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CONVERSACIÓN CON LOS MAESTROS Presidente Boyd K. Packer Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles Discurso dirigido a los maestros de educación religiosa del SEI • 9 de febrero de 2008 • Tabernáculo de Salt Lake Es un placer estar aquí. La primera vez que estuve ante este púlpito en este maravilloso tabernáculo fue hace 42 años; David O. McKay era el presidente de la Iglesia. Esa fue la primera vez que yo iba a hablar en una conferencia. Creo que estoy un poco menos nervioso que en aquella ocasión, ¡pero no mucho! Alma Sonne, que tenía más antigüedad entre los Ayudantes de los Doce, como se nos conocía por aquel entonces, era de Logan. Era un hombre corpulento, de voz sonora, y solía llamarme “hermanito”. Cuando yo estaba a punto de tomar la palabra, me dijo: “Hermanito, sentirá un gran Espíritu cuando llegue a ese púlpito”. Y supe que era verdad. Hace algunos años, en San Francisco, a una amiga nuestra la invitaron a cantar en una reunión, pues tenía una hermosa voz de contralto. Dijeron que enviarían un auto para recogerla; ella era una jovencita en aquel tiempo cuando se sentó en el asiento trasero del auto, al lado del presidente Heber J. Grant. De camino a la reunión, el presidente Grant le dijo: “Estoy muy nervioso”. A lo que ella le respondió: “¿Por qué, presidente Grant?, no puedo creer eso. ¿Usted se pone nervioso después de todos estos años?”. Él respondió: “Sí, querida, y si algún día dejo de estarlo, no seré lo que debo ser en el llamamiento que tengo”. Aprendí mucho de esas palabras; aprendí que no debemos dejar que nuestros temores nos controlen. El segundo versículo de la sección 46 de Doctrina y Convenios dice, refiriéndose a los élderes de la Iglesia: “Pero a pesar de las cosas que están escritas” —hacer caso omiso de todo lo que está disponible— “siempre se ha concedido a los élderes de mi iglesia desde el principio, y siempre será así, dirigir todas las reuniones conforme los oriente y los guíe el Santo Espíritu”. Tenemos entonces la promesa de que todos podemos reclamar el don del Espíritu Santo, tal y como se nos confiere como miembros de la Iglesia, junto con la poderosa Luz de Cristo, que llevamos en nuestro interior; la promesa de que “os será dado en [el momento preciso] la porción que le será medida a cada hombre” (D. y C. 84:85). ¡Cuántas veces he confiado en eso, como lo hago en este momento!

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CONVERSACIÓN CON LOS MAESTROS

Presidente Boyd K. Packer Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles

Discurso dirigido a los maestros de educación religiosa del SEI • 9 de febrero de 2008 • Tabernáculo de Salt Lake

Es un placer estar aquí. La primera vez que estuve ante este púlpito en este maravilloso tabernáculo fue hace 42 años; David O. McKay era el presidente de la Iglesia. Esa fue la primera vez que yo iba a hablar en una conferencia. Creo que estoy un poco menos nervioso que en aquella ocasión, ¡pero no mucho!

Alma Sonne, que tenía más antigüedad entre los Ayudantes de los Doce, como se nos conocía por aquel entonces, era de Logan. Era un hombre corpulento, de voz sonora, y solía llamarme “hermanito”.

Cuando yo estaba a punto de tomar la palabra, me dijo: “Hermanito, sentirá un gran Espíritu cuando llegue a ese púlpito”. Y supe que era verdad.

Hace algunos años, en San Francisco, a una amiga nuestra la invitaron a cantar en una reunión, pues tenía una hermosa voz de contralto. Dijeron que enviarían un auto para recogerla; ella era una jovencita en aquel tiempo cuando se sentó en el asiento trasero del auto, al lado del presidente Heber J. Grant.

De camino a la reunión, el presidente Grant le dijo: “Estoy muy nervioso”. A lo que ella le respondió: “¿Por qué, presidente Grant?, no puedo creer eso. ¿Usted

se pone nervioso después de todos estos años?”. Él respondió: “Sí, querida, y si algún día dejo de estarlo, no seré lo que debo ser en el

llamamiento que tengo”. Aprendí mucho de esas palabras; aprendí que no debemos dejar que nuestros

temores nos controlen. El segundo versículo de la sección 46 de Doctrina y Convenios dice, refiriéndose a

los élderes de la Iglesia: “Pero a pesar de las cosas que están escritas” —hacer caso omiso de todo lo que está disponible— “siempre se ha concedido a los élderes de mi iglesia desde el principio, y siempre será así, dirigir todas las reuniones conforme los oriente y los guíe el Santo Espíritu”.

Tenemos entonces la promesa de que todos podemos reclamar el don del Espíritu Santo, tal y como se nos confiere como miembros de la Iglesia, junto con la poderosa Luz de Cristo, que llevamos en nuestro interior; la promesa de que “os será dado en [el momento preciso] la porción que le será medida a cada hombre” (D. y C. 84:85). ¡Cuántas veces he confiado en eso, como lo hago en este momento!

Ustedes pueden enseñar las clases Voy a leer uno o dos pasajes de las Escrituras que he apuntado: “Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará, para que seáis más

perfectamente instruidos en teoría, en principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que os conviene comprender;

“de cosas tanto en el cielo como en la tierra, y debajo de la tierra; cosas que han sido, que son y que pronto han de acontecer; cosas que existen en el país, cosas que existen en el extranjero; las guerras y perplejidades de las naciones, y los juicios que se ciernen sobre el país; y también el conocimiento de los países y de los reinos” (D. y C. 88:78–79).

En la Iglesia, si contamos (y pueden hacerlo de muchas maneras) a las personas que llevan el título de “maestro” en sus llamamientos, en sus ordenaciones o apartamientos, de hecho la cifra es un poco por debajo de cuatro millones cuando pensamos en los maestros orientadores, en los maestros de las organizaciones auxiliares y del sacerdocio; y si añadimos a los padres, esto por supuesto podría exceder los cuatro millones, ya que se les ha dado el mandamiento de “criar a [sus] hijos en la luz y la verdad” (D. y C 93:40).

En la Escritura está la promesa: “La luz y la verdad desechan a aquel inicuo… Pero yo os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad” (D. y C. 93:37, 40).

En el pasaje que leí anteriormente habla acerca de “cosas que han sido, que son y que pronto han de acontecer” (D. y C. 88:78–79).

Lo que Pablo escribió a Timoteo, lo cual dio como una profecía, yo lo leeré como una descripción o proclamación que describe nuestra situación actual. Me he tomado la libertad de modificar unas pocas palabras:

“También debes saber esto: que en los postreros días [han venido] tiempos peligrosos.

“Porque [hay] hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos,

“sin afecto natural” —una expresión muy poderosa que describe nuestra situación actual— “implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno,

“traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios”. Entonces, curiosamente dice: “que [tienen] apariencia de piedad, pero [niegan] la

eficacia de ella; a éstos evita” (2 Timoteo 3:1–5). Muchas veces me he aferrado a la promesa que se encuentra en el Libro de Mormón

que dice que todos “los hombres” —y eso incluye también a las mujeres— “son suficientemente instruidos para discernir el bien del mal” (2 Nefi 2:5).

En ocasiones, cuando me ha tocado trabajar con personas que estaban a punto de acabar con su vida y casi se daban por vencidas y decían “todo es inútil”, recuerdo que “los hombres son suficientemente instruidos para discernir el bien del mal”.

Hace años, nos encontrábamos en una reunión de seminario en el Colegio Universitario Ricks, como solía llamarse. Llevábamos a cabo reuniones para los jóvenes de seminario e instituto de una región, y por lo general nos acompañaba una Autoridad General. Hubo dos experiencias que me enseñaron mucho.

El élder Antoine R. Ivins, el presidente de más antigüedad del Primer Quórum de los Setenta de aquella época, nacido en St. George; lo que conocí de él es que era un dulce y maravilloso anciano. (Ya no me gusta usar la palabra “anciano” como antes; por eso uso “persona mayor”.)

En una de mis clases tenía a un jovencito como el que ustedes han tenido en su clase; pensé en cada uno de ellos, “Bueno, la mayor contribución que hace a nuestra clase es el día que está ausente”.

Le describí este jovencito al presidente Ivins. Lo que le pregunté fue: “¿Hasta dónde podemos llegar?

¿Cuál es nuestro deber realmente?”. El presidente Ivins estaba sentado sobre la mesa, al frente del laboratorio donde

estábamos reunidos, moviendo sus pies hacia delante y hacia atrás; ésa es la imagen que conservo de aquel maravilloso líder de la Iglesia. Se quedó pensativo unos momentos y entonces dijo: “¿Y qué pasa si fuera su hijo?”.

Aprendí algo: ¿Y qué pasa si fuera su hijo? En otra ocasión, por casualidad en la misma escuela, nos acompañó el presidente

Joseph Fielding Smith. Había estado circulando por la Iglesia una carta que, de alguna manera, se había enviado a los obispos y presidentes de estaca. En ella se anunciaba que la Iglesia estaba errada, que no teníamos el sacerdocio ya que nunca se había conferido de manera apropiada. La persona que escribió la misiva hizo gran hincapié en que para hacerlo de la manera correcta, primera mente se debe conferir el sacerdocio y después el oficio del sacerdocio, y que si no se hace de ese modo, la ordenanza no es válida. Aquella carta estaba generando una gran influencia en la Iglesia.

Alguien le preguntó al presidente Smith “¿Qué nos puede decir de esa carta?”. Él respondió: “Bueno, antes de hablar sobre la carta, permítanme comentarles

acerca de su autor”. Después de contar algunas cosas, concluyó: “Como verán, ese hombre es un simple y puro mentiroso. Bueno, ¡quizás no tan puro!”.

La Iglesia es maravillosa en cuanto a la precisión de cómo son las cosas, cómo deben ser, y cuán cuidadosa es, dispuesta a atender a todos nosotros en nuestras necesidades.

En una ocasión, una mujer se le acercó al presidente Smith para quejarse de que había asistido a un bautismo y que la ordenanza no era válida porque el nombre de la persona no se había dicho de manera correcta. Pongamos por ejemplo que se hubiera dicho John Henry Johnson cuando en realidad la persona se llamaba Henry John Johnson.

Aquella mujer dijo: “He estado insistiendo para que se repita la ordenanza ya que no se hizo correctamente”.

El presidente Smith reflexionó por unos minutos y luego dijo: “¿Bien, a quién se sumergió en el agua?”. Y agregó: “¿Por qué mejor no se ocupa de sus asuntos?”.

Ustedes son suficientes Si prestamos atención, hay sólo unas cuantas cosas que es necesario hacer de

manera precisa, pues de lo contrario se tienen que volver a repetir; una de ellas es la oración de la Santa Cena. Tenemos, por supuesto, presbíteros que están aprendiendo a bendecir la Santa Cena.

Una vez asistí a una reunión sacramental en la que el presbítero estaba atemorizado y nervioso. Murmuró algunas cosas y miró hacia donde estaba el obispo, quien le hizo la señal de que la hiciera de nuevo, él lo hizo, luego la tercera y cuarta vez.

Le di una palmadita en la rodilla al obispo y le dije “Obispo, ¡ya es suficiente!”. Lo que hacemos en la Iglesia es suficiente. Las ordenanzas, como las oraciones de la

Santa Cena o la ordenanza del sellamiento, deben ser precisas. La investidura es una ordenanza que ha sido revelada. Ésta es una Iglesia en la que se está muy a gusto; el manto del sacerdocio se adapta cómodamente a aquellos que poseemos el sacerdocio. Y lo maravilloso es que todo varón adulto de la Iglesia puede poseer el sacerdocio (D. y C. 1:20). Ustedes han presenciado en su vida un cambio en este aspecto (Declaración Oficial 2).

La esposa del presidente Joseph Fielding Smith, Jessie Evans Smith (a quien llamábamos tía Jessie), tenía una maravillosa voz de contralto. A menudo solía acompañar a su esposo en sus viajes y, de un modo u otro, siempre lo persuadía para que cantara con ella. Una vez, después de cantar un hermoso dúo, mientras él regresaba a su asiento, ella le dio un tironcito y lo sentó en su regazo, diciendo: “¡Ésta es la única manera que tengo de poseer el sacerdocio!”.

Si ustedes conocieran a las Autoridades Generales como nosotros las conocemos, se darían cuenta, afortunadamente, de que no somos nadie. Somos personas comunes y corrientes. No hay tiempo para convencerlos de ello, pero tenemos la monumental y enorme responsabilidad de guiar a la Iglesia en este tiempo y en esta época.

Cuando Pablo escribió a Timoteo, le dijo “…vendrán tiempos peligrosos” (2 Timoteo 3:1) y describió todas las cosas: personas sin afecto natural, desobedientes a los padres,

infatuados, blasfemos, y todo lo demás. Así fue en aquel entonces y así es hoy. Y sorprendentemente añadió: “…tendrán apariencia de piedad, pero negarán la

eficacia de ella; a éstos evita” (2 Timoteo 3:5). En cierta ocasión, al leer esto me pregunté: “¿Qué podemos hacer? Si ahora todo esto

es más grande y más sofisticado, ¿qué podemos hacer con respecto a esto?”. Entonces leí el resto del capítulo:

“…mas los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados.

“Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido”

Y prosigue: “Y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús.

“Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:13–16).

De modo que, después de exponerle a Timoteo todos los grandes desafíos, Pablo le enseñó que sólo lea las Escrituras y que las enseñe. En las Escrituras ustedes encuentran las doctrinas que conducen al testimonio de Cristo.

Siendo maestro de seminario asistí a la Universidad del estado de Utah para obtener una maestría y le pregunté al decano si podía escribir la tesis sobre un tema que me beneficiara personalmente.

Tiempo después, mientras preparaba mi doctorado en la Universidad Brigham Young, había una profesora de intercambio procedente de Ohio que enseñaba sobre la educación primaria; yo no iba a especializarme en ese campo, pero deseaba tomar algunas de esas clases.

Nos dio la asignación de escribir un artículo del semestre, ella dijo “quiero tener un bosquejo de ello y tengo que aprobarlo. Me reuniré con cada uno de ustedes individualmente”.

Así que me reuní con ella y creo que la sorprendí cuando le dije: “Lo que me gustaría hacer es descubrir cuánto sé de este tema”.

Por lo general, en los estudios de postgrado uno va a la biblioteca y hojea un libro hasta que encuentra una frase o un párrafo que incorpora a su escrito añadiéndole algunas frases propias.

Le dije: “Voy a hacer eso, leeré todos los libros que usted desee, pero ese no es el punto; lo que me gustaría es averiguar qué es lo que sé en cuanto al tema”.

Se quedó pensativa, y después dijo: “¿Sacarlo puramente de su propia investigación?”.

Respondí “Sí, eso creo”. Ella dijo: “¡No podemos hacer eso!”. Y yo pensé: “¡Lo mismo de siempre!”. En relación con este asunto, en 1954 había cierto des- orden en el sistema educativo

de la Iglesia. Se dispuso que todos los maestros de seminario e instituto de todo el mundo se pudieran reunir para una sesión de verano en la Universidad Brigham Young. La Primera Presidencia había determinado que si podían reunir a todos y conseguir que todos ellos estuvieran en el mismo punto, la desorganización que había en el sistema podría eliminarse.

Para mi sorpresa, fui nombrado presidente del comité encargado de los preparativos de la escuela de verano y se me comunicó que nuestro maestro sería Harold B. Lee, del Quórum de los Doce Apóstoles, el apóstol de mayor antigüedad en ese entonces. De modo que tuve que trabajar hombro con hombro con él durante cinco semanas, los cinco días a la semana, dos horas al día con Harold B. Lee. Eso ocurrió en 1954. Fue un hito en mi vida, por cierto; todavía conservo todas las disertaciones, pues suponen un maravilloso recorrido por los principios, las doctrinas y las responsabilidades del sacerdocio de la Iglesia. El élder Lee invitó a otros profesores. El presidente J. Reuben Clark, Jr. asistió una o dos veces, así como Marion G. Romney. Fue una época gloriosa en la que estudiamos el Evangelio.

También tuvimos que presentar un escrito al finalizar el curso, de modo que hablé con el élder Lee. Nuestro texto era un libro escrito por el presidente Joseph Fielding Smith titulado El hombre: su origen y destino.

Hablé con el hermano Lee y le dije: “Puedo escribir mi artículo y repetir lo que el presidente Smith sabe en cuanto a este tema, pero me gustaría saber qué es lo que yo sé al respecto”.

A diferencia de aquella profesora de Ohio, él me dijo: “Adelante, hágalo”. Como bien saben, eso es mucho más difícil. Cualquiera puede escribir un artículo

secular, pero al investigar en lo profundo de mi alma, pude ver y comprender. Entonces comencé a entender que el presidente Lee era, ante todo, un maestro en

todo momento. Si uno sabía eso y él percibía que uno deseaba aprender, él podía enseñarle en todo momento.

Ustedes pueden ser una bendición Recuerdo una vez que fuimos a Chicago para una convención del personal militar,

esto fue durante la guerra de Vietnam. Estábamos llevando a cabo conferencias de la Iglesia por todo el país y reuniéndonos con los soldados que partían hacia Vietnam. El hermano Lee y yo estábamos en el comité del personal militar. Fuimos a San Francisco y a otros lugares, pero nos encontrábamos en Chicago para esa conferencia y aprendí un par de lecciones, una de las cuales me dejó sorprendido.

Un joven se nos acercó en el momento que nos disponíamos a salir y nos dijo: “Élder Lee, esta semana salgo para Vietnam y no sé si voy a volver o no. Provengo de una familia inactiva. Por favor, ¿podría darme una bendición?”.

No se podrían negar a semejante súplica de un joven soldado. Para mi sorpresa, el élder Lee dijo: “Hijo, su padre debe darle esa bendición”. El joven replicó: “Pero mi padre no es activo, y ni siquiera sabría cómo hacerlo ya

que nunca ha dado una bendición”. El hermano Lee respondió: “De todos modos, él es quien debe darle la bendición.

Déjeme decirle qué debe hacer, vaya con su padre y dígale: ‘Me voy y no sé si volveré con vida. Voy a un sitio muy peligroso y quisiera que me dieras una bendición’ ”.

El hermano Lee sabía que este padre, avergonzado, diría: “Pero no sé cómo hacerlo”. Así que le dio al joven las siguientes instrucciones: “Diga a su padre que usted se

sentará en una silla y que él se pare detrás suyo, y coloque las manos sobre su cabeza y que diga lo que le venga a la mente”.

La conversación terminó y el joven se fue apesadumbrado. Casi había olvidado aquel incidente cuando cerca de un año después volví a ver a

aquel joven y me recordó la situación. Me dijo: “¿Sabe lo que sucedió? Mi padre me dio la bendición. Fue algo maravilloso, y

me sirvió de fortaleza y protección”. En otra ocasión, mientras era maestro de seminario, un jovencito de Corinne estaba

teniendo problemas. Vivía en una granja; creo que tenía siete hermanas y él era el mayor. Era un joven fuerte, robusto y responsable, un buen alumno de secundaria. Aquel invierno su padre salió a cerrar la boca de riego que estaban goteando, resbaló en el hielo y se mató, dejando a ese jovencito de dieciséis años como cabeza de familia.

Durante el transcurso del año escolar me di cuenta de que al joven le ocurría algo. Sabía que trabajaba hasta altas horas de la noche ordeñando las vacas y haciendo otros quehaceres, y me enteré de que había algo más que el exceso de trabajo: tenía una enfermedad terminal.

En ese entonces íbamos a dedicar la capilla para los indios nativos en Brigham City. El presidente David O. McKay iba a venir a dedicarla. Fue una de las pocas veces hasta ese entonces que tuve que estar hombro con hombro con él. El presidente Spencer W. Kimball también estaba allí.

Después de la reunión, la madre del joven vino a donde estábamos y dijo: “Mi hijo se está muriendo. Lo trajimos hasta aquí en un vehículo y lo llevamos a la oficina. Presidente McKay, ¿podría darle una bendición, por favor?”. Aquella afligida madre suplicaba por su hijo.

De nuevo me quedé sorprendido. El presidente McKay dijo: “Querida hermana, si yo diera todas las bendiciones que me piden, no tendría las fuerzas para llevar a cabo los deberes que sólo yo puedo desempeñar. Le pediremos al presidente Lillywhite” —el presidente de estaca y, por cierto, maestro de seminario— “que lo haga en mi lugar y dé esa bendición”. Y así fue.

Yo pensé: “El Presidente de la Iglesia, ¿cómo es posible?”. A su debido tiempo, aprendí. Aprendí que todo hombre distingue el bien del mal, y

que todos los hombres pueden poseer el sacerdocio. Esa declaración particular de la primera sección de Doctrina y Convenios que establece este orden en la Iglesia es tremendamente maravillosa y poderosa (D. y C. 1:20). Es parte de la doctrina que todos debemos aprender.

No hay tiempo para narrar lo que sucedió después, pero aquéllas fueron lecciones difíciles. La conclusión es la siguiente: debemos depender de ustedes que son los que enseñan.

Ustedes son los soldados Cuando nosotros estábamos en la escuela secundaria ya había comenzado la

Segunda Guerra Mundial; mi hermano y yo nos unimos a la Guardia Local, como se le decía entonces, la Guardia local de Utah. Al declararse la guerra, la Guardia Local se integró a la Guardia Nacional que había sido llamada al frente; luego se llamó al resto de nosotros. El punto era:

¡Llamen a las tropas, estamos en peligro! Uno los Doce me dijo ayer: “Estamos en guerra. La batalla ruge a nuestro alrededor.

Es una guerra, la guerra con Satanás. Él encoleriza el corazón y la mente de las personas. ¿Qué vamos a hacer?”.

No contamos con soldados uniformados para llamarlos a que nos protejan, pero tenemos maestros. Como Pablo escribió a Timoteo, voy a parafrasear: “Toda la Escritura [es dada para nuestra protección]” (2 Timoteo 3:16).

Y también: “Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará” (D. y C. 88:78), junto con todas las demás promesas que recibe cada maestro. Es fácil ponerlas a prueba.

¿Qué debemos hacer? Si todas las cosas terribles que se describen en la primera parte de ese capítulo deben equilibrarse simplemente con “desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras” (2 Timoteo 3:15), entonces ustedes comprenderán cuál es su función y se darán cuenta de que el joven de su clase es similar al que yo tenía en la mía, aquel que quizás realizaba su mayor contribución cuando no asistía; tengan más para él que sólo ese concepto.

No usamos mucho la expresión tener que. De hecho, el jueves pasado en el templo, en una carta dirigida a la Iglesia quitamos la expresión tienen que y la reemplazamos

por deben. En lugar de tienen que hacerlo, ahora dice deben hacerlo. Tenía que firmarla la Primera Presidencia, pero en cierta forma se negaron a firmar una carta que decía tienen que.

Debemos enseñar el Evangelio. Supongo que el mayor desafío se halla en otra Escritura que todos ustedes conocen

de memoria. “Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino

con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual. “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque

para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:13–14).

En el asunto que nos atañe (las doctrinas del Evangelio), tratamos con algo que no se puede ver ni tocar física- mente; no tiene medida, ni forma ni dimensiones.

¿Cómo lograr que este asunto de las cosas espirituales entre, especialmente, en la mente de los jóvenes?

Cuando escribí aquella tesis siglos atrás, dije: “Quiero averiguar qué tipo de maestro fue Jesucristo. ¿Qué fue lo que Él hizo?”. Resultó muy esclarecedor.

Él fue una persona muy sencilla; comparaba lo espiritual con lo espiritual, y también nos enseñó cómo comparar lo tangible con lo espiritual. En muchas de Sus enseñanzas en el Nuevo Testamento y también en el Libro de Mormón a menudo se repiten estas dos palabras: es semejante…

“El reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas” (Mateo 13:45).

“El reino de los cielos es semejante a…” y a continuación Él mencionaba las cosas más comunes, hojas, árboles y flores se encuentran en las palabras de Cristo con gran sencillez.

Cristo empleaba parábolas. Es posible escoger una parábola y utilizarla con los jovencitos en la Escuela Dominical y en la Primaria, y al domingo siguiente usarla en el grupo de Sumos Sacerdotes o en la Sociedad de Socorro sin que pierda su poder.

Nos complicamos mucho con las cosas que pensamos que deberíamos enseñar y lo que deberíamos saber. Ya conocen estas palabras: “…me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Corintios 2:2).

“Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).

Así que apelaré a la ayuda de todos los maestros. No podemos convocar a soldados para proteger la Iglesia. Debemos recurrir a los maestros, y ustedes deben enseñar las

doctrinas. El Sistema Educativo de la Iglesia dispone de una tabla que enumera las doctrinas

que deben enseñar. Allí las encontrarán. Deben enseñar sobre nuestra existencia preterrenal; deben enseñar sobre Dios el Padre, quien fuera nuestra primera ayuda visual de esta dispensación ya que se apareció junto al Hijo. Deben enseñar todas las doctrinas: “Bautismo por inmersión para la remisión de los pecados; [y la] imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo” (Artículos de Fe 1:4).

Así que si nuestros jóvenes y los que ya no lo son tanto (e incluso aquellos de nosotros de edad madura) entienden lo que es el don del Espíritu Santo, entonces estamos a salvo.

Tenemos muchos problemas en la Iglesia. Vamos a organizar una estaca allí donde la Iglesia es nueva y no hay nadie que tenga mucha experiencia de nada. Quizás se trate de naciones en vías de desarrollo que no tienen nada comparado con lo que nosotros tenemos, en África o cualquier otro país. No obstante, vamos y organizamos la estaca, y se llama a un hombre que es muy nuevo en la Iglesia.

Recuerdo haber llamado a un presidente de estaca que había sido miembro de la Iglesia por tan sólo dos años. Era un desconocido para mí, pero sabía que era el hombre que quería el Señor. A veces me preguntaba por qué.

El élder Kimball me enseñó este aspecto cuando recién se me había llamado. Me dijo: “A veces he ido a organizar una estaca y he llamado a un presidente de estaca, y me he preguntado: ‘¿Por qué él?’. Todo lo que sé en ese momento es que ésa fue la revelación recibida; pero por lo general, al abandonar la ciudad ya lo sabía”.

Hace poco se reorganizó la Primera Presidencia. Se llamó al presidente Thomas S. Monson como Presidente; él es un líder venerable, bien instruido en todos los aspectos posibles. Llamó como consejeros al presidente Henry B. Eyring y al presidente Dieter F. Uchtdorf, quien sólo lleva tres años en el Quórum de los Doce.

Recuerdo haber pensado: “Bueno, ya progresará”. Recuerdo cuando se llamó a N. Eldon Tanner a la Primera Presidencia. Había sido presidente de estaca en Canadá; llegó a la Primera Presidencia en poco menos de tres años, tras haber sido Ayudante de los Doce y miembro del Quórum de los Doce en ese período. Vi lo que el presidente Tanner hizo durante su ministerio.

Siempre podemos contar con nuestros líderes. No nos preocupamos por saber si tenemos líderes disponibles, sino que utilizamos lo que hay. Sabemos que el sacerdocio es “el sacerdocio... según el orden más santo de Dios” (D. y C. 84:18) o “el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios” (D. y C. 107:3). Si tienen suficiente conocimiento de lo básico, si saben de la existencia preterrenal, de las ordenanzas y del poder del sacerdocio, acabarán por encontrar el camino. Cometerán algunos errores, pero no muchos; y entonces las estacas crecerán y se dividirán.

Ustedes contribuirán a la redención del mundo Esta Iglesia no puede ser destruida. ¡Hay muchos de nosotros! En cierta ocasión se me asignó reunirme con el Presidente de los Estados Unidos,

Lyndon Johnson, por un asunto relacionado con nuestros soldados, no se nos permitía formar nuevos capellanes. Creo que nos quedaban cinco, pues los requisitos para los aspirantes a capellán no sólo estaban creados para las demás iglesias, sino también por otras iglesias. Todos los capellanes en jefe eran clérigos de otras religiones. Era un gran problema; lo intentamos por todos los medios posibles, pero la persuasión no funcionó. No tenían interés en nosotros, y no nos consideraban cristianos en ningún sentido, lo cual me pareció extraño, ya que pensaba que Él debería ser quien determinara si éramos cristianos o no, no ellos. En tanto Él piense que lo somos, es suficiente para nosotros.

El élder Harold B. Lee me pidió que saliera de una reunión y me dijo: “Tenemos una cita con el presidente Johnson por la mañana, y usted debe asistir”.

Estaba aterrado; yo sólo era un Ayudante de los Doce, alguien de baja jerarquía y escasa experiencia. Pensé: “Bueno, ¡supongo que piensan que soy prescindible!”.

Al salir del edificio, me detuve en la oficina del élder Lee para decirle: “Aquí estoy. ¿Tiene algún consejo que darme?”.

Me contestó: “Sí. Cuando esté frente al Presidente de los Estados Unidos, ¡recuérdele que no estamos en 1830 y que somos más de seis!”.

Permítanme repetirlo: “¡No estamos en 1830 y somos más de seis!”. He dicho que tenemos más de cuatro millones de miembros llamados como

maestros en todos estos países. ¿Y qué es lo que deben enseñar? El Evangelio, la doctrina y los principios. Todo lo demás es ayuda extracurricular. No permitan que un alumno salga de su salón de clases ignorando que hay una existencia preterrenal. Si no sabe eso, ¿qué sentido le hallará a la vida terrenal? Si somos realistas, esta vida es injusta. Algunas personas nacen con limitaciones físicas o mentales y hay escasas posibilidades de hacer algo al respecto. ¿Cómo va a ser justa? Pues bien, al contemplar todo en su totalidad, incluso la existencia preterrenal, hemos vivido siempre. Nunca hubo un comienzo. La vida terrenal no es sino uno de los capítulos del libro de la vida que estamos escribiendo y viviendo. Además, la vida posterrenal continúa para siempre, jamás termina. Sabiendo eso, podremos tener un poco más de paciencia y alcanzaremos mayor conocimiento. Ellos deben saberlo.

Nuestros miembros son maravillosos. Pueden responder las preguntas de nuestros detractores; aunque no vale la pena hacerlo con algunos de ellos. Los detractores pueden pensar lo que quieran, y nosotros pensaremos lo que deseemos. Ellos van adonde están yendo y nosotros vamos adonde nos dirigimos.

No obstante, eso depende de todos ustedes que son maestros. La enseñanza no es un deporte para quienes se agotan o se cansan fácilmente, puesto que jamás termina; mas siempre se les dará la palabra del Señor: “La voz del Señor de nuevo penetró mi mente, diciendo…” (Enós 1:10). ¿Recuerdan haberlo leído en las Escrituras?

Y “os será dado en [el momento preciso]” (D. y C. 84:85). ¿Con cuánta frecuencia les ha sucedido? Enséñenles cómo funciona este proceso.

La Iglesia nunca será tan pequeña como lo es ahora. No estamos reduciendo nada en la Iglesia, sino que crece y crece. El puñado de aquellos que hemos sido llamados a servir como líderes intentamos seguirle el paso.

He visto muchas cosas en mi experiencia. He visto sobrevenir asombro, preocupación y a veces gran desilusión en los consejos de la Iglesia, pero jamás he visto temor en ellos. Sabemos quiénes somos y quién es Él.

Al tratar de enseñar como Él enseñó, recordemos que Él es el maestro modelo. Él es simple y elemental. En Él hallarán nuestro ideal, el Maestro Ideal, Jesucristo, el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre y nuestro Hermano. Nos ha conferido el sacerdocio y el poder que éste tiene —“el sacerdocio… según el orden más santo de Dios” (D. y C. 84:18) o “el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios” (D. y C. 107:3)— conferido sobre personas comunes del mundo. Los ordenamos y apartamos para luego partir y dejarlos.

¿Qué fue de aquel hombre que había sido miembro de la Iglesia por sólo dos años? En el plazo de uno o dos años ya era tan fuerte y poderoso como el presidente de estaca que nació en la Iglesia, cursó seminario y sirvió en una misión.

Contamos con seminarios, institutos y escuelas de la Iglesia y ustedes son los maestros. No puedo explicarles, salvo que comprendan lo que siento, cuán importantes son y cuán decididos estamos a hacer uso de ustedes y apoyarnos en ustedes. Son crucial y esencialmente importantes.

Yo no utilizo la palabra absoluto. Las Autoridades Generales lo saben. Cuando oigo a alguien decir “Ése fue absolutamente el mejor discurso que he escuchado”, se me ocurre que quizás no hayan escuchado muchos.

La palabra absoluto implica que no se puede seguir avanzando una vez empleada que ya no hay más palabras ni adjetivos.

No empleo la palabra absoluto con mucha frecuencia, pero la usaré ahora. Es absolutamente crucial que ustedes, como maestros de la Iglesia, estén a la altura de las circunstancias y hagan lo que se les llamó, ordenó o designó hacer y simplemente enseñen. Enseñen el evangelio de Jesucristo en su sencillez.

He aprendido algo más. He aprendido que la revelación que se destila sobre nosotros “como rocío del cielo” (D. y C. 121:45) llega con frecuencia como sustantivo y

no como adjetivo. El Señor no describe de qué está hablando; sólo nos da la impresión y yo he aprendido a obedecer tales impresiones.

En cierta ocasión, al estar bajando en un ascensor, me sentía confuso por dos cartas que había recibido de unos líderes locales de la Iglesia. En una decía “Vaya a la izquierda” y en la otra “Vaya a la derecha”. Ambos eran hombres fieles.

Pensé: “Bueno, ¿cuál es la más importante?”. No lo sabía, de modo que iba orando en el ascensor; y recibí la impresión de cuál era la correcta.

Y es que el Señor no tiene que dar explicaciones. He aprendido a no preguntar por qué, pues la respuesta es: “porque así debe ser”.

He meditado al respecto. Otra cosa que deben hacer es meditar y orar, y entonces recibirán. Hagan caso omiso a sus temores y no intenten hacer todo en un día.

Muchas veces he hablado con padres de hijos rebeldes a los que daban por perdidos. Y yo pensaba: “Tan sólo aguarden”.

Una vez llamé como presidente de estaca a un hombre que había hecho muchas cosas mal. Lo que sucedió entre la época en que sus padres estaban desesperados con él y el momento en que fue llamado como presidente de estaca constituye la verdadera esencia del Evangelio.

Nuestras bendiciones sean sobre ustedes. Invoco las bendiciones del Señor sobre ustedes. Les traigo los saludos de la Primera Presidencia de la Iglesia que ahora está adaptándose a una nueva administración. La Primera Presidencia vivirá retos mayores e importantes, y tendrá grandes y trascendentales revelaciones; la Iglesia recibirá grandes ejemplos, a saber: los presidentes Thomas S. Monson, Henry B. Eyring y Dieter F. Uchtdorf.

Con toda esta autoridad y este poder, lo maravilloso es que ustedes también los tengan. Tal es la razón por la que el presidente McKay no creía necesario dar aquella bendición. Ustedes pueden darla; ustedes poseen el sacerdocio. Ustedes pueden impartir las clases y tienen la capacidad necesaria. Ustedes contribuirán a la redención del mundo. Ustedes son las tropas que convocamos contra los desafíos que se nos presentan.

Invoco sobre ustedes las bendiciones del Señor y al hacerlo ejerzo las llaves del sacerdocio. Tres de los que estamos en el estrado poseemos todas las llaves del sacerdocio. Éstas acompañan la ordenación al apostolado. El presidente Monson es el único hombre sobre la tierra que puede ejercer todas las llaves a la vez, pero todos las tenemos. Utilizo estas llaves para su beneficio y bendición, en sus trabajos y hogares, sobre sus hijos y nietos y todo lo demás que guarde relación con ustedes. He estado en su lugar y les digo cuán bendecidos son y serán.

Les garantizo que Jesús es el Cristo, pues lo conozco. Él preside esta Iglesia; no es

ningún extraño para Sus siervos que están aquí. Invoco Su bendición sobre todos ustedes, sobre todos los que somos maestros, y lo hago invocando la suprema declaración de autoridad, en el nombre de Jesucristo. Amén.