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Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales PLED-CCC 1 Curso: La Coyuntura Geopolitica en América Latina Clase Nº8: La militarización del imperio (Segunda parte) Boron, Atilio “La militarización del imperio (Segunda parte)’’ [CLASE]. En: Curso virtual “La coyuntura geopolítica en América Latina” (Programa Latinoamericano de Educación a Distancia, Centro Cultural de la Cooperación, Buenos Aires, Junio 2014) ®De los autores Todos los derechos reservados. Esta publicación puede ser reproducida gráficamente hasta 1.000 palabras, citando la fuente. No puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopiadora o cualquier otro, sin permiso previo escrito de la editorial y/o autor, autores, derechohabientes, según el caso. Edición electrónica para Campus Virtual CCC: PABLO DE CARO Campus Virtual: http://www.centrocultural.coop/campus

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Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales PLED-CCC

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Curso: La Coyuntura Geopolitica en América Latina

Clase Nº8: La militarización del imperio

(Segunda parte)

Boron, Atilio “La militarización del imperio (Segunda parte)’’ [CLASE]. En: Curso

virtual “La coyuntura geopolítica en América Latina” (Programa Latinoamericano de

Educación a Distancia, Centro Cultural de la Cooperación, Buenos Aires, Junio

2014)

®De los autores

Todos los derechos reservados.

Esta publicación puede ser reproducida gráficamente hasta 1.000 palabras, citando la fuente. No puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, registrada

en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, por

fotocopiadora o cualquier otro, sin permiso previo escrito de la editorial y/o autor, autores, derechohabientes, según el caso.

Edición electrónica para Campus Virtual CCC: PABLO DE CARO

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La militarización del imperio (Segunda parte)

En la clase anterior ofrecimos un panorama general sobre el proceso de

militarización de las relaciones internacionales, con especial incidencia sobre las

relaciones hemisféricas. En la presente clase avanzaremos un poco más sobre los

detalles específicos que asume en América Latina y el Caribe este proceso de

redefinición en clave belicista y agresiva de la política exterior del imperio.

Ya habíamos examinado los trabajos de la investigadora Ana Esther Ceceña que

mostraban con elocuencia la nada casual superposición de bases, misiones y

ejercicios militares de los Estados Unidos con los lugares en donde se concentraban

los principales recursos naturales de la región: biodiversidad, petróleo, gas,

minerales estratégicos, agua, etcétera, de esta parte del mundo. El trabajo (ya

aludido en la clase pasada) de Winer, Carroli, López y Martínez ofrece una visión

sintética del asunto, al igual que las contribuciones de otros dos especialistas como

Decio Machado, Enrique Contreras y Elsa Bruzzone.

Citando un nuevo consenso acerca de los cambios en la doctrina militar

estadounidense Decio Machado subraya el hecho de que el Pentágono modificó sus

escenarios bélicos en donde se enfrentaban dos estados con más o menos similares

recursos militares (caso paradigmático: la confrontación potencial entre Estados

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Unidos y la Unión Soviética) para pasar a privilegiar una confrontación entre las

fuerzas armadas de Estados Unidos contra organizaciones no-estatales (donde Al

Qaeda es la imagen paradigmática y, entre nosotros, las FARC colombianas) en

donde los diferenciales de poder de fuego son enormes pero en donde tampoco

existen reglas del juego claras, que poco o nada tienen que ver con las “leyes de la

guerra” establecidas en acuerdos internacionales como los Convenios de Ginebra

(que son varios) destinados a instituir reglas humanitarias que deben ser respetadas

durante la tramitación del conflicto. Dentro de este segundo escenario se incluyen,

por supuesto, el narcotráfico –que en la visión de los ideólogos de Washington no

sería sino “la pata financiera” de los movimientos contestatarios-, los “estados

fallidos” definidos según los criterios que maneja Washington según la cual estos

serían los santuarios que brindarían protección al terrorismo internacional. Tal

como lo asevera Machado, si hay un estado fallido en este continente ese es Haití,

por razones históricas entre las cuales la complicidad de las potencias

“democráticas” con el saqueo imperialista practicado por siglos es el factor

determinante.

Pero en la obsesión de la Casa Blanca cuando se habla de “estados fallidos” se

piensa en Venezuela, Bolivia y Ecuador, mientras que tal categoría no se aplica a

dos países en los cuales el monopolio de la violencia legítima, para usar la clásica

formulación weberiana, hace tiempo que se evaporó y la violencia es administrada

por varios actores, entre lo que se cuenta el estado, aunque no exclusivamente.

Casos concretos: México, donde según un destacado investigador debería rechazarse

la tesis según la cual ese país sería un “estado fallido” aunque revela cautela al

fundamentar su rechazo diciendo que tal caracterización no le cuadra “porque el

Estado todavía (subrayado nuestro) controla la mayor parte del territorio. Sin

embargo, la situación se empaña cuando se piensa en ciudades e instituciones en

donde la presencia del Estado es testimonial porque quienes controlan los hilos del

poder son los narcos.”1 No obstante en algún momento se llegó a decir que cerca de

la tercera parte del territorio de ese país estaba bajo el control fáctico de los narcos,

1 Sergio Aguayo Quezada, “¿México fallido?”, El País (Madrid), 6 de Febrero de 2009.

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al punto tal que en muchas ciudades pequeñas o medianas del Norte de México no

se encuentran candidatos para dirigir la policía, o los propios presidentes

municipales (“alcaldes” en otros países) por razones de seguridad deciden instalar

sus hogares al otro lado de la frontera. Otro ejemplo es Colombia, en donde desde

hace décadas la guerrilla controla amplias secciones de ese país. Esto es tan así que

en varias declaraciones del presidente Rafael Correa se aseguraba que “Ecuador no

limita en el norte con Colombia sino con las FARC”. Y si se habla de actores no

estatales en la alucinada visión norteamericana muchos movimientos sociales de

América Latina y el Caribe son asimilados a Al Qaeda y convenientemente

criminalizados: tal cosa ocurre con los Sem Terra en Brasil y los mapuche en Chile,

acosados en este último caso por un estado que echa mano de la legislación

antiterrorista para perseguirlos y reprimirlos.

Bajo los lineamientos de esta nueva doctrina el emplazamiento de fuerzas militares

norteamericanas en la región adquiere renovada importancia. Ya hablamos del

ASPAN la clase pasada. Veamos ahora otros modos de intervención, vía bases

militares. Pero, tal como ya también lo habíamos anticipado, no hay un modelo

único de base militar sino, como lo señala Machado, cuatro, a saber:

(a) Las bases convencionales, como las de Guantánamo, que son complejas

instalaciones militares dotadas de todos los equipos necesarios para entrar en

acción de inmediato, con un gran número de tropas de combate instalados en

las bases con sus familias y establecidos allí durante largos períodos de

servicio.

(b) Segundo modelo: bases de mediano tamaño, como la de Soto Cano (Palmerola,

en Honduras) que cuentan con instalaciones que permiten afrontar misiones

de largo alcance y duración pero con efectivos que se renuevan

periódicamente, cada seis meses.

(c) El tercer modelo, al cual nos habíamos referido en la clase anterior, son las

llamadas FOL, las Forward Operating Locations (a veces también llamadas

Foreign, en lugar de Forward) que en realidad son poco más que muy

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adecuadas pistas aéreas, un ultrasofisticado sistema de comunicaciones

(apoyado satelitalmente y por una red de radares) y garantías para un

ilimitado aprovisionamiento de combustible. La ex base de Manta (Ecuador) y

las de Curaçao o Comalapa, en El Salvador, entran en esta categoría. Bases

con muy poco personal pero sumamente eficientes a la hora de facilitar las

operaciones de enormes aviones de transporte C 17, o los AWACS, y de reunir

informaciones y llevar a cabo actividades de inteligencia muy detalladas sobre

un amplio espacio regional sobre la base de las cuales el Pentágono decidirá el

curso de acción militar más recomendable.

(d) Por último, pequeñas bases o establecimientos militares que permiten pasar

de una a otra para enviar suministros, equipos, combustible y de ese modo,

monitorear y controlar un área muy amplia. Un ejemplo paradigmático: la

base de Iquitos, en el Perú.

Según Ceceña, la devolución del Canal de Panamá a este país en virtud del Tratado

Carter-Torrijos, firmado en 1977 y entrado en vigor en 1999, precipitó la instalación

de nuevas bases en El Salvador, Ecuador Aruba y Curação. Hay que recordar que

debido a la guerra civil en El Salvador, Guatemala y Nicaragua las fuerzas armadas

de Estados Unidos habían desplegado numerosos equipos en el área, abierto con

carácter transitorio bases militares de diferentes características y establecido

estrechas relaciones con las fuerzas armadas de esos países. Desde comienzos de

siglo el Plan Colombia acelera la instalación de FOLs (bases de operación a

distancia) en territorio colombiano “a cargo del Comando Sur del Ejército

estadounidense con acceso restringido para el personal local. La base de Manta en

Ecuador, concedida por diez años renovables a partir de 1999, era una punta de

lanza para la penetración de toda el área andino-amazónica y era un refuerzo

destacado para las operaciones del Plan Colombia, que se encuentra en proceso de

consolidación y ampliación. Dentro de Colombia las bases se han multiplicado,

colocándose estratégicamente para cubrir el área colombiana desde el Oriente y, al

mismo tiempo, la frontera con Venezuela. Estas se complementan con la base FOL

en Aruba-Curação que a menos de 30 kilómetros de las costas venezolanas para

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controlar el paso del Darién que conecta Colombia con Panamá, la entrada a la selva

amazónica y la salida de petróleo venezolano hacia el Oeste.”2 En resumen, se trata

menos de bases norteamericanas –salvo casos notables como la de Guantánamo en

Cuba o la Roosevelt en Puerto Rico- sino de instalaciones ya existentes en los países

anfitriones (si bien construidas en muchos casos a sugerencia de Washington y con

su financiación), supuestamente administradas por personal local pero en donde las

fuerzas estadounidenses gozan de absoluta y total autonomía.

En el caso del Acuerdo de Cooperación Militar firmado por Obama-Uribe,

mediante el cual se concede la utilización de al menos siete bases militares

colombianas a fuerzas de Estados Unidos, se cede a este país la decisión de

incrementar el número de bases a ser utilizadas, se garantiza la inmunidad

diplomática para todo el personal que ingrese a Colombia amparado por ese acuerdo

(es decir, pueden robar, asesinar, violar, traficar sin temor a ser llevados ante la

justicia colombiana), se autoriza el ingreso a personas con sólo presentar un

documento de identificación que contenga una foto del ingresante y el gobierno

colombiano se abstiene de revisar cualquier cargamento que entre o salga de

Colombia bajo las normas establecidas en el tratado Obama-Uribe. Es decir,

Colombia podría ser hoy un país en donde Estados Unidos instaló armamento

nuclear en abierta violación al acuerdo internacional regional mediante el cual

nuestros países se comprometieron a mantener América Latina como una

desnuclearizada zona de paz, lo que se agrava con las declaraciones del presidente

Santos manifestando su intención de obtener el ingreso de Colombia a la mayor

organización terrorista internacional de nuestro tiempo, la OTAN. Y si bien es

preciso decir que el tratado entre Obama y Uribe fue declarado como no existente

por el Tribunal Supremo Constitucional de Colombia lo cierto es que este tropiezo

legal no ha impedido que Estados Unidos haya proseguido operando militarmente en

ese país y actuando en las bases ya concedidas, aunque sea al margen de la

legalidad constitucional. Mediante este acuerdo Estados Unidos se asegura el acceso

2 Ana Esther Ceceña, “Subjetizando el objeto de estudio, o de la subversión epistemológica como emancipación”,

en Ana E . Ceceña, compiladora, Los desafíos de las emancipaciones en un contexto militarizado (Buenos Aires:

CLACSO, 2006)

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permanente a tres bases de la Fuerza Aérea colombiana (Palanquero, Apiay y

Malambo); dos bases navales (Cartagena y Málaga), y dos base del ejército

(Tolemaida y Larandia). Si bien, como se dijera anteriormente, el acuerdo permite la

utilización de otras bases e instalaciones militares en Colombia a solicitud de

Estados Unidos sin necesidad de firmar un nuevo acuerdo.

Va de suyo que todo este despliegue militar norteamericano encontró en el ascenso y

consolidación del gobierno bolivariano de Hugo Chávez Frías nuevos pretextos para

justificar su presencia en estas latitudes. Tal como lo señalara Ignacio Ramonet, la

llegada al Palacio de Miraflores del líder bolivariano coincidió con la clausura de la

principal instalación militar norteamericana en tierra firme: la base Howard, situada

en Panamá y desmantelada una vez que fuera implementada la devolución del canal

a las autoridades panameñas. Para compensar esta situación Washington decidió

redoblar sus esfuerzos y obtuvo de un gobierno lacayo y dolarizador de la economía

ecuatoriana un permiso de diez años de duración para utilizar la base ecuatoriana

de Manta, al paso que reforzaba su presencia en las de Comalapa (El Salvador) y las

cedidas por el reino de Holanda en Aruba y Curaçao. Tal como observa Ramonet, a

sus tradicionales misiones de espionaje el Pentágono asignó a las nuevas bases

otras tareas. Algunas, oficialmente declaradas como combatir la inmigración ilegal

hacia Estados Unidos, desbaratar las rutas del narcotráfico; otras, implícitas, como

luchar en contra de las guerrillas colombianas y establecer puestos de avanzada

desde los cuales controlar el acceso a recursos estratégicos como los mencionados

más arriba. Pero como bien lo señala nuestro autor, el objetivo estratégico inmediato

era, y hoy lo es aún más, promover la desestabilización del gobierno bolivariano y,

como un objetivo más mediato, rodear por completo la gran cuenca amazónica para,

cuando sea necesario, garantizar el acceso exclusivo hacia una zona que, al igual

que la Antártida, los personeros de la derecha radical norteamericana consideran de

jurisdicción universal. La importancia de estas funciones “latentes” de las bases

quedó puesta en evidencia con la colaboración brindada desde la base de Manta

durante el golpe de estado del 11 de Abril del 2002 en contra de Chávez. Algo similar

ocurrió cuando se produjo el bombardeo que tropas colombianas, con apoyo aéreo

de aviones estacionados en Manta, efectuaron dentro del territorio ecuatoriano de

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Sucumbíos el 1º de Marzo del 2008 lo que motivó, al poco tiempo, la no renovación

del convenio que autorizaba la presencia de tropas de Estados Unidos en aquella

base. Junto a esto, Washington intensificó una virulenta campaña de acusaciones

acerca de la existencia de células de terroristas islámicos como Hamás, Hezbolá y

hasta la propia Al Qaeda, localizadas principalmente en la Triple Frontera entre

Argentina, Brasil y Paraguay.

Pero la presión en contra del gobierno bolivariano no se limita tan sólo a establecer

nuevas bases. Producida la derrota del golpe del 2002, habiendo sido expulsadas las

últimas misiones militares norteamericanas de Venezuela en Mayo del 2004 y sido

re-electo Chávez como presidente en el 2006 la respuesta de la Casa Blanca fue la

suspensión de la venta de armas a Venezuela acusándola de “no colaborar

suficientemente en la guerra contra el terrorismo.” Venezuela, que hasta entonces

tenía a su fuerza aérea compuesta por aviones F-16 queda de la noche a la mañana

desprovista de partes, repuestos y software, con lo que obligan a ese país a buscar

nuevos abastecedores. Allí comienza la relación militar con Rusia que le proporciona

aviones de última generación y, lo que preocupa más a Washington que los aviones

y las lanchas rápidas, 100.000 fusiles de asalto Kalashnikov (AK-47), el mejor del

mundo en su tipo y especialmente apto para ser utilizado por milicias populares

para repeler el avance de la infantería enemiga. Este redireccionamiento de

Venezuela para lograr un suministro no condicionado de armamento para uso

defensivo, teniendo en cuenta que se trata de un país que ha sido rodeado de bases

militares enemigas con intenciones no precisamente amigables, acentuó aún más la

ofensiva mediática en donde en medio de toda serie de difamaciones y mentiras se

decía que Caracas estaba precipitando una irracional e imprudente carrera

armamentística en América Latina. Acusaciones que, luego de la decisión tomada

por el presidente Nicolás Maduro de poner en marcha las milicias bolivarianas, ha

suscitado un aluvión de críticas de todo tipo.

Por cierto que las usinas del imperio se empeñaban en ocultar el hecho que,

amparado por el Plan Colombia, ese país recibe por año una suma mínima por

concepto de ayuda militar directa de 630 millones de dólares, lo que lo convierte de

lejos en el primer receptor de ayuda en América Latina y el Caribe y sólo superado a

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nivel mundial por Israel y Egipto, los dos gendarmes regionales que Washington

tenía en Medio Oriente y, según los años, Corea del Sur. Cifras oficiales del total de

la ayuda militar y policial de Estados Unidos a los países de América Latina se

instalan en la misma tendencia. La ONG norteamericana Just the Facts, encargada

de monitorear el gasto militar de ese país en el exterior, informa que desde 1996

hasta la actualidad Colombia ha recibido 6.820 millones de dólares contra 2.015

millones destinados a México y 909 millones a Perú. Y si de militares y policías

entrenadas por Estados Unidos se trata mientras en el período 1999-2010 Colombia

entrenó a 75.503 efectivos quien le sigue en la región, México, sólo hizo lo propio

con unos 13.000 miembros de sus fuerzas de seguridad. Todo esto, sucintamente

planteado, demuestra el carácter excepcional que en la estrategia norteamericana de

control sobre la región desempeña Colombia. Este no es el país que más gasta

porque por sus extraordinarias dimensiones, tanto demográficas como geográficas,

Brasil va a la cabeza y en el 2011 gastó 27.540 millones de dólares –un gasto

súbitamente acrecentado luego de la agresiva movilización de la IVª Flota de Estados

Unidos poco después que se anunciara el descubrimiento de un gran yacimiento

petrolífero submarino en el litoral paulista- seguido por Colombia, con 6.746

millones y Chile, con 5.395 millones. Venezuela, acusada de ser la promotora de la

carrera armamentista en la región, se ubica en el cuarto lugar, con unos 5.000

millones de dólares.

La base de Manta fue relocalizada en Palanquero, Colombia, y poco después

desde la base Soto Cano (en Palmerola, Honduras) se fragua el golpe de estado que

en 2009 derrocó al gobierno de Mel Zelaya, que había resuelto la integración de

Honduras al ALBA. El vértigo militarista prosiguió con el anuncio de la aprobación

concedida por el gobierno de Álvaro Uribe para utilización de siete nuevas bases

para uso de las tropas estadounidenses en Colombia. Y poco después Ricardo

Martinelli, el presidente conservador de Panamá (cuyo candidato, en buena hora,

fue derrotado en la reciente elección presidencial panameña) , ofrece cuatro nuevas

bases militares a los Estados Unidos. Por eso concluye Ramonet que “Venezuela y la

Revolución Bolivariana se ven rodeadas por nada menos que trece bases

estadounidenses, situadas en Colombia, Panamá, Aruba y Curaçao, así como por los

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portaaviones y navíos de guerra de la IV Flota. El presidente Obama parece haber

dejado manos libres al Pentágono. Todo anuncia una agresión inminente.”

No sorprende, por lo tanto, que en función de estos antecedentes Colombia

sea presentada, en algunos análisis, como la “Israel latinoamericana”, es decir, como

una gigantesca base de operaciones desde la cual proyectar hacia todo el ámbito

regional el poderío militar de los Estados Unidos. El gobierno ecuatoriano,

directamente afectado por el avance de la militarización regional, hizo pública su

incredulidad en relación a los fundamentos del Tratado Obama-Uribe al anunciar,

poco después de que fuera firmado, que “(b)ases de las características de las que se

quieren articular en Colombia carecen de efectividad para los objetivos que se

indican. Antes de que Ecuador recuperase la soberanía de la base de Manta, suceso

que se dio el mes pasado, en los últimos cinco años de control estadounidense se

produjo un incremento del tráfico de drogas en el Pacífico, a pesar del patrullaje que

diariamente se realizaba desde allí”. De este modo Quito ratifica lo manifestado por

numerosos analistas que han comprobado como ha sido precisamente en las zonas

de mayor control militar norteamericano (Colombia y Afganistán) donde se

produjeron los más importantes aumentos en el cultivo y la exportación de

estupefacientes y sustancias psicotrópicas. Una inspección cuidadosa de los equipos

bélicos con que cuentan esas bases –desde aviones de combate hasta naves y

submarinos, pasando por toda clase de armamento pesado- basta para concluir que

el objetivo que persiguen va mucho más allá del narcotráfico e inclusive de la

guerrilla colombiana sino que tiene una finalidad mucho más ambiciosa:

constituirse como una base de operaciones de alcance continental, al igual que

Israel lo es para toda la región del Medio Oriente. Según algunos expertos

consultados en el ya mencionado trabajo de Decio Machado, “El problema real es

Palanquero, madre de las bases colombianas, ya que es el centro operativo de las

Fuerzas Armadas colombianas y pasará a ser el eje del control estadounidense en

Sudamérica.” Esa base “tiene una pista de más de tres kilómetros de longitud,

desde ella pueden despegar tres aviones de combate al mismo tiempo cada dos

minutos, tiene una infraestructura de hangares para centenar y medio de aviones y

puede albergar a 2.000 efectivos militares”. Pero esto no termina allí: En su trabajo

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Machado señala que, según los expertos de la UNASUR, Palanquero es una “base

expedicionaria, tiene la capacidad de albergar C-17, aviones de transportes, y para

2025 se prevé que esta base tenga la capacidad de movilizar a 175.000 militares con

sus pertrechos en apenas 72 horas”.

Todo este proceso de militarización internacional, cuyo rostro interno es la

criminalización de la protesta social, se encuentra altamente institucionalizado en

una serie de acuerdos, tratados y planes. Ya nos hemos referido al firmado por

Obama y Uribe, dando continuidad a una iniciativa muy cara al ex presidente

George W. Bush. A continuación nos limitaremos a enunciar muy brevemente a

otros dos instrumentos de la expansión militar de Estados Unidos en América

Latina: el Plan Colombia y el Plan Puebla-Panamá.

El Plan Colombia, también llamado “Plan para la Paz, la Prosperidad y el

Fortalecimiento del Estado” es un acuerdo firmado en 1999 por los gobiernos de

Andrés Pastrana en Colombia y Bill Clinton en los Estados Unidos con el explícito

propósito de combatir al narcotráfico, poner punto final al conflicto armado con la

guerrilla colombiana y, subsidiariamente, promover el desarrollo económico y social

de Colombia. Recordar que en 1999 Estados Unidos tuvo que devolver el Canal de

Panamá y fue el año en que asumió la presidencia de Venezuela un candidato

indeseable para Washington, Hugo Chávez Frías. El Plan contó con el generoso

aporte del Tesoro de los Estados Unidos, ni bien se puso en marcha recibió una

partida inicial de 1.300 millones de dólares para financiar las actividades

contempladas en el acuerdo. Desde ese momento, como lo observáramos más arriba,

Colombia se convirtió en uno de los principales receptores de la ayuda militar

norteamericana. Por supuesto que uno de los objetivos del Plan también era la

promoción del “libre comercio” y el fortalecimiento de las decrépitas instituciones

democráticas de Colombia. En relación al primer punto un Tratado de Libre

Comercio fue firmado por los presidentes George W. Bush y Álvaro Uribe, el que sin

embargo no fue ratificado por el Congreso de los Estados Unidos a causa de las

gravísimas (y comprobadas) denuncias sobre las violaciones a los derechos humanos

perpetradas en ese país. Además, las también corroboradas vinculaciones de Álvaro

Uribe con el narcotráfico y los paramilitares, hechas públicas con la desclasificación

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de ciertos materiales de la DEA y el FBI y que constan en los National Archives de

Washington, y las reiteradas masacres de dirigentes sindicales profundizaron aún

más la reticencia de los congresistas de la Unión Americana a ratificar lo firmado

por Bush y Uribe. Sin embargo, ya con Obama como presidente, el Congreso le

extendió el aval al gobierno de Colombia y ratificó el TLC entre ese país y los Estados

Unidos.

El Plan Puebla Panamá, inicialmente impulsado por el ex presidente mexicano

Vicente Fox se amplió en fechas recientes hasta constituir un ámbito político

internacional supuestamente orientado hacia la promoción del desarrollo y el libre

comercio, todo convenientemente protegido bajo el pretexto del combate al

narcotráfico y a la inseguridad, que incluye aparte de México a Colombia, Belice,

Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, y Panamá. En el caso de

México, objeto preferencial de este acuerdo son los estados del Sur y del Sureste:

Campeche, Chiapas, Guerrero, Quintana Roo, Tabasco, Veracruz y Yucatán. Por

detrás de todas sus altruistas fundamentaciones el objetivo central del Plan y su

ampliación bajo el nombre de la Iniciativa de Mérida es facilitar la creación de la

infraestructura física y política requerida para dar rienda suelta al saqueo de los

recursos naturales existentes en Mesoamérica. No hay que olvidar que el segundo

acuífero en importancia en las Américas, después del Guaraní, es el de Chiapas, y

que es el que el gobierno de Estados Unidos cuenta para paliar el gravísimo

problema de la desertificación del Sudoeste estadounidense, territorio en donde se

encuentran dos de las más grandes ciudades de ese país: Los Angeles y San Diego.

Por otra parte, no es un dato menor que en el marco de este proyecto, que cuenta

también con generoso apoyo de la Casa Blanca, se contempla la eventual

construcción de un nuevo canal que conecte ambos océanos, aunque no

precisamente el que cuenta con mayor perspectiva de realización, en la Nicaragua

del sandinismo. Otro elemento importante es el control del flujo migratorio que se

dirige hacia la frontera norteamericana, algo que ha sido reforzado en fechas

recientes con el “acuerdo” del ASPAN y que convierte a México en un gendarme

territorial de los Estados Unidos, aún cuando no exista un tratado que lo especifique

formalmente.

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Esto es todo por ahora. En la bibliografía complementaria podrán ahondar en

más detalles sobre los asuntos considerados en esta clase. ¡Buen trabajo!