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CUENTICOS María Paulina Mejía

Obsequio de Pedagogía para la Vida © Derechos Reservados

2018

Epifanía del Miedo

Veía algún programa de televisión. De pronto, una imagen aterradora apareció en su cabeza: durante el siguiente viaje que haría su hijo, el avión se desplomaría y él moriría al instante. En ese momento no comprendió el origen de tal trágico pensamiento. No existía motivo aparente para él, excepto el hecho de que su hijo viajaba con cierta regularidad. Sin embargo, cediendo total control a su mente, lo recreó, una y otra vez. Y lloró. Lloró mucho. De repente, en medio de una tortura ilusoria que se sintió completamente real, una voz le habló desde dentro suyo: "Si mi hijo muriese, me dedicaría a vivir sin miedo. Sí... Es que nada podría ser peor que eso. Entonces, ya no tendría que temer. Dejaría todo miedo atrás... El miedo a la opinión ajena, a cometer errores, a andar sola por la calle, a asumir riesgos, a los animales salvajes y domésticos, a expresar mis sentimientos... El miedo a no verme linda, a engordar y a envejecer… El miedo a no amarme suficiente o a no ser amada… Si mi hijo muriese, lo llevaría en mi corazón como el más bello de los recuerdos. Y, sí... quizá, también, con la pena de no poder verlo y abrazarlo. Pero no temería. Ya no más. Es que su partida me habría puesto de cara al más grande de mis temores, sanándome para siempre de todos los demás." Mientras escuchaba a aquella voz, se vio haciendo cosas que por largo tiempo había dejado en modo de espera. Era fuerte, muy fuerte. Se imaginó fluyendo como el agua clara. En ese momento, las amenazas que había fabricado por tantos años y que la acechaban constantemente, desaparecieron de repente. Su cuerpo se volvió liviano y su mente… diáfana. Entonces, una voz le habló de nuevo. Sonaba distinta a la primera. Era más tenue y, aunque sus palabras podrían haberla lastimado, su tono era tan dulce, que supo que estaban llenas de amor. Le dijo: "¿Esperarás a ver si algo como eso sucede algún día para descargar el peso que te agobia? ¿Continuarás buscando excusas para impedirte a ti misma vivir plenamente… o cederás, de una vez por todas, al anhelo de libertad y de alegría que yo, tu alma misma, te viene invitando a atender? Embargada por un inmenso deseo de vivir, se levantó del sofa, se dio un baño de agua tibia, y salió a caminar por las calles del centro de la ciudad. Se sentía tranquila. Por primera vez, era verdaderamente libre. Dejándose llevar, probó el granizado de mango viche. Entró en un café internet ubicado en el segundo piso de un edificio antiguo y sucio, y prestó atención

a la dedicación y el cariño con los que un anciano abogado -de ésos que defienden los derechos de los más vulnerables- asesoraba a un hombre que parecía estar desesperado. No tenía oficina, sólo un escritorio que le habían permitido ubicar en la esquina del diminuto lugar. A pesar de vestir un traje casi tan viejo como él y de trabajar en un entorno polvoriento y bullicioso, proyectaba seguridad y sosiego. Además, emanaba un aire de orgullo hacia su labor que a ella le causó envidia. Luego de enviar un mensaje importante desde su correo electrónico, se marchó. Al salir a la calle, se dio cuenta de que estaba perdida. Pero no le importó. Contaba con suficiente tiempo; así que, por curiosidad, se detuvo en varios de los negocios informales montados a orilla de calle. Cruzó un par de palabras con los propietarios mientras bebía del granizado y, contenta, caminó para buscar un taxi. Sin darse cuenta, llegó hasta la plaza principal. Compró una bolsa de maíz y regó los granos en el pavimento. Docenas de palomas la rodearon, aletearon en total algarabía, y picotearon del maíz. Y ella… sin preocuparse porque alguien pudiera estarla observando, elevó los brazos al el cielo, miró hacia arriba, y sonrió.

Abrazado a la Tristeza Luis y José habían sido amigos por más de cuatro décadas. Luis, con a duras penas fuerzas para levantar el auricular, marcó el número de José.

-¡Qué alegría escucharte, Luis! Ha pasado tiempo.

-Lo sé- balbuceó Luis.

-¿Sucede algo, viejo? Te siento...

-Triste, José. Ando triste.

-Ya veo. ¿Tu tristeza se debe a algo en particular, o...?

-A nada y a todo, amigo mío. Estoy triste, y ya.

-¿Qué te parece si te visito? Llevaré de ese vino que tanto te gusta, y charlaremos un rato. ¿Qué dices?

-No, José, no. No tengo alientos para visitas. Además, sería pésima compañía para ti.

-Entiendo. ¿Qué tal si te pones esa sudadera vieja que llevas usando más de veinte años y sales a caminar por los alrededores de tu casa? Sentirás el sol, verás el río correr, y escucharás el canto de las aves. Disfrutar de la calma y la belleza de la naturaleza podría darte un poco de alegría. Recuerdo que te gustaba…

-No, viejo, no. Si es que no tengo ganas de nada. De levantarme, mucho menos.

-Está bien, Luis. ¿Recuerdas esa película que veíamos cuando éramos unos muchachos y que tanto te hacía reír?

-Aja.

-¿La conservas?

-Creo que la vi hace unos días cuando vaciaba unos cajones en la biblioteca.

-¿Qué tal si la buscas? Puede ser que te haga sonreír.

-¿Que la busque? Para eso tendré que salir de la cama, y ya te dije que no tengo alientos para eso.

-Cierto, viejo.

Pausa...

-¡Ya sé! ¿Tienes algún libro sobre la mesa de noche? Sé que leer te distrae.

Luis giró su cabeza hacia la pequeña mesa de madera de junto a su cama. -Hay uno, sí. Pero no he sido capaz de abrirlo.

-¿Y si lo haces ahora mismo... mientras hablamos? Quizá te enganche y te permita distraer a tu tristeza por al menos algunos minutos.

Luis tomó el libro con la mano que tenía libre. -Ay, José...

-¿Qué ocurre?

-Creo que dejé las gafas en la biblioteca, y no quiero ir hasta allá por ellas.

-Sé que tienes una lupa en el cajón. Úsala.

-¿Y cómo haré para pasar las páginas si tendré una mano ocupada sosteniendo el libro y la otra con la lupa?

-Tienes razón. A ver, a ver... ¿Qué te parece si desde tu cama te concentras en recordar la primera sonrisa que te lanzó tu hijo mayor? Me contaste que esa experiencia había cambiado tu percepción de la vida.

-¿Cómo crees que podré recorder momentos felices cuando en mi mente sólo hay quejas y lamentos?

-Lo siento, viejo.

-¿Qué cosa?

-Haber intentado interrumpir tu momento de tristeza.

-¿A qué te refieres?

-¿Por qué me llamaste?

-Te llamé para que me alegraras. Siempre has sabido cómo hacerlo.

-¿Y no es eso lo que he intentado hacer?

-Sí, sí... Pero es que me pides que hagas cosas que...

-No es lo que te he pedido hacer lo que te tiene atrapado en esa tristeza.

-Lo sé, viejo, lo sé. ¿Qué hago, José? ¿Por qué me siento así?

-No te gustará mi respuesta. ¿Estás seguro de querer oírla?

-Di lo que sea. Al fin y al cabo, nada puede ser peor que esto.

-Bueno, pues aquí voy: Te sientes triste y desanimado porque quieres sentirte triste y desanimado.

-¡¿Qué dices?! !Sólo un loco querría quedarse sumido en una tristeza como la que siento ahora!

-Bueno... Todos nos volvemos un poco locos a veces, Luis. Es simple: Te he propuesto hacer distintas cosas, y para todas has tenido una excusa.

-No creo entender.

-Quieres salir de la tristeza, pero no lo suficiente como para hacer algo al respecto.

-Ahora sí que estoy confundido.

-Estás triste y aseguras querer dejar de estarlo. Sin embargo, tu tristeza no te incomoda lo suficiente como para moverte de ella. Te pesa más lo que tendrías que hacer para lograrlo, que la tristeza misma. ¿Comprendes ahora?

-Eso creo... Qué vaina.

-Tengo que dejarte, querido amigo, porque mi esposa me espera para desayunar. Comeremos al aire libre, ya que hoy no llueve.

-Por supuesto, José, por supuesto.

-Me alegró escucharte, viejo. Sin importar cómo te estés sintiendo, siempre me alegra saber de ti.

Tres días más tarde...

-¡Hola, José!

-¡Hola, Luis! ¡Te oyes de muy buen ánimo!

-Pues no sé qué sucedió, pero anoche comencé a sentirme mejor.

-¡Qué buena noticia!

-Imagínate: esta mañana, sin saber por qué, me di una ducha, me puse esa vieja sudadera, y salí a caminar. Cuando tomé la curva... Ésa que lleva al pueblo... un par de jovencitos reían sentados a orilla de carretera. No pude evitar acercarme para leer lo que decía la franela de uno de ellos. Hasta vergüenza sentí, porque les di un susto tremendo.

-¿Y qué decía?

-Decía: ¨Eres la fuente de tu propia felicidad o de tu propia desdicha.¨

-Aja...

-Pues recordé lo que me dijiste aquella mañana…¡y lo entendí!

-Cuánto me alegra, Luis.

-Gracias, buen amigo.

-Con mucho gusto, viejo. Ahora, agradécete a ti mismo.

-¿A mí mismo? ¿Por qué?

-Por haberte abierto a comprender. De no haber sido así, mis palabras se las habría llevado el viento. Y las que estaban plasmadas en aquella camiseta... A ésas jamás les habrías puesto atención.

Momentos

Llevaba varios días de claustro. Acompañaba a una pariente cercana en un

hospital en el que las habitaciones parecían lujosos cuartos de hotel.

Llegó el quinto día. Los ánimos comenzaban a sufrir las tensiones propias del

cansancio y del tedio. Entró una enfermera.

-Esa medicina de allá se acabó hace rato- dijo la mujer, apuntando

hacia una diminuta bolsa de suero, como lo hace quien se ha

acostumbrado demasiado a su condición de enfermo.

Él intervino para recordarle que aquel remedio estaba programado según

un horario. Su familiar, llevando su índice a la boca y frunciendo el ceño, le

pidió callarse.

-¡Diré lo que se me venga en gana!- gritó. -¿Acaso no te das cuenta

de que estoy enferma, y que los enfermos necesitan medicina?

Él, cuando pudo superar el congojo de su ego, comprendió lo inoportuno

que había sido su comentario. Así que tomó aire, recordó cuánto la

quería, le habló en tono suave, tomó una ducha tibia, vistió ropa limpia, le

dio un beso en la frente, y salió a conseguirle un encargo que le había

hecho horas atrás.

Al entrar en el almacén de cadena, oyó una música alegrona venir de

alguna parte. Hipnotizado por esos ritmos latinos que tanto le gustaban,

caminó hasta allí. Se trataba de un clase de aeróbicos. Se quedó un rato

disfrutando de ver a la gente bailar y, sin poder resistirse, se lanzó a la pista.

Bañado en sudor, buscó el encargo y regresó al hospital. Antes de entrar,

buscó al amable guarda de seguridad con el que acostumbraba conversar

mientras se fumaba uno o dos cigarrillos, y le entregó una avena fría que le

traía de regalo.

-No se lo había dicho, pero quiero que sepa que es la primera vez, en

todos los años que llevo en este trabajo, que alguien como usted se

toma el tiempo de charlar conmigo. Se lo agradezco mucho.

-El que tiene que estar agradecido soy yo. Usted ha sido muy amable

conmigo.

Subió a la habitación. La estaban aseando. Eso le dio unos minutos más para

preparar la honesta sonrisa con la que quería encontrarse de nuevo con

ella.

-¡Te ves fresca y hueles muy bien!

-Me siento bien. El agua siempre ayuda.

-En eso tienes mucha razón.

-Perdóname.

-Quien debe disculparse soy yo. No he debido entrometerme.

-Y yo… Yo debo ser menos caprichosa y menos altanera. Sé que te

lastimé con mi actitud, y no lo mereces.

Se dieron un abrazo y, alegremente, recordaron sus años de juventud.

Sorpendidos por el Amor

Cuando era apenas una jovencita, había hecho un acuerdo con ella

misma: permitiría que el sistema controlador que los humanos habían

decidido diseñar para hacerse lo más infelices posible, le dictaminara

únicamente algunos mandatos. Todos los demás, los decidiría ella. Por

ejemplo, tener ropa linda y vestir adecuadamente para cada ocasión, sería

algo que del sistema adoptaría porque verse bien le gustaba mucho. Pero

no por eso andaría por ahí pavonéandose vanidosa, ni le faltaría la sencillez

que se necesita para disfrutar de la vida y sentirse liviana.

Su buen gusto se había vuelto tema de conversación entre sus amigos y, por

supuesto, entre sus colegas y conocidos. Cuando entraba a su oficina o al

coctel de turno, decenas de ojos se giraban hacia ella. ‘Qué linda estás’,

decían unas. ‘Me encanta tu falda. ¿Dónde la compraste?’, preguntaban

otras. Ella sabía bien que aquellas mujeres, si bien en apariencia le

expresaban cariño y admiración, le rasgarían las vestiduras. Ana se limitaba

a responder sin mayores rodeos ni aspavientos, y sonreía mientras pensaba:

“qué estúpidos y envidiosos podemos a veces ser los seres humanos.”

Además de su buen gusto, Ana era una gran bailarina. Aunque nunca tomó

clases de baile, se movía como una profesional. Debido a esto, en las

discotecas y en las fiestas, los hombres se peleaban por bailar con ella. Ella,

con naturalidad y algo de coquetería, aceptaba bailar tanto con los

buenos, como con los malos. He aquí otro de sus acuerdos: disfrutaría, y sería

amable… con esos hombres, y con todas las personas.

También se había prometido amar. Amaría mucho y sinceramente.

Una noche, mientras caminaba de la oficina a su casa al tiempo que oía y

tarareaba canciones de los años ochenta en su aparato celular, Ana no vio

que había una cáscara de banano en el piso. Resbaló. Los tacones de sus

delicadas sandalias se rompieron y su vestido se elevó, dejando su figura al

descubierto. Un hombre que pasaba por ahí la ayudó a levantarse.

-Gracias- dijo ella, esbozando una sonrisa picarona. Sabía que aquel

hombre la había conocido entera.

-¿Está bien?- Preguntó él, disimulando su encanto por ella.

-Divinamente. ¿Y usted?- Ana sonrió y guiñó un ojo.

Ambos rieron a carcajadas. De pronto, sus ojos se encontraron. Fue

entonces cuando supieron que serían el uno para el otro… por siempre y

para siempre.