres meses más tarde y sin mucho ruído, el abogado

Franco tuvo lista la espaciosa quinta con parque, piscina,

antena parabólica satelital propia para comunicaciones,

Internet y estudio de filmación digital, para lo que hubiere

lugar. Poco tardaría el capo Ramónez en comprender que

ciertas actitudes no quedan impunes aunque la justicia sea

cómplice del hampa y lo ilegal. Cuando estaba a punto de

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105

Chester Swann

inaugurar su quinta-guardería de Ca’acupe, ocurrió

aquello.

Tras la derrota de los republicanos en los Estados

Unidos, el presidente electo, realizó algunos cambios en su

política exterior de inmediato. El Departamento de Estado

fue reestructurado —previa pasada de escoba— y varios di-

plomáticos de carrera delictual fueron puestos en capilla.

También los servicios secretos y el F.B.I. sufrieron algunas

podas de cabezas y finalmente le tocó a los representantes

en América Latina, entre ellos Paraguay. Esto significó tron-

char algunas raíces contumaces del infame tráfico de carne

humana, quedando ciertos mafiosos locales totalmente

desprotegidos por parte de los G-men de las embajadas y

consulados de los States. A Ramónez y algunos hampones

de más allá del Río Bravo se les hizo difícil documentar le-

galmente sus operaciones de adopción, y en el Departamento

de Estado perdieron interés en presionar a los gobiernos

para suspender la veda de adopciones.

La represión policial, en Europa y Asia, especialmente

en China roja, Viet Nam, Camboya y Thailandia, redujo el

flujo de cuerpos núbiles a los prostíbulos orientales, aun-

que a bordo de barcos clandestinos surtos en aguas inter-

nacionales, proseguían los lupanares para sex-cursionistas,

lejos de aguas territoriales y de toda ley.

Muchos niños fueron rescatados por esos días, aunque

no todos enteros. Bastantes sufrieron severos daños

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sicológicos y físicos durante su indeseado cautiverio. Final-

mente Ramónez hizo un viaje a Miami y no regresó. Lo

borraron los gorilas de la Cosa Nostra por razones que él

mismo ignoraba, pero de todos modos ya no le importarían

a posteriori. Razones de negocios, tal vez.

La abogada Semidei quedó más tranquila cuando se

enteró que Ramónez fue limpiado de la lista de evasores, en

su propio país de adopción. Por lo menos Fidel Castro res-

piraría tranquilo ante la desaparición de uno de sus enemi-

gos, pero los adopcionistas paraguayos quedaron más des-

orientados que ciego en tiroteo cruzado, más solos que se-

ñales de carretera en el desierto. Las cuentas bancarias

que manejaban en Asunción, estaban a cargo directo del

cubano y nadie poseía poder para disponer de fondos, pese

a que cada uno de ellos disponía de hartos ahorros en sus

cuentas privadas. Resolvieron reunirse para reatar el hilo

de los negocios. Por supuesto que en la quinta de Ca’acupé.

—Creo que no debemos preocuparnos por los proyectos

del finado Ramónez y elaborar nuestro propio plan de ac-

ción —comenzó Egidio Franco, algo más aplomado y desin-

hibido, desde que la espada de Damocles dejó de pender

sobre su cabeza por transferencia de usuario.

—Muy acertado, doctor —aprobó la abogada Marín no

sin suspicacia acentuada—. Creo que deberemos conformar-

nos con los matrimonios sin hijos, que llegan del primer

mundo, y dejarnos de joder con los fantásticos proyectos

pornosádicos de don Ramónez (aún después de muerto era

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Chester Swann

de respetar o temer). Ello nos podría crear problemas. Aquí

no tenemos aún mercado para esos... eeh... productos con

valor agregado, como decía el cubano. Tampoco tenemos

contactos en el exterior para tales productos.

—¡Pobres niños! ¡Las cosas que les hacían esos sinver-

güenzas! —exclamó Lola Semidei, contrita y con un dejo

hipócrita de compasión farisaica en la voz.

Telma Ruíz, navegó raudamente por los mares de la duda

y los ríos de la nostalgia, en zafarrancho de naufragio cons-

tante, durante su convalecencia, obligada por las circuns-

tancias del posparto. De pronto acudieron en malón a su

mente preguntas incontestadas que comenzaron a girar en

torno a su cabeza como invisibles satélites virtuales.

¿Qué aspecto tendría su indeseado hijo? ¿O fue niña?

¿Sería feúcho, o hermoso como esos bebés de anuncios de

pañal desechable? ¿Los bebés también son desechables?

¡Oh! ¿Por qué deseaba de pronto saberlo? ¿Acaso no fue re-

lativamente remunerada por ignorarlo todo? ¡Dioses de los

siete limbos! Un raro sentimiento de soledad, hasta hoy

anestesiado por las cervecitas sabatinas y sus actividades

de la semana, brotaba efervescente y tumultuoso de sus ya

desalojadas entrañas, como retándola a replantear sus ac-

tos recientes.

¿Acaso se sentía más mujer por ser libre de cargas…

pero no de cargos? ¿Era realmente dueña de sí, o habría

alguna entidad que la impelía a derivar como corcho en el

raudal? Telma sintió salobres gotas deslizarse sobre sus

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mejillas aún afibriladas por la convalecencia. No tenía idea

de sus orígenes. Ella, que nunca derramó lágrimas por na-

die, ni siquiera por sí misma en sus solitarias noches de

facultad y madrugadas laborales. Ella que desconocía la

tibieza de un cuerpo adherido a su piel, hasta que...

Telma se sintió desolada, como viuda de guerra civil o

perro malherido por el insensible tráfico automotor. Sabía

que era tarde para patalear por lo definitivamente perdido.

Solo el leve fluir de gotas dulzonas y acuosas, que brotaban

amotinadas e insumisas de sus pezones, aún pletóricos,

delataba su vacío emocional. Palpó sus pechos enhiestos e

intentó descargarlos con la presión de sus dedos para cor-

tar definitivamente con su reciente pasado de madre rene-

gada, pero la inflexible e implacable naturaleza pudo más

que ella, prolongando el flujo lactal, hasta bastante tiempo

después de su parto ignorado, como recordándole su defec-

ción vergonzante.

Telma sentía no poder resistir esa memoria que insistía

en acusarla y recusarla, en desmerecerla y enfrentarla con-

sigo misma. De pronto le pareció ver en su imaginación un

cuerpecito sin rostro ni sexo que se agitaba entre espasmos

como si llorase en silencio. Quiso gritar de pavor, pero se

contuvo al deducir que era su imaginación insobornable la

que torturaba su espíritu. ¿Cuánto duraría esto? ¿Podría

soportarlo sin enloquecer?

Tres días después, una de sus vecinas intentó abrir la

puerta de su cuarto al percibir cierta fetidez sospechosa y

la silenciosa respuesta a sus llamados. No dudó en convo-

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car a los otros inquilinos del conventillo y, tras derribar la

puerta, hallaron el yerto despojo de Telma Ruíz balanceán-

dose mansamente de uno de los tirantes de la techumbre,

apenas acunado por zumbonas moscas que iniciaban el fes-

tín entomológico y macabro. Sólo una larga esquela dirigi-

da "a quienes pueda interesar" delataba sus padecimientos

y denunciaba crudamente al monstruoso aparato devora-

dor de carne humana que la había conducido hasta esa su-

prema e irreversible decisión.

Poco después, Andy Calamaro del diario La Siesta

Asuncena se hizo presente y pudo fotocopiar la esquela an-

tes que cayese en el burocrático poder de la policía judicial.

En dicha esquela, Telma Ruíz desnudaba su alma y ponía

en evidencia a los mercaderes de niños que, amparados en

la impunidad forense y chicanerías legales, lucraba sin ru-

bor con inocentes criaturas y miserables madres, solteras o

no.

Calamaro sintió ganas de vomitar ante tanta perversi-

dad que convierte al ser humano en material desechable al

servicio de inconfesados intereses. Se preguntó en qué an-

darían los abogados, funcionarios del Palacio de Justicia y

jueces venales que estaban agrupados en la red.

Por de pronto, la ex jueza Sonya Téllez de Willer, se li-

bró del juicio del Jurado de Enjuiciamiento de Magistra-

dos, pero de seguro estaría afrontando otro donde sea que

haya ido, y ahí no habría abogados chicaneros, ni transadas

que la librasen de alguna pasantía ultrasepulcral punitoria.

De alguna manera debía pagar sus fechorías escamoteadas

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a la justicia terrenal. Por lo menos cientos de sentencias

fueron expeditivamente concedidas por esa pécora, sin que

luego se haya hecho seguimiento alguno de los bebés expor-

tados, por parte del Poder Judicial ni por parte de Relacio-

nes Exteriores.

Andy Calamaro tomó las fotos de rigor, interrogó a los

vecinos y luego se dirigió a la Cruz Roja, donde según una

oficiosa vecina habría parido recientemente su hijo, aun-

que regresara sin él y sin dar ninguna información o dato

cierto, callando cuanto sabía. Ni siquiera dijo si era varón o

hembra

En el nosocomio poca información obtuvo el periodista,

como si una conspiración de silencios reinara tácita entre

algunas enfermeras de la maternidad. De pronto, una de

ellas le acercó disimuladamente un papelito doblado en la

palma de su mano que Calamaro puso en su bolsillo con

similar furtividad.

Tras regresar a la redacción con la información, revisó

el papel y sólo halló un nombre: Delmira y un teléfono, amén

de una hora: 22:30 que sería probablemente la de localiza-

ción de ese nombre. Esa misma noche, desde su casa discó

y preguntó por Delmira a la mujer que lo atendió.

—Yo soy, señor Calamaro —dijo la voz al otro lado del

hilo telefónico.

—¿Podría venir esta noche a mi casa? No puedo decir

nada en mi trabajo, pues esa gente es capaz de todo. Conocí

a esa Telma Ruíz y conversé algo con ella. También conocía

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a la doctora Semidei que se llevó a la niña...pero mejor ven

ga por mi casa. La dirección es...

Calamaro tomó nota y tras agradecer a la mujer, se dis-

puso a dirigirse a la dirección indicada en el barrio Villa

Aurelia. Media hora más tarde, llegaba a una modesta ca-

sita donde moraba la enfermera de la Cruz Roja. Tras pul-

sar el llamador, le invitaron a entrar. Reconoció de inme-

diato a quien le había deslizado el papelito subrepticiamen-

te y tras saludarla, tomó asiento en un diván. La mujer fue

directo al grano, como si desease vomitar algo tóxico que

atormentaba sus entrañas.

—Hace años que estoy en ese hospital y sé casi todo lo

que allí ocurre, señor Calamaro. Con decirle que llevo ya

calculados unos veinte mita’i y bebitas que salieron de allí

sin sus madres, estando en mis turnos de guardia. Algunos

son transados durante el embarazo, y más de uno fue se-

cuestrado por manos anónimas en las horas de las ánimas

en pena. Bien de madrugada. La señora calló, como aguar-

dando alguna señal del periodista.

—Prosiga, señora —dijo Andy, atento como sabueso que

era.

—Casi siempre eran para adopción, pero había algunos

nenitos que... ¡Aichejára anga! ¡Pobres criaturitas, che dió!

(mi dios)

El periodista intuyó que se trataba de gente sin un áto-

mo de conciencia por lo visto. Ello sin contar los casos de

asesinatos violentos de menores de ambos sexos cometidos

por diversión, localmente, por supuestos sicópatas, que fi-

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nalmente no son sino fruta podrida de la que podemos y

debemos prescindir. Sea quien fuere el autor y su castigo o

no, no devuelve a un niño la vida ni el candor. Tampoco ello

consuela a los padres, quienes en realidad sufren más. ¿Será

que el homo urbanoide tiene instintos suicidas?

—¿Puede decirme cómo diferencia los de adopción y los

otros...?

—¡Ah! señor! Conocemos a los que llevan hijos guachos,

porque cada tanto, bueno, una vez al año al menos envían

alguna postal de su valle. Generalmente lo hacen en víspe-

ras de navidad. Y además, suelen ser puntuales, como bue-

nos gringos. El periodista sintió un estremecimiento bajo

su piel, como ratones corriendo bajo una alfombra. Enton-

ces, lo de los comeniños no eran simples chimentos de co-

madres ociosas o truculencias propias de los mitos urbanos

de nuevo cuño, sino realidades crudas como la vida misma

y como la muerte prematura; o como las guerras.

Tras escuchar cuanto la mujer sabía de primera mano,

el periodista agradeció su amabilidad y su sinceridad y

despidióse prometiendo tenerla al tanto de lo que descu-

briese, sobre todo para tranquilizar la conciencia aún la-

tente de la buena señora, quien no quería cargar sobre sí

ese bagaje de infamias herodíacas.

Poco tardó Andy Calamaro en enterarse de la existencia

de la misteriosa casa-quinta de la Cordillera y de la des-

aparición forzada del cubano-americano Ronny Ramónez.

Su amigo Joseph Wilver lo mantenía informado de cuanto

sucedía en La Pequeña Habana de Miami, y supo de la lu-

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cha intestina entre los mafiosos norteamericanos, donde se

impusieran los clanes Shappiro-Lanski por sobre las ban-

das rivales de sicilianos y napolitanos que se replegaron

hacia el oeste.

Dedujo con su analítica mente criminológica que los pa-

raguayos se las arreglarían bastante bien sin la tutela, al

menos transitoria, del hampa internacional. Conocía bien

a los adopcionistas, otrora liderados por la finada ex jueza

del menor y supuso que cambiarían de orientación en cuan-

to a los casos de adopción a fin de no levantar la perdiz y

llamar sobre sí la atención de la opinión pública, bastante

soliviantada tras los últimos sucesos traumatizantes, entre

ellos el secuestro, violación y asesinato de una niñita de

corta edad, hija de un funcionario público.

Estos hechos aberrantes eran moneda corriente en so-

ciedades donde impera la desigualdad y la marginación. En

los juegos de poder, siempre pierden los más débiles e inde-

fensos, y, por lo general, los marginales no pueden agredir a

los poderosos, ejerciendo su irracional violencia contra ni-

ños. Y perversamente eligen a los más pequeños para sus

macabros propósitos.

Pareciera que en este valle de lágrimas, la seguridad

ciudadana era mera ilusión; la justicia, apenas un juego

donde al final campearía el sálvese quien pueda. Hasta los

Evangelios son letra muerta en tales circunstancias.

Calamaro solicitó al director de su diario autorización y

fondos para investigar a la misteriosa red de adopcionistas

que confabulaban contra la ética, la razón humanitaria y el

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undécimo mandamiento: No devorarás a tu prójimo. El li-

cenciado, tras escuchar a su periodista estrella, accedió, pero

recomendándole no saltarse por encima de la ley, salvo ca-

sos extremos. El prestigio del diario estaba en juego y no

había que arriesgarlo en juegos de niños. Por de pronto, se

equipó con cámaras electrónicas, visores infrarrojos, micró-

fonos ultrasensibles y la colaboración de un amigo de la

empresa telefónica estatal, experto en pinchazos e inter-

ceptación de llamadas. Nada sería dejado al azar o al dudo-

so arbitrio del destino, o en el peor de los casos, librado a la

providencia divina, la cual muy poco hacía últimamente a

favor de los niños, salvo aumentar la explosión demográfi-

ca de angelitos en el limbo de los justos, tras corta y doloro-

sa pasantía carnal.

Una vez repasados sus datos en su ordenador personal,

Andy Calamaro alquiló una avioneta deportiva, para inten-

tar localizar la casa quinta desde el aire. Luego vería cómo

penetrar en ella con sus aparatos y de ser posible con su

cuerpo. Un instructor de vuelo de ultraligeros disponía de

aviones livianos de dos plazas, lo ideal para sobrevolar a

muy baja altura y con la lentitud requerida para observa-

ción aérea a vuelo de pájaro. Tras llegar a un acuerdo, Andy

hizo los cálculos para evitar pérdidas de tiempo, deducien-

do que dicha quinta se hallaría en las cercanía de un anfi-

teatro —tan monumental como inútil y costoso—, que se

había construido entre los cerros que circundaban a la ciu-

dad de Ca’acupe, la Meca del neopaganismo nacional, tan

afecto a lo mágico y fetichista, que no tanto a lo espiritual.

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Chester Swann

Días después, con cielo despejado salvo algunos nimbos,

y vientos favorables, el pequeño ultraligero despegaba de

la base militar de Ñu Guazú, dirigiéndose hacia el este.

Disponían de más de una hora de autonomía y podría inclu-

so filmar desde el aire con una microcámara de vídeo cuan-

to le interesase. El ultraligero no disponía de carlinga y

prácticamente estaban sentados sobre un tubo de acero que

hacía de ‘piso’ de la nave. La velocidad era apenas de 65

kilómetros por hora contra viento. El espectáculo de la cuen-

ca del lago era alucinante y la vista envidiable, a menos de

trescientos metros de altura.

Tras poco más de diez minutos de vuelo, le pareció ver lo

que buscaba. Bordearon la ruta asfaltada a la ciudad

cordillerana y, tras dar unas vueltas sobre el imponente

aunque ruinoso anfiteatro "José Asunción Flores", hicieron

varias pasadas sobre la casa quinta, que, como suponía

Calamaro, disponía de fortificados muros, altas rejas alre-

dedor de la casa y amplio parque arbolado con piscina,

quincho y viviendas anexas para personal. Calculó por lo

bajo, una inversión de dos y medio millones de dólares.

—El precio de dos docenas de niños puestos en punto de des-

tino —penso el hombre de prensa.

Dieron varias vueltas por encima, tomando fotos con

teleobjetivo y algunas tomas de vídeo digital para analizar

luego su información. Varios automóviles estaban

parqueados en su amplio patio interior, enripiado como los

caminos que conducían al mismo. Fotografió además los

posibles puntos de interceptación de llamadas telefónicas,

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pues la línea era bastante visible. Supuso por otra parte,

que la quinta debía disponer de electrogenerador de emer-

gencia, en caso de posibles y muy probables cortes de ener-

gía.

Una empresa de vigilancia privada controlaba los acce-

sos y los alrededores de la amplia casona con corredores

periféricos, aunque de una sola planta. Incluso creyó sentir

que, desde abajo, seguían las evoluciones del pájaro motori-

zado que circunvolaba la zona de seguridad de la quinta.

Por lo bajo tendría ésta unas cinco hectáreas de superficie,

aunque la casa estaba situada en una altura protegida. Es

que en la emoción de la exploración, debieron pasar a muy

baja altura en algunos casos, divisándose casi los rostros de

los guardias y hasta el color de sus ojos, y a éstos no debió

pasar desapercibido el interés de los aeronautas por la quin-

ta.

Tras varias vueltas, Calamaro avisó al piloto que

sobrevolasen otros sitios aledaños para desviar la atención

de los ocupantes de la quinta hacia la pequeña aeronave.

No debía espantar la caza antes de tiempo. El aludido en-

tendió el mensaje por el intercom y puso proa hacia el anfi-

teatro, el cual sobrevolaron unos diez minutos antes de di-

rigirse nuevamente hacia Areguá y luego a Luque, donde

finalmente aterrizaron en la empastada pista militar de

donde partieran.

Dos horas más tarde, Calamaro se reunía con el jefazo

en su despacho del diario, donde analizaron las fotos y el

vídeo tomados durante su excursión aérea. El director del

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vespertino llamó a uno de sus asesores jurídicos, a fin de

trazar un plan para obtener pruebas que condujesen a los

responsables de los secuestros de infantes a la cárcel, o por

lo menos a despojarlos de su matrícula leguleya.

Los nuevos vientos que soplaban en el Poder Judicial,

presagiaban que por lo menos algún remedo de justicia ha-

bría, pero sabiendo que de los nueve ministros de la corte,

por lo menos cinco eran iniciados, daba para creer que, de

haber hermanos vinculados a la corrupción, hesitasen en

condenarlos, suponiendo que fueran juzgados.

Si bien hay bastantes masones que soslayan sus propios

principios, los otros, los honestos a veces dudan de sancio-

narlos para evitar escisiones en la Orden. De todos modos,

lo intentarían. ¡Los niños primero!

Calamaro se apostó en las cercanías del acceso por ca-

rretera a la quinta con un teleobjetivo que permitía foto-

grafiar a todos los vehículos que ingresaran a la misma para,

posteriormente, identificar a sus propietarios. Las venta-

nillas, generalmente polarizadas, impedían divisar su inte-

rior estando cerrados los vidrios, por lo que eran necesarias

otras formas de saber su contenido.

Contabilizó unos veintidós vehículos de distintos tipos y

marcas en sólo una semana de vigilancia. Ya vería luego

quiénes eran sus propietarios. En tanto, el técnico de Antelco

con una orden judicial, interceptaba y grababa las llama-

das que entraban y salían a fin de saber qué tramaban.

Varios de los automóviles llegaban al lugar con harta fre-

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cuencia, por lo que dedujo que eran de los abogados o socios

del aún boyante negocio.

Por todas sus observaciones, el periodista y sus colabo-

radores se enteraron que los adopcionistas tenían diez ni-

ños de ambos sexos, edades diversas y estaban haciendo

contactos internacionales con agencias de adopción vía

Internet a fin de concretar pingües negocios con los intere-

sados; generalmente parejas otoñales sin hijos o con hijos

ya casados. Pero también hubo una solicitud de una pareja

de lesbianas, ambas sin posibilidades de engendrar por pro-

blemas orgánicos y otra de un bisex alemán, soltero, de ten-

dencias pedófilas, que deseaba adoptar un niño de más de

seis años para su compañia. Tras los pinchazos, Calamaro

pudo ubicar las direcciones electrónicas de los clientes po-

tenciales, las páginas web de los pederastas europeos y

americanos, así como los correos electrónicos de todos los

miembros de la red de traficantes de carne humana. Tras

esto, sólo restaba alertar a las instituciones internaciona-

les sobre lo que era un secreto a gritos. En cuanto a denun-

ciar a la policía la existencia de la guardería, debería aseso-

rarse antes, por si los abogados disponían de permiso judi-

cial, antes de allanar la quinta y la procedencia de los ni-

ños. Alguien debería introducirse en la quinta o proseguir

la interceptación de sus comunicaciones.

No le llevó mucho tiempo saberlo todo, o casi todo, sobre

la identidad de los niños y su fuente de origen. Por lo menos

la mitad habían sido cedidos por sus madres o familias a

cambio de entre mil a dos mil dólares. Los otros fueron

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extraídos sospechosamente de nosocomios públicos para

indigentes, con o sin consentimiento de sus madres.

Calamaro chequeó las denuncias publicadas en la prensa

nacional y pudo tener una visión de conjunto acerca del ori-

gen de la mercancía humana. Era un trabajo de hormigas

y empresa de romanos, pero estaba dando sus frutos. Áci-

dos, pero frutos al fin. Sólo faltaban los informes de Interpol

de los distintos países que figuraban entre los mayores

adoptantes de niños latinoamericanos.

El acertijo iba tomando forma y fondo. ¿Qué habría más

al fondo? Era necesario tener confidentes dentro de la poli-

cía, pues Interpol no envía información fuera de sus cana-

les habituales, de sabueso a sabueso.

Calamaro decidió iniciar la ofensiva valiéndose de sus

muchos amigos en el exterior, quienes podrían enviarle va-

liosos datos sobre los negocios relacionados con lo que aquí

se trataba. Es decir: los mitãreraha’ha. Los «hombres de la

bolsa» o «chupasangres» como decían nuestros abuelos que

se llevaban a los niños traviesos o cabezudos; o los tíos del

saco, como dicen los castizos peninsulares. Pero éstos, se

llevan a niños inocentes y puros para convertirlos en mons-

truosas aberraciones físicas y espirituales, destruyendo para

siempre, lo que podrían haber sido sin su maléfica inter-

vención.

El periodista no era muy dado a la profundidad reflexi-

va de corte o cariz filosófico. Más bien era hombre de acción

y lacónica verba. Pero las circunstancias de los casos de

niños vendidos al mejor o peor postor según se mire, lo trans-

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formaban poco a poco, dejándole un dejo amargo de decep-

ción y desprecio a las bestias, de apariencia humana, que

habitan nuestro entorno e incluso en nuestro interior cual

clandestinos monstruos de los instintos inferiores.

Tras recobrar parte de la calma perdida, Calamaro re-

solvió recluirse en su casa e intentar tomar contactos con

sus corresponsales vía Internet. Durante tres días de un

fin de semana, navegó a través del mundo sin salir de su

cubil de lobo solitario, entre los agitados mares de perver-

sión sadomasoquista y océanos de mierda espiritual porno-

gráfica.

Incluso, hasta lanzó algunos anzuelos para pescar por

su cuenta, entre la hez de los corruptores que pululan en la

world wide web ofertando angelical y tierna mercancía a

sus enfermizos parroquianos. Como calculara, le llegaron

inmediatamente ofertas y pedidos de niños de extracción

mestiza (latin type) para diversión de los depravados. Nada

escaparía a su inquisitoria labor de intentar acabar con el

infame tráfico o por lo menos ponerle cáscaras de banana

por ahí.

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Chester Swann

¡Alerta Roja!

Los adopcionistas, estaban preocupados por los informes

de los guardias, acerca de un misterioso avión, que

sobrevolara la quinta durante más de media hora, y en va-

rias pasadas lo hizo a muy baja altura, como intentando

conocer cuanto se efectuaba en ella. Todos se preguntaban

quién podría haber sido. Y seguirían en las conjeturas a

perpetuidad, de no ser por que el abogado Egidio Franco

recordó al periodista que desguazara la organización, tor-

nillo por tornillo, o mejor expresado: clavo por clavo, con

sus candentes acusaciones y testimonios en cierto vesperti-

no asunceno, cuya alborotadora prédica echara al traste con

Mr. Allen y siguiera pegado a los talones de don Ramónez

hasta su último viaje, donde sus colegas lo borraran del

mapa, aunque muy a pesar suyo.

Franco revisó entre los diarios viejos acumulados en su

despacho todo lo referente a los casos publicados donde

cierto periodista de cuyo nombre no quería acordarse lan-

zara una ácida campaña contra la jueza Téllez y Mr. Allen.

¡Andy Calamaro! ¡Ya lo tenía! ¡No podía ser otro que

Calamaro! El único loco capaz de irse hasta Tel Aviv a de-

safiar al capo, Eliah Tannebaum, birlándole carne fresca

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CARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANACARNE HUMANA

del quirófano, haciéndolo detener a él por varias semanas

en Israel y echando la policía judía encima del prestigioso

doctor Mordechai Levi, el cual debió responder a las

innúmeras acusaciones de trasplantes ilegales efectuados

en el hospital Bethesda, a espaldas del Ministerio de Salud

israelí. ¡Ese imbécil metiche de Calamaro! No podía ser otro.

Franco tomó su celular y llamó a sus asociados

frenéticamente.

—¡Alerta roja! —exclamó con voz ahogada el abogado—

. Es muy probable que ese fisgón haya descubierto la guar-

dería e incluso todos nuestros contactos. ¡Debemos neutra-

lizarlo inmediatamente, antes que eche al tacho de basura

nuestros negocios!

Los socios sintieron al cielo desplomarse sobre sus cabe-

zas. Para colmo de males, los compinches habían sido noti-

ficados, que el jefe del supremo consiglio de la Cosa Nostra,

ya tenía designado un reemplazante de Ronny Ramónez en

Asunción y quería el treinta y cinco por ciento del producto

bruto de todo el paquete inmediatamente.

Los que, hasta hacía muy poco, se sentían dueños abso-

lutos del negocio de las adopciones, veían peligrar su posi-

ción al caer nuevamente bajo la égida de la temible organi-

zación. Hasta hace poco, estaba manejada por hampones

italianos, actualmente se hallaba bajo la jefatura del clan

Shappiro-Lanski. Si bien estaban emparentados con la Cosa

Nostra, tenía más afinidad con los sionistas de la pesada,

herederos de «Asesinato S.A.», empresa de limpieza de ar-

chivos, creada por Dutch Schultz (Arthur Flegenheimer),

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Chester Swann

Louis Lepke Buchalter, Abraham Kid Reles, y Jacob Gurrah

Shapiro, entre otros pandilleros de origen judío ruso.

Egidio Franco memoró los orígenes de los clanes mafiosos

en los Estados Unidos. En los finales del siglo diecinueve,

los inmigrantes europeos tuvieron sus fuerzas de choque de

autodefensa. Los italianos, los irlandeses y los judíos, al

decir de Paul Johnson en «Tiempos Modernos». De hecho,

la primera organización fue liderada a principios del siglo

XX, por Jacob «Gurrah» Shappiro, Louis Lepke Buchalter,

Bugsy Siegel, Ducht Schultz y otros pandilleros que dispu-

taron el territorio con los clanes mafiosos italianos e irlan-

deses de los Genovese, los Moran y los anarquistas Molly

Maguires. De tanto en tanto, llegaban a treguas y acuer-

dos, pero desde los finales de la Ley Seca y el ingreso al

negocio de las drogas, recrudeció la lucha por el poder.

El ultimo hampón, Eliah Tannebaum era de origen ju-

dío, como el ruso Meyer Lanski (Sucholjanskij) y tomaron

el control total de la organización en la costa atlántica, aun-

que competían con los cubanos de Miami y las nuevas mafias

colombiana, rusa, jamaicana y chechenia que ya estaban

penetrando en los Estados Unidos orientales. Los tongs y

las tríadas chinas dominaban California y parte de la costa

occidental; pese al FBI, más preocupado por los colores po-

líticos e ideologías de los chinos, que por sus crímenes y

extorsiones. Ahora, en el Paraguay, tras el auge de las ciu-

dades-emporios de la frontera, se introdujeron mafias chi-

nas, árabes, búlgaras, rusas y albanesas, amén de las mafias

policiaco-militares que se disputaban el control del contra-

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bando, el abigeato y compraventa de autos robados dentro

y fuera del país. Estaban algunos en la creencia de que un

país da para todo y para todos; sin detenerse a pensar que

el casi ochenta por ciento de los negocios internos rondan

en la ilegalidad más informal. Y cualquier cosa que dé divi-

dendos, es manejable por el hampa. El crimen organizado

no se ocupa de fruslerías tales como asaltos bancarios (por

lo menos no asaltan los bancos desde afuera, sino desde las

administraciones); sí de importaciones subfacturadas, obras

públicas sobrefacturadas, con licitaciones amañadas, con-

trol del contrabando a dos vías y sobornos de grueso calibre

para negociar influencias políticas.

No hay rateros ni ladrones de gallineros entre los ver-

daderos criminales, aunque el peso pesado de la ley cae so-

bre los primeros. Los verdaderos criminales no pierden el

tiempo con moneditas y bagatelas, sino que manejan la

macroeconomía de un país, amparados en sociedades

crípticas crepusculares, que aglutinan a empresarios, poli-

cías, militares, jueces y hampones, en un cambalache

discepoliano. Claro que con el correspondiente disfraz de

legalidad. En suma, la verdadera actividad del crimen or-

ganizado, es la evasión impositiva. Lo demás, es obra de

aficionados. A lo sumo éstos últimos, sirven a los crimina-

les de corbata y maletín satelital como «soldados» «torpe-

dos» o «jagunços» como dicen en Brasil a los matones de

alquiler.

Esa noche, Franco y sus colaboradores se enteraron que

el señor Ricardo Orejuela, mafioso colombiano, vendría a

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Chester Swann

dirigir y administrar la fuente de producción y exportación

de carne humana, al margen de cocaína y negocios anexos

ajenos a la red. No hubo manera de rebelarse contra esto

porque ante todo, no eran de armas tomar y no disponían

de fuerza suficiente, ni eran expeditivos como solía acos-

tumbrar la Cosa Nostra. Los paraguayos de Asunción por

lo menos, no solían recurrir al asesinato, salvo contados

casos en que, por lo general recurrían a sicarios a precio fijo

alquilados en la frontera. En este caso, decidieron quemar

a Andy Calamaro, para sacárselo de encima, aunque no sa-

bían bien cómo lo harían. Recordó a Santiago Leguizamón,

el periodista, fusilado aparentemente por los hombres de

Fadh Jamil, y decidió optar por comprometerlo en algo su-

cio y que lo desacreditase ante la opinión pública. Matarlo

podría ser contraproducente. No hay periodista más peli-

groso que un mártir de la verdad y su sangre podría salpi-

carlos de manera vil. Además, no había tierra de nadie para

huir. Tal vez podrían darle un susto, o quizás un jugoso

soborno en dólares para que aparte su nariz del asunto.

Todos los presentes opinaron.

Algunos pedían directamente la cabeza de Calamaro; una

propuso que se le siembre un paquete de droga en su auto y

se lo denunciase a la Dinar o a la Senad; otro simplemente

propuso que se lo ignore y se tomen más precauciones para

evitar gaffes.

Evidentemente, el único que propuso eliminar al perio-

dista fue finalmente el abogado Egidio Franco. Tal vez por

tener en sus venas sangre pedrojuanina. Lo de la "siem-

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bra" tuvo más votos. Un periodista narcotraficante pierde

credibilidad y la opinión pública paraguaya, aparte de ser

voluble, es amnésica y pronto olvida los peores crímenes.

Incluso los cometidos por los tiranos contra ella misma.

Luego de resolver este dilema, los presentes se concentra-

ron sobre cómo impedir que la Cosa Nostra y sus aliados

tomasen cuenta de su negocio. Y ésta sería la deliberación

más conflictiva, pues algunos preferían el tutelaje extran-

jero por las conexiones internacionales que manejaban los

foráneos; otros en cambio, eran más nacionalistas y prefe-

rían equivocarse en familia, sin correr riesgos de perder la

cabeza por un error. Recordaron a Diego Martínez y sus

matadores y a Sonya Téllez, sospechosamente pasada a re-

tiro del mundo de los vivos.

Nadie se tragó lo del accidente y sabían que los hampo-

nes no admitían fracasos, salvo que los cometiesen ellos

mismos, aunque Ronny Ramónez recibió lo suyo de parte

de sus jefes por permitir la pérdida de dinero en varios e

inútiles contratos de mansiones para guardería, abortados

por exceso de precauciones. Ahora, el periodista represen-

taba un escollo a salvar y era probable que éste estuviese al

tanto de casi todo cuanto planeaban.

Tras las deliberaciones, cenaron sin mucha cháchara y

se despidieron. Al salir de la mansión los adopcionistas, el

abogado Franco se sentó ante el ordenador y luego de co-

nectarse al navegador, comenzó a hurgar en las páginas web

de la trama mundial. De pronto, apareció el e-mail de Andy

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Chester Swann

Calamaro en uno de los mensajes de su correo electrónico y

un escueto mensaje:

«Doctor Franco: la Interpol está tras los pasos de su or-

ganización. La Cosa Nostra lo tiene en su lista negra a us-

ted y sus diligentes colaboradoras. ¿Por qué no se entregan

bajo la protección del Poder Judicial y desmantelan su red?

Yo me ocuparé de Ricardo Orejuela antes que cause más daño

al país.

Tiene hasta mañana para decidirse. Incluso podría do-

nar esta mansión cordillerana a alguna organización de

caridad, y le prometo que la ley será generosa con ustedes.

Caso contrario, dejaré que los ejecute la Cosa Nostra. ¿Uste-

des no saben con quiénes se asocian, o ignoran de lo qué son

capaces? Atentamente:

Andy Calamaro.»

Egidio Franco, quedó poco menos que congelado de la

sorpresa, pues no esperaba este desenlace ni que el maldito

periodista estuviese al tanto de cuanto ocurría. Por otra

parte, la posibilidad de ser enfriado por los pandilleros

americanos lo sacaba de quicio. Estaba seguro que el pro-

pio Tannebaum lo había marcado para morir por el fracaso

del operativo de trasplante de Tel Aviv. Tener gente extra-

ña y despiadada encima de uno, marcándole pautas en la

propia casa no era bocado fácil de tragar para Egidio Fran-

co.

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Ya ni recordaba de cuándo llegó Mr. Allen con sus

innúmeros alias al Paraguay a entrometerse con las adop-

ciones, y encima, con la venia de altos personeros del go-

bierno americano. Algo no andaba bien. Volvió a llamar a

sus adláteres que no debían estar muy lejos de allí. Esta

vez, en alerta roja uno.

Media hora más tarde los compinches regresaban a la

quinta. Algunos ya con profundos bostezos no disimulados

y taquicardia en ascenso. Por temor a los interceptores po-

sibles, Franco obvió los motivos de la urgente convocatoria,

pero una vez reunidos, les mostró el mensaje dejado por

Andy Calamaro en su e-mail. Los presentes quedaron tan

angustiados como él y a punto de las lágrimas de histeria.

¿Cómo habría el muy hijo de puta averiguado sus direccio-

nes electrónicas? ¿Cómo se enteraría de la inminente llega-

da del hampón colombiano? ¿Cómo sabría todos los detalles

de sus negocios? Era para volverse loco. Un negocio de

millones de dólares se volatilizaría como pompa de jabón y

sin indemnización posible. La idea de autodenunciarse para

salvar el pellejo era absurda, pero, mirándolo bien, estaban

acorralados, entre la ley paraguaya y el hampa internacio-

nal. Las opciones eran prácticamente nulas en absoluto.

La intervención del virrey de la Cosa Nostra podría ser neu-

tralizada de mediar una policía y un poder judicial inco-

rruptible, pero esto es mucho pedir en un país dominado

por la venalidad durante siglos, desde la conquista.

Para colmo, Ricardo Orejuela estaría al llegar en cual-

quier momento... si es que no habría llegado ya. La fama

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del colombiano aún no era del dominio público paraguayo,

pero en Miami era más temido que el padrino Meyer Lanski

y más odiado que Fidel Castro. Sus antecedentes en tanto,

eran inmaculados para la policía de Miami y el propio F.B.I.

por no haber dado nunca un paso en falso. Tampoco solía

dejar huellas visibles y por lo general, quemaba sus archi-

vos tras cada negocio. La sola posibilidad de tenerlo enci-

ma en Asunción los ponía en situación de pánico con harto

derroche de adrenalina. Por lo menos Franco y Dolores

Semidei estaban al tanto de con quién se las verían. Deci-

dieron, tras votar en cuarto oscuro, no entregarse y tratar

de alquilar un pistolero brasileño para eliminar al molesto

moscón de Andy Calamaro. Pero deberían asegurarse de

que sea un trabajo limpio, no fuera a ser que los embarre

más de lo que ya estaban en ese momento. No hay que

olvidar que la mayoría de los jagunços son bastante torpes

y de muy pocas luces, y por lo general más brutos que una

mula. Ya verían cómo desembarazarse de la mafia extran-

jera y asociarse con algún militar de alto rango y mediana

inteligencia, que les garantizase seguridad e impunidad.

Si se tratase de buscar socio, era preferible que jugaran de

locales y no de visitantes.

Por fin, la reunión se disolvió, aunque ninguno estaba

seguro finalmente de haber tomado las decisiones correctas

para la urgencia y la emergencia que surgía de pronto en la

red. Todos estaban bostezando y con déficit de sueño, pues

eran cercanas las tres de la madrugada y les esperaba un

largo trecho hasta sus domicilios en Asunción.

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Lo que no sabía ninguno de ellos, es que el padrino esta-

ba en el país y que por lo menos uno de los presentes, no

llegaría esa madrugada a casa.

La preocupación de los confabulados iba subiendo de

tono, pero tras dar por seguro que el hampón colombiano

no estaría aún en el país, decidieron llevar el caso hasta sus

almohadas, pues que apenas podían reprimir sus bostezos

y su tensión nerviosa —harto justificada por cierto—, de-

seando fervientemente descansar sus huesos. O por lo me-

nos intentarlo, dadas las circunstancias.

Ricardo Orejuela se lavó las manos en la pila del baño

de la mansión que fuera de Ronny Ramónez. Estaba segu-

ro que Buzz Di Natale, su fiel asistente siciliano, cumpliría

eficazmente la misión para la que lo trajo al Paraguay.

Necesitaba ablandar a los posibles remisos de la red, y no

halló mejor manera que eliminar selectivamente a uno de

ellos antes del inicio de sus operaciones en el país anfitrión.

De todos modos, tres de ellos habían sido marcados por el

ex capo Eliah Tannebaum antes de morir por disfunción

coronaria y erección postmatura. Otro de sus objetivos era

la localización de Hannah Judith Martínez. Doscientos mil

pavos debían ser restituidos a la caja de la organización,

descontando, por supuesto, su comisión por el trabajo. Cal-

culó que Buzz Di Natale ya estaría apostado en el lugar

convenido, desde donde elegiría como blanco al último en

salir de la finca de Ca’acupe. Se sirvió un trago de Bourbon

y tomó su teléfono portátil celular, tecleando el número de

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su torpedo.

—Aquí RO. ¿Todo bien Buzz? —exclamó al escuchar la

respuesta a su llamada.

—¡OK boss. Están al volar los patos. ¿El último será el

primero? —respondió la voz con acento ítaloamericano.

—Sí. Apunta bien, pues debes acertar al primer intento.

¡Corto! —dijo el colombiano antes de cerrar la comunica-

ción. Tras otro trago, se dirigió a su dormitorio. Un día

duro y largo lo esperaba.

El último vehículo en salir de la quinta de Ca’acupe esa

madrugada, fue justamente el de la abogada Marín, que

fungía como secretaria de la red y contacto con las madres

adoptantes en los hoteles de Asunción. Nadie oyó el silen-

cioso disparo que penetró por la ventanilla delantera del

auto y dio en su sien izquierda. Segundos tarde, el automó-

vil descontrolado se estrellaba contra un robusto árbol al

margen de la carretera enripiada.

Quienes iban delante ni siquiera se percataron de cuan-

to ocurría a sus espaldas. Recién entrada la mañana uno

de los guardias descubrió el coche incrustado con su macabra

carga bañada en sangre. Por supuesto que la policía tenía

demasiadas preguntas que nadie supo responder. En pri-

mer lugar, no hubo testigos. En segundo lugar, quienes sa-

lieron antes, no oyeron disparos ni vieron nada sospechoso.

En tercer lugar, la policía consiguió una orden judicial para

ingresar a la misteriosa finca campestre con el objeto de

buscar indicios, por lo que el abogado Franco, quien perma-

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neció allí esa noche y parte del día, no tuvo tiempo de eva-

cuar los menores alojados en ella.

El abogado se las vio negras al enterarse del asesinato

de su mano izquierda y la intervención policial a la quinta.

Horas más tarde, el abogado guardaba arresto, junto con

sus colaboradores más cercanos en la comandancia de la

Policía Nacional, mientras los niños quedaban a cargo del

Poder Judicial. En tanto, el colombiano Ricardo Orejuela

ni imaginaba la inesperada (por él mismo incluso) dèbácle

que produjo su orden de amedrentamiento y que iniciaría a

rodar una serie de acontecimientos decisivos para la orga-

nización. Esa misma tarde, el abogado Franco lo confesa-

ría todo a la policía y echaría encima de Orejuela y la Cosa

Nostra a los sabuesos nacionales e internacionales para

detener la marcha de la infernal maquinaria.

Andy Calamaro se apersonó en la comandancia de la

Policía Nacional y, tras solicitar audiencia al jefe de la sec-

ción Judiciales, le mostró los documentos obtenidos vía

Internet acerca del caso, informándole de paso sobre sus

propias investigaciones. El comisario Estévez le reprochó

el hecho de actuar por su cuenta y de no confiar en la poli-

cía paraguaya para dilucidar el caso, a lo que el periodista

respondió:

—No olvide que es difícil confiar en una institución que

por años sirvió de aparato represor, olvidando su verdadero

rol de brazo de la justicia. ¿Acaso no es muy reciente el

caso de sus subalternos que asaltaron a ciudadanos y ex-

tranjeros en Ciudad del Este? Recuerde además, la partici-

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pación policial en la masacre de campesinos en Ca’aguazú

y muchas otras lindezas. Ahora los acontecimientos se pre-

cipitaron porque alguien, probablemente venido de los Es-

tados Unidos para tomar cuenta de la red, resolvió ame-

drentar a los mismos eliminando a uno de ellos. De no me-

diar esta circunstancia, tal vez hubiesen continuado sus

turbios negocios sin que ni ustedes ni los jueces honestos se

percaten de su ilegalidad. ¿Comprende ahora? He inter-

ceptado sus tentáculos de Internet y estoy enterado de que

un mafioso colombiano se halla en Asunción, enviado por el

clan Shappiro-Lanski. Deben arrestarlo ahora mismo. Mis

corresponsales en Miami se encargarán de enviarme datos

que lo mantengan en Takumbú sine die, o por lo menos has-

ta que se le pueda probar este asesinato.

El comisario carraspeó antes de responder.

—No niego que hay elementos inadaptados dentro de la

policía, pero de todos modos, si no podemos probarle nada a

ese individuo que usted dice, lo expulsaremos a su origen...

—No haga eso, comisario. Mis corresponsales me infor-

maron que el colombiano está limpio en los Estados Uni-

dos. No tiene antecedentes y forma parte de la alta socie-

dad de Miami. Allá saldrá libre en media hora y encima le

pedirán disculpas. Debe retenerlo aquí, o de lo contrario

muchos se arrepentirán. Yo entre ellos. Y de seguro,

Orejuela vino con un pistolero ítaloamericano, que ejecutó

a la abogada Marín.

—¿Cómo sabe usted eso? —dudó el comisario Estévez—

. Creo que tiene mucha imaginación, señor Calamaro.

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—Maravillas de la informática, comisario. Un amigo me

ayudó a descifrar los códigos y el password de sus correos

electrónicos y pude introducirme literalmente en sus archi-

vos y páginas web. Internet es la novena maravilla, pero

tiene sus talones de Aquiles. Cualquier hacker bien entre-

nado puede penetrar en los archivos más secretos e

inficionarlos. Es lo que hicimos con la red. Incluso, hasta

les dejé mensajes en su e-mail para asustarlos. Uno puede

ser muy técnico, pero la creatividad es la que abre puertas

a la mente y la que finalmente soluciona lo insoluble.

—Tiene razón, Calamaro —dijo el comisario Estévez—.

El exceso de burocracia a veces nos resta imaginación. Ne-

cesitamos hackers en la policía, pues el campo de batalla

criminal del futuro, se desarrollará en las autopistas

virtuales y debemos estar al día con la tecnología, pero sin

descuidar la imaginación. He enviado a mis hombres a lo-

calizar al colombiano, pero no se halla registrado en nin-

gún hotel. ¿Tiene una idea de dónde ubicarlo?

—Sí. El anterior capo, Ronaldo Ramónez, adquirió una

residencia en las afueras de Fernando de la Mora, en una

zona residencial y puedo guiarlo hacia allí. Es casi seguro

de que aún no se enteró de lo alborotado que está el avispe-

ro con el asesinato de la abogada Marín y el allanamiento a

la finca de los mitãreraha’ha. Consiga una orden judicial y

vamos allá.

Dos horas más tarde, una comitiva policial fuertemente

pertrechada, tocaba a las puertas de la lujosa residencia.

Orejuela dormía aún, después de permanecer en vela esa

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noche. En cuanto a Buzz Di Natale, estaba en la cocina

preparándose un fuerte café negro —para mantenerse en

pie tras su larga vigilia—, mientras limpiaba el rifle Marlin

30-30 con mira telescópica infrarroja y silenciador, que uti-

lizara en el atentado.

No esperaba que la policía paraguaya estuviese allí

acechándolos y a punto de irrumpir en la mansión. La lla-

mada del timbre le sonó inoportuna e intempestiva a esa

hora de la mañana. De mala gana se dirigió al portón de

hierro forjado para verificar. Por costumbre, cargaba consi-

go su «bebé»: un Smith & Wesson magnum .357, para que lo

libre de todo mal, como decía Rubén Blades en «Pedro Na-

vaja».

Cuando se dio cuenta de quiénes se hallaban allí, sacó

instintivamente su arma e intentó repeler el cerco policía-

co, aunque muy tarde. Una ráfaga de M-16 lo derribó como

muñeco desarticulado en medio del patio. El colombiano

despertó de pronto, alertado por los disparos y sin medir

las consecuencias, tomó una Beretta de 9 mm. y saltó de la

cama corriendo hacia la entrada. —¿Dónde se habría meti-

do el estúpido de Di Natale? —pensó antes de salir al patio.

De pronto el instinto de pistolero lo perdió y tras hacerse

visible arma en mano, otra ráfaga dio con él por tierra. El

hombre de la Cosa Nostra ni siquiera tuvo tiempo de poner

orden en los negocios internacionales de la organización.

Su vanidad y megalomanía lo perdieron.

—Creo que este caso se está cerrando, señor Calamaro

—dijo el comisario Estévez—. No creo que la mafia de Miami

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vuelva a poner los pies por aquí. En cuanto a los otros,

serán llevados a juicio y los bebés devueltos a sus madres o

en caso contrario, quedarán en resguardo hasta que apa-

rezcan adoptantes paraguayos, como debe ser.

—No cante victoria aún, comisario. Usted no conoce a

esta organización. No van a renunciar a un negocio millo-

nario por la pérdida de un hombre, por más clave que éste

fuese. hay que estar siempre alerta y cada tanto verificar

las autopistas de la información. No olvide que a veces el

crimen paga, y mucho. ¿Cree usted que estos abogados y

sus compinches los jueces del menor serán sancionados? ¿O

sólo serán acariciados por la ley y los jueces apenas desti-

tuidos, sin perjuicio de sus matrículas privadas? Si no se

actúa con rigor draconiano, los delincuentes volverán a sus

fechorías.

—Tiene razón nuevamente señor periodista. A veces

nosotros nos equivocamos, pero si los jueces se equivocan,

el perjuicio es doble o mayor. Creo que deberemos estar

alerta ante cualquier anomalía que ocurra con los niños o

con sus familias. Nunca se sabe hasta dónde puede llegar

la maldad humana.

Calamaro calló unos instantes, como trayendo ideas a

la memoria y cual si templase la voz en la garganta. Final-

mente, acotó:

—La bondad y la maldad, señor comisario, no tienen lí-

mites. Sólo que tenemos que tener la entereza de identifi-

car ambas y la sabiduría para no equivocarnos, y por últi-

mo, la resignación para aceptar lo que no podemos cambiar.

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Tras esto, se despidió del comandante, quizá para siempre.

Foto: archivo del autor. Dossier Viet Nam

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EPILOGO

La llamada Red de abogados adopcionistas, como era

de esperarse, apenas fue severamente amonestada por los

jueces del caso. En cuanto a los jueces eencausados por el

Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, fueron destitui-

dos pero no se les casó la matrícula, sino que fueron simple-

mente suspendidos del goce de sus derechos ciudadanos por

dos años y sin ejercer cargos públicos.

La Cosa Nostra evitó introducirse nuevamente en el país

—quizá más que nada por la sórdida competencia que le

depararía la corrupción local, la mafia china, la siriolibanesa

y la del funcionariado público— y la opinión pública, la-

mentablemente, olvidó todo muy pronto ocupándose de otros

asuntos menos trascendentes, como los devaneos sexuales

de un presidente norteamericano, el accidente sufrido por

una aristócrata de utilería o las aventuras de algún gene-

ral con ínfulas mesiánicas, venido a menos y refugiado en

el exterior.

El periodista Andy Calamaro pudo realizar algunos via-

jes de trabajo por otras latitudes y momentáneamente es-

quivó el bulto a la muerte, pero estaba seguro de que tarde

o temprano, alguien decidiría cobrarle una deuda de san-

gre; aunque ello no le preocupaba demasiado, sabiendo en

su fuero íntimo que el ser humano sacraliza demasiado la

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existencia material, descuidando aspectos más trascenden-

tales como el de honrar la vida.

No le preocupó, como dijimos la muerte violenta, pues,

de un modo u otro, algunos especialmente los adocenados y

mediocres acaban y desaparecen, mientras otros se hacen

inmortales. Visitó Europa y entrevistó a importantes per-

sonalidades del mundo del arte, la filosofía, la literatura y

la política para interesarlos en la atención de la niñez y por

sobre todo, de su seguridad, amenazada por sicópatas y

mercaderes de carne humana. Dio conferencias y charlas

en universidades y foros internacionales a fin de captar

adherentes a lo que llamaba una cruzada por la sonrisa

infantil y por la detención de la violencia contra los "locos

bajitos" a que se refería Miguel Gila.

No es de sorprender que decidiera visitar el Medio Orien-

te y los Estados Unidos para redondear su gira, solventada

por el diario en que trabajaba y algunas organizaciones como

la UNICEF. Se prometió a sí mismo no descansar mien-

tras subsistiera el infame tráfico de menores y adolescen-

tes con fines oscuros como la conciencia de quienes lucra-

ban con el mismo.

Andy Calamaro, gracias a sus contactos periodísticos

tuvo buena acogida en muchos países e instituciones del

planeta, pero sabía que estaba en el ojo de la tormenta.

Millones de personas podrían apoyarlo y defender sus prin-

cipios, pero bastaba que unos pocos cientos de canallas lo

considerasen un estorbo a sus canibalescos fines, para que

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no se sintiese del todo seguro. Pero a pesar de ello no ceja-

ría en hacerse oír donde fuese.

Incluso en Cuba, donde no cabían ciertas actitudes

crematísticas, recibió apoyo por parte de los jóvenes pione-

ros y niños de edad escolar, quienes pese al bloqueo y em-

bargo norteamericano, donaron parte de sus magros fondos

para su causa, que finalmente era la causa de los hombres

libres del mundo. También Taiwan y China Continental

prometieron realizar esfuerzos para prohibir en sus territo-

rios toda degradación contra menores.

La trágica y divertida Europa, con todos sus contrastes

humanos e inhumanos fue testigo de sus giras y de las ad-

hesiones a su causa. Desde la sacrificada Bosnia-Kosovo,

hasta la hedonista Escandinavia; desde la cínica Francia

hasta la neoconservadora España; desde la flemática pero

viciosa Gran Bretaña hasta la reservada y discreta Suiza...

por donde pasara se lo consideró un paladín de la niñez.

Mas oscuros nubarrones amenazaban desatarse sobre el pe-

riodista, quien a pesar de esa sensación de inexorabilidad e

inseguridad, seguía haciendo frente al poder mefistofélico

que manejaba el oscuro patio trasero de la marginalidad

mundial donde se ocultan los más bajos instintos y las pa-

siones más groseras.

Pronto llegó una invitación para una gira de conferen-

cias en los Estados Unidos, que incluiría San Francisco,

Los Angeles, Chicago, New York y finalmente culminaría

en Orlando, propiamente en Disney World. Calamaro pese

a todo, estaba feliz de poder dar la cara al problema atroz a

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de una humanidad en vías de decadencia. Pronto volvería

su país y se reintegraría a su profesión, pero con otras pers-

pectivas y otra filosofía. Sabía que esta vez, hasta podría

confiar en algunas instituciones que si bien no actuaban

con la dureza requerida, tampoco dejaban diluir en el olvi-

do los casos a ellas confiados.

El último punto de su gira por los Estados Unidos esta-

ba a su vista desde el avión que lo condujo desde New York.

Tras aterrizar en Miami, Calamaro se dirigió al Florida

Hilton donde pernoctaría antes de viajar a Orlando y visi-

tar la Meca de los niños: Disneyworld

Esa noche, fue visitado por los miembros de la comuni-

dad cubana del Estado de Florida, los cuales pidieron dis-

culpas por el comportamiento de algunos de sus integran-

tes en Paraguay, tal vez refiriéndose a Ramónez. Calamaro

les respondió que no se preocupen y que siempre habría

brazos abiertos en su país para los hombres de buena vo-

luntad y quienes diesen lo suyo por la causa de la humani-

dad.

Por otra parte, se refirió a la situación de indefensión de

los menores en todo el orbe, no solamente en los países po-

bres o miserables, sino aún en los aparentemente opulen-

tos. Tal vez las causas de la criminalidad en ambos mun-

dos fuese diferente. En uno, bien hacia el sur, empujados

por la miseria y la ignorancia que la crea. En el otro, algo

más boreal, por saciedad, hastío, búsqueda de sensaciones

prohibidas y desajustes mentales. —En este país, un ciuda-

dano normal toma un rifle y lo descarga en una escuela,

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Chester Swann

buscando tal vez, romper su anonimato anodino y ser noti-

cia —comenzó diciendo Calamaro—. De todos modos, son

los muy opulentos quienes financian el pornosadismo y la

prostitución infantojuvenil en todo el planeta. Si no tene-

mos leyes que protejan debidamente los derechos de los ni-

ños y castiguen con mano dura su infracción, seguiremos

lamentando la degradación y la muerte prematura de mu-

chos niños y niñas —explicaba Andy Calamaro a los asis-

tentes. —En los países árabes y asiáticos no existe aún con-

ciencia acerca de este atroz problema, pero tampoco en Eu-

ropa ni los Estados Unidos se libran de estas atrocidades

cometidas, justamente contra quienes están más indefen-

sos.

El periodista calló unos instantes como auscultando a

su auditorio, entre los cuales se hallaban sin duda bastan-

tes hampones de la Little Havana y no pocos representan-

tes de lo más reaccionario de la sociedad norteamericana

de la costa atlántica.

Tras observarlos unos segundos, prosiguió con voz pau-

sada:

—Muchos de ustedes se preguntarán el porqué de mi

presencia aquí, tras haber estado en Cuba y en la Europa

oriental. Lo cierto es que, en todo el mundo hay niños que

sufren sin tener arte ni parte en nuestras fobias, filias y

perversidades. En este grande y opulento país, existen ca-

sos de niños asesinados por sus propios padres, víctimas de

abusos de todo tipo en familias pudientes y también, vícti-

mas de discriminación racial, social o religiosa, como en

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cualquier país con subdesarrollo moral que exista en el pla-

neta. Por eso y mucho más, estoy aquí, dispuesto a desafiar

a los tenebrosos poderes que lucran con la venta o alquiler

de carne humana para consumo de los depravados. Y espe-

ro que ustedes hagan un acto de contrición, una sana

autocrítica y se sumen a esta cruzada por los niños del pla-

neta.

En medio de su alocución, sonó un disparo que, además

de interrumpir sus palabras, impactó en medio de su pecho

derribándolo instantáneamente del podio en que se halla-

ba. Apenas pudo balbucear palabras ahogadas y amorti-

guadas por la efusión de sangre de entre sus labios aún

sonrientes:

—Soy libre... al fin...

Instantes después, calló para siempre aunque sin dejar

de sonreír y con sus ojos abiertos y asombrados, intentando

postreramente atrapar la escala de luz que chorreaba sobre

su cabeza desde lo infinito, como si desde las alturas estu-

viesen llamándolo los niños. Es decir, sus almas.

En tanto, muy cerca de allí, alguien sonreía siniestra-

mente, como dando por finalizado un acto más de la come-

dia del mundo. El show, debe continuar y los negocios no

pueden esperar. Business is business. como suelen decir

ellos. Pero la lucha continuaría, aún en las desiguales con-

diciones presentes.

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Chester Swann

Acerca de un narrador de fábulas domiciliado en la vereda de enfrente.

Chester Swann

Nació el 28 de julio de 1942 en el Dpto. del Guairá

(Paraguay) y bautizado como Celso Aurelio Brizuela,

quizá por razones ajenas a su voluntad o tal vez por

minoridad irresponsable —por parte del autor—, quien

no pudo huir de la obligatoria aspersión sacramental

de rigor. Tras corta estadía en su tierra natal, fue tras-

plantado a la ciudad de Encarnación en 1945. Cuando

sobreviniera la guerra civil de 1947, sus padres debie-

ron emigrar a la Argentina, por razones obvias; es de-

cir: por militar en la vereda de enfrente a la del bando

vencedor; que, de vencer los perdedores, según su de-

ducción, se hubiese invertido la corriente migratoria

de la intolerancia.

Tras radicarse su familia en el pueblo de Apósto-

les, en la provincia de Misiones en 1949 (RA), realizó

sus estudios primarios hasta el 5º grado, cuando sus

padres se separaron por razones ignoradas, motivando

su regreso al Paraguay en 1954 con su Sra. madre, poco

antes de la caída del gobierno peronista y a poco de

asumir el gral. Stroessner en su país como ruler abso-

luto del Paraguay.

Pudo completar el último grado de primaria en su

patria, pero evidentemente bajo la presión de una cul-

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tura aún extraña para alguien llegado del exterior, por

lo que apenas pudo lograr aclimatarse en su propio país

donde sus compañeros lo hicieron sentirse extranjero,

desde entonces hasta hoy, aunque ha recuperado su

estatus de ciudadano del planeta en compensación a

tantos años de extranjería no deseada.

El arte lo llamaba a los gritos, más que la necesi-

dad de tener una profesión “seria”, por lo que intentó

aprender el dibujo y la música, en parte con maestros y

en parte por sí mismo, en una híbrida autodidáctica y

limitada academia (1960-67). De todos modos, insisti-

ría en ambos lenguajes expresivos y pasaría por varias

etapas antes de decidirse por la ilustración gráfica y la

composición musical, muchos años después, incluso, de

su regreso de la ciudad de Buenos Aires donde pasara

un tiempo en compañía de su padre aún exiliado (1959/

1960).

Tras especializarse en humor gráfico para sobre-

vivir, trabajó en la prensa (ABC color, LA TRIBUNA,

HOY y algunas revistas de efímera aparición), donde

además incursionaría en periodismo de opinión, cuen-

to breve y humor político, para lo cual derrocharía iro-

nía y sarcasmo: sus sellos de identidad. Algunas de

sus obras literarias o gráficas quizá han de pecar de

irreverentes, pero reflejan fielmente el pensamiento de

un humanista libertario, sin fronteras, y que se cree

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Chester Swann

ciudadano de un planeta que aún no acaba de humani-

zarse del todo.

Por la militancia política de su padre —guerrille-

ro del Movimiento 14 de Mayo y prófugo de la prisión

militar de Peña Hermosa—, este inquieto habitante de

la Vereda de Enfrente, sufriría persecuciones y varias

estadías entre rejas. Por otra parte, su ironía e irreve-

rencia, manifestada en versos y canciones, no contri-

buirían a lograr que lo dejaran fácilmente en paz, por

lo que, en un alarde de creatividad se transformó en

una entelequia bifronte llamada Chester Swann el re-

belde, olvidándose del otro, fruto de un bautismo de

pila y burocracia civilizada (Imbecivilizada, diría des-

pués con su sorna característica).

Con este nuevo patronímico y alter-ego, dio en com-

poner canciones (dicen que fue convicto de dar inicio al

mal llamado “rock paraguayo”, lo cual no es del todo

cierto), esculturas en cerámica y algunas obras pictóri-

cas (por entonces utilizaba aún lápices, pinceles,

acrílicos, acuarelas, óleos y toda esa vaina) , con lo que

se hizo conocido bajo tal identidad ficticia.

A partir del defenestramiento de la larga tiranía

de Stroessner, pasó a autodenominarse como el Lobo

Estepario. La razón principal pudo haber sido el hecho

de no integrar cenáculo culturoso ni grupo, clan o jau-

ría intelectual alguna, (de puro tímido nomás) como

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tampoco en política partidaria ni en los círculos artís-

ticos en boga, trazando sus propios senderos, a veces

ásperos y escabrosos, en los oficios elegidos para su

expresión y quizá por sus convicciones ácratas y

libertarias, rayanas en el anarquismo más nihilista que

se pueda imaginar. Ello no impidió que también tra-

bajara un buen tiempo como escultor ceramista, aun-

que últimamente ande algo alejado del barro pudo lo-

grar algunas obras originales, de las que muy pocas

quedan en su colección.

Recuérdese que el lobo de las estepas es solitario y

elude andar en manadas como sus otros congéneres de

la montaña. Quizá por no comulgar con la mentalidad

de rebaño, tan común en ese animal social llamado

humanidad (el Hombre, cuanto más social se vuelve

más animal según su percepción particular)

Pudo obtener premios literarios y algunas men-

ciones, además de crear sus propios canales expresi-

vos, lo que lo convirtiera mediáticamente en una suer-

te de arquetipo iconoclasta de la música rock paragua-

ya, entre otras cosas; aunque prefiriese ser simplemente

un juglar urbano “latinoamericano”, más que rockero

paraguayo, como podrán comprobarlo al escuchar sus

composiciones en “Trova Salvaje”, su primer CD con-

ceptual, o leer en RAZONES DE ESTADO, su primera

novela publicada (aunque tiene más de catorce obras

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Chester Swann

literarias inéditas aún).

Durante la “transición” (mejor dicho “transacción)

ha participado en movimientos independientes y cola-

borado con ONGs en diversos proyectos sociopolíticos,

aunque este sujeto cree más en lo cultural que en lo

ideológico-doctrinario; pues que no le trinan las doctri-

nas, según suele decir este escéptico empedernido.

Tanto, que a veces hasta le cuesta creer en si mismo.

Podrán visualizar, leer y escuchar a un poeta

ladrautor del asfalto y contemplarse en estas imáge-

nes situadas entre lo cotidiano y lo fantástico. Segura-

mente habrá muchas personas que no saben quién dia-

blos es este tipo que se hace llamar El Lobo Estepario,

pero si se toman la molestia de hurgar en este material

electrónico, podrán salir de dudas… o acrecentarlas de

una vez y para siempre. Es que este individuo siempre

ha sido un signo de interrogación, incluso para él mis-

mo.

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Chester Swann

Colección

NUEVA NARRATIVA PARAGUAYA

TETRASKELIONΤΗΕΤΡΑΣΚΗΛΙΩΝ

2008

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