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1 EJERCICIOS ESPIRITUALES 2.016 1. PLANTEAMIENTO TEOLÓGICO-ESPIRITUAL DE LOS EJERCICIOS. Los Ejercicios Espirituales corresponden con profundidad y extensión a una experiencia per- sonal del mismo Ignacio, quien, a través de muy variadas situaciones interiores y exteriores, fue recorriendo el camino que le llevaría hasta el descubrimiento de la voluntad de Dios concreta sobre él y sus planes. Se trató de una experiencia radical y exigente, en el sentido que nos permite vis- lumbrar su autobiografía: el tránsito desde una vida desordenada hasta otra vida ordenada, co- herente con la historia de salvación. Realizar, por tanto, en nuestros días tales Ejercicios Espirituales significa que estamos dis- puestos a enfrentarnos seriamente con nosotros mismos, en búsqueda de la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros, serena pero eficazmente. Porque cada uno de nosotros (aunque no haya caído en la cuenta) necesita una urgente y poderosa re-estructuración que ponga orden y concierto cristianos en los distintos elementos de nuestras vidas. Los Ejercicios Espirituales son, antes que cualquier otra cosa, un movimiento del espíritu desde el Espíritu, camino de un reajuste interior, de tal forma que sintamos el estremecimiento de la carne doblegada y la apertura a una nueva personalidad espiritual capaz de servir a Dios con todas sus fuerzas. Naturalmente, la condición para penetrar en dicha experiencia personal es una conciencia vivida de nuestra precaria situación como creyentes. Todo aquel que se crea ya en posesión de una vida espiritual establecida para siempre no está llamado a realizar los Ejercicios: jamás llegará a entrar en su dinámica de honda conversión personal a la verdad y a la vida, y hasta llegará a sufrir una decepción..., porque el camino recorrido no le aportará elementos nuevos para su propia suficiencia. La re-estructuración implica una previa conciencia de des- estructuración: ésta es la manera de vivir con serenidad y objetividad creadoras nuestro intrans- ferible pecado. Por todo ello, realizar la experiencia de los Ejercicios es un poderoso reto que uno se propone a sí mismo: abrirse a la posibilidad de que Dios intervenga taxativamente en mi vida concreta, hasta poder cambiarla por completo en todas sus dimensiones, imponiendo paternalmente su santa voluntad, en un proceso permanente de elecciones discernidas. De ello se deduce que la palabra adecuada para definirlos sea ésta: riesgo. Arriesgar cuanto somos y tene- mos y deseamos... para que el Señor lo re-estructure todo según crea. El final de este proceso, que se continúa después en la vida corriente, es el hombre nuevo paulino, ese hombre que post- ula Jesucristo como convertido al comienzo de Marcos (1,15). En una palabra, mediante la escucha de Dios, vamos trasformando nuestro existir concreto, vamos ordenando nuestra pasión, vamos transformando nuestra personalidad y, en fin, nos vamos haciendo algo más creyentes. Esto implica disponibilidad, trabajo, oración y con- fianza. A fin de cuentas, la metodología ignaciana no es más que una pendiente por la que desli- zarse para desembocar en la experiencia evangélica por antonomasia: la pascua del Cristo Jesús, plenitud del hombre. 1. CONDICIONES PARA LOS EJERCICIOS. En unos momentos de profundo desconcierto, pero también de ansiosa búsqueda de la humanidad, de la Iglesia, de nuestras comunidades y de nosotros mismos (es decir, momentos de objetiva crisis de valores, que afecta paradójicamente a nuestra integración personal), deseamos experimentar de nuevo el fundamento vivencial de nuestra fe para centrarnos desde dentro y así, al re-estructurar con profundidad la existencia, poder dar razón de nuestra esperanza. Los Ejercicios consisten en esto: ordenar su vida. Importa, en este contexto, releer el prólogo a la primera carta de Juan: lo fundamental es la experiencia personal de Jesucristo (“lo que contemplamos y palparon nuestras manos”), pero esa experiencia se convierte en urgente ma- teria de proclamación (“eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora”), de tal manera que para un creyente toda experiencia de Dios tiene una dimensión apostólica. Los Ejercicios, por lo tanto, al

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EJERCICIOS ESPIRITUALES 2.016

1. PLANTEAMIENTO TEOLÓGICO-ESPIRITUAL DE LOS EJERCICIOS.

Los Ejercicios Espirituales corresponden con profundidad y extensión a una experiencia per-sonal del mismo Ignacio, quien, a través de muy variadas situaciones interiores y exteriores, fue recorriendo el camino que le llevaría hasta el descubrimiento de la voluntad de Dios concreta sobre él y sus planes. Se trató de una experiencia radical y exigente, en el sentido que nos permite vis-lumbrar su autobiografía: el tránsito desde una vida desordenada hasta otra vida ordenada, co-herente con la historia de salvación. Realizar, por tanto, en nuestros días tales Ejercicios Espirituales significa que estamos dis-puestos a enfrentarnos seriamente con nosotros mismos, en búsqueda de la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros, serena pero eficazmente. Porque cada uno de nosotros (aunque no haya caído en la cuenta) necesita una urgente y poderosa re-estructuración que ponga orden y concierto cristianos en los distintos elementos de nuestras vidas. Los Ejercicios Espirituales son, antes que cualquier otra cosa, un movimiento del espíritu desde el Espíritu, camino de un reajuste interior, de tal forma que sintamos el estremecimiento de la carne doblegada y la apertura a una nueva personalidad espiritual capaz de servir a Dios con todas sus fuerzas. Naturalmente, la condición para penetrar en dicha experiencia personal es una conciencia vivida de nuestra precaria situación como creyentes. Todo aquel que se crea ya en posesión de una vida espiritual establecida para siempre no está llamado a realizar los Ejercicios: jamás llegará a entrar en su dinámica de honda conversión personal a la verdad y a la vida, y hasta llegará a sufrir una decepción..., porque el camino recorrido no le aportará elementos nuevos para su propia suficiencia. La re-estructuración implica una previa conciencia de des-estructuración: ésta es la manera de vivir con serenidad y objetividad creadoras nuestro intrans-ferible pecado. Por todo ello, realizar la experiencia de los Ejercicios es un poderoso reto que uno se propone a sí mismo: abrirse a la posibilidad de que Dios intervenga taxativamente en mi vida concreta, hasta poder cambiarla por completo en todas sus dimensiones, imponiendo paternalmente su santa voluntad, en un proceso permanente de elecciones discernidas. De ello se deduce que la palabra adecuada para definirlos sea ésta: riesgo. Arriesgar cuanto somos y tene-mos y deseamos... para que el Señor lo re-estructure todo según crea. El final de este proceso, que se continúa después en la vida corriente, es el hombre nuevo paulino, ese hombre que post-ula Jesucristo como convertido al comienzo de Marcos (1,15). En una palabra, mediante la escucha de Dios, vamos trasformando nuestro existir concreto, vamos ordenando nuestra pasión, vamos transformando nuestra personalidad y, en fin, nos vamos haciendo algo más creyentes. Esto implica disponibilidad, trabajo, oración y con-fianza. A fin de cuentas, la metodología ignaciana no es más que una pendiente por la que desli-zarse para desembocar en la experiencia evangélica por antonomasia: la pascua del Cristo Jesús, plenitud del hombre. 1. CONDICIONES PARA LOS EJERCICIOS. En unos momentos de profundo desconcierto, pero también de ansiosa búsqueda de la humanidad, de la Iglesia, de nuestras comunidades y de nosotros mismos (es decir, momentos de objetiva crisis de valores, que afecta paradójicamente a nuestra integración personal), deseamos experimentar de nuevo el fundamento vivencial de nuestra fe para centrarnos desde dentro y así, al re-estructurar con profundidad la existencia, poder dar razón de nuestra esperanza. Los Ejercicios consisten en esto: ordenar su vida. Importa, en este contexto, releer el prólogo a la primera carta de Juan: lo fundamental es la experiencia personal de Jesucristo (“lo que contemplamos y palparon nuestras manos”), pero esa experiencia se convierte en urgente ma-teria de proclamación (“eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora”), de tal manera que para un creyente toda experiencia de Dios tiene una dimensión apostólica. Los Ejercicios, por lo tanto, al

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re-estructurar nuestra vida desde un encuentro personal con Jesucristo, nos convierten en testigos de la misma experiencia tenida. 2. CONDICIONES NECESARIAS. Las actitudes necesarias para realizar los Ejercicios son tres:

1. Disponibilidad: ponerse enteramente en juego con gran generosidad, como si no se tuvieran adquisiciones previas de ninguna clase, saltando por encima de cualquier falsa seguridad, para dejarse sorprender por el Espíritu del Señor de la Iglesia, que nos abrirá nuevos horizontes, tal vez desconcertantes, pero maduradores de nuestra fe (Jn 3,5-8 y Sam 3). A esta disponibilidad se opone una actitud de cerrazón profunda, que impide la apertura del hombre a su Señor con gratuidad y generosidad, provocada en ge-neral por un temor a tener que cambiar los parámetros vitales. Entonces la pregunta es: al comenzar estos Ejercicios, ¿detecto en mí una actitud disponible o una cerrazón egoísta?

2. Receptividad: implica que prescindimos de nuestras preocupaciones concretas, dominantes y obsesivas, para acoger la palabra de Dios en su innovadora creati-vidad. Esta creatividad, tan propia del Espíritu Santo, muy probablemente nos conducirá por caminos distintos a nuestras preocupaciones y nos señalará, como decíamos, nuevas metas. Entonces la pregunta es: al comenzar estos Ejercicios, ¿estoy dispuesto a des-bloquearme por completo, aunque signifique una dolorosa decisión?

3. Personalidad: una experiencia de este tipo implica concebir al ser humano como per-sona, es decir, como totalidad, donde todas sus dimensiones naturales y cristia-nas están interrelacionadas, formando una dialéctica unidad, que comporta nues-tra personalidad actual. De tal forma que cuando nos jugamos “algo”... nos lo estamos jugando “todo”. Concebir así la persona es concebirla como un riesgo absoluto, porque resulta imposible reservarse zonas acotadas, donde hemos construido y levantado nuestros ídolos, que solamente nosotros conocemos. Entonces, la pregunta es: al comenzar estos Ejercicios, ¿estoy dispuesto a poner en juego y arriesgar toda mi persona, o sé que me reservaré algunas zonas acotadas?

3. PUNTO DE PARTIDA PRÁCTICO: VERIFICACIÓN DE LA IMAGEN ACTUAL. Nuestra imagen actual es la suma de mis acciones (el universo del hacer), de mis preocupaciones (el universo del pensar) y de mis ambiciones (el universo de los dese-os). Pues bien, comparando esta suma actual con las adquisiciones evangélicas que se vayan pro-duciendo a través de los Ejercicios (Flp 2,12-13), tendré que modificar mi imagen actual, haciéndola cada vez más semejante al evangelio de Jesús. En esta tarea no irá mal tomar algunas notas iniciales que concreten mi imagen actual, e irlas matizando a medida que avanza la experiencia. Al concluir la experiencia, habremos acumulado elementos evangélicos suficientes para rehacer nuestra imagen actual según la voluntad de Dios, lo que debiera ayudarnos para recuperar unos determinados valores e identidad integradoras de toda nuestra personalidad. Con todo ello, al finalizar los Ejercicios, será posible elaborar una especie de esquema de vida práctica en todo sentido, que nunca debiéramos confundir con una serie de fríos propósitos. 4. INSTRUMENTOS METODOLÓGICOS.

1. Silencio: es cierto que con el Señor podemos encontrarnos en cualquier circunstancia mun-dana, pero la Biblia nos conduce hasta el silencio interior y exterior como clima en el que poder dialogar con Dios con especial intensidad y familiaridad. Por otra parte, la necesaria atención a la propia intimidad exige la ausencia de distracciones, por positi-vas que pudieron ser. Son días para estar uno mismo en soledad, consigo mismo y con su Señor.

2. Oración: el anterior encuentro con uno mismo y con el Señor tiene lugar en un contexto de oración. Si bien es importante la tarea reflexiva (lo que vulgarmente llamamos medita-ción), en una experiencia como ésta adquiere mayor importancia la tarea contempla-

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tiva (de carácter mucho más afectivo), porque entonces la voluntad resulta movida desde sus raíces antropológicas por obra del amor (Jn 1,37-39).

3. Discernimiento espiritual: una experiencia así provoca en el espíritu diversas os-cilaciones, que deben ser analizadas y contrastadas, pues ellas nos están seña-lando la presencia del Espíritu de Jesús y del espíritu del mal en nuestra vida, o, en otras palabras, del amor y del egoísmo. Una oración que no conduzca al discernimiento... deja mucho que desear. Porque, a fin de cuentas, lo que cuenta es la re-estructuración co-mo fruto de la elección, y todo ello es obra del discernimiento espiritual.

5. PETICIÓN PERMANENTE. Las palabras de Pablo dirigidas a sus amigos de Éfeso sirven perfectamente para concluir esta Introducción, pues expresan una serie de deseos aplicables a todos los que comienzan una experiencia de Ejercicios: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre que posee la gloria, os dé un saber y una revelación interior con profundo conocimiento de él; que tenga iluminados los ojos de vuestra alma para que comprendáis qué esperanza abre su llamamiento, qué tesoro es la gloriosa herencia destinada a sus consagrados y qué extraordinaria su potencia en favor de los que creemos, conforme a la eficacia de su poderosa fuerza” (Ef 1,15-19).

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2. EL HOMBRE DE LOS EJERCICIOS: LA VOLUNTAD PATERNAL DE DIOS, ÚLTIMO SENTIDO DE NUESTRA VIDA. 1. INTRODUCCIÓN. Es evidente que vivimos una época de fuerte inestabilidad de valores y sentimien-tos. Con la consiguiente pérdida de la propia identidad (interrogante radical por mi yo) y del equilibrio afectivo (sensación de una omnipresente desintegración de mis quereres). Además de una progresiva eliminación de lo sagrado en la vida social. Todo lo cual nos abre inevitable-mente a una redefinición de nuestro ser y proceder, que será positiva o negativa según el punto de mira que tengamos, pero que no podemos dilatar más, so pena de ser arrastrados por la corriente secularista que nos rodea. En este contexto, el hombre se define por medio de un radical enfrentamiento del hombre consigo mismo: el hombre como el pendiente de la voluntad de Dios y, en consecuencia, el “escucha indiferente” y apasionado de esa voluntad, desde una regalada y asumida libertad, que le constituye como responsable de sí mismo. Esto es un determinado modo de estar en el mundo y en la historia como personas responsables y coherentes con el misterio de su fe en Dios. En resumen, el hombre de los Ejercicios es el hombre de la voluntad divina ele-gida libremente. En el fundamento de los Ejercicios está la elección; los Ejercicios lo son de elección (es decir, de re-estructuración), sea cual sea la materia electiva, pues toda nuestra vida es materia de la voluntad divina. Desde esta óptica electiva, los Ejercicios están para cambiar la vida con pro-fundidad, tomando medidas que afectan a los grandes movimientos de nuestro espíritu mediante elecciones libres. 2. PRINCIPIO Y FUNDAMENTO: PRINCIPIOS IGNACIANOS DESDE LOS CUALES INTER-PELAR NUESTRA VIDA.

1. “El hombree es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor; consis-tiendo en esto la realización de su persona.

2. Y las otras cosas son creadas para el hombre, para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto las ha de usar cuanto le ayuden a su fin, y tanto las ha de dejar cuanto para ello le impidan.

3. Por lo cual es menester hacernos libres ante todo, de tal manera que no queramos de nues-tra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta y por consiguiente en todo lo demás solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados” (Ejercicios espirituales 23)

Primer principio: ¿Acepto que, como ser humano, soy una criatura, es decir, al-guien referido esencial y dinámicamente a la persona de mi Dios, a quien debo “alabar, hacer reverencia y servir”? Mi libertad está mediatizada (aunque nunca domi-nada) por mi dependencia: ¿Admito en mi vida práctica esta mediatización o prefie-ro marginarme de mi Dios? En una sociedad secularista, se hace absolutamente preciso recuperar el sentido de Dios, como punto referencial primigenio de toda la existencia huma-na. Estas son las raíces de nuestro inevitable ser criaturas.

Segundo principio: ¿Interpreto que todo cuando existe me ha sido regalado y me pertenece, precisamente para que me ayude a realizar mi primigenia condición de criatura? Y, en consecuencia, ¿pongo en práctica la regla ignaciana del tanto... cuanto me ayudan/impiden mi realización personal, capaz de controlar mis pen-samientos y mis afectos, relativos a las demás criaturas? También mis elecciones están mediatizadas por mi finalidad. Y este hecho confiere a mi vida una permanente aten-ción selectiva para elegir correctamente. Lo contrario a esta atención es la superficialidad espiritual y la evasión egoísta. Hay que preguntarse por ambas posibilidades, tan frecuentes en nuestro momento.

Tercer principio: ¿Admito que para poder elegir de la manera comentada debo adoptar una serena actitud de indiferencia, que me permita discernir cómo desea

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mi Dios que le encuentre en el uso de las criaturas? Hablamos de una indiferencia ac-tiva, es decir, que domina mis espontáneos impulsos para no interferir el necesario discer-nimiento. ¿Actúo tan espontáneamente que se me hace imposible ejercitar la virtud funda-mental de la indiferencia o, por el contrario, la he adquirido de tal forma que puedo practi-car con facilidad el discernimiento espiritual en la vida cotidiana?

Cuarto principio: “Solamente deseando y eligiendo...” está indicando que cuanto llevamos dicho debería ser el objeto de nuestros deseos más hondos: ¿Qué deseo yo en verdad y en último término?, y también que todo el proceso se da en un clima de plena libertad: ¿Vivo en libertad mi opción por Dios o la opción ha cedido a la monotonía, vivida como una carga obligatoria y casi insoportable? La libertad es nuestra mayor respon-sabilidad porque nos humaniza o nos des-humaniza.

Quinto principio: “...lo que más nos conduce para el fin que somos creados...” Ese MÁS es, ya aquí, Jesucristo. Y la razón es muy sencilla: es en Jesucristo, sabiduría y fuerza del Padre (1 Cor 1,17-25), donde se nos ha manifestado YA en la historia concreta la voluntad de Dios, que él ha realizado en plenitud por medio de la pascua, en su misterio de muerte y resurrección. Tanto es así, que nadie puede llegar a desear y elegir “lo que más nos conduce” si no llega a desear y a elegir como deseó y eligió Jesucristo. Por ello mismo, el amor plenamente identificativo es el centro y la entraña de todos los Ejercicios: la plenitud instaurada del más crístico como propuesta definitiva.

La definición de hombre ignaciana, por tanto, nos la da definitivamente Jesucris-to, desde cuyo Espíritu elegiremos la voluntad del Padre. Y en este sentido resulta que no somos, propiamente, indiferentes, como decíamos antes: siempre estamos diferenciados por la opción de aquello que continuamente nos identifica más con Jesucristo. Cuanto llevamos dicho sobre un texto que puede parecer un tanto filosófico, se aboca abso-lutamente al más puro evangelio como lugar donde vivir el conjunto de nuestra existencia toda: somos hijos del Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha llamado desde siempre a su intimidad mediante el cumplimiento de su voluntad plenificadora, descubierta en su Hijo único. Es la sumisión de la filiación gozosa y la experiencia de la libertad desde esa sumisión. He aquí el principio y fundamento del cristianismo. 3. UNA SUGESTIVA FRASE DE NIETZSCHE. Escribió el filósofo alemán que “quien tiene un POR QUÉ para vivir encontrará siem-pre el CÓMO”. Nuestro porqué es el cumplimiento gozoso de la voluntad paternal de Dios y nues-tro cómo es realizar ese cumplimiento desde nuestra libertad, que va optando según el MÁS de Jesucristo. ¿Cómo andan nuestro porqué y nuestro cómo? La respuesta puede muy bien explicarnos la razón práctica de tantas inestabilidades interio-res, de tantos errores fácticos y, sobre todo, de tantos vacíos en nuestra vida. Por el contrario, el gozo más profundo, que nadie nos podrá arrebatar, es el resultado de una coherente adecuación entre porqué y cómo, cuando el conjunto de la existencia se unifica en un mismo dinamismo. Pero, en materia tan sutil, tendemos a engañarnos: por esta razón, hay que hacer un continuado esfuerzo de sinceridad con nosotros mismos a la hora de respon-dernos, no sea que las ilusiones espirituales sustituyan a la realidad más evidente: so-lamente la constatación de nuestra mentira será el comienzo de nuestra verdad y verifi-cación. Pensar en ello... Notemos, además, que la tensión fundamental del ser humano se da entre nuestro deber (el por qué) y nuestra libertad (el cómo). Pero es preciso vivirla como tensión existencial entre nuestro servicio y nuestra elección. Es decir, una permanente actitud de servicio para la proclama-ción del reino de Dios facilitará un permanente estado de elección de aquellos medios queridos por ese mismo Dios para llevar a cabo tal proclamación. Nuevamente se plantea el tema capital del discernimiento, que, desde esta perspectiva, aparece como un sumergirse, alegre y esperanzadamente, en la misma dinámica de la vida divina: quien desea sinceramente servir a su Dios en verdad... siempre acaba descubriendo su santa voluntad. De esto no cabe la menor duda. El problema reside en el “sinceramente” anterior...

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En este contexto aparece el tema un tanto tabú de la muerte. Que, en general, por superfi-cialidad o por repugnancia, preferimos olvidar. Morir es el momento supremo en que servicio y elección se hacen una misma cosa, puesto que mi entrega total a la misericordia divi-na es la plenitud servicial y la plenitud electiva. Y por ello, la muerte tiene que llevar consigo, de forma misteriosa pero real, el definitivo discernimiento, que solemos denominar juicio. Entonces, como en un poderoso flash, contemplaremos el conjunto de nuestra vida y la coherencia de nuestras elecciones serviciales: también la eternidad será una absoluta coherencia con todas ellas, de tal forma que la muerte no es más que la cristalización definitiva de la vida toda, no tanto considerada como sucesión de actos sueltos cuanto actitud dominante y totalizante de nuestro ser, pensar y proceder. Día a día, en nuestro servicio y en nuestra elección, vamos engendrando el últi-mo tránsito hasta los brazos de Dios, a menos que le hayamos rechazado consciente y voluntaria-mente. Así, vivir atosigados por la muerte es una actitud atea (desconocimiento de la paternidad divina), pero vivir prescindiendo de la realidad definitoria de la muerte es una actitud irresponsable (no tener presente la cristalización absoluta de la existencia). En una palabra, el ser humano vive siempre en compañía de su propia mortalidad. Y a la valentía cristiana para aceptar esa compañía con esperanza la llamamos sentido de la filiación: quien nos espera al final del camino es nuestro Padre, que nos llamó a la vida y nos recogerá amorosamente en la muerte. Entonces se cerrará el círculo creatural porque nuestra relación a/con Dios se perderá en las entrañas de Dios mismo: ya no seremos propiamente criaturas, sino como él, plenitud de amor. Tendríamos que pensar todo esto para vivir en gozo nuestro marchar hacia el morir. 4. LAS PREGUNTAS EXISTENCIALES. Llegados a este momento, y como materia especialmente importante de reflexión, propo-nemos cuatro preguntas que resumen el conjunto (siempre dinámico) de la existencia humana. a) ¿Me encuentro centrado en el conjunto de mi vida? Me pregunto por la sensación de consistencia interna que experimento día a día,

como fruto de mi opción fundamental. Lo contrario sería otra sensación de inestabilidad interior. También se relaciona todo ello con la experiencia de alegría, gozo y esperanza co-mo consecuencia de estar en mi sitio (apreciación clave).

La mayoría de las crisis espirituales provienen de esa inestabilidad interior, de cierta falta de cohesión existencial, que nos deja en manos de cualquier pasión pasajera. El ser humano, para vivir en plenitud de esencia y de existencia, necesita impe-riosamente hacer pie en algo completamente asumido por elegido. Este aspecto de la cues-tión es de gran importancia en los momentos actuales, protagonizados por una dispersión interna de pensamientos y afectos que nos paraliza y desentona con profundidad, sin que en muchas ocasiones seamos capaces de explicarnos qué nos está pasando..., aunque las in-tenciones sean excelentes.

b) ¿Qué siento que me está frustrando la vida? Notemos (porque es clave) que planteo la pregunta como una sensación, es decir, que se

busca una respuesta rápida y espontánea de lo que SIENTO que rompe, desarticu-lo, trivializa mi vida toda. En este momento sería peligroso dejarse llevar de sutilezas in-telectuales, donde fácilmente escondemos nuestras debilidades y limitaciones más decisivas: he aquí una de las grandes tentaciones.

Recogiendo la pregunta primera, se trata de interrogarme por aquello que des-centra mi vida en cualquiera de sus fundamentales dimensiones. Provocándome la amarga sensación de frustración, es decir, de fracaso. A conciencia, no se formulan cuestiones con-cretas: cada cual debe responderse teniendo presente el conjunto de su propia existencia. No olvidar que encontrar la causa de la sensación de fracaso, que tanto paraliza para el bien/amor, es una tarea delicada, pues intentamos evadirnos de la verdad para no compli-carnos definitivamente la vida. Aquí y en esta cuestión se centran muchos de los definitivos fracasos en la vida espiritual.

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La respuesta a esta pregunta podrá resultarme dolorosa por humillante, precisamente por-que se comienza, desde ella, a descubrir las raíces del propio pecado: asumir el do-lor y el descubrimiento como puntos de partida para muchas cosas que iremos descubriendo y, por lo tanto, planteando en estos Ejercicios...

c) ¿A qué temo en la vida? Uno de los elementos que paralizan más la experiencia cristiana es el miedo (jun-

to con las ilusiones). Porque constituye una especie de tela de araña que el mal espíritu teje en torno a nuestra dinámica de santidad, impidiéndola desarrollarse con decisión, amplitud y generosidad. Y fácilmente confundimos miedo con prudencia, cuando el prudente verdadero jamás se paraliza, antes camina con serenidad los senderos marcados por el discernimiento.

¿Qué temores nos asaltan con frecuencia, hasta el punto de impedirnos avan-zar..., con qué temores creemos haber pactado a conciencia..., existe algún temor absolutamente dominante...? Nuestro Dios, en la revelación, es, por el contrario, el que anima, potencia y tonifica desde la alianza inquebrantable, comunicando siempre un valor que va mucho más allá que el temor (provocado, en último término, por nuestras idolatrías alucinantes). El temor paralizante nunca es de Dios. Dios es acción, dinamismo, amor.

d) ¿Qué espero yo, en concreto, de mi vida? Con esta pregunta tocamos fondo. Porque el dinamismo más hondo de la existencia humana

es el de la esperanza. Sin esperanza es imposible existir y mucho menos existir go-zosamente. Inclusive, se hace insoportable cargar con los costes de la proclamación del Reino. Y preguntamos todavía más: ¿Qué esperas tú de tu propia vida, es decir, de tu propia persona con todas sus capacidades, tal y como es conocida por Dios...; qué esperas tú de tu propia opción, de tu propio trabajo..., de tu propia convivencia..., de todo, en fin...? En este momento hay que encontrar respuestas concretas. Y si no das con ellas, es que algo está mal conectado en tu edificio espiritual.

Y algo más. Cuando se han resecado casi por completo las fuentes de la esperanza, es que nuestra relación con Dios está enfermiza. Porque Dios es el Dios de la espe-ranza (el que va/siendo), que abre siempre caminos de futuro. Y muchas veces nuestra re-lación con Dios enferma porque no estamos donde debiéramos estar, en todos los sentidos y dimensiones de la frase, cegándose así el manantial esperanzado: ¿Estás donde debieras estar o estás equivocando tu lugar como persona y como creyente? Una última constata-ción: aunque parezca una solemne vulgaridad, nos falla la esperanza siempre y cuando no tenemos motivos de esperanza. Pregunto: ¿Qué realidades concretas están desmotivando tu esperanza?

Deseo insistir en la necesidad de no responderse con pesimismo a estas preguntas cruciales, con a priori de falsas culpabilidades. En este momento, clave para cuanto seguirá, lo que interesa es OBJETIVAR MI SITUACIÓN para ver las posibilidades que tengo de ser fiel a Cristo. Si una persona no descubriera en sí realidad alguna negativa, dé gracias a Dios y pida fortaleza para el momento en que se puedan presentar dificultades. Pero si uno descubriera fallos evidentes, como es frecuente que suceda, caiga en la cuenta, precisamen-te en este momento, de que los Ejercicios están para resolver el problema, re-orientando su vida con profundidad según la voluntad de Dios. De lo que se trata en todo este complejo asunto es de andar en verdad, pero jamás de hundirse en la desesperación. Porque nuestro Dios es el Dios de la esperanza. El Padre del Hijo pródigo.

5. CONCLUSIONES. Todo cuanto forma el entramado de nuestra vida es creatural. Y por ello mismo necesitado de un certero discernimiento espiritual, desde la óptica de la persona de Jesucristo, tal y como sur-ge en el evangelio. He aquí, por tanto, la eliminación radical (por dolorosa que resulte) de a priori ancestrales, de seguridades definitivas, de respuestas para siempre. Al contrario, la existencia humana es un permanente y misterioso encuentro con las criaturas/realidad, las cuales debemos elegir o rechazar con actitud innovadora según la voluntad de Dios en cada

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caso. Nada ni nadie es absoluto en nuestra vida: solamente el señorío infinito de Dios, manifestado en Jesucristo por la fuerza del Espíritu. Una vez más, el deber y la libertad se dan la mano sin fractura alguna. Más todavía: todo ello nos permite acceder a un soberano estado de libertad interior, eliminados todos los falsos ídolos creaturales, para servir al Señor con alegría, colaborando así, desde la fe más cruda, a la plenitud liberadora de la historia humana. 6. SUGERENCIAS PARA LA REFLEXIÓN CONCRETA.

1. ¿Tengo un por qué para vivir mi vida? 2. ¿Hemos perdido hasta tal punto la presencia de un vivir para Dios y nuestra referencia cons-

tante a él, que vivimos, más o menos conscientemente, un ateísmo práctico? 3. ¿Me planteo cómo uso las criaturas y cosas en la vida corriente, desde el evangelio de Jesu-

cristo? 4. ¿Es la voluntad de Dios nuestro permanente horizonte de vida o vivimos sujetos a nuestro

egoísmo? 5. ¿Tengo algunos ídolos prefabricados en mi vida, por sublimes que sean? 6. ¿Me encuentro centrado en el conjunto de mi vida? 7. ¿Qué siento que me está frustrando la vida? 8. ¿A qué temo en la vida? 9. ¿Qué espero yo, en concreto, de mi vida?

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3. LAS TENTACIONES FUNDAMENTALES DEL CREYENTE. 1. La búsqueda de la voluntad de Dios, que acabamos de descubrir como la finalidad absoluta de nuestra vida, se ve entorpecida por unas dificultades, que ponen en peligro nuestro ser creyentes y nuestro ser personas. En este sentido, y desde la perspectiva tanto del Principio y Fundamento como de Mc 8,34-37 (“... quien quiera salvar su vida, la perderá...”), ambas cosas se identifican, puesto que la personalidad del creyente forma una sola entidad, absolu-tamente compacta. Pues bien, estas dificultades para buscar, hallar y realizar la voluntad de Dios podemos defi-nirlas como tentación. La tentación aparece así, y sin mayores especificaciones, como una solicitación a desviarnos de la voluntad de nuestro Creador y Padre, basándonos en de-terminados elementos surgidos de nuestra propia naturaleza caída, es decir, afectada por el llamado pecado original. De esta manera, la tentación la llevamos siempre en el adentro de noso-tros mismos, hasta poder afirmar que vivimos en estado de tentación. Todo ello nos lo ha co-mentado perfectamente Pablo en Rom 7,18-25: “... no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí...” 2. La vida humana, y todavía más en concreto la libertad humana, es como un campo de batalla donde se enfrentan la estructura de Cristo y la estructura del mal, que también podríamos denominar amor y egoísmo. Ambas se enfrentan en el campo de batalla de nuestra libertad; pero, además, para intentar conquistar esa misma libertad, decidiendo la vida humana en su globalidad. Notemos, en este contexto, que nada es abstracto y sí todo concreto y existencial. El hom-bre, como persona individual, se ve afectado en su totalidad por fuerzas personalizadas ante las que tiene que adoptar postura necesariamente, por mucho que le cueste definirse. Es lo que explica Juan en su primera carta ya desde la realidad objetiva del hombre pecador, condición que todos aceptamos: “Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos y la verdad no está en no-sotros” (1,8). A continuación, presentamos un esquema de todos los elementos de la tentación:

ESPÍRITU DEL MAL (estructura de tentación)

ESPÍRITU DEL BIEN (estructura de Cristo)

1. Riqueza (tener) Pobreza (ser tenido)

2. Honor (aparentar) Menosprecio (estar sometido)

3. Soberbia (poder) Humildad (ser poseído)

egoísmo “Aquí tenéis al hombre” (Jn 19,5) amor

a) Riqueza contra pobreza. Entendemos por riqueza la preocupación obsesiva por el universo de los “tene-res” (materiales, espirituales, intelectuales, temperamentales, etc.), de tal manera que el afán de posesión —inclusive de posesión de los demás, que es el más grave de los pecados de riqueza— domina toda mi existencia y se convierte en su elemento determi-nante. La consecuencia más lógica en una persona que se habitúa a tenerlo todo y/o perseguirlo todo, es que llega a bastarse a sí misma, despreciando o infravalorando a los demás y, en definiti-va, la gracia del Señor. La raíz de todo es una profunda autosuficiencia, que, sin darnos cuenta, nos lleva a hacernos fuertes en los teneres de la riqueza. Es la tentación más elemental. Frente a la riqueza, la pobreza. Entendemos por pobreza “ser tenido” en todas las dimensiones existenciales de la vida, sin acotar ninguna zona reservada únicamente para mi uso exclusivo. Esta actitud de apertura absoluta implica la previa actitud de una total disponibilidad, que me pone, conscientemente, en manos de los demás, para que se sirvan de mí, dándome per-fecta cuenta de ello. Quien procede así admite depender de los otros en todas las circunstancias de su vida, sin creerse el centro del universo e independiente por completo. La raíz de esta pobreza

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espiritual, que lógicamente conducirá, según las circunstancias, a una pobreza actual, es la concep-ción de la vida como gracia; el pobre se descubre como necesitado y recurre a los demás y, sobre todo, a su Señor, para que llene el hondón de su precariedad. Es la virtud que genera todas las demás y sin la cual es imposible edificar una vida espiritual afincada sobre la verdad. b) Honor contra menosprecio. Entendemos por honor la preocupación obsesiva por el universo de las “aparien-cias” (sociales, espirituales, intelectuales, institucionales, etc.), que, en la más pura lógica, provocarán el aplauso de los demás y la “vana-gloria” consiguiente. Notemos que la vanagloria es una de las tentaciones más sutiles porque se basa en datos objetivos (muchas ve-ces)..., pero que no se han adquirido siguiendo la voluntad del Señor, sino mi deseo indominado de aparentar: el discernimiento espiritual, en estos casos, es absolutamente necesario. Todo ello conduce a una auto-idolatría desmedida, en que me siento merecedor de todos los honores y hasta puedo llegar a pensar que los acepto dando gloria a Dios... La raíz de este pecado es la auto-complacencia, cualificada por unos grados de narcisismo importantes. No olvidemos que, en una sociedad hedonista por consumista, el honor se pondera muchísimo como clave del éxito mundano. Frente al honor, el menosprecio. Entendemos por menosprecio la aceptación humilde y gozosa de “estar sometido”, sin que ello signifique que yo me infravaloro en lo más mínimo. Precisamente porque me conozco acepto esta situación, que me identifica con Jesucristo y me cura de toda sobre-valoración. Esta aceptación no debiera darse desde falsas humildades, sino desde una verdad profunda, que me coloca a disposición de los demás, con abso-luta gratuidad, aceptando que, en ocasiones, seré apreciado menos de lo que merezco, sin hacer por ello una tragedia. Cuando esto sucede, sobreviene la ruptura de mi propio ídolo, que con tanta decisión he ido alzando en los montículos de mi vida. Es la experiencia de la vida como servicio, en lugar de la continua alabanza de los demás, que les pone a mi propio servicio, destruyéndose en-tonces el mito de la auto-complacencia. Notemos, al hablar de algo que tanto repugna a la mentali-dad actual, que solamente aceptamos el menosprecio por un deseo incontenible de imitar e identifi-carnos con el Señor. No es un problema de masoquismo espiritual (como algunos pretenden), sino de amor (como muchos no aceptan). c) Soberbia contra humildad. Entendemos por soberbia la preocupación obsesiva por el universo del “poder”, que es el objetivo prioritario de una sociedad ejecutiva y competitiva. Poder de todo tipo y en cual-quier ocasión: desde el más elemental, ejercido con los semejantes en la cotidianidad de la vida, hasta el político, mediante el cual domino las mismas sociedades humanas. Se trata de una sobre-valoración que me conduce a aplastar a los demás, a quienes considero servidores míos por el mero hecho de sentirme poderoso. Naturalmente, esto significa que no me conozco con profundidad y ando en la mentira más o menos consciente, pero, en cualquier caso, admitida en la práctica. La raíz de todo ello es la auto-prepotencia, que me coloca en el vértice de todo, precisamente en el lugar que sólo debería ocupar Dios, que ya hemos visto que es mi Principio y Fundamento. Pecar de poder es lo más antievangélico que pueda existir, pues implica la negación de la pasión débil de Jesucristo, vivida y aceptada en pequeñez. Frente a la soberbia, la humildad. Entendemos por humildad la alegría interna de “ser poseído” por los demás, a pesar de que, andando en verdad, yo sea muy consciente de mis cualidades y virtudes. Se trata de aceptar la verdad y de regalarla para ser útil a los otros, sin jactancia alguna por mi parte y sin reclamar derechos que, en pura justicia, se me debe-rían otorgar. Mi preocupación, una vez más, es imitar e identificarme con el Señor humilde y abso-lutamente poseído de la pasión, en un gesto tal vez doloroso, pero ciertamente purificador de mi propia soberbia egoísta. El problema es vivir en verdad, conociéndome a fondo, y, sin embargo, hacer de toda mi persona una donación espléndida, sin exigir nada a cambio. Cuando esto sucede, se ha entrado por los caminos experienciales del Señor, se comienza a vivir de verdad el cristianis-mo y se goza de una alegría que nadie puede quitarnos. Es el punto de llegada del proceso de san-tidad, que todos debiéramos vivir con serena intensidad para cumplir nuestra finalidad de criaturas e hijos de Dios.

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Se trata de una dura confrontación entre el amor y el egoísmo: el primero coloca en el centro de mi existencia la voluntad evangélica de Dios, mientras el segundo colo-ca, por el contrario, mi propio yo y sus deseos vanos. Como es lógico, pueden darse posturas intermedias, que no llegan a optar radicalmente por ninguno de los dos polos; pero estas posturas, a la larga, acaban en el más descarado egoísmo, como la experiencia demuestra. ¿Cuál es el punto de referencia más eficaz para resolver esta cuestión? Sencillamente, la contemplación sosegada de Jesucristo cuando Pilato lo muestra a la muchedumbre, diciendo “Aquí tenéis al hombre”. Este es el hombre verdadero: pobre, menospreciado y humillado, pero, por la misma razón, sal-vación del Padre por la acción del Espíritu. Resucitará, es cierto. Pero de una muerte ignomi-niosa, plenitud de ese tríptico del que venimos hablando. Pedimos pobreza, menosprecio y humildad... para imitar más a Cristo. Se trata de una cuestión de amor, que nos lleva a querer parecernos a la persona a la que amamos, de la forma más intensa y precisa posible. Quien no experimente la presencia de Jesucristo en su vida como punto de referencia, es inútil que se proponga estas opciones, puesto que jamás comprenderá la raíz de las mismas, que es el amor. Por esta misma razón, el cristianismo es opción por el amor, a la vez que se experimenta la tensión entre el espíritu del bien y del mal, en una gue-rra sin cuartel en el campo de batalla de mi libertad. De todo esto surgen dos sugerencias:

¿En dónde me encuentro como dinámica básica?; ¿en las opciones por el egoísmo o por el amor...?

¿Comienzo a relacionar aquella imagen actual de la Introducción con estos nuevos datos? Porque lo importante es una re-estructuración concreta de la vida...

3. Tentaciones de Jesucristo (Mt 4,1-11). El enfrentamiento con la estructura de tentación egoísta aparece con descarnada evidencia en la vida del Dios hecho carne, de tal forma que su mesianismo evangélico (su propia identidad personal, integradora de su ser y de su misión) en-tra en directa colisión con el misterio de la negación de la voluntad de Dios a lo largo de las tres propuestas del espíritu del mal. Recordemos el drama del siervo de Dios, que al-canza el triunfo precisamente en la humana derrota (Is 42,49 y 50): porque éste es el pro-blema de fondo aquí planteado, jamás aceptado del todo en nuestras vidas creyentes, que los crite-rios salvíficos de pobreza, menosprecio y humildad nos desconciertan y escandalizan, hasta huir de los mismos en una actitud vergonzante, oponiéndolos, para colmo, un margen de prudencia (Is 58,8-9). Sin embargo, la vida cristiana es riesgo, es decir, inmersión en la mundanidad más acentuada para vivir, en ella y desde ella, el evangelio. A imitación de Jesucristo, que se arriesga en sus tentaciones, pero, en ellas y desde ellas, mantiene su talante servicial, por salvífico, de Mesías humilde, menospreciado y humillado. 4. Desde esta perspectiva, ser pecador significa la libre aceptación de la estructura del mal, concretada en las tentaciones fundamentales, a sutiles instancias de un egoísmo que niega los grandes criterios salvíficos, en los que se oculta la dinámica esencial de la voluntad de Dios. En este contexto, es de suma importancia reconocernos actualmente pe-cadores contra el Señor y su evangelio (tanto en la dimensión íntima como en la apostólica), así como el favorecer nuestra desintegración personal porque desviamos el sentido últi-mo de nuestra vida. Podemos afirmar, sin temor a dudas o equivocaciones, que el pecado es un atentado radical contra nuestra plenitud de personas. En esta línea debiéramos situar la justa con-creción de lo que podemos entender maduramente por infierno: una situación libremente aceptada de propia ruptura y de propio fracaso como seres humanos, auto-marginados del que es la fuente de todo sentido, nuestro Padre y creador, y de nuestros compañe-ros de vida, los hombres. 5. Algunas consecuencias de cuanto llevamos dicho:

1. Comenzamos a conocer por dónde camina la voluntad de Dios, manifestada en el Je-sucristo muerto y resucitado...

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2. Estos elementos de Cristo tal vez nos escandalizan, pero son la plenitud (“Ecce homo”), y su negación pecaminosa produce el infierno en la tierra: la ruptura con Dios implica quedarnos a expensas de la soledad última a que se reduce siempre el pecado de egoísmo, soledad que, lógicamente, también afecta a los demás. Esta dimensión social o colectiva del pecado jamás se debería olvidar.

3. A la luz de la estructura del mal, tenemos que reconocernos pecadores con profundi-dad, y estar preocupados, tal vez, por una peligrosa y frecuente situación espiri-tual: puede ser que no abandonemos la casa del Señor, pero podemos permane-cer en ella habiendo pactado ampliamente con el espíritu del mal. Esta posible si-tuación merece un atento examen de conciencia para comprobar cómo estamos situados...

4. Hemos de pedir vivir según la estructura de Cristo, por medio de la intercesión de María. Notemos que se trata de una gracia que, en humildad esperanzada, se pide, y no de un mero acto de voluntad, pues todo es gracia del Señor. En este caso concreto, hay que pedir caminar los caminos de Jesucristo (que son los caminos de los Ejercicios), que pasan por la pobreza, menosprecio y humildad. Pararse. Pensarlo bien. Arriesgarse. Suplicarlo.

5. Respecto de las situaciones de pecado: a) Ante nuestro propio pecado, que será un problema diario, hay que comen-

zar siendo honestos en reconocerlo y, además, decidirse a renunciar al mismo (por doloroso que ello sea); pero nunca dejar de aceptarnos a nosotros mismos con sencillez, pues, a fin de cuentas, somos intencionalmente pecadores (1 Jn 3,19 y 20).

b) Ante el pecado ajeno, erigirnos en instrumentos de ayuda, es decir, com-prender y acoger, porque solamente así una persona se abrirá al misericor-dioso perdón de Dios. La parábola del hijo pródigo (Lc 15,12-23) nos da pistas desde ya para comportarnos en esta delicada materia: todos somos hijos pródigos para los demás y, a la vez, todos son hijos pródigos para mí.

6. Desde todo cuanto llevamos dicho, la vida aparece como una tensión permanente en-tre las estructuras del bien y del mal, que debemos solucionar continuamente pa-sando del egoísmo al amor, a pesar de que en muchas ocasiones nos descubriremos pe-cadores. Vivir es complejo, es difícil y es costoso. Vivir cristianamente, además, implica un compromiso con el amor que todo lo invade y todo lo complica. Pero ¡la imitación de Jesu-cristo vale la pena!

SUGERENCIAS PARA LA REFLEXIÓN CONCRETA

1. ¿Soy consciente en mi experiencia cotidiana creyente de estas tentaciones fundamentales o vivo en un estado de ingenuo optimismo, ocultándome lo que me obligaría a modificar mi vida?

2. ¿He aceptado que entre la vida de Cristo y la estructura mundana no es posible pacto algu-no, porque Jesucristo, con su pascua, lo que precisamente hace es denunciar el pecado del mundo, o chaqueteo, quizá, por intereses poco clarificados?

3. ¿Intento mediante un cuidadoso discernimiento espiritual ver hasta qué punto se me exige pobreza (ser tenido), menosprecio (estar sometido) y humildad (ser poseído), en mi caso específico, sin pasarme de transigente ni de exagerado?

4. ¿En qué medida soy pobre, menospreciado y humilde?

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4. LA PERMANENTE CONVERSIÓN COMO RESPUESTA A LA TENTA-CIÓN. 1. Es evidente que el creyente necesita vivir en una permanente crisis de conversión para transitar, día a día, desde la estructura egoísta a la estructura de Cristo, en un pro-ceso muy complejo donde dolor y gozo se entrecruzan, sin que sea posible evitar su dialéctica. No convertirse continuamente, en la medida de lo posible, es permanecer en pecado o, al menos, en manos de aquellas poderosas tentaciones ya estudiadas. Por lo tanto, no proponemos una dinámica coyuntural y aleatoria de la vida cristiana; antes bien, un estado del espíritu que jamás debiera desaparecer. Aunque todo ello deba vivirse sin tensiones y con una gran espe-ranza puesta en el poder y en la misericordia del Señor, que es quien convierte nuestro corazón de piedra en corazón de carne. Porque el ritmo de nuestra conversión es obra de la gracia. 2. La conversión en la Biblia:

1. Es la permanente invitación del Antiguo Testamento, cuando continuamente Dios invita al hombre a que rompa sus ídolos y se reintegre al vínculo de la alianza (porque Dios jamás da al hombre por perdido; antes bien, intenta recuperarlo siempre... por el amor que le tiene). Contemplamos tres matices, entre otros muchos:

a) El salmista pide una transformación interior, es decir, pureza de corazón: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme” (Sal 51,12).

b) Isaías, al comienzo de su célebre capítulo 40, compara la re-estructuración total de la existencia humana con la nueva configuración de la naturaleza que va a obrar Dios, con unos matices que permiten prácticas muy concretas (40,3-5).

c) Ezequiel, por su parte, relaciona la auténtica conversión con la práctica de la justicia, planteando un elemento típico de todo el AT como es la justificación por la justicia (18,21-23).

2. Es la primigenia invitación evangélica: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Noticia” (Mc 1,15), porque la conversión y el Rei-no caminan juntos. No en vano nos convertimos a Jesucristo, en quien se manifiesta pa-radigmáticamente el reino del Padre por la fuerza del Espíritu. Lo que importa es que la pre-dicación del Señor comienza siempre con una llamada contundente a la conversión, que también se denomina arrepentimiento. Este es el contexto de la primigenia experiencia cris-tiana.

3. Es un elemento que atraviesa todo el Nuevo Testamento, bajo diversas situaciones y aspectos complementarios, como si el hombre tuviera necesariamente que comenzar por convertirse para tener la auténtica experiencia de su salvación en plenitud:

a) Es la radical invitación de Jesucristo a Nicodemo, con evidentes resonancias bautis-males y con la presencia de un Espíritu Santo que lo obra, misteriosamente, todo en todos (Jn 3,3-8).

b) Es la radiante llamada al joven rico, a quien todavía le falta un último peldaño en el camino de la conversión, que es dejarlo todo por el seguimiento de Jesucristo (Lc 18,8-30).

c) La conversión es operada por el cambio existencial producido por el bautismo, en el que morimos con Jesucristo para también resucitar con él en la dinámica pascual (Rom 6,3-11).

d) La conversión está producida, en último término, por la fascinación que ejerce la persona del Señor, tal y como le sucedió vitalmente a Pablo: de ahí el texto magnifi-co que aparece en Flp 3,7-11: “Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado pérdida a causa de Cristo. Y aún más: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del cono-cimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo...”.

e) Y, en fin, convertirse supone dar la vida misma por el Reino, lo que implica dolorosas mortandades, muchas veces incomprensibles para quien nos observa: “... quien

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quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará...” (Mc 8,34-37).

4. Jesucristo surge en el mundo judío como una instancia de conversión en el ámbito personal, pudiéndose hablar de un evangelio de la conversión, que recorre las situaciones más extra-ñas e insiste en la relación personal consiguiente a todo encuentro. Dicho en otras palabras, Jesucristo ha venido para manifestarnos e incorporarnos a la voluntad del Padre, iluminada desde su persona y desde su vida. Recordemos los encuentros con los pri-meros discípulos: con Mateo, con Nicodemo, con la samaritana, con Magdalena, con Tomás, con Zaqueo, con Marta y María y un prolongado etcétera. La presencia de Jesús convierte al Reino. Esta es una de las grandes realidades existenciales evangélicas.

De esta manera, la Biblia toda es una historia de conversión, en que Dios sale en cada momento al encuentro del hombre y este hombre, maravillado, no puede menos que romper con su egoísmo para entregarse a la causa del amor. Tenemos, en este mo-mento, que preguntarnos por la propia historia de conversión: ¿Se ha dado..., se sigue dando..., hasta dónde nos ha calado..., qué Dios he descubierto en ella...? 3. La realización de la conversión en el conjunto de nuestra vida espiritual o cristiana. Nuestra vida de fe tiene dos dimensiones distintas y complementarias: una más cordial e íntima y otra más externa y pragmática. En el primer caso podemos hablar de conversión del corazón, mientras en el segundo de conversión de las obras. Ambas cosas son absolutamente nece-sarias y todos tendemos más a una de las dos. Veámoslas.

1. La conversión del corazón: es la que propone Jesucristo a Nicodemo en su habilísimo diálogo (Jn 3,1-21). Sin esta fundamentación interior, que nos hace hombres espirituales, es decir, conducidos por el Espíritu Santo, toda la proclamación del Reino se derrumbará, hasta la inoperancia total. Tenemos, pues, que recuperarnos en estas zonas profundas, en las que conectamos directamente con el misterio del amor de Jesucristo, el único capaz de convertirnos de verdad.

2. La conversión de las obras: Zaqueo es el prototipo de esta conversión (Lc 19,1-10). Una vez que Zaqueo se ha encontrado personalmente con el Señor, en una experien-cia intransferible, siente la necesidad acuciante de reestructurar todos los es-quemas de su vida. Y entonces Zaqueo se convierte a la justicia, a la libertad y a la paz.

Cuando estas dos dimensiones andan separadas, entonces caemos fácilmente en espiritua-lismo exagerado o en humanismo también exacerbado, olvidando que la conversión del corazón y la de las obras conforman, en su unidad, la dinámica general de la vida del espíritu. Cuando esto sucede, el corazón da sentido cristiano a las obras y las obras demuestran la autentici-dad de la conversión del corazón. Hablar, por lo tanto, de conversión (lo decimos una vez más) es hacerlo de cambio de vida y de re-estructuración existencial, que contemplábamos como finalidades fundamentales de los Ejercicios (ordenar su vida). El ejercitante, al final del proceso, se convierte... y elige. De esta manera, mi conversión personal incide en la transformación colectiva, co-laborando a la plenitud de la historia, tal como leemos en el himno introductorio de Efesios (1,3-19). La teología de la liberación pasa por aquí: solamente puede comprender el cómo de la liberación ajena aquel que simultáneamente se libera a sí mismo, en una clara opción por los po-bres, desde los cuales se interpreta la realidad salvífica evangélica. Y es que toda conversión es para los demás, so pena de caer en un intimismo espiritual enfermizo. 4. Algunos rasgos concretos de la conversión:

1. Es una realidad dinámica-existencial: se trata de cambiar en concreto, que se note en el dinamismo cotidiano de la vida.

2. Es una realidad totalizante y no parcial, de tal manera que uno no se reserva zonas in-tocables, donde precisamente actúa nuestro pecado de egoísmo.

3. Es una realidad radical y no superficial, que atañe a la raíz de las pasiones (riqueza, va-nagloria y soberbia), por lo que nos toma todo el ser y no sólo parte del mismo.

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4. Es una realidad que lleva al encuentro con Jesucristo, que nos convierte, admitien-do que los grandes protagonistas de este asunto no somos nosotros mismos. Recordemos las palabras en el caso de Zaqueo: “hoy ha entrado la salvación en esta casa”.

5. Es una realidad que exige aceptarse como necesitado de conversión, reconociéndo-se realmente pecador, tal y como confesamos al comienzo de la eucaristía.

Desde esta perspectiva, deberíamos preguntarnos cuáles son nuestras zonas todavía no convertidas, pero con una clara conciencia de falta de conversión, zonas en las que le negamos la entrada a Jesucristo..., no sea que nos transforme de egoístas en amantes, complicándonos las cosas. Estos son nuestros actuales ídolos en la travesía del desierto de la vida; y hay que romper-los. 5. La conversión como instrumento de alegría. Cuanto llevamos dicho puede dejarnos un re-seco sabor de boca: convertirse puede aparecer como una tarea no sólo costosa, sino también apa-bullante, con graves resonancias psicológicas. Pues bien, nada más lejano de la realidad; la autén-tica conversión —como les sucede a las personas que cambian de vida tras encontrarse con el Señor— produce alegría, gozo espiritual y esperanza en la gloria. Nos acercamos a Jesucris-to para proceder como él procedió, en la cotidianeidad de la vida. Convertirse, en fin, es plenifi-carse. Es salir del destierro para alcanzar la tierra prometida, que es el reino de Dios. Un Reino que incoamos aquí, en nuestra tierra, y que veremos absolutamente consumado en la gloria. No habrá ruptura. Sencillamente, mayor intensidad en nuestro encuentro, cara a cara, con el Señor. Esta es la realidad. SUGERENCIAS PARA LA REFLEXIÓN CONCRETA

1. ¿Estamos en permanente estado de conversión o, por el contrario, nos creemos en posesión de un estado espiritual impecable?

2. ¿Qué zonas individuales y sociales mantenemos cerradas a la conversión, desarrollando así un proceso degenerativo de nuestra experiencia bautismal, que nos llamó de las tinieblas a la luz?

3. ¿Cuáles son nuestros miedos radicales al plantearnos el tema de la conversión, es decir, nuestras constantes rebeldes que nos mantienen en una actitud defensiva, enquistándonos en un clima de distanciamiento de Dios por temor al cambio?

4. Y, en fin, ¿hemos caído en la cuenta de que nuestro compromiso apostólico con la Iglesia está directamente relacionado con realizarlo desde Jesucristo, es decir, que exige convertir-se a él permanentemente, o no relacionamos ambas cosas, creando en nuestra vida creyen-te una disociación entre evangelización y santidad personal?

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5. EL PERDÓN DEL PADRE. 1. PLANTEAMIENTO. La abdicación ante la estructura de pecado produce una destrucción de nuestro ser creyente y de nuestro ser hombre (que tras el bautismo constituyen una estrecha unidad), además de parali-zarnos para la proclamación del Reino. Sin necesidad alguna de exageración, no solemos dar al pecado la verdadera trascendencia que tiene en el contexto global de la vida cristiana, que de esta forma resulta perjudicada casi sin apercibirnos de ello. Ahora bien, una vez que hemos clarificado todo lo anterior y concedido al pecado toda su importancia, nos encontramos con esta realidad evangélica verdaderamente rompedora de todos nuestros esquemas religiosos: en la profundidad de la desintegración producida por el pecado, descubrimos la integración producida por la experiencia de ese Dios que es Padre y perdón. El pecado aparece así, desde una pers-pectiva cristiana, como lugar de encuentro entre el hombre pecador y nuestro Dios que perdona, es decir, como una experiencia privilegiada de la conversión. 2. LA PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO (Lc 15,12-23). Todo el evangelio es una mostración y demostración de la infinita paternidad de Dios, que san Juan resumirá más tarde en unas impresionantes palabras: “Mirad qué magnífico regalo nos ha hecho el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, y además, lo somos” (1 Jn 3,1). Esta paternidad adquiere un desarrollo verdaderamente ungido en la mayor parábola salida de la boca del Señor: la del hijo pródigo (Lc 15,12-23). En ella, somos llevados al descubrimiento de los latidos del corazón de nuestro Dios, que resulta el Dios del amor, pues es el Dios del perdón inagotable e inagotado. La parábola se articula en torno a los cuatro movimientos capitales de todo converti-do:

estamos con el Padre, huimos del Padre, retornamos al Padre, somos acogidos por el Padre;

y todo ello con una insistencia enorme en la experiencia de la frustración del hijo pródigo, como tantas veces sucede al pecador, que experimenta la lejanía nostálgica de su Padre Dios, al que contempla como algo tan deseable cuanto lejano de su situación de pecado. La nos-talgia de Dios es el comienzo privilegiado del retorno al Señor de nuestras vidas. Pero solamente quien ama mucho —a pesar de su pecado— encontrará la fuente de un amor reconverti-do... La parábola propone dos dinamismos fundamentales en esta espléndida historia de amor y de reencuentro:

1. “Voy a volver...” (v. 18), dice el hijo cuando todo le ha fracasado y ha recobrado con evi-dencia la imagen de la casa paterna; es el momento impresionante en que se acepta, en humildad, la gracia de la conversión, pero que nos es dada como experiencia existencial a lo largo del filo de la vida. Esta gracia jamás nos falta. Pero esa gracia, ¿la aceptamos siempre desde nuestra pequeñez...?

2. “...y se enterneció...” (v. 20): ésa es la mejor manera que encuentra Lucas para narrarnos la reacción paternal del hombre que vive en la espera del hijo escapado. No hay de-fensa ni excusas del hijo. No hay, de momento, un sermón moralizante del padre. Sencilla-mente, una ternura impresionante e imprevisible, hasta el punto de que nosotros tenemos a un Dios de la ternura: ¿nos dejamos abrazar por él o somos hombres duros de corazón...? A partir de este texto, tenemos que restaurar nuestra imagen de Dios y proclamarla con todas las connotaciones que aparecen en la parábola de Lucas. Muchas personas retornarían a la casa del Padre si tuvieran la seguridad de que les va a abrazar...

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Consecuencias de la parábola: 1. La esencia del arrepentimiento no es el dolor de corazón, sino la absoluta con-

fianza depositada en el corazón de Dios: yo me arrepiento porque amo y soy amado, y tanto amor engendra un caudal de inagotable confianza esperanzada.

2. Dios está por encima de nuestra conciencia, en el sentido de que su misericordia excede nuestra misma conciencia de culpa, como suele suceder con los padres respecto de la culpabilidad filial; este es el sentido de 1 Jn 3,19-20.

3. Como decimos en el Padrenuestro, si Dios nos perdona con tanta gratuidad, nosotros debemos proceder perdonando de forma semejante a los demás, entre otras razo-nes porque, si no lo hacemos así, nuestro Padre Dios no podrá perdonarnos a nosotros; ca-da cristiano debe de ser portador del perdón divino para todos los demás hombres.

La parábola del hijo pródigo significa una auténtica revolución en el comporta-miento cristiano. Porque Dios cambia de rostro, convirtiéndose realmente en el Padre de nuestro Señor Jesucristo, como dirá Pablo. Y porque nos compromete en una praxis de amor, que ejercitamos eminentemente cuando perdonamos. Desde las más elementales relaciones interpersonales hasta las internacionales, experimentarán una modificación radical si to-dos nos propusiéramos considerarnos hijos de un mismo padre y hermanos entre nosotros. Todo ello debemos aplicarlo a nuestra vida teniendo en cuenta la comunidad más inmediata de la que formamos parte. 3. RECUPERACIÓN DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA. El sacramento de la penitencia tenemos que recuperarlo en toda su eficaz profundidad, des-de el horizonte trazado en cuanto llevamos dicho. A fin de cuentas, el sacramento de la peni-tencia aparece como el lugar privilegiado donde experimentar la paternidad integradora de nuestro Dios, en el perdón que reconcilia por completo, eliminándose radicalmente el pecado del hombre. Toda consideración del sacramento como un tribunal de Dios debiera ser eliminada, en favor de una concepción esperanzada de este sacramento comunicador de vida nueva, de forma semejante a la comunicación pascual del bautismo: “Fuimos con Cristo sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6,4). Y todo ello se realiza en dos dimensiones:

sintiéndome responsable de mí mismo ante Dios, contra el que he pecado de manera in-transferible;

sintiéndome responsable de la comunidad ante ese mismo Dios y ante la misma comunidad, contra la que también he pecado de forma intransferible.

Esta doble dimensión debiera comunicarnos la necesidad de una honda reconci-liación con Dios y con la comunidad, solicitando el perdón de ambos desde una humilde sinceridad. Desde mi Dios y desde mi comunidad sentiré, entonces, aquella mirada transformado-ra que Jesucristo posó sobre el Pedro olvidadizo y quebrantado, mirada que le llevó a llorar amar-gamente (Lc 22,61-62). 4. EL PUNTO DE LLEGADA. Concluimos las meditaciones de los pecados con uno de sus coloquios más relevantes, el coloquio con Cristo crucificado. En este Jesús de la cruz, comprendemos hasta qué pun-to nos ha amado el Padre (1 Jn 4,9) y hasta qué punto nos ha amado el Hijo en su vida mortal. Y por todo ello hace que nos preguntemos tres cosas:

qué he hecho por Cristo, qué hago por Cristo, qué debo hacer por Cristo.

Se cierra, pues, un ciclo en esta experiencia de Ejercicios. Atrás queda el misterio del peca-do, que rompía los planes salvíficos de nuestro Padre y creador, y nos enfrentamos con la persona del Señor Jesús, preguntándonos, en una dinámica de futuro comprometido, qué debo hacer por Cristo en mi vida venidera. Sabiendo que en este Jesucristo se ha manifestado completamente la voluntad del Padre.

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La frase de Juan es sintomática: “quien habla de estar con Dios, tiene que proceder como procedió Jesús” (1 Jn 2,6). Este será el único gran y grave problema de nuestra vida: iden-tificarnos con Jesucristo (en la pobreza, en el menosprecio y en la humildad) para se-guir a Jesucristo por amor, en una victoria cotidiana sobre la riqueza, sobre la vanaglo-ria y sobre la soberbia. Sabiendo que el Señor siempre está con nosotros. 5. SUGERENCIAS PARA LA REFLEXIÓN CONCRETA

1. ¿Vivimos con una profunda y serena conciencia de pecado o, por el contrario, se trata de al-go que ya hemos apartado completamente de nuestra vida espiritual, perdidos en un ambi-guo amor?

2. ¿Confiamos absolutamente en la actitud paternal de Dios frente a cualquier pecado que po-damos cometer?

3. ¿Vivimos la dimensión comunitaria del pecado hasta participar vivencialmente del pecado del mundo, que mantiene una auténtica oposición al plan salvífico de Dios, de forma real y coti-diana?

4. ¿Cómo concebimos y qué lugar tiene en nuestra vida el sacramento de la penitencia? ¿Hemos llegado a convertirlo en un rito rutinario por falta de profundización en lo que le subyace, que es la grandeza de la plenitud de la conversión al amor de Dios?

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6. LA ENCARNACIÓN, REVELACIÓN DEL MISTERIO DE JESUCRISTO. 1. Planteamiento. Concluíamos todas las reflexiones anteriores con un interrogante planteado ante Jesucristo crucificado (¿Qué debo hacer por Cristo?), y con ello introducíamos en la diná-mica de estos Ejercicios la persona del Señor Jesús, camino, verdad y vida para todo hom-bre. Esta persona, a su vez, va a dominar esta parte de nuestra experiencia espiritual, con la que concluimos los Ejercicios de este año. El encuentro con Jesucristo se resuelve en un proceso identificativo que solamen-te se consumará en la gloria. Por lo tanto, nunca se da, en nuestra vivencia terrena e histórica, la plenitud del encuentro porque éste siempre está en proceso de profundización. La clave de este encuentro y de este proceso identificativo es el amor. De tal manera que podemos afirmar: deján-dome afectar, para mejor imitarle. Todo, en la vida del creyente, acaba, pues, en imitar a Je-sucristo, en quien descubrimos nuestra plenitud como personas. Podemos resumir todo cuanto lle-vamos dicho en estas palabras: Se trata de encontrarnos continuamente con el Señor para imitarle, en un proceso identificativo a instancias de un amor que nos afecta en lo más hondo. Este planteamiento (y metodología) adquiere específica expresión en dos citas neotestamen-tarias joánicas, que son la palabra de Dios referencial en cuanto sigue:

“Quien habla de estar con Dios tiene que proceder como procedió Jesús” (1 Jn 2,6). “A Dios nadie le ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien

lo ha explicado” (Jn 1,18). En este contexto de encuentro con Jesucristo, marcado por este dinamismo identificativo e imitativo, hay que situar todos los acontecimientos de su vida, empezando lógicamente por la en-carnación, que conlleva el misterio del nacimiento. 2. El humanismo cristiano, como actitud ante la vida, se basa en la materia teológica que subyace a la encarnación: la introducción de la divinidad en la historia y la diviniza-ción de la historia, dos realidades complementarias que aparecen en la persona de Je-sucristo, Dios y hombre auténtico. De tal manera que, a partir de ahí, ser cristiano será ser hombre pleno, en una dinámica radical donde lo humano y lo divino se dan la mano en referencia perfecta. Más aún, el creyente que adopta conscientemente esta actitud existencial tam-bién está llevando la historia a su plenitud, pues arrastra el tiempo y el espacio cósmicos hacia el horizonte fundamental, que es Jesucristo, como tantas veces indicará Pablo (Ef 1,8-10). De esta manera, el humanismo cristiano es una postura vital globalizante, que incide en to-dos los órdenes de la vida. Sin perder de vista, una vez más, que la frase de Pilato —“He aquí al hombre” (Jn 19,5)— es fundamental para entender todo lo dicho: el hombre pobre, menospreciado y humillado, es decir, el hombre-salvador manifestado en el Jesucristo paciente, es la perspectiva adecuada. Si bien este hombre sufriente... resucitará y obtendrá un nombre que está sobre todo nombre (Flp 2,9). 3. Matices de la Encarnación y del Nacimiento permanentes en toda la vida de Jesucris-to. Los elementos permanentes a tener en cuenta son tres, que propongo a continuación:

1. Un misterio: la explosión del designio salvífico del Padre, escondido durante lar-go tiempo y manifestado ahora en la encarnación del Hijo. Con ello nos colocamos en la mismísima raíz de la historia de la salvación, perdiéndonos en la eternidad divina. El hecho salvífico es que Dios, en su misteriosa voluntad, decide recuperar al hombre, por propia iniciativa, saliendo libremente al encuentro de su pecado. Aquí se su-peran los datos de la parábola, ya comentada, del hijo pródigo: es el padre quien va tras el hijo en el envío de Jesucristo a la historia humana. Nosotros debemos dejarnos dominar por todo este misterio, anidando en su alma una auténtica admiración ante tal amor de la divini-dad: esta actitud le regenerará en sus zonas más hondas, allí donde nacen los afectos últi-mos... que entregan una persona a otra.

2. Una actitud: contemplación, en vez de meditación. Mientras ésta es mucho más discur-siva, la contemplación encuentra su mejor definición en esta frase: como si presente me

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hallase con todo acatamiento y reverencia posible. Se trata de ver, de escuchar, de mirar, para que el misterio contemplado penetre en mi espíritu, como fruto de haberlo asimilado en profundidad. La contemplación es una alternativa más purificada y purificante de la vida espiritual, que exige una enorme sencillez y humildad interiores para acatar y reverenciar el misterio, sin complicarlo con sofisticaciones intelectuales.

3. Una petición: conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga. La triple dinámica consiste en un conocimiento interno, no superficial ni anecdótico, que lleve a un amor por la persona de Jesucristo, traducido en el seguimiento tantas veces comentado. Todo ello se identifica con el proceso de identifica-ción e imitación, solamente que planteado en términos diferentes. Notemos que esta peti-ción implica una contemplación muy pragmática de la historia concreta del Señor, pues el conocimiento interno se basa en una atención privilegiada de Jesucristo como viviente exis-tencial y no como idea teórica. El por qué último para todo este dinamismo es muy claro: por mí se ha hecho hombre.

Un misterio. Una actitud. Una petición. Todas las contemplaciones de la vida de Jesu-cristo están atravesadas permanentemente por ese tríptico, que las orienta y define. Convendrá mantener siempre el clima admirativo ante el misterio, como algo religioso que nos so-brepasa en su propia cercanía. Convendrá, además, adoptar una actitud contemplativa, adheridos fuertemente a la historia narrada evangélicamente. Y convendrá, en fin, pedir repetida e insisten-temente conocimiento, amor y seguimiento, para alcanzar la plenitud en nuestra relación con Jesu-cristo. 4. Dos aproximaciones evangélicas a estos dos misterios. En el evangelio encontramos dos textos relativos a los misterios comentados. De una parte, el de Lucas, más narrativo, y de otra, el de Juan, más teológico.

El texto de Lucas (1,26-38 y 2,1-7) nos propone, en una narración de apabullante sencillez, los rasgos materiales y espirituales de estos misterios, donde, una vez más, captamos las dimensiones de pobreza, menosprecio y humildad, caracterís-ticas de toda la vida de Jesucristo. Parece que Lucas pretende sorprender al lector de su evangelio con unos datos tan elementales, que todavía refuerzan más toda la potencia admirable de la aparición de Dios en la historia humana. En este sentido, Lucas camina en búsqueda de la acogida sorprendida del orante. Acogida que implica una lectura lenta de es-tos textos impresionantes.

El texto de Juan (1,1-18) es su conocido prólogo al evangelio, uno de los textos más hondos del Nuevo Testamento, donde se nos da una visión general de la historia de la salvación precisamente desde la óptica de la encarnación de Dios en Jesucris-to, constituyendo un documento de importante carga teológica. Juan es quien mejor explica teológicamente la narración de Lucas, dando pautas, además, para todo el Nuevo Testa-mento. Dicho esto, proponemos algunas dimensiones-consecuencias de este prólogo, recomendando que previamente se lea por completo, dejándose llevar de lo que espontá-neamente suscite en cada uno el Espíritu de Jesús:

o Lo que domina todo el texto es la mundanización de Dios, expresada en esta frase gigantesca, donde se vienen apoyando una gran parte de la teología y espiritualidad cristianas: “y la Palabra se hizo carne” (v. 14).

o Pero, inmediatamente, llama nuestra atención el enfrentamiento de la Palabra con la estructura mundana de pecado: “El mundo no le conoció” (vv. 5,10,11). Aquí se en-cierra todo el fuerte dramatismo del Dios hecho hombre, replanteándose, en su misma raíz, el duelo entre la estructura de gracia y la estructura de pecado, vivido en la carne bendita de Jesucristo. De esta manera, Juan está planteando de antemano el misterio pascual: Cristo morirá tras su enfrentamiento con la estructura de pecado, destruyendo en su muerte al mismo pecado e inaugurando así la historia como amor para morir en cruz. De esta manera, Juan contempla a Jesucristo como el cordero inmaculado que en su sangre salva a la humanidad de su culpa, y todo esto lo colo-ca, desde ya, en el mismo hondón de la encarnación, como elemento prioritario de la

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personalidad de Cristo. Para nosotros, por lo tanto, nacer a la vida nueva implicará hacerlo al misterio de muerte y de resurrección, es decir, al ritmo pascual, ¿Sucede así...?

o Y si la Palabra se ha hecho carne, todo es potencialmente bueno. Realmente, este versículo 14 es revolucionario porque transforma todas nuestras cosmovisiones posi-bles. Desde que la divinidad se ha encarnado en la humanidad, surgiendo el misterio de Jesús como Cristo y de Cristo como Jesús, toda la creación ha sido tocada en su misma raíz, colocando gracia abundante en el seno de cosas, situaciones y personas. Vivir la vida desde esta óptica es de una purificación enorme, porque es vivir en es-peranza permanente: podrá haber pecado, negatividad y culpa humanas, pero, al fi-nal de todo, podemos descubrir un venero de gracia, que otorga una comprensión distinta de la historia. Porque Dios, un día, se hizo historia.

o Por último, si Jesucristo se ha hecho carne, significa que ha nacido de mujer, apare-ciendo entonces el protagonismo salvífico de la Virgen María. María es la que, al en-tregarnos a su Hijo salvador, comunica definitivo sentido a la historia humana, sen-tando las bases últimas de la futura Iglesia. Madre de los hombres, madre de la his-toria y madre de la Iglesia son tres apelativos que merece la Virgen, la cual aparece no como algo piadoso en nuestra vida, sino como una honda y prioritaria instancia teológica para todo creyente. La maternidad de María respecto de Jesucristo, en fin, funda una personalidad sin parangón en el devenir humano. ¿La concebimos así...?

Las dimensiones-consecuencias del prólogo, tal y como las hemos visto, tienen una serie de consecuencias en nuestras vidas creyentes, que enuncio a continuación:

1. El cristiano está en el mundo ineludiblemente, aceptando con alegría su plena in-serción en la historia, de la misma manera que la aceptó Jesucristo. La mundani-dad, por compleja que parezca, es nuestro hábitat espontáneo, al que jamás podemos re-nunciar, so pena de caer en el desgraciado pecado de la huida: ¿Dónde y desde dónde vivi-mos nuestra fe, esperanza y amor..., tenemos al mundo como lugar de satisfacción ineludi-ble...?

2. El cristiano, a la vez, se enfrenta al pecado del mundo ineludiblemente, aceptan-do el margen de persecución que ello lleve consigo. Jesucristo, sin embargo, ha ex-presado perfectamente la auténtica postura a adoptar cuando pedía al Padre en la cena última: “No te ruego que los saques del mundo, sino que los protejas del mal” (Jn 17,14-19). Nuestro modo de encarnación deberá ser estar sin ser en la mundanidad y de la mundanidad, sin caer ni en espiritualismos evasivos ni en reductores humanismos, sin eva-dirnos ni dejarnos seducir; se trata, en otras palabras, de estar en la historia dándole senti-do desde la trascendencia del misterio de Jesucristo. Esto, ciertamente, no es fácil, sino muy complejo. Pero no tenemos otra alternativa: ¿Vivimos esta tensión creativa en la realidad..., de qué forma...?

3. El cristiano es el que continuamente actúa y objetiva tanta bondad potencial como la fe le descubre existente en la realidad. A nosotros está encomendado el descubrimiento de las huellas de la gracia de Cristo, que están en todos y en todo, sin actuar co-mo “profetas de calamidades” (Juan XXIII). Tendríamos que ser personas suscitadoras de nacimiento, de luz, de esperanza, dejando de lado visiones pesimistas de la realidad. La importancia de esta actitud para la Iglesia es enorme: se trata de ser instrumentos de reve-lación histórica en la vida eclesial, ayudando a que la Iglesia supere su propio pecado, en lugar de obsesionarnos con sus deficiencias: ¿Somos tales instrumentos...?

4. El cristiano es esencialmente mariano, es decir, se abre a que María de Nazaret vaya engendrando en su vida a Jesucristo, su hijo, de la misma forma que lo en-gendró en el pasado. Nuevamente aparece la Virgen como personaje clave en la historia de la salvación, por encima de pietistas consideraciones y de olvidos superficiales. La gran tarea de María es seguir suscitando a su hijo en nuestra historia y en cada uno de nosotros: ¿Estamos abiertos a este regalo de María...?

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5. Conclusión. De la mano de Lucas y de Juan nos hemos acercado al misterio de la encarnación y del nacimiento, y así nos hemos colocado en la raíz de todo el dinamismo cristiano. Bueno será con-templar desde aquí aquel humanismo cristiano que planteábamos al comienzo y que ahora pode-mos comprender en toda su riqueza. Porque de lo que se trata es de que mediante nuestra ac-ción histórica —comprometida y cotidiana— el Señor Jesús siga presente en este mun-do. SUGERENCIAS PARA LA REFLEXIÓN CONCRETA

1. ¿Tenemos una idea de Dios-Jesucristo espiritualista (que está en las nubes por encima de la historia y del mundo) o materialista (que se confunde con el mundo), en lugar de concebirlo como quien salva a esa humanidad e historia desde dentro de ellas mismas?

2. ¿Hemos aprendido a distinguir los valores del mundo y el pecado del mundo o tendemos a confundir ambas realidades?

3. ¿Tenemos la valentía de asumir como positivo todo lo que no se incluya en el pecado del mundo (egoísmo)?

4. ¿Cuidamos la permanente penetración de Dios en nuestra humanidad, para existir como personas con una identidad cristiana profunda, o nos movemos al margen del misterio de la encarnación?

5. ¿Nos abrimos, como María, a la fuerza del Espíritu, para que también hoy se siga realizando la encarnación de Dios en nosotros, o creemos que se trata de algo a conseguir por medios naturales?