cuentos para entristecer al payaso
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En estos cuentos habitan personajes que gozan con la crueldad. A través de ella encuentran el medio perfecto para huir de la rutina, del fracaso y de todo aquello que se les niega. Sonia Silva-Rosas. México, D.F. 1971. Tiene publicado el libro de poemas "Tanta Memoria" (Fondo Editorial Tierra Adentro, número 245, 2002).TRANSCRIPT
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Primera edición, mayo de 2009
d.r. © 2009. Sonia Silva Rosas
Publicado por
Antonio Martínez Casillas
Niños Héroes 1976-D3
Colonia Americana
c. p. 44150, Guadalajara, Jalisco, México
isbn 978-607-00-0349-3
ilustración de la cubierta
Efrén Jiménez
Se prohibe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por
cualquier sistema de recuperación de información, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electro-óptico, por fotocopia, o cualquier otro, existente o por existir, sin el
permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.
Impreso y hecho en México
Printed and made in Mexico
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A mi padre, Antonio Silva García,por los caminos recorridos
tomada de su mano.
A Pablo y Samuel,corazón y fortaleza de mis días.
Para Francisco Castillo Rivera,camarada de esta vida y la anterior.
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La mirada
I
En verano, las noches se le escurren a uno por el cuerpo.
Uno se pega más a la ventana buscando aire fresco que cal-
me esa sensación de estar en el infi erno, debajo de las axilas
del meritito diablo.
Esta noche es más caliente que de costumbre, al menos
así la siente Gumaro y la sufre aún más debido a sus ciento
treinta kilos de peso. Los hilillos de sudor corren por su rostro
y algunos entran en sus ojos haciendo que las pupilas ardan.
Cuando uno planea algo, la naturaleza entera se encarga
de encontrar el medio para divulgarlo. Cada movimiento
extraño, cada ruido, incluso el silencio, puede descubrir ante
el mundo las intenciones que uno guarda. Esto lo sabe bien
Gumaro y de inmediato desliza la mirada sobre la oscuridad
del paisaje, fi ngiendo que no piensa nada, que su mente
está en blanco. Se pone en pie y cauteloso, como si alguien
esperara de él alguna reacción violenta, saca un pañuelo del
bolsillo del pantalón, acomoda de nuevo su trasero en la
mecedora y se limpia el rostro sin bajar la mirada.
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Los grillos han comenzado su rechinadero de patas; al
escucharlos Gumaro imagina que le miran fi jamente inten-
tando leer su pensamiento. Sin bajar la mirada saca los Faros
y enciende uno, aspira y de inmediato libera el humo con la
consigna de no contar nada en su travesía y el humo, obe-
diente, se dispersa con el viento mezclándose con el calor
de la noche.
Cuando se mete una idea en la cabeza, uno busca el
medio para verla realizada sin contratiempos ni errores, y es
justo la cabeza de Gumaro la que da vueltas desde hace seis
meses. No come, mal duerme, no se concentra y ya en la
maquiladora le han llamado la atención infi nidad de ocasio-
nes, incluso lo han amenazado con echarlo del trabajo.
—¿Qué le sucede Acevedo? Su productividad ha bajado
considerablemente. No lo vemos con ganas de trabajar, anda
usted como en otro mundo.
—Perdón, perdón señor Rodríguez...
—Sabe bien que bajo estas circunstancias, tenemos todo
el derecho de echarlo a la calle.
—No, señor Rodríguez, por favor. Le pido a usted una
oportunidad...
—¿Otra?
—Por favor. Lo que mi esposa y yo ganamos aquí nos
mantiene al día... Sólo le pido una oportunidad. Le doy mi
palabra que no se repetirá lo de hoy...
—Echó a perder una cantidad considerable de material;
esos son gastos y errores que la empresa no tiene porqué
pagar... usted entiende ¿Verdad Acevedo?
—Sí... sí, señor Rodríguez... Le doy mi palabra...
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—No Acevedo, aquí la palabra no es sufi ciente. Lo que
necesitamos es que se comprometa cabalmente a ya no fa-
llarnos. Conocemos su situación y mire, nomás por eso le
doy una última oportunidad ¡Última! ¿Entendió Acevedo?
—Sí señor Rodríguez; claro, ya entendí. Tenga usted la
seguridad de que no habrá más fallas.
—Eso espero, porque debido a las pérdidas del día de
hoy, se le rebajará el sueldo a la mitad por seis meses...
—Pero, señor...
—Ningún pero Acevedo, usted elija, la rebaja o el des-
pido.
—No, está bien...
— Es lo justo. De esta manera aseguramos que usted sea
más consciente de sus actos; se queda con nosotros traba-
jando y nosotros recuperamos, en cierta forma, lo que se
perdió... y digo en cierta forma porque usted sabe que las
pérdidas de hoy jamás las podrá pagar con la mitad de su
salario. Esto solamente es una forma de castigo, de llamar su
atención ¿Estamos?
—Sí, sí... Tiene usted razón... es lo justo...
El calor del cigarro cerca de los labios hace que Gumaro
regrese a la realidad. Arroja la colilla y con ella su coraje
reprimido ¿Cómo le voy a decir a Adela lo de la rebaja del
sueldo? Se va a poner como loca. ¡Pinche vieja! Nadie le
dijo que le pidiera prestado a don Ezequiel tanto dinero,
ahora cómo chingados vamos a pagar quince mil pesos. Esta
rebaja me viene a dar en la madre... Pero es que no me pue-
do sacar esto de la cabeza, me tiene mareado día y noche,
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hasta cuando estoy en la maquila, chingá... No lo puedo
controlar...
La mecedora rechina, y es como si gritara la preocupa-
ción de Gumaro. A lo lejos, se escucha el silbato del tren
de las diez. Gumaro detiene su mirada en una de las tantas
piedras que llenan lo que intenta ser un patio. El calor no ha
menguado, estamos como a treinta y tantos, piensa, y detrás
de ese pensamiento viene el de la idea loca... Anda, anda.
No pasará nada, anímate, no seas sacatón, marica de pueblo,
le dice ese alguien metido en su cabeza desde hace seis me-
ses. Gumaro talla su rostro con desesperación.
—¿Qué tienes? —Pregunta Adela, que ha llegado a su
lado— ¿Qué no piensas dormir? Ahí me dejaste la cena,
últimamente es tu costumbre.
—No tengo sueño —Contesta Gumaro, esquivando la
mirada de su mujer— Hace mucho calor. No sé cómo pue-
des pensar en dormir con lo caliente que está la cama.
—Es que yo sí estoy cansada —Añade Adela tajante.
—Pues ve a dormir, por mí ni te apures.
—¿Te preocupa algo? Andas raro Gumaro, muy raro.
¿Qué te traes? ¿Andas con alguna vieja?
—Ya vas a empezar con tus chingaderas, Adela... Mira,
vete a dormir, deja de fastidiar. No ando con nadie...
—Entonces ¿qué te sucede?
—Estoy preocupado, sólo eso. Debemos mucho dinero.
Don Ezequiel es de armas tomar cuando de su dinero se
trata y no quiero pedos con él. Pa’ colmo tengo broncas en
la maquila... Ya sabes...
—Sí, algo me comentó Federico hoy por la tarde...
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—Otra vez el mentado Federico ¿No será que tú eres la
que anda en malos pasos?
—¿Cómo crees Gumaro? No me la quieras voltear. Federico
es sólo un compañero y sí, me dijo que habías cometido uno de
esos errores que hasta el trabajo te podía costar.
—Ya hablé con Rodríguez, no pasó nada. Todo se solu-
cionó y quedamos claros. No me corrieron del trabajo.
—¿Entonces qué? ¿Aquí te vas a quedar?
—Sí, un rato más ¿Hay cerveza?
—¿Vas a tomar? —Pregunta Adela molesta.
—Sí, mujer, sólo una...
—No cenas, pero eso sí, la cerveza no falta. Mira, haz lo que
quieras, sólo no hagas ruido cuando entres a la habitación.
—Está bien, hombre, está bien. Anda, ve a dormir, maña-
na temprano nos vemos.
Adela se marcha a la habitación refunfuñando. Este ca-
brón anda con alguien; o alguna vieja le está moviendo el
tapete, se dice, a mí no me ve la cara de pendeja, y tras de
sí azota la puerta de la habitación, una habitación a fuerza
compartida en la que intentan dormir las preocupaciones
por el dinero y el pago de las deudas. Los sueños de ambos,
esos que alguna vez tuvieron, mueren día con día en la ma-
quiladora, y el amor, cansado de luchar contra la miseria, se
ha marchado desde hace mucho, mucho tiempo. El amor
no es cosa de lucha; sólo que Adela y Gumaro no se atreven
a aceptar que siguen juntos por puritita costumbre.
Gumaro alcanza a escuchar las palabras de Adela, pero
no quiere entrar en detalles. Está cansado de batallar con
la necedad de su mujer. Abre la hielera y saca una cerveza
que intenta mantenerse fría. La abre, bebe, y siente cómo el
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líquido baja por su garganta, fresco, despertando de su letar-
go a cada uno de sus órganos y se queda así, con la cabeza
inclinada hacia atrás, con los ojos bien abiertos, mirando la
lámina que por techo tiene su casa. Se termina ésa y saca
otra, la abre, la bebe rápido y de nuevo los ojos en la lámina
¿Buscas darte valor? Pregunta burlona su extraña voz. ¿Será
esta noche, Gumaro? Y es que, cuando a uno se le mete en
la cabeza una idea de este tipo, se escucha una voz que lo
induce a uno, que lo reta y obliga. Gumaro se termina esa
cerveza, y otra, de seguido y decide sacar de la hielera varias
con el pretexto de amainar el calor. No necesito emborra-
charme para hacer lo que quiero, le contesta. ¿Estás seguro?
Pregunta la voz; si así fuera, desde hace seis meses lo hu-
bieras hecho; pero no, eres cobarde, Gumaro, acéptalo, eres
un pinche cobarde, borracho y miedoso. No pasará nada
Gumaro, ya lo planeamos bien. Todavía es hora, anda... Pero
Gumaro sólo camina lentamente hacia la mecedora y de
nuevo acomoda en ella su trasero.
Después de un rato se descubre repasando el plan tra-
zado por él y esa voz en su cabeza... Sí, exactamente. No
puede fallar; sólo debe respetar los pasos; llegar, tomar, huir...
y dejar tirado por ahí... tan sencillo como eso. Será fácil
Gumaro. Apúrate que no llegamos; y Gumaro se levanta
e intenta caminar, pero las cervezas lo obligan al tropiezo
¡Camina! Ordena la voz ¡Camina pinche cobarde, marica
de pueblo!
Ahora se descubre caminando por el llano; lleva consigo
un par de cervezas. Falta poco; aprisa, le ordena la voz, aprisa
que no llegamos; y Gumaro corre, cae, y desesperado recoge
las cervezas. ¿Para qué trajiste esas chingaderas, Gumaro?,
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¿Qué no puedes hacerlo sobrio? ¿Tienes que darte valor?,
No, no cómo crees, responde, es para el ambiente. ¿Cuál
ambiente, Gumaro? Ya ni chingas; pero bueno, allá tú, a la
hora de la hora ni te vas a acordar de las pinches cervezas.
Bueno, tú déjame y ya cállate. ¡Pues corre pendejo, corre
que no llegas!
Gumaro llega a la esquina e intenta tranquilizarse. La
gente aún sigue en la calle debido al calor de la noche.
Para su suerte, casi no hay luz, como siempre sucede en una
colonia jodida como ésta, a la que el gobierno no presta
atención y mantiene en esa situación precaria sólo para es-
cenario de campañas electorales ¡Camina pendejo, camina!
Cuida que no sospechen. Aguarda. Después de avanzar un
tramo Gumaro se detiene en un oscuro de la calle.
Ahora Gumaro corre de nuevo por el despoblado, tro-
pezando con piedras y matorrales. Las cervezas quedaron
tiradas en aquella esquina, y a lo lejos se escucha el silbato
del tren de las doce.
El tejabán de Anselmo está solo. Días antes, Anselmo le
encargó su casa a Gumaro. Ahí te encargo compadre, tengo
que ir a fi rmar. Si no voy me entamban de nuevo. Si te vas
a echar un pollo ahí, nomás te encargo recojas tus condones
y me dejes limpiecito, no quiero llegar y encontrar malos
olores ¿Eh, compadre? Y ahí está Gumaro, con el pollo bien
agarrado y con la ansiedad y el deseo a punto de reventarle
la bragueta.
Mira para todos lados y encuentra el refrigerador del
compadre... Ahí vas de nuevo, le dice la voz; y Gumaro saca
una cerveza con el pollo sostenido apenas con uno de los
brazos. El pollo se mueve desesperado y sus gritos ponen
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aún más nervioso a Gumaro ¡Cállate, chiquita, cállate, no
te va a pasar nada! Sólo vamos a jugar como la vez pasada,
¿te acuerdas? ¡Cállate, cállate! Mira, tómale, es agüita, ánda-
le ¿Tienes sed? Corrimos mucho, pero el pollo no quiere,
grita, grita cada vez más fuerte. Ni grites, chiquita, nadie te
oye, estamos rete lejos. Ándale, vamos a jugar un ratito no-
más, sólo un ratito; la baja, y corre temerosa hacia la puerta.
Gumaro de un salto le cubre el paso ¡Ah chiquita! quieres
jugar, ¿eh? Bueno, bueno, juguemos, corre, corre que aho-
rita te alcanzo. Pero ella no juega, busca una salida, busca
escapar y grita, llora, pero nadie la oye.
Después de tanto correr Gumaro la alcanza y la arroja al
suelo. Ella grita ahora con más fuerza y su grito le desgarra
la garganta. Gumaro huele a sudor, a cerveza; por sus poros
se libera esa idea loca que se le metió hace seis meses. Sobre
ella su fuerza es mayor, se siente poderoso, invencible. No
te pongas así chiquita ¿Pensaste que con tocarte me iba a
conformar? Pues no, bien que te gusto. Ella sólo grita, in-
tenta defenderse del deseo y la bestialidad de Gumaro, él
la golpea una y otra vez; la posee con brutalidad. La sangre
corre lenta, tibia, fundiéndose con la tierra caliente de aquel
tejabán y él, excitado, toma su cráneo y lo estrella contra el
suelo; desquiciado, la muerde, jala sus cabellos y ella ya no
dice nada, ya no llora, su mirada permanece inmóvil en el
rostro de Gumaro; con ella lo culpa, lo acusa, le reclama.
Afuera los grillos y su rechinadero de patas; el calor so-
focante; el silbato del tren de las tres; adentro, la mirada fi ja
y Gumaro de pie con el pantalón en los tobillos, temeroso
ante aquella mirada.
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Gumaro corre desesperado hacia la cocina, toma un cu-
chillo y se dirige al cuerpo tendido ¡No me volverás a ver,
malagradecida! Grita, y de un tajo vacía las cuencas ya muer-
tas, para después guardar los ojos en el bolsillo de su panta-
lón.
II
Si no me hubiera visto... Gumaro no se percata de que no
sólo debe limpiar sus manos, sino que urge desmanchar el
pantalón y la camisa, el suelo y la pared. Tose, y con ese
ruido rasposo de su garganta busca también aclarar las ideas
que se agolpan y le abruman el cerebro.
La contempla de nuevo...
Si no me hubiera visto,
se repite,
si no me hubiera provocado con la mirada...
Y es que la mirada es poderosa, él lo sabe. Los ojos son
hábiles para descifrar los misterios de quien miramos. La
mirada nos desnuda ante los demás; nos expone como un
trozo de carne abierta.
La mirada...
Los ojos, parte del cuerpo tan vulnerable pero a la vez
tan peligrosa; más aún la mirada de un niño, plena de ino-
cencia, de pureza e ingenuidad. Los ojos de un niño pueden
ver los secretos más perversos y crueles, los deseos reprimi-
dos, ese lado oscuro que los adultos ocultan.
Si no me hubiera visto...
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Y descubre un nuevo color en sus zapatos, el rojo.
Encima del negro un rojo salpicado, igual a esos trabajos
que hacía de niño en una hoja blanca. A él le gustaba salpi-
car de muchos colores, pero este salpicadero es rojo... Rojo
puro... un rojo casi vivo.
De manera automática, mete su mano al bolsillo del
pantalón y tienta, siente, intenta imaginar; recuerda y con
cuidado lo saca. El ojo le mira fi jamente, sin vida, y también
siente que lo acusa, lo señala.
Aquella mañana, cuando la encontró en la tienda de
Agustín, lo primero que llamó su atención fueron esos ojos
verde aceituna que resaltaban con el tono moreno claro de
su piel y no le quitó la vista de encima; incluso se quedó ahí
parado, como estúpido, escuchando todo lo que ella decía.
Su sonrisa, sus movimientos, llamaron también su atención y
Agustín, viejo al fi n, adivinó los pensamientos de Gumaro.
—Está muy niña Gumaro, es una chamaca. Aleja de ti
eso que acabas de sentir —Dijo Agustín.
—No sé de qué me hablas —Contestó Gumaro, ocul-
tando al mismo tiempo su mirada— ¿Cómo crees que yo...?
—Añadió.
—Bueno, yo nomás te digo. No vayas a hacer alguna
pendejada.
Gumaro procuraba coincidir con ella en la tienda y,
cuando no quería despertar la sospecha en el viejo, esperaba
en la esquina. Ella pasaba corriendo y ni siquiera imaginaba
que era observada.
El deseo de Gumaro se alimentó aún más una de esas
tardes en las que ella jugaba en la calle. El viento levantaba
su falda y descubría sus piernas. Fue esa tarde cuando la voz
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le habló por primera vez, quedito, al oído. ¿Qué Gumaro,
qué piensas? Es una chamaca, ¿no te das cuenta? Sí, pero
parece que yo también le gusto... ¡Qué estupideces dices!
Le gritó la voz. No, en serio, ayer nos vimos de frente y
me sonrió. Eso no quiere decir nada, añadió la voz. O qué,
¿pretendes que una chamaca se fi je en ti? Por favor Gumaro,
ponte serio. Además no tienes el valor para hacer algo, eres
un cobarde, tu padre te lo decía, ¿ya se te olvidó? Por eso te
casaste con Adela, porque fue la única que te hizo caso.
A partir de esa tarde, Gumaro vio como un reto el que la
chiquilla se fi jara en él. Se le metió en la cabeza la idea de lle-
vársela y vivir con ella feliz, lejos de problemas económicos,
de las fl atulencias de Adela y su estómago enfermo de ner-
vios, de la maquila, de Rodríguez, de Anselmo... Anselmo...
¿Cómo le explicaría todo ese batidero?
De vuelta a la realidad la mira ahí, boca arriba, en silen-
cio, con el vestido a un lado, sus agujetas atadas al cuello y
los cabellos pegados por la sangre. La sangre busca salida ha-
cia el patio. Gumaro levanta el vestido e intenta truncar su
paso. Sale de la casa y busca un tambo, de esos en los que la
gente echa la basura, y encuentra uno vacío cerca del baño.
Entra, arrastra el cuerpo y antes de salir lo levanta. Llega al
tambo y arroja el cuerpo ¿Cómo cubrirlo? Recorre el patio
con la mirada y encuentra algunas bolsas de basura, Con
eso será sufi ciente, se dice. No será tan fácil, añade la voz,
ahí hay una pala, saca algo de tierra y échasela encima. Es
tarde, la deben estar buscando. Gumaro se apresura. Arroja
las bolsas y rápidamente escarba algo de tierra que después
echa nervioso dentro del bote.
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La sangre y el sudor se pegan al cuerpo de Gumaro;
como si, al intentar limpiarse, pintara sobre sí el recuerdo
de la niña. Entra de nuevo al tejabán y no sabe por dónde
comenzar a limpiar. Tiene sueño. La cerveza, las emocio-
nes y la fuerza ejercida sobre aquel cuerpo lo han agotado.
Dormiré un poco, se dice, al fi n y al cabo Anselmo llega en
la noche, y se echa en el pequeño sofá de lo que busca ser
una sala. De nuevo saca los ojos muertos. Lo miran fi jamen-
te y él los contempla. «Qué bonitos ojos tienes, debajo de
esas dos cejas», ríe, sus párpados pesan, No me volverás a ver
desgraciada, malagradecida... Si no me hubieras provocado
con la mirada. Y duerme.
Justo cuando el silbato del tren anuncia las seis de la ma-
ñana, un grupo de colonos grita horrorizado al encontrar el
cuerpo en un tambo, muy cerca del baño. Entran al tejabán
de Anselmo y encuentran a Gumaro durmiendo en el sofá,
con los ojos en una de las manos.
El olor a sangre inunda la habitación. Olor a sangre y a
sudor... A muerte.
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Índice
La mirada, 9
La orilla, 21
La escalera, 25
La voz, 29
El espejo, 35
La rutina, 45
El bulto, 49
La pintura, 53
76
Coordinación editorial
Hilda Figueroa
Coordinación de diseño
Antonio Marts
Diseño de proyecto y portada
D3TallerEDITORIAL
Imagen de portada
Efrén Jiménez
Cuidado editorial
Hilda Figueroa / c&fediciones
Cuentos para entristecer al payaso
se terminó de imprimir en mayo de 2009
en los talleres de c&fediciones
Niños Héroes 1976-D3
01 (33) 35 63 01 07
c.p. 44150, Guadalajara, México.
La edición consta de 300 ejemplares
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