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-------------NO DESEAMOS UN
PARAISO VERDE
Peter Schneider
Me imagino que si el tierno monstruo E. T., amante de los niños, hubieraaterrizado en un prado alemán, en vezde en el oeste americano, en el otoño
de 1983, y hubiera escuchado el primer sonido de una lengua terrenal en un distrito rural suabo o sajón, ¿cuál sería la primera palabra que E. T. habría oído? No sería, seguramente, la palabra «pelota», ni la de «bosque», ni tampoco la palabra «gracias» ni la de «nostalgia». No, la primera palabra que E. T. repetiría maquinalmente con las tiernas cuerdecillas vocales de su computer, sería la bella palabra alemana «paz». Pues bien manipule con su largo índice los mandos de una radio, bien, por inadvertencia, conecte un aparato de televisión, deletree un periódico o escuche una conversación a la luz de la luna, no oiría con más frecuencia ninguna otra palabra. Preguntado desde el universo lo que este sonido humano significa, radiotelegrafiaría E. T. a la estrella madre, que a pesar de que posee un sexto de cociente de inteligencia, no ha logrado penetrar el sentido de esta palabra. Todo gira en Alemania en torno a la paz, y apenas hay alguna actividad que no se realice en su nombre. Se guarda silencio, se habla, se pasa hambre, se canta, se escribe por la paz; se sientan, se levantan, van, circulan, descansan y se preparan por la paz. Pero nadie ha podido proponer una imagen para esta palabra. Presumiblemente se trata de una substancia que ha llegado a ser tan escasa sobre la tierra como el hidrógeno o el oxígeno. Cuando pregunte, sin embargo, qué clase de substancia sea, para qué sirve, solamente podría llegar a saber que paz significa la evitación de una catástrofe en nombre de la guerra atómica. El, E. T. tiene la impresión de que el estado tan ardientemente deseado por todos es la conservación de lo que hay. Ocurre como si los hombres hubieran olvidado todo deseo bajo la presión de una amenaza mortal. Ha llegado tan lejos, que se ha convertido en una condición de la vida humana, probablemente tan indispensable como el agua o el oxígeno; se ha transformado en una meta. Pero E. T. considera tan desastrosa una situación en la que no domina otro deseo que la necesidad de supervivencia, que pide, por favor, que se lo lleven de allí.
No creo que la angustia ante una catástrofe nuclear sea paranoica. Quien no tenga miedo en Alemania, o es un idiota o carece totalmente de imaginación. Probablemente el mundo se encuentra en tal situación que, de alguna manera, sólo pueda describirse adecuadamente a través de las visiones de un paranoico. Las nuevas armas misiles Crucero y Pershing II sirven, en la medida en que pueden explicarse, como avanzada de un pla-
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neado intercambio de golpes atómicos entre las grandes potencias. Quien haya imaginado alguna vez las fronteras de semejante guerra táctica atómica, seguro que Alemania estaba en el centro. Después de que los alemanes han precipitado el mundo a la segunda guerra mundial, el mundo parece decidido a que la tercera, si no se puede evitar, comience sobre el suelo del niño malo. Esto es posiblemente normal, como también lo es que los alemanes se muestren algo más inquietos que sus vecinos. Para los americanos y rusos, quizá también para los británicos y franceses que, en cualquier caso, pueden decidir por sí mismos si aprietan el botón, puede que no exista ninguna diferencia entre una guerra atómica táctica y estratégica. Los alemanes sólo podrían contemplar esta diferencia desde algún lugar del cielo. Pero esta angustia, sin duda fundada, se empareja fatalmente con una rara pasión, que yo llamaría de amor por la catástrofe. Pienso en la tendencia de los alemanes a organizar su vida cotidiana en orden a evitar toda pequeña o gran emergencia. No es por casualidad que los traductores italianos o franceses colocan entre comillas palabras alemanas como «Angst» (angustia) o « Vorsorge» (preocupación). Tienen la sensación de que las correspondencias lingüísticas propias para estas palabras no se ajustan exactamente. Es evidente que un pueblo cuya vida cotidiana está condicionada en los períodos de paz más profunda por los sentimientos de preocupación y precaución, no se inclina precisamente a la anarquía. Aún cuando ninguna catástrofe esté a la vista, la espera latente de una emergencia produce una alta disponibilidad a la obediencia. ¿ Qué sucederá cuando lo peor, en el que, por otra parte, siempre se había pensado, se haya convertido en una posibilidad real?
En este horizonte de expectativas, la angustia razonable ante la guerra atómica se convierte fácilmente en un instrumento de chantaje, con el que se pueden controlar las reivindicaciones. Cuando están en juego la supervivencia de la especie, todos los demás derechos humanos pasan a segundo plano. Aparece una especie de devoción por la paz, un sometimiento a la paz, un tono grave y solemne, ante el cual todo movimiento de libertad resulta algo estúpido. La amenaza de catástrofe atómica posee una autoridad invisible. Ante esta visión horrorosa deben callar todas las contradicciones, los hombres deben unirse, darse la mano, cantar y permanecer tranquilos. Naturalmente, la expectativa de catástrofes crea un terreno ideal para los salvadores de la humanidad de todo género, para los pregoneros de la unidad, para los filósofos de la supervivencia. Su palabra adquiere el peso de millones de toneladas de explosivos; quien no quiera escuchar volará por el aire. No es por casualidad que en los textos pertinentes retorne la imagen del arca de Noé, la imagen de un barco en el que todos navegamos, de una cuerda por la que todos debemos tirar. La catástrofe no conoce clases, solamente alemanes.
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Esta tendencia hacia el totalitarismo se puede observar en todos los campos políticos. Helmut Kohl ha acusado al movimiento por la paz, que cuenta con millones de partidarios, de ser una tropa auxiliar de Moscú dirigida a distancia, y lo ha hecho responsable, preventivamente, del fracaso de las negociaciones de Ginebra; quien protesta contra el estacionamiento de los nuevos cohetes, debilita las posiciones occidentales en la negociación y pone en peligro la paz. Por otro lado, resulta visiblemente difícil a algunos periodistas liberales, llamar estado de excepción al estado de excepción en Polonia y asesinato masivo al derribo de un avión coreano sobre Sahalín. Decir la verdad parece ser un lujo que hace peligrar la paz, y a lo que muchos ya se han desacostumbrado. Finalmente en Mutlangen, donde el 1 de septiembre comenzaron las acciones contra el estacionamiento; sólo eran admitidos algunos partidarios de la paz que anteriormente habían participado en un entrenamiento de «oposición no-violenta». El investigador de la paz Robert Jungk ha descrito, ejemplarmente, las coacciones que pueden conducir, en un estado dotado con armas atómicas, al control progresivo y al uniformismo de la sociedad. Quisiera exponer aquí algunos rituales y modelos de pensamiento convergentes del movimiento que se dispone a impedir el estado atómico. No participo, de ningún modo, del temor de varios críticos que nos advierten del peligro de una «dictadura verde». Semejante advertencia me parece visible, si se tienen en cuenta las relaciones de fuerzas en presencia. Más bien temería que el movimiento ecológico y por la paz fracasara antes de que haya alcanzado su techo social. En mi exposición me referiré no al movimiento considerado globalmente, sino a una parte, una subtendencia, que bautizaré con el nombre de «fracción ontológica».
Entre los verdes y amigos de la paz se ha desarrollado una gran nostalgia por el Todo y la salvación, por el resultado final de las contradicciones. Un libro, que la diputada por los verdes Manon Maren Grisenbach no duda en titular «Filosofía de los Verdes», comienza con la siguiente frase: «La filosofía debe ser entendida como el lugar donde no se producen ningún tipo de disyunciones ni divisiones», y, posteriormente, bajo el subtítulo de «Totalidad: Conexión-Unidad» se dice: «Cuanto más ponemos en relación las cosas entre sí, tanto más surge ante nosotros la visión de totalidad, con discontinuidades, vacíos y disyunciones provisionales, pero en último término reunidos todos en un arca, en la que nos sentamos con todos los demás ... Vuelta al holismo, del griego Holos-Todo».
Evitaría a los amigos y enemigos del movimiento por la paz las citas de este libro, si no hubiera estado en Mutlangen. Allí no fue sólo interesante admirar el bloqueo impresionante y políticamente exitoso de la base USA de cohetes, sino también algo de la utopía vivida de los verdes.
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Para comenzar por algo secundario; ya la primera ojeada demostraba que la filósofa no había pedido demasiado con su exigencia, de que el aspecto exterior debe «ser signo de lo interior: jerseys calcetados por uno mismo, sandalias de cuerda y cuero; no, no se debe estimular la tendencia al lujo». Allí era perceptible lo que Maren-Grisenbach afirma como a priori de la actitud vital de los verdes: « ... prescindir de cosas, poseer pocas para poder verse tal como es uno mismo, hechas por uno mismo, realizables de tal modo que obliguen más al corazón que al portamonedas». Que todo esto hecho por uno mismo, calcetado por uno mismo pueda estar más cerca del corazón de los verdes, no quiero discutirlo. Pero no estoy de acuerdo, si se piensa que con la proximidad al corazón también se produce una aproximación a la naturaleza, a lo natural, a los pueblos primitivos. Los pueblos primitivos estaban precisamente muy lejos de pensar que un hombre que se levanta del lecho y se viste lo indispensable, fuera por eso más bello. El ideal de belleza de los olmecas, taltecas, aztecas, por ejemplo, era extremadamente complicado, resultado de largas horas de trabajo y penas, mostrando una extraordinaria tendencia al lujo. ¿Eran, por ejemplo, la formación de los bordes de los labios que se prolongaba durante años, las perforaciones de boca, nariz, mejillas, en las que colgaban piezas ornamentales enormemente pesadas, la artística estilización de la cabeza en la niñez, realizables fácilmente? La idea de que un hombre ofrece un aspecto más natural cuando renuncia a ornamentos y maquillajes, poniéndose unos pantalones de peto sobre unas sandalias de cuero, surge, más bien, con el hastío tardoburgués por la moda industrial y con la falta de imaginación, que con la vuelta a la naturaleza. Respecto de la aproximación a la
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naturaleza, seguramente son más «naturales» los caprichos agresivos y dolorosos de la moda punk, que los rituales de privación de la cultura de los pantalones de peto.
Pero también vi cumplida en Mutlangen otra visión de Maren-Grisenbach afirmada como tesis, que yo hubiera omitido gustosamente. Allí se sentaban realmente como se prometía en la página 23 de «la Filosofía de los Verdes» ... juntas las espaldas ... por la noche en pequeños grupos, acurrucados sobre la tierra o el césped, están inmóviles unos cerca de otros ... están juntos en los minutos, en las horas de silencio». Efectivamente, cualquiera que por aquellos días se aproximara a la entrada de la base de cohetes de Mutlangen debía de tener la impresión de ser testigo de unos extraños funerales. Delante de la valla de espinos vería un pequeño grupo de hombres, que se agrupaban como en una especie de círculo inmóvil, cogidos de la mano y en silencio. Acercándose más, descubriría que en el interior del círculo no se encontraba ningún cadáver, sino otro grupo de hombres acurrucado sobre el césped y también en silencio. Después de cerca de diez minutos el silencio fue interrumpido por un leve rasguido de guitarra y sonaron canciones de estilo solemne; una de las más frecuentes era la siguiente: «Queremos ser como el agua / agua suave que rompe la piedra ... »
El ritual descrito tiene sentido, si al grupo de bloqueo se aproximara un peligro de fuera, una contrademostración, vecinos enfurecidos. En este caso, el llamado «grupo protector», que rodeaba al grupo de bloqueo, podía representar una defensa. Pero cuando se practica durante tres días, sin que en el horizonte pueda advertirse ninguna molestia, adquiere el carácter de un símbolo. ¿Cuál es el mensaje de un grupo que, sin necesidad, toma tales actitudes? Lo que nosotros queremos, dirían, es tan natural que se comprende fácilmente, cantando o en silencio. Juegos, gritos, chistes, guitarras eléctricas, discusiones, bromas pesadas, no están previstos en aquello que queremos. Amaos los unos a los otros. La misma necesidad de armonía se expresa en el lenguaje propio del movimiento por la paz. La palabra «grupo de relaciones» evoca la imagen, de que hombres que luchan por la paz, debieran establecer, por lo menos, una «relación» -apenas tienen alguna- necesitarían un hogar, una familia que se reuniera a su alrededor.
Los que están a la expectativa y quieren participar en las acciones, pero no han formado parte del grupo de entrenamiento, pueden ser «adoptados» suplementariamente por un grupo. También aquí la imagen de un mundo en el que los hombres andan a trompicones como huérfanos, buscando continuamente a sus padres; los huérfanos se ponen, en caso de acción, delante, defendiendo los «grupos modelo», que se alimentan de frutas y canciones.
Me choca desagradablemente la palabra mágica de «consenso». Se la glorifica en un manual como
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una «forma de decisión democrática, sin votos». Al principio de mayoría electoral se sobrepone el concepto de consenso, con el fin de «reunir todas las ideas y propuestas y mezclarlas unas con otras». No quisiera especular sobre si puede funcionar semejante modelo de decisión. Lo más grave para mí no es la idea de que sea impracticable, sino de que pudiera tener éxito en el movimiento por la paz. Un grupo de diez o quince hombres que se sientan juntos cuatro semanas y toman sus decisiones siguiendo el principio del consenso, es decir, por unanimidad, está atontado, hipnotizado o borracho, pero, en todo caso, no está en sus cabales. Aún cuando nadie lo manipule, es víctima de una manipulación. Toda decisión voluntaria común tomada por unanimidad, presupone el sometimiento a otra voluntad, sea la de un particular, la de una minoría, o una mayoría. El principio de la mayoría y el principio autoritario del caudillo o del jefe son comparativamente humanitarios, porque en los dos casos se reconoce el hecho de que en todo grupo existen necesariamente contradicciones, causadas bien por la envidia o por el ansia de notoriedad. El consenso es el resultado del azar en una discusión de grupo; elevado a principio, el azar se convierte en un instrumento de represión contra todo disidente. El manual recomienda, efectivamente, a cada cual el ejercicio gozoso de la autocensura: «Cuando hablamos o decidimos, debemos siempre ponernos como delante de un espejo, para analizarnos mejor; ... hablo ya desde hace cinco minutos ... no tengo una opinión diferente, simplemente estoy irritado». Confieso que el ejercicio de la unanimidad me produce una impresión macabra. Está claro quién es el dirigente y motivador de la unanimidad: el gurú bomba atómica, «Bajo mi gobierno», susurra este tirano a los miembros de los grupos de relaciones, «toda voluntad individual debe callar. Contradicción, envidia, orgullo, competencia, todas las bajas motivaciones que hasta ahora han empujado a los hombres, pertenecen al pasado y todos debemos unirnos y pronunciar con una sola voz, una única frase: queremos vivir».
Debemos hablar ahora de la doctrina del principado de la no violencia. Entre el principio: no emplearé ninguna violencia en mis protestas contra el estacionamiento de misiles, y este otro: me someto al principio de la no-violencia, existe una diferencia fundamental. En el primer caso, manifestaré las razones de mi renuncia a la violencia. Aludiré, por ejemplo, a que el movimiento por la paz ha sido vencido siempre en todas las confrontaciones directas violentas, y que la mayoría de los ciudadanos, a los que se quiere atraer, se alteran más por una piedra en un cristal, que por ver un pershing en su jardín. Añadiría quizá, en honor a la verdad, que rechazo la violencia porque me asusta el dolor físico, y agregaría de mala gana que estoy mal dotado tanto para huir como para atacar. En el segundo caso, substituyo las razones por un principio: me declaro por la no-violencia,
-------------más aún, por la eliminación de toda violencia, me comprometo a dominar la violencia en mí mismo y en el mundo, pues he comprendido lo que la filósofa Maren-Grisenbach, según sus propias manifestaciones, afirma desde «el punto de vista de la naturaleza globalmente considerada» y desde la intuición de las grandes «leyes del ser», y que me ponen en el recto camino: «aprendemos que la lucha se ha convertido simplemente en un sinsentido de la conducta occidental, tanto la que se desarrolla contra la naturaleza como entre los mismos hombres». Verdad es que tampoco me comprendo mejor a mí mismo, ni mi angustia ante la violencia, ni la observación de que otros en mi situación actuarían violentamente. Cuando alguien amontona delante de la puerta de mi casa un quintal de pólvora, es completamente normal que actúe contra él utilizando todos los medios posibles. Naturalmente que lo odiaré y él a mí, si en caso de necesidad lo cojo por el cuello y lo arrojo violentamente escaleras abajo; solamente la intuición de mi fracaso podría detenerme.
Mis objeciones podrían resumirse en una idea fundamental. Atribuyo a una parte de los verdes y amigos de la paz la creencia de que el mal que nos amenaza está fuera de nosotros mismos. La bomba atómica representa la expresión más mostruosa de una civilización agresiva, expoliadora del hombre y de la naturaleza, se trate del moderno anticristo o del mal objetivo. Quien lucha contra este mal, necesariamente debe condenar las fuerzas que lo producen y alimentan como algo antinatural. Por otra parte, su veredicto no afectará solamente a la civilización técnica, la que produce la bomba atómica, sino también su aparato conceptual, su alma, en la que se desencadena el ansia de poder, la violencia, el egoísmo, la
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competencia, el culto del yo. Por consiguiente, se probará a sí mismo y al mundo, que está libre de aquellos impulsos agresivos que se han ido transfigurando en la acumulación de nuevas capacidades de matanza. Reprimirá en sí mismo todas las emociones que le recuerden la faz del mal y les opondrá la imagen de una civilización en la que los hombres sobreviven pacíficamente unos junto a otros, «como los peces en el agua». ¿Pero dónde pueden vivir los peces pacíficamente, si no es en un aquarium?
La operación de purificación del mal ha sido llevada a cabo por todos los movimientos de renovación, sean políticos, religiosos, culturales o revolucionarios de cualquier especie. También está en marcha entre aquellos verdes, para los que habla Maren-Grisenbach. Por consiguiente, no puede extrañar que a la proyección del mal sobre la civilización técnica, siga una retro-proyección: la reivindicada «renovación» (Maren-Grisenbach) es, en realidad, la vuelta a la verdadera naturaleza del hombre. La imagen deseada de una futura civilización pacífica es retrotraída al origen de la historia; se siente uno como intérprete de los planes de la creación. De esta manera, las posibilidades históricas, convertidas en necesarias, se inflan hasta llegar a «leyes del ser». La guerra ya no es, gracias a la bomba atómica, una forma absurda de decidir los conflictos, sino una forma no prevista en los planes de la creación. El entronque de la técnica en la naturaleza no necesita un control ecológico porque la dominación de la naturaleza se transforme en su destrucción, sino porque el entronque en sí mismo es ya un crimen: «Toda utilización de aparatos técnicos, su construcción misma produce un cambio del medio ambiente natural, y por más que queramos proceder suave-
-------------mente, se desencadenarán fuerzas materiales que afectan a la naturaleza». Egoísmo, competencia, ansia de poder, sentimientos de angustia y soledad no son algo natural, si acaso impulsos concupiscentes, nos son impuestos por las relaciones sociales, que un par de anormales han creado a nuestro alrededor. Y, finalmente, la bomba atómica misma, ese sol creado por los hombres, no es el producto lógico de una civilización en la que todos nosotros participamos; es un error, un monstruo, inventado por monstruos, pero nosotros, nosotros mismos, hombres verdaderos, naturales, «que tenemos oído tan fino para el viento de la historia que sopla en dirección al futuro ... », nosotros queremos la paz.
Si esta crítica no fuera más que una llamada al rigor conceptual -por no hablar de lo que se escribe-, la confusión de exigencias políticas con leyes del ser no tendría tanta transcendencia. La retroproyección de los modos deseados de conducta social sobre la esencia de la naturaleza o el hombre conduce a dos errores. En primer lugar, se reduce el conocimiento a un acto de propaganda en favor de un determinado proyecto político. En segundo lugar, se presta a este proyecto una falsa autoridad: la naturaleza misma, la esencia humana, las exigencias de la trama de la vida ... etc. El carácter necesariamente experimental del proyecto político es suplantado por una actitud prepotente, totalitaria en principio. Pues el proyecto, considerado como ley de la historia o de la naturaleza, no debe ponerse en cuestión, si y en la medida en que tenga éxito. Cuanto más tiempo pase por verificado, tanto menos será necesario contrastarlo, resistiéndose a toda falsificación. Llegado al poder, se transforma rápidamente en una máquina cuyo fin más importante es hacer imposible la falsificación. Se comporta como el computer en Kubrick 2001, que utiliza toda su inteligencia para impedir que nadie retire la clavija. Un ejemplo de esta actitud, es el tratamiento realizado por los verdes del caso Hecker en el parlamento federal; Hecker «falsificaba» la tesis de que los verdes son hombres libres del «vicio», que los hombres grises, «la gente de la calle», todavía pueden cometer: tocar los pechos de las mujeres. En vez de abandonar la tesis, se abandonó a Hecker.
Después de centenares de miles de años, la historia de la humanidad no permite decir nada cierto sobre la esencia del hombre. Pero por lo menos debemos tener por posible que la civilización industrial, que actualmente, y con buenas razones, miramos con espanto, fue creada por nosotros. Probablemente la historia humana pueda concebirse como intento de reprimir, progresivamente, los sentimientos obscuros, peligrosos, asociales en nosotros mismos, en favor de lo socialmente deseable. Este progreso civilizador implica necesariamente la reducción y desarraigo de costumbres humanas, y cuando hablamos de «costumbres», no pensamos únicamente en las puras. Conside-
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rada desde «el punto de vista de la naturaleza total», la supresión universal de los elementos dañinos para la civilización -tiranos, esclavistas, chauvinistas, criminales, violentos, etc.- supone, probablemente, una pérdida tan importante como la desaparición de los abejorros. Los verdes, en todo caso, con sus reivindicaciones justas y necesarias, no pueden invocar una pretendida voluntad de la naturaleza, ni tampoco el origen de la historia humana. Las sociedades naturales, tan frecuentemente citadas, no conocieron solamente el matriarcado y la vida pacífica colectiva, sino también la esclavitud, la explotación, la opresión imperial de pueblos vecinos, la dominación de otros hombres y el cáncer. Lo que distingue, fundamentalmente, a las civilizaciones preindustriales de la nuestra, es el hecho de que, para ellas, el diálogo con el cosmos era más importante que el diálogo con los hombres. Es esta perspectiva, la pesadilla nuclear con la que sueña nuestra civilización, aparece como el reverso de un sueño feliz: la idea de que Dios se ha hecho hombre y de que el hombre puede permitirse explotar la naturaleza sin contrapartidas, está en el origen no sólo de todas las utopías del hombre nuevo, sino también de la bomba atómica.
Confío en que se me entienda; no defiendo ningún tipo de fatalismo, que recomienda abandonar a su suerte las fuerzas de destrucción que nuestra civilización ha desencadenado. Quiero, más bien, defender los principios políticos de los verdes y del movimiento por la paz contra su ontologización. Un movimiento que niega su carácter positivo y vive sus deseos y esperanzas como necesidades naturales, puede paralizarse fácilmente antes de que ponga algo en marcha. El verde puede convertirse rápidamente en gris y existe el peligro de que la vida sea privada de su vitalidad en nombre de su conservación. El eslogan, «queremos vivir sin cohetes y reconciliar la naturaleza con el hombre», no es ninguna ley, es el resultado de una elección. Puesto que este eslogan es positivo, es, en último término, como una ley, pero optimista: podría probarse.
No por casualidad, hasta ahora, toda llamada a la paz ha carecido de una correlativa invocación a la libertad. Se deja pacíficamente en manos de los belicistas. Bajo la presión de una catástrofe inminente se ha reducido el concepto de paz al simple deseo de supervivencia, y «paz» apenas si significa algo más que ausencia de guerra. Emerge, de este modo, paulatinamente, la disposición a aceptar cualquier situación bajo el peligro de guerra atómica. Cuando ya no ponemos condiciones a la paz, es que somos víctimas del chantaje atómico que combatimos. Quien, como yo, defiende el desarme unilateral, debe también explicar a qué libertades no está dispuesto a renunciar en ..a...ninguna circunstancia, y defenderlas en a..� caso de necesidad. �
(Kursbuch 74. Dezember 1983) Traducción: José Luis Iglesias Riopedre
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