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Robinson Crusoe Daniel Defoe Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Robinson Crusoe

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a susclientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buenafamilia, aunque no de la región, pues mi padre eraun extranjero de Brema que, inicialmente, se asentóen Hull. Allí consiguió hacerse con una considerablefortuna como comerciante y, más tarde, abandonósus negocios y se fue a vivir a York, donde se casócon mi madre, que pertenecía a la familia Robinson,una de las buenas familias del condado de la cualobtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, porla habitual alteración de las palabras que se hace enInglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nosllamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; yasí me han llamado siempre mis compañeros.

Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fuecoronel de un regimiento de infantería inglesa enFlandes, que antes había estado bajo el mando delcélebre coronel Lockhart, y murió en la batalla deDunkerque contra los españoles.

Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo hesabido al igual que mi padre y mi madre tampocosupieron lo que fue de mí.

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Como yo era el tercer hijo de la familia y no mehabía educado en ningún oficio, desde muy peque-ño me pasaba la vida divagando. Mi padre, que eraya muy anciano, me había dado una buena educa-ción, tan buena como puede ser la educación encasa y en las escuelas rurales gratuitas, y su inten-ción era que estudiara leyes. Pero a mí nada me en-tusiasmaba tanto como el mar, y dominado por estedeseo, me negaba a acatar la voluntad, las órdenes,más bien, de mi padre y a escuchar las súplicas yruegos de mi madre y mis amigos. Parecía quehubiese algo de fatalidad en aquella propensiónnatural que me encaminaba a la vida de sufri-mientos y miserias que habría de llevar.

Mi padre, un hombre prudente y discreto, me diosabios y excelentes consejos para disuadirme dellevar a cabo lo que, adivinaba, era mi proyecto. Unamañana me llamó a su recámara, donde le confina-ba la gota, y me instó amorosamente, aunque convehemencia, a abandonar esta idea. Me preguntóqué razones podía tener, aparte de una mera voca-ción de vagabundo, para abandonar la casa paternay mi país natal, donde sería bien acogido y podría,con dedicación e industria, hacerme con una buenafortuna y vivir una vida cómoda y placentera. Me dijoque sólo los hombres desesperados, por un lado, o

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extremadamente ambiciosos, por otro, se iban alextranjero en busca de aventuras, para mejorar suestado mediante empresas elevadas o hacersefamosos realizando obras que se salían del caminohabitual; que yo estaba muy por encima o por deba-jo de esas cosas; que mi estado era el estado me-dio, o lo que se podría llamar el nivel más alto de losniveles bajos, que, según su propia experiencia, erael mejor estado del mundo y el más apto para lafelicidad, porque no estaba expuesto a las miserias,privaciones, trabajos ni sufrimientos del sector másvulgar de la humanidad; ni a la vergüenza, el orgu-llo, el lujo, la ambición ni la envidia de los que perte-necían al sector más alto. Me dijo que podía juzgarpor mí mismo la felicidad de este estado, siquierapor un hecho; que este era un estado que el restode las personas envidiaba; que los reyes a menudose lamentaban de las consecuencias de haber na-cido para grandes propósitos y deseaban habernacido en el medio de los dos extremos, entre losviles y los grandes; y que el sabio daba testimoniode esto, como el justo parámetro de la verdaderafelicidad, cuando rogaba no ser ni rico ni pobre.

Me urgió a que me fijara y me diera cuenta de quelos estados superiores e inferiores de la humanidadsiempre sufrían calamidades en la vida, mientras

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que el estado medio padecía menos desastres yestaba menos expuesto a las vicisitudes que losestados más altos y los más bajos; que no padecíatantos desórdenes y desazones del cuerpo y el al-ma, como los que, por un lado, llevaban una vidallena de vicios, lujos y extravagancias, o los que, porel otro, sufrían por el trabajo excesivo, la necesidady la falta o insuficiencia de alimentos y, luego, seenfermaban por las consecuencias naturales deltipo de vida que llevaban; que el estado medio de lavida proveía todo tipo de virtudes y deleites; que lapaz y la plenitud estaban al servicio de una fortunamedia; que la templanza, la moderación, la calma, lasalud, el sosiego, todas las diversiones agradables ytodos los placeres deseables eran las bendicionesque aguardaban a la vida en el estado medio; que,de este modo, los hombres pasaban tranquila ysilenciosamente por el mundo y partían cómoda-mente de él, sin avergonzarse de la labor realizadapor sus manos o su mente, ni venderse como escla-vos por el pan de cada día, ni padecer el agobio delas circunstancias adversas que le roban la paz alalma y el descanso al cuerpo; que no sufren por laenvidia ni la secreta quemazón de la ambición porlas grandes cosas, más bien, en circunstanciasagradables, pasan suavemente por el mundo, sabo-

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reando a conciencia las dulzuras de la vida, y nosus amarguras, sintiéndose felices y dándose cuen-ta, por las experiencias de cada día, de que real-mente lo son.

Después de esto, me rogó encarecidamente y delmodo más afectuoso posible, que no actuara comoun niño, que no me precipitara a las miserias de lasque la na turaleza y el estado en el que había naci-do me eximían. Me dijo que no tenía ninguna nece-sidad de buscarme el pan; que él sería bueno con-migo y me ayudaría cuanto pudiese a entrar feliz-mente en el estado de la vida que me había estadoaconsejando; y que si no me sentía feliz y cómodoen el mundo, debía ser simplemente por mi destinoo por mi culpa; y que él no se hacía responsable denada porque había cumplido con su deber, advir-tiéndome sobre unas acciones que, él sabía, podíanperjudicarme. En pocas palabras, que así comosería bueno conmigo si me quedaba y me asentabaen casa como él decía, en modo alguno se haríapartícipe de mis desgracias, animándome a que mefuera. Para finalizar, me dijo que tomara el ejemplode mi hermano mayor, con quien había empleadoinútilmente los mismos argumentos para disuadirlode que fuera a la guerra en los Países Bajos, quienno pudo controlar sus deseos de juventud y se alistó

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en el ejército, donde murió; que aunque no dejaríade orar por mí, se atrevía a decirme que si no de-sistía de dar un paso tan absurdo, no tendría labendición de Dios; y que en el futuro, tendría tiempopara pensar que no había seguido su consejo cuan-do tal vez ya no hubiera nadie que me pudiese ayu-dar.

Me di cuenta, en esta última parte de su discurso,que fue verdaderamente profético, aunque supongoque mi padre no lo sabía en ese momento; decíaque pude ver que por el rostro de mi padre bajabanabundantes lágrimas, en especial, cuando hablabade mi hermano muerto; y cuando me dijo que yatendría tiempo para arrepentirme y que no habríanadie que pudiese ayudarme, estaba tan conmovidoque se le quebró la voz y tenía el corazón tan opri-mido, que ya no pudo decir nada más.

Me sentí sinceramente emocionado por su discur-so, ¿y quién no?, y decidí no pensar más en viajarsino en establecerme en casa, conforme con losdeseos de mi padre. Mas, ¡ay!, a los pocos díascambié de opinión y, para evitar que mi padre mesiguiera importunando, unas semanas después,decidí huir de casa. Sin embargo, no actué precipi-tadamente, ni me dejé llevar por la urgencia de un

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primer impulso. Un día, me pareció que mi madre sesentía mejor que de ordinario y, llamándola aparte,le dije que era tan grande mi afán por ver el mundo,que nunca podría emprender otra actividad con ladeterminación necesaria para llevarla a cabo; quemejor era que mi padre me diera su consentimientoa que me forzara a irme sin él; que tenía dieciochoaños, por lo que ya era muy mayor para empezarcomo aprendiz de un oficio o como ayudante de unabogado; y que estaba seguro de que si lo hacía,nunca lo terminaría y, en poco tiempo, huiría de mimaestro para irme al mar. Le pedí que hablara conmi padre y le persuadiera de dejarme hacer tan soloun viaje por mar. Si regresaba a casa porque no megustaba, jamás volvería a marcharme y me aplicaríadoblemente para recuperar el tiempo perdido.

Estas palabras enfurecieron a mi madre. Me dijoque no tenía ningún sentido hablar con mi padresobre ese asunto pues él sabía muy bien cuál erami interés en que diera su consentimiento para algoque podía perjudicarme tanto; que ella se pregunta-ba cómo podía pensar algo así después de la con-versación que había tenido con mi padre y de lasexpresiones de afecto y ternura que había utilizadoconmigo; en pocas palabras, que si yo quería arrui-nar mi vida, ellos no tendrían forma de evitarlo pero

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que tuviera por cierto que nunca tendría su consen-timiento para hacerlo; y que, por su parte, no queríahacerse partícipe de mi destrucción para que nuncapudiese decirse que mi madre había accedido aalgo a lo que mi padre se había opuesto.

Aunque mi madre se negó a decírselo a mi padre,supe después que se lo había contado todo y quemi padre, muy acongojado, le dijo suspirando:

-Ese chico sería feliz si se quedara en casa, perosi se marcha, será el más miserable y desgraciadode los hombres. No puedo darle mi consentimientopara esto.

En menos de un año me di a la fuga. Durante todoese tiempo me mantuve obstinadamente sordo acualquier proposición encaminada a que me asenta-ra. A menudo discu tía con mi padre y mi madresobre su rígida determinación en contra de mis de-seos. Mas, cierto día, estando en Hull, a donde hab-ía ido por casualidad y sin ninguna intención defugarme; estando allí, como digo, uno de mis ami-gos, que se embarcaba rumbo a Londres en el bar-co de su padre, me invitó a acompañarlos, con elcebo del que ordinariamente se sirven los marine-ros, es decir, diciéndome que no me costaría nadael pasaje. No volví a consultarle a mi padre ni a mi

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madre, ni siquiera les envié recado de mi decisión.Más bien, dejé que se enteraran como pudiesen ysin encomendarme a Dios o a mi padre, ni conside-rar las circunstancias o las consecuencias, me em-barqué el primer día de septiembre de 1651, díafunesto, ¡Dios lo sabe!, en un barco con destino aLondres. Creo que nunca ha existido un joven aven-turero cuyos infortunios empezasen tan pronto ydurasen tanto tiempo como los míos. Apenas laembarcación había salido del puerto, se levantó unfuerte vendaval y el mar comenzó a agitarse conuna violencia aterradora. Como nunca antes habíaestado en el mar, empecé a sentir un malestar en elcuerpo y un terror en el alma muy difíciles de expre-sar. Comencé entonces a pensar seriamente en loque había hecho y en que estaba siendo justamentecastigado por el Cielo por abandonar la casa de mipadre y mis obligaciones. De repente recordé todoslos buenos consejos de mis padres, las lágrimas demi padre y las súplicas de mi madre. Mi corazón,que aún no se había endurecido, me reprochaba porhaber desobedecido a sus advertencias y haberolvidado mi deber hacia Dios y hacia mi padre.

Mientras tanto, la tormenta arreciaba y el mar, enel que no había estado nunca antes, se encrespómuchísimo, aunque nada comparado con lo que he

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visto otras veces desde entonces; no, ni con lo quevi pocos días después. Sin embargo, era suficientepara asustarme, pues entonces apenas era un jovennavegante que jamás había-visto algo así. A cadaola, esperaba que el mar nos tragara y cada vezque el barco caía en lo que a mí me parecía el fon-do del mar, pensaba que no volvería a salir a flote.En esta agonía física y mental, hice muchas prome-sas y resoluciones. Si Dios quería salvarme la vidaen este viaje, si volvía a pisar tierra firme, me iríadirectamente a casa de mi padre y no volvería amontarme en un barco mientras viviese; seguiríasus consejos y no volvería a verme sumido en lamiseria. Ahora veía claramente la bondad de susargumentos a favor del estado medio de la vida y lofácil y confortablemente que había vivido sus días,sin exponerse a tempestades en el mar ni a proble-mas en la tierra. Decidí que, como un verdadero hijopródigo arrepentido, iría a la casa de mi padre.

Estos pensamientos sabios y prudentes meacompañaron lo que duró la tormenta, incluso, untiempo después. No obstante, al día siguiente, elviento menguó, el mar se calmó y yo comenzaba aacostumbrarme al barco. Estuve bastante circuns-pecto todo el día porque aún me sentía un pocomareado, pero hacia el atardecer, el tiempo se des-

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pejó, el viento amainó y siguió una tarde encantado-ra. Al ponerse el sol, el cielo estaba completamentedespejado y así siguió hasta el amanecer. No habíaviento, o casi nada y el sol se reflejaba luminososobre la tranquila superficie del mar. En estas con-diciones, disfruté del espectáculo más deleitoso quejamás hubiera visto.

Había dormido bien toda la noche y ya no estabamareado sino más bien animado, contemplando conasombro el mar, que había estado tan agitado yterrible el día anterior, y que, en tan poco tiempo sehabía tornado apacible y placentero. Entonces, co-mo para evitar que prosiguiera en mis buenospropósitos, el compañero que me había incitado apartir, se me acercó y me dijo:

-Bueno, Bob -dijo dándome una palmada en elhombro-, ¿cómo te sientes después de esto? Estoyseguro de que anoche, cuando apenas soplaba unaráfaga de viento, estabas asustado, ¿no es cierto?

-¿Llamarías a eso una ráfaga de viento? -dije yo-,aquello fue una tormenta terrible.

-¿Una tormenta, tonto? -me contestó-, ¿llamas aeso una tormenta? Pero si no fue nada; teniendo unbuen barco y estando en mar abierto, no nos pre-

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ocupamos por una borrasca como esa. Lo que pasaes que no eres más que un marinero de agua dulce,Bob. Ven, vamos a preparar una jarra de ponche yolvidémoslo todo. ¿No ves qué tiempo maravillosohace ahora?

Para abreviar esta penosa parte de mi relato, diréque hicimos lo que habitualmente hacen los marine-ros. Preparamos el ponche y me emborraché y, enesa noche de borra chera, ahogué todo mi remordi-miento, mis reflexiones sobre mi conducta pasada ymis resoluciones para el futuro. En pocas palabras,a medida que el mar se calmaba después de latormenta, mis atropellados pensamientos de la no-che anterior comenzaron a desaparecer y fui per-diendo el temor a ser tragado por el mar. Entonces,retornaron mis antiguos deseos y me olvidé porcompleto de las promesas que había hecho en midesesperación. Aún tuve algunos momentos dereflexión en los que procuraba recobrar la sensatezpero, me sacudía como si de una enfermedad setratase. Dedicándome de lleno a la bebida y a lacompañía, logré vencer esos ataques, como losllamaba entonces y en cinco o seis días logré unavictoria total sobre mi conciencia, como lo habríadeseado cualquier joven que hubiera decidido nodejarse abatir por ella. Pero aún me faltaba superar

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otra prueba y la Providencia, como suele hacer enestos casos, decidió dejarme sin la menor excusa.Si no había tomado lo sucedido como una adverten-cia, lo que vino después, fue de tal magnitud, quehasta el más implacable y empedernido miserable,habría advertido el peligro y habría implorado mise-ricordia.

Al sexto día de navegación, llegamos a las radasde Yarmouth. Como el viento había estado contrarioy el tiempo tan calmado, habíamos avanzado muypoco después de la tormenta. Allí tuvimos que an-clar y allí permanecimos, mientras el viento seguíasoplando contrario, es decir, del sudoeste, a lo largode siete u ocho días, durante los cuales, muchosbarcos de Newcastle llegaron a las mismas radas,que eran una bahía en la que los barcos, habitual-mente, esperaban a que el viento soplara favora-blemente para pasar el río.

Sin embargo, nuestra intención no era permane-cer allí tanto tiempo, sino remontar el río. Pero elviento comenzó a soplar fuertemente y, al cabo decuatro o cinco días, conti nuó haciéndolo con mayorintensidad. No obstante, las radas se considerabanun lugar tan seguro como los puertos, estábamosbien anclados y nuestros aparejos eran resistentes,

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por lo que nuestros hombres no se preocupaban nisentían el más mínimo temor; más bien, se pasabanel día descansando y divirtiéndose del modo en quelo hacen los marineros. En la mañana del octavodía, el viento aumentó y todos pusimos manos a laobra para nivelar el mástil y aparejar todo para queel barco resistiera lo mejor posible. Al mediodía, elmar se levantó tanto, que el castillo de proa se su-mergió varias veces y en una o dos ocasiones pen-samos que se nos había soltado el ancla, por lo queel capitán ordenó que echáramos la de emergenciapara sostener la nave con dos anclas a proa y loscables estirados al máximo.

Se desató una terrible tempestad y, entonces,empecé a vislumbrar el terror y el asombro en losrostros de los marineros. El capitán, aunque estabaal tanto de las manio bras para salvar el barco,mientras entraba y salía de su camarote, que estabajunto al mío, murmuraba para sí: «Señor, ten piedadde nosotros, es el fin, estamos perdidos», y cosaspor el estilo. Durante estos primeros momentos deapuro, me comporté estúpidamente, paralizado enmi cabina, que estaba en la proa; no soy capaz dedescribir cómo me sentía. Apenas podía volver aasumir el primer remordimiento, del que, aparente-mente, había logrado liberarme y contra el que me

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había empecinado. Pensé que había superado eltemor a la muerte y que esto no sería nada, como laprimera vez, mas cuando el capitán se me acercó,como acabo de decir, y dijo que estábamos perdi-dos, me sentí aterrorizado. Me levanté, salí de micamarote y miré a mi alrededor; nunca había vistoun espectáculo tan desolador. Las olas se elevabancomo montañas y nos abatían cada tres o cuatrominutos; lo único que podía ver a mi alrededor eradesolación. Dos barcos que estaban cerca del nues-tro habían tenido que cortar sus mástiles a la alturadel puente, para no hundirse por el peso, y nuestroshombres gritaban que un barco, que estaba fondea-do a una milla de nosotros, se había hundido. Otrosdos barcos que se habían zafado de sus anclaseran peligrosamente arrastrados hacia el mar sinsiquiera un mástil. Los barcos livianos resistían me-jor porque no sufrían tanto los embates del mar perodos o tres de ellos se fueron a la deriva y pasaroncerca de nosotros, con solo el foque al viento.

Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre le pidie-ron al capitán de nuestro barco que les permitieracortar el palo del trinquete, a lo que el capitán senegó. Mas cuando el contramaestre protestó dicien-do que si no lo hacían, el barco se hundiría, acce-dió. Cuando cortaron el palo, el mástil se quedó tan

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al descubierto y desestabilizó la nave de tal modo,que se vieron obligados a cortarlo también y dejar lacubierta totalmente arrasada.

Cualquiera podría imaginarse cómo me sentía eneste momento, pues no era más que un aprendiz demarinero, que tan solo unos días antes se habíaaterrorizado ante muy poca cosa. Pero si me esposible expresar, al cabo de tanto tiempo, lo quepensaba entonces, diré que estaba diez veces másasustado por haber abandonado mis resoluciones yhaber retomado mis antiguas convicciones, que porel peligro de muerte ante el que me encontraba.Todo esto, sumado al terror de la tempestad, mepuso en un estado de ánimo, que no podría descri-bir con palabras. Pero aún no había ocurrido lo pe-or, pues la tempestad se ensañaba con tal furia quelos propios marineros admitían que nunca habíanvisto una peor. Teníamos un buen barco pero llevá-bamos demasiado peso y esto lo hacía bambolear-se tanto, que los marineros, a cada rato, gritabanque se iría a pique. Esto obraba a mi favor porqueno sabía lo que quería decir «irse a pique» hastaque lo pregunté. La tempestad arreciaba tanto quepude ver algo que no se ve muy a menudo: el ca-pitán, el contramaestre y algunos otros más sensa-tos que los demás, se pusieron a rezar, esperando

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que, de un momento a otro, el barco se hundiera. Amedianoche, y para colmo de nuestras desgracias,uno de los hombres que había bajado a ver la situa-ción, gritó que teníamos una grieta y otro dijo queteníamos cuatro pies de agua en la bodega. Enton-ces nos llamaron a todos para poner en marcha labomba. Al oír esta palabra, pensé que me moría ycaí de espaldas sobre uno de los costados de micama, donde estaba sentado. Sin embargo, loshombres me levantaron y me dijeron que, ya que nohabía hecho nada antes, que muy bien podía ayu-dar con la bomba como cualquiera de ellos. Al oíresto, me levanté rápidamente, me dirigí a la bombay me puse a trabajar con todas las fuerzas de micorazón. Mientras tanto, el capitán había divisadounos pequeños barcos carboneros que no podíanresistir la tormenta anclados y tuvieron que lanzarseal mar abierto. Cuando pasaron cerca de nosotros,ordenó disparar un cañonazo para pedir socorro.Yo, que no tenía idea de lo que eso significaba, mesorprendí tanto que pensé que el barco se habíaquebrado o que algo espantoso había ocurrido. Enpocas palabras, me sorprendió tanto que me des-mayé. En ese momento, cada cual velaba por supropia vida, de modo que nadie se preocupó por mío por lo que pudiera pasarme. Un hombre se acercó

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a la bomba y apartándome con el pie, me dejó allítendido, pensando que había muerto; y pasó unbuen rato antes de que recuperara el sentido.

Seguimos trabajando pero el agua no cesaba deentrar en la bodega y era evidente que el barco sehundiría. Aunque la fuerza de la tormenta comenzóa disminuir un poco, no era posible que el barcopudiera llegar a puerto, por lo que el capitán siguiódisparando cañonazos en señal de auxilio. Un barcopequeño, que se había soltado justo delante denosotros, envió un bote para rescatarnos. Con grandificultad, el bote se aproximó a nosotros pero nopodía mantenerse cerca del barco ni nosotros subira bordo. Por fin, los hombres que iban en el botecomenzaron a remar con todas sus fuerza, arries-gando su vida para salvarnos, y nuestros hombresles lanzaron un cable con una boya por popa. Des-pués de muchas dificultades, pudieron asirlo y asílos acercamos hasta la popa y conseguimos subir abordo. Ni ellos ni nosotros le vimos ningún sentido atratar de llegar hasta su nave así que acordamosdejarnos llevar por la corriente, limitándonos a ende-rezar el bote hacia la costa lo más que pudiéramos.Nuestro capitán les prometió que, si el bote se des-trozaba al llegar a la orilla, él se haría cargo de in-demnizar a su capitán. Así, pues, con la ayuda de

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los remos y la corriente, nuestro bote fue avanzandohacia el norte, en dirección oblicua a la costa, hastaWinterton Ness.1

No había transcurrido mucho más de un cuarto dehora desde que abandonáramos nuestro barco,cuando lo vimos hundirse. Entonces comprendí, porprimera vez, lo que significa «irse a pique». Deboreconocer que no pude levantar la vista cuando losmarineros me dijeron que se estaba hundiendo.Desde el momento en que me subieron en el bote,porque no puedo decir que yo lo hiciera, sentía quemi corazón estaba como muerto dentro de mí, enparte por el miedo y en parte por el horror de lo quesegún pensaba aún me aguardaba.

Mientras estábamos así, los hombres seguían re-mando para acercar el bote a la costa y podíamosver, cuando subíamos a la cresta de una ola, quehabía un montón de gente en la orilla, corriendo deun lado a otro para socorrernos cuando llegáramos.Pero nos movíamos muy lentamente y no nos acer-camos a la orilla hasta pasado el faro de Winterton,donde la costa hace una entrada hacia el oeste endirección a Cromer. Allí, la tierra nos protegía delviento y pudimos llegar a la orilla. Con mucha dificul-tad, desembarcamos a salvo y, después, fuimos

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andando hasta Yarmouth, donde, como a hombresdesafortunados que éramos, nos trataron con granhumanidad; desde los magistrados del pueblo, quenos proveyeron buen alojamiento, hasta los comer-ciantes y dueños de barcos, que nos dieron suficien-te dinero para llegar a Londres o Hull, según lo de-seáramos.

Si hubiese tenido la sensatez de regresar a Hull yvolver a casa, habría sido feliz y mi padre, comoemblema de la parábola de nuestro bendito Reden-tor, habría matado su ter nero más cebado en mihonor, pues pasó mucho tiempo desde que se en-teró de que el barco en el que me había escapadose había hundido en la rada de Yarmouth, hasta quesupo que no me había ahogado.

Sin embargo, mi cruel destino me empujaba conuna obstinación que no cedía ante nada. Aunquemuchas veces sentí los llamados de la razón y elbuen juicio para que re gresara a casa, no tuve lafuerza de voluntad para hacerlo. No sé cómo definiresto, ni me atrevo a decir que se trata de una secre-ta e inapelable sentencia que nos empuja a obrarcomo instrumentos de nuestra propia destrucción yabalanzarnos hacia ella con los ojos abiertos, aun-que la tengamos de frente. Ciertamente, solo una

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desgracia semejante, insoslayable por decreto y dela que en modo alguno podía escapar, pudo haber-me obligado a seguir adelante, en contra de losserenos razonamientos y avisos de mi conciencia yde las dos advertencias que había recibido en miprimera experiencia.

Mi compañero, que antes me había ayudado a for-talecer mi decisión y que era hijo del capitán, estabamenos decidido que yo. La primera vez que mehabló, que no fue has ta pasados tres o cuatro díasde nuestro desembarco en Yarmouth, puesto queen el pueblo nos separaron en distintos alojamien-tos; como decía, la primera vez que me vio, mepareció notar un cambio en su tono. Con un aspectomelancólico y un movimiento de cabeza me pre-guntó cómo estaba, le dijo a su padre quién era yo yle explicó que había hecho este viaje a modo deprueba para luego embarcarme en un viaje máslargo. Su padre se volvió hacia mí con un gesto depreocupación:

-Muchacho -me dijo-, no debes volver a embarcar-te nunca más. Debes tomar esto como una señalclara e irrefutable de que no podrás ser marinero.

-Pero señor -le dije-, ¿acaso no pensáis volver almar?

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-Mi caso es diferente -dijo él-, esta es mi vocacióny, por lo tanto, mi deber. Mas, si tú has hecho esteviaje como prueba, habrás visto que el cielo te hadado muestras suficientes de lo que te espera siinsistes. Tal vez esto nos haya pasado por tu culpa,como pasó con Jonás en el barco que lo llevaba aTarsis. Pero dime, por favor, ¿quién eres y por quéte has embarcado?

Entonces, le relaté parte de mi historia, al final dela cual, estalló en un extraño ataque de cólera y dijo:

-¿Qué habré hecho yo para que semejante infelizse montara en mi barco? No pondría un pie en elmismo barco que tú otra vez ni por mil libras esterli-nas.

Esto fue, como pensaba, una explosión de susemociones, aún alteradas por la sensación depérdida, que había rebasado los límites de su auto-ridad hacia mí. Sin embargo, lue go habló serena-mente conmigo, me exhortó a que regresara junto ami padre y no volviera a desafiar a la Providencia,ya que podía ver claramente que la mano del cielohabía caído sobre mí.

-Y, muchacho dijo-, ten en cuenta lo que te estoydiciendo. Si no regresas, a donde quiera que vayas

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solo encontrarás desastres y decepciones hasta quese hayan cumplido cabalmente las palabras de tupadre.

Poco después nos separamos sin que yo pudiesecontestarle gran cosa y no volví a verlo; hacia dóndefue, no lo sé. Por mi parte, con un poco de dinero enel bolsillo, viajé a Londres por tierra y allí, lo mismoque en el transcurso del viaje, me debatí sobre elrumbo que debía tomar mi vida: si debía regresar acasa o al mar.

Respecto a volver a casa, la vergüenza me hacíarechazar mis buenos impulsos e inmediatamentepensé que mis vecinos se reirían de mí y que medaría vergüenza presen tarme, no solo ante mispadres, sino ante el resto del mundo. En este senti-do, y desde entonces, he observado lo in-congruentes e irracionales que son los seres huma-nos, especialmente los jóvenes, frente a la razónque debe guiarlos en estos casos; es decir, que nose avergüenzan de pecar sino de arrepentirse de supecado; que no se avergüenzan de hacer cosas porlas que, legítimamente, serían tomados por tontos,sino de retractarse, por lo que serían tomados porsabios.

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En este estado permanecí un tiempo, sin saberqué medidas tomar ni por dónde encaminar mi vida.Aún me sentía renuente a volver a casa y, a medidaque demoraba mi decisión, se iba disipando el re-cuerdo de mis desgracias, lo cual, a su vez, hacíadisminuir aún más mis débiles intenciones de regre-sar a casa. Finalmente, me olvidé de ello y me dis-puse a buscar la forma de viajar.

La nefasta influencia que, en el principio, me hab-ía alejado de la casa de mi padre; que me habíaconducido a seguir la descabellada y absurda ideade hacer fortuna y me había imbuido con tal fuerzadicha presunción que me hizo sordo a todos lossabios consejos, a los ruegos y hasta las órdenesde mi padre; digo, que, esa misma influencia, cual-quiera que fuera, me impulsó a realizar la más des-afortunada de las empresas. De este modo, meembarqué en un buque rumbo a la costa de África o,como dicen vulgarmente los marineros, emprendí unviaje a Guinea.

Para mi desgracia, en ninguna de estas aventurasme embarqué como marinero. Es verdad que, deese modo, habría tenido que trabajar un poco másde lo ordinario, pero, al mismo tiempo, habríaaprendido los deberes y el oficio de contramaestre y

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con el tiempo me habría capacitado para ejercer depiloto y oficial, si no de capitán. Sin embargo, comomi destino era siempre elegir lo peor, lo mismo hiceen este caso, pues, bien vestido y con dinero en elbolsillo, subía siempre a bordo como un señor. Nun-ca realicé ninguna tarea en el barco ni aprendí ahacer nada.

Al poco tiempo de mi llegada a Londres, tuve lafortuna de encontrar muy buena compañía, cosaque no siempre les ocurre a jóvenes tan negligentesy desencaminados como lo era yo entonces, pues eldiablo no pierde la oportunidad de tenderles sustrampas muy pronto. Mas, no fue esa mi suerte. Enprimer lugar, conocí al capitán de un barco que hab-ía estado en la costa de Guinea y, como había teni-do mucho éxito allí, estaba resuelto a volver. Estehombre, escuchó gustosamente mi conversación,que en aquel momento no era nada desagradable, ycuando me oyó decir que tenía la intención de ver elmundo, me dijo que si quería irme con él, no mecostaría un centavo; que sería su compañero demesa y de viaje y que, si quería llevarme algunacosa conmigo, le sacaría todo el provecho que elcomercio proporcionaba y, tal vez, encontraría unpoco de estímulo.

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Acepté su oferta y entablé una estrecha amistadcon este capitán, que era un hombre franco yhonesto. Emprendí el viaje con él y me llevé, unapequeña cantidad de mercan cía que, gracias a ladesinteresada honestidad de mi amigo el capitán,pude acrecentar considerablemente. Llevaba comocuarenta libras de bagatelas y fruslerías que el ca-pitán me había indicado. Reuní las cuarenta librascon la ayuda de los parientes con los que manteníacorrespondencia, y quienes, seguramente, conven-cieron a mi padre, o al menos a mi madre, de quecontribuyeran con algo para mi primer viaje.

Esta expedición fue, de todas mis aventuras, laúnica afortunada. Esto se lo debo a la integridad yhonestidad de mi amigo el capitán, de quien tam-bién obtuve un conoci miento digno de las matemá-ticas y de las reglas de navegación, aprendí a llevaruna bitácora de viaje y a fijar la posición del barco.En pocas palabras, me transmitió conocimientosimprescindibles para un marinero, que él se deleita-ba enseñándome y yo, aprendiendo. Así fue comoen este viaje me hice marinero y comerciante, yaque obtuve cinco libras y nueve onzas de oro enpolvo a cambio de mis chucherías, que, al llegar aLondres, me produjeron una ganancia de casi tres-cientas libras esterlinas. Esto me llenó la cabeza de

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todos los pensamientos ambiciosos que desde en-tonces me llevaron a la ruina.

Con todo, en este viaje también pasé muchosapuros. Estuve enfermo continuamente, con violen-tas calenturas, a causa del clima, excesivamentecaluroso, pues la mayor parte de nuestro tráfico sellevaba a cabo en la costa, que estaba a quincegrados de latitud norte hasta la misma línea delecuador.

A estas alturas, podía considerarme un experto enel comercio con Guinea. Para mi desgracia, mi ami-go murió al poco tiempo de nuestro regreso. Noobstante, decidí ha cer el mismo viaje otra vez y meembarqué en el mismo navío, con uno que habíasido oficial en el primer viaje y ahora había pasado aser capitán. Este viaje fue el más desdichado quehombre alguno pudiera hacer en su vida, pese aque llevé menos de cien libras esterlinas de mi re-cién adquirida fortuna, dejando las otras doscientaslibras al cuidado de la viuda de mi amigo, que eramuy buena conmigo. En este viaje padecí terriblesdesgracias y esta fue la primera: mientras nuestrobarco avanzaba hacia las Islas Canarias, o másbien entre estas islas y la costa africana, fuimos sor-prendidos, en la penumbra del alba, por un corsario

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turco de Salé, que nos persiguió a toda vela. Noso-tros también nos apresuramos a desplegar todo elvelamen del que disponíamos o el que podían sos-tener nuestros mástiles, a fin de escapar. Mas,viendo que el pirata se nos acercaba y que nos al-canzaría en cuestión de pocas horas, nos pertrecha-mos para el combate; para esto, nuestro barco con-taba con doce cañones, mientras que el del piratatenía dieciocho. A eso de las tres de la tarde nosalcanzaron, pero por un error de maniobra, seaproximó transversalmente a la borda de nuestrobarco, en vez de hacerlo por popa, como era suintención. Nosotros llevamos ocho de nuestros ca-ñones a ese lado y le disparamos una descarga quele hizo virar nuevamente, después de responder anuestro fuego con la nutrida fusilería de los casidoscientos hombres que llevaba a bordo. No obs-tante, ninguno de nuestros hombres resultó herido,ya que estaban todos muy bien protegidos. Se pre-pararon para volver a atacar y nosotros, para defen-dernos, pero esta vez, por el otro lado, subieron se-senta hombres a la cubierta de nuestro barco e,inmediatamente, se pusieron a cortar y romper lospuentes y el aparejo. Les respondimos con fuego defusilería, picas de abordaje, granadas y otras armasy logramos despejar la cubierta dos veces. Para

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acortar esta melancólica parte de nuestro relato,diré que, con nuestro barco maltrecho, tres hombresmuertos y ocho heridos, tuvimos que rendirnos yfuimos llevados como prisioneros a Salé, un puertoque pertenecía a los moros.

El trato que allí recibí no fue tan terrible como tem-ía al principio, pues, no me llevaron al interior delpaís a la corte del emperador, como le ocurrió alresto de nuestros hom bres. El capitán de los corsa-rios decidió retenerme como parte de su botín y,puesto que era joven y listo, y podía serle útil parasus negocios, me hizo su esclavo. Ante este ines-perado cambio de circunstancias, por el que habíapasado de ser un experto comerciante a un misera-ble esclavo, me sentía profundamente consternado.Entonces, recordé las proféticas palabras de mipadre, cuando me advertía que sería un desgracia-do y no hallaría a nadie que pudiera ayudarme. Meparecía que estas palabras no podían haberse cum-plido más al pie de la letra y que la mano del cielohabía caído sobre mí; me hallaba perdido y sin sal-vación. Mas, ¡ay!, esto era solo una muestra de lasdesgracias que me aguardaban, como se verá en loque sigue de esta historia.

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Como mi nuevo patrón, o señor, me había llevadoa su casa, tenía la esperanza de que me llevaraconsigo cuando volviese al mar. Estaba convencidode que, tarde o tempra no, su destino sería caerprisionero de la armada española o portuguesa y,de ese modo, yo recobraría mi libertad. Pero muypronto se desvanecieron mis esperanzas, porque,cuando partió hacia el mar, me dejó en tierra a car-go de su jardincillo y de las tareas domésticas quesuelen desempeñar los esclavos, y cuando regresóde su viaje, me ordenó permanecer a bordo delbarco para custodiarlo.

En aquel tiempo, no pensaba en otra cosa que enfugarme y en la mejor forma de hacerlo, pero nolograba hallar ningún método que fuera mínimamen-te viable. No había ningún indicio racional de quepudiera llevar a cabo mis planes, pues, no tenía anadie a quien comunicárselos ni que estuviera dis-puesto a acompañarme. Tampoco tenía amigos en-tre los esclavos, ni había por allí ningún otro inglés,irlandés o escocés aparte de mí. Así, pues, durantedos años, si bien me complacía con la idea, no teníaninguna perspectiva alentadora de realizarla.

Al cabo de casi dos años se presentó una extrañacircunstancia que reavivó mis intenciones de hacer

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algo por recobrar mi libertad. Mi amo permanecía encasa por más tiempo de lo habitual y sin alistar lanave (según oí, por falta de dinero). Una o dos ve-ces por semana, si hacía buen tiempo, cogía la pi-naza del barco y salía a pescar a la rada. A menu-do, nos llevaba a mí y a un joven morisco para queremáramos, pues le agradábamos mucho. Yo dimuestras de ser tan diestro en la pesca que, a ve-ces, me mandaba con uno de sus parientes moros ycon el joven, el morisco, a fin de que le trajésemospescado para la comida.

Una vez, mientras íbamos a pescar en una maña-na clara y tranquila, se levantó una niebla tan espe-sa que, aun estando a media legua de la costa, nopodíamos divisarla, de manera que nos pusimos aremar sin saber en qué dirección, y así estuvimosremando todo el día y la noche. Cuando amaneció,nos dimos cuenta de que habíamos remado maradentro en vez de hacia la costa y que estábamos,al menos, a dos leguas de la orilla. No obstante,logramos regresar, no sin mucho esfuerzo y peligro,porque el viento comenzó a soplar con fuerza en lamañana y estábamos débiles por el hambre.

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Nuestro amo, prevenido por este desastre, decidióser más cuidadoso en el futuro. Usaría la chalupade nuestro barco inglés y no volvería a salir de pes-ca sin llevar consigo la brújula y algunas provisio-nes. Entonces, le ordenó al carpintero de su barco,que también era un esclavo inglés, que construyeraun pequeño camarote o cabina en medio de la cha-lupa, como las que tienen las barcazas, con espaciosuficiente a popa, para que se pudiese largar la velamayor y, a proa, para que dos hombres pudiesenmanipular las velas. La chalupa navegaba con unavela triangular, que llamábamos lomo de cordero yla bomba estaba asegurada sobre el techo del ca-marote. Este era bajo y muy cómodo y suficien-temente amplio para guarecer a mi amo y a uno odos de sus esclavos. Tenía una mesa para comer yunos pequeños armarios para guardar algunas bote-llas de su licor favorito y, sobre todo, su pan, suarroz y su café.

A menudo salíamos a pescar en este bote y, co-mo yo era el pescador más diestro, nunca salía sinmí. Sucedió que un día, para divertirse o pescar,había hecho planes para sa lir con dos o tres morosque gozaban de cierto prestigio en el lugar y a quie-nes quería agasajar espléndidamente. Para esto,ordenó que la noche anterior se llevaran a bordo

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más provisiones que las habituales y me mandópreparar pólvora y municiones para tres escopetasque llevaba a bordo, pues pensaba cazar, ademásde pescar.

Aparejé todas las cosas como me había indicadoy esperé a la mañana siguiente con la chalupa lim-pia, su insignia y sus gallardetes enarbolados, ytodo lo necesario para aco modar a sus huéspedes.De pronto, mi amo subió a bordo solo y me dijo quesus huéspedes habían cancelado el paseo, a causade un asunto imprevisto, y me ordenó, como decostumbre, salir en la chalupa con el moro y el jovena pescar, ya que sus amigos vendrían a cenar a sucasa. Me mandó que, tan pronto hubiese cogidoalgunos peces, los llevara a su casa; y así me dis-puse a hacerlo.

En ese momento, volvieron a mi mente aquellasantiguas esperanzas de libertad, ya que tendría unapequeña embarcación a mi cargo. Así, pues, cuan-do mi amo se hubo marchado, preparé mis cosas,no para pescar sino para emprender un viaje, aun-que no sabía, ni me detuve a pensar, qué direccióndebía tomar, convencido de que, cualquier rumboque me alejara de ese lugar, sería el correcto.

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Mi primera artimaña fue buscar un pretexto paraconvencer al moro de que necesitábamos embarcarprovisiones para nosotros porque no podíamos co-mernos el pan de nuestro amo. Me respondió queera cierto y trajo una gran canasta con galletas obizcochos de los que ellos confeccionaban y trestinajas de agua. Yo sabía dónde estaba la caja delicores de mi amo, que, evidentemente, por la mar-ca, había adquirido del botín de algún barco inglés,de modo que la subí a bordo, mientras el moro es-taba en la playa, para que pareciera que estaba allípor orden del amo. Me llevé también un bloque decera qué pesaba más de cincuenta libras, un rollode bramante o cuerda, un hacha, una sierra y unmartillo, que me fueron de gran utilidad posterior-mente, sobre todo la cera, para hacer velas. Letendí otra trampa, en la cual cayó con la mismaingenuidad. Su nombre era Ismael pero lo llamabanMuly o Moley.

-Moley -le dije-, las armas de nuestro amo están abordo del bote, ¿no podrías traer un poco de pólvo-ra y municiones? Tal vez podamos cazar algún al-camar (un ave pa recida a nuestros chorlitos). Séque el patrón guarda las municiones en el barco.

-Sí -me respondió-, traeré algunas.

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Apareció con un gran saco de cuero que conteníacerca de una libra y media de pólvora, quizás más, yotro con municiones, que pesaba cinco o seis libras.También trajo algu nas balas, y lo subió todo a bor-do de la chalupa. Mientras tanto, yo había encontra-do un poco de pólvora en el camarote de mi amo,con la que llené uno de los botellones de la caja,que estaba casi vacío, y eché su contenido en otrabotella. De este modo, abastecidos con todo lo ne-cesario, salimos del puerto para pescar. Los delcastillo, que estaba a la entrada del puerto, nosconocían y no nos prestaron atención.

A menos de una milla del puerto, recogimos lasvelas y nos pusimos a pescar. El viento soplaba delnorte-noreste, lo cual era contrario a lo que yo de-seaba, ya que si hubiera soplado del sur, con todaseguridad nos habría llevado a las costas de Espa-ña, por lo menos, a la bahía de Cádiz. Mas estabaresuelto a que, soplara hacia donde soplara, me ale-jaría de ese horrible lugar. El resto, quedaba enmanos del destino.

Después de estar un rato pescando y no habercogido nada, porque cuando tenía algún pez en elanzuelo, no lo sacaba para que el moro no lo viera,le dije:

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-Aquí no vamos a pescar nada y no vamos a po-der complacer a nuestro amo. Será mejor que nosalejemos un poco.

Él, sin sospechar nada, accedió y, como estabaen la proa del barco, desplegó las velas. Yo, queestaba al timón, hice al bote avanzar una legua másy enseguida me puse a fingir que me disponía apescar. Entonces, entregándole el timón al chico,me acerqué a donde estaba el moro y aga-chándome como si fuese a recoger algo detrás deél, lo agarré por sorpresa por la entrepierna y loarrojé al mar por la borda. Inmediatamente subió ala superficie porque flotaba como un corcho. Mellamó, me suplicó que lo dejara subir, me dijo queiría conmigo al fin del mundo y comenzó a nadarhacia el bote con tanta velocidad, que me habría al-canzado en seguida, puesto que soplaba muy pocoviento. En ese momento, entré en la cabina y co-giendo una de las armas de caza, le apunté con ellay le dije que no le había hecho daño ni se lo haría sise quedaba tranquilo.

-Pero -le dije-, puedes nadar lo suficientementebien como para llegar a la orilla. El mar está en cal-ma, así que, intenta llegar a ella y no te haré daño,

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pero, si te acer cas al bote, te meteré un tiro en lacabeza, pues estoy decidido a recuperar mi libertad.

De este modo, se dio la vuelta y nadó hacia la ori-lla, y no dudo que haya llegado bien, porque era unexcelente nadador.

Tal vez me hubiese convenido llevarme al moro yarrojar al niño al agua, pero, la verdad es que notenía ninguna razón para confiar en él. Cuando sealejó, me volví al chico, a quien llamaban Xury, y ledije:

-Xury, si quieres serme fiel, te haré un gran hom-bre, pero si no te pasas la mano por la cara -lo cualquiere decir, jurar por Mahoma y la barba de supadre-, tendré que arrojarte también al mar.

El niño me sonrió y me habló con tanta inocencia,que no pude menos que confiar en él. Me juró queme sería fiel y que iría conmigo al fin del mundo.

Mientras estuvimos al alcance de la vista del mo-ro, que seguía nadando, mantuve el bote en direc-ción al mar abierto, más bien un poco inclinado abarlovento, para que parecie ra que me dirigía a laboca del estrecho (como en verdad lo habría hechocualquier persona que estuviera en su sano juicio),pues, ¿quién podía imaginar que navegábamos

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hacia el sur, rumbo a una costa bárbara, donde, contoda seguridad, tribus enteras de negros nos rodear-ían con sus canoas para destruirnos; donde nopodríamos tocar tierra ni una sola vez sin ser devo-rados por las bestias salvajes, o por los hombressalvajes, que eran aún más despiadados que estas?

Pero, tan pronto oscureció, cambié el rumbo y en-filé directamente al sur, ligeramente inclinado haciael este para no alejarme demasiado de la costa.Con el buen viento que soplaba y el mar en calma,navegamos tan bien que, al día siguiente, a las tresde la tarde, cuando vi tierra por primera vez, nopodía estar a menos de ciento cincuenta millas alsur de Salé, mucho más allá de los dominios delemperador de Marruecos, o, quizás, de cualquierotro monarca de aquellos lares, ya que no se divi-saba persona alguna.

No obstante, era tal el temor que tenía de los mo-ros y de caer en sus manos, que no me detuve, nime acerqué a la orilla, ni bajé anclas (pues el vientoseguía soplando favorablemente). Decidí seguirnavegando en el mismo rumbo durante otros cincodías. Cuando el viento comenzó a soplar del sur,decidí que si alguno de nuestros barcos había salidoa buscarnos, a estas alturas se habría dado por

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vencido. Así, pues, me aventuré a acercarme a lacosta y me anclé en la boca de un pequeño río, sinsaber cuál era, ni dónde estaba, ni en qué latitud seencontraba, ni en qué país o en qué nación. Nopodía divisar a nadie, ni deseaba hacerlo, porque loúnico que me interesaba era conseguir agua fresca.Llegamos al estuario por la tarde y decidimos llegara nado a la costa tan pronto oscureciera, para ex-plorar el lugar. Mas, tan pronto oscureció, comen-zamos a escuchar un aterrador ruido de ladridos,aullidos, bramidos y rugidos de animales feroces,desconocidos para nosotros. El pobre chico estabaa punto de morirse de miedo y me suplicó que nofuéramos a la orilla hasta que se hiciese de día.

-Bien, Xury -le dije-, entonces no lo haremos, peropuede que en el día veamos hombres tan peligrososcomo esos leones.

-Entonces les disparamos escopeta -dijo Xurysonriendo-, hacemos huir.

Xury había aprendido a hablar un inglés entrecor-tado, conversando con nosotros los esclavos. Sinembargo, me alegraba ver que el chico estuviera tancontento y, para ani marlo, le di a beber un pequeñotrago (de la caja de botellas de nuestro amo). Des-pués de todo, el consejo de Xury me parecía razo-

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nable y lo acepté. Echamos nuestra pequeña anclay permanecimos tranquilos toda la noche; digo tran-quilos porque ninguno de los dos pudo dormir. Alcabo de dos o tres horas, comenzamos a ver queenormes criaturas (pues no sabíamos qué llamarlas)de todo tipo, descendían hasta la playa y se metíanen el agua, revolcándose y lavándose, por el meroplacer de refrescarse, mientras emitían gritos y au-llidos como nunca los habíamos escuchado.

Xury estaba aterrorizado y, en verdad, yo tambiénlo estaba, pero nos asustamos mucho más cuandoadvertimos que una de esas poderosas criaturasnadaba hacia nuestro bote. No podíamos verla pero,por sus resoplidos, parecía una bestia enorme,monstruosa y feroz. Xury decía que era un león y,tal vez lo fuera, mas yo no lo sabía. El pobre chicome pidió a gritos que leváramos el ancla y remára-mos mar adentro.

-No -dije-, soltaremos el cable con la boya y nosalejaremos. No podrá seguirnos tan lejos.

No bien había dicho esto, cuando me percaté deque la criatura (o lo que fuese) estaba a dos remosde distancia, lo cual me sorprendió mucho. Entré atoda velocidad en la ca bina y cogiendo mi escopetale disparé, lo que le hizo dar la vuelta inmediata-

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mente y ponerse a nadar hacia la playa. Es imposi-ble describir los horrorosos ruidos, los espe-luznantes alaridos y los aullidos que provocamoscon el disparo, tanto en la orilla de la playa comotierra adentro, pues creo que esas criaturas nuncaantes habían escuchado un sonido igual. Estabaconvencido de que no intentaríamos ir a la orilla porla noche y me preguntaba cómo lo haríamos duran-te el día, pues me parecía que caer en manos deaquellos salvajes era tan terrible como caer en lasgarras de leones y tigres; al menos a nosotros noslo parecía.

Sea como fuere, teníamos que ir a la orilla a poragua porque no nos quedaba ni una pinta en el bo-te; el problema era cuándo y dónde hacerlo. Xurydecía que, si le permi tía ir a la orilla con una de lastinajas, intentaría buscar agua y traérmela al bote.Le pregunté por qué prefería ir él a que fuera yomientras él se quedaba en el bote, a lo que respon-dió con tanto afecto, que desde entonces, lo quisepara siempre:

-Si los salvajes vienen y me comen, tú escapas.

-Entonces, Xury -le dije-, iremos los dos y si vie-nen los salvajes, los mataremos y, así, no se co-merán a ninguno de los dos.

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Le di un pedazo de galleta para que comiera yotro trago de la caja de botellas del amo, que men-cioné anteriormente. Aproximamos el bote a la orillahasta donde nos pareció prudente y nadamos hastala playa, sin otra cosa que nuestros brazos y dostinajas para el agua.

Yo no quería perder de vista el bote, porque temíaque los salvajes vinieran en sus canoas río abajo. Elchico, que había visto un terreno bajo como a unamilla de la costa, se encaminó hacia allí y, al pocotiempo, regresó corriendo hacia mí. Pensé que loperseguía algún salvaje, o que se había asustado alver alguna bestia y corrí hacia él para socorrerle.Mas cuando me acerqué, vi que traía algo colgandode los hombros, un animal que había cazado, pare-cido a una liebre pero de otro color y con las patasmás largas. Esto nos alegró mucho, porque parecíabuena carne. Pero lo que en realidad alegró al po-bre Xury fue darme la noticia de que había encon-trado agua fresca y no había visto ningún salvaje.

Poco después, descubrimos que no teníamos quepasar tanto trabajo para buscar agua, porque unpoco más arriba del estuario en el que estábamos,había un pequeño torren te del que manaba aguafresca cuando bajaba la marea. Así, pues, llenamos

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nuestras tinajas, nos dimos un banquete con la lie-bre que habíamos cazado y nos preparamos paraseguir nuestro camino, sin llegar a ver huellas decriaturas humanas en aquella parte de la región.

Como ya había hecho un viaje por estas costas,sabía muy bien que las Islas Canarias y las del Ca-bo Verde, se hallaban a poca distancia. Mas, comono tenía instrumentos para calcular la latitud en laque estábamos, ni sabía con certeza, o al menos nolo recordaba, en qué latitud estaban las islas, nosabía hacia dónde dirigirme ni cuál sería el mejormomento para hacerlo; de otro modo, me habríasido fácil encontrarlas. No obstante, tenía la espe-ranza de que, si permanecía cerca de esta costa,hasta llegar a donde traficaban los ingleses, encon-traría alguna embarcación en su ruta habitual decomercio, que estuviera dispuesta a ayudarnos.Según mis cálculos más exactos, el lugar en el quenos encontrábamos debía estar en la región quecolindaba con los dominios del emperador de Ma-rruecos y los inhóspitos dominios de los negros,donde solo habitaban las bestias salvajes; una re-gión abandonada por los negros, que se trasladaronal sur por miedo a los moros; y por estos últimos,porque no consideraban que valiera la pena habitar-la a causa de su desolación. En resumidas cuentas,

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unos y otros la habían abandonado por la gran can-tidad de tigres, leones, leopardos y demás fierasque allí habitaban. Los moros solo la utilizaban paracazar, actividad que realizaban en grupos de dos otres mil hombres. Así, pues, en cien millas a lo largode la costa, no vimos más que un vasto territoriodesierto de día, y, de noche, no escuchamos másque aullidos y rugidos de bestias salvajes.

Una o dos veces, durante el día, me pareció ver elPico de Tenerife, que es el pico más alto de lasmontañas de Tenerife en las Canarias. Me entraronmuchas ganas de aven turarme con la esperanza dellegar allí y, en efecto, lo intenté dos veces, pero elviento contrario y el mar, demasiado alto para mipequeña embarcación, me hicieron retroceder, porlo que decidí seguir mi primer objetivo y mantener-me cerca de la costa.

Después de abandonar aquel sitio, me vi obligadoa volver a tierra varias veces a buscar agua fresca.Una de estas veces, temprano en la mañana, an-clamos al pie de un pe queño promontorio, bastanteelevado, y allí nos quedamos hasta que la marea,que comenzaba a subir, nos impulsase. Xury, cuyosojos parecían estar mucho más atentos que los

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míos, me llamó suavemente y me dijo que retroce-diéramos:

-Mira allí -me dijo-, monstruo terrible, dormido enla ladera de la colina.

Miré hacia donde apuntaba y, ciertamente, vi unmonstruo terrible, pues se trataba de un león in-menso que estaba, echado a la orilla de la playa,bajo la sombra de la parte so bresaliente de la coli-na, que parecía caer sobre él.

-Xury -le dije-, debes ir a la playa y matarlo.

Me miró aterrorizado y dijo:

-¡Matarlo!, me come de una boca.

En verdad quería decir de un bocado. No le dijenada más, sino que le ordené que permaneciesequieto. Tomé el arma de mayor tamaño, que eracasi como un mosquete, la cargué con abundantepólvora y dos trozos de plomo y la dejé aparte. En-tonces cargué otro fusil con dos balas y luego untercero, pues teníamos tres armas. Apunté lo mejorque pude con el primer arma para dispararle en lacabeza pero como estaba echado con las patassobre la nariz, los plomos le dieron en una pata, a laaltura de la rodilla, y le partieron el hueso. Intentó

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ponerse en pie mientras rugía ferozmente, pero,como tenía la pata partida, volvió a caer al suelo.Luego se puso en pie con las otras tres patas ylanzó el rugido más espeluznante que jamás hubie-se oído. Me sorprendió no haberle dado en la cabe-za, e inmediatamente, tomé el segundo fusil, y, pesea que ya había comenzado a alejarse, le disparéotra vez en la cabeza y tuve el placer de verlo caer,emitiendo apenas un quejido y luchando por vivir.Entonces Xury recobró el valor y me pidió que ledejara ir a la orilla.

-Está bien, ve -le dije.

El chico saltó al agua, sujetando el arma pequeñaen una mano. Se acercó al animal, se puso la culatadel fusil cerca de la oreja, le disparó nuevamente enla cabeza y lo remató.

Esto era más bien un juego para nosotros, perono servía para alimentarnos y lamenté haber gasta-do tres cargas de pólvora en dispararle a un animalque no nos servía para nada. No obstante, Xury dijoque quería llevarse algo, así que subió a bordo y mepidió que le diera el hacha.

-¿Para qué la quieres, Xury? -le pregunté.

-Yo corto cabeza -me contestó.

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Pero no pudo hacerlo, de manera que le cortó unapata, que era enorme, y la trajo consigo.

De pronto se me ocurrió que la piel del león podíaservirnos de algo y decidí desollarlo si podía. Inme-diatamente, nos pusimos a trabajar y Xury demostróser mucho más diestro que yo en la labor, pues, enrealidad, no tenía mucha idea de cómo realizarla.Nos tomó todo el día, pero, por fin, pudimos quitarlela piel y la extendimos sobre la cabina. En dos díasse secó al sol y desde entonces, la utilizaba paradormir sobre ella.

Después de esta parada, navegamos hacia el surdurante diez o doce días, consumiendo con parque-dad las provisiones, que comenzaban a disminuirrápidamente, y yendo a la orilla solo cuando eranecesario para buscar agua fresca. Mi intención erallegar al río Gambia o al Senegal, es decir, a cual-quier lugar cerca del Cabo Verde, donde esperabaencontrar algún barco europeo. De lo contrario, nosabía qué rumbo tomar, como no fuese navegar enbusca de las islas o morir entre los negros. Sabíaque todas las naves que venían de Europa, pasa-ban por ese cabo, o esas islas, de camino a Guinea,Brasil o las Indias Orientales. En pocas palabras,

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aposté toda mi fortuna a esa posibilidad, de maneraque, encontraba un barco o perecía.

Una vez tomada esta resolución, al cabo de diezdías, comencé a advertir que la tierra estaba habita-da. En dos o tres lugares, a nuestro paso, vimosgente que nos observaba desde la playa. Nos per-catamos de que eran bastante negros y estabantotalmente desnudos. Una vez sentí el impulso dedesembarcar y dirigirme a ellos, pero Xury, que erami mejor consejero, me dijo:

-No ir, no ir.

No obstante, me dirigí a la playa más cercana pa-ra hablar con ellos y vi cómo corrían un buen tramoa lo largo de la playa, a la par que nosotros. Ob-servé que no llevaban ar mas, con la excepción deuno, que llevaba un palo largo y delgado, que,según Xury era una lanza, que arrojaban desde muylejos y con muy buena puntería. Mantuve, pues,cierta distancia pero me dirigí a ellos como mejorpude, por medio de señas, sobre todo, para expre-sarles que buscábamos comida. Con un gesto medijeron que detuviera el bote y ellos nos traeríanalgo de carne. Bajé un poco las velas y me quedé ala espera. Dos de ellos corrieron tierra adentro y, enmenos de media hora, estaban de vuelta con dos

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piezas de carne seca y un poco de grano, del quese cultiva en estas tierras. Aunque no sabíamos quéera ni una cosa ni la otra, las aceptamos gustosa-mente. El siguiente problema era cómo recoger loque nos ofrecían, pues yo no me atrevía a acercar-me a la orilla y ellos estaban tan aterrados comonosotros. Entonces, se les ocurrió una forma dehacerlo, que resultaba segura para todos. Dejaronlos alimentos en la playa y se alejaron, deteniéndo-se a una gran distancia, hasta que nosotros lo su-bimos todo a bordo; luego volvieron a acercarse.

Les hicimos señas de agradecimiento porque noteníamos nada que darles a cambio. Sin embargo,en ese mismo instante surgió la oportunidad deagradecerles el favor, por que mientras estaban enla orilla, se acercaron dos animales gigantescos,uno venía persiguiendo al otro (según nos parecía)con gran saña, desde la montaña hasta la playa. Nosabíamos si era un macho que perseguía a unahembra ni si estaban en son de juego o pelea. Tam-poco sabíamos si esto era algo habitual, pero nosinclinábamos más hacia la idea contraria; en primerlugar, porque estas bestias famélicas suelen apare-cer solamente por la noche; en segundo lugar, por-que la gente estaba aterrorizada, en especial, lasmujeres. El hombre que llevaba la lanza no huyó,

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aunque el resto sí lo hizo. Los dos animales se diri-gieron hacia el agua y, al parecer, no tenían inten-ción de atacar a los negros. Se zambulleron en elagua y comenzaron a nadar como si solo hubiesenido allí por diversión. Al cabo de un rato, uno deellos comenzó a acercarse a nuestro bote, más delo que yo hubiese deseado, pero yo le apunté con elfusil que había cargado a toda prisa, y le dije a Xuryque cargara los otros dos. Tan pronto se puso a mialcance, disparé y le di justo en la cabeza. Se hun-dió en el acto pero en seguida salió a flote, volvió ahundirse y, nuevamente, salió a flote, como si se es-tuviese ahogando, lo que, en efecto, hacía. Rápi-damente se dirigió a la playa pero, entre la heridamortal que le había propinado y el agua que habíatragado, murió antes de llegar a la orilla.

No es posible expresar el asombro de estas po-bres criaturas ante el estallido y el disparo de miarma. Algunos, según parecía, estaban a punto demorirse de miedo y caye ron al suelo como muertospor el terror. Mas cuando vieron que la bestia habíamuerto y se hundía en el agua, mientras yo les hac-ía señas para que se acercaran a la playa, se arma-ron de valor y se dieron a su búsqueda. Fui yo quienla descubrió, por la mancha de la sangre en el aguay, con la ayuda de una cuerda, con la que até el

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cuerpo y cuyo extremo luego les arrojé, los negrospudieron arrastrarlo hasta la orilla. Era un leopardode lo más curioso, que tenía unas manchas admira-blemente delicadas. Los negros levantaron las ma-nos con admiración hacia aquello que había utiliza-do para matarlo.

El otro animal, asustado con el resplandor y el rui-do del disparo, nadó hacia la orilla y se metió direc-tamente en las montañas, de donde habían venido,pero, a esa distancia, no podía saber qué era. Me dicuenta en seguida, que los negros querían comersela carne del animal. Estaba dispuesto a dársela, amodo de favor personal y les hice señas para que latomaran, ante lo cual, se mostraron muy agradeci-dos. Inmediatamente, se pusieron a desollarlo ycomo no tenían cuchillo, utilizaban un trozo de ma-dera muy afilado, con el que le quitaron la piel tantoo más rápidamente que lo que hubiésemos tardadoen hacerlo Xury y yo con un cuchillo. Me ofrecieronun poco de carne, que yo rechacé, fingiendo que sela daba toda a ellos, pero les hice señas de quequería la piel, la cual me entregaron gustosamente,y, además, me trajeron muchas más de sus provi-siones, que, aun sin saber lo que eran, acepté debuen grado. Entonces, les indiqué por señas quequería un poco de agua y di la vuelta a una de las

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tinajas para mostrarles que estaba vacía y que quer-ía llenarla. Rápidamente, llamaron a algunos de susamigos y aparecieron dos mujeres con un gran reci-piente de barro, seguramente, cocido al sol. Lo lle-varon hasta la playa, del mismo modo que antes lohabían hecho con los alimentos, y yo envié a Xury ala orilla con las tinajas, que trajo de vuelta llenas.Las mujeres, al igual que los hombres, estabandesnudas.

Provisto de raíces, grano y agua, abandoné a misamistosos negros y seguí navegando unos oncedías, sin tener que acercarme a la orilla. Entonces vique, a unas cuatro o cinco leguas de distancia, latierra se prolongaba mar adentro. Como el mar es-taba en calma, recorrimos, bordeando la costa, unagran distancia para llegar a la punta y, cuando nosdisponíamos a doblarla, a un par de leguas de lacosta, divisé tierra al otro lado. Deduje, con todaprobabilidad, que se trataba del Cabo Verde y queaquellas islas que podíamos divisar, eran las Islasdel Cabo Verde. Sin embargo, se encontraban agran distancia y no sabía qué hacer, pues de sersorprendido por una ráfaga de viento, no podríallegar ni a una ni a otra parte.

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Ante esta disyuntiva, me detuve a pensar y bajé alcamarote, dejándole el timón a Xury. De pronto, losentí gritar:

-¡Capitán, capitán, un barco con vela!

El pobre chico estaba fuera de sí, a causa delmiedo, pues pensaba que podía ser uno de los bar-cos de su amo, que nos estaba buscando, pero yosabía muy bien que, des de hacía tiempo, estába-mos fuera de su alcance. De un salto salí de la ca-bina y, no solo pude ver el barco, sino también, dedónde era. Se trataba de un barco portugués que,según me parecía, se dirigía a la costa de Guineaen busca de esclavos. Mas, cuando me fijé en elrumbo que llevaba, advertí que se dirigía a otra par-te y, al parecer, no se acercaría más a la costa.Entonces me lancé mar adentro, todo lo que pude,decidido, si era posible, a hablar con ellos.

Aunque desplegamos todas las velas, me di cuen-ta de que no podríamos alcanzarlo y desapareceríaantes de que yo pudiera hacerle cualquier señal.Cuando había puesto el bote a toda marcha y co-menzaba a desesperar, ellos me vieron a mí, alparecer, con la ayuda de su catalejo. Viendo que setrataba de una barcaza europea, que debía perte-necer a algún barco perdido, bajaron las velas para

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que yo pudiera alcanzarlos. Esto me alentó y, comollevaba a bordo la bandera de mi amo, la agité en elaire, en señal de socorro y disparé un tiro con elarma. Al ver ambas señales, porque después medijeron que habían visto la bandera y el humo, aun-que no habían escuchado el disparo, detuvieron lanave generosamente y, al cabo de tres horas, pudellegar hasta ellos.

Me preguntaron de dónde era en portugués, es-pañol y francés pero yo no entendía ninguna deestas lenguas. Finalmente, un marinero escocésque iba a bordo, me llamó y le contesté. Le dije queera inglés y que me había escapado de los moros,que me habían hecho esclavo en Salé. Entoncesme dijeron que subiera a bordo y, muy amable-mente, me acogieron con todas mis pertenencias.

Cualquiera podría entender la indecible alegríaque sentí al verme liberado de la situación tan mise-rable y desesperanzada en la que me hallaba. In-mediatamente, le ofrecí al capitán del barco todo loque tenía, como muestra de agradecimiento por mirescate. Mas él, con mucha delicadeza, me dijo queno tomaría nada de lo mío, sino que todo me seríadevuelto cuando llegáramos a Brasil.

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-Puesto que -me dijo-, os he salvado la vida delmismo modo que yo habría deseado que me la sal-varan a mí, y puede que alguna vez me encuentreen una situación simi lar. Si os llevo a Brasil, un paístan lejano del vuestro, y os quito vuestras pertenen-cias, moriréis de hambre y, entonces, os estaréquitando la misma vida que ahora os acabo de sal-var. No, no, Seignior Inglese, os llevaré por caridady vuestras pertenencias os servirán para buscarosel sustento y pagar el viaje de regreso a vuestrapatria.

Así como se mostró caritativo en su oferta, fuemuy puntual a la hora de llevarla a cabo, pues lesordenó a los marineros que no tocaran ninguna demis pertenencias. Tomó posesión de todas mis co-sas y me entregó un inventario preciso de ellas, enel que incluía hasta mis tres tinajas de barro.

En cuanto a mi bote, que era muy bueno y él sedio cuenta de ello, me dijo que lo compraría para subarco y me preguntó cuánto quería por él. Yo lerespondí que había sido tan generoso conmigo, queno podía ponerle precio y lo dejaba completamentea su criterio. Me contestó que me daría una notafirmada por ochenta piezas de a ocho, que me pa-garía cuando llegáramos a Brasil y, una vez allí, si

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alguien me hacía una mejor oferta, él la igualaría.También me ofreció sesenta piezas de a ocho porXury pero yo no estaba dispuesto a aceptarlas, noporque no quisiera dejárselo al capitán, sino porqueno estaba dispuesto a vender la libertad del chico,que me había servido con tanta lealtad a recuperarla mía. Cuando le expliqué mis razones al capitán,le parecieron justas y me propuso lo siguiente: quese comprometía a darle al chico un testimonio por elcual obtendría su libertad en diez años si se con-vertía al cristianismo. Como Xury dijo que estabadispuesto a irse con él, se lo cedí al capitán.

Hicimos un estupendo viaje a Brasil y llegamos, alcabo de unos veinte días, a la bahía de Todos losSantos. Una vez más, había escapado de la suertemás miserable y debía pensar qué sería de mi vida.

Nunca he podido olvidar el trato generoso que medispensó el capitán, que no quiso aceptar nada acambio de mi viaje y me dio veinte ducados por lapiel del leopardo, cua renta por la del león, me de-volvió puntualmente todas mis pertenencias y mecompró lo que quise vender, como las botellas, dosde mis armas y el trozo de cera que me había so-brado, pues el resto lo había utilizado para hacervelas. En pocas palabras, vendí mi carga en dos-

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cientas veinte piezas de a ocho y, con este acopio,desembarqué en la costa de Brasil.

Al poco tiempo de mi llegada, el capitán me en-comendó a un hombre bueno y honesto, como él,que tenía un ingenio (es decir, una plantación yhacienda azucarera). Viví con él un tiempo y asíaprendí sobre el método de plantación y fabricacióndel azúcar. Viendo lo bien que vivían los hacenda-dos y cómo se enriquecían tan rápidamente, decidíque, si conseguía una licencia, me haría hacendadoy, mientras tanto, buscaría la forma de que se meenviara el dinero que había dejado en Londres.

Tenía un vecino, un portugués de Lisboa, hijo deingleses, que se llamaba Wells y se encontraba enuna situación similar a la mía. Digo que era mi veci-no, ya que su planta ción colindaba con la mía y nosllevábamos muy bien. Mis existencias eran tan es-casas como las suyas, pues, durante dos años,sembramos casi exclusivamente para subsistir. Conel tiempo, comenzamos a prosperar y aprendimos aadministrar mejor nuestras tierras, de manera que,al tercer año, pudimos sembrar un poco de tabaco ypreparar una buena extensión de terreno para sem-brar azúcar al año siguiente. Ambos necesitábamos

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ayuda y, entonces, me di cuenta del error que habíacometido al separarme de Xury, mi muchacho.

Mas, ¡ay!, no me sorprendía haber cometido unerror, ya que, en toda mi vida, había acertado enalgo. No me quedaba más remedio que seguir ade-lante, pues me había metido en un negocio quesuperaba mi ingenio y contrariaba la vida que siem-pre había deseado, por la que había abandonado lacasa de mi padre y hecho caso omiso a todos susbuenos consejos. Más aún, estaba entrando en eseestado intermedio, o el estado más alto del estadoinferior, que mi padre me había aconsejado y, si ibaa acogerlo, bien podía haberme quedado en casapara hacerlo, sin haber tenido que padecer las mise-rias del mundo, como lo había hecho. Muchas vecesme decía a mí mismo que esto lo podía haber hechoen Inglaterra, entre mis amigos, en lugar de habervenido a hacerlo a cinco mil millas, entre extraños ysalvajes, en un lugar desolado y lejano, al que nollegaban noticias de ninguna parte del mundo dondehabitase alguien que me conociera.

De este modo, lamentaba la situación en la queme hallaba. No tenía a nadie con quien conversar sino era, de vez en cuando, con mi vecino, ni teníaotra cosa que hacer, sal vo trabajos manuales. Solía

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decir que mi vida transcurría como la del náufragoen una isla desierta, donde no puede contar connadie más que consigo. Mas, con cuánta justiciatodos los hombres deberían reflexionar sobre esto:que cuando comparan la condición en la que seencuentran con otras peores, el cielo les puedeobligar a hacer el cambio y convencerse, por expe-riencia, de que fueron más felices en el pasado. Ydigo que, con justicia, merecí vivir una vida solitariaen una isla desierta, como la que había imaginado,pues tantas muchas veces la comparé, injustamen-te, con la vida que llevaba entonces; si hubiera per-severado en ella, con toda seguridad habría logradohacerme rico y próspero.

En cierto modo, había logrado realizar mis proyec-tos en la plantación, cuando llegó el momento de lapartida de mi querido amigo, el capitán del barcoque me recogió en el mar. Su embarcación habíapermanecido allí cerca de tres meses en lo que secargaba y se preparaba para el viaje. Le comentéque había dejado un dinero en Londres y él me dioun consejo sincero y amistoso:

-Seignior Inglese -porque así me llamaba siempre-, si me dais cartas y un poder legal, por escrito, conórdenes para que la persona que tiene su dinero en

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Londres, se lo envíe a las personas que yo le digaen Lisboa, os compraré las cosas que puedan serosútiles aquí y os las traeré, si Dios lo permite, a miregreso. Mas, como los asuntos humanos estánsujetos a los cambios y los desastres, os recomien-do que solo pidáis cien libras esterlinas que, comome decís, es la mitad de vuestro haber y, así soloarriesgaréis esa parte. Si todo llega bien, podréismandar a pedir el resto, del mismo modo que lohabéis hecho ahora, y, si se pierde, aún tendréis laotra mitad a vuestra disposición.

Este consejo me pareció tan sensato y tan hones-to que pensé que lo mejor que podía hacer era se-guirlo. Así, pues, preparé las cartas para la señora,a quien le había dejado mi dinero, y un poder legalpara el capitán portugués, del que me había habla-do mi amigo.

En la carta que le envié a la viuda del capitáninglés, le hice el recuento completo de mis aventu-ras, la esclavitud y la huida. Le conté sobre la formaen que había conocido al capitán portugués en elmar y sobre su trato compasivo, le expliqué el esta-do en el que me encontraba, y le di las instruccionesnecesarias para llevar a cabo mis encargos. Cuandoeste honesto capitán llegó a Lisboa, logró que unos

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mercaderes ingleses que había allí, le hicieran lle-gar, tanto mi orden escrita como el recuento com-pleto de mi historia, a un mercader de Londres que,a su vez, se la contó con lujo de detalles a la viuda.Ante esto, la viuda envió mi dinero y, además, de supropio bolsillo, un generoso regalo para el capitánportugués, como muestra de agradecimiento por sucaridad y su compasión hacia mí.

Con las cien libras esterlinas, el mercader de Lon-dres compró la mercancía inglesa, que el capitán lehabía indicado por escrito, y se la envió directamen-te a Lisboa, desde donde el capitán me las trajo aBrasil sanas y salvas. Entre las cosas que me trajo,sin que yo se lo pidiera (pues era demasiado inex-perto en el negocio como para pensar en ello), ha-bía todo tipo de herramientas, herrajes e instrumen-tos para trabajar en la plantación, que me fueron degran utilidad.

Cuando llegó el cargamento, pensé que ya habíahecho fortuna; tal fue la alegría que me causó reci-birlo. Mi buen comisionado, el capitán, había guar-dado las cinco libras que mi amiga le había dado deregalo para comprar y traerme un sirviente, con unaobligación de seis años, y no quiso aceptar nada a

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cambio, excepto un poco de tabaco de mi propiacosecha.

Pero esto no fue todo. Como los bienes que mehabía traído eran de manufactura inglesa, es decir,telas, paños y tejidos finos y otras cosas, que resul-taban particularmente útiles y valiosas en este país,pude venderlas y sacarles un gran beneficio. Deeste modo, podía decir, que había cuadriplicado elvalor de mi primer cargamento y había aventajadoinfinitamente a mi pobre vecino, en lo tocante a laplantación, pues, lo primero que hice, fue comprarun esclavo negro y un sirviente europeo, aparte delque me había traído el capitán.

Mas me ocurrió lo que suele suceder en estos ca-sos, en los que, la prosperidad mal entendida, pue-de ser la causa de las peores adversidades. Al añosiguiente, proseguí mi plan tación con gran éxito ycoseché cincuenta rollos de tabaco, más de lo quehabía previsto que sería necesario entre los veci-nos. Como cada uno de estos rollos pesaba más decien libras y estaban bien curados, decidí guardarloshasta que la flota de Lisboa regresara y, puesto queme iba haciendo rico y próspero en los negocios,comencé a idear proyectos, que sobrepasaban mi

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capacidad; el tipo de negocios que, a menudo, lle-van a la ruina a los mejores negociantes.

Si hubiera permanecido en el estado en el que mehallaba, habría recibido todas las bendiciones de lasque me había hablado mi padre, cuando me reco-mendaba una vida tranquila y retirada; esas bendi-ciones que, según me decía, colmaban el estadomedio de la vida. Mas, otra suerte me aguardaba, yvolvería a ser el agente voluntario de mis propiasdesgracias, aumentando mi error y redoblando losmotivos para reflexionar sobre mi propia vida, cosaque, en mis futuras calamidades, tuve tiempo dehacer. Todas estas desgracias ocurrieron porqueme obstiné en seguir mis tontos deseos de vaga-bundear por el extranjero, contrariando la claraperspectiva que tenía de beneficiarme, con tan soloperseguir simple y llanamente, los objetivos y losmedios de ganarme la vida, que la naturaleza y laProvidencia insistían en mostrarme y hacerme acep-tar como mi deber.

Del mismo modo que antes, cuando me separé demis padres, no pude conformarme con lo que tenía,ahora también tenía que marcharme y abandonar laposibilidad de hacerme un hombre rico y próspero,con mi nueva plantación, en pos de un deseo des-

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cabellado e irracional de aumentar mi fortuna másrápidamente de lo que la naturaleza admitía. Fueasí como, por mi culpa, volví a naufragar en elabismo más profundo de la miseria, al que pudieracaer hombre alguno o, fuese capaz de soportar.

Mas, prosigamos con los detalles de esta parte demi historia. Como podéis imaginar, habiendo vividodurante cuatro años en Brasil y habiendo empezadoa prosperar en mi plantación, no solo había apren-dido la lengua, sino que había trabado conocimientoy amistad con algunos de los demás hacendados,así como con los comerciantes de San Salvador,que era nuestro puerto. En nuestras conversacio-nes, les había contado de mis dos viajes a la costade Guinea, del comercio con los negros de allí, y delo fácil que era adquirir, a cambio de bagatelas,tales como cuentecillas, juguetes, cuchillos, tijeras,hachas, trozos de cristal y cosas por el estilo, nosolo polvo de oro, cereales de Guinea y colmillos deelefante, sino también gran cantidad de negros es-clavos para trabajar en Brasil.

Siempre escuchaban con mucha atención mis re-latos, particularmente, lo concerniente a la comprade negros, que era un negocio que, en aquel tiem-po, no se explotaba y, cuando se hacía, era median-

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te asientos, es decir, permisos que otorgaban losreyes de España o Portugal, a modo de subastaspúblicas. De este modo, los pocos negros que setraían, resultaban excesivamente caros.

Sucedió que, un día, después de haber estadohablando seriamente de estos asuntos con algunoscomerciantes y hacendados conocidos, a la mañanasiguiente, tres de ellos vi nieron a decirme que hab-ían meditado mucho sobre lo que les había contadola noche anterior y querían hacerme una proposi-ción secreta. Cuando obtuvieron mi complicidad, medijeron que habían pensado fletar un barco para ir aGuinea, pues, al igual que yo, poseían plantacionesy de nada tenían tanta necesidad como de esclavos.Como ese tráfico era ilegal y no podrían venderpúblicamente los negros que trajeran, querían hacertan solo un viaje, para traer secretamente algunosnegros y dividirlos entre sus propias plantaciones.En otras palabras, querían saber si estaba dis-puesto a embarcarme en dicha nave y hacermecargo del negocio en la costa de Guinea. A cambiode esto, me ofrecían una participación equitativa enla adquisición de los esclavos, sin costo alguno.

Debo confesar que era una propuesta justa, paraalguien que no tuviera que atender una plantación

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que comenzaba a prosperar y aumentar de valor.Mas, para mí, que ya estaba instalado y bien enca-minado; que no tenía más que seguir haciendo lascosas como hasta entonces, por otros tres o cuatroaños y hacerme enviar las otras cien libras de Ingla-terra que, en ese tiempo y con una pequeña sumaadicional, producirían un beneficio de tres o cuatromil libras esterlinas, que, a su vez, aumentaría; paramí, hacer aquel viaje era el acto más descabelladodel que podría acusarse a cualquier hombre queestuviera en mis circunstancias.

Pero yo había nacido para ser mi propio destruc-tor, y no pude resistirme a esa oferta más de lo quepude renunciar, en su día, a mis primeros y fatídicosproyectos, cuando hice caso omiso a los consejosde mi padre. En pocas palabras, les dije que iría detodo corazón, si ellos se encargaban de cuidar miplantación durante mi ausencia y disponer de ella,según mis instrucciones, en caso de que la empresafracasara. Todos estuvieron de acuerdo, comprome-tiéndose a cumplir su parte; y procedimos a firmarlos contratos y acuerdos formales. Yo redacté untestamento, en el que disponía que, si moría, miplantación y mis propiedades pasaran a manos demi heredero universal, el capitán del barco que mehabía salvado la vida, y que él, a su vez, dispusiera

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de mis bienes, según estaba escrito en mi testa-mento: la mitad de las ganancias sería para él y laotra mitad sería enviada por barco a Inglaterra.

En fin, tomé todas las precauciones necesariaspara proteger mis bienes y mi plantación. Si hubiesetenido la mitad de esa prudencia para velar por misintereses personales y juzgar lo que debía o nodebía hacer, seguramente no hubiese abandonadouna empresa tan prometedora como la mía, nihubiese renunciado a todas las perspectivas quetenía de progresar, para lanzarme a realizar un viajepor mar, sin contar con los riesgos que conllevaba,ni las posibilidades de que me ocurriera alguna des-gracia.

Pero me lancé, obedeciendo los dictados de mifantasía y no los de la razón. Urna vez listos el bar-co y el cargamento, y todos los demás acuerdosconsignados por contrato con mis socios, me em-barqué, a mala hora, el primer día de septiembre de1659, el mismo día en que, ocho años antes, habíaabandonado la casa de mis padres en Hull, actuan-do como un rebelde ante su autoridad y como unidiota ante mis propios intereses.

Nuestra embarcación llevaba como ciento veintetoneladas de peso, seis cañones y catorce hombres

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aparte del capitán, de su mozo y yo. No llevábamosdemasiados bienes a bordo, solo las chucheríasnecesarias para negociar con los negros, tales co-mo cuentecillas, trozos de cristal, caracoles y cacha-rros viejos, en especial, pequeños catalejos, cuchi-llos, tijeras, hachas y otras cosas por el estilo.

El mismo día que subí a bordo, zarpamos hacia elnorte, siguiendo la costa rumbo a tierras africanashasta los diez o doce grados de latitud norte, queera la ruta que, al parecer, se seguía en esos días.Nos hizo muy buen tiempo, aunque mucho calor,mientras bordeamos la costa hasta llegar al cabo deSan Agustín. A partir de entonces, comenzamos ameternos mar adentro hasta que perdimos de vistala tierra y navegamos, como si nos dirigiéramos a laisla de Fernando de Noronha, rumbo al norte-noreste, dejándola, luego, al este. Siguiendo esterumbo, tardamos casi doce días en cruzar la líneadel ecuador y, según nuestra última observación,nos encontrábamos a siete grados veintidós minutosde latitud norte, cuando un violento tornado ohuracán, nos dejó totalmente desorientados. Co-menzó a soplar de sudeste a noroeste y luego seestacionó al noreste, desde donde nos acometiócon tanta furia, que durante doce días no pudimoshacer más que ir a la deriva, para huir de él, y de-

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jarnos llevar a donde el destino y la furia del vientoquisieran llevarnos. Durante esos doce días, huelgadecir, creía que seríamos tragados por el mar y, adecir verdad, ninguno de los que estaba a bordo,esperaba salir de allí con vida.

En esta angustiosa situación, mientras padecía-mos el terror de la tormenta, uno de nuestros hom-bres murió de calentura y el mozo del capitán y otrode los marineros ca yeron al mar por la borda. Haciael duodécimo día, cuando el tiempo se hubo calma-do un poco, el capitán intentó fijar la posición delbarco lo mejor que pudo, y se dio cuenta de queestaba a once grados de latitud norte pero a vein-tidós grados de longitud oeste del cabo de SanAgustín. Así, pues, advirtió que nos encontrábamosentre la costa de Guyana, o la parte septentrional deBrasil, más allá del río Amazonas, hacia el río Ori-noco, comúnmente llamado el Gran Río. Comenzó aconsultarme qué rumbo debíamos seguir, pues elbarco había sufrido muchos daños y le estaba en-trando agua, y él quería regresar directamente a lacosta de Brasil.

Mi opinión era totalmente opuesta a la del capitán.Nos pusimos a estudiar las cartas de la costa ame-ricana y llegamos a la conclusión de que no había

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ninguna tierra habita da, hacia la cual pudiéramosdirigirnos, antes de llegar a la cuenca de las islasdel Caribe. Así, pues, decidimos dirigirnos haciaBarbados, manteniéndonos en alta mar, para evitarlas corrientes de la bahía o golfo de México. De estaforma, esperábamos llegar a la isla en quince días,ya que no íbamos a ser capaces de navegar hastala costa de África sin recibir ayuda para la nave ypara nosotros mismos.

Con esta intención, cambiamos el rumbo y nave-gamos en dirección oeste-noroeste para llegar aalguna de las islas inglesas, donde esperábamosencontrar ayuda. Pero nues tro viaje estaba previstode otro modo. A los doce grados dieciocho minutosde latitud, nos encontramos con una segunda tor-menta, que nos llevó hacia el oeste, con la mismaintensidad que la anterior, y nos alejó tanto de laruta comercial humana, que si lográbamos salvar-nos de morir en el mar, con toda probabilidad, ser-íamos devorados en tierras de salvajes y no podr-íamos regresar a nuestro país.

Nos hallábamos en esta angustiosa situación y elviento aún soplaba con mucha fuerza, cuando unode nuestros hombres gritó «¡Tierra!». Apenas sal-íamos de la cabina, deseosos de ver dónde nos

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encontrábamos, el barco se encalló en un banco dearena y se detuvo tan de golpe, que el mar se lanzósobre nosotros, y nos abatió con tal fuerza, quepensamos que moriríamos al instante. Ante esto,nos apresuramos a ponernos bajo cubierta paraprotegernos de la espuma y de los embates del mar.

No es fácil, para alguien que nunca se haya vistoen semejante situación, describir o concebir la cons-ternación de los hombres en esas circunstancias.No teníamos idea de dónde nos hallábamos, ni de latierra a la que habíamos sido arrastrados. No sab-íamos si estábamos en una isla o en un continente,ni si estaba habitada o desierta. El viento, aunquehabía disminuido un poco, soplaba con tanta fuerza,que no podíamos confiar en que el barco resistiríaunos minutos más sin desbaratarse, a no ser que,por un milagro del cielo, el viento amainara de pron-to. En pocas palabras, nos quedamos mirándonosunos a otros, esperando la muerte en cualquiermomento. Todos actuaban como si se prepararanpara el otro mundo, pues no parecía que pudiése-mos hacer mucho más. Nuestro único consuelo eraque, contrario a lo que esperábamos, el barco aúnno se había quebrado, y, según pudo observar elcapitán, el viento comenzaba a disminuir.

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A pesar de que, al parecer, el viento empezaba aceder un poco, el barco se había encajado tan pro-fundamente en la arena, que no había forma dedesencallarlo. De este modo, nos hallábamos enuna situación tan desesperada, que lo único quepodíamos hacer era intentar salvar nuestras vidas,como mejor pudiéramos. Antes de que comenzarala tormenta, llevábamos un bote en la popa, que sedesfondó cuando dio contra el timón del barco. Pocodespués se soltó y se hundió, o fue arrastrado por elmar, de modo que no podíamos contar con él.Llevábamos otro bote a bordo pero no nos sentía-mos capaces de ponerlo en el agua. En cualquiercaso, no había tiempo para discutirlo, pues nosimaginábamos que el barco se iba a desbaratar deun momento a otro y algunos decían que ya empe-zaba a hacerlo.

En medio de esta angustia, el capitán de nuestrobarco echó mano del bote y, con la ayuda de losdemás hombres, logró deslizarlo por la borda.Cuando los once que íbamos nos hubimos metidotodos dentro, lo soltó y nos encomendó a la miseri-cordia de Dios y de aquel tempestuoso mar. Pese aque la tormenta había disminuido considerablemen-te, las gigantescas olas rompían tan descomunal-mente en la orilla, que bien se podía decir que se

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trataba de Den wild Zee, que en holandés significatormenta en el mar.

Nuestra situación se había vuelto desesperada ytodos nos dábamos cuenta de que el mar estaba tancrecido, que el bote no podría soportarlo e, inevita-blemente, nos ahoga ríamos. No teníamos con quéhacer una vela y aunque lo hubiésemos tenido, nohabríamos podido hacer nada con ella. Ante esto,comenzamos a remar hacia tierra, con el pesar quellevan los hombres que van hacia el cadalso, puessabíamos que, cuando el bote llegara a la orilla, seharía mil pedazos con el oleaje. No obstante, leencomendamos encarecidamente nuestras almas aDios y, con el viento que nos empujaba hacia laorilla, nos apresuramos a nuestra destrucción connuestras propias manos, remando tan rápidamentecomo podíamos hacia ella.

No sabíamos si en la orilla había roca o arena, nisi era escarpada o lisa. Nuestra única esperanzaera llegar a una bahía, un golfo, o el estuario de unrío, donde, con mucha suerte, pudiéramos entrarcon el bote o llegar a la costa de sotavento, dondeel agua estaría más calmada. Pero no parecía quetendríamos esa suerte pues, a medida que nos

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acercábamos a la orilla, la tierra nos parecía másaterradora aún que el mar.

Después de remar, o más bien, de haber ido a laderiva a lo largo de lo que calculamos sería más omenos una legua y media, una ola descomunal co-mo una montaña nos embistió por popa e inmedia-tamente comprendimos que aquello había sido elcoup de gráce. En pocas palabras, nos acometiócon tanta furia, que volcó el bote de una vez, de-jándonos a todos desperdigados por el agua, y nostragó, antes de que pudiésemos decir: «¡Dios mío!».

Nada puede describir la confusión mental quesentí mientras me hundía, pues, aunque nadabamuy bien, no podía librarme de las olas para tomaraire. Una de ellas me llevó, o más bien me arrastróun largo trecho hasta la orilla de la playa. Allí rompióy, cuando comenzó a retroceder, la marea me dejó,medio muerto por el agua que había tragado, en unpedazo de tierra casi seca. Todavía me quedaba unpoco de lucidez y de aliento para ponerme en pie ytratar de llegar a la tierra, la cual estaba más cercade lo que esperaba, antes de que viniera otra ola yme arrastrara nuevamente. Pronto me di cuenta deque no podría evitar que esto sucediera, pues haciamí venía una ola tan grande como una montaña y

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tan furiosa como un enemigo contra el que no teníamedios ni fuerzas para luchar. Mi meta era contenerel aliento y, si podía, tratar de mantenerme a flotepara nadar, aguantando la respiración, hacia la pla-ya. Mi gran preocupación era que la ola, que mearrastraría un buen trecho hacia la orilla, no mellevase mar adentro en su reflujo.

La ola me hundió treinta o cuarenta pies en sumasa. Sentía cómo me arrastraba con gran fuerza yvelocidad hacia la orilla, pero aguanté el aliento ytraté de nadar hacia delante con todas mis fuerzas.Estaba a punto de reventar por falta de aire, cuandosentí que me elevaba y, con mucho alivio comprobéque tenía los brazos y la cabeza en la superficie delagua. Aunque solo pude mantenerme así unos dosminutos, pude reponerme un poco y recobrar elaliento y el valor. Nuevamente me cubrió el agua,esta vez por menos tiempo, así que pude aguantarhasta que la ola rompió en la orilla y comenzó aretroceder. Entonces, me puse a nadar en contra dela corriente hasta que sentí el fondo bajo mis pies.Me quedé quieto unos momentos para recuperar elaliento, mientras la ola se retiraba, y luego eché acorrer hacia la orilla con las pocas fuerzas que mequedaban. Pero esto no me libró de la furia del marque volvió a caer sobre mí y, dos veces más, las

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olas me levantaron y me arrastraron como antes porel fondo, que era muy plano.

La última de las olas casi me mata, pues el marme arrastró, como las otras veces, y me llevó, másbien, me estrelló, contra una piedra, con tanta fuer-za que me dejó sin sentido e indefenso. Como megolpeé en el costado y en el pecho, me quedé sinaliento y si, en ese momento, hubiese venido otraola, sin duda me habría ahogado. Mas pude re-cuperarme un poco, antes de que viniese la siguien-te ola y, cuando vi que el agua me iba a cubrir nue-vamente, resolví agarrarme con todas mis fuerzas aun pedazo de la roca y contener el aliento hasta quepasara. Como el mar no estaba tan alto como alprincipio, pues me hallaba más cerca de la orilla, meagarré hasta que pasó la siguiente ola, y eché otracarrera que me acercó tanto a la orilla que la quevenía detrás, aunque me alcanzó, no llegó a arras-trarme. En una última carrera, llegué a tierra firme,donde, para mi satisfacción, trepé por unos riscosque había en la orilla y me senté en la hierba, fueradel alance del agua y libre de peligro.

Encontrándome a salvo en la orilla, elevé los ojosal cielo y le di gracias a Dios por salvarme la vida enuna situación que, minutos antes, parecía totalmen-

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te desesperada. Creo que es imposible expresarcabalmente, el éxtasis y la conmoción que siente elalma cuando ha sido salvada, diría yo, de la mismí-sima tumba. En aquel momento comprendí la cos-tumbre según la cual cuando al malhechor, quetiene la soga al cuello y está a punto de ser ahorca-do, se le concede el perdón, se trae junto con lanoticia a un cirujano que le practique una sangría,en el preciso instante en que se le comunica la noti-cia, para evitar que, con la emoción, se le escapenlos espíritus del corazón y muera:

Pues las alegrías súbitas, como las penas, al prin-cipio desconciertan.

Caminé por la playa con las manos en alto y to-talmente absorto en la contemplación de mi salva-ción, haciendo gestos y movimientos que no puedodescribir, pensando en mis compañeros que sehabían ahogado; no se salvó ni un alma, salvo yo,pues nunca más volví a verlos, ni hallé rastro deellos, a excepción de tres de sus sombreros, unagorra y dos zapatos de distinto par.

Miré hacia la embarcación encallada, que casi nopodía ver por la altura de la marea y la espuma delas olas y, al verla tan lejos, pensé: «¡Señor!, ¿cómopude llegar a la orilla?»

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Después de consolarme un poco, con lo poco quetenía para consolarme en mi situación, empecé amirar a mi alrededor para ver en qué clase de sitiome encontraba y qué debía hacer. Muy pronto, lasensación de alivio se desvaneció y comprendí queme había salvado para mi mal, pues estaba empa-pado y no tenía ropas para cambiarme, no teníanada que comer o beber para reponerme, ni teníaalternativa que no fuese morir de hambre o devora-do por las bestias salvajes. Peor aún, tampoco teníaningún arma para cazar o matar algún animal parami sustento, ni para defenderme de cualquier criatu-ra que quisiera matarme para el suyo. En suma, notenía nada más que un cuchillo, una pipa y un pocode tabaco en una caja. Estas eran mis únicas provi-siones y, al comprobarlo, sentí tal tribulación, quedurante un rato no hice otra cosa que correr de unlado a otro como un loco. Al acercarse la noche,empecé a angustiarme por lo que sería de mí si enesa tierra había bestias hambrientas, sabiendo quedurante la noche suelen salir en busca de presas.

La única solución que se me ocurrió fue subirme aun árbol frondoso, parecido a un abeto pero conespinas, que se erguía cerca de mí y donde decidípasar la noche, pensando en el tipo de muerte queme aguardaba al día siguiente, ya que no veía cómo

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iba a poder sobrevivir allí. Caminé como un octavode milla, buscando agua fresca para beber y, final-mente, la conseguí, lo cual me causó una inmensaalegría. Después de beber, me eché un poco detabaco a la boca, para quitarme el hambre y regreséal árbol. Mientras me encaramaba, busqué un lugarde donde no me cayera si me quedaba dormido.Corté un palo corto, a modo de porra, para defen-derme, me subí a mi alojamiento y, de puro agota-miento, me quedé dormido. Esa noche dormí tan có-modamente como, según creo, pocos hubieran po-dido hacerlo en semejantes condiciones y logrédescansar como nunca en mi vida.

Cuando desperté era pleno día, el tiempo estabaclaro y, una vez aplacada la tormenta, el mar noestaba tan alto ni embravecido como antes. Sinembargo, lo que me sorpren dió más fue descubrirque, al subir la marea, el barco se había desenca-llado y había ido a parar a la roca que mencioné alprincipio, contra la que me había golpeado al estre-llarme. Estaba a menos de una milla de la orilladonde me encontraba y, como me pareció que es-taba bien erguido, me entraron unos fuertes deseosde llegarme hasta él, al menos para rescatar algu-nas cosas que pudieran servirme.

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Cuando bajé de mi alojamiento en el árbol, mirénuevamente a mi alrededor y lo primero que vi fue elbote tendido en la arena, donde el mar y el viento lohabían arrastrado, como a dos millas a la derechade donde me hallaba. Caminé por la orilla lo quepude para llegar a él, pero me encontré con unacala o una franja de mar, de casi media milla deancho, que se interponía entre el bote y yo. Decidíentonces regresar a donde estaba, pues mi inten-ción era llegar al barco, donde esperaba encontraralgo para subsistir.

Poco después del mediodía, el mar se había cal-mado y la marea había bajado tanto, que pude lle-gar a un cuarto de milla del barco. Entonces, volví asentirme abatido por la pena, pues me di cuenta deque si hubiésemos permanecido en el barco, noshabríamos salvado todos y yo no me habría visto enuna situación tan desgraciada, tan solo y desvalidocomo me hallaba. Esto me hizo saltar las lágrimasnuevamente, mas, como de nada me servía llorar,decidí llegar hasta el barco si podía. Así, pues, mequité las ropas, porque hacía mucho calor, y memetí al agua. Cuando llegué al barco, me encontrécon la dificultad de no saber cómo subir, pues esta-ba encallado y casi totalmente fuera del agua, y notenía nada de qué agarrarme. Dos veces le di la

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vuelta a nado y, en la segunda, advertí un pequeñopedazo de cuerda, que me asombró no haber vistoantes, que colgaba de las cadenas de proa. Estabatan baja que, si bien con mucha dificultad, pudeagarrarla y subir por ella al castillo de proa. Allí medi cuenta de que el barco estaba desfondado y teníamucha agua en la bodega, pero estaba tan encalla-do en el banco de arena dura, más bien de tierra,que la popa se alzaba por encima del banco y laproa bajaba casi hasta el agua. De ese modo, todala parte posterior estaba en buen estado y lo quehabía allí estaba seco porque, podéis estar seguros,lo primero que hice fue inspeccionar qué se habíaestropeado y qué permanecía en buen estado. Loprimero que vi fue que todas las provisiones delbarco estaban secas e intactas y, como estaba enbuena disposición para comer, entré en el depósitode pan y me llené los bolsillos de galletas, que fuicomiendo, mientras hacía otras cosas, pues no ten-ía tiempo que perder. También encontré un poco deron en el camarote principal, del que bebí un buentrago, pues, ciertamente me hacía falta, para afron-tar lo que me esperaba. Lo único que necesitabaera un bote para llevarme todas las cosas que,según preveía, iba a necesitar.

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Era inútil sentarse sin hacer nada y desear lo queno podía llevarme y esta situación extrema avivó miingenio. Teníamos varias vergas, dos o tres palos yuno o dos másti les de repuesto en el barco. Decidíempezar por ellos y lancé por la borda los que pude,pues eran muy pesados, amarrándolos con unacuerda para que no se los llevara la corriente.Hecho esto, me fui al costado del barco y, tirando deellos hacia mí, amarré cuatro de ellos por ambosextremos, tan bien como pude, a modo de balsa.Les coloqué encima dos o tres tablas cortas atrave-sadas y vi que podía caminar fácilmente sobre ellas,aunque no podría llevar demasiado peso, pues eranmuy delgadas. Así, pues, puse manos a la obranuevamente y, con una sierra de carpintero, cortéun mástil de repuesto en tres pedazos que los añadía mi balsa. Pasé muchos trabajos y dificultades,pero la esperanza de conseguir lo que me era nece-sario, me dio el estímulo para hacer más de lo quehabría hecho en otras circunstancias.

La balsa ya era lo suficientemente resistente co-mo para soportar un peso razonable. Lo siguienteera decidir con qué cargarla y cómo proteger delagua lo que pusiera sobre ella, lo cual no me tomómucho tiempo resolver. En primer lugar, puse todaslas tablas que pude encontrar. Después de reflexio-

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nar sobre lo que necesitaba más, agarré tres arco-nes de marinero, los abrí y vacié, y los bajé hasta mibalsa; el primero lo llené de alimentos, es decir, pan,arroz, tres quesos holandeses, cinco pedazos decarne seca de cabra, de la cual nos habíamos ali-mentado durante mucho tiempo, y un sobrante degrano europeo, que habíamos reservado para unasaves que traíamos a bordo y que ya se habían ma-tado. Había también algo de cebada y trigo pero,para mi gran decepción, las ratas se lo habían co-mido o estropeado casi en su totalidad. Encontrévarias botellas de alcohol, que pertenecían al ca-pitán, entre las que había un poco de licor y comocinco o seis galones de raque, todo lo cual, coloquésin más en la balsa, pues no había necesidad demeterlo en los arcones, ni espacio para hacerlo.Mientras hacía esto, noté que la marea comenzabaa subir, aunque el mar estaba en calma y me morti-ficó ver que mi chaqueta, la camisa y el chaleco quehabía dejado en la arena, se alejaban flotando; encuanto a los pantalones, que eran de lino y abiertosen las rodillas, me los había dejado puestos cuandome lancé a nadar hacia el barco y, asimismo, loscalcetines. No obstante, esto me obligó a buscarropa, que encontré en abundancia, aunque solocogí la que iba a usar inmediatamente, pues había

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otras cosas que me interesaban más, como, porejemplo, las herramientas. Después de mucho bus-car, encontré el arcón del carpintero que, ciertamen-te, era un botín de gran utilidad y mucho más valio-so, en esas circunstancias, que todo un buque car-gado de oro. Lo puse en la balsa, tal y como lo hab-ía encontrado, sin perder tiempo en ver lo que con-tenía, ya que, más o menos, lo sabía.

Luego procuré abastecerme de municiones y ar-mas. Había dos pistolas y dos escopetas de cazamuy buenas en el camarote principal. Las cogí in-mediatamente, así como algunos cuernos de pólvo-ra, una pequeña bolsa de balas y dos viejas espa-das mohosas. Sabía que había tres barriles depólvora en el barco pero no sabía dónde los habíaguardado el artillero. Sin embargo, después de mu-cho buscar, los encontré; dos de ellos estaban se-cos y en buen estado y el otro estaba húmedo.Llevé los dos primeros a la balsa, junto con las ar-mas, y, viéndome bien abastecido, comencé a pen-sar cómo llegar a la orilla sin velas, remos ni timón,sabiendo que la menor ráfaga de viento lo echaríatodo a perder.

Tenía tres cosas a mi favor: l. el mar estaba encalma, 2. la marea estaba subiendo y me impulsaría

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hacia la orilla, 3. el poco viento que soplaba meempujaría hacia tierra. Así, pues, habiendo encon-trado dos o tres remos rotos que pertenecían albarco, dos serruchos, un hacha y un martillo, apartede lo que ya había en el arcón, me lancé al mar. Labalsa fue muy bien a lo largo de una milla, más omenos, aunque se alejaba un poco del lugar al queyo había llegado a tierra. Esto me hizo suponer quehabía alguna corriente y, en consecuencia, que meencontraría con un estuario, o un río, que me sirvie-ra de puerto para desembarcar con mi cargamento.

Tal como había imaginado, apareció ante mí unapequeña apertura en la tierra y una fuerte corrienteque me impulsaba hacia ella. Traté de controlar labalsa lo mejor que pude para mantenerme en elmedio del cauce, pero estuve a punto de sufrir unsegundo naufragio, que me habría destrozado elcorazón. Como no conocía la costa, uno de los ex-tremos de mi balsa se encalló en un banco y, pocofaltó, para que la carga se deslizara hacia ese lado ycayera al agua. Traté con todas mis fuerzas de sos-tener los arcones con la espalda, a fin de mantener-los en su sitio, pero no era capaz de desencallar labalsa ni de cambiar de postura. Me mantuve en esaposición durante casi media hora, hasta que la ma-rea subió lo suficiente para nivelar y desencallar la

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balsa. Entonces la impulsé con el remo hacia elcanal y seguí subiendo hasta llegar a la desembo-cadura de un pequeño río, entre dos orillas, con unabuena corriente que impulsaba la balsa hacia latierra. Miré hacia ambos lados para buscar un lugaradecuado donde desembarcar y evitar que el río mesubiera demasiado, pues tenía la esperanza de veralgún barco en el mar y, por esto, quería mantener-me tan cerca de la costa como pudiese.

A lo lejos, advertí una pequeña rada en la orilladerecha del río, hacia la cual, con mucho trabajo ydificultad, dirigí la balsa hasta acercarme tanto que,apoyando el remo en el fondo, podía impulsarmehasta la tierra. Mas, nuevamente, corría el riesgo deque mi cargamento cayera al agua porque la orillaera muy escarpada, es decir, tenía una pendientemuy pronunciada, y no hallaba por dónde desem-barcar, sin que uno de los extremos de la balsa,encajándose en la tierra, la desnivelara y pusiera micargamento en peligro como antes. Lo único quepodía hacer era esperar a que la marea subiera deltodo, sujetando la balsa con el remo, a modo deancla, para mantenerla paralela a una parte planade la orilla que, según mis cálculos, quedaría cubier-ta por el agua; y así ocurrió. Tan pronto hubo aguasuficiente, pues mi balsa tenía un calado de casi un

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pie, la impulsé hacia esa parte plana de la orilla yahí la sujeté, enterrando mis dos remos rotos en elfondo; uno en uno de los extremos de la balsa, y elotro, en el extremo diametralmente opuesto. Asíestuve hasta que el agua se retiró y mi balsa, contodo su cargamento, quedaron sanos y salvos entierra.

Mi siguiente tarea era explorar el lugar y buscarun sitio adecuado para instalarme y almacenar misbienes, a fin de que estuvieran seguros ante cual-quier eventualidad. No sa bía aún dónde estaba; nisi era un continente o una isla, si estaba poblado odesierto, ni si había peligro de animales salvajes.Una colina se erguía, alta y empinada, a menos deuna milla de donde me hallaba, y parecía elevarsepor encima de otras colinas, que formaban una cor-dillera en dirección al norte. Tomé una de las esco-petas de caza, una de las pistolas y un cuerno depólvora y, armado de esta sazón, me dispuse allegar hasta la cima de aquella colina, a la que lle-gué con mucho trabajo y dificultad para descubrir mipenosa suerte; es decir, que me encontraba en unaisla rodeada por el mar, sin más tierra a la vista queunas rocas que se hallaban a gran distancia y dosislas, aún más pequeñas, que estaban como a tresleguas hacia el oeste.

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Descubrí también que la isla en la que me hallabaera estéril y tenía buenas razones para suponer queestaba deshabitada, excepto por bestias salvajes,de las cuales aún no ha bía visto ninguna. Vi unagran cantidad de aves pero no sabía a qué especiepertenecían ni cuáles serían comestibles, en casode que pudiera matar alguna. A mi regreso, le dis-paré a un pájaro enorme que estaba posado sobreun árbol, al lado de un bosque frondoso y no dudoque fuera la primera vez que allí se disparaba unarma desde la creación del mundo, pues, tan prontocomo sonó el disparo, de todas partes del bosquese alzaron en vuelo innumerables aves de varios ti-pos, creando una confusa gritería con sus diversosgraznidos; mas, no podía reconocer ninguna espe-cie. En cuanto al pájaro que había matado, tenía elpicó y el color de un águila pero sus garras no erandistintas a las de las aves comunes y su carne erauna carroña, absolutamente incomestible.

Complacido con este descubrimiento, regresé ami balsa y me puse a llevar mi cargamento a la ori-lla, lo cual me tomó el resto del día. Cuando llegó lanoche, no sabía qué hacer ni dónde descansar,pues tenía miedo de acostarme en la tierra y queviniera algún animal salvaje a devorarme aunque,

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según descubrí más tarde, eso era algo por lo queno tenía que preocuparme.

No obstante, me atrincheré como mejor pude, conlos arcones y las tablas que había traído a la orilla, ehice una especie de cobertizo para albergarme du-rante la noche. En cuanto a la comida, no sabíacómo conseguirla; había visto sólo dos o tres anima-les, parecidos a las liebres, que habían salido delbosque cuando le disparé al pájaro.

Comencé a pensar que aún podía rescatar mu-chas cosas útiles del barco, en especial, aparejos,velas, y cosas por el estilo, y traerlas a tierra. Así,pues, resolví regresar al bar co, si podía. Sabiendoque la primera tormenta que lo azotara, lo romperíaen pedazos, decidí dejar de lado todo lo demás,hasta que hubiese rescatado del barco todo lo quepudiera. Entonces llamé a consejo, es decir, en mipropia mente, para decidir si debía volver a utilizarla balsa; mas no me pareció una idea factible. Vol-vería, como había hecho antes, cuando bajara lamarea, y así lo hice, solo que esta vez me desnudéantes de salir del cobertizo y me quedé solamentecon una camisa a cuadros, unos pantalones de linoy un par de escarpines.

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Subí al barco, del mismo modo que la vez ante-rior, y preparé una segunda balsa. Mas, como yatenía experiencia, no la hice tan difícil de manejar, nila cargué tanto como la primera, sino que me llevélas cosas que me parecieron más útiles. En el ca-marote del carpintero, encontré dos o tres bolsasllenas de clavos y pasadores, un gran destornillador,una o dos docenas de hachas y, sobre todo, unartefacto muy útil que se llama yunque. Lo amarrétodo, junto con otras cosas que pertenecían al arti-llero, tales como dos o tres arpones de hierro, dosbarriles de balas de mosquete, siete mosquetes,otra escopeta para cazar, un poco más de pólvora,una bolsa grande de balas pequeñas y un gran rollode lámina de plomo. Pero esto último era tan pesa-do, que no pude levantarlo para sacarlo por la bor-da.

Aparte de estas cosas, cogí toda la ropa de loshombres que pude encontrar, una vela de proa derepuesto, una hamaca y ropa de cama. De estemodo, cargué mi segunda balsa y, para mi gransatisfacción, pude llevarlo todo a tierra sano y salvo.

Durante mi ausencia, temía que mis provisionespudieran ser devoradas en la orilla pero cuandoregresé, no encontré huellas de ningún visitante.

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Solo un animal, que parecía un gato salvaje, estabasentado sobre uno de los arcones y cuando meacerqué, corrió hasta un lugar no muy distante y allíse quedó quieto. Estaba sentado con mucha com-postura y despreocupación y me miraba fijamente ala cara, como si quisiera conocerme. Le apunté conmi pistola pero no entendió lo que hacía pues no diomuestras de preocupación ni tampoco hizo ademánde huir. Entonces le tiré un pedazo de galleta, de lasque, por cierto, no tenía demasiadas, pues mis pro-visiones eran bastante escasas; como decía, learrojé un pedazo y se acercó, lo olfateó, se lo co-mió, y se quedó mirando, como agradecido y espe-rando a que le diera más. Le di a entender cortés-mente que no podía darle más y se marchó.

Después de desembarcar mi segundo cargamen-to, aunque me vi obligado a abrir los barriles depólvora y trasladarla poco a poco, pues estaba enunos cubos muy grandes, que pesaban demasiado,me di a la tarea de construir una pequeña tienda,con la vela y algunos palos que había cortado paraese propósito. Dentro de la tienda, coloqué todo loque se podía estropear con la lluvia o el sol y apilélos arcones y barriles vacíos en círculo alrededor dela tienda para defenderla de cualquier ataque repen-tino de hombre o de animal.

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Cuando terminé de hacer esto, bloqueé la puertade la tienda por dentro con unos tablones y por fue-ra con un arcón vació. Extendí uno de los colchonesen el suelo y, con dos pistolas a la altura de mi ca-beza y una escopeta al alcance de mi brazo, memetí en cama por primera vez. Dormí tranquilamen-te toda la noche, pues me sentía pesado y extenua-do de haber dormido poco la noche anterior y traji-nado arduamente todo el día, sacando las cosas delbarco y trayéndolas hasta la orilla.

Tenía el mayor almacén que un solo hombrehubiese podido reunir jamás, pero no me sentía agusto, pues pensaba que, mientras el barco perma-neciera erguido, debía rescatar de él todo lo quepudiera. Así, pues, todos los días, cuando bajaba lamarea, me llegaba hasta él y traía una cosa u otra.Particularmente, la tercera vez que fui, me traje to-dos los aparejos que pude, todos los cabos finos ylas sogas que hallé, un trozo de lona, previsto pararemendar las velas cuando fuera necesario, y elbarril de pólvora que se había mojado. En pocaspalabras, me traje todas las velas, desde la primerahasta la última, cortadas en trozos, para transportartantas como me fuera posible en un solo viaje,puesto que ya no servían como velas sino simple-mente como tela.

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Me sentí más satisfecho aún, cuando, al cabo decinco o seis viajes, como los que he descrito, con-vencido de que ya no había en el barco nada másque valiese la pena rescatar, encontré un tonel depan, tres barriles de ron y licor, una caja de azúcar yun barril de harina. Este hallazgo me sorprendiómucho, pues no esperaba encontrar más provisio-nes, excepto las que se habían estropeado con elagua. Vacié el tonel de pan, envolví los trozos, unopor uno, con los pedazos de tela que había cortadode las velas y lo llevé todo a tierra sano y salvo.

Al día siguiente hice otro viaje y como ya habíasaqueado el barco de todo lo que podía transportar,seguí con los cables. Corté los más gruesos entrozos, de un tamaño pro porcional a mis fuerzas y,así, llevé dos cables y un cabo a la orilla, junto contodos los herrajes que pude encontrar. Corté,además el palo de trinquete y todo lo que me sirvie-ra para construir una balsa grande, que cargué contodos esos objetos pesados y me, marché. Mas, mibuena suerte comenzaba a abandonarme, pues, labalsa era tan difícil de manejar y estaba tan sobre-cargada, que, cuando entré en la pequeña rada enla que había desembarcado las demás provisiones,no pude gobernarla tan fácilmente como la otra y sevolcó, arrojándome al agua con todo mi cargamento.

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A mí no me pasó casi nada, pues estaba cerca de laorilla, pero la mayor parte de mi cargamento cayó alagua, especialmente el hierro, que según habíapensado, me sería de gran utilidad. No obstante,cuando bajó la marea, pude rescatar la mayoría delos cables y parte del hierro, haciendo un esfuerzoinfinito, pues tenía que sumergirme para sacarlosdel agua y esta actividad me causaba mucha fatiga.Después de esto, volví todos los días al barco y fuitrayendo todo lo que pude.

Hacía trece días que estaba en tierra y había idoonce veces al barco. En este tiempo, traje todo loque un solo par de manos era capaz de transportar,aunque no dudo que, de haber continuado el buentiempo, habría traído el barco entero a pedazos.Mientras me preparaba para el duodécimo viaje, medi cuenta de que el viento comenzaba a soplar conmás fuerza. No obstante, cuando bajó la marea,volví hasta el barco. Cuando creía haber saqueadotan a fondo el camarote, que ya no hallaría nadamás de valor, aún descubrí un casillero con cajones,en uno de los cuales había dos o tres navajas, unpar de tijeras grandes y diez o doce tenedores ycuchillos buenos. En otro de los cajones, encontrécerca de treinta y seis libras en monedas europeas

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y brasileñas y en piezas de a ocho, y un poco de oroy de plata.

Cuando vi el dinero sonreí y exclamé:

-¡Oh, droga!, ¿para qué me sirves? No vales nadapara mí; ni siquiera el esfuerzo de recogerte delsuelo. Cualquiera de estos cuchillos vale más queeste montón de dinero. No tengo forma de utilizarte,así que, quédate donde estás y húndete como unacriatura cuya vida no vale la pena salvar. Sin em-bargo, cuando recapacité, lo cogí y lo envolví en unpedazo de lona. Pensaba construir otra balsa perocuando me dispuse a hacerlo, advertí que el cielo sehabía cubierto y el viento se había levantado. En uncuarto de hora comenzó a soplar un vendaval desdela tierra y pensé que sería inútil pretender hacer unabalsa, si el viento venía de la tierra. Lo mejor quepodía hacer era marcharme antes de que subiera lamarea pues, de lo contrario, no iba a poder llegar ala orilla. Por lo tanto, me arrojé al agua y crucé anado el canal que se extendía entre el barco y laarena, con mucha dificultad, en parte, por el peso delas cosas que llevaba conmigo y, en parte, por laviolencia del agua, agitada por el viento, que cobra-ba fuerza tan rápidamente, que, antes de que subie-ra la marea, se había convertido en tormenta.

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No obstante, pude llegar a salvo a mi tienda, don-de me puse a resguardo, rodeado de todos misbienes. El viento sopló con fuerza toda la noche y,en la mañana, cuando salí a mirar, el barco habíadesaparecido. Al principio sentí cierta turbación peroluego me consolé pensando que no había perdidotiempo ni escatimado esfuerzos para rescatar delbarco todo lo que pudiera servirme; en realidad, eramuy poco lo que había quedado, que habría podidosacar, si hubiese tenido más tiempo.

Por tanto, dejé de pensar en el barco o en cual-quier cosa que hubiese en él, a excepción de aque-llo que llegase a la orilla, como ocurrió con algunasde sus partes, que no me sirvieron de mucho.

Mi única preocupación era protegerme de los sal-vajes, si llegaban a aparecer, y de las bestias, si esque había alguna en la isla. Pensé mucho en lamejor forma de hacerlo y, en especial, el tipo demorada que debía construir, ya fuera excavandouna cueva en la tierra o levantando una tienda. Enpoco tiempo decidí que haría ambas y no me pareceimpropio describir detalladamente cómo las hice.

Me di cuenta en seguida de que el sitio donde meencontraba no era el mejor para instalarme, puesestaba sobre un terreno pantanoso y bajo, muy

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próximo al mar, que no me parecía adecuado, entreotras cosas, porque no había agua fresca en losalrededores. Así, pues, decidí que me buscaría unlugar más saludable y conveniente.

Procuré que el lugar cumpliera con ciertas condi-ciones indispensables: en primer lugar, sanidad yagua fresca, como acabo de mencionar; en segundolugar, resguardo del calor del sol; en tercer lugar,protección contra criaturas hambrientas, fueranhombres o animales; y, en cuarto lugar, vista al mar,a fin de que, si Dios enviaba algún barco, no perdie-ra la oportunidad de salvarme, pues aún no habíarenunciado a la esperanza de que esto ocurriera.

Mientras buscaba un sitio propicio, encontré unapequeña planicie en la ladera de una colina. Una desus caras descendía tan abruptamente sobre laplanicie, que parecía el muro de una casa, de modoque nada podría caerme encima desde arriba. En laotra cara, había un hueco que se abría como laentrada o puerta de una cueva, aunque allí nohubiese, en realidad, cueva alguna ni entrada a laroca.

Decidí montar mi tienda en la parte plana de lahierba, justo antes de la cavidad. Esta planicie notenía más de cien yardas de ancho y casi el doble

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de largo y se extendía como un prado desde mipuerta, descendiendo irregularmente hasta la orilladel mar. Estaba en el lado nor-noroeste de la colina,de modo que me protegía del calor durante todo eldía, hasta que el sol se colocaba al sudoeste, locual, en estas tierras, significa que está próximo aponerse.

Antes de montar mi tienda, tracé un semicírculodelante de la cavidad, de un radio aproximado dediez yardas hasta la roca y un diámetro de veinteyardas de un extremo al otro.

En este semicírculo, enterré dos filas de estacasfuertes, hundiéndolas por un extremo en la tierrahasta que estuvieran firmes como pilares, de mane-ra que, sus puntas afiladas sobresalieran cinco piesy medio desde el suelo. Entre ambas filas no habíamás de seis pulgadas.

Entonces tomé los trozos de cable que había cor-tado en el barco y los coloqué, uno sobre otro, de-ntro del círculo, entre las dos filas de estacas hastallegar a la punta. Sobre estos, apoyé otros palos, decasi dos pies y medio de altura, a modo de soporte.De este modo, construí una verja tan fuerte, que nohabría hombre ni bestia capaz de saltarla o derribar-la. Esto me tomó mucho tiempo y esfuerzo, en par-

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ticular, cortar las estacas en el bosque y clavarlasen la tierra.

Para entrar a este lugar, no hice una puerta, sinouna pequeña escalera para pasar por encima de laempalizada. Cuando estaba dentro, la levantabatras de mí y me quedaba completamente encerradoy a salvo de todo el mundo, por lo que podía dormirtranquilo toda la noche, cosa que, de lo contrario, nohabría podido hacer, aunque, según comprobé des-pués, no tenía necesidad de tomar tantas precaucio-nes contra los enemigos a los que tanto temía.

Con mucho trabajo, metí dentro de esta verja ofortaleza todas mis provisiones, municiones y pro-piedades de las que he hecho mención anteriormen-te y me hice una gran tienda doble para protegermede las lluvias, que en determinadas épocas del añoson muy fuertes. En otras palabras, hice una tiendamás pequeña dentro de una más grande y estaúltima la cubrí con el alquitrán que había rescatadocon las velas.

Ya no dormía en la cama que había rescatado, si-no en una hamaca muy buena, que había pertene-cido al capitán del barco.

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Llevé a la tienda todas mis provisiones y lo que sepudiera estropear con la humedad y, habiendo res-guardado todos mis bienes, cerré la entrada, quehasta entonces había dejado al descubierto, y utilicéla escalera para entrar y salir.

Hecho esto, comencé a excavar la roca y a trans-portar, a través de la tienda, la tierra y las piedrasque extraía. Las fui apilando junto a la verja, por laparte de adentro, hasta formar una especie de te-rraza, que se levantaba como un pie y medio delsuelo. De este modo, excavé una cueva, detrás demi tienda, que me servía de bodega.

Me costó gran esfuerzo y muchos días realizar to-das estas tareas. Por tanto, debo retroceder parahacer referencia a algunas cosas que, durante estetiempo, me preocupaban. Ocurrió que, habiendoterminado el proyecto de montar mi tienda y excavarla cueva, se desató una tormenta de lluvia, que caíade una nube espesa y oscura. De pronto se produjoun relámpago al que, como suele ocurrir, sucedió untrueno estrepitoso. No me asustó tanto el resplandorcomo el pensamiento que surgió en mi mente, tanraudo como el mismo relámpago: «¡Oh, mi pólvo-ra!». El corazón se me apretó cuando pensé quetoda mi pólvora podía arruinarse de un soplo, pues-

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to que toda mi defensa y mi posibilidad de sustentodependían de ella. Me inquietaba menos el riesgopersonal que corría, pues, en caso de que la pólvorahubiese ardido, jamás habría sabido de dónde pro-venía el golpe.

Tanto me impresionó este hecho, que dejé a unlado todas mis tareas de construcción y fortificacióny me dediqué a hacer bolsas y cajas para separar lapólvora en pequeñas cantidades, con la esperanzade que, si pasaba algo, no se encendiera toda almismo tiempo, y aislar esas pequeñas cantidades,de manera que el fuego no pudiera propagarse deuna bolsa a otra. Terminé esta tarea en casi dossemanas y creo que logré dividir mi pólvora, que entòtal llegaba a las doscientas cuarenta libras depeso, en no menos de cien bolsas. En cuanto albarril que se había mojado, no me pareció peligrosoasí que lo coloqué en mi nueva cueva, que en mifantasía, la llamaba mi cocina, y escondí el resto dela pólvora entre las rocas para que no se mojara,señalando cuidadosamente dónde lo había guarda-do.

En el lapso de tiempo que me hallaba realizandoestas tareas, salí casi todos los días con mi escope-ta, tanto para distraerme, como para ver si podía

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matar algo para comer y enterarme de lo que pro-ducía la tierra. La primera vez que salí, descubrí queen la isla había cabras, lo que me produjo una gransatisfacción, a la que siguió un disgusto, pues erantan temerosas, sensibles y veloces, que acercarse aellas era lo más difícil del mundo. Sin embargo, estono me desanimó, pues sabía que alguna vez lograr-ía matar alguna, lo que ocurrió en poco tiempo, por-que, después de aprender un poco sobre sus hábi-tos, las abordé de la siguiente manera. Había ob-servado que si me veían en los valles, huían despa-voridas, aun cuando estuvieran comiendo en lasrocas. Mas, si se encontraban pastando en el valle yyo me hallaba en las rocas no advertían mi presen-cia, por lo que llegué a la conclusión de que, por laposición de sus ojos, miraban hacia abajo y, por lotanto, no podían ver los objetos que se hallaban porencima de ellas. Así, pues, por consiguiente, utilicéel siguiente método: subía a las rocas para situarmeencima de ellas y, desde allí, les disparaba, a me-nudo, con buena puntería. La primera vez que lesdisparé a estas criaturas, maté a una hembra quetenía un cabritillo, al que daba de mamar, lo cual mecausó mucha pena. Cuando cayó la madre, el pe-queño se quedó quieto a su lado hasta que llegué yla levanté, y mientras la llevaba cargada sobre los

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hombros, me siguió muy de cerca hasta mi aposen-to. Entonces, puse la presa en el suelo y cogí alpequeño en brazos y lo llevé hasta mi empalizadacon la esperanza de criarlo y domesticarlo. Mas,como no quería comer, me vi forzado a matarlo ycomérmelo. La carne de ambos me dio para alimen-tarme un buen tiempo, pues comía con moderacióny economizaba mis provisiones (especialmente elpan), todo lo que podía.

Una vez instalado, me di cuenta de que sentía lanecesidad imperiosa de tener un sitio donde hacerfuego y procurarme combustible. Contaré con lujode detalles lo que hice para procurármelo y cómoagrandé mi cueva y las demás mejoras que introdu-je. Pero antes, debo hacer un breve relato acerca demí y mis pensamientos sobre la vida, que, comobien podrá imaginarse, no eran pocos.

Tenía una idea bastante sombría de mi condición,pues me hallaba náufrago en esta isla, a causa deuna violenta tormenta, que nos había sacado com-pletamente de rumbo; es decir, a varios cientos deleguas de las rutas comerciales de la humanidad.Tenía muchas razones para creer que se trataba deuna determinación del Cielo y que terminaría misdías en este lugar desolado y solitario. Lloraba

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amargamente cuando pensaba en esto y, a veces,me preguntaba a mí mismo por qué la Providenciaarruinaba de esta forma a sus criaturas y las hacíatan absolutamente miserables; por qué las abando-naba de forma tan humillante, que resultaba imposi-ble sentirse agradecido por estar vivo en semejan-tes condiciones.

Pero algo siempre me hacía recapacitar y repro-charme por estos pensamientos. Particularmente,un día, mientras caminaba por la orilla del mar conmi escopeta en la mano y me hallaba absorto re-flexionando sobre mi condición, la razón, por asídecirlo, me expuso otro argumento: «Pues bien,estás en una situación desoladora, cierto, pero porfavor, recuerda dónde están los demás. ¿Acaso novenían once a bordo del bote? ¿Por qué no se sal-varon ellos y moriste tú? ¿Por qué fuiste escogido?¿Es mejor estar aquí o allá?» Y entonces apuntécon el dedo hacia el mar. Todos los males han deser juzgados pensando en el bien que traen consigoy en los males mayores que pueden acechar.

Entonces volví a pensar en lo bien provisto queestaba para subsistir y lo que habría sido de mí, sino hubiese ocurrido -había, acaso, una posibilidadentre cien mil- que el barco se encallara donde lo

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hizo primeramente, y hubiese sido arrastrado tancerca de la costa, que me diese tiempo de rescatartodo lo que pude de él. ¿Qué habría sido de mí sihubiese tenido que vivir en las condiciones en lasque había llegado a tierra, sin las cosas necesariaspara vivir o para conseguir el sustento?

-Sobre todo -decía en voz alta, aunque hablandoconmigo mismo-, ¿qué habría hecho sin una esco-peta, sin municiones, sin herramientas para fabricarnada ni para tra bajar, sin ropa, sin cama, ni tienda,ni nada con que cubrirme?

Ahora tenía todas estas cosas en abundancia yme hallaba en buenas condiciones para abastecer-me, incluso cuando se me agotaran las municiones.Ahora tenía una perspectiva razonable de subsistirsin pasar necesidades por el resto de mi vida, pues,desde el principio, había previsto el modo de abas-tecerme, no solo si tenía un accidente, sino en elfuturo, cuando se me hubiesen agotado las muni-ciones y hubiese perdido la salud y la fuerza.

Confieso que nunca había contemplado la posibi-lidad de que mis municiones pudiesen ser destrui-das de un golpe; quiero decir, que mi pólvora seencendiera con un rayo, y por eso me quedé tan

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sorprendido cuando comenzó a tronar y a relampa-guear.

Y ahora que voy a entrar en el melancólico relatode una vida silenciosa, como jamás se ha escucha-do en el mundo, comenzaré desde el principio ycontinuaré en orden. Según mis cálculos, estába-mos a 30 de septiembre cuando llegué a esta horri-ble isla por primera vez; el sol, que para nosotros sehallaba en el equinoccio otoñal, estaba casi justosobre mi cabeza pues, según mis observaciones,me encontraba a nueve grados veintidós minutos delatitud norte respecto al ecuador.

Al cabo de diez o doce días en la isla, me di cuen-ta de que perdería la noción del tiempo por falta delibros, pluma y tinta y que entonces, se me olvidar-ían incluso los días que había que trabajar y los quehabía que guardar descanso. Para evitar esto, clavéen la playa un poste en forma de cruz en el quegrabé con letras mayúsculas la siguiente inscripción:«Aquí llegué a tierra el 30 de septiembre de 1659».Cada día, hacía una incisión con el cuchillo en elcostado del poste; cada siete incisiones hacía unaque medía el doble que el resto; y el primer día decada mes, hacía una marca dos veces más largaque las anteriores. De este modo, llevaba mi calen-

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dario, o sea, el cómputo de las semanas, los mesesy los años.

Hay que observar que, entre las muchas cosasque rescaté del barco, en los muchos viajes quehice, como he mencionado anteriormente, traje va-rias de poco valor pero no por eso menos útiles, quehe omitido en mi narración; a saber: plumas, tinta ypapel de los que había varios paquetes que perte-necían al capitán, el primer oficial y el carpintero;tres o cuatro compases, algunos instrumentos ma-temáticos, cuadrantes, catalejos, cartas marinas ylibros de navegación; todo lo cual había amontona-do, por si alguna vez me hacían falta. También en-contré tres Biblias muy buenas, que me habían lle-gado de Inglaterra y había empaquetado con miscosas, algunos libros en portugués, entre ellos dos otres libros de oraciones papistas, y otros muchoslibros que conservé con gran cuidado. Tampocodebo olvidar que en el barco llevábamos un perro ydos gatos, de cuya eminente historia diré algo en sumomento, pues me traje los dos gatos y el perrosaltó del barco por su cuenta y nadó hasta la orilla,al día siguiente de mi desembarco con el primercargamento. A partir de entonces, fue mi fiel servi-dor durante muchos años. Me traía todo lo que yoquería y me hacía compañia; lo único que faltaba

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era que me hablara pero eso no lo podía hacer.Como dije, había encontrado plumas, tinta y papel,que administré con suma prudencia y puedo demos-trar que mientras duró la tinta, apunté las cosas conexactitud. Mas cuando se me acabó, no pude seguirhaciéndolo, pues no conseguí producirla de ningúnmodo.

Esto me hizo advertir que, a pesar de todo lo quehabía logrado reunir, necesitaba más cosas, entreellas tinta y también un pico y una pala para excavary remover la tierra, agujas, alfileres, hilo y ropablanca, de la cual aprendí muy pronto a prescindirsin mucha dificultad.

Esta falta de herramientas, hacía más difíciles lostrabajos que tenía que realizar, por lo que tardé casiun año en terminar mi pequeña empalizada o habi-tación protegida. Los postes o estacas, que teníanun peso proporcional a mis fuerzas, me obligaron apasar mucho tiempo en el bosque cortando y prepa-rando troncos y, sobre todo, transportándolos hastami morada. A veces tardaba dos días enteros encortar y transportar uno solo de esos postes y otrodía más en clavarlo en la tierra. Para hacer esto,utilizaba un leño pesado pero después pensé quesería mejor utilizar unas barras puntiagudas de hie-

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rro que, después de todo, tampoco me aliviaron eltedio y la fatiga de enterrar los postes.

Pero, ¿qué necesidad tenía de preocuparme porla monotonía que me imponía cualquier obligación sitenía todo el tiempo del mundo para realizarla?Tampoco tenía más que hacer cuando terminara, almenos nada que pudiera prever, si no era recorrerla isla en busca de alimento, lo cual hacía casi todoslos días.

Comencé a considerar seriamente mi condición ylas circunstancias a las que me veía reducido y de-cidí poner mis asuntos por escrito, no tanto paradejarlos a los que acaso vinieran después de mí,pues era muy poco probable que tuviera descen-dencia, sino para liberar los pensamientos que adiario me afligían. A medida que mi razón iba domi-nando mi abatimiento, empecé a consolarme comopude y a anotar lo bueno y lo malo, para poder dis-tinguir mi situación de una peor; y apunté con im-parcialidad, como lo harían un deudor y un acree-dor, los placeres de que disfrutaba, así como lasmiserias que padecía, de la siguiente manera:

Malo

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He sido arrojado a una horrible isla desierta, sinesperanza alguna de salvación.

Al parecer, he sido aislado y separado de todo elmundo para llevar una vida miserable.

Estoy separado de la humanidad, completamenteaislado, desterrado de la sociedad humana.

No tengo ropa para cubrirme.

No tengo defensa alguna ni medios para resistirun ataque de hombre o bestia.

No tengo a nadie con quien hablar o que puedaconsolarme.

Bueno

Pero estoy vivo y no me he ahogado como el re-sto de mis compañeros de viaje.

Pero también he sido eximido, entre todos los tri-pulantes del barco, de la muerte; y Él, que tan mila-grosamente me salvó de la muerte, me puede libe-rar de esta condición.

Pero no estoy muriéndome de hambre ni pere-ciendo en una tierra estéril, sin susten to.

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Pero estoy en un clima cálido donde, si tuviera ro-pa, apenas podría utilizarla.

Pero he sido arrojado a una isla en la que no veoanimales feroces que puedan hacerme daño, comolos que vi en la costa de África; ¿y si hubiese nau-fragado allí?

Pero Dios, envió milagrosamente el barco cercade la costa para que pudiese rescatar las cosasnecesarias para suplir mis carencias y abastecermecon lo que me haga falta por el resto de mi vida.

En conjunto, este era un testimonio indudable deque no podía haber en el mundo una situación másmiserable que la mía. Sin embargo, para cada cosanegativa había algo positivo por lo que dar gracias.Y que esta experiencia, obtenida en la condiciónmás desgraciada del mundo, sirva para demostrarque, aun en la desgracia, siempre encontraremosalgún consuelo, que colocar en el cómputo delacreedor, cuando hagamos el balance de lo bueno ylo malo.

Habiendo recuperado un poco el ánimo respecto ami condición y renunciando a mirar hacia el mar enbusca de algún barco; digo que, dejando esto a unlado, comencé a ocuparme de mejorar mi forma de

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vida, tratando de facilitarme las cosas lo mejor quepudiera.

Ya he descrito mi vivienda, que era una tienda ba-jo la ladera de una colina, rodeada de una robustaempalizada hecha de postes y cables. En verdad,debería llamarla un muro porque, desde fuera, le-vanté una suerte de pared contra el césped, deunos dos pies de espesor y, al cabo de un tiempo,creo que como un año y medio, coloqué unas vigasque se apoyaban en la roca y la cubrí con ramas deárboles y cosas por el estilo para protegerme de lalluvia, que en algunas épocas del año era muy vio-lenta.

Ya he relatado cómo llevé todos mis bienes al in-terior de la empalizada y de la cueva que excavé enla parte posterior. Pero debo añadir que, al principio,todo esto era un confuso amontonamiento de cosasdesordenadas, que ocupaban casi todo el espacio yno me dejaban sitio para moverme. Así, pues, me dia la tarea de agrandar mi cueva, excavando másprofundamente en la tierra, que era de roca arenosay cedía fácilmente a mi trabajo. Cuando me sentí asalvo de las bestias de presa, comencé a excavarcaminos laterales en la roca; primero hacia la dere-cha y, luego, nuevamente hacia la derecha, lo cual

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me permitió contar con un angosto acceso por elque entrar y salir de mi empalizada o fortificación.

Esto no solo me proporcionó una entrada y salida,como una suerte de paso por el fondo a la tienda yla bodega, sino un espacio para almacenar mis bie-nes.

Entonces, comencé a dedicarme a fabricar las co-sas que consideraba más necesarias, particular-mente una silla y una mesa, pues sin estas no podíadisfrutar de las pocas comodi dades que tenía en elmundo; no podía escribir, comer, ni hacer muchascosas a gusto sin una mesa.

Así, pues, me puse a trabajar y aquí debo señalarque, puesto que la razón es la sustancia y origen delas matemáticas, todos los hombres pueden hacer-se expertos en las ar tes manuales si utilizan larazón para formular y encuadrar todo y juzgar lascosas racionalmente. Nunca en mi vida había utili-zado una herramienta, mas con el tiempo, con tra-bajo, empeño e ingenio descubrí que no había nadaque no pudiera construir, en especial, si teníaherramientas; y hasta llegué a hacer un montón decosas sin herramientas, algunas de ellas, tan solocon una azuela y un hacha, como, seguramente,nunca se habrían hecho antes; y todo ello con infini-

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to esfuerzo. Por ejemplo, si quería un tablón, notenía más remedio que cortar un árbol, colocarlo decanto y aplanarlo a golpes con mi hacha por amboslados, hasta convertirlo en una plancha y, después,pulirlo con mi azuela. Es cierto que con este proce-dimiento solo podía obtener una tabla de un árbolcompleto pero no me quedaba otra alternativa queser paciente. Tampoco tenía solución para el es-fuerzo y el tiempo que me costaba hacer cada plan-cha o tablón; mas como mi tiempo y mi trabajo val-ían muy poco, estaban bien empleados de cualquierforma.

Con todo, según expliqué anteriormente, primerome hice una mesa y una silla con las tablas peque-ñas que traje del barco en mi balsa. Más tarde, des-pués de fabricar algu nas tablas, del modo que hedicho, hice unos estantes largos, de un pie y mediode ancho, que puse, uno encima de otro, a lo largode toda mi cueva para colocar todas mis herramien-tas, clavos y hierros; en pocas palabras, para tenercada cosa en su lugar de manera que pudiese ac-ceder a todo fácilmente. Clavé, además, unos gan-chos en la pared de la roca para colgar mis armas ytodas las cosas que pudiese.

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Si alguien hubiese visto mi cueva, le habría pare-cido un almacén general de todas las cosas necesa-rias en el mundo. Tenía todas mis pertenencias tana la mano que era un placer ver un surtido tan am-plio y ordenado de existencias.

Fue entonces cuando comencé a llevar un diariode lo que hacía cada día porque, al principio, teníamucha prisa no solo por el trabajo, sino porque es-taba bastante confuso, por lo que mi diario habríaestado lleno de cosas lúgubres. Por ejemplo, habríadicho: «30 de septiembre. Después de haber llega-do a la orilla y haberme librado de morir ahogado,en vez de darle gracias a Dios por salvarme, trasvomitar toda el agua salada que había tragado,hallándome un poco más repuesto, corrí de un ladoa otro de la playa, retorciéndome las manos y gol-peándome la cabeza y la cara, maldiciendo mi suer-te y gritando que estaba perdido hasta que, exte-nuado y desmayado, tuve que tumbarme en la tierraa descansar y aún no pude dormir por temor a serdevorado.»

Días más tarde, después de haber regresado albarco y rescatado todo lo posible, todavía no podíaevitar subir a la cima de la colina, con la esperanzade ver si pasaba algún barco. Imaginaba que, a lo

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lejos, veía una vela y me contentaba con esa ilu-sión. Luego, después de mirar fijamente hasta que-darme casi ciego, la perdía de vista y me sentaba allorar como un niño, aumentando mi desgracia pormi insensatez.

Mas, habiendo superado esto en cierta medida yhabiendo instalado mis cosas y mi vivienda; habien-do hecho una silla y una mesa y dispuesto todo tanagradablemente como pude, comencé a llevar midiario, que transcribiré a continuación (aunque en élse vuelvan a contar todos los detalles que ya hecontado), en el cual escribí mientras pude, puescuando se me acabó la tinta, tuve que abandonarlo.

EL DIARIO

30 de septiembre de 1659. Yo, pobre y miserableRobinson Crusoe, habiendo naufragado durante unaterrible tempestad, llegué más muerto que vivo aesta desdicha da isla a la que llamé la Isla de laDesesperación, mientras que el resto de la tripula-ción del barco murió ahogada.

Pasé el resto del día lamentándome de la tristecondición en la que me hallaba, pues no tenía comi-da, ni casa, ni ropa, ni armas, ni un lugar a donde

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huir, ni la más mínima esperanza de alivio y no veíaotra cosa que la muerte, ya fuera devorado por lasbestias, asesinado por los salvajes o asediado porel hambre. Al llegar la noche, dormí sobre un árbol,al que subí por miedo a las criaturas salvajes, ylogré dormir profundamente a pesar de que lloviótoda la noche.

1 de octubre. Por la mañana vi, para mi sorpresa,que el barco se había desencallado al subir la ma-rea y había sido arrastrado hasta muy cerca de laorilla. Por un lado, esto supuso un consuelo, porque,estando erguido y no desbaratado en mil pedazos,tenía la esperanza de subir a bordo cuando el vientoamainara y rescatar los alimentos y las cosas queme hicieran falta; por otro lado, renovó mi pena porla pérdida de mis compañeros, ya que, de habernosquedado a bordo, habríamos salvado el barco o, almenos, no todos habrían perecido ahogados; si loshombres se hubiesen salvado, tal vez habríamosconstruido, con los restos del barco, un bote quenos pudiese llevar a alguna otra parte del mundo.Pasé gran parte del día perplejo por todo esto, mas,viendo que el barco estaba casi sobre seco, meacerqué todo lo que pude por la arena y luego nadéhasta él. Ese día también llovía aunque no soplabaviento.

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Del 1 al 24 de octubre. Pasé todos estos díashaciendo viajes para rescatar todo lo que pudiesedel barco y llevarlo hasta la orilla en una balsacuando subiera la marea. Llovió también en estosdías aunque con intervalos de buen tiempo; al pare-cer, era la estación de lluvia.

20 de octubre. Mi balsa volcó con toda la cargaporque las cosas que llevaba eran mayormentepesadas, pero como el agua no era demasiado pro-funda, pude recuperarlas cuando bajó la marea.

25 de octubre. Llovió toda la noche y todo el día,con algunas ráfagas de viento. Durante ese lapsode tiempo, el viento sopló con fuerza y destrozó elbarco hasta que no quedó más rastro de él, quealgunos restos que aparecieron cuando bajó la ma-rea. Me pasé todo el día cubriendo y protegiendo losbienes que había rescatado para que la lluvia no losestropeara.

26 de octubre. Durante casi todo el día recorrí lacosta en busca de un lugar para construir mi vivien-da y estaba muy preocupado por ponerme a salvode un ataque noctur no, ya fuera de animales uhombres. Hacia la noche, encontré un lugar ade-cuado bajo una roca y tracé un semicírculo para micampamento, que decidí fortificar con una pared o

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muro hecho de postes atados con cables por dentroy con matojos por fuera.

Del 26 al 30. Trabajé con gran empeño paratransportar todos mis bienes a mi nueva viviendaaunque llovió buena parte del tiempo.

El 31. Por la mañana, salí con mi escopeta a ex-plorar la isla y a buscar alimento. Maté a una cabray su pequeño me siguió hasta casa y después tuveque matarlo porque no quería comer.

1 de nouiembre. Instalé mi tienda al pie de una ro-ca y permanecí en ella por primera vez toda la no-che. La hice tan espaciosa como pude con las esta-cas que había traído para poder colgar mi hamaca.

2 de noviembre. Coloqué mis arcones, las tablas ylos pedazos de leña con los que había hecho lasbalsas a modo de empalizada dentro del lugar quehabía marcado para mi fortaleza.

3 de noviembre. Salí con mi escopeta y maté dosaves semejantes a patos, que estaban muy buenas.Por la tarde me puse a construir una mesa.

4 de noviembre. Esta mañana organicé mi horariode trabajo, caza, descanso y distracción; es decir,que todas las mañanas salía a cazar durante dos o

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tres horas, si no llovía, entonces trabajaba hasta lasonce en punto, luego comía lo que tuviese y desdelas doce hasta las dos me echaba una siesta pues aesa hora hacía mucho calor; por la tarde trabajabaotra vez. Dediqué las horas de trabajo de ese día ydel siguiente a construir mi mesa, pues aún era unpésimo trabajador, aunque el tiempo y la necesidadhicieron de mí un excelente artesano en poco tiem-po, como, pienso, le hubiese ocurrido a cualquiera.

5 de noviembre. Este día salí con mi escopeta ymi perro y cacé un gato salvaje que tenía la piel muysuave aunque su carne era incomestible: siempredesollaba todos los animales que cazaba y conser-vaba su piel. A la vuelta, por la orilla, vi muchostipos de aves marinas que no conocía y fui sorpren-dido y casi asustado por dos o tres focas que, mien-tras las observaba sin saber qué eran, se echaron almar y escaparon, por esa vez.

6 de noviembre. Después de mi paseo matutino,volví a trabajar en mi mesa y la terminé aunque no ami gusto; mas no pasó mucho tiempo antes de queaprendiera a arreglarla.

7 de noviembre. El tiempo comenzó a mejorar.Los días 7, 8, 9, 10 y parte del 12 (porque el 11 eradomingo), me dediqué exclusivamente a construir

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una silla y, con mucho esfuerzo, logre darle unaforma aceptable aunque no llegó a gustarme nuncay eso que en el proceso, la deshice varias veces.Nota: pronto descuidé la observancia del domingoporque al no hacer una marca en el poste para indi-carlos, olvidé cuándo caía ese día.

13 de noviembre. Este día llovió, lo cual refrescómucho y enfrió la tierra pero la lluvia vino acompa-ñada de rayos y truenos; esto me hizo temer por mipólvora. Tan pronto como escampó decidí separarmi provisión de pólvora en tantos pequeños paque-tes como fuese posible, a fin de que no corriesenpeligro.

14, 15 y 16 de noviembre. Pasé estos tres díashaciendo pequeñas cajas y cofres que pudierancontener una o dos libras de pólvora, a lo sumo y,guardando en ellos la pólvo ra, la almacené en luga-res seguros y tan distantes entre sí como pude. Unode estos tres días maté un gran pájaro que no eracomestible y no sabía qué era.

17 de noviembre. Este día comencé a excavar laroca detrás de mi tienda con el fin de ampliar elespacio. Nota: necesitaba tres cosas para realizaresta tarea, a saber, un pico, una pala y una carretillao cesto. Detuve el trabajo para pensar en la forma

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de suplir esta necesidad y hacerme unas herramien-tas; utilicé las barras de hierro como pico y funciona-ron bastante bien aunque eran pesadas; lo siguienteera una pala u horca, que era tan absolutamenteimprescindible, que no podía hacer nada sin ella;mas no sabía cómo hacerme una.

18 de noviembre. Al día siguiente, buscando en elbosque, encontré un árbol, o al menos uno muyparecido, de los que en Brasil se conocen comoárbol de hierro por la du reza de su madera. De estamadera, con mucho trabajo y casi a costa de rompermi hacha, corté un pedazo y lo traje a casa con igualdificultad pues pesaba muchísimo.

La excesiva dureza de la madera y la falta demedios me obligaron a pasar mucho tiempo enesta labor, pues tuve que trabajar poco a pocohasta darle la forma de pala o azada; el mangoera exactamente igual a los de Inglaterra, con ladiferencia de que al no estar cubierta de hierro laparte más ancha al final, no habría de durar mu-cho tiempo; no obstante, servía para el uso quele di; y creo que jamás se había construido unapala de este modo ni había tomado tanto tiempohacerla.

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Aún tenía carencias, pues me hacía falta una ca-nasta o carretilla. No tenía forma de hacer una ca-nasta porque no disponía de ramas que tuvieran laflexibilidad necesaria para hacer mimbre, o al me-nos no las había encontrado aún. En cuanto a lacarretilla, imaginé que podría fabricar todo menos larueda; no tenía la menor idea de cómo hacerla, nisiquiera empezarla; además, no tenía forma dehacer la barra que atraviesa el eje de la rueda, asíque me di por vencido y, para sacar la tierra queextraía de la cueva, hice algo parecido a las bateasque utilizan los albañiles para transportar la arga-masa.

Esto no me resultó tan difícil como hacer la pala y,con todo, construir la batea y la pala, aparte delesfuerzo que hice en vano para fabricar una carreti-lla, me tomó casi cua tro días; digo, sin contar eltiempo invertido en mis paseos matutinos con miescopeta, cosa que casi nunca dejaba de hacer ycasi nunca volvía a casa sin algo para comer.

23 de noviembre. Había suspendido mis demástareas para fabricar estas herramientas y, cuandolas hube terminado, seguí trabajando todos los días,en la medida en que me lo permitían mis fuerzas yel tiempo. Pasé dieciocho días enteros en ampliar y

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profundizar mi cueva a fin de que pudiese alojar mispertenencias cómodamente.

Nota: durante todo este tiempo, trabajé para am-pliar esta habitación o cueva lo suficiente como paraque me sirviera de depósito o almacén, de cocina,comedor y bodega; en cuanto a mi dormitorio, seguíutilizando la tienda salvo cuando, en la temporadade lluvias, llovía tan fuertemente que no podía man-tenerme seco, lo que me obligaba a cubrir todo elrecinto que estaba dentro de la empalizada con pa-los largos, a modo de travesaños, inclinados contrala roca, que luego cubría con matojos y anchashojas de árboles, formando una especie de tejado.

10 de diciembre. Creía terminada mi cueva ocámara cuando, de pronto (parece que la habíahecho demasiado grande), comenzó a caer unmontón de tierra por uno de los lados; tanta que measusté, y no sin razón, pues de haber estado debajono me habría hecho falta un sepulturero. Tuve quetrabajar muchísimo para enmendar este desastreporque tenía que sacar toda la tierra que se habíadesprendido y, lo más importante, apuntalar el techopara asegurarme de que no hubiese más derrum-bamientos.

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11 de diciembre. Este día me puse a trabajar enconsonancia con lo ocurrido y puse dos puntales oestacas contra el techo de la cueva y dos tablascruzadas sobre cada uno de ellos. Terminé estatarea al día siguiente y después seguí colocandomás puntales y tablas, de manera que en una se-mana, había asegurado el techo; los pilares, queestaban colocados en hileras, servían para dividirlas estancias de mi casa.

17 de diciembre. Desde este día hasta el 20, co-loqué estantes y clavos en los pilares para colgartodo lo que se pudiese colgar y entonces empecé asentir que la casa estaba un poco más organizada.

20 de diciembre. Llevé todas las cosas dentro dela cueva y comencé a amueblar mi casa y a colocaralgunas tablas a modo de aparador donde ponermis alimentos pero no tenía demasiadas tablas;también me hice otra mesa.

24 de diciembre. Mucha lluvia todo el día y toda lanoche; no salí.

25 de diciembre. Llovió todo el día.

26 de diciembre. No llovió y la tierra estaba muchomás fresca que antes y más agradable.

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27 de diciembre. Maté una cabra joven y herí aotra que pude capturar y llevarme a casa atada auna cuerda; una vez en casa, le amarré y entablilléla pata, que estaba rota. Nota: la cuidé tanto quesobrevivió; se le curó la pata y estaba más fuerteque nunca y de cuidarla tanto tiempo se domesticó yse alimentaba del césped que crecía junto a la en-trada y no se escapó. Esta fue la primera vez quecontemplé la idea de criar y domesticar algunosanimales para tener con qué alimentarme cuando seme acabaran la pólvora y las municiones.

28, 29 y 30 de diciembre. Mucho calor y nada debrisa de manera que no se podía salir, excepto porla noche, a buscar alimento; pasé estos días po-niendo en orden mi casa.

1 de enero. Mucho calor aún pero salí con mi es-copeta temprano en la mañana y luego por la tarde;el resto del día me quedé tranquilo. Esa noche meadentré en los valles que se encuentran en el centrode la isla y descubrí muchas cabras, pero muy aris-cas y huidizas; decidí que iba a tratar de llevarme alperro para cazarlas.

2 de enero. En efecto, al otro día me llevé al perroy le mostré las cabras, pero me equivoqué porque

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todas se le enfrentaron y él, sabiendo que podíacorrer peligro, no se quería acercar a ellas.

3 de enero. Comencé a construir mi verja o paredy como aún temía que alguien me atacara, decidíhacerla gruesa y fuerte.

Nota: como ya he descrito esta pared anterior-mente, omito deliberadamente en el diario lo que yahe dicho; baste señalar que estuve casi desde el 3de enero hasta el 14 de abril, trabajando, terminan-do y perfeccionando esta pared aunque no medíamás de veinticuatro yardas de largo. Era un semi-círculo que iba desde un punto a otro de la roca ymedía unas ocho yardas; la puerta de la cueva es-taba en el centro.

Durante todo este tiempo trabajé arduamente apesar de que muchos días, a veces durante sema-nas enteras, las lluvias eran un obstáculo; pero cre-ía que no estaría total mente a salvo mientras noterminara la pared. Resulta casi increíble el indes-criptible esfuerzo que suponía hacerlo todo, espe-cialmente traer las vigas del bosque y clavarlas enla tierra puesto que las hice más grandes de lo quedebía.

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Cuando terminé el muro y lo rematé con la doblemuralla de matojos, me convencí de que si alguiense acercaba no se daría cuenta de que allí habíauna vivienda; e hice muy bien, como se verá másadelante, en una ocasión muy señalada.

Durante este tiempo y cuando las lluvias me lopermitían, iba a cazar todos los días al bosque. Hicevarios descubrimientos que me fueron de utilidad,particularmente, des cubrí una especie de palomasalvaje que no anidaba en los árboles como laspalomas torcaces sino en las cavidades de las rocascomo las domésticas y, llevándome algunas críasme dediqué a domesticarlas, mas cuando crecieron,se escaparon todas, seguramente por hambre puesno tenía mucho que darles de comer. No obstante, amenudo encontraba sus nidos y me llevaba algunascrías que tenían una carne muy sabrosa.

Mientras me hacía cargo de mis asuntos domésti-cos, me di cuenta de que necesitaba muchas cosasque al principio me parecían imposibles de fabricarcomo, en efecto, ocurrió con algunas. Por ejemplo,nunca logré hacer un tonel con argollas. Como yahe dicho, tenía uno o dos barriles pero nunca lleguéa fabricar uno, aunque pasé muchas semanas in-tentándolo. No conseguía colocarle los fondos ni

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unir las duelas lo suficiente como para que pudieracontener agua; así que me di por vencido.

Lo otro que necesitaba eran velas pues tan prontooscurecía, generalmente a eso de las siete, me veíaobligado a acostarme. Recordaba aquel trozo decera con el que había hecho unas velas en mi aven-tura africana pero ahora no tenía nada. Lo único quepodía hacer cuando mataba alguna cabra, era con-servar el sebo y en un pequeño plato de arcilla quecocí al sol, poner una mecha de estopa y hacermeuna lámpara; esta me proporcionaba luz pero no tanclara y constante como la de las velas. En medio detodas mis labores, una vez, registrando mis cosas,encontré una bolsita que contenía grano para ali-mentar los pollos, no de este viaje sino del anterior,supongo que del barco que vino de Lisboa. De esteviaje, el poco grano que quedaba había sido devo-rado por las ratas y no encontré más que cáscaras ypolvo. Como quería utilizar la bolsa para otra cosa,sacudí las cáscaras a un lado de mi fortificación,bajo la roca.

Fue poco antes de las grandes lluvias que acabode mencionar, cuando me deshice de esto, sin ad-vertir nada y sin recordar que había echado nadaallí. À1 cabo de un mes o algo así, me percaté de

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que unos tallos verdes brotaban de la tierra y meimaginé que se trataba de alguna planta que nohabía visto hasta entonces; mas cuál no sería misorpresa y mi asombro cuando, al cabo de un tiem-po, vi diez o doce espigas de un perfecto granoverde, del mismo tipo que el europeo, más bien, delinglés.

Resulta imposible describir el asombro y la confu-sión que sentí en este momento. Hasta entonces,no tenía convicciones religiosas; de hecho, teníamuy pocos conoci mientos de religión y pensabaque todo lo que me había sucedido respondía alazar o, como decimos por ahí, a la voluntad de Dios,sin indagar en las intenciones de la Providencia enestas cosas o en su poder para gobernar los asun-tos del mundo. Mas cuando vi crecer aquel grano,en un clima que sabía inadecuado para los cerealesy, sobre todo, sin saber cómo había llegado hastaallí, me sentí extrañamente sobrecogido y comencéa creer que Dios había hecho que este grano crecie-ra milagrosamente, sin que nadie lo hubiese sem-brado, únicamente para mi sustento en ese misera-ble lugar.

Esto me llegó al corazón y me hizo llorar y regoci-jarme porque semejante prodigio de la naturaleza se

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hubiera obrado en mi beneficio; y más asombrosoaún fue ver que cerca de la cebada, a todo lo largode la roca, brotaban desordenadamente otros tallos,que eran de arroz pues lo reconocí por haberlosvisto en las costas de África.

No solo pensé que todo esto era obra de la Provi-dencia, que me estaba ayudando, sino que no dudéque encontraría más en otro sitio y recorrí toda laparte de la isla en la que había estado antes, escu-driñando todos los rincones y debajo de todas lasrocas, en busca de más, pero no pude encontrarlo.Al final, recordé que había sacudido la bolsa decomida para los pollos en ese lugar y el asombrocomenzó a disiparse. Debo confesar también que mipiadoso agradecimiento a la Providencia divina dis-minuyó cuando comprendí que todo aquello no eramás que un acontecimiento natural. No obstante,debía estar agradecido por tan extraña e imprevistaprovidencia, como si de un milagro se tratase, pues,en efecto, fue obra de la Providencia que esos diezo doce granos no se hubiesen estropeado (cuandolas ratas habían destruido el resto) como si hubie-sen caído del cielo. Además, los había tirado preci-samente en ese lugar donde, bajo la sombra de unagran roca, pudieron brotar inmediatamente, mientras

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que si los hubiese tirado en cualquier otro lugar, enesa época del año se habrían quemado o destruido.

Con mucho cuidado recogí las espigas en la esta-ción adecuada, a finales de junio, conservé todo elgrano y decidí cosecharlo otra vez con la esperanzade tener, con el tiem po, suficiente grano para hacerpan. Pero pasaron cuatro años antes de que pudie-ra comer algún grano y, aun así, escasamente, co-mo relataré más tarde, pues perdí la primera cose-cha por no esperar el tiempo adecuado y sembra-rantes de la estación seca, de manera que el granono llegó a crecer, al menos no como lo habría hechosi lo hubiese sembrado en el momento propicio.

Además de la cebada, había unos veinte o treintatallos de arroz, que conservé con igual cuidado paralos mismos fines, es decir, para hacer pan o, másbien, comida ya que encontré la forma de cocinarlosin hornearlo aunque esto también lo hice más ade-lante. Mas volvamos a mi diario. Trabajé arduamen-te durante estos tres o cuatro meses para levantarmi muro y el 14 de abril lo cerré, no con una puertasino con una escalera que pasaba por encima delmuro para que no se vieran rastros de mi viviendadesde el exterior.

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16 de abril. Terminé la escalera de manera quepodía subir por ella hasta arriba y bajarla tras de míhasta el interior. Esto me proveía una proteccióncompleta, pues por dentro tenía suficiente espaciopero nada podía entrar desde fuera, a no ser queescalara el muro.

Al día siguiente, después de terminar todo esto,estuve a punto de perder el fruto de todo mi trabajoy mi propia vida de la siguiente manera: el caso fueel siguiente, mien tras trabajaba en el interior, detrásde mi tienda y justo en la entrada de mi cueva, algoverdaderamente aterrador me dejó espantado y fueque, de repente, comenzó a desprenderse sobre micabeza la tierra del techo de mi cueva y del bordede la roca y dos de los postes que había colocadocrujieron tremebundamente. Sentí verdadero pánicoporque no tenía idea de qué podía estar ocurriendo,tan solo pensaba que el techo de mi cueva se caía,como lo había hecho antes. Temiendo quedar se-pultado dentro, corrí hacia mi escalera pero comotampoco me sentía seguro haciendo esto, escalé elmuro por miedo a que los trozos que se despren-dían de la roca me cayeran encima. No bien habíapisado tierra firme cuando vi claramente que setrataba de un terrible terremoto porque el suelo so-bre el que pisaba se movió tres veces en menos de

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ocho minutos, con tres sacudidas que habrían derri-bado el edificio más resistente que se hubiese cons-truido sobre la faz de la tierra. Un gran trozo de laroca más próxima al mar, que se encontraba comoa una milla de donde yo estaba, cayó con un estré-pito como nunca había escuchado en mi vida. Me dicuenta también de que el mar se agitó violentamen-te y creo que las sacudidas eran más fuertes debajodel agua que en la tierra.

Como nunca había experimentado algo así, ni habíahablado con nadie que lo hubiese hecho, estabacomo muerto o pasmado y el movimiento de la tierrame afectaba el estó mago como a quien han arroja-do al mar. Mas el ruido de la roca al caer, me des-pertó, por así decirlo, y, sacándome del estupor enel que me encontraba me infundió terror y ya nopodía pensar en otra cosa que en la colina que caíasobre mi tienda y sobre todas mis provisionesdomésticas, cubriéndolas totalmente, lo cual mesumió en una profunda tristeza.

Después de la tercera sacudida no volví a sentirmás y comencé a armarme de valor aunque aún notenía las fuerzas para trepar por mi muro, pues tem-ía ser sepultado vivo. Así pues, me quedé sentadoen el suelo, abatido y desconsolado, sin saber qué

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hacer. En todo este tiempo, no tuve el menor pen-samiento religioso, nada que no fuese la habitualsúplica: Señor, ten piedad de mí. Mas cuando todoterminó, lo olvidé también.

Mientras estaba sentado de este modo, me per-caté de que el cielo se oscurecía y nublaba como sifuera a llover. Al poco tiempo, el viento se fue levan-tando hasta que, en me nos de media hora, co-menzó a soplar un huracán espantoso. De repente,el mar se cubrió de espuma, las olas anegaron laplaya y algunos árboles cayeron de raíz; tan terriblefue la tormenta; y esto duró casi tres horas hastaque empezó a amainar y, al cabo de dos horas, todose quedó en calma y comenzó a llover copiosamen-te.

Todo este tiempo permanecí sentado sobre la tie-rra, aterrorizado y afligido, hasta que se me ocurriópensar que los vientos y la lluvia eran las conse-cuencias del terre moto y, por lo tanto, el terremotohabía pasado y podía intentar regresar a mi cueva.Esta idea me reanimó el espíritu y la lluvia terminóde persuadirme; así, pues, fui y me senté en mitienda pero la lluvia era tan fuerte que mi tiendaestaba a punto de desplomarse por lo que tuve que

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meterme en mi cueva, no sin el temor y la angustiade que me cayera encima.

Esta violenta lluvia me forzó a realizar un nuevotrabajo: abrir un agujero a través de mi nueva fortifi-cación, a modo de sumidero para que las aguaspudieran correr, pues, de lo contrario, habrían inun-dado la cueva. Después de un rato, y viendo que nohabía más temblores de tierra, empecé a sentirmemás tranquilo y para reanimarme, que mucha faltame hacía, me llegué hasta mi pequeña bodega y metomé un trago de ron, cosa que hice en ese momen-to y siempre con mucha prudencia porque sabíaque, cuando se terminara, ya no habría más.

Siguió lloviendo toda esa noche y buena parte deldía siguiente, por lo que no pude salir; pero comoestaba más sosegado, comencé a pensar en lomejor que podía hacer y llegué a la conclusión deque si la isla estaba sujeta a estos terremotos, nopodría vivir en una cueva sino que debía considerarhacerme una pequeña choza en un espacio abiertoque pudiera rodear con un muro como el que habíaconstruido para protegerme de las bestias salvajes ylos hombres. Deduje que si me quedaba dondeestaba, con toda seguridad, sería sepultado vivotarde o temprano.

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Con estos pensamientos, decidí sacar mi tiendade donde la había puesto, que era justo debajo delpeñasco colgante de la colina, el cual le caería en-cima si la tierra volvía a temblar. Pasé los dos díassiguientes, que eran el 19 y el 20 de abril, calculan-do dónde y cómo trasladar mi vivienda.

El miedo a quedar enterrado vivo no me dejó vol-ver a dormir tranquilo pero el miedo a dormir fuera,sin ninguna protección, era casi igual. Cuando mira-ba a mi alrededor y lo veía todo tan ordenado, tancómodo y tan seguro de cualquier peligro, sentíamuy pocas ganas de mudarme. Mientras tanto,pensé que me tomaría mucho tiempo hacer esto yque debía correr el riesgo de quedarme donde esta-ba hasta que hubiese hecho un campamento seguropara trasladarme. Con esta resolución me tranqui-licé por un tiempo y resolví ponerme a trabajar atoda prisa en la construcción de un muro con pilotesy cables, como el que había hecho antes, formandoun círculo, dentro del cual montaría mi tienda cuan-do estuviese terminado; pero por el momento, mequedaría donde estaba hasta que terminase y pu-diese mudarme. Esto ocurrió el 21.

22 de abril. A la mañana siguiente comencé apensar en los medios de ejecutar esta resolución

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pero tenía pocas herramientas; tenía tres hachasgrandes y muchas peque ñas (que eran las queutilizábamos en el tráfico con los indios) pero, detanto cortar y tallar maderas duras y nudosas, sehabían mellado y desafilado y, aunque tenía unapiedra de afilar, no podía hacerla girar al mismotiempo que sujetaba mis herramientas. Esto fuemotivo de tanta reflexión como la que un hombre deestado le habría dedicado a un asunto político muyimportante o un juez a deliberar una sentencia demuerte. Finalmente, ideé una rueda con una cuerda,que podía girar con el pie y me dejaría ambas ma-nos libres. Nota: nunca había visto nada semejanteen Inglaterra, al menos, no como para saber cómose hacía aunque, después, he podido constatar quees algo muy común. Aparte de esto, mi piedra deafilar era muy grande y pesada, por lo que me tomóuna semana entera perfeccionar este mecanismo.

28, 29 de abril. Empleé estos dos días completosen afilar mis herramientas y mi mecanismo paragirar la piedra funcionó muy bien.

30 de abril. Cuando revisé mi provisión de pan,me di cuenta de que había disminuido considera-blemente, por lo que me limité a comer solo unagalleta al día, cosa que me provocó mucho pesar.

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1 de mayo. Por la mañana, miré hacia la playa ycomo la marea estaba baja, vi algo en la orilla, másgrande de lo común, que parecía un tonel. Cuandome acerqué vi un peque ño barril y dos o tres peda-zos del naufragio del barco, que fueron arrastradoshasta allí en el último huracán. Cuando miré hacia elbarco, me pareció que sobresalía de la superficiedel agua más que antes. Examiné el barril que hab-ía llegado y me di cuenta de que era un barril depólvora pero se había mojado y la pólvora estabaapelmazada y dura como una piedra; no obstante, lollevé rodando hasta la orilla y me acerqué al barcotodo lo que pude por la arena para buscar más.

Cuando llegué al barco, encontré que su disposi-ción había cambiado extrañamente. El castillo deproa, que antes estaba enterrado en la arena, sehabía elevado más de seis pies. La popa, que sehabía desbaratado y separado del barco por la fuer-za del mar poco después de que yo terminara deexplorarlo, había sido arrojada hacia un lado y todoel costado donde antes había un buen tramo deagua que no me permitía llegar hasta el barco si noera nadando un cuarto de milla, se había llenado dearena y ahora casi podía llegar andando hasta élcuando la marea estaba baja. Al principio, esto mesorprendió pero pronto llegué a la conclusión de que

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había sido a causa del terremoto, cuya fuerza habíaroto el barco más de lo que ya estaba; de modoque, a diario, sus restos llegaban hasta la orillaarrastrados por el viento y las olas.

Esto me distrajo completamente de mi proyectode mudar mi vivienda y me mantuvo, especialmenteese día, buscando el modo de volver al barco perocomprendí que no podría hacerlo pues su interiorestaba completamente lleno de arena. Sin embargo,como había aprendido a no desesperar por nada,decidí arrancar todos los trozos del barco que pudie-ra sabiendo que todo lo que consiguiera rescatar deél, me sería útil de un modo u otro.

3 de mayo. Comencé a cortar un pedazo de tra-vesaño que sostenía, según creía, parte de la plata-forma o cubierta. Cuando terminé, quité toda la are-na que pude de la parte más elevada pero la mareacomenzó a subir y tuve que abandonar la tarea.

4 de mayo. Salí a pescar pero no cogí ni un solopescado que me hubiese atrevido a comer y cuandome aburrí de esta actividad, justo cuando me iba amarchar, pesqué un pequeño delfín. Me habíahecho un sedal con un poco de cuerda pero no ten-ía anzuelos; no obstante, a menudo cogía suficien-

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tes peces, tantos como necesitaba, y los secaba alsol para comerlos secos.

5 de mayo. Trabajé en los restos del naufragio,corté en pedazos otro travesaño y rescaté tres plan-chas de abeto de la cubierta, que até e hice flotarhasta la orilla cuando subió la marea.

6 de mayo. Trabajé en los restos del naufragio,rescaté varios tornillos y otras piezas de hierro, pusemucho ahínco y regresé a casa muy cansado y conla idea de renunciar a la tarea.

7 de mayo. Volví al barco pero sin intenciones detrabajar y descubrí que el casco se había roto por supropio peso y por haberle quitado los soportes, demanera que había va rios pedazos sueltos y la bo-dega estaba tan al descubierto que se podía ver através de ella, aunque solo fuera agua y arena.

8 de mayo. Fui al barco con una barra de hierropara arrancar la cubierta que ya estaba bastantedespejada del agua y la arena; arranqué dos plan-chas y las llevé hasta la orilla, nuevamente, con laayuda de la marea. Dejé la barra de hierro en elbarco para el día siguiente.

9 de mayo. Fui al barco y me abrí paso en el cas-co con la barra de hierro. Palpé varios toneles y los

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aflojé pero no pude romperlos. También palpé elrollo de plomo de Inglaterra y logré moverlo peropesaba demasiado para sacarlo.

10, 11, 12, 13 y 14 de mayo. Fui todos los días albarco y rescaté muchas piezas de madera y plan-chas o tablas y doscientas o trescientas libras dehierro.

15 de mayo. Me llevé dos hachas pequeñas paratratar de cortar un pedazo del rollo de plomo,aplicándole el filo de una de ellas y golpeando conla otra pero como estaba a casi un pie y medio deprofundidad, no pude atinar a darle ni un solo golpe.

16 de mayo. El viento sopló con fuerza durante lanoche y el barco se desbarató aún más con la fuer-za del agua, pero me quedé tanto tiempo en el bos-que cazando palomas para comer, que la marea meimpidió llegar hasta él ese día. 17 de mayo. Vi algu-nos restos del barco que fueron arrastrados hasta laorilla, a gran distancia, a unas dos millas de dondeme hallaba. Resolví ir a investigar de qué se tratabay descubrí que era una parte de la proa, demasiadopesada para llevármela.

24 de mayo. Hasta esta fecha, trabajé diariamenteen el barco y, con gran esfuerzo, logré aflojar tantas

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cosas con la barra de hierro que cuando subió lamarea por primera vez, vinieron flotando hasta laorilla varios toneles y dos de los arcones de marino;pero el viento soplaba de la costa y no llegó nadamás ese día, excepto unos pedazos de madera y unbarril que contenía un poco de cerdo del Brasil, peroel agua y la arena lo habían estropeado.

Proseguí sin tregua con esta tarea hasta el día 15de junio, con la excepción del tiempo que dedicabaa buscar alimento, que era, como he dicho, cuandosubía la marea, a fin de haber terminado para cuan-do bajara. Para esta fecha había reunido suficientesmaderas, tablones y hierros para construir un buenbote, si hubiera sabido cómo. También logré reunir,por partes y en varios viajes, hasta cien libras enláminas de plomo.

16 de junio. Al bajar a la playa, encontré una grantortuga. Era la primera que veía, lo cual se debía ami mala suerte y no a un defecto del lugar ni a laescasez de estos animales, ya que si me hubieraencontrado en la otra parte de la isla, habría vistocientos de ellas todos los días, como descubrí pos-teriormente; pero, tal vez, me habrían salido dema-siado caras.

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17 de junio. Me dediqué a cocinar la tortuga y en-contré dentro de ella tres veintenas de huevos y, enaquel momento, su carne me parecía la más sabro-sa y gustosa que había probado en mi vida, pues nohabía comido más que cabras y,aves desde mi lle-gada a este horrible lugar.

18 de junio. Llovió todo el día.y no salí. Me dio laimpresión de que la lluvia estaba fría y me sentía unpoco resfriado, cosa muy rara en aquellas latitudes.

19 de junio. Estuve muy enfermo y tiritando comosi hiciese mucho frío.

20 de junio. No pude descansar en toda la noche,fuertes dolores de cabeza y fiebre.

21 de junio. Estuve muy enfermo y asustado demuerte ante mi triste condición de estar enfermo ysin ayuda. Recé a Dios, por primera vez desde latormenta de Hull, pero no sa bía lo que decía ni porqué. Mis pensamientos eran confusos.

22 de junio. Un poco mejor pero con un gran te-mor a la enfermedad.

23 de junio. Muy mal otra vez, escalofríos y luegoun terrible dolor de cabeza.

24 de junio. Mucho mejor.

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25 de junio. Fiebre muy alta; el acceso duró sietehoras, ataques de frío y calor seguidos de sudores ymareos. 26 de junio. Mejor. Como no tenía nadaque comer, tomé mi escopeta pero me hallé dema-siado débil. No obstante, maté una cabra hembra ycon mucha dificultad la traje a casa. Asé un poco ycomí. Me habría encantado hervirla y hacer un pocode caldo pero no tenía olla.

27 de junio. Me dio tanta fiebre que me quedé to-do el día en cama y no pude comer ni beber nada.Estaba a punto de morir de sed pero me sentía tandébil, que no podía tenerme en pie o buscar aguapara beber. Recé a Dios nuevamente pero delirabay cuando no lo hacía, era tan ignorante que no sab-ía qué decirle. Tan solo lloraba diciendo: «Señor,mírame, ten piedad de mí, ten misericordia de mí.»Creo que no hice más por dos o tres horas hastaque comenzó a bajar la fiebre. Me quedé dormido yno desperté hasta altas horas de la noche. Cuandolo hice me sentía mejor pero débil y extremadamen-te sediento. No obstante, como no tenía agua entoda mi habitación, me vi obligado a esperar hastala mañana y volví a dormirme. En esta segundaocasión tuve una terrible pesadilla.

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Soñé que estaba sentado en el suelo en la parteexterior de mi muro, en el mismo sitio en el que mehabía sentado cuando se desató la tormenta des-pués del terremoto, y vi a un hombre que descendíaa la tierra desde una gran nube negra envuelto enuna brillante llama de fuego y luz. Todo él brillabatanto como una llama por lo que no podía mirar ha-cia donde estaba; su aspecto era tan inexpresable-mente espantoso que resulta imposible describirlocon palabras. Cuando puso los pies sobre la tierra,me pareció que esta temblaba, como lo había hechoen el terremoto y que el aire se llenaba de rayos defuego.

No bien tocó la tierra, comenzó a caminar haciamí con una gran lanza o arma en la mano y la inten-ción de matarme. Cuando llegó a un promontorio detierra, que estaba a cierta distancia de mí me hablóo escuché una voz tan terrible que es imposibledescribir el terror que me causó. Lo único que pue-do decir que entendí fue esto: «En vista de que nin-guna de estas cosas ha suscitado tu arrepentimien-to, ahora morirás». Al decir esto, me pareció quelevantaba la lanza para matarme.

Nadie que lea este relato puede esperar que yosea capaz de describir el espanto de mi alma ante

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esta terrible visión; quiero decir que, aunque soloera un sueño, era un sueño horroroso. Tampoco esposible describir mejor la impresión que quedó enmi espíritu al despertar y comprender que se tratabade un sueño.

No tenía, ¡ay de mí!, ningún conocimiento religio-so; lo que había aprendido gracias a las buenasenseñanzas de mi padre, se había desvanecido enocho años de ininterrumpi dos desarreglos propiosde la gente de mar y de haberme relacionado solocon gente tan incrédula y profana como yo. No re-cuerdo haber tenido, en todo ese tiempo, ni un solopensamiento que me elevara a Dios o que me hicie-ra mirar hacia adentro y reflexionar sobre mi con-ducta; solo una cierta estupidez espiritual, que nodeseaba el bien ni tenía conciencia del mal, se hab-ía apoderado totalmente de mí y me había converti-do en la criatura más dura, insensible y perversaentre todos los marinos, que no sentía temor deDios en el peligro, ni le estaba agradecido en lasalvación.

Esto se entenderá mejor cuando cuente la partepasada de mi historia y agregue que, a pesar detodas las desgracias que me habían ocurrido hastaese día, no se me había ocurri do pensar que eran a

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consecuencia de la intervención divina, o que setrataba de un castigo por mis pecados, por la re-beldía contra mi padre, por mis pecados actualesque eran muy grandes o, bien, un castigo por elcurso general de mi depravada vida. Cuando mehallaba en aquella desesperada expedición en lasdesiertas costas de África, no pensé ni por un ins-tante en lo que podía ser de mí, ni deseé que Diosme indicara a dónde dirigirme, ni me protegiera delpeligro que me rodeaba y de las criaturas voraces ysalvajes crueles. Simplemente, no pensaba en Diosni en la Providencia y me comportaba como unamera bestia enajenada de los principios de la natu-raleza y los dictados del sentido común; a veces, nisiquiera como eso.

Cuando fui liberado y rescatado por el capitán por-tugués, y bien tratado, con justicia, honradez y cari-dad, no tuve ni un solo pensamiento de gratitud.Cuando, nuevamen te, naufragué y me vi perdido yen peligro de morir ahogado en esta isla, no sentí elmenor remordimiento ni lo vi como un castigo justo;tan solo me repetía una y otra vez que era un perrodesgraciado, nacido para ser siempre miserable.

Es cierto que cuando llegué a esta orilla por pri-mera vez y me di cuenta de que toda la tripulación

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había perecido ahogada mientras que yo me habíasalvado, me sobrecogió una especie de éxtasis oconmoción del alma que, si la gracia de Dios mehubiese asistido, se habría convertido en sinceroagradecimiento. Mas esto terminó donde comenzó,en un mero ramalazo de felicidad, o, podría decir,una mera sensación de alegría por estar vivo, sinreflexionar en lo más mínimo acerca de la bondadde la mano que me había salvado y me había esco-gido cuando el resto había sido aniquilado; sin pre-guntarme por qué la Providencia había sido tanmisericordiosa conmigo. Más bien, experimenté elmismo tipo de júbilo que sienten los marineroscuando llegan a salvo a la orilla después de un nau-fragio, júbilo que ahogan por completo en un jarrode ponche y olvidan apenas ha concluido; y todo elresto de mi vida transcurría así.

Incluso, después, cuando me hice consciente demi situación, de cómo había llegado a este horriblelugar, lejos de cualquier contacto humano, sin espe-ranza de alivio ni pers pectiva de redención, tanpronto como vi que tenía posibilidad de sobrevivir yque no me moriría de hambre, olvidé todas misaflicciones y comencé a sentirme tranquilo, me de-diqué a las tareas propias de mi supervivencia yabastecimiento y me hallé muy lejos de considerar

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mi condición como un juicio del cielo o como obrade la mano de Dios.

La germinación del maíz, a la que hice referenciaen mi diario, al principio me afectó un poco y luegocomenzó a afectarme seriamente por tanto tiempo,que creí ver algo milagroso en ello. Pero tan prontocomo desapareció esa idea, se desvaneció la im-presión que me había causado, como lo he señala-do anteriormente.

Ocurrió lo mismo con el terremoto, aunque nadapodía ser más terrible en la naturaleza ni revelarmás claramente el poder invisible que gobierna so-bre este tipo de cosas. Apenas pasó el temor inicial,también cesó la impresión que me había causado.No tenía más conciencia de Dios o de su juicio, nide que mis desgracias fueran obra de su mano, quesi hubiera estado en la situación más próspera delmundo.

Pero ahora que estaba enfermo y las miserias dela muerte desfilaban lentamente ante mis ojos,cuando mis fuerzas sucumbían bajo el peso de unafuerte debilidad y es taba extenuado por la fiebre, miconciencia, durante tanto tiempo dormida, comenzóa despertar y yo empecé a reprocharme mi vidapasada, pues, evidentemente, mi perversidad había

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provocado que la justicia de Dios cayera tan violen-tamente sobre mí y me castigara tan vengativamen-te.

Estos pensamientos me atormentaron durante elsegundo y el tercer día de mi enfermedad, y en elfuror de la fiebre y las terribles recriminaciones demi conciencia, musité unas palabras que parecíanuna plegaria a Dios, aunque no sé si el origen de laoración era la necesidad o la esperanza. Más bienera el llamado del miedo y la angustia pues mispensamientos confusos, mis convicciones fuertes yel horror de morir en tan miserable situación meabrumaron la cabeza. En este desasosiego, no sé loque pude haber dicho pero era una suerte de ex-clamación, algo así como: «¡Señor!, ¿qué clase demiserable criatura soy? Si me enfermo, moriré deseguro por falta de ayuda. ¡Señor!, ¿qué será demí?» Entonces comencé a llorar y no pude decirmás.

En este intervalo, recordé los buenos consejos demi padre y su predicción, que mencioné al principiode esta historia: que si daba ese paso insensato,Dios me negaría su bendición y luego tendría tiem-po para pensar en las consecuencias de haber des-atendido sus consejos, cuando nadie pudiese ayu-

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darme. «Ahora -decía en voz alta-, se han cumplidolas palabras de mi querido padre: la justicia de Diosha caído sobre mí y no tengo a nadie que puedaayudarme o escucharme. Hice caso omiso a la vozde la Providencia, que tuvo la misericordia de po-nerme en una situación en la vida en la que hubieravivido feliz y tranquilamente; mas no fui capaz deverlo, ni de aprender de mis padres, la dicha queesto suponía. Los dejé lamentándose por mi insen-satez y ahora era yo el que se lamentaba de lasconsecuencias; rechacé su apoyo y sus consejos,que me habrían ayudado a abrirme camino en elmundo y me habrían facilitado las cosas y ahoratenía que luchar contra una adversidad demasiadogrande, hasta para la misma naturaleza, sin compa-ñía, sin ayuda, sin consuelo y sin consejos.» Enton-ces grité: «Señor, ayúdame porque estoy desespe-rado.»

Esta fue la primera oración, si puede llamarse deese modo, que había hecho en muchos años. Masvuelvo a mi diario.

28 de junio. Un poco más aliviado por el sueño yya sin fiebre, me levanté. Como el miedo y el terrorde mis sueños había sido muy grande y pensabaque la fiebre volvería al día siguiente, tenía que

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buscarme algo que me refrescara y me fortalecieracuando volviera a sentirme enfermo. Lo primero quehice fue llenar una gran botella cuadrada de agua ycolocarla encima de mi mesa, junto a la cama y,para templarla, le eché como la cuarta parte de unapinta de ron y lo mezclé bien. Entonces asé un trozode carne de cabra sobre los carbones pero apenascomí. Caminé un poco pero me sentía muy débil,triste y acongojado por mi desgraciada condición ytemía que el malestar volviese al día siguiente. Porla noche me hice la cena con tres huevos de tortugaque asé en las ascuas y me los comí, como quiendice, en el cascarón. Esta fue la primera vez en mivida, según recuerdo, que le pedí a Dios la bendi-ción por mis alimentos.

Después de comer, traté de caminar pero estabatan débil que apenas podía cargar la escopeta (por-que nunca salía sin ella) así que solo anduve unpoco y me senté en la tierra, mirando hacia el marque tenía delante de mí y que estaba tranquilo y encalma. Mientras estaba allí, pensé en cosas comoéstas:

¿Qué son esta tierra y este mar que tanto he con-templado? ¿De dónde vienen? ¿Y qué soy yo y

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todas las demás criaturas, salvajes y domésticas,humanas y bestiales? ¿Dónde estamos?

De seguro todos hemos sido creados por unafuerza secreta, que también hizo la tierra, el mar, elaire y el cielo; ¿quién es?

Luego inferí, naturalmente, que era Dios quien lohabía hecho todo. Pues bien, pensé, si Dios hahecho todas estas cosas, es Él quien las guía yquien gobierna sobre ellas y so bre todo lo que lessucede; ya que la fuerza que pudo crear todas lascosas ha de tener, ciertamente, el poder de guiarlasy dirigirlas.

Si esto es así, nada puede ocurrir en el gran cir-cuito de su obra sin su conocimiento o consenti-miento.

Y si nada puede ocurrir sin que Él lo sepa, enton-ces Él ha de saber que estoy aquí y que me hallo enesta terrible situación; y si nada ocurre sin que Él loordene, entonces Él debe haber ordenado que estome ocurriera.

No imaginé nada que contradijera estas conclu-siones y, por lo tanto, tuve la certeza de que Dioshabía mandado que me pasara todo esto y quehabía caído en este miserable es tado por orden

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suya, ya que Él tenía todo el poder, no solo sobremí sino sobre todo lo que sucedía en el mundo.Entonces pensé:

¿Por qué Dios me ha hecho esto? ¿Qué he hechopara ser tratado de esta forma?

Mi conciencia me refrenó ante esta pregunta co-mo si fuese una blasfemia y me pareció que mehablaba de la siguiente manera: «¡Infeliz!, ¿pregun-tas qué has hecho? Mira hacia atrás, hacia el terri-ble despilfarro que has hecho con tu vida y pregún-tate qué no has hecho; pregúntate ¿por qué no hassido destruido mucho antes? ¿Por qué no te aho-gaste en las radas de Yarmouth? ¿Por qué no temataron en la pelea cuando el barco fue capturadopor el corsario de Salé? ¿Por qué no fuiste devora-do por las bestias salvajes en la costa de África?¿Por qué no te ahogaste aquí cuando toda la tripu-lación pereció, excepto tú? ¿Y aún preguntas “¿quéhe hecho?”.»

Estas reflexiones me dejaron estupefacto, comoatónito, y no sabía qué decir para responderme. Melevanté pensativo y triste y regresé a mi refugio ysubí por mi muralla, como si fuera a irme a la camapero mi espíritu estaba tristemente perturbado y notenía sueño, así que me senté en mi silla y encendí

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mi lámpara, porque empezaba a oscurecer. Comotemía que volviera el malestar, se me ocurrió quelos brasileños no toman otra medicina que su taba-co para casi todas sus dolencias y que, en uno demis arcones, tenía un trozo de un rollo de tabacoque estaba bastante curado y otro poco que aúnestaba verde y menos curado.

Fui como guiado por el cielo, porque en ese arcónencontré la cura para mi alma y mi cuerpo. Abrí elarcón y encontré lo que estaba buscando, es decir,el tabaco y, como los libros que había rescatadoestaban también allí, saqué una de las Biblias, quemencioné anteriormente y que, hasta entonces, nohabía tenido ni el tiempo ni la inclinación de mirar yla llevé a la mesa junto con el tabaco.

No sabía qué hacer con el tabaco para curarme ni siservía o no para ello pero hice varios experimentoscon él, convencido de que funcionaría de un modo uotro. Primero me metí un pedazo de una hoja en laboca y la mastiqué, lo cual me provocó una especiede aturdimiento pues el tabaco estaba verde y fuertey no estaba habituado a utilizarlo. Luego tomé otropoco y lo maceré en un poco de ron durante una odos horas para tomarme una dosis cuando meacostara. Por último, quemé un poco en un brasero

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e inhalé el humo tanto tiempo como este y el calorme lo permitieron, hasta que me sentí sofocado.

Mientras realizaba estas operaciones, tomé la Bi-blia y comencé a leer pero el tabaco me tenía tanmareado que no pude proseguir, al menos por estavez. Había abierto el libro al azar y las primeraspalabras que hallé fueron estas: Invócame en el díade tu aflicción y yo te salvaré y tú me glorificarás.

Estas palabras me parecieron muy adecuadas pa-ra mi caso y me causaron cierta impresión cuandolas leí, mas no tanto como lo hicieron posteriormen-te, porque la palabra salvado no me decía nada; meparecía algo tan remoto, tan imposible según miforma de ver las cosas que comencé a decir, comolos hijos de Israel cuando les ofrecieron carne paracomer: ¿Puede Dios servir una mesa en el desier-lo?. Y así comencé a decir: «¿Puede Dios sacarmede este lugar?» Y como no habría de tener ningunaesperanza en muchos años, varias veces me hiceesta pregunta. No obstante, estas palabras causa-ron una gran impresión en mí y las medité con fre-cuencia. Se hacía tarde y el tabaco, como he dicho,me había aturdido tanto que sentí deseos de dormir,de modo que dejé mi lámpara encendida en la cue-va, por si necesitaba algo durante la noche, y me

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metí en la cama. Pero, antes de acostarme, hicealgo que no había hecho en toda mi vida: me arro-dillé y le rogué a Dios que cumpliera su promesa yme salvara si yo acudía a él en el día de mi aflic-ción. Una vez concluida mi torpe e imperfecta plega-ria, bebí el ron en el que había macerado el tabaco,que estaba tan fuerte y tan cargado, que casi nopodía tragarlo y acto seguido, me metí en la cama.Sentí que se me subía a la cabeza violentamentepero me quedé profundamente dormido y me des-perté, a juzgar por el sol, a eso de las tres de latarde del día siguiente. Sin embargo, aún creo quedormí todo ese día y toda esa noche, hasta casi lastres de la tarde del otro día pues, de lo contrario, noentiendo cómo pude perder un día en el cómputo delos días de la semana, cosa que comprendí unosaños más tarde; pues si había cometido el error detrazar la misma línea dos veces, entonces debí per-der más de un día. Lo cierto es que, según miscálculos, perdí un día y nunca supe cómo.

En cualquier caso, al despertar me encontré mu-cho mejor y con el ánimo dispuesto y alegre. Al le-vantarme, me sentía más fuerte que el día anterior ytenía mejor el estóma go pues estaba hambriento;en pocas palabras, no tuve fiebre al día siguiente y

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fui mejorando paulatinamente. Esto ocurrió el día29.

El 30 fue un buen día y salí con la escopeta aun-que no me alejé demasiado. Maté un par de avesmarinas, que parecían gansos, y las traje a casapero no tenía muchas ganas de comerlas así quesolo comí unos cuantos huevos de tortuga, queestaban muy buenos. Esa noche, renové el trata-miento al que le atribuí mi mejoría del día anterior,es decir, el tabaco macerado en ron, solo que notomé tanta cantidad como la primera vez, ni masti-qué ninguna hoja, ni inhalé el humo. No obstante, aldía siguiente, que era el primero de julio, no mesentí tan bien como esperaba y tuve algunos ama-gos de escalofríos, aunque no demasiado graves.

2 de julio. Repetí el tratamiento de las tres formasy me las administré como la primera vez. Tomé eldoble del brebaje.

3. La fiebre pasó definitivamente aunque no recu-peré todas mis fuerzas en varias semanas. Mientrasreunía energías, pensé mucho en la frase te salvaréy la imposibi lidad de mi salvación me impedía culti-var esperanza alguna. Pero, mientras me desani-maba con estos pensamientos, se me ocurrió quepensaba tanto en la liberación de mi mayor aflicción

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que no estaba viendo el favor que había recibido ycomencé a hacerme las siguientes preguntas: ¿Nohe sido liberado, además, milagrosamente, de la en-fermedad y de la situación más desesperada quepuede haber y que tanto me asustaba? ¿Me hedado cuenta de esto? ¿He pagado mi parte? Diosme ha salvado pero yo no lo he glorificado, es decir,no me siento en deuda ni agradecido por esta sal-vación. ¿Cómo puedo esperar una salvación ma-yor?

Esto me conmovió el corazón e inmediatamenteme arrodillé y le di gracias a Dios en voz alta porhaberme salvado de la enfermedad.

4 de julio. Por la mañana cogí la Biblia y, comen-zando por el Nuevo Testamento, me apliqué seria-mente a su lectura. Me impuse leerla un rato todaslas mañanas y todas las noches, sin obligarme acubrir un número de capítulos específico sino obe-deciendo al interés que me despertara la lectura. Alpoco tiempo de observar esta práctica, sentí que micorazón estaba más profunda y sinceramente contri-to por la perversidad de mi vida pasada. Reviví laimpresión que me había causado el sueño y laspalabras ninguna de estas cosas ha suscitado tuarrepentimiento resonaban fuertemente en mis pen-

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samientos. Estaba rogándole fervorosamente a Diosque me concediera el arrepentimiento cuando, pro-videncialmente, ese mismo día, mientras leía lasescrituras me topé con las siguientes palabras: Él esexaltado como Príncipe y Salvador para dar el arre-pentimiento y el perdón. Solté el libro y elevando micorazón y mis manos, en una especie de éxtasis,exclamando: «¡Jesús, hijo de David, Jesús, tú queeres glorificado como Príncipe y Salvador, concé-deme el arrepentimiento y el perdón!»

Podría decir que era la primera vez en mi vida querezaba en el verdadero sentido de la palabra, pueslo hacía con plena conciencia de mi situación y conuna esperanza, como la que se describe en las es-crituras, fundada en el aliento de la palabra de Dios.Desde este momento, puedo decir que comencé aconfiar en que Dios me escucharía.

Ahora empezaba a comprender las palabras men-cionadas anteriormente, Invócame y te liberaré, enun sentido diferente al que lo había hecho antes,porque entonces no tenía la menor idea de nadaque pudiese llamarse salvación, si no era de la con-dición de cautiverio en la que me encontraba; pues,si bien estaba libre en este lugar, la isla era unaverdadera prisión para mí, en el peor sentido. Mas

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ahora había aprendido a ver las cosas de otro mo-do. Ahora miraba hacia mi pasado con tanto horror ymis pecados me parecían tan terribles, que mi almano le pedía a Dios otra cosa que no fuera la libera-ción del peso de la culpa que me quitaba el sosiego.En cuanto a mi vida solitaria, ya no me parecía na-da; ya no rogaba a Dios que me liberara de ella, nisiquiera pensaba en ello, pues no era tan importantecomo esto. Y añado lo siguiente para sugerir aquien lo lea que cuando se llega a entender el ver-dadero sentido de las cosas, el perdón por los pe-cados es una bendición mayor que la liberación delas aflicciones.

Pero dejo esto y regreso a mi diario.

Ahora mi vida, si bien no menos miserable queantes, comenzaba a ser más llevadera y puesto quemis pensamientos estaban orientados, por la ora-ción y la constante lectura de las escrituras, haciacosas más elevadas, tenía una gran paz interior queno había conocido. Además, a medida que iba re-cuperando la salud y las fuerzas, me propuse pro-curarme todo lo que necesitaba y darle a mi vida lamayor regularidad posible.

Desde el 4 al 14 de julio, me dediqué, principal-mente, a caminar con mi escopeta en mano, poco a

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poco, como un hombre que está juntando fuerzasdespués de la enferme dad, pues es difícil imaginarlo débil que me encontraba. El tratamiento que hab-ía utilizado era totalmente nuevo y, tal vez nuncahaya servido para curar a nadie de la calentura, nipuedo recomendarlo para que sea puesto en prácti-ca, pero, aunque sirvió para quitarme la fiebre, tam-bién me debilitó, pues durante un tiempo seguí pa-deciendo de frecuentes convulsiones en los nerviosy las extremidades.

También aprendí que salir durante la estación delluvias era de lo más pernicioso para mi salud, enespecial, cuando las lluvias venían acompañadas detempestades y huraca nes. Como las lluvias de laestación seca siempre venían acompañadas deesas tormentas, eran más peligrosas que las quecaían en septiembre y octubre.

Hacía más de diez meses que habitaba en estadesdichada isla y parecía que cualquier posibilidadde salvación de esta condición me hubiera sidototalmente negada. Además, estaba convencido deque ningún ser humano había puesto un pie en estelugar. Ya me había asegurado perfectamente lahabitación y ahora tenía grandes deseos de explorar

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la isla más a fondo para ver qué cosas podía encon-trar que aún no conocía.

El 15 de julio comencé la inspección minuciosa dela isla. Primero me dirigí hacia el río al que, como hedicho, llegué con mis balsas. Descubrí, después deandar río arriba casi dos millas, que la corriente noaumentaba y que no se trataba más que de unapequeña quebrada, muy fresca y muy buena; mas,por estar en la estación seca, apenas tenía agua enalgunas partes, al menos, no la suficiente comopara que se formara una corriente perceptible.

A orillas de esta quebrada encontré muchas sa-banas o praderas placenteras, llanas, lisas y cubier-tas de hierba. En la parte más elevada, próxima alas tierras altas, que el agua, al parecer, nuncainundaba, encontré gran cantidad de tabaco verdeque crecía en tallos fuertes y robustos. Había mu-chas otras plantas que no conocía y que, tal vez,tenían propiedades que no era capaz de descubrir.

Busqué raíz de yuca, con la que los indios de estaregión hacen su pan, pero no encontré ninguna. Vienormes plantas de áloe pero no sabía lo que erany varias cañas de azúcar que crecían silvestres eimperfectas a falta de cultivo. Me contenté con estosdescubrimientos por esta vez y regresé pensando

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cómo hacer para conocer las virtudes y bondadesde los frutos o plantas que fuera descubriendo perono llegué a ninguna conclusión, pues, fue tan pocolo que observé cuando estaba en Brasil, que eraescaso lo que sabía de las plantas silvestres, almenos muy poco que me sirviera en este momento.

Al día siguiente, el 16, subí por el mismo caminoy, después de haber avanzado un poco más que eldía anterior, descubrí que el río y la pradera termi-naban y comenzaba un bosque. Aquí encontré dife-rentes frutas, en especial una gran cantidad de me-lones en el suelo y de uvas en los árboles. Las viñasse habían extendido sobre los árboles y los racimosde uvas estaban en su punto de maduración y sa-bor. Este sorprendente descubrimiento me llenó dealegría pero la experiencia me advirtió que las co-miera con moderación pues, según recordaba,cuando estuve en Berbería, muchos de los inglesesque estaban allí como esclavos, murieron a causade las uvas, que les provocaron fiebre y disentería.No obstante, descubrí que si las curaba y secaba alsol y las conservaba como se suelen conservar lasuvas secas o pasas, serían, como en efecto ocurrió,un alimento agradable y sano cuando no hubierauvas.

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Túnez y parte de Libia.

Pasé allí toda la tarde y no regresé a mi habita-ción. Esta fue, dicho sea de paso, la primera nocheque pasé fuera de casa. Al anochecer tomé mi anti-gua precaución y me subí a un árbol donde dormíbien y, a la mañana siguiente, prosegui mi explora-ción. Caminé casi cuatro millas hacia el norte, segúnpude juzgar por la longitud del valle, con una cade-na de montañas por el sur y otra por el norte.

Al final de esta caminata, llegué a un claro dondeel terreno parecía descender hacia el oeste y dondehabía un pequeño manantial de agua dulce quebrotaba de la ladera de una colina cercana hacia eleste. La tierra parecía tan fresca, verde y florecientey todo tenía un aspecto tan primaveral que semeja-ba un jardín cultivado.

Descendí un trecho por el costado de ese delicio-so valle, observándolo con una especie de secretoplacer, aunque mezclado con otras reflexiones dolo-rosas, al pensar que todo aquello era mío, que erael rey y señor irrevocable de todo este lugar, sobreel que tenía pleno derecho de posesión; y que sihubiera podido transmitirlo, sería un bien hereditariotan sólido como el de cualquier señor de Inglaterra.Vi muchos árboles de cacao, naranjos, limoneros y

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cidros, todos silvestres y con poca o ninguna fruta,al menos en ese momento. Sin embargo, recogíunas limas que, no sólo estaban sabrosas sino queeran muy saludables. Más tarde mezclé su zumocon agua y obtuve una bebida muy sana y refres-cante.

Me di cuenta de que tenía mucho que transportara casa, así que decidí separar una provisión deuvas, limas y limones para disponer de ellos durantela estación húmeda, que como sabía, se aproxima-ba.

Con este propósito, hice un gran montón de uvasen un sitio y luego uno más pequeño en otro y, fi-nalmente, uno mayor de limas y limones en otraparte. Entonces cogí un poco de cada montón y meencaminé a casa con la resolución de volver denuevo pero con una bolsa, saco o algo similar parallevarme el resto.

Al cabo de tres días de viaje regresé a casa, queasí debo llamar a mi tienda y a mi cueva. Pero antesde llegar, las uvas se habían echado a perder, pues,como estaban tan maduras y jugosas, se magulla-ron por su propio peso y no servían para nada. Laslimas estaban en buen estado pero solo pude trans-portar unas pocas.

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Al día siguiente, el 19, regresé con dos sacos pe-queños que me había hecho para traer a casa micosecha pero al llegar al montón de uvas, que esta-ban tan apetitosas y maduras cuando las recogí, mequedé sorprendido de encontrarlas desparramadas,deshechas y tiradas por aquí y por allá, muchas deellas mordidas o devoradas. Deduje que algún ani-mal salvaje había hecho esto pero no sabía cuál.

Sin embargo, cuando descubrí que no podíaamontonarlas ni llevarlas en un saco porque de unaforma se destruirían y de la otra se aplastarían porsu propio peso, tomé otra decisión: colgué de lasramas de los árboles una gran cantidad de racimosde uvas para que se curaran y secaran al sol y mellevé tantas limas y limones como pude.

Cuando regresé a casa de este viaje, pensé congran placer en la fecundidad de aquel valle y suplacentera situación, protegido de las tormentas,cercano al río y al bosque y llegué a la conclusiónde que había establecido mi morada en la peor par-te de la isla. En consecuencia, empecé a considerarla idea de mudar mi habitación y buscar un lugar,tan seguro como el que tenía, situado, preferible-mente, en aquella parte fértil y placentera de la isla.

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Esta idea me rondó la cabeza por mucho tiempopues sentía una gran atracción por ese lugar, cuyoencanto me tentaba. Pero cuando lo pensé másdetenidamente, me di cuen ta de que ahora estabacerca del mar, donde al menos había una posibili-dad de que me ocurriera algo favorable y que elmismo destino cruel que me había llevado hastaaquí, trajera a otros náufragos desgraciados. Aun-que era poco probable que algo así ocurriera, re-cluirme entre las montañas o en los bosques delcentro de la isla, era asegurarme el cautiverio yhacer que un hecho poco probable se volviera im-posible. Por lo tanto, decidí que no me mudaría bajoningún concepto.

No obstante, estaba tan enamorado de ese lugarque pasé allí gran parte del resto del mes de julio y,a pesar de haber decidido que no me mudaría, meconstruí una especie de emparrado que rodeé, acierta distancia, con una fuerte verja de dos filas deestacas, tan altas como me fue posible, bien ente-rradas y rellenas de maleza. Allí dormía seguro doso tres noches seguidas, pasando por encima de lavalla con una escalera, como antes, y ahora mefiguraba que tenía una casa en el campo y otra en lacosta. En estas labores estuve hasta principios delmes de agosto.

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Acababa de terminar mi valla y comenzaba a dis-frutar de la labor realizada, cuando vinieron las llu-vias y me forzaron a quedarme en mi primera vi-vienda, pues aunque me había hecho una tiendacomo la otra, con un pedazo de vela bien extendido,no tenía la protección de la montaña en caso detormenta, ni una cueva, donde podía refugiarme sillovía excesivamente.

A principios de agosto, como he mencionado,había terminado mi emparrado y comenzaba a sen-tirme a gusto. El tercer día de agosto, vi que lasuvas que había colgado es taban perfectamentesecas y, de hecho, eran excelentes pasas, así queempecé a descolgarlas. Esto fue una verdaderafortuna pues las lluvias que cayeron las habríanestropeado y, de ese modo, habría perdido lo mejorde mi alimento invernal, ya que tenía más de dos-cientos racimos. Apenas las hube descolgado ytransportado a casa, comenzó a llover y desde esedía, que era el 14 de agosto, hasta mediados deoctubre, llovió casi todos los días, a veces, con tantafuerza que no podía salir de mi cueva durante variosdías.

En este tiempo tuve la sorpresa de ver aumentadami familia. Estaba preocupado por la desaparición

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de una de mis gatas que, supuse, se había escapa-do o había muerto, pues no volví a saber de ella,cuando, para mi asombro, regresó a casa a finalesde agosto con tres gatitos. Esto me pareció muyextraño pues, aunque había matado un gato salvajecon mi escopeta, creía que eran de una especiemuy distinta a nuestros gatos europeos. Sin embar-go, los gatitos eran iguales a los gatos domésticos,mas como los dos que yo tenía eran hembras, todoel asunto me pareció muy raro. Más tarde, de estostres gatos salió una auténtica plaga de gatos, por loque me vi forzado a matarlos como si fueran saban-dijas o alimañas y a llevarlos tan lejos de casa comome fuera posible.

Desde el 14 de agosto hasta el 26 llovió incesan-temente, de modo que no pude salir pero, esta vez,me cuidé muy bien de la humedad. Durante esteencierro, mis víveres co menzaron a mermar por loque tuve que salir dos veces. La primera vez, matéuna cabra y la segunda, que fue el 26, encontré unagran tortuga, lo cual fue una auténtica fiesta. Deeste modo regularicé mis comidas: comía un racimode uvas en el desayuno, un trozo de carne de cabrao tortuga asada en el almuerzo, pues, para mi des-gracia no tenía vasijas para hervirla o guisarla, y doso tres huevos de tortuga para la cena.

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Durante esta reclusión a causa de la lluvia, traba-jaba dos o tres horas diarias en la ampliación de micueva. Gradualmente, la fui profundizando en unadirección has ta llegar al exterior, donde hice unapuerta por la que pudiera entrar y salir. Sin embar-go, no me sentía cómodo estando tan al descubiertoya que antes estaba perfectamente encerrado,mientras que ahora me hallaba expuesto a cualquierataque; aunque, en realidad, no había visto ningunacriatura viviente que pudiese atemorizarme puestoque los animales más grandes que había en la islaeran las cabras.

30 de septiembre. Este día se celebraba el des-graciado aniversario de mi llegada. Conté las mar-cas de mi poste y constaté que llevaba trescientossesenta y cinco días en la isla. Guardé una solemneabstinencia todo el día, que dediqué a hacer ejerci-cios religiosos. Me postré humildemente y confesé aDios todos mis pecados, reconociendo su justicia yrogándole que tuviera misericordia de mí en el nom-bre de Jesucristo. No probé ningún alimento durantedoce horas, hasta que se puso el sol. Entoncescomí una galleta y un racimo de uvas y me acosté,terminando el día como lo había comenzado.

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Hasta ese momento no había celebrado los do-mingos ya que, al principio, carecía de sentimientosreligiosos. Al cabo de un tiempo, había dejado dehacer una marca más larga los domingos para dife-renciar las semanas, de manera que no sabía enqué día vivía. Pero ahora, después de haber conta-do los días, como he dicho, y de haber comprobadoque había pasado un año, lo dividí en semanas,señalando cada siete días el domingo. Al final, me dicuenta de que había perdido uno o dos días en miscómputos.

Poco tiempo después, mi tinta comenzó a esca-sear, así que me limité a usarla con mucho cuidadoy no escribía sino los acontecimientos más impor-tantes de mi vida, abandonando el recuento diariode otras menudencias.

Comencé a observar los cambios de estación yaprendí a prever el paso de la estación seca a lahúmeda, a fin de abastecerme adecuadamente.Mas tuve que pagar muy cara mi experiencia pueslo que voy a relatar, fue uno de los acontecimientosmás desalentadores que me ocurrieron en toda lavida. Anteriormente, he dicho que guardé algunasde las espigas de cebada y de arroz, que tan mila-grosamente habían brotado. Tenía como treinta

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espigas de arroz y veinte de cebada y pensé que,pasadas las lluvias, era el mejor momento parasembrarlas pues el sol estaba más hacia el sur res-pecto de mí.

Preparé un trozo de tierra lo mejor que pude conmi pala de madera, lo dividí en dos partes y sembrélas semillas pero, mientras lo hacía, se me ocurrióque no debía sembrarlas to das la primera vez yaque no sabía cuál era el mejor momento para hacer-lo. De este modo, sembré dos terceras partes de lassemillas y guardé un puñado de cada una. Mástarde, me alegré de haberlo hecho así pues ni unosolo de los granos que sembré produjo nada, puestoque se aproximaba la estación seca, y no volvió allover después de la siembra. Por tanto la tierra notenía humedad para que las semillas germinaran y,no lo hicieron hasta que volvieron las lluvias; enton-ces germinaron como si estuviesen recién sembra-das.

Cuando me di cuenta de que las semillas no ger-minaban, pude intuir fácilmente que era a causa dela sequía, de modo que busqué un terreno máshúmedo para hacer otro experimento. Aré un trozode tierra cerca de mi emparrado y sembré el restode las semillas en febrero, un poco antes del equi-

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noccio de primavera. Las lluvias de marzo y abril lashicieron brotar perfectamente y dieron una buenacosecha, mas, como no me atreví a sembrar toda laque había guardado, tan solo obtuve una pequeñacosecha, que no ascendía a más de un celemín decada grano.

Este experimento me hizo experto en la materia yahora sabía, exactamente, cuál era la estación pro-picia para sembrar y, además, que podía sembrar ycosechar dos veces al año.

Mientras crecía el grano hice un pequeño descu-brimiento que luego me rindió gran provecho. Tanpronto como cesaron las lluvias y el tiempo mejoró,lo cual ocurrió hacia el mes de noviembre, fui a miemparrado del campo, al cual no iba desde hacíavarios meses, y encontré todo tal y como lo habíadejado. El cerco o doble empalizada que habíaconstruido estaba completo y fuerte y de algunostroncos habían brotado ramas largas, como las deun sauce llorón, al año siguiente de la poda, pero nosabía de qué árbol había cortado las estacas. Sor-prendido y complacido de ver aquellos retoños, lospodé para que crecieran tan uniformemente comofuese posible y resulta casi increíble que en tresaños crecieran tan maravillosamente, de forma que,

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si la empalizada formaba un círculo de casi veinti-cinco yardas de diámetro, los árboles -que así podíallamarlos- la cubrieron completamente, dando sufi-ciente sombra como para refugiarme durante toda laestación seca.

Decidí entonces cortar otras estacas para haceruna empalizada como esta alrededor de mi muro,me refiero al de mi primera vivienda, y así lo hice.Coloqué los árboles o troncos en doble fila, a unasocho yardas de mi primer muro y crecieron en pocotiempo, formando, al principio, un buen techadopara mi morada y, luego, una buena defensa, comose verá en su momento.

Entonces observé que las estaciones del año sepodían dividir, no en invierno y verano como enEuropa, sino en estaciones secas y estaciones delluvia de la siguiente manera:

Mediados de Febrero

Marzo

Mediados de Abril

Estación delluvia, con elsol muy cercadel equinoccio.

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Mediados de Abril

Mayo, Junio, Julio

Mediados de Agosto

Estación seca,con el sol haciael norte delEcuador.

Mediados de Agosto

Septiembre

Mediados de Octubre

Estación de llu-via, con el solregresando alequinoccio.

Mediados de Octubre

Noviembre, Diciembre,Enero

Mediados de Febrero

Estación seca,con el sol haciael sur del ecua-dor.

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La estación de lluvia era algunas veces más largay otras más corta, según soplara el viento, pero estaera la observación general que había hecho. Des-pués de haber experi mentado las consecuenciasnefastas de salir bajo la lluvia, me cuidé de abaste-cerme con antelación de provisiones, para no vermeobligado a salir y poder permanecer en el interiortanto como fuese posible durante los meses de llu-via.

Esta vez encontré una ocupación (muy adecuadapara la estación) pues me faltaban muchas cosasque solo podía hacer con esfuerzo y dedicaciónconstantes. En particular, traté muchas veces dehacer un cesto pero todos los tallos que encontrabapara este propósito eran demasiado quebradizos yno pude lograrlo. Por suerte, cuando era niño, solíadeleitarme observando a los cesteros del pueblo demi padre mientras tejían sus artículos de mimbre.Como es común entre los niños, observaba conmucha atención el modo en que realizaban estosobjetos y estaba siempre dispuesto a ayudar. Algu-nas veces les echaba una mano y así aprendí per-fectamente el método de esta labor, para la cual tansolo necesitaba materiales. Pensé entonces que losvástagos de aquel árbol del que había cortado lasestacas que retoñaron podrían ser tan resistentes

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como el cetrino, el mimbre o el sauce de Inglaterra ydecidí probarlo.

Al día siguiente, fui a mi casa de campo, comosolía llamarla, y cuando corté unas ramas, me pare-cieron tan adecuadas para mis fines como podíadesear. Entonces, regresé otra vez, equipado conuna azuela para cortar una mayor cantidad de ellas,lo cual resultó muy fácil dada la abundancia de es-tos árboles. Luego las dejé secar dentro de mi cercoo empalizada y cuando estuvieron listas para utili-zarse, las llevé a la cueva donde, en la siguienteestación de lluvias, me dediqué a hacer muchoscestos para llevar tierra o transportar o colocar co-sas, según fuera necesario; y aunque no estabanelegantemente rematadas, servían perfectamentepara mis propósitos. Desde entones, tuve cuidadode que nunca me faltaran y cuando algunas comen-zaban a estropearse, hacía otras nuevas. En espe-cial, hice canastas fuertes y profundas con el fin deutilizarlas, en lugar de sacos, para guardar el grano,si es que llegaba a cosechar una buena cantidad.

Habiendo superado esta dificultad, lo cual metomó mucho tiempo, me dediqué a estudiar la posi-bilidad de satisfacer dos necesidades. No tenía re-cipientes para poner líqui do, con la excepción de

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dos barriles que contenían ron y algunas botellaspara agua, licores y otras bebidas. No tenía siquieraun cacharro para hervir nada, salvo una especie depuchero que había rescatado del barco y que erademasiado grande para el uso que quería darle, esdecir, hacer caldo y cocer algún trozo de carne. Lootro que necesitaba era una pipa para fumar peroera imposible hacer una, aunque, sin embargo,también encontré una forma.

Llevaba todo el verano o estación de sequía plan-tando la segunda fila de estacas y tejiendo canastascuando surgió otro asunto que me ocupó más tiem-po del que jamás hubiera imaginado.

Ya he dicho que tenía pensado recorrer toda la is-la y que había pasado el río y llegado hasta el lugaren el que tenía construido mi emparrado, desdedonde podía ver el mar al otro lado de la isla. Ahoraquería llegar hasta la orilla de aquel lado, de maneraque cogí mi escopeta, un hacha, mi perro, una can-tidad de pólvora y municiones mayor que la habitual,dos galletas y un gran puñado de pasas que metí enun saco y emprendí el viaje. Cuando crucé el valledonde estaba el emparrado, divisé el mar hacia eloeste y como el día estaba muy claro, pude ver unafranja de tierra, que no podía decir con certeza si

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era una isla o un continente. La tierra, que estababastante elevada, se extendía un largo trecho delsudoeste hacia el oeste y, según mis cálculos, esta-ba a no menos de quince o veinte leguas de distan-cia.

No sabía qué parte del mundo era aquella, tan so-lo que debía ser parte de América y, en base a to-das mis observaciones, debía estar cerca de losdominios españoles. Tal vez estaba habitada porsalvajes y si hubiese naufragado allí, me habríaencontrado en peor situación que en la que estaba.Me resigné, pues, a los deseos de la Providencia,en cuya beneficiosa intervención ahora creía. Estocalmó mi espíritu y dejé de afligirme por el vanodeseo de estar allí.

Además, después de reflexionar sobre el asunto,concluí que si esta tierra estaba en la costa españo-la, con certeza, tarde o temprano, vería un buquepasar en cualquier direc ción. Si esto no ocurría,entonces me hallaba en la costa salvaje entre lastierras españolas y el Brasil, donde habitan los peo-res salvajes, caníbales y antropófagos, que asesi-nan y devoran cualquier cuerpo humano que caigaen sus manos.

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Con estos pensamientos seguí caminando tran-quilamente y descubrí el otro lado de la isla dondeme encontraba más a gusto que en el mío. La sa-bana o campiña era dulce y estaba adornada conflores, hierba y hermosas arboledas. Vi gran canti-dad de cotorras y me dieron ganas de capturar unapara domesticarla y enseñarla a hablar; y así lohice. Con mucho esfuerzo, capturé una cría quederribé con un palo y, después de curarla, la llevé acasa, mas no fue, hasta al cabo de unos años, quelogré enseñarla a hablar y, finalmente, a decir minombre con familiaridad. Más tarde se produjo unpequeño incidente cuyo relato será divertido.

Me lo estaba pasando muy bien en este viaje. Enlas tierras bajas encontré liebres, o al menos esome parecieron, y zorras, que no se parecían a nin-guna de las que había conocido hasta entonces, nime parecían comestibles, aunque maté algunas. Notenía por qué arriesgarme pues tenía suficiente co-mida y muy buena, a saber: cabras, palomas y tor-tugas. Si a esto le sumaba mis pasas, podía asegu-rar que ni en el mercado Leadenhall se hubiesepodido servir una mesa más rica que la mía; y aun-que mi estado era lamentable, tenía motivos paraestar agradecido por no faltarme los alimentos, pues

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más bien los tenía en abundancia y hasta algunasexquisiteces.

Nunca avanzaba más de dos millas en este viajepero daba tantas vueltas en busca de hallazgos quellegaba agotado al sitio donde decidía pasar la no-che. Entonces, subía a un árbol o me tendía en elsuelo rodeado por un cerco de estacas, de maneraque ninguna criatura salvaje pudiese acercarse a mísin despertarme.

Tan pronto llegué a la orilla del mar, me sorpren-dió ver que me había instalado en la peor parte dela isla porque aquí la playa estaba llena de tortugasmientras que, en el otro lado, solo había encontradotres en un año y medio. También había gran canti-dad de aves de varios tipos, algunas de las cualeshabía visto y otras no, pero ignoraba sus nombres,excepto el de aquellas que llamaban pingüinos.

Hubiera podido cazar tantas como quisiera peroahorraba mucho la pólvora y las municiones. Habíapensado matar una cabra para alimentarme mejorpero, aunque aquí había más cabras que al otrolado de la isla, resultaba más difícil acercarse a ellasporque el terreno era llano y podían verme con másrapidez que en la colina.

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Debo confesar que este lado de la isla era muchomás agradable que el mío pero no tenía ningunaintención de mudarme pues ya estaba instalado enmi morada y me había acostumbrado tanto a ellaque durante todo el tiempo que pasé aquí, tenía laimpresión de estar de viaje, lejos de casa. Sin em-bargo, caminé unas doce millas a lo largo de la orillahacia el este y, clavando un gran poste, a modo deindicador, decidí regresar a casa. En la próximaexpedición, me dirigiría hacia el otro lado de la isla,hacia el este de mi casa, hasta llegar al poste.

Al regreso, tomé un camino distinto al que habíahecho, creyendo que podría abarcar fácilmente granparte de la isla con la vista y, así, encontrar mi vi-vienda pero me equivo qué. Al cabo de unas dos otres millas, me hallé en un gran valle rodeado detantas colinas que, a su vez, estaban tan cubiertasde árboles, que no podía saber hacia dónde me diri-gía si no era por el sol, y ni siquiera esto, si no sabíacon exactitud su posición en ese momento del día.

Para colmo de males, durante tres o cuatro días,el valle se cubrió de una neblina que me impedíaver el sol, por lo que anduve desorientado e in-cómodo hasta que, finalmen te, me vi obligado aregresar a la playa, buscar el poste y regresar por el

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mismo camino que había venido. Así, en jornadasfáciles, regresé a casa, agobiado por el excesivocalor y por el peso de la escopeta, las municiones,el hacha y las demás cosas que llevaba.

En este viaje, mi perro sorprendió a un cabrito y loapresó. Yo tuve que correr en su auxilio para salvar-lo del perro y pensé llevármelo a casa pues, a me-nudo, había teni do la idea de si sería posible atra-par uno o dos para criar un rebaño de cabrasdomésticas de las que abastecerme cuando se mehubieran acabado la pólvora y las municiones.

Le hice un collar al pequeño animal y con uncordón que había hecho y que siempre llevabaconmigo, lo conduje, no sin alguna dificultad, hastami emparrado, donde lo encerré y lo dejé pues es-taba impaciente por llegar a casa después de unmes de viaje.

No puedo expresar la satisfacción que me produjoregresar a mi vieja madriguera y tumbarme en mihamaca. Este corto viaje, sin un sitio estable dondedescansar, me había resultado tan desagradable,que mi propia casa, como solía llamarla, me parecíaun asentamiento perfecto, donde todo estaba tancómodamente dispuesto, que decidí no volver a

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alejarme por tanto tiempo de ella mientras permane-ciera en la isla.

Pasé una semana entera descansando y aga-sajándome después de mi largo viaje, durante elcual dediqué mucho tiempo a la difícil tarea dehacerle una jaula a mi Poll, que comenzaba a do-mesticarse y a sentirse a gusto conmigo. Entoncespensé en el pobre cabrito que había dejado en-cerrado en el emparrado y decidí ir a buscarlo paratraerlo a casa o darle algún alimento. Fui y lo en-contré donde lo había dejado pues no tenía pordonde salir pero estaba muerto de hambre. Cortétantas hojas y ramas como pude encontrar y se lasdi. Después de alimentarlo, lo até como lo habíahecho antes pero esta vez estaba tan manso por elhambre, que casi no tenía que haberlo hecho, puesme seguía como un perro. Según iba alimentándolo,el animal se volvió tan cariñoso, amable y tierno quese convirtió en una de mis mascotas y ya nunca meabandonó.

Había llegado la estación lluviosa del equinocciode otoño. Guardé el 30 de septiembre con la mismasolemnidad que el año anterior, pues era el segundoaniversario de mi llegada a la isla y no tenía másperspectivas de ser rescatado que el primer día.

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Dediqué todo el día a dar gracias humildemente porlos muchos bienes que me habían sido prodigados,sin los cuales, esta vida solitaria habría sido muchomás miserable. Le di gracias a Dios con humildad yfervor por haberme permitido descubrir que, tal vez,podía sentirme más feliz en esta situación solitariaque gozando de la libertad en la sociedad y rodeadode mundanales placeres. Le agradecí que hubiesecompensado las deficiencias de mi soledad y minecesidad de compañía humana con su presencia yla comunicación de su gracia que me asistía, mereconfortaba y me alentaba a confiar en su provi-dencia aquí en la tierra y aguardar por su eternapresencia después de la muerte.

Ahora empezaba a darme cuenta de cuánto másfeliz era esta vida, con todas sus miserias, que laexistencia sórdida, maldita y abominable que habíallevado en el pasado. Habían cambiado mis penas ymis alegrías, mis deseos se habían alterado, misafectos tenían otro sentido, mis deleites eran com-pletamente distintos de como eran a mi llegada aesta isla y durante los últimos dos años.

Antes, cuando salía a cazar o a explorar la isla, laangustia que me provocaba mi situación me ataca-ba súbitamente y cuando pensaba en los bosques,

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las montañas y el desierto en el que me hallaba, mesentía desfallecer. Me veía como un prisionero en-cerrado tras los infinitos barrotes y cerrojos del mar,en un páramo deshabitado y sin posibilidad de sal-vación. En los momentos de mayor cordura, estospensamientos me asaltaban de golpe, como unatormenta, y me hacían retorcerme las manos y llorarcomo un niño. A veces, me sorprendían en mediodel trabajo y me obligaban a sentarme a suspirar,cabizbajo, durante una o dos horas, lo cual era mu-cho peor, pues si hubiese podido irrumpir en llanto oexpresarme en palabras, habría podido desahogar-me y aliviar mi dolor.

Pero ahora pensaba en cosas nuevas. Diariamen-te, leía la palabra de Dios y aplicaba todo su con-suelo a mi situación. Una mañana que me sentíamuy triste, abrí la Biblia y encontré estas palabras:Nunca jamás te dejaré ni te abandonaré. Inmedia-tamente pensé que estaban dirigidas a mí pues,¿cómo si no, me habían sido reveladas justo en elmomento en el que me lamentaba de mi condicióncomo quien ha sido abandonado por Dios y por loshombres? «Pues bien -dije-, si Dios no me va aabandonar, ¿qué puede ocurrirme o qué importan-cia puede tener el que todo el mundo me hayaabandonado, cuando pienso que la pérdida sería

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mucho mayor si tuviese el mundo entero a mi dispo-sición y perdiese el favor y la bendición de Dios?»

Desde este momento, comencé a convencermede que, posiblemente, era más feliz en esta situa-ción de soledad y abandono que en cualquier otroestado en el mundo. Con estos pensamientos le digracias a Dios por haberme traído a este lugar.

No sé qué ocurrió pero algo me turbó y me impidiópronunciar las palabras de agradecimiento. «¿Cómopuedes ser tan hipócrita -me dije en voz alta- y fin-girte agradecido por una situación de la cual, a pe-sar de tus esfuerzos por resignarte a ella, deseasliberarte con todas las fuerzas de tu corazón?» Aquíme detuve y, aunque no pude darle gracias a Diospor hallarme allí, le agradecí sinceramente que mehubiese abierto los ojos, si bien mediante sufrimien-tos, para ver mi vida anterior y para lamentarme yarrepentirme de ella. Nunca abrí ni cerré la Biblia sindarle gracias a Dios por hacer que mi amigo enInglaterra, sin que yo le dijese nada, la hubiese em-paquetado con mis cosas y por ayudarme a resca-tarla del naufragio.

De este modo y con esta disposición de ánimo,comencé mi tercer año. Si bien no he querido inco-modar al lector con el relato minucioso de los traba-

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jos que realicé durante este año, como lo hice con elaño anterior, en general, puedo observar que casinunca estaba ocioso sino que había dividido mitiempo, según lo requerían mis tareas cotidianas. Enprimer lugar, debía cumplir mis deberes con Dios yleer las escrituras, cosa que hacía tres veces al día.En segundo lugar, tenía que salir con mi escopetaen busca de alimentos, lo cual me tomaba cerca detres horas todas las mañanas. En tercer lugar, teníaque preparar, curar, conservar y cocinar lo que hab-ía matado o atrapado para mi sustento. Esto metomaba una buena parte del día. Además, debeconsiderarse que al mediodía, cuando el sol estabaen el cenit, hacía un calor tan violento que era im-posible salir, por lo que solo me quedaban cuatrohoras de trabajo por la tarde, excepto cuando invert-ía los horarios de mis labores y trabajaba por lasmañanas y salía con la escopeta por la tarde.

Al poco tiempo que tenía para trabajar, he deagregar la extrema laboriosidad de las obras y lasmuchas horas que, por falta de herramientas, ayudao destreza, me tomaba cualquier tarea que empren-diese. Por ejemplo, me tomó cuarenta y dos díasenteros hacer una tabla que me sirviera de anaquelpara mi cueva, mientras que dos aserradores, con

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sus herramientas y su serrucho, habrían cortadoseis tablas del mismo árbol en medio día.

Mi situación era la siguiente: el árbol que debíacortar tenía que ser grande, pues necesitaba que latabla fuese ancha. Me tomaba tres días cortar elárbol y dos más quitarle las ramas y reducirlo altronco. A fuerza de hachazos, iba afinándolo porambos lados hasta hacerlo lo suficientemente ligerocomo para moverlo. Entonces le daba la vuelta yaplanaba y alisaba uno de sus lados de un extremoa otro, como una tabla. Luego le daba la vuelta otravez y cortaba el otro lado hasta obtener una planchacomo de tres pulgadas de espesor y lisa por amboslados. Cualquiera podría juzgar el esfuerzo quedebía hacer con mis manos para realizar este traba-jo pero con paciencia y empeño conseguí haceresta y muchas otras cosas. Recalco esto, en parti-cular, tan solo para explicar por qué me tomabatanto tiempo realizar una tarea tan pequeña; enotras palabras, que lo que se podía realizar en pocotiempo, con ayuda y las herramientas adecuadas,sin estas se convertía en un trabajo ímprobo querequería muchísimo tiempo.

No obstante, con paciencia y empeño, pude so-brepasar muchos obstáculos, de hecho, todos los

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que se me presentaron en diversas circunstancias,como se verá a continuación.

Estaba en los meses de noviembre y diciembre, ala espera de mi cosecha de cebada y arroz, y latierra que había arado y cultivado no era muy gran-de pues, como he obser vado, no tenía más de uncelemín de cada grano ya que había perdido unacosecha entera en la estación seca. Esta vez, lacosecha prometía ser buena pero de pronto advertíque estaba a punto de perderla nuevamente a cau-sa de enemigos de diversa índole, a los cuales meresultaba muy difícil combatir. En primer lugar, lascabras y lo que yo llamo liebres salvajes, habiendoprobado esa hierba tan dulce, permanecían allí día ynoche, comiéndola tan de raíz que era imposibleque brotara una espiga.

Para esto no vi otra solución que levantar un cer-co, que construí con mucho empeño, pues no teníademasiado tiempo. No obstante, como la tierra ara-da no era muy ex tensa, conforme a la cosecha,logré cercarla totalmente en tres semanas. Matéalgunos de los animales durante el día y puse a miperro en guardia durante la noche, amarrado a unpalo donde se quedaba vigilando y ladrando toda lanoche. De este modo, los enemigos abandonaron el

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lugar en poco tiempo y el grano creció fuerte y salu-dable y comenzó a madurar rápidamente.

Así como estos animales trataron de arruinar migrano cuando aún era hierba, los pájaros estuvierona punto de hacerlo cuando brotaron las espigas. Undía fui al sembrado para ver cómo prosperaba y lohallé rodeado de aves de no sé cuántos tipos, queparecían aguardar a que me marchase. Inmediata-mente, las espanté con la escopeta (que siemprellevaba conmigo). No bien había disparado, cuandose elevó una pequeña nube de pájaros que no hab-ía visto porque estaban ocultos entre las espigas.

Esto me inquietó mucho pues preveía que en po-cos días se habrían comido mis esperanzas, deján-dome sin alimento, y sin posibilidades de volver asembrar nunca. No sabía qué hacer. Sin embargo,estaba decidido a no perder mi grano, si era posible,aunque tuviera que vigilarlo día y noche. En primerlugar, recorrí el sembrado para ver los daños quehabían hecho las aves y encontré que habían echa-do a perder gran parte de los granos pero, como lasespigas estaban aún verdes, la pérdida no fue tangrande, pues el resto prometía una buena cosechasi lograba salvarlo.

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Me detuve a cargar mi escopeta y pude ver a losladrones posados en los árboles que estaban a mialrededor, como esperando a que me marchara, loque en efecto ocurrió pues, apenas me alejé de suvista, bajaron al sembrado, uno a uno, nuevamente.Esto me enfadó tanto que no tuve paciencia paraesperar a que llegara el resto, sabiendo que cadagrano que se comían en ese momento representabauna gran pérdida para mí en el futuro. Por lo tanto,arrimándome al cerco, disparé y maté a tres deellos. Era justo lo que quería pues los recogí y lostraté como a los ladrones famosos en Inglaterra, esdecir, los colgué de unas cadenas para asustar a losdemás. Es imposible imaginar el efecto que tuvoesto pues, al poco tiempo, abandonaron aquellaparte de la isla y no volví a verlos por allí mientrasestuvo mi espantapájaros.

Esto me alegró mucho, como puede suponerse, yhacia finales de diciembre recogí mi grano en lasegunda cosecha del año.

Por desgracia, no tenía una hoz o guadaña paracortarlo y lo único que podía hacer era fabricar unalo mejor que pudiese con las espadas o machetesque había rescatado del barco. No obstante, comomi primera cosecha era pequeña, no tuve demasia-

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das dificultades para segarla. En pocas palabras, lohice a mi modo, pues solo corté las espigas, lastransporté en una de las grandes canastas que hab-ía tejido y las desgrané con mis propias manos. Alfinal del proceso, observé que el grano cosechadoera, según mis cálculos, aunque no tenía forma decomprobarlo, casi treinta y dos veces más que elque había sembrado.

Me sentí muy entusiasmado pues preveía que,con el tiempo, Dios me proporcionaría pan. Sin em-bargo, nuevamente me hallaba en apuros pues nosabía moler el grano para transformarlo en harina, nilimpiarlo, ni cernirlo, ni, en definitiva, hacer pan.Todo esto, sumado a mi deseo de disponer de unabuena cantidad para almacenar y otra para sembrar,decidí no probar ni un grano de esta cosecha con elfin de sembrarlo en la siguiente estación. Mientrastanto, emplearía todo mi ingenio y mi tiempo detrabajo en averiguar el modo de hacer harina y pan.

Podría decir en verdad que había trabajado paraconseguirme el pan, lo cual es bastante sorprenden-te y me parece que pocas personas se han detenidoa pensar en la enorme cantidad de pequeñas cosasque hay que hacer para producir, preparar, elaborary terminar un solo pan.

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Como me hallaba reducido a un simple estado na-tural, sufría desalientos diariamente y cada vez mevolvía más sensible a ellos, incluso desde que habíaobtenido el primer pu ñado de semillas que, comoya he dicho, apareció inesperadamente y para migran asombro.

En primer lugar, no tenía un arado para removerla tierra, ni una azada o pala para labrarla. Resolvíeste problema haciendo una pala de madera, a lacual ya he hecho referen cia, pero no era la másadecuada para la función que quería darle y, aun-que me había tomado varios días fabricarla, al noestar reforzada con hierro se desgastó rápidamentey me entorpeció el trabajo, haciéndolo más difícil.

No obstante, aguantaba esto y me conformabacon hacer el trabajo pacientemente y tolerar susimperfecciones. Cuando terminé de sembrar el gra-no, me hacía falta un ras trillo y no me quedó másremedio que utilizar una rama gruesa con la cualconseguí arañar la tierra, más que rastrillarla.

Mientras crecía el grano, observé todo lo que ne-cesitaba hacer: cercarlo, protegerlo, segarlo o cose-charlo, secarlo, transportarlo a casa, trillarlo, limpiar-lo y guardarlo. Necesitaba también un molino paraconvertirlo en harina, un tamiz para cernirla, sal y

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levadura para hacer el pan y un horno para cocerlo.Sin embargo, como se verá, logré arreglármelas sinninguna de estas cosas y el grano me proporcionóun inestimable placer y provecho. Todo lo que hemencionado anteriormente, hacía el trabajo mástedioso y difícil pero no había mucho que hacer alrespecto, como tampoco respecto al tiempo queperdía pues, según lo había dividido, utilizaba sólouna parte del día para realizar estas labores. Comohabía decidido no usar el grano para pan hasta quetuviera una cantidad mayor, empleé todo mi tiempoy mi ingenio durante los seis meses siguientes enhacer los utensilios adecuados para ejecutar todaslas operaciones relacionadas al procesamiento delgrano, cuando lo tuviera.

Primeramente, tenía que preparar un terreno ma-yor ya que ahora tenía suficientes semillas parasembrar un acre de tierra. Antes de hacer esto, de-diqué por lo menos una se mana a fabricar unaazada, que resultó deplorable y pesada y requeríaun esfuerzo doble trabajar con ella. No obstante,obvié esto y sembré mi semilla en dos grandes ex-tensiones de tierra llana, situadas tan cerca de casacomo fue posible y las cerqué con una fuerte empa-lizada, cuyas estacas corté de los árboles que habíautilizado anteriormente. Sabía que en un año tendría

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un seto de plantas vivas que no requeriría muchomantenimiento. Esta tarea era lo suficientementecomplicada como para que me tomara casi tresmeses finalizarla, ya que buena parte de este tiem-po coincidió con la estación de lluvia, durante lacual, no pude salir.

Sin poder salir, esto es, mientras llovía, me ocu-paba de los siguientes asuntos. Siempre que traba-jaba, me entretenía hablándole al loro y enseñándo-le a hablar, de modo que pronto aprendió su propionombre y a decirlo fuertemente: POLL, que fue laprimera palabra que se pronunció en la isla por bocaque no fuera la mía. Pero, esta no era mi labor prin-cipal, sino, más bien, un pasatiempo que me divertíamientras ocupaba mis manos en otras tareas, comola siguiente. Había estudiado durante mucho tiempola forma de hacer unas vasijas de barro, que tantonecesitaba, pero aún no sabía cómo. Mas, teniendoen cuenta que el clima era caluroso, no dudaba que,si podía encontrar un buen barro, podría fabricaralgún cacharro que, secado al sol, fuera lo suficien-temente fuerte para manejarlo y conservar en suinterior cualquier cosa que quisiera preservar de lahumedad. Como necesitaba algunos cacharros deeste tipo para el grano y la harina, que era lo queme preocupaba en ese momento, decidí hacerlos

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tan grandes como pudiera, a fin de que sirvieranexclusivamente como tarros para conservar lo queguardara en ellos.

Tal vez el lector se apiade de mí, o, por el contra-rio, se ría de mi torpeza al hacer la pasta y los obje-tos tan deformes que realicé con ella, que se hund-ían hacia adentro o hacia fuera porque el barro erademasiado blando para resistir su propio peso. Al-gunos se quebraban al ser expuestos preci-pitadamente al excesivo calor del sol, otros se romp-ían en pedazos cuando los movía, tanto cuandoestaban secos como cuando aún estaban húmedos.En pocas palabras, después de un arduo esfuerzopor conseguir el barro, de extraerlo, amasarlo,transportarlo y moldearlo, en dos meses no pudehacer más que dos cosas grandes y feas, que nome atrevería a llamar tarros.

No obstante, cuando el sol los secó hasta dejarlosmuy duros, los levanté con mucho cuidado y loscoloqué en dos grandes cestos de mimbre, quehabía tejido, expresamente, para ellos, a fin de queno se rompieran. Entre cada cacharro y su corres-pondiente cesto había un poco de espacio, querellené con paja de arroz y cebada. Pensé que, con-

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servándolos secos, podrían servir para guardar elgrano y, tal vez la harina, cuando lo hubiese molido.

Aunque cometí muchos errores en mi proyecto dehacer cacharros grandes, pude hacer, con éxito,otros más pequeños, como vasijas, platos llanos,jarras y ollitas, que el calor del sol secaba y volvíaextrañamente duros.

Nada de esto, sin embargo, satisfacía mi necesi-dad principal que era obtener una vasija en la quepudiera echar líquido y fuese resistente al fuego. Alcabo de cierto tiempo, un día, habiendo hecho ungran fuego para asar carne, en el momento de reti-rar los carbones, encontré un trozo de un cacharrode barro, quemado y duro como una piedra y rojocomo una teja. Esto me sorprendió gratamente y medije que; ciertamente, si podían cocerse en trozostambién podrían hacerlo enteros.

Este hecho me llevó a estudiar cómo disponer elfuego para cocer algunos cacharros de barro. Notenía idea de cómo fabricar un horno como los queusan los alfareros, ni de esmaltar los cacharros conplomo, aunque tenía algo de plomo para hacerlo.Apilé tres ollas grandes y dos cacharros, unos en-cima de los otros, y dispuse las brasas a su alrede-dor, dejando un montón de ascuas debajo. Alimenté

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el fuego con leña, que coloqué en la parte de afueray sobre la pila, hasta que los cacharros se pusieronal rojo vivo sin llegar a romperse. Cuando estuvieronclaramente rojos, los dejé en la lumbre durante cin-co o seis horas, hasta que me di cuenta de que unode ellos no se quebraba pero sí se derretía, porquela arena que había mezclado con el barro se fundíapor la violencia del calor, y se habría convertido envidrio de haberlo dejado allí. Disminuí gradualmenteel fuego hasta que el rojo de los cacharros se volviómás tenue y me quedé observándolos toda la nochepara que el fuego no se apagara demasiado aprisa.A la mañana siguiente, tenía tres buenas ollitas, sibien no muy hermosas, y dos vasijas, tan resisten-tes como podría desearse, una de las cuales estabaperfectamente esmaltada por la fundición de la are-na.

No tengo que decir que después de este experi-mento, no volví a necesitar ningún cacharro de ba-rro que no pudiera hacerme. Mas debo decir que encuanto a la forma, no se di ferenciaban mucho unosde otros, como es de suponerse, ya que los hacíadel mismo modo que los niños hacen sus tortas dearcilla o que las mujeres, que nunca han aprendidoa hacer masa, hornean sus pasteles.

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Jamás hubo alegría tan grande por algo tan insig-nificante, como la que sentí cuando vi que habíahecho un cacharro de arcilla resistente al fuego.Apenas tuve paciencia para esperar a que se enfria-ra y volví a colocarlo en el fuego, esta vez, lleno deagua, para hervir un trozo de carne, lo que logréadmirablemente. Luego, con un poco de cabra, mehice un caldo muy sabroso y solo me habría hechofalta un poco de avena y algunos otros ingredientespara que quedara tan sabroso como lo hubiera de-seado.

Mi siguiente preocupación era procurarme un mor-tero de piedra para moler o triturar el grano ya que,tan solo con un par de manos, no podía pensar enhacer un molino. Me encontraba muy poco prepara-do para satisfacer esta necesidad pues, si había unoficio en el mundo para el cual no estaba cualificadoera para el de picapedrero. Por otra parte, tampococontaba con las herramientas necesarias parahacerlo. Pasé más de un día buscando una piedralo suficientemente grande como para ahuecarla yque sirviera de mortero, mas no pude encontrarninguna, excepto las que había en la roca pero notenía forma de extraer ni cortarle ningún pedazo.Tampoco las rocas de la isla eran lo suficientementeduras pues todas tenían una consistencia arenosa y

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se desmoronaban fácilmente, de manera que nohabrían soportado los golpes de un mazo, ni habr-ían molido el grano sin llenarlo de arena. Despuésde perder mucho tiempo buscando una piedra ade-cuada, renuncié a este propósito y decidí buscar unbuen bloque de madera sólida, lo que resultó muchomás sencillo. Cogí uno tan grande como mis fuerzasme permitieron levantar y lo redondeé por fuera conel hacha. Luego le hice una cavidad con fuego, delmismo modo que los indios del Brasil construyensus canoas. Después hice una mano de almirez, deuna madera que llaman palo de hierro y guardétodos estos utensilios hasta mi próxima cosecha, alcabo de la cual, me proponía moler el grano, o másbien, machacarlo hasta convertirlo en harina parahacer pan.

La segunda dificultad con que me topé fue la dehacer un tamiz o cedazo para cernir la harina y se-pararla del salvado y de la cáscara, sin lo cual nohabría tenido posibilidad alguna de hacer pan. Estaera una labor tan difícil que no me hallaba con valorni para pensar en la forma de realizarla pues notenía nada que me sirviera para ello; es decir, unalona o tejido con una trama lo suficientemente finacomo para permitir el cernido de la harina. Durantemuchos meses estuve paralizado, sin saber exac-

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tamente qué hacer. No me quedaba más lienzo quealgunos harapos; tenía pelos de cabra pero no sab-ía cómo hilarlos o tejerlos y, aunque lo hubiese sa-bido, no tenía instrumentos para hacerlo. Finalmen-te, recordé que entre la ropa de los marineros quehabía rescatado del naufragio, había algunas bu-fandas de muselina y, con algunos pedazos hicetres tamices pequeños pero adecuados para la ta-rea. Los utilicé durante muchos años y, en su mo-mento, contaré lo que hice después con ellos.

Lo próximo que tenía que considerar era cómohacer el pan, una vez tuviera el grano pues, paraempezar, no tenía levadura, mas como este era unproblema que no tenía solu ción, dejé de preocu-parme por ello. Sin embargo, me afligía no tener unhorno. Con el tiempo, ideé la forma de hacerlo, de lasiguiente manera: Hice algunas vasijas de barromuy anchas pero poco profundas, es decir, de unosdos pies de diámetro y no más de nueve pulgadasde profundidad. Las quemé en el fuego, como habíahecho con las otras y luego, cuando quería hornearpan, hacía un gran fuego sobre el hogar, que habíacubierto con unas losetas cuadradas que yo mismohice y cocí aunque no puedo decir que fuesen per-fectamente cuadradas.

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Cuando la leña formaba un buen montón de as-cuas, llenaba el hogar con ellas y las dejaba ahíhasta que el hogar se calentaba bien. Luego retira-ba las ascuas, colocaba mi ho gaza o mis hogazas ylas cubría con la vasija de barro, que rodeaba decarbones para mantener y avivar el fuego segúnfuera necesario. De este modo, como en el mejorhorno del mundo, horneaba mis hogazas de cebaday, en poco tiempo, me convertí en un auténtico ma-estro pastelero pues confeccionaba diversas tortasde arroz y budines, aunque no llegué a hacer tartasya que no tenía con qué rellenarlas, si no era concarne de ave o de cabra.

No es de extrañar que todas estas labores me to-maran casi todo el tercer año en la isla pues, debenotarse que aparte de ellas, tenía que ocuparme demi nueva cosecha y de la labranza. Sembraba elgrano en el momento adecuado, lo transportaba acasa lo mejor que podía y colocaba las espigas engrandes canastas hasta que llegaba el momento dedesgranarlo, pues no tenía trillo ni lugar donde trillar.

Ahora que mi provisión de grano aumentaba,quería agrandar los graneros. Necesitaba un lugarpara almacenarlo porque la cosecha había sido tanabundante que tenía veinte fanegas de cebada y

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otras tantas, o más, de arroz. Decidí entonces usar-los ampliamente puesto que hacía tiempo que seme había acabado el pan. También decidí ver cuán-to necesitaba para un año y, así, sembrar solo unavez.

En total, descubrí que cuarenta fanegas de ceba-da y arroz eran más de lo que podía consumir en unaño y por tanto, decidí sembrar al año siguiente lamisma cantidad que en el anterior, con la esperanzade que me bastase para hacer pan y otros alimen-tos.

Mientras hacía todo esto, a menudo mis pensa-mientos volaban hacia la tierra que había visto des-de el otro lado de la isla y, secretamente, deseabaestar allí, imaginando que podría divisar el continen-te y que, al ser una tierra poblada, encontraría losmedios para salir adelante y, finalmente, escapar.

Sin embargo, no tenía en cuenta los riesgos deaquella situación, como, por ejemplo, el de caer enmanos de los salvajes, que consideraba más peli-grosos que los leones y los tigres de África, y que, sime atrapaban, casi con toda seguridad, me asesi-narían y, tal vez me devorarían. Había oído decirque los habitantes de la costa del Caribe eran caní-bales, o devoradores de hombres y sabía, por la lati-

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tud, que no debía estar lejos de esas tierras. Mas,suponiendo que no fuesen caníbales, podían ma-tarme, como a muchos europeos que cayeron ensus manos, incluso a grupos de diez o veinte; y conmás razón a mí que era uno solo y apenas podíadefenderme. Nada de esto, que debía considerarmuy seriamente, como después lo hice, me preocu-paba al principio pues tan solo pensaba en llegar ala otra orilla.

Deseaba tener a mi chico Xury y la chalupa consu vela de lomo de cordero, con la cual había nave-gado más de mil millas por la costa de África; masde nada me servía desear lo. Entonces pensé quepodía inspeccionar el bote de la nave que, como hedicho anteriormente, fue arrojado hasta la playa porla tormenta que nos hizo naufragar. Estaba casi enel mismo lugar pero las olas y el viento le habíandado la vuelta contra un arrecife de arena dura yahora no tenía agua alrededor.

Si hubiese tenido ayuda, habría podido repararlo yecharlo al agua y me habría servido perfectamentepara regresar a Brasil sin dificultades. Mas debíareconocer que me iba a resultar tan difícil darle lavuelta como mudar la isla de un lado a otro. No obs-tante, fui al bosque a cortar unos troncos largos que

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me sirvieran de palanca y rollo y los trasladé hastael bote, decidido a hacer lo que pudiese y conven-cido de que si lograba darle la vuelta, podría repa-rarlo y convertirlo en un excelente bote con el quepodría lanzarme al mar tranquilamente.

No escatimé en esfuerzos en esta inútil labor, enla que empleé cerca de tres semanas, hasta que,por fin, me convencí de que no podría levantarlo conmis pocas fuerzas y decidí excavar la arena pordebajo para socavarlo y hacerlo caer, utilizandotrozos de madera para dirigirle la caída.

Mas cuando hube terminado de hacer esto, ad-vertí, nuevamente, que no podía darle la vuelta, nimeterme debajo ni, mucho menos, empujarlo haciael agua. De este modo, me vi obligado a desistir dela idea y, aunque así lo hice, mis deseos de aventu-rarme hacia el continente aumentaban a medidaque disminuían mis probabilidades de lograrlo.

Más tarde, comencé a reflexionar sobre la posibi-lidad de construir una canoa o piragua, como lasque hacían los nativos de aquellas latitudes, inclusosin herramientas ni ayuda, con un gran tronco deárbol. Esto no solo me pareció posible sino sencilloy me alegré mucho con la idea de hacerlo y de tenermás recursos que los indios o los negros. Mas no

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consideré las dificultades que acarreaba dicha ta-rea, que eran mayores que las que podían encontrarlos indios, como por ejemplo, la necesidad de ayudapara echarla al agua cuando estuviese terminada.Este obstáculo me parecía mucho más difícil desuperar que la falta de herramientas, por parte delos indios pues ¿de qué me serviría cortar un granárbol en el bosque, lo cual podía hacer sin dema-siada dificultad, si, después de modelar y alisar laparte exterior para darle la forma de un bote y decortar y quemar la parte interior para ahuecarla,debía dejarlo justo donde lo había encontrado porser incapaz de arrastrarlo hasta el agua?

Se podría pensar que, mientras construía la ca-noa, no había considerado, ni por un momento, estasituación pues debí haber pensado antes en la for-ma de llevarla hasta el agua pero estaba tan enfras-cado en la idea de navegar, que ni una vez me de-tuve a pensar cómo lo haría. Naturalmente, me iba aresultar mucho más fácil llevarla cuarenta y cincomillas por mar, que arrastrarla por tierra las cuarentay cinco brazas que la separaban de él.

Me empeñé en construir esta canoa como el másestúpido de los hombres, como si hubiese perdidototalmente la razón. Me agradaba el proyecto y no

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me preocupaba en lo más mínimo si no era capazde realizarlo. No es que la idea de botar la canoa nome asaltara con frecuencia sino que respondía amis preguntas con la siguiente insensatez: «Primeroocupémonos de hacerla que, con toda seguridad,encontraré la forma de transportarla cuando estéterminada.»

Esta era una forma de proceder descabellada pe-ro mi fantasiosa obstinación prevaleció y puse ma-nos a la obra. Corté un cedro tan grande, que dudomucho que Salomón dispusiera de uno igual paraconstruir el templo de Jerusalén. Medía cinco pies ydiez pulgadas de diámetro en la parte baja y a losveintidós pies de altura medía cuatro pies y oncepulgadas; luego se iba haciendo más delgado hastael nacimiento de las ramas. Me costó un trabajoinfinito cortar el árbol. Estuve veinte días talando ycortando la base y catorce más cercenando las ra-mas, los brotes y el tupido follaje con el hacha. Des-pués, me tomó un mes darle la forma del casco deun bote que pudiese mantenerse derecho sobre elagua. Me tomó casi tres meses excavar su interiorhasta que pareciese un bote de verdad. Hice estosin fuego, utilizando, únicamente, un mazo y uncincel y, después de mucho esfuerzo, logré haceruna hermosa piragua, lo suficientemente grande

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como para llevar veintiséis hombre y, por tanto, a mícon mi cargamento.

Cuando terminé la tarea, estaba encantado. El bo-te era mucho más grande que cualquier canoa opiragua, hecha de un solo árbol, que hubiese vistoen mi vida. Muchos golpes de hacha me había cos-tado y no faltaba más que llevarla hasta el agua y, silo hubiese conseguido, habría emprendido el viajemás absurdo e irrealizable que jamás se hubiesehecho.

Todos mis intentos de llevarla al mar fracasaron, apesar de mis grandísimos esfuerzos. La canoa es-taba a unas cien yardas del agua y el primer incon-veniente era una colina que se elevaba hacia el río.Para resolver este problema, decidí cavar el terrenocon el fin de hacer un declive. Comencé a hacerlo yme costó un trabajo inmenso mas ¿quién se quejade fatigas si tiene la salvación ante sus ojos? Noobstante, cuando terminé esta tarea y vencí estadificultad, estaba igual que antes porque, como conel bote, me resultaba imposible mover la canoa.

Entonces medí la longitud del terreno y decidíhacer una especie de dique o canal para llevar elagua hasta la piragua ya que no podía llevar esta alagua. Cuando comencé a ha cerlo y calculé el an-

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cho y la profundidad de la excavación que debíarealizar, me di cuenta de que, sin otro recurso quemis dos brazos, me tomaría unos diez o doce añosterminar esta labor puesto que, la orilla estaba ele-vada y, por lo tanto, tendría que cavar una zanja de,por lo menos, veinte pies de profundidad en la partemás alta. Al final también tuve que renunciar a estaidea, con mucho pesar.

Esto me causó una gran aflicción y me hizo com-prender, aunque demasiado tarde, la estupidez deiniciar un trabajo sin calcular los costos ni juzgar lacapacidad para realizarlo.

Ocupado en estas tareas, concluyó mi cuarto añode estancia en la isla y celebré el aniversario con lamisma devoción y tranquilidad que los anteriores,pues, gracias al cons tante estudio de la palabra deDios y al auxilio de su gracia divina, había adquiridouna nueva sabiduría, distinta a mis conocimientosanteriores. Veía las cosas de otro modo y el mundome parecía algo remoto, con lo que no tenía nadaque ver y de lo que no esperaba ni deseaba absolu-tamente nada. En pocas palabras, no tenía nada encomún con él, ni lo tendría nunca, de modo que loveía como se debía ver después de la muerte; comoun lugar donde había vivido pero al que había

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abandonado. Muy bien podía decir, como Abrahamal rico avariento: Entre tú y yo media un profundoabismo.

En primer lugar, me hallaba lejos de los vicios delmundo. No sentía la concupiscencia de la carne, laconcupiscencia de los ojos, ni la soberbia de la vida.Nada tenía que envidiar, puesto que poseía todoaquello de lo que podía disfrutar y era el señor detoda la isla. Podía, si eso me complacía, llamarmerey o emperador de todo lo que poseía. No teníarivales ni adversarios ni a nadie con quien disputar-me la soberanía o el poder. Podía cosechar sufi-ciente grano para cargar muchos navíos pero no mehacía falta, de modo que sembraba solo el que ne-cesitaba para mi sustento. Tenía tortugas en abun-dancia pero no las cogía sino de cuando en cuando,según mis necesidades. Tenía suficiente leña paraconstruir toda una flota de barcos y luego llenar susbodegas con el vino o las pasas que podía obtenerde mi viñedo.

Solo me parecía valioso aquello que podía utilizar.Comía solo lo que necesitaba y el resto, ¿de quéme servía? Si cazaba más de lo que podía comer,tenía que dárselo al perro o dejar que se lo comie-ran las sabandijas. Si sembraba más grano del que

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podía consumir, se echaba a perder. Los árbolesque cortaba se pudrían sobre la tierra ya que no po-día utilizarlos de otro modo que no fuera como lum-bre para cocinar mi comida.

En pocas palabras, después de una justa re-flexión, comprendí que la naturaleza y la experienciame habían enseñado que todas las cosas buenasde este mundo lo son en la medida en que podemoshacer uso de ellas o regalárselas a alguien y quedisfrutamos solo de aquello que podemos utilizar; elresto no nos sirve para nada. El avaro más misera-ble y codicioso de este mundo se habría curado delvicio de la avaricia si hubiese estado en mi lugar,pues poseía infinitamente más de lo que podía dis-poner. No deseaba nada, excepto algunas cosasque no podía tener y que, en realidad, eran insignifi-cancias, aunque me habrían sido de gran utilidad.Como he dicho anteriormente, tenía un poco dedinero, oro y plata, que sumaban unas treinta y seislibras esterlinas y, ¡ay de mí!, ahí yacía esa inútil ydesagradable materia, con la que no podía hacerabsolutamente nada. A veces pensaba que habríadado parte de ella a cambio de unas buenas pipaspara fumar tabaco o de un molino de mano paramoler el grano. Más aún, lo habría dado todo acambio de seis peniques de semillas de nabos y

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zanahorias de Inglaterra o de un puñado de guisan-tes y habas y un frasco de tinta. En mi situación, nopodía sacar ningún provecho de ese dinero y allíestaba, dentro de un cajón, cubriéndose de mohocon la humedad de la cueva durante la estación delluvias; y si hubiera tenido el cajón lleno de diaman-tes, tampoco habrían tenido ningún valor, porque notenía uso que darles.

Ahora mi vida era mucho más tranquila que alprincipio y me sentía mucho mejor, física y espiri-tualmente. A menudo, cuando me sentaba a comer,me sentía agradecido y ad mirado por la divina Pro-videncia que me había puesto una mesa en mediodel desierto. Aprendí a ver el lado bueno de mi si-tuación y a ignorar el malo y a valorar más lo quepodía disfrutar que lo que me hacía falta. Esta acti-tud me proporcionó un secreto bienestar, que nopuedo explicar. Pongo esto aquí, pensando en laspersonas inconformes, que no son capaces de dis-frutar felizmente lo que Dios les ha dado porqueambicionan precisamente aquello que les ha sidonegado y me parece que toda nuestra infelicidad,por lo que no tenemos, proviene de nuestra falta deagradecimiento por lo que tenemos.

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Otra reflexión muy provechosa para mi y, sin du-da, para cualquiera que caiga en una desgraciacomo la mía, era la siguiente: comparar mi situaciónpresente con la que imaginé al principio, o bien, conla que, seguramente, habría sido, si la buena Provi-dencia de Dios no hubiese dispuesto milagrosamen-te que el barco se acercase a la orilla y que yo, nosolo pudiese alcanzarlo, sino rescatar todo lo quelogré llevar hasta la playa, para mi salvación y mibienestar, pues, si las cosas hubieran ocurrido deotro modo, no habría tenido herramientas con quetrabajar, armas para defenderme, ni pólvora ni mu-niciones para conseguir mi alimento.

Pasé horas, más bien, días enteros, imaginando,con lujo de detalles, lo que habría tenido que hacersi no hubiese podido rescatar nada del barco. Nohabría podido alimentarme más que con pescado ytortugas y más aún, si no los hubiera descubierto atiempo, me habría muerto de hambre y, en caso dehaber podido subsistir, habría vivido como un salva-je. Si por casualidad hubiera matado una cabra o unave, mediante alguna estratagema, no habría podi-do abrirla, ni desollarla, ni sacarle las vísceras, nitrocearla sino que me habría visto obligado a roerlacon los dientes y desgarrarla con las uñas como lasbestias.

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Estas reflexiones me hicieron consciente de lobondadosa que había sido la Providencia conmigo,por lo que me sentí muy agradecido por mi presentecondición, a pesar de todos

sus problemas y contratiempos. Aquí debo reco-mendar a aquellos que tienden a quejarse de susmiserias y se preguntan: «¿hay alguna pena comola mía?», que consideren cuánto peor están otraspersonas, o cuánto peor podrían estar ellos mismossi a la Providencia le hubiese parecido justo.

Había otra reflexión que me reconfortaba y medevolvía las esperanzas. Comparaba mi situaciónactual con la que merecía y que, con toda razón,debía esperar de la Providencia. Había vivido unavida vergonzosa, totalmente desprovista de cual-quier conocimiento o temor de Dios. Mis padres mehabían educado bien; ambos me habían inculcado,desde temprana edad, el respeto religioso haciaDios, el sentido del deber y de aquello que la natu-raleza y mi condición en la vida exigían de mí. Pero¡ay de mí! muy pronto caí en la vida de marinero,que, de todas las existencias, es la menos temerosade Dios, aunque, a menudo, padezca las conse-cuencias de su cólera. Digo que, habiéndome ini-ciado muy pronto en la vida de marinero y en la

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compañía de gentes de mar, el poco sentido de lareligión que había cultivado hasta entonces, des-apareció ante las burlas de mis compañeros y anteun endurecido desprecio por el peligro y las visionesde la muerte, a las que llegué a acostumbrarme porno tener con quien conversar, que fuese distinto demí, u oír alguna palabra buena o, al menos, amable.

Tan vacío estaba de cualquier bondad, o del másmínimo sentido de ella que ni siquiera en las agra-ciadas ocasiones en las que me había visto salvado,como cuando escapé de Salé, cuando el capitánportugués me rescató, cuando me establecí feliz-mente en Brasil, cuando recibí el cargamento deInglaterra y otras por el estilo, pronuncié ni penséuna palabra de agradecimiento a Dios; ni siquieraen el colmo de mi desventura le dirigí una plegaria aDios diciendo: «Señor, ten piedad de mí.» No,jamás pronunciaba el nombre de Dios a no ser quefuera para jurar o blasfemar.

Como ya he dicho, pasé muchos meses en mediode terribles reflexiones sobre mi maldita e indignavida pasada. Mas cuando miraba a mi alrededor ycontemplaba los dones especiales que había recibi-do desde mi llegada a esta isla y el modo tan gene-roso en que Dios me había tratado, pues no me

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había castigado con la severidad que merecía sino,más bien, había sido pródigo en proveerme tantocomo podía necesitar, tenía la esperanza de que miarrepentimiento hubiese sido aceptado y que Diosme tuviera reservada alguna misericordia.

Con estos pensamientos me resigné a acatar lavoluntad de Dios en las circunstancias en las queme hallaba y hasta le di sinceras gracias por ello,considerando que aún estaba vivo y que no debíaquejarme, pues no había recibido siquiera el justocastigo por mis pecados y gozaba de tantos privile-gios como nunca hubiese podido esperar en un sitiocomo este. Por tanto, no debía volver a lamentarmede mi condición, sino regocijarme por ella y dar gra-cias a Dios por el pan de cada día, que, de no serpor un milagro, no podría haber disfrutado. Debíarecordar que podía alimentarme por obra de unmilagro casi tan grande como el de los cuervos quealimentaron a Elías. Además, difícilmente hubiesepodido elegir otro sitio con más ventajas que aquellugar desierto donde había sido arrojado; uno don-de, si bien no tenía compañía, lo cual era el motivode mi mayor desventura, tampoco había bestiasferoces, lobos furiosos, tigres que amenazaran mivida, plantas venenosas que me hicieran daño en

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caso de que las ingiriera, ni salvajes que pudieranasesinarme y devorarme.

En pocas palabras, si por un lado mi vida era des-venturada, por otro estaba llena de gracia y lo únicoque necesitaba para hacerla más confortable eraconfiar en la bondad y la misericordia de Dios paraconmigo y hallar en ello mi consuelo. Cuando logréhacer esto, dejé de sentirme triste y pude seguiradelante.

Llevaba tanto tiempo en este lugar que muchas delas cosas que había traído a tierra se habían agota-do o deteriorado. Como ya he dicho, la tinta se mehabía terminado casi totalmente y solo quedaba unpoco que fui mezclando con agua hasta que se vol-vió tan clara que apenas dejaba marcas en el papel.Mientras duró, la utilicé para anotar los días del mesen los que me sucedía algo fuera de lo corriente.Recuerdo que al principio, había notado una extrañacoincidencia entre las fechas de algunos aconteci-mientos y, de haber sido supersticioso y creer quehabía días de buena y mala suerte, habría tenidosuficientes motivos para reflexionar sobre lo curiosode algunas circunstancias.

En primer lugar, observé que el día en que partíde Hull, abandonando a mis padres y a mis amigos

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con el fin de aventurarme en el mar, era el mismodía en que, más tarde, fui capturado y hecho escla-vo por el corsario de Salé.

El día en que me salvé del naufragio del barco enla rada de Yarmouth, fue el mismo día, al año si-guiente, en que pude escapar de Salé en la chalu-pa.

El día de mi nacimiento, el 30 de septiembre, fueel mismo día, al cabo de veintiséis años que mesalvé milagrosamente del naufragio y llegué a lascostas de esta isla; de modo que mi vida pecamino-sa y mi vida solitaria empezaron el mismo día.

Después de la tinta, se me agotó el pan, es decir,la galleta que había rescatado del barco y que con-sumía con suma frugalidad, permitiéndome comersolo una por día, durante un año. Aun así, pasé casiun año sin pan hasta que pude producir mi propiaharina, por lo que estaba enormemente agradecidoya que, como he dicho, su obtención fue casi mila-grosa.

Mis ropas también comenzaron a deteriorarse no-tablemente. Hacía tiempo que no tenía lino, con laexcepción de algunas camisas a cuadros que habíaencontrado en los arco nes de los marineros y guar-

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dado con mucho cuidado porque, a menudo, eran loúnico que podía tolerar; y fue una gran suerte quehubiese encontrado casi tres docenas de ellas entrela ropa de los marineros en el barco. También teníavarias capas gruesas de las que usaban los marine-ros pero eran demasiado pesadas. En verdad, elclima era tan caluroso que no tenía necesidad deusar ropa, mas no era capaz de andar totalmentedesnudo. No, aunque me hubiese sentido tentado ahacerlo, lo cual no ocurrió pues no podía siquieraimaginarme algo así, a pesar de que estaba solo.

La razón por la cual no podía andar completamen-te desnudo era que aguantaba el calor del sol bas-tante mejor cuando estaba vestido que cuando no loestaba. A menudo el sol me producía ampollas en lapiel, mas, cuando llevaba camisa, el aire pasaba através del tejido y me sentía mucho más fresco quecuando no la llevaba. Tampoco podía salir sin gorrao sombrero pues los rayos del sol, que en esas lati-tudes golpean con gran violencia, me habrían pro-vocado una terrible jaqueca, a fuerza de caer direc-tamente sobre mi cabeza.

Ante esta situación, decidí ordenar los pocosharapos que tenía y a los que llamaba ropa. Habíagastado todos los chalecos y ahora debía intentar

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hacer algunas chaquetas con las capas y los demásmateriales que tenía. Empecé pues a hacer trabajosde sastrería, más bien estropicios, pues los resulta-dos fueron lastimosos. No obstante, logré hacer doso tres chalecos, con la esperanza de que me dura-sen mucho tiempo. La labor que realicé con los pan-talones o calzones, fue igualmente desastrosa, has-ta más adelante.

He mencionado que guardaba las pieles de losanimales que mataba, me refiero a los cuadrúpedos,y las colgaba al sol, extendiéndolas con la ayuda depalos. Algunas estaban tan secas y duras que ape-nas servían para nada pero otras me resultaron muyútiles. Lo primero que confeccioné con ellas fue unagran gorra para cubrirme la cabeza, con la parte dela piel hacia fuera para evitar que se filtrase el agua.Me quedó tan bien que luego me confeccioné unavestimenta completa, es decir, una casaca y unoscalzones abiertos en las rodillas, ambos muy am-plios, para que resultaran más frescos. Debo reco-nocer que estaban pésimamente hechos pues si eraun mal carpintero, era aún peor sastre. No obstante,les di muy buen uso y, cuando estaba fuera, si porcasualidad llovía, la piel de la casaca y del sombrerome mantenían perfectamente seco.

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Posteriormente, empleé mucho tiempo y esfuerzoen fabricarme una sombrilla, que mucha falta mehacía. Había visto cómo se confeccionaban en Bra-sil, donde eran de gran utilidad a causa del excesivocalor y me parecía que el calor que debía soportaraquí era tanto o más fuerte que el de allá, pues meencontraba más cerca del equinoccio. Además, aquítenía que salir constantemente, por lo que una som-brilla me resultaba de gran utilidad para protegerme,tanto del sol como de la lluvia. Emprendí esta tareacon muchas dificultades y pasó bastante tiempoantes de que pudiera hacer algo que se le pareciesepues, cuando creía haber encontrado la forma deconfeccionarla, eché a perder dos o tres veces an-tes de hacer la que tenía prevista. Por fin fabriquéuna que cumplía cabalmente ambos propósitos. Lomás difícil fue lograr que pudiera cerrarse. Habíalogrado que permaneciera abierta pero, si no logra-ba cerrarla, habría tenido que llevarla siempre sobrela cabeza, lo cual no era demasiado práctico. Final-mente, como he dicho, hice una lo suficientementeadecuada para mis propósitos y la cubrí de piel, conla parte peluda hacia arriba, a fin de que, como sifuera un tejado, me protegiese del sol tan eficaz-mente, que me permitiera salir, incluso en el calormás sofocante, tan a gusto como si hiciese fresco.

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Cuando no tuviera necesidad de usarla, podía ce-rrarla y llevarla bajo el brazo.

Vivía, de este modo, cómodamente; mi espírituestaba tranquilo y enteramente conforme con lavoluntad de Dios y los designios de la Providencia.Por lo tanto, mi vida era mu cho más placentera quela vida en sociedad, pues, cuando me lamentaba deno tener con quien conversar, me preguntaba si noera mejor conversar con mis pensamientos y, sipuede decirse, con Dios, mediante la oración, quedisfrutar de los mayores deleites que podía ofrecerla sociedad.

No puedo decir que, durante cinco años no meocurriera nada extraordinario pero, lo cierto es quemi vida seguía el mismo curso, en el mismo lugar desiempre. Aparte de mi cultivo anual de cebada yarroz, del que siempre guardaba suficiente para unaño, y de mis salidas diarias con la escopeta, teníauna ocupación importante: construir mi canoa, lacual, finalmente, pude acabar. Luego cavé un canalde unos seis pies de ancho por cuatro de profundi-dad que me permitió llevarla hasta el río, a lo largode casi media milla. La primera canoa era demasia-do grande, ya que la había construido sin pensar deantemano cómo llevarla hasta el agua y, como nun-

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ca pude hacerlo, la tuve que dejar donde estaba, amodo de recordatorio que me enseñase a ser másprecavido en el futuro. De hecho, la siguiente vez,aunque no pude encontrar un árbol adecuado queestuviera a menos de media milla del agua, como yahe dicho, me pareció que mi proyecto era viable ydecidí no abandonarlo. Pese a que invertí dos añosen él, nunca trabajé de mala gana, sino con la espe-ranza de tener, finalmente, un bote para lanzarme almar.

Sin embargo, cuando terminé de construir mi pe-queña piragua, advertí que su tamaño no era eladecuado para los objetivos que me había fijado alemprender la fabricación de la primera; es decir,aventurarme hacia la tierra firme que estaba a unascuarenta millas de la isla. Pero al ver la piragua tanpequeña, desistí de mi propósito inicial y no volví apensar en él. Decidí usarla para hacer un recorridopor la isla, pues, aunque solo había visto parte delotro lado por tierra, como he dicho anteriormente,los descubrimientos que había hecho en ese cortoviaje me despertaron fuertes deseos de ver el restode la costa. Ahora que tenía un bote, no pensaba enotra cosa que navegar alrededor de la isla.

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Con este fin, y tratando de hacer las cosas con elmejor tino posible, le puse un pequeño mástil a mibote e hice una vela con los restos de las velas delbarco, que tenía guardadas en gran cantidad.

Ajustados el mástil y la vela, hice un ensayo conla piragua y descubrí que navegaba muy bien. En-tonces le hice unos pequeños armarios o cajones acada extremo para co locar mis provisiones y muni-ciones y evitar que se.mojaran con la lluvia o lassalpicaduras del mar. Luego hice una larga hendidu-ra en el interior de la piragua para colocar la esco-peta y le puse una tapa para asegurarla contra lahumedad.

Aseguré la sombrilla a popa para que me prote-giera del sol como si fuera un toldo. De este modo,salía a navegar de vez en cuando, sin llegar nuncaa internarme demasiado en el mar ni alejarme delrío. Finalmente, ansioso por ver la periferia de mipequeño reino, decidí emprender el viaje y per-treché mi embarcación para hacerlo. Embarqué dosdocenas de panes (que más bien debería llamarbizcochos) de cebada, una vasija de barro llena dearroz seco, que era un alimento que solía consumiren gran cantidad, una pequeña botella de ron, me-dia cabra, pólvora y municiones para cazar y dos

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grandes capas, de las que, como he dicho, rescatéde los arcones de los marineros. Una la utilizaba amodo de colchón y la otra de manta.

El sexto día de noviembre del sexto año de mi rei-nado, o, si preferís, mi cautiverio, emprendí el viaje,que resultó más largo de lo que había calculadopues, aunque la isla era bastante pequeña, en lacosta oriental tenía un arrecife rocoso que se ex-tendía más de dos leguas mar adentro y, despuésde este, había un banco de arena seca que se pro-longaba otra media legua más, de manera que mevi obligado a internarme en el mar para poder torceresa punta.

Cuando vi el arrecife y el banco de arena por pri-mera vez, estuve a punto de abandonar la empresay volver a tierra porque no sabía cuánto tendría queadentrarme en el mar y, sobre todo, porque no teníaidea de cómo regresar. Así pues, eché el ancla quehabía hecho con un trozo de arpón roto que habíarescatado del barco.

Una vez asegurada mi piragua, tomé mi escopetay me encaminé a la orilla. Escalé una colina desdela que, aparentemente, se podía dominar esa partey, desde allí, pude observar toda su extensión. En-tonces decidí aventurarme.

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Mientras observaba el mar desde la colina, vi unacorriente muy fuerte, de hecho, bastante violenta,que corría en dirección este y que llegaba casi hastala punta. Me llamó la atención porque advertía ciertopeligro de ser arrastrado mar adentro por ella y nopoder regresar a la isla. Indudablemente, así habríaocurrido, si no hubiese subido a la colina, porqueuna corriente similar dominaba el otro extremo de laisla, solo que a mayor distancia. También pude verun fuerte remolino en la orilla, de modo que si logra-ba evadir la corriente, me habría topado inmediata-mente con él.

Me quedé en este lugar dos días porque el vientosoplaba del este-sudeste, es decir, en direcciónopuesta a la corriente, con bastante fuerza y levan-taba un gran oleaje en aquel punto. Por lo tanto, noera seguro acercarse ni alejarse demasiado de lacosta, a causa de la corriente.

Al tercer día por la mañana, el mar estaba tranqui-lo, pues el viento se había calmado durante la no-che y decidí aventurarme. Quiero que esto sirva deadvertencia a los pilotos te merarios e ignorantes,pues, no bien me había alejado de la costa un pocomás que el largo de mi piragua, cuando me en-contré en aguas profundas y en medio de una co-

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rriente tan rápida y fuerte como las aspas de unmolino. Pese a todos mis esfuerzos, apenas podíamantenerme en sus márgenes y me alejaba cadavez más del remolino, que estaba a mi izquierda. Nosoplaba viento que pudiese ayudarme y todos losesfuerzos que hacía por remar resultaban inútiles.Comencé a darme por vencido pues, como habíacorrientes a ambos lados de la isla, sabía que apocas leguas, se encontrarían y yo me vería irremi-siblemente perdido. Tampoco veía cómo evitarlo yno me quedaba otra alternativa que perecer, no acausa del mar, que estaba muy calmado, sino dehambre. Había encontrado una tortuga en la orilla,tan grande que casi no podía levantarla, y la habíaechado en el bote. Tenía una gran jarra de aguafresca, es decir, uno de mis cacharros de barro peroesto era todo con lo que contaba para lanzarme alvasto océano, donde, sin duda, no encontraría orilla,ni tierra firme, ni isla en, al menos, mil leguas.

Ahora comprendía cuán fácilmente, la Providenciadivina podía convertir una situación miserable enuna peor. Ahora recordaba mi desolada isla como ellugar más agradable de la tierra y la única dicha a laque aspiraba mi corazón era poder regresar allí.Extendía las manos hacia ella y exclamaba: «¡Oh,feliz desierto! ¿No volveré a verte nunca más? ¡Oh,

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miserable criatura! ¿A dónde voy?» Entonces mereprochaba mi ingratitud al lamentarme por mi sole-dad y pensaba que hubiera dado cualquier cosa porestar otra vez en la orilla. Nunca sabemos ponderarel verdadero estado de nuestra situación hasta quevemos cómo puede empeorar, ni sabemos valoraraquello que tenemos hasta que lo perdemos. Esdifícil imaginar la consternación en la que me halla-ba sumido, al verme arrastrado lejos de mi amadaisla (pues así la sentía ahora) hacia el ancho mar, ados leguas de ella y con pocas esperanzas de vol-ver.

No obstante, me esforcé, hasta quedar exhausto,por mantener el rumbo de mi bote hacia el norte, esdecir, hacia la margen de la corriente donde estabael remolino. Cerca del mediodía me pareció sentiren el rostro una leve brisa que soplaba desde el sur-sudeste. Esto me alentó un poco, especialmente,cuando al cabo de media hora, la brisa se trans-formó en un pequeño ventarrón. A estas alturas, meencontraba a una distancia alarmante de la isla y,de haberse producido neblina, otro habría sido midestino, pues no llevaba brújula a bordo y no habríasabido en qué dirección avanzar para alcanzar laisla, si acaso la perdía de vista. Mas el tiempo semantenía claro y me dispuse a levantar el mástil y

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extender la vela, siempre tratando de mantenermeenfilando hacia el norte para evitar la corriente.

Apenas terminé de poner el mástil y la vela, el bo-te comenzó a deslizarse más de prisa. Advertí, porla transparencia del agua, que acababa de producir-se un cambio en la corriente, porque cuando estaestaba fuerte, el agua era turbia y ahora, que estabamás clara, me parecía que su fuerza había dismi-nuido. A media legua hacia el este, el mar rompíasobre unas rocas que dividían la corriente en dosbrazos. Mientras el brazo principal fluía hacia el sur,dejando los escollos al noreste, el otro regresaba,después de romper en las rocas, y formaba unafuerte corriente que se dirigía hacia el noroeste.

Aquellos que hayan recibido un perdón al pie delcadalso, que hayan sido liberados de los asesinosen el último momento, o que se hayan visto en peli-gros tan extremos como estos, podrán adivinar mialegría cuando pude dirigir mi piragua hacia estacorriente y desplegar mis velas al viento, que meimpulsaba hacia delante, con una fuerte marea pordebajo.

Esta corriente me llevó cerca de una legua en di-rección a la isla pero cerca de dos leguas más haciael norte que la primera que me arrastró a la deriva,

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de modo que, cuando me acerqué a la isla, estabafrente a la costa septentrional, es decir, en la riberaopuesta a aquella de donde había salido. Cuandohabía recorrido un poco más de una legua con laayuda de esta corriente, advertí que se estaba ago-tando y ya no me servía de mucho. No obstante,descubrí que entre las dos corrientes, es decir, laque estaba al sur, que me había alejado de la isla, yla que estaba al norte, que estaba a una legua delotro lado, el agua estaba en calma y no me im-pulsaba en ninguna dirección. Mas gracias a unabrisa, que me resultaba favorable, seguí avanzandohacia la costa, aunque no tan de prisa como antes.

Hacia las cuatro de la tarde, cuando estaba casi auna legua de la isla, divisé las rocas que causaroneste desastre, que se extendían, como he dichoantes, hacia el sur. Evidente mente, habían formadootro remolino hacia el norte, que, según podía ob-servar, era muy fuerte pero no estaba en mi rumbo,que era hacia el oeste. No obstante, con la ayudadel viento, crucé esta corriente hacia el noroeste, endirección oblicua, y en una hora me hallaba a unamilla de la costa. Allí, el agua estaba en calma ymuy pronto llegué a la orilla.

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Cuando puse los pies en tierra, caí de rodillas y digracias a Dios por haberme salvado y decidí aban-donar todas mis ideas de escapar. Me repuse conlos alimentos que ha bía traído y acerqué el botehasta la playa, lo coloqué en una pequeña cala quedescubrí bajo unos árboles y me eché a dormir por-que estaba agotado a causa de los esfuerzos y fati-gas del viaje.

Ahora no sabía con certeza qué dirección tomarpara volver a casa con el bote. Había corrido tantosriesgos y conocía tan bien la situación, que no esta-ba dispuesto a regre sar por la ruta por la que habíavenido. Tampoco sabía qué podía encontrar en laotra orilla (es decir, en la occidental), ni tenía inten-ciones de volver a aventurarme. Por tanto, a la ma-ñana siguiente, resolví recorrer la costa en direcciónoeste y ver si encontraba algún río donde pudieradejar a salvo la piragua para disponer de ella si lanecesitaba. Al cabo de tres millas, más o menos,mientras avanzaba por la costa, llegué a una exce-lente bahía o ensenada, que medía cerca de unamilla y que se iba estrechando hasta la desemboca-dura de un riachuelo. Esta ensenada sirvió de puer-to a mi piragua, y pude dejarla como si fuese unpequeño atracadero construido especialmente paraella. Me adentré en la bahía y, después de asegurar

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mi piragua, me encaminé hacia la costa para explo-rar y ver dónde me hallaba.

Pronto descubrí que no había avanzado muchomás allá del lugar donde había estado la vez quehabía hecho la expedición a pie, de modo que solosaqué del bote la escopeta y la sombrilla, pues hac-ía mucho calor, y emprendí la marcha. El caminoresultaba muy agradable, después de un viaje comoel que había hecho. Por la tarde, llegué a mi viejoemparrado y lo encontré todo como lo había dejado,ya que siempre lo dejaba todo en orden, pues loconsideraba mi casa de campo.

Atravesé la verja y me recosté a la sombra a des-cansar mis cansados huesos, pues estaba extenua-do, y me dormí enseguida. Mas, juzgad vosotros,que leéis mi historia, la sorpresa que me llevé cuan-do una voz me despertó diciendo: «Robinson, Ro-binson, Robinson Crusoe, pobre Robinson Crusoe.¿Dónde estás, Robinson Crusoe? ¿Dónde estás?¿Dónde has estado?»

Al principio, estaba tan profundamente dormido,por el cansancio de haber remado o bogado, comosuele decirse, durante la primera parte del día y porla caminata de la tar de, que no llegué a despertar-me del todo, sino que me quedé entre dormido y

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despierto y pensé que estaba soñando que alguienme hablaba. Como la voz siguió llamándome: «Ro-binson Crusoe, Robinson Crusoe», me desperté,muy asustado al principio, y me puse en pie con unagran consternación. Pero tan pronto abrí los ojos, via mi Poll, apoyado en el borde del cercado y supe,inmediatamente, que era él quien me llamaba por-que ese era el tono lastimero en el que solía hablar-le y enseñarle a hablar. Lo había aprendido a laperfección y, posándose en mi dedo, me acercabael pico a la cara repitiendo: «Pobre Robinson Cru-soe. ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado? ¿Cómohas llegado hasta aquí?», y otras cosas por el estiloque yo le había enseñado.

No obstante, aunque sabía que había sido el loroy que no podía ser nadie más, pasó un buen ratohasta que me repuse del susto. En primer lugar, measombraba que hubiese podido llegar hasta allí y,luego, que se quedara en ese sitio y no en otro. Mascomo ya sabía que no podía ser otro que mi fiel Poll,me tranquilicé y, extendiendo la mano, lo llamé porsu nombre, Poll, y la amistosa criatura, se meacercó, se apoyó en mi pulgar y, como de costum-bre, acercó el pico a mi rostro y continuó hablandoconmigo: «Pobre Robinson Crusoe. ¿Cómo hasllegado hasta aquí? ¿Dónde has estado?», como si

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se hubiese alegrado de verme nuevamente. Así, melo traje a casa conmigo.

Estaba saturado de los reveses del mar, lo sufi-ciente para meditar durante varios días sobre lospeligros a los que me había expuesto. Me habríagustado traer mi bote de vuelta, de este lado de laisla pero no sabía cómo hacerlo. Sabía que no vol-vería a aventurarme por la costa oriental, en la queya había estado, pues el corazón se me apretaba yse me helaba la sangre al pensarlo. No sabía lo quepodía encontrar en la otra costa pero, si la corrientetenía la misma fuerza que en la costa oriental, co-rrería el mismo riesgo de ser arrastrado por el aguay alejado de la isla. Con estas razones, me resignéa la idea de no tener ningún bote, aunque hubiesesido el producto de muchos meses de trabajo, nosolo para construirlo sino para echarlo al mar.

Habiendo controlado mis impulsos, podrán imagi-narse que viví un año en un estado de paz y sosie-go. Mis pensamientos se ajustaban perfectamente ami situación, me sen tía plenamente satisfecho conlas disposiciones de la Providencia y estaba con-vencido de que vivía una existencia feliz, si no con-sideraba la falta de compañía.

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En este tiempo, perfeccioné mis destrezas ma-nuales, a las que me aplicaba según mis necesida-des y creo que llegué a convertirme en un buencarpintero, en especial, si se tenía en cuenta quedisponía de muy pocas herramientas.

Aparte de esto, llegué a dominar el arte de la alfa-rería y logré trabajar con un torno, lo que me parecióinfinitamente más fácil y mejor, porque podía redon-dear y darles forma a los objetos que al principioeran ofensivos a la vista. Mas, creo que nunca mesentí tan orgulloso de una obra, ni tan feliz porhaberla realizado, que cuando descubrí el modo dehacer una pipa. A pesar de que, una vez terminada,era una pieza fea y tosca, hecha de barro rojo, co-mo mis otros cacharros, era fuerte y sólida y pasababien el humo, lo que me proporcionó una gran satis-facción porque estaba acostumbrado a fumar. Abordo del barco había varias pipas pero, al principio,no les hice caso porque no sabía que encontraríatabaco en la isla pero, más tarde, cuando regresépor ellas, no pude encontrar ninguna.

También hice grandes adelantos en la cestería.Tejí muchos cestos, que, aunque no eran muy ele-gantes, estaban tan bien hechos como mi imagina-ción me lo había permitido y, además, eran prácti-

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cos y útiles para ordenar y transportar algunas co-sas. Por ejemplo, si mataba una cabra, podía col-garla de un árbol, desollarla, cortarla en trozos ytraerla a casa en uno de los cestos. Lo mismo hacíacon las tortugas: las cortaba, les sacaba los huevosy separaba uno o dos pedazos de carne, que eransuficientes para mí, y traía todo a casa, dejandoatrás el resto. Los cestos grandes y profundos meservían para guardar el grano, que siempre desgra-naba apenas estaba seco.

Comencé a darme cuenta de que la pólvora dis-minuía considerablemente y esto era algo que meresultaba imposible producir. Me puse a pensar muyseriamente en lo que haría cuando se acabara, esdecir, en cómo iba a matar las cabras. Como ya hedicho, en mi tercer año de permanencia en la isla,capturé una pequeña cabra y la domestiqué con laesperanza de encontrar un macho, pero no lo con-seguí. Esta cabra creció, no tuve corazón para ma-tarla y, finalmente, murió de vieja.

Pero estaba en el undécimo año de mi residenciay, como he dicho, las municiones comenzaban aescasear, de modo que me dediqué a estudiar algúnmedio para atrapar o capturar viva alguna cabra,preferiblemente una hembra con cría.

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Con este fin, tejí algunas redes y creo que más deuna cayó en ellas. Pero mis lazos no eran fuertes,porque no tenía alambre, y siempre los encontrabarotos y con el cebo comido.

Finalmente, decidí hacer trampas. Cavé varios fo-sos en la tierra, en sitios donde, según había obser-vado, solían pastar las cabras y, sobre ellos, colo-qué un entramado, que yo mismo hice, con bastantepeso encima. Algunas veces, dejaba espigas decebada y arroz sin colocar la trampa, y podía obser-var, por las huellas de sus patas, que las cabras selas habían comido. Finalmente, una noche coloquétres trampas y, a la mañana siguiente, las encontréintactas, aunque el cebo había sido devorado, locual me desalentó mucho. No obstante, alteré mitrampa y, para no incomodaros con los detalles, diréque, a la mañana siguiente, encontré un machocabrío en una de ellas y tres cabritos, un macho ydos hembras, en otra.

No sabía qué hacer con el macho cabrío porqueera muy arisco y no me atrevía a descender al fosopara capturarlo, como era mi intención. Habría podi-do matarlo pero esto no era lo que quería, ni resolv-ía mi problema; así que lo solté y salió huyendodespavorido. En aquel momento, no sabía algo que

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aprendí más tarde: que el hambre puede amansarincluso a un león. Si lo hubiese dejado en la trampatres o cuatro días sin alimento y le hubiese llevadoun poco de agua, primeramente, y, luego, un pocode grano, se habría vuelto tan manso como los pe-queños, ya que las cabras son animales muy saga-ces y dóciles, si se tratan adecuadamente.

No obstante, lo dejé ir, porque no se me ocurriónada mejor en el momento. Entonces fui donde losmás pequeños, los cogí, uno a uno, los amarré atodos juntos con un cordel y los traje a casa sinninguna dificultad.

Pasó un tiempo antes de que comenzaran a co-mer pero los tenté con un poco de grano dulce ycomenzaron a domesticarse. Ahora me daba cuentade que el único medio que tenía de abastecerme decarne de cabra cuando se me acabara la pólvora,era domesticarlas y criarlas. De este modo, lastendría alrededor de mi casa como si fuesen unrebaño de ovejas.

Luego pensé que debía separar las cabrasdomésticas de las salvajes, pues, de lo contrario, sevolverían salvajes cuando crecieran. Para lograresto, tenía que cercar una ex tensión de tierra conuna valla o empalizada, a fin de evitar que salieran

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las que estuvieran dentro y que entraran las queestuvieran fuera.

La empresa era demasiado ambiciosa para un so-lo par de manos. Sin embargo, como sabía que eraabsolutamente imprescindible, empecé por buscarun terreno adecuado donde hubiera hierba para quese alimentaran, agua para beber y sombra paraprotegerlas del sol.

Los que saben hacer este tipo de cercados, pen-sarán que tuve poco ingenio al elegir una pradera osabana (como las llamamos los ingleses en las co-lonias occidentales), que tenía muchos árboles enun extremo y dos o tres pequeñas corrientes deagua. Como he dicho, se reirán cuando les digaque, cuando comencé, tenía previsto hacer un cer-cado de, al menos, dos millas. Mi estupidez no eratan solo ignorar las dimensiones, ya que, segura-mente, habría tenido suficiente tiempo para cercarun recinto de casi diez millas, sino pasar por altoque, en semejante extensión de terreno, las cabrashabrían seguido siendo tan salvajes como si se en-contraran libres por toda la isla y que, si tenía queperseguirlas en un espacio tan grande, no podríaatraparlas nunca.

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Había construido casi cincuenta yardas de cercacuando se me ocurrió esto. Interrumpí las laboresde inmediato y, para empezar, decidí cercar un te-rreno de unas ciento cincuenta yardas de largo porcien de ancho. Allí podía mantener, por un tiemporazonable, a los animales que capturara y, a medidaque fuera aumentando el rebaño, ampliaría mi cer-cado.

Esto era actuar con prudencia y reanudé mis labo-res con nuevos bríos. Me tomó casi tres meseshacer el primer cercado. Durante este tiempo, man-tuve a los cabritos en la mejor parte del terreno y loshacía comer tan cerca de mí como fuera posiblepara que se acostumbraran a mi presencia. A me-nudo les llevaba algunas espigas de cebada o unpuñado de arroz para que comieran de mi mano. Deeste modo, cuando terminé la valla y los solté, meseguían de un lado a otro, balando para que lesdiera un puñado de grano.

Esto solucionaba mi problema y, al cabo de unaño y medio, tenía un rebaño de doce cabras, concrías y todo. En dos años más, tenía cuarenta ytres, sin contar las que había matado para comer.Posteriormente, cerqué otros cinco predios e hicepequeños corrales donde las conducía cuando tenía

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que coger alguna, con puertas que comunicaban unpredio con otro.

Pero esto no es todo, pues ya no solo tenía carnede cabra para comer a mi antojo sino también leche,algo que ni se me había ocurrido al principio y que,cuando lo descubrí, me proporcionó una agradablesorpresa. Ahora tenía mi lechería y, a veces, sacabauno o dos galones de leche diarios. Y como la natu-raleza, que proporciona alimentos a todas sus cria-turas, también les muestra cómo hacer uso de ellos,yo, que jamás había ordeñado una vaca, y muchomenos una cabra, ni había visto hacer mantequillani queso, aprendí a hacer ambas cosas rápida yeficazmente, después de varios intentos y fracasos,y ya nunca volvieron a faltarme.

¡Cuán misericordioso puede ser nuestro Creadorcon sus criaturas, aun cuando parece que están alborde de la muerte y la destrucción! ¡Hasta quépunto puede dulcificar las circunstancias más amar-gas y darnos motivos para alabarlo, incluso desdeceldas y calabozos! ¡Qué mesa había servido paramí en medio del desierto, donde al principio tan solopensaba que iba a morir de hambre!

Incluso los más estoicos se habrían reído de ver-me sentado a la mesa, junto a mi pequeña familia,

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como el príncipe y señor de toda la isla. Tenía abso-luto control sobre las vidas de mis súbditos; podíaahorcarlos, aprisionarlos, darles y quitarles la liber-tad, sin que hubiera un solo rebelde entre ellos.

Del mismo modo que un rey come absolutamentesolo y asistido por sus sirvientes, Poll, como si fuesemi favorito, era el único que podía dirigirme la pala-bra. Mi perro, que ya estaba viejo y maltrecho y queno había encontrado ninguna de su especie paramultiplicarse, se sentaba siempre a mi derecha. Losdos gatos se situaban a ambos lados de la mesa,esperando que, de vez en cuando, les diera algo decomer, como muestra de favor especial.

Estos no eran los dos gatos que había traído a tie-rra en el principio. Aquellos habían muerto y yo loshabía enterrado, con mis propias manos, cerca demi casa. Uno de ellos se había multiplicado con unanimal, cuya especie no conocía, y yo conservabaestos dos, a los que había domesticado, mientraslos otros andaban sueltos por los bosques. Con eltiempo, comenzaron a ocasionarme problemas,pues, a menudo se metían en mi casa y la saquea-ban. Finalmente, me vi obligado a dispararles y,después de matar a muchos, me dejaron en paz. Deeste modo, vivía en la abundancia y bien acompa-

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ñado, por lo que no podía lamentarme de que mefaltase nada, como no fuese la compañía de otroshombres, que, poco después, tendría en demasía.

Estaba impaciente, como he observado, por usarmi piragua, aunque no estaba dispuesto a corrermás riesgos. A veces me sentaba a pensar en laforma de traerla por la cos ta y, otras, me resignabaa la idea de no tenerla a mano. Sentía una extrañainquietud por ir a esa parte de la isla donde, comohe dicho, en mi última expedición trepé una colinapara ver el aspecto de la orilla y la dirección de lascorrientes, a fin de decidir qué iba a hacer. La tenta-ción aumentaba por días y, por fin, decidí hacer unatravesía por tierra a lo largo de la costa; y así lohice. En Inglaterra, cualquiera que se hubiese topa-do con alguien como yo, se habría asustado o reídoa carcajadas. Como a menudo me observaba a mímismo, no podía dejar de sonreír ante la idea depasear por Yorkshire con un equipaje y una indu-mentaria como los que llevaba. Por favor, tomadnota de mi aspecto.

Llevaba un gran sombrero sin forma, hecho depiel de cabra con un colgajo en la parte de atrás,que servía para protegerme la nuca de los rayos delsol o de la lluvia, ya que no hay nada más nocivo en

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estos climas como la lluvia que se cuela entre laropa.

Llevaba una casaca corta de piel de cabra, confaldones que me llegaban a mitad de los muslos yun par de calzones abiertos en las rodillas. Estosestaban hechos con la piel de un viejo macho cabr-ío, cuyo pelo me colgaba a cada lado del pantalónhasta las pantorrillas. No tenía calcetines ni zapatospero me había fabricado un par de cosas que no sécómo llamar, algo así como unas botas, que mecubrían las piernas y se abrochaban a los ladoscomo polainas, pero tan extravagantes como elresto de mi indumentaria.

Llevaba un grueso cinturón de cuero de cabra de-secado, cuyos extremos, a falta de hebilla, atabacon dos correas del mismo material. A un lado delcinturón, y a modo de puñal, llevaba una pequeñasierra y, al otro, un hacha. Llevaba, cruzado por elhombro izquierdo, otro cinturón más delgado, quese abrochaba del mismo modo y del que colgabandos sacos, también de cuero de cabra; en uno deellos cargaba la pólvora y en el otro las municiones.A la espalda llevaba un cesto, al hombro una esco-peta y sobre la cabeza, una enorme y espantosasombrilla de piel de cabra que, con todo, era lo que

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más falta me hacía, después de mi escopeta. Elcolor de mi piel no era exactamente el de los mula-tos, como podría esperarse en un hombre que no secuidaba demasiado y que vivía a nueve o diez gra-dos de la línea del ecuador. Una vez me dejé crecerla barba casi una cuarta pero como tenía suficientestijeras y navajas, la corté muy corta, excepto la quecrecía sobre los labios que me arreglé a modo de bi-gotes mahometanos como los que usaban los tur-cos de Salé, pues, contrario a los moros, que no losutilizaban, los turcos los llevaban así. De estos mos-tachos o bigotes diré que eran lo suficientementelargos para colgar de ellos un sombrero de dimen-siones tan monstruosas que en Inglaterra se consi-deraría espantoso.

Dicho sea de paso, como no había nadie que pu-diese verme en estas condiciones, mi aspecto meimportaba muy poco y, por lo tanto, no hablaré másde él. De esta guisa, emprendí mi nuevo viaje, queduró cinco o seis días. En primer lugar, anduve porla costa hasta el lugar donde había anclado el botela primera vez para subir a las rocas. Como ahorano tenía que cuidar del bote, hice el trayecto por tie-rra y escogí un camino más corto para llegar a lamisma colina desde la que había observado la pun-ta de arrecifes por la que tuve que doblar con la

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piragua. Me sorprendió ver que el mar estaba total-mente en calma, sin agitaciones, movimientos nicorrientes, fuera de las habituales.

Me costaba mucho trabajo comprender esto asíque decidí pasar un tiempo observando para ver sihabía sido ocasionado por los cambios de la marea.No tardé en darme cuenta de que el cambio lo pro-ducía el reflujo que partía del oeste y se unía con lacorriente de algún río cuando desembocaba en elmar. Según la dirección del viento, norte u oeste, lacorriente fluía hacia la costa o se alejaba de ella. Mequedé en los alrededores hasta la noche y volví asubir a la colina. El reflujo se había vuelto a formar ypude ver claramente la corriente, como al principio,solo que esta vez llegaba más lejos, casi a medialegua de la orilla. En mi caso, estaba más cerca dela costa y, por tanto, me arrastró junto con mi canoa,cosa que no habría pasado en otro momento.

Este descubrimiento me convenció de que no ten-ía más que observar el flujo y el reflujo de la mareapara saber cuándo podía traer mi piragua de vuelta.Mas cuando decidí poner en práctica este plan,sentía tanto terror al recordar los peligros que habíasufrido, que no podía pensar en ello sin sobresaltos.Por tanto, tomé otra resolución que me pareció más

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segura, aunque, también, más laboriosa, que con-sistía en construir o hacer otra piragua o canoa pa-ra, así, tener una a cada lado de la isla.

Podéis comprender que ahora tenía, por así decir-lo, dos fincas en la isla. Una de ellas era mi peque-ña fortificación o tienda, rodeada por la muralla alpie de la roca, con la cueva detrás y, a estas alturas,con dos nuevas cámaras que se comunicaban entresí. En la más seca y espaciosa de las cámaras,había una puerta que daba al exterior de la murallao verja, o sea, hacia fuera del muro que se unía a laroca. Allí tenía dos grandes cacharros de barro, queya he descrito con lujo de detalles, y catorce o quin-ce cestos de gran tamaño, con capacidad para al-macenar cinco o seis fanegas de grano cada uno.En ellos guardaba mis provisiones, en especial elgrano, que desgranaba con mis manos o que con-servaba en las espigas, cortadas al ras del tallo.

Los troncos y estacas con los que había construi-do la muralla, se prendieron a la tierra y se convirtie-ron en enormes árboles, que se extendieron tantoque nadie podía imaginarse que detrás de elloshabía una vivienda.

Cerca de mi morada, pero un poco más hacia elcentro de la isla y sobre un terreno más elevado,

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estaba el sembradío de grano, que cultivaba y co-sechaba a su debido tiempo. Si tenía necesidad demás grano podía extenderlo hacia los terrenos con-tiguos que eran igualmente adecuados para el culti-vo.

Aparte de esta, tenía mi casa de campo, dondetambién poseía una finca aceptable. Allí tenía miemparrado, como solía llamarlo, que conservabasiempre en buen estado; es decir, mantenía el setoque lo circundaba perfectamente podado, dejandosiempre la escalera por dentro. Cuidaba los árbolesque, al principio, no eran más que estacas que lue-go crecieron hasta formar un seto sólido y firme. Loscortaba de modo que siguieran creciendo y forma-ran un follaje fuerte y tupido, que diera una sombraagradable, como, en efecto, ocurrió, conforme a misdeseos. En medio de este espacio, tenía mi tiendasiempre puesta: un trozo de tela extendida sobreestacas que nunca tuve que reparar o renovar. De-bajo de la tienda había hecho un lecho o cama conlas pieles de los animales que mataba y otros mate-riales suaves. Tenía, además, una manta que habíapertenecido a una de las camas del barco y unagran capa con la que me cubría. Cada vez que pod-ía ausentarme de mi residencia principal, venía apasar un tiempo en mi casa de campo.

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Junto a esta casa, tenía los corrales para el gana-do, es decir, mis cabras. Como había tenido quehacer esfuerzos inconcebibles para cercarlos, cui-daba con infinito celo que la valla se mantuvieseentera, evitando que las cabras la rompiesen. Tantoestuve en esto que, después de mucho trabajo,logré cubrir la parte exterior con pequeñas estacas,tan próximas unas a otras, que más que una valla,formaban una empalizada, pues apenas quedabaespacio para pasar una mano a través de ella. Mástarde, durante la siguiente estación de lluvias, lasestacas brotaron y crecieron hasta formar un cercotan fuerte como una pared, o quizás más.

Todo esto da testimonio de que nunca estabaocioso y que no escatimaba en esfuerzos parahacer todo lo que consideraba necesario para mibienestar. Me parecía que tener un rebaño de ani-males domésticos era disponer de una reserva vi-viente de carne, leche, mantequilla y queso, que nose agotaría mientras viviese allí, así pasaran cua-renta años. La posibilidad de conservar esa reservadependía exclusivamente de que fuera capaz deperfeccionar los corrales para mantener los anima-les unidos, cosa que logré con tanto éxito que cuan-do las estacas comenzaron a crecer, como las hab-

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ía plantado tan cerca unas de otras, me vi obligadoa arrancar algunas de ellas.

En este lugar también crecían mis uvas, de lasque dependía, principalmente, mi provisión de pa-sas para el invierno y las preservaba con gran cui-dado, pues eran el mejor y más agradable bocadode mi dieta. En verdad no solo eran agradables sinoricas, nutritivas y deliciosas en extremo.

Como el emparrado quedaba a mitad de caminoentre mi otra morada y el lugar en el que había de-jado la piragua, normalmente dormía allí cuandohacía el recorrido entre uno y otro punto, pues amenudo iba a la piragua y conservaba todas suscosas en orden. A veces iba solo por divertirme,pues no estaba dispuesto a hacer más viajes peli-grosos ni alejarme más de uno o dos tiros de piedrade la orilla; tal era mi temor de volver a ser arrastra-do sin darme cuenta por la corriente o el viento osufrir cualquier otro accidente. Pero ahora comienzauna nueva etapa de mi vida.

Un día, a eso del mediodía, cuando me dirigía ami piragua, me sorprendió enormemente descubrirlas huellas de un pie desnudo, perfectamente mar-cadas sobre la arena. Me detuve estupefacto, comoabatido por un rayo o como si hubiese visto un fan-

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tasma. Escuche y miré a mi alrededor pero no per-cibí nada. Subí a un montículo para poder observar,recorrí con la vista toda la playa, a lo largo y a lo an-cho, pero no hallé nada más. Volví a ellas para versi había más y para confirmar que todo esto no fue-ra producto de mi imaginación pero no era así. Allíestaba muy clara la huella de un pie, con sus dedos,su talón y todas sus partes. No sabía, ni podía ima-ginar, cómo había llegado hasta allí. Después dedarle mil vueltas en la cabeza, como un hombrecompletamente confundido y fuera de sí, regresé ami fortificación, sin sentir, como se dice por ahí, latierra bajo mis pies, aterrado hasta mis límites, mi-rando hacia atrás cada dos o tres pasos, imaginan-do que cada árbol o arbusto, que cada bulto en ladistancia podía ser un hombre. No es posible des-cribir las diversas formas que mi mente trastornadaatribuía a todo lo que veía; cuántas ideas descabe-lladas se me ocurrieron y cuántos pensamientosextraños me pasaron por la cabeza en el caminó.

Cuando llegué a mi castillo, pues creo que así lollamé desde entonces, me refugié en él como al-guien a quien persiguen. No puedo recordar si entrépor la escalera o por la puerta de la roca, ni pudehacerlo a la mañana siguiente, pues jamás huboliebre o zorra asustada que huyese a ocultarse en

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su madriguera con mayor terror que el mío en esemomento.

No dormí en toda la noche. Mientras más lejos es-taba de la causa de mi miedo, más crecían misaprensiones, contrario a lo que suele ocurrir en es-tos casos y, sobre todo, a la conducta habitual delos animales atemorizados. Pero estaba tan aturdidopor los terrores que imaginaba, que no tenía másque pensamientos funestos, aunque en aquel mo-mento me encontrara fuera de peligro. A veces,pensaba que podía ser el demonio y razonaba de lasiguiente manera: ¿Quién si no puede llegar hastaaquí asumiendo una forma humana? ¿Dónde esta-ba el barco que los había traído? ¿Acaso habíahuellas de otros pies? ¿Cómo es posible que unhombre haya llegado hasta aquí? Mas, luego mepreguntaba, igualmente confundido, por qué Sa-tanás asumiría una forma humana en un lugar comoeste, sin otro fin que dejar una huella y sin tener lacerteza de que yo la vería. Pensaba que el demoniodebía tener muchos otros medios para aterrorizar-me, más convincentes que una huella en la arena,pues viviendo al otro lado de la isla, no podía ser taningenuo como para dejar la huella en un lugar en elque había una entre diez mil posibilidades de que ladescubriera, más aún, cuando tan solo una ráfaga

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de viento habría sido suficiente para que el mar lahubiese borrado completamente. Nada de esto con-cordaba con las nociones que solemos tener de lassutilezas del demonio, ni tenía sentido en sí mismo.

Estas y muchas otras razones me convencieronde abandonar mi temor a que se tratara del demonioy pensé que acaso se tratara de algo más peligrosoaún, por ejem plo, salvajes de la tierra firme querondaban por el mar en sus canoas y que impulsa-dos por la corriente o el viento, habían llegado a laisla, habían estado en la playa y luego se habíanmarchado, tan poco dispuestos a quedarse en estaisla desierta como yo a tenerlos cerca.

Mientras estas ideas daban vueltas en mi cabeza,me sentí muy agradecido por no haberme encontra-do allí en ese momento y porque no hubiesen vistomi piragua, lo cual, les habría advertido de la pre-sencia de habitantes en la isla y, acaso, les habríaincitado a buscarme. Entonces me asaltaron terri-bles pensamientos y temí que hubiesen descubiertomi piragua y que, por eso, supieran que la isla esta-ba habitada. Si esto era así, sin duda, vendrían mu-chos de ellos a devorarme y, si no lograban encon-trarme, descubrirían mi refugio, destruirían todo mi

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grano, se llevarían todo mi rebaño de cabrasdomésticas y yo moriría de hambre y necesidad.

El temor borró toda mi esperanza religiosa. Todami antigua confianza en Dios, fundada en las mara-villosas pruebas de su bondad, se desvanecía aho-ra, como si Él, que me había alimentado milagrosa-mente, no pudiese salvar, con su poder, los bienesque su bondad me había conferido. Me reproché micomodidad, por no haber sembrado más grano queel necesario para un año, como si estuviese exentode cualquier accidente que destruyera la cosecha, yconsideré tan merecido este reproche, que decidí,en lo sucesivo, proveerme de antemano con granopara dos o tres años, a fin de no correr el riesgo demorir por falta de pan, si algo ocurría.

¡Qué misteriosos son los caminos por los queobra la Providencia en la vida de un hombre! ¡Quésecretos y contradictorios impulsos mueven nues-tros afectos, conforme a las circunstancias en lasque nos hallamos! Hoy amamos lo que mañanaodiaremos. Hoy buscamos lo que mañana rehuire-mos. Hoy deseamos lo que mañana nos asustará e,incluso, nos hará temblar de miedo. En este mo-mento, yo era un testimonio viviente de esa verdadpues, siendo un hombre cuya mayor aflicción era

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haber sido erradicado de toda compañía humana,que estaba rodeado únicamente por el infinito océa-no, separado de la sociedad y condenado a unavida silenciosa; yo, que era un hombre a quien elcielo había considerado indigno de vivir entre sussemejantes o de figurar entre las criaturas del Se-ñor; un hombre a quien el solo hecho de ver a unode su especie le habría parecido como regresar a lavida después de la muerte o la mayor bendición queel cielo pudiera prodigarle, después del don supre-mo de la salvación eterna; digo que, ahora temblabaante el temor de ver a un hombre y estaba dispues-to a meterme bajo la tierra, ante la sombra o la si-lenciosa aparición de un hombre en esta isla.

Estas vicisitudes de la vida humana, que despuésme provocaron curiosas reflexiones, una vez mehube repuesto de la sorpresa inicial, me llevaron aconsiderar que esto era lo que la infinitamente sabiay bondadosa Providencia divina había deparadopara mí. Como no podía prever los fines que per-seguía su divina sabiduría, no debía disputar susdecretos, puesto que Él era mi Creador y tenía elderecho irrevocable de hacer conmigo según suvoluntad. Yo era una criatura que lo había ofendidoy, por lo tanto, podía condenarme al castigo que le

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pareciera adecuado y a mí me correspondía some-terme a su cólera porque había pecado contra Él.

Pensé que si Dios, que era justo y omnipotente,había considerado correcto castigarme y afligirme,también podía salvarme y, si esto no le parecía jus-to, mi deber era acatar completamente su voluntad.Por otro lado, también era mi deber tener fe en Él,rezarle y esperar con calma los dictados y órdenesde su Providencia cada día.

Estos pensamientos me ocuparon muchas horas,mejor dicho, muchos días, incluso, podría decir quesemanas y meses, y no puedo omitir uno de losefectos de estas refle xiones: Una mañana, muytemprano, estaba en la cama, con el alma oprimidapor la preocupación de los salvajes, lo que me abat-ía profundamente y, de pronto recordé estas pala-bras de las escrituras: Invócame en el día de tuaflicción que yo te salvaré y tú me glorificarás.

Entonces, me levanté alegremente de la cama,con el corazón lleno de confianza y la convicción deque le rezaría fervorosamente a Dios por mi salva-ción. Cuando terminé de rezar, cogí la Biblia y, alabrirla, tropecé con las siguientes palabras: Aguardaal Señor y ten valor y Él fortalecerá tu corazón;aguarda, he dicho, al Señor. No es posible expresar

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hasta qué punto me reconfortaron estas palabras.Agradecido, dejé el libro y no volví a sentirme triste;al menos, por esta vez.

En medio de estas meditaciones, miedos y re-flexiones, un día se me ocurrió que todo esto podíaser, simplemente, una fantasía creada por mi imagi-nación y que aquella huella bien podía ser mía, de-jada en alguna de las ocasiones que fui a la piragua.Esta idea me reanimó y comencé a persuadirme deque todo era una ilusión, que no era otra cosa quela huella de mi propio pie. ¿Acaso no había podidotomar ese camino para ir o para regresar de la pira-gua? Por otra parte, reconocía que no podía recor-dar la ruta que había escogido y comprendí, que siesta huella era mía, había hecho el papel de lostontos que se esfuerzan por contar historias de es-pectros y aparecidos y terminan asustándose másque los demás.

Entonces me armé de valor y comencé a aso-marme fuera de mi refugio. Hacía tres días y tresnoches que no salía de mi castillo y comencé a sen-tir la necesidad de ali mentarme, pues dentro solotenía agua y algunas galletas de cebada. Además,debía ordeñar mis cabras, lo cual era mi entreteni-miento nocturno, ya que las pobres estarían sufrien-

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do fuertes dolores y molestias, como, en efecto,ocurrió, pues a algunas se les secó la leche.

Fortalecido por la convicción de que la huella erala de mis propios pies, pues he de decir que teníamiedo hasta de mi sombra, me arriesgué a ir a micasa de campo para ordeñar mi rebaño. Si alguienhubiese podido ver el miedo con el que avanzaba,mirando constantemente hacia atrás, a punto desoltar el cesto y echar a huir para salvarme, mehabría tomado por un hombre acosado por la malaconciencia o que, recientemente, hubiera sufrido unsusto terrible, lo cual, en efecto, era cierto.

No obstante, al cabo de tres días de salir sin en-contrar nada, comencé a sentir más valor y a pensarque, en realidad, todo había sido producto de miimaginación. Mas no logré convencerme totalmentehasta que fui nuevamente a la playa para medir lahuella y ver si había alguna evidencia de que setrataba de la huella de mi propio pie. Cuando lleguéal sitio, comprobé, en primer lugar, que cuando mealejé de la piragua, no pude haber pasado por allí nipor los alrededores. En segundo lugar, al medir lahuella me di cuenta de que era mucho mayor que lade mi pie. Estos dos hallazgos me llenaron la cabe-za de nuevas fantasías y me inquietaron sobrema-

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nera. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, co-mo si tuviera fiebre, y regresé a casa con la idea deque, no uno, sino varios hombres, habían desem-barcado en aquellas costas. En pocas palabras, laisla estaba habitada y podía ser tomado por sorpre-sa. Mas no sabía qué medidas tomar para mi segu-ridad.

¡Oh, qué absurdas resoluciones adoptan los hom-bres cuando son poseídos por el miedo, que lesimpide utilizar la razón para su alivio! Lo primeroque pensé fue destruir to dos los corrales y devolvermis rebaños a los bosques, para que el enemigo nolos encontrase y dejara de venir a la isla con estepropósito. A continuación, excavaría mis dos cam-pos de cereal con el fin de que no encontraran elgrano, y se les quitaran las ganas de volver. Luegodemolería el emparrado y la tienda para que nohallaran vestigios de mi morada y se sintieran incli-nados a buscar más allá, para encontrar a sus habi-tantes.

Este fue el tema de mis reflexiones durante la no-che que pasé en casa después de mi regreso,cuando las aprensiones que se habían apoderadode mi mente y los humos de mi cerebro estaban aúnfrescos. El miedo al peligro es diez mil veces peor

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que el peligro mismo y el peso de la ansiedad esmayor que el del mal que la provoca. Mas, lo peorde todo aquello era que estaba tan inquieto que noera capaz de encontrar alivio en la resignación, co-mo antes lo hacía y como me creía capaz de hacer.Me parecía a Saúl, que no solo se quejaba de lapersecución de los filisteos, sino de que Dios lehubiese abandonado. No tomaba las medidas nece-sarias para recomponer mi espíritu, gritando a Diosmi desventura y confiando en su Providencia, comolo había hecho antes para mi alivio y salvación. Dehaberlo hecho, al menos me habría sentido másreconfortado ante esta nueva eventualidad y quizásla habría asumido con mayor resolución.

Esta confusión de pensamientos me mantuvodespierto toda la noche pero por la mañana mequedé dormido. La fatiga de mi alma y el agotamien-to de mi espíritu me procu raron un sueño profundoy el despertar más tranquilo que había tenido enmucho tiempo. Ahora comenzaba a pensar conserenidad y, después de mucho debatirme, concluíque esta isla, tan agradable, fértil y próxima a latierra firme, no estaba abandonada del todo, comohasta entonces había creído. Si bien no tenía habi-tantes fijos, a veces podían llegar hasta ella algunos

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botes, ya fuera intencionadamente o por casualidad,impulsados por los vientos contrarios.

Habiendo vivido quince años en este lugar, y nohabiendo encontrado aún el menor rastro o vestigiohumano, lo más probable era que, si alguna vezllegaban hasta aquí, se marchasen tan pronto lesfuese posible, pues, por lo visto, no les había pare-cido conveniente establecerse allí hasta ahora.

El mayor peligro que podía imaginar era el de unposible desembarco accidental de gentes de tierrafirme, que, según parecía, estaban en la isla encontra de su voluntad, de modo que se alejaríanrápidamente de ella tan pronto pudiesen y tan solopasarían una noche en la playa para emprender elviaje de regreso con la ayuda de la marea y la luzdel día. En este caso, lo único que debía hacer eraconseguir un refugio seguro, por si veía a alguiendesembarcar en ese lugar.

Ahora comenzaba a arrepentirme de haber am-pliado mi cueva y hacer una puerta hacia el exterior,que se abriera más allá de donde la muralla de mifortificación se unía a la roca. Después de una re-flexión madura y concienzuda, decidí construir unasegunda fortificación en forma de semicírculo, acierta distancia de la muralla en el mismo lugar don-

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de, hacía doce años, había plantado una doble hile-ra de árboles, de la cual ya he hecho mención. Hab-ía plantado estos árboles tan próximos unos a otros,que si agregaba unas cuantas estacas entre ellos,formaría una muralla mucho más gruesa y resisten-te que la que tenía.

De este modo, ahora tenía una doble murallapues había reforzado la interior con pedazos demadera, cables viejos y todo lo que me pareció con-veniente para ello y le había dejado siete perfora-ciones lo suficientemente grandes como para quepudiese pasar un brazo a través de ellas. En la par-te inferior, mi muro llegó a tener un espesor de diezpies, gracias a la tierra que continuamente extraíade la cueva y que amontonaba y apisonaba al piedel mismo. A través de las siete perforaciones colo-qué los mosquetes, de los cuales había rescatadosiete del naufragio, los dispuse como si fuesen ca-ñones y los ajusté a una armazón que los sostenía,de manera que en dos minutos podía disparar todami artillería. Me tomó varios meses extenuantesterminar esta muralla y no me sentí seguro hastahaberlo conseguido.

Hecho esto, por la parte exterior de la muralla y alo largo de una gran extensión de tierra, planté una

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infinidad de palos o estacas de un árbol parecido alsauce, que, según había comprobado, crecía muyrápidamente. Creo que planté cerca de veinte mil,dejando entre ellas y la muralla espacio suficientepara ver al enemigo sin que pudiese ocultarse entreellas, si intentaba acercarse a mi muralla.

Al cabo de dos años tuve un espeso bosquecillo y,en cinco o seis, tenía un auténtico bosque frente ami morada, que crecía tan desmedidamente fuerte ytupido, que resulta ba verdaderamente inexpugna-ble. No había hombre ni criatura viviente que pudie-se imaginar que detrás de aquello había algo, mu-cho menos una morada. Como no había dejadocamino para entrar, utilizaba dos escaleras. Con laprimera pasaba a un lugar donde la roca era másbaja y podía colocar la segunda escalera. Cuandoretiraba ambas, era imposible que un hombre vinie-ra detrás de mí sin hacerse daño y, en caso de quepudiese entrar, se hallaría aún fuera de mi murallaexterior.

De este modo, tomé todas las medidas que lahumana prudencia pudiera recomendar para mipropia conservación. Más adelante se verá que nofueron del todo inútiles, aunque en aquel momentono obedecieran más que a mi propio temor.

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Mientras realizaba estas tareas, no abandonabamis otros asuntos. Me ocupaba, sobre todo, de mipequeño rebaño de cabras, que no solo era mi re-serva de alimentos para lo que pudiese ocurrir, sinoque me servían para abastecerme sin necesidad degastar pólvora y municiones y me ahorraban la fati-ga de salir a cazar. Por lo tanto, no quería perderestas ventajas y verme obligado a tener que criarlasnuevamente.

Después de considerarlo durante mucho tiempo,encontré dos formas de protegerlas. La primera erahallar un lugar apropiado para cavar una cueva sub-terránea y llevar las allí todas las noches. La otraera cercar dos o tres predios tan distantes unos deotros y tan ocultos como fuese posible, en los cua-les pudiese encerrar una media docena de cabrasjóvenes. Si algún desastre le ocurría al rebaño,podría criarlas nuevamente en poco tiempo y sindemasiado esfuerzo. Esta última opción, aunquerequeriría mucho tiempo y trabajo, me parecía lamás razonable.

Consecuentemente con mi plan, pasé un tiempobuscando los parajes más retirados de la isla hastaque hallé uno que lo estaba tanto como hubiesepodido desear. Era un pequeño predio húmedo, en

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medio del espeso monte donde, como ya he dicho,estuve a punto de perderme cuando intentaba re-gresar a casa desde la parte oriental de la isla. Allíencontré una extensión de tierra de casi tres acres,tan rodeada de bosques que casi era un corral natu-ral o, al menos, no parecía exigir tanto trabajo haceruno, si lo comparaba con otros terrenos que mehabría costado un gran esfuerzo cercar.

Inmediatamente me puse a trabajar y, en menosde un mes, lo había cercado totalmente. Aseguréallí mi ganado o rebaño, como queráis, que ya noera tan salvaje como se podría suponer al principio.Sin demora alguna, llevé diez cabras jóvenes y dosmachos cabríos. Mientras tanto, seguía perfeccio-nando el cerco hasta que resultó tan seguro como elotro y, si bien me tomó bastante más tiempo, fueporque me permití trabajar con mucha más calma.

La causa de todo este trabajo era, únicamente, lahuella que había visto y que me provocó grandesaprensiones. Hasta entonces, no había visto acer-carse a la isla a ningún ser humano pero desdehacía dos años vivía con esa preocupación que lehabía quitado tranquilidad a mi existencia, comobien puede imaginar cualquiera que sepa lo quesignifica vivir acechado constantemente por el temor

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a los hombres. Además, debo confesar con dolor, laturbación de mi espíritu había afectado notablemen-te mis pensamientos religiosos y el terror de caer enmanos de salvajes y caníbales me oprimía de talmodo, que rara vez me encontraba en disposiciónde dirigirme a mi Creador. No tenía la calma ni laresignación que solía tener sino que rezaba bajo losefectos de un gran abatimiento y de una dolorosaopresión, temiendo y esperando, cada noche, serasesinado y devorado antes del amanecer. Debodecir, por mi experiencia, que la paz interior, elagradecimiento, el amor y el afecto son estados deánimo mucho más adecuados para rezar que eltemor y la confusión. Un hombre que está bajo laamenaza de una desgracia inminente, no es máscapaz de cumplir sus deberes hacia Dios que unoque yace enfermo en su lecho, ya que esas afliccio-nes afectan al espíritu como otras afectan al cuerpoy la falta de serenidad debe constituir una incapaci-dad tan grave como la del cuerpo, y hasta mayor.Rezar es un acto espiritual y no corporal.

Pero prosigamos. Una vez aseguré parte de mipequeño rebaño, recorrí casi toda la isla en buscade otro sitio apartado que sirviera para hacer unnuevo refugio. Un día, avanzando hacia la costaoccidental de la isla, a la que nunca había ido todav-

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ía, mientras miraba el mar, me pareció ver un barcoa gran distancia. Había rescatado uno o dos catale-jos de los arcones de los marineros pero no los traíaconmigo y el barco estaba tan distante que apenaspodía distinguirlo, a pesar de que lo miré fijamentehasta que mis ojos no pudieron resistirlo. No sabríadecir si era o no un barco. Solo sé que resolví novolver a salir sin mi catalejo en el bolsillo.

Cuando bajé la colina hasta el extremo de la islaen el que no había estado nunca, tenía la certeza deque haber visto la huella de una pisada de hombreno era tan extraño como me lo había imaginado. Loprovidencial era que hubiese ido a parar al lado dela isla que no frecuentaban los salvajes. Hubiesesido fácil imaginar que, frecuentemente, cuando lascanoas que provenían de tierra firme se internabandemasiado en el mar, venían a esa parte de la islapara descansar. Igualmente, como a menudo lucha-ban en las canoas, los vencedores traían a sus pri-sioneros a esta orilla donde, conforme a sus pavo-rosas costumbres, los mataban y se los comían,como veremos más adelante.

Cuando descendí de la colina a la playa y estaba,como he dicho, en el extremo sudoeste de la isla,me llevé una sorpresa que me dejó absolutamente

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confundido y perplejo. Me resulta imposible explicarel horror que sentí cuando vi, sobre la orilla, un des-pliegue de calaveras, manos, pies y demás huesosde cuerpos humanos y, en particular, los restos deun lugar donde habían hecho una fogata, en unaespecie de ruedo, donde acaso aquellos innoblessalvajes se sentaron a consumir su festín humano,con los cuerpos de sus semejantes.

Estaba tan estupefacto ante este descubrimientoque, durante mucho tiempo no pensé en el peligroque me acechaba. Todos mi temores quedaronsepultados bajo la impresión que me causó el horrorde ver semejante grado de infernal e inhumana bru-talidad y tal degeneración de la naturaleza humana.A menudo había oído hablar de ello pero hasta en-tonces no lo había visto nunca tan de cerca. Enpocas palabras, aparté la mirada de ese horribleespectáculo y comencé a sentir un malestar en elestómago. Estaba a punto de desmayarme cuandola naturaleza se ocupó de descargar el malestar demi estómago y vomité con inusitada violencia, locual me alivió un poco. Mas no pude permanecer enese lugar ni un momento más, así que volví a subirla colina a toda velocidad y regresé a casa.

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Cuando me había alejado un poco de aquella par-te de la isla, me detuve un rato, como sorprendido.Luego me repuse y, con todo el dolor de mi alma,con los ojos llenos de lá grimas y la vista elevada alcielo, le di gracias a Dios por haberme hecho naceren una parte del mundo ajena a seres abominablescomo aquellos y por haberme otorgado tantos privi-legios, aun en una situación que yo había conside-rado miserable. En efecto, tenía más motivos deagradecimiento que de queja y, sobre todo, debíadarle gracias a Dios porque aun en esta desventu-rada situación me había reconfortado con su cono-cimiento y con la esperanza de su bendición, queera una felicidad que compensaba con creces, todala miseria que había sufrido o podía sufrir.

Con este agradecimiento regresé a mi castillo y, apartir de ese momento, comencé a sentirme muchomás tranquilo respecto a mi seguridad, pues com-prendí que aquellas mise rables criaturas no veníana la isla en busca de algo y, tal vez, tampoco de-seaban ni esperaban encontrar nada. Seguramente,habían estado en la parte tupida del bosque y nohabían encontrado nada que satisficiera sus necesi-dades. Llevaba dieciocho años viviendo allí sin tro-pezarme ni una vez con rastros de seres humanosy, por lo tanto, podía pasar dieciocho años más, tan

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oculto como lo había estado hasta ahora, si no meexponía a ellos. Era poco probable que algo asísucediese, puesto que lo único que tenía que hacerera mantenerme totalmente escondido como siem-pre lo había hecho y, a menos que encontrase otrascriaturas mejores que los caníbales, no me dejaríaver.

Sin embargo, sentía tal aborrecimiento por esosmalditos salvajes que he mencionado y de su des-preciable e inhumana costumbre de devorar a sussemejantes, que me que dé pensativo y triste y nome alejé de los predios de mi circuito en dos años.Cuando digo mi circuito, me refiero a mis tres fincas,es decir, mi castillo, mi casa de campo, a la quellamaba mi emparrado, y mi corral en el bosque. Noseguí buscando otro recinto para las cabras, pues laaversión que sentía hacia aquellas diabólicas criatu-ras era tal, que me daba tanto miedo verlas a ellascomo al demonio en persona. Tampoco volví a visi-tar mi piragua en todo ese tiempo, sino que preferíhacerme otra, ya que no podía ni pensar en hacerun nuevo intento de traerla a este lado de la isla,pues si me topaba con aquellos seres en el mar ycaía en sus manos, sabría muy bien a qué atener-me.

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Pero el tiempo y la satisfacción de saber que nocorría ningún riesgo de ser descubierto por esa gen-te, comenzó a disipar mi inquietud y seguí viviendocon la misma calma que hasta entonces, solo queahora era más precavido y estaba más alerta a loque ocurría a mi alrededor, no fuera que pudiesenverme. También era más prudente al disparar miescopeta por si había alguno en la isla que pudieseoírme. Era una gran suerte disponer de un rebañode cabras domésticas, pues no tenía que cazarlas nidispararles en el bosque. Si alguna vez capturé unacabra después de aquel día, fue con trampas y la-zos, como lo había hecho anteriormente y, en dosaños, no disparé el arma ni una sola vez, aunquenunca salía sin ella. Más aún, como tenía tres pisto-las que había rescatado del barco, siempre llevaba,por lo menos, dos de ellas, aseguradas a mi cin-turón de cuero de cabra. También limpié uno de losmachetes que tenía y me hice otro cinturón parallevarlo. De este modo, cuando salía, tenía el aspec-to más extraño que se pueda imaginar, si se añadea la descripción que hice anteriormente de mi indu-mentaria, las dos pistolas y el machete de hoja an-cha que llevaba colgando, sin vaina, de un costadode mi cinturón.

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Como he dicho, durante un tiempo, recuperé lacalma y la tranquilidad aunque no dejé de tomarprecauciones. Todo esto me demostraba, cada vezcon más claridad, que no me encontraba en unasituación tan deplorable como otros; más bien, es-taba mucho mejor de lo que podía estar si Dios asílo hubiese decidido. Esto me hizo pensar que si loshombres compararan su situación con la de otrosque están en peores circunstancias y no con los queestán mejor, se sentirían agradecidos y no se que-jarían de sus desgracias. Como en la situación en laque me hallaba, en realidad no había demasiadascosas que echara de menos, pensé que los temoresque había padecido a causa de aquellos salvajes ymi preocupación por salvar mi vida, habían dismi-nuido mi ingenio y me habían hecho abandonar elproyecto de hacer malta con la cebada para, luego,tratar de hacer cerveza. Esto era, en verdad, uncapricho y, a menudo, me reprochaba mi ingenui-dad, pues me daba cuenta de que para hacer cer-veza necesitaba muchas cosas que no podía procu-rarme. No disponía de barriles para conservarla,que, como ya he dicho, nunca logré fabricar, a pesarde que pasé muchos días, más bien, semanas ymeses intentándolo sin ningún éxito. Tampoco teníalúpulo ni levadura para que fermentase, ni una

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marmita u otro recipiente para hervirla. No obstante,creo sinceramente que de no haber sido porque elmiedo y el terror hacia los salvajes me interrumpie-ron, me habría empeñado en hacerla y, tal vez, lohabría logrado, pues raras veces renunciaba a unaidea una vez que había reflexionado lo suficientecomo para ejecutarla.

Pero ahora ocupaba mi ingenio en otros asuntos.No podía dejar de pensar cómo exterminar algunosde esos monstruos en uno de sus crueles y sangui-narios festines, y de ser posible, salvar a la víctimaque se dispusieran a matar. Haría falta un libro mu-cho más voluminoso que este para ilustrar todos losmétodos que ideé para destruir a esas criaturas, o,por lo menos, para asustarlas y evitar que volviesenotra vez. Mas todos eran inservibles porque requer-ían de mi presencia y ¿qué podía hacer un solohombre contra ellos, que quizás serían veinte otreinta, armados de lanzas, arcos y flechas con lasque tenían tan buena puntería como yo con mi es-copeta?

A veces, pensaba en cavar un pozo en el lugardonde encendían su fuego y colocar cinco o seislibras de pólvora que arderían apenas lo prendieran,haciendo volar todo lo que estuviese en los alrede-

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dores. Pero, en primer lugar, no estaba dispuesto agastar tanta pólvora en esto, más aún, cuando missuministros se reducían a un solo barril. En segundolugar, no podía estar seguro de que la explosión seprodujera en el momento preciso y, por último, talvez lo único que conseguiría sería chamuscarlos unpoco y asustarlos, lo cual no habría sido suficientepara que abandonaran la isla definitivamente. Por lotanto, descarté esta idea y decidí emboscarme enun lugar adecuado con tres escopetas de doblecarga y, cuando estuviesen en medio de su san-grienta ceremonia, abrir fuego contra ellos, ase-gurándome de matar o herir, al menos, a dos o trescon cada disparo y, luego, caer sobre ellos con mistres pistolas y mi machete. No dudaba que así losexterminaría a todos aunque fuesen veinte. Me sentícomplacido con esta fantasía durante unas sema-nas y estaba tan obsesionado con ella que, a me-nudo, soñaba que la llevaba a cabo y estaba a pun-to de hacerlos volar por los aires.

Llegué tan lejos en mi ficción, que pasé variosdías buscando lugares convenientes para embos-carme, con el propósito de observarlos. Volví tantasveces al lugar del festín que llegó a volverse fami-liar. Allí me invadía un fuerte deseo de venganza yme imaginaba que derrotaba a veinte o treinta de

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ellos con mi espada en un sangriento combate.Mas, el horror que me inspiraba el lugar y los rastrosde esos miserables bárbaros, me aplacaban el ren-cor.

Por fin, encontré un lugar conveniente en la laderade la colina donde podía esperar a salvo la llegadade sus piraguas y ocultarme en la espesura de losárboles antes de que se acercaran a la playa. Enuno de los árboles había un hueco lo suficientemen-te grande para esconderme por completo. Allí, podr-ía sentarme a observar sus sanguinarios actos ydispararles a la cabeza cuando estuvieran máspróximos unos de otros y fuese casi imposible queerrara el tiro o que no pudiese herir a tres o cuatrodel primer disparo.

Opté por ese lugar y preparé dos mosquetes y laescopeta de caza para ejecutar mi plan. Cargué losdos mosquetes con dos lingotes de cinco balas decalibre de pistola y la escopeta con un puñado delas municiones de mayor calibre. También carguécada una de mis pistolas con cuatro balas y, de estemodo, bien provisto de municiones para una se-gunda y tercera descarga, me preparé para la expe-dición.

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Una vez hecho el esquema de mi proyecto yhabiéndolo ejecutado mentalmente, todas las ma-ñanas subía la colina que estaba a unas tres millaso más de mi castillo, como so lía llamarlo, a fin dever si descubría sus piraguas en el mar oaproximándose a la isla. Pero, al cabo de dos o tresmeses de vigilancia constante y, no habiendo des-cubierto nada en la costa ni en toda la extensión demar que podían abarcar mis ojos y mi catalejo, mecansé de esta ardua labor.

Durante el tiempo que realizaba mi paseo diariohasta la colina, mi proyecto mantuvo todo su vigor yme encontraba siempre dispuesto a ejecutar lamonstruosa matanza de los veinte o treinta salvajesindefensos, por un delito sobre el que no había re-flexionado más allá del horror inicial que me causóesa perversa costumbre de la gente de aquella re-gión, a quienes, al parecer, la Providencia habíadesprovisto de mejor consejo que sus vicios y susabominables pasiones. Tal vez, desde hacía siglos,esta gente gozaba de la libertad de practicar sushorribles actos y perpetuar sus terribles costumbrescomo seres completamente abandonados por Diosy movidos por una infernal depravación. Sin embar-go, como he dicho, cuando me empezaba a cansarde las infructuosas expediciones matutinas, que

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realizaba en vano desde hacía tanto tiempo, co-mencé a cambiar de opinión y a considerar más fríay serenamente la empresa que había decidido llevara cabo. Me preguntaba qué autoridad o vocacióntenía yo para pretender ser juez o verdugo de estoshombres como si fuesen criminales, cuando el cielohabía considerado dejarlos impunes durante tantotiempo para que fuesen ellos mismos los que ejecu-taran su juicio. A menudo me debatía de este modo:¿cómo podía saber el juicio de Dios en este casoparticular? Ciertamente, esta gente no cometeningún delito al hacer esto porque no les remuerdela conciencia. No lo consideran una ofensa ni lohacen en desafío de la justicia divina, como noso-tros cuando cometemos algún pecado. Para ellos,matar a un prisionero de guerra no es un crimencomo para nosotros tampoco lo es matar un buey; ypara ellos, comer carne humana les es tan lícitocomo para nosotros comer cordero.

Luego de reflexionar un poco sobre esto, llegué ala conclusión de que me había equivocado y queestas personas no eran criminales en el sentido enque los había conde nado en mis pensamientos; nomás asesinos que los cristianos que, a menudo, danmuerte a los prisioneros que toman en las batallas,o que, con mucha frecuencia, matan a tropas ente-

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ras de hombres, sin darles cuartel, aunque hubierandepuesto sus armas y se hubieran rendido.

Después pensé que, aunque el trato que se dieranentre sí fuese brutal e inhumano, a mí no me habíanhecho ningún daño. Si me atacaban o si me parecíanecesario para mi pro pia defensa, lucharía contraellos pero como no estaba bajo su poder y ellos, enrealidad, no sabían de mi existencia y, por lo tanto,no tenían planes respecto a mí, no era justo que losatacara. Algo así justificaría la conducta de los es-pañoles y todas las atrocidades que hicieron enAmérica, donde destruyeron a millones de personasinocentes, a pesar de que fueran bárbaros e idóla-tras y tuvieran la costumbre de realizar rituales sal-vajes y sangrientos, como el sacrificio de sereshumanos a sus dioses. Por esta razón, todas lasnaciones cristianas de Europa, incluso los españo-les, se refieren a este exterminio como una verdade-ra masacre, una sangrienta y depravada crueldad,injustificable ante los ojos de Dios y de los hombres.De este modo, el nombre español se ha vuelto odio-so y terrible para todas las personas que tienen unpoco de humanidad o compasión cristiana, como siel reino español se hubiese destacado por haberproducido una raza de hombres sin piedad, que esel sentimiento que refleja un espíritu generoso.

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Estas consideraciones me detuvieron en seco ycomencé, poco a poco, a abandonar mi proyecto y apensar que me había equivocado en mi resoluciónde atacar a los salvajes pues no debía entrometer-me en sus asuntos a menos que me atacaran, locual, debía evitar si era posible. Mas, si me descubr-ían y atacaban, sabía lo que tenía que hacer.

Por otra parte, me decía a mí mismo que esteproyecto sería un obstáculo para mi salvación y mellevaría a la ruina y la perdición si no tenía la absolu-ta certeza de ma tar, no solo a los que se encontra-sen en la playa, sino a todos los que pudiesen apa-recer después, ya que, si alguno de ellos escapabapara contar lo ocurrido a su gente, miles de ellosvendrían a vengar la muerte de sus compañeros yyo no habría hecho más que provocar mi propiadestrucción, lo cual era un riesgo que no corría eneste momento.

En resumen, llegué a la conclusión de que, ni porprincipios ni por sistema, debía meterme en esteasunto. Mi única preocupación debía ser mantener-me fuera de su vista a toda costa y no dejar el me-nor rastro que les hiciese sospechar que había otrosseres vivientes, es decir, humanos, en la isla. Lareligión me dio la prudencia y quedé convencido de

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que hacer planes sangrientos para destruir criaturasinocentes, respecto a mí, por supuesto, era faltar atodos mis deberes. En cuanto a sus crímenes, elloseran culpables entre sí y yo nada tenía que ver coneso. Eran delitos nacionales y yo debía dejar queDios los juzgara, ya que es Él quien gobierna todaslas naciones y sabe qué castigos imponerles a estaspara subsanar sus ofensas. Es Él quien debe deci-dir, como mejor le parezca, llevar a juicio público aquienes le han ofendido públicamente.

De pronto, todo esto me parecía tan claro que mesentí muy satisfecho de no haber cometido unaacción que habría sido tan pecaminosa como uncrimen premeditado. Me arrodillé y di gracias a Dios,humildemente, por haberme librado del pecado desangre y le imploré que me concediera la protecciónde su Providencia para no caer en manos de losbárbaros, ni tener que poner las mías sobre ellos, amenos que el cielo me lo indicara claramente, endefensa de mi propia vida.

Después de esto, pasé casi un año sintiéndomede ese modo. Deseaba tan poco encontrarme conaquellos miserables, que, en todo ese tiempo nosubí ni una sola vez la coli na para ver si había al-guno de ellos a la vista, o si habían venido a la pla-

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ya, a fin de no verme tentado a reanudar mis pro-yectos contra ellos, ni tener la ocasión de asaltarlos.Me limité a buscar la piragua que estaba al otro ladode la isla para llevarla a la costa oriental. Allí la dejé,en una pequeña ensenada que encontré bajo unasrocas muy altas, donde sabía que los salvajes no seatreverían a ir, al menos, no en sus piraguas, a cau-sa de la corriente.

Junto con mi piragua, llevé todas las cosas quehabía dejado allí, aunque no me hacían falta parahacer el viaje: un mástil, una vela y aquella cosaque parecía un ancla pero que, en verdad, no podíallamarse ni ancla ni arpón, si bien fue lo mejor quepude hacer. Lo transporté todo con el propósito deque nada pudiese provocar la más mínima sospe-cha de que podía haber alguna embarcación o mo-rada humana en la isla.

Aparte de esto, como he dicho, me mantuve másrecluido que nunca, sin salir de mi celda, salvo pararealizar mis tareas habituales, es decir, ordeñar lascabras y cuidar el pe queño rebaño del bosque, que,como estaba al otro lado de la isla, se hallaba fuerade peligro. Ciertamente, los salvajes que a vecesmerodeaban por esta isla, jamás venían con elpropósito de encontrar nada en ella y, por lo tanto,

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nunca se alejaban de la costa. No dudo que estuvie-ran varias veces en ella, tanto antes como despuésde mis temores y precauciones, por lo que no podíadejar de pensar con horror en cuál habría sido misuerte si me hubiese encontrado con ellos cuandoandaba desnudo, desarmado y sin otra protecciónque una escopeta, casi siempre cargada con pocasmuniciones, mientras exploraba todos los rinconesde la isla. Menuda sorpresa me habría llevado si, enlugar de la huella de una pisada, me hubiese topadocon quince o veinte salvajes, dispuestos a perse-guirme, sin posibilidad de escapar de ellos a causade la velocidad de su carrera.

A menudo, estos pensamientos me oprimían elalma y me afligían tanto que tardaba mucho en re-cuperarme. Me preguntaba qué habría hecho, puesno me consideraba ca paz de haber puesto resis-tencia, ni siquiera de haber tenido la lucidez dehacer lo que tenía que hacer; mucho menos lo queahora, después de mucha preparación y meditación,podía hacer. Cuando pensaba seriamente en esto,me sumía en un profundo estado de melancolíaque, a veces, duraba mucho tiempo. No obstante,terminaba dando gracias a la Providencia porhaberme salvado de tantos peligros invisibles y porhaberme protegido de tantas desgracias, de las que

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no habría podido escapar porque no tenía la menorsospecha de su existencia o de la posibilidad de queocurriesen.

Esto me hizo considerar algo que, con frecuencia,había pensado antes, cuando empezaba a ver lasgenerosas disposiciones del cielo frente a los peli-gros a los que nos expone mos en la vida: cuántasveces somos salvados sin darnos cuenta; cuántasveces dudamos o, por así decirlo, titubeamos acer-ca del camino que debemos seguir y una voz inter-na nos muestra un camino cuando nosotros pensá-bamos tomar otro; cuántas veces nuestro sentidocomún, nuestra tendencia natural o nuestros inter-eses personales nos invitan a escoger un camino y,sin embargo, un impulso interior, cuyo origen igno-ramos, nos empuja a elegir otro y luego advertimosque si hubiésemos seguido el que pensábamos oimaginábamos, nos habríamos visto perdidos yarruinados. Estas y muchas otras reflexiones simila-res me llevaron a regirme por una norma: obedecerla llamada interior o la inspiración secreta de haceralgo o de seguir algún camino cada vez que la sin-tiera, aunque no tuviera razón alguna para hacerlo,salvo la sensación o la presión de ese presentimien-to sobre mi espíritu. Podría dar muchos ejemplosdel buen resultado de esta conducta a lo largo de mi

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vida, en especial, al final de mi permanencia en estadesgraciada isla; aparte de las muchas ocasionesen las que me habría dado cuenta de la situación sila hubiese visto con los mismos ojos con los queveo ahora. Mas nunca es tarde para aprender y nopuedo sino aconsejar a todos los hombres pruden-tes, que hayan vivido experiencias tan extraordina-rias como la mía, incluso menos extraordinarias,que no subestimen las insinuaciones secretas de laProvidencia y hagan caso a esa inteligencia invisi-ble, que no debo ni puedo tratar de explicar, peroque, sin duda, constituye una prueba irrefutable dela existencia del espíritu y de la comunicación secre-ta entre los espíritus encarnados y los inmateriales.Durante el resto de mi solitaria residencia en estesombrío lugar, tuve ocasión de presenciar asombro-sas pruebas de esto.

Pienso que al lector no le parecerá extraño queconfiese que todas estas ansiedades, los peligrosconstantes y las preocupaciones que me acechabanen este momento, pu sieron fin a mi ingenio y atodos los esfuerzos destinados a mi futuro bienes-tar. Ahora debía velar por mi seguridad más que pormi sustento. No me atrevía a clavar un clavo ni acortar un trozo de leña por temor a hacer ruido; mu-cho menos, disparar un arma, por el mismo motivo

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y, sobre todo, me inquietaba hacer fuego, temiendoque el humo, visible a gran distancia, me traiciona-se. Por esta razón, trasladé la parte de mis activida-des que requerían fuego, como la fabricación decacharros, pipas y otros objetos, a mi nueva moradadel bosque, donde, al cabo de un tiempo, encontré,para mi indecible consuelo, una gran caverna natu-ral en la que ningún salvaje habría osado entrar,aunque se encontrara en su entrada, ni nadie queno se encontrara como yo, buscando un refugioseguro.

La entrada de la cueva estaba al pie de una granroca, donde, por mera casualidad (diría esto si notuviese abundantes razones para atribuir todas es-tas cosas a la Providen cia), me encontraba cortan-do unas gruesas ramas de árboles para hacercarbón. Pero antes de proseguir, debo explicar larazón por la que hacía este carbón y que era la si-guiente:

Como ya he dicho, tenía mucho miedo de hacerfuego cerca de mi casa. Sin embargo, no podía vivirsin hornear mi pan y sin cocinar mi carne y otrosalimentos. Así, pues, quemaba la madera en el bos-que, como había visto que se hacía en Inglaterra, lacubría con tierra hasta que se carbonizaba. Luego

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apagaba el fuego y llevaba a casa el carbón, queutilizaba para todos los menesteres que requeríanfuego, sin el riesgo del humo.

Pero esto es solo incidental. Mientras estaba cor-tando madera, advertí una especie de cavidaddetrás de una rama muy gruesa de un arbusto ysentí curiosidad por mirar en el interior. Cuandollegué a la entrada, no sin mucha dificultad, vi queera muy amplia, es decir, que cabía de pie y, tal vez,con otra persona. Pero debo confesar que salí conmás prisa de la que había entrado, pues al mirar alfondo, que estaba totalmente oscuro, divisé dosgrandes ojos brillantes. No sabía si eran de diablo ode hombre pero parpadeaban como dos estrellascon la tenue luz que se filtraba por la entrada de lacueva.

No obstante, después de una breve pausa, merepuse y comencé a decirme que era un tonto, quesi había vivido veinte años solo en una isla no podíatener miedo del diablo y que en esa cueva no habíanada más aterrador que yo mismo. En seguida re-cobré el valor, hice una gran tea y volví a entrar conella en la mano. No había dado tres pasos cuandovolví a asustarme como antes, pues oí un fuertesuspiro, como el lamento de un hombre, seguido por

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un ruido entrecortado que parecía un balbuceo y,luego, por otro suspiro fuerte. Retrocedí y estabatan sorprendido que un sudor frío me recorrió todoel cuerpo y si hubiese tenido un sombrero, no habríapodido responder por él, pues mis cabellos erizadoslo hubieran elevado por el aire. Pero saqué valor dedonde pude y me reanimé un poco con la idea deque el poder y la presencia de Dios estaban en to-das partes y me protegerían. Volví a dar unos pasosy, gracias a la luz de la tea, que sostenía un pocomás arriba de mi cabeza, descubrí, tumbado en latierra, un monstruoso y viejo macho cabrío, queparecía a punto de morir de pura vejez.

Le agité un poco para ver si lograba sacarlo deahí y el animal intentó, en vano, ponerse en pie.Entonces pensé que podía quedarse donde estabapues, del mismo modo que me había asustado a mí,podía asustar a los salvajes que se atrevieran aentrar en la cueva mientras le quedara algo de vida.

Repuesto de mi sorpresa, comencé a mirar a mialrededor y me di cuenta de que la cueva era bas-tante pequeña, es decir, que medía unos doce piespero no tenía una forma re gular, ni redonda ni cua-drada, ya que las únicas manos que habían trabaja-do en ella eran las de la naturaleza. También ob-

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servé que en uno de los costados había una apertu-ra que se prolongaba hacia adentro pero era tanbaja que me obligaba a entrar arrastrándome. Tam-poco sabía a dónde llevaba y como no tenía velas,no seguí explorando. Decidí que, al día siguiente,regresaría con velas y una yesca que había hechoen la empuñadura de un mosquete con un poco depólvora.

Al otro día, volví con seis grandes velas hechaspor mí, pues ahora hacía muy buenas velas con elsebo de las cabras, y, andando a gatas, avancé porla cavidad unas diez yardas, lo cual, dicho sea depaso, era una aventura bastante arriesgada, si seconsidera que no sabía hasta dónde llegaba aquelpasadizo ni lo que podría encontrar más adelante.Cuando llegué al final de este, advertí que el techose elevaba casi veinte pies, y puedo asegurar queen toda la isla se podía presenciar un espectáculomás maravilloso que la bóveda y los costado deesta cueva o caverna. En las paredes se reflejaba laluz de mis dos velas multiplicada por cien mil. Meimaginaba que en la roca había diamantes u otraspiedras preciosas, pero no lo sabía con certeza.

Aunque estaba totalmente a oscuras, la gruta erael lugar más delicioso que podría imaginarse. El

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suelo estaba seco y bien nivelado; lo cubría una finacapa de gravilla suelta y fina. No había animalesvenenosos o nauseabundos ni humedad en las pa-redes o el techo. La única dificultad estaba en laentrada, la cual, me parecía ventajosa, ya que meproporcionaba el refugio que necesitaba. Este des-cubrimiento me llenó de júbilo y decidí transportarallí, sin demora, algunas de las cosas que más mepreocupaban, en especial, la pólvora y todas lasarmas que tenía de reserva, a saber: dos de las tresescopetas de caza y tres de los ocho mosquetesque tenía. Dejé los otros cinco en mi castillo, mon-tados como si fueran cañones en el muro exterior, ypodía disponer de ellas, igualmente, si hacía algunaexpedición.

Para transportar las municiones, tuve que abrir elbarril de pólvora húmeda que había rescatado delmar. Me di cuenta de que el agua había penetradopor todos los costa dos unas tres o cuatro pulgadasy que la pólvora, al secarse y endurecerse, habíaformado una corteza que protegía el interior como lacáscara de una fruta. De este modo, tenía unassesenta libras de pólvora buena en el centro delbarril, lo que me sorprendió muy gratamente. Lallevé toda a la gruta, salvo dos o tres libras que con-servé en el castillo por temor a cualquier contingen-

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cia. Llevé, además, todo el plomo que tenía reser-vado para hacer balas.

Me sentía como uno de esos antiguos gigantesque, según se dice, vivían en cavernas y cuevas enlas rocas, a las que nadie podía llegar, pues, mien-tras me hallaba en ese re fugio, me convencí de queningún salvaje podría encontrarme y, si lo hacía,jamás se atrevería a atacarme en ese lugar. El viejomacho cabrío, que estaba moribundo cuando loencontré, murió al día siguiente en la entrada de lacueva y me pareció más fácil cavar un hoyo paraecharlo en él y cubrirlo con tierra, que arrastrarlohasta afuera; así que lo enterré para evitar el malolor.

Llevaba veintitrés años en la isla y estaba tan fa-miliarizado con ella y con mi estilo de vida que, sihubiese tenido la certeza de que los salvajes novendrían a perturbarme, me habría resignado acapitular y pasar allí el resto de mi vida, hasta el díaen que me echara a morir, como el viejo machocabrío, en la gruta. También había encontrado algu-nos pequeños entretenimientos y diversiones quehacían transcurrir el tiempo más rápida y plácida-mente que antes. En primer lugar, como ya he di-cho, le había enseñado a hablar a mi Poll y lo hacía

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con tanta familiaridad, tan clara y articuladamente,que me proporcionaba una gran satisfacción. Convi-vió cerca de veintiséis años conmigo y no sé cuán-tos más vivió, pues, según se creía en el Brasil,vivían casi cien años. Acaso el pobre Poll aún sigavivo y llamando al pobre Robinson Crusoe. Esperoque ningún inglés tenga la mala suerte de ir allí y deescucharlo porque, con seguridad, creerá que setrata del demonio. Mi perro me brindó una agradabley cariñosa compañía durante casi dieciséis años ymurió de puro viejo. En cuanto a los gatos, se multi-plicaron, como he dicho, hasta el punto que tuveque matar a muchos de ellos para evitar que medevorasen a mí junto con todas mis provisiones.Finalmente, después que murieron los dos que mehabía traído, los demás, a fuerza de perseguirlosconstantemente y privarlos de alimento, huyeron alos bosques y se volvieron salvajes. Solo dos o tresfavoritos, cuyas crías ahogaba apenas nacían, for-maron parte de mi familia. También conservabasiempre dos o tres cabras domésticas, que apren-dieron a comer de mi mano, y dos loros más quehablaban bastante bien y me llamaban RobinsonCrusoe. Mas ninguno como el primero, aunque, adecir verdad, nunca me preocupé por ellos comopor aquel. Tenía, además, algunas aves marítimas,

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cuyo nombre desconozco, a las que capturé en laplaya y les corté las alas. Como las pequeñas esta-cas que había plantado delante del castillo crecieronhasta formar un espeso follaje, estas aves vivían yse reproducían en las copas de los árboles bajos, locual me resultaba muy agradable. De este modo,como he dicho, empecé a sentirme muy complacidocon mi vida, con la única excepción del temor porlos salvajes.

Pero estaba previsto que las cosas fuesen de otromodo y, tal vez, no sea inútil para todos los que leanmi historia, hacer esta justa observación: Cuántasveces, en el curso de nuestras vidas, ocurre que elmal que procuramos evitar, y que nos parece terri-ble cuando nos enfrentamos a él, resulta el verdade-ro camino de nuestra salvación, el único a través delcual podemos librarnos de nuestras desgracias.Podría dar muchos ejemplos de esta situación, a lolargo de mi inenarrable existencia, pero ninguno tannotable como lo que me ocurrió en los últimos añosde mi solitaria residencia en esta isla.

Corría el mes de diciembre de mi vigesimoterceraño en este lugar y, como ya he dicho estábamosen pleno solsticio austral, pues no podría llamarloinvierno. Esta época era muy importante para mi

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cosecha, que requería de mi constante presencia enel campo. Una mañana, muy temprano, casi antesde la salida del sol, advertí con sorpresa el res-plandor de un fuego en la playa, a unas dos millasde donde me hallaba, y en dirección al extremo dela isla donde, como ya he observado, habían estadolos salvajes; mas no en el lado opuesto de la isla,sino en el mío.

El espectáculo me aterrorizó y me quedé cerca demi arboleda, por temor a ser sorprendido. Aun así,no me sentía tranquilo, pues, si en sus incursionespor la isla, los salvajes descubrían mi cereal, sem-brado o segado, o cualquiera de mis obras y mejo-ras deducirían inmediatamente que la isla estabahabitada y no descansarían hasta encontrarme.Terriblemente angustiado, regresé directamente ami castillo, recogí la escalera e intenté darle un as-pecto tan natural y agreste como pude.

Entonces, me atrincheré y me preparé para la de-fensa. Cargué toda mi artillería, como solía llamarla,es decir, los mosquetes colocados en la nueva forti-ficación y todas las pistolas, y decidí defendermehasta el último suspiro, no sin antes encomendarmefervorosamente a la divina protección y rogarle aDios que me librase de caer en manos de los bárba-

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ros. Permanecí en esa posición más de dos horaspero, más tarde, comencé a sentirme impacientepor saber lo que ocurría fuera, ya que no tenía esp-ías que me lo informaran.

Aguardé un poco más, pensando qué debía haceren esta situación, mas no pude resistir por mástiempo en la ignorancia; así que apoyé la escaleraen el costado de la roca para subir hasta donde seformaba una suerte de plataforma. Luego la retiré yvolví a colocarla hasta que llegué a la cima de lacolina. Allí me acosté boca abajo sobre la tierra ycogí el catalejo que había llevado con toda intenciónpara observar el sitio. Descubrí a unos cinco salva-jes desnudos, sentados alrededor de una pequeñafogata, no para calentarse, pues no tenían necesi-dad de ello, ya que el clima era extremadamentecaluroso, sino, como supuse, para preparar algunode sus horribles festines de carne humana, quehabían traído consigo, no sé si viva o muerta.

Habían llegado en dos canoas que estaban vara-das en la orilla y, como la marea estaba baja, mepareció que aguardaban a que subiera para mar-charse. No es fácil imaginar la inquietud que meprovocó este espectáculo y, muy especialmente,que estuvieran en mi lado de la isla y tan próximos a

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mí. Mas cuando pensé que siempre debían venircuando bajara la marea, comencé a tranquilizarme ycontentarme pensando que podría salir sin peligrocuando la marea estuviese alta, a no ser que hubie-sen llegado antes a la orilla. Con esta idea, salí arealizar las tareas propias de la cosecha con ciertatranquilidad.

Sucedió tal y como lo había previsto, pues, ape-nas la corriente se puso hacia el oeste, los vi meter-se en sus canoas y alejarse con la ayuda de susremos. Debo observar que, antes de partir, estuvie-ron cerca de una hora bailando, pues podía discer-nir claramente sus gestos y movimientos con micatalejo. Pude apreciar, mediante una minuciosa ob-servación, que estaban completamente desnudos,sin el menor vestigio de vestimenta sobre sus cuer-pos pero no pude distinguir si eran hombres o muje-res.

Tan pronto como se embarcaron y partieron, salícon mis dos escopetas al hombro, dos pistolas en lacintura y mi gran sable sin vaina, colgado a un cos-tado. Subí a la colina, donde los había visto porprimera vez, tan velozmente como pude. Tardéaproximadamente dos horas en llegar (pues el pesode las armas me impedía correr más rápidamente).

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Allí me di cuenta de que había otras tres canoas delos salvajes y, al mirar a lo lejos, los vi a todos jun-tos en el mar navegando rumbo al continente.

Cuando descendí a la playa, pude observar el te-rrible espectáculo de su sangriento festín: la sangre,los huesos y los trozos de carne humana, felizmentecomida y devorada por aquellos miserables. Estabatan indignado ante lo que veían mis ojos, que co-mencé a premeditar la forma de destruir a lospróximos que volviera a ver por allí, sin importarmequiénes ni cuántos fueran.

Me pareció evidente que sus visitas a la isla noeran muy frecuentes, pues transcurrieron más dequince meses antes de que regresaran; es decir,que durante todo ese tiempo, no volví a encontrarhuellas ni señales de ellos, ya que, en la época delluvias, no podían salir de sus moradas, o, al menos,alejarse tanto. Sin embargo, durante todo este tiem-po viví inquieto a causa del constante miedo a sertomado por sorpresa, por lo que puedo decir quetemer al mal es mucho peor que padecerlo, en es-pecial, cuando es imposible liberarse de ese temor.

Durante todo este tiempo, me sentía invadido porun sentimiento criminal y pasaba muchas horas, quepude haber empleado en mejores asuntos, imagi-

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nando cómo cer carlos y atacarlos la próxima vezque los viera, en especial, si venían en dos gruposcomo la vez anterior. No se me ocurrió en aquelmomento, que si mataba a uno de los grupos, for-mado por diez o doce salvajes, según mis cálculos,al día siguiente, o a la semana o el mes siguiente,debía matar otro y así, ad infinitum, hasta convertir-me en un asesino de la misma calaña que estoscaníbales, si no peor.

Pasaba los días en medio de una gran perplejidade inquietud, esperando caer, de un momento a otro,en manos de estas despiadadas criaturas. Si algunavez me aventuraba a sa lir, lo hacía mirando con elmayor cuidado a mi alrededor y tomando todas lasprecauciones imaginables. Ahora me daba cuenta,para mi consuelo, de cuán acertada había sido midecisión de tener un rebaño o manada de cabrasdomésticas, pues no me atrevía a disparar mi esco-peta, sobre todo, en el lado de la isla donde solíanvenir los salvajes, por miedo a alertarlos. Si bien esposible que hubiesen huido la primera vez, con se-guridad, habrían vuelto al cabo de algunos días condos o tres centenares de canoas y yo sabría muybien qué esperar. Sin embargo, transcurrieron unaño y tres meses antes de que volvieran los salva-jes, como contaré más adelante. Es muy probable

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que hubiesen venido dos o tres veces pero no sequedaron, o, al menos, yo no los escuché. Mas, enel mes de mayo de mi vigesimocuarto año, segúnmis cálculos, tuve un encuentro con ellos.

Durante los quince o dieciséis meses que hemencionado, me sentí muy perturbado. Dormía in-quieto, tenía sueños horribles y, a menudo, desper-taba sobresaltado. Durante el día, me oprimían laspreocupaciones y, por la noche, soñaba que matabaa los salvajes y buscaba justificaciones para ello.Pero dejemos esto por un momento. Fue a media-dos de mayo, me parece que el día 16 según loindicaba mi pobre calendario de madera, pues segu-ía registrando los días en el poste; digo que sería el16 de mayo, cuando se desató una violenta tormen-ta con muchos truenos y relámpagos. La nochesiguiente fue espantosa y no sé por qué, pero esta-ba leyendo la Biblia y haciendo graves reflexionessobre mi situación, cuando me sorprendió lo que mepareció un cañonazo en el mar.

Esta era una sorpresa muy distinta de todas lasque había experimentado hasta entonces, pues mehizo pensar en otras cosas. Me levanté tan rápida-mente como pudiera ima ginarse y, en un momento,apoyé la escalera contra la roca y subí a la plata-

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forma. Retiré la escalera nuevamente y subí hastala cima de la colina, en el momento en que un res-plandor de fuego me anunció un segundo cañonazo,que en efecto, llegó hasta mis oídos casi mediominuto después. Por el sonido, supe que proveníade aquella parte del mar donde la corriente habíaarrojado mi bote.

Inmediatamente pensé que debía tratarse de unbarco en peligro y que alguna otra embarcación leacompañaba, pues disparaba los cañones en señalde alarma para pedir socorro. En ese momento,presentí que si podía auxiliarlos, tal vez, ellos tam-bién me auxiliarían a mí, de modo que junté toda lamadera seca que encontré a mano, hice una granpila con ella y le prendí fuego en la cima de la coli-na. Como la madera estaba seca, prendió rápida-mente y, aunque el viento soplaba con mucha inten-sidad, ardió lo suficiente como para que, si aquelloera un barco, con toda certeza pudiera verla. Enefecto, así ocurrió, pues, apenas ardió la llama, es-cuché otro cañonazo y, después, varios más, todosprocedentes del mismo punto. Alimenté el fuegotoda la noche hasta el amanecer y, cuando se hizode día, y el aire se despejó, divisé algo en el mar, agran distancia, al este de la isla, mas no podía pre-

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cisar, ni siquiera con la ayuda del catalejo, si setraba de una vela o del casco de un navío.

Durante todo el día miré con frecuencia en aquelladirección y pronto advertí que el objeto estaba in-móvil, así que deduje que era un barco anclado,pero como me halla ba ansioso por saberlo concerteza, como puede suponerse, cogí la escopeta ycorrí hacia el extremo sur de la isla, hasta las rocasa las que había sido arrastrado por la corriente.Cuando llegué hasta allí, puesto que el día estabacompletamente despejado, pude ver claramente ypara mi mayor desconsuelo, el naufragio de un bar-co, arrojado durante la noche contra las rocas su-mergidas que había hallado en mi excursión con lapiragua. Estas rocas, resistiendo a la violencia de lacorriente, formaban una especie de contracorrienteo remolino, que me había librado de la situaciónmás desesperada de toda mi vida.

Lo que constituye la salvación de un hombre, es laruina de otro, pues, al parecer, estos hombres,quienes quiera que fueran, al no tener conocimientode aquellas rocas, total mente ocultas por el agua,habían sido empujados contra ellas durante toda lanoche por un fuerte viento del este y del este-noreste. Si la tripulación hubiese visto la isla, lo cual

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dudo mucho, habría intentado usar un bote parallegar a tierra. Mas los cañonzos que dispararon enseñal de auxilio, en especial, cuando vieron mi foga-ta, tal como imagino, me llenaron la cabeza de pen-samientos. Primero pensaba que, al ver mi fuego,se habían lanzado en el bote para llegar a la orillapero, tal vez, la fuerte marea los había hecho zozo-brar. En otras ocasiones imaginaba que habíanperdido el bote desde el principio, como suele pasarcuando las olas azotan la nave, lo que obliga a loshombres a destrozarlo y arrojarlo al mar. Otras ve-ces, imaginaba que los acompañaba otro navío, onavíos, que, alertados por las señales de auxilio, loshabían socorrido y rescatado. Por momentos, pen-saba que todos habían embarcado en el bote y hab-ían sido arrastrados por la misma corriente que mehabía arrastrado a mí, hacia el vasto océano, dondeno encontrarían más que agonía y muerte; o, talvez, agobiados por el hambre, a estas alturas seestarían comiendo unos a otros.

Pero como todo aquello no eran más que conjetu-ras, en la situación que me hallaba no podía hacerotra cosa que lamentar la desgracia de aquellospobres hombres y apia darme de ellos, lo cual, mehacía sentir cada vez más agradecido a Dios, por lafelicidad y la abundancia que me había prodigado

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en mi desolada situación y por haber permitido que,de dos tripulaciones que habían naufragado enaquellas costas, yo fuese el único superviviente.Comprendí, nuevamente, que es muy raro que laProvidencia divina nos arroje en una situación tandeplorable o en una miseria tan grande como paraque no encontremos algún motivo de gratitud o re-conozcamos que hay otros en peores circunstanciasque las nuestras.

Aquella había sido, sin duda, la suerte de estoshombres y no tenía razones para suponer que algu-no de ellos se hubiese salvado. No podía esperar nidesear que no hu biesen muerto todos, a no ser quehubiesen sido rescatados por otra embarcación, locual era muy poco probable, pues no veía ningunaseñal o rastro de que algo así hubiese sucedido.

No puedo hallar las palabras precisas para expre-sar la extraña melancolía y los ardientes deseos queeste naufragio suscitó en mi espíritu y que me hac-ían exclamar: «¡Oh, si al menos uno o dos, es más,solo un ser se hubiese salvado de este naufragio, ohubiese podido llegar hasta aquí, para que yo pu-diese tener un compañero, un semejante con quienpoder hablar y conversar!» En todo el transcurso demi vida solitaria, nunca había deseado tanto la com-

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pañía humana, ni había sentido una pena tan pro-funda por no tenerla.

Tenemos unos resortes secretos en el corazónque, movidos por algún objeto, presente o ausente,que se muestra ante nuestra imaginación, impulsannuestra alma con tan ta fuerza hacia ese objeto quesu ausencia se vuelve insoportable.

Tal era mi ferviente deseo de que tan solo unhombre se hubiese salvado: «¡Oh, si tan solo uno sehubiese salvado!», repetía una y mil veces: «¡Oh, sitan solo uno se hubiese sal vado!» Estaba tan tras-tornado por este deseo, que cuando decía esaspalabras, entrelazaba las manos y apretaba tantolos dedos, que si hubiese tenido algo frágil entreellas, lo habría roto involuntariamente; y apretabalos dientes con tanta fuerza, que a veces no podíasepararlos.

Dejemos que los naturalistas expliquen estas co-sas, su razón y su forma de ser. Lo único que puedohacer yo, es describir un hecho que me sorprendiócuando tuvo lugar, y cuya procedencia ignoro deltodo. Seguramente, se debió al efecto de mis ar-dientes deseos y la fuerza de mis pensamientos, deimaginar el consuelo que me habría proporcionadoconversar con un cristiano como yo.

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Pero no estaba previsto de ese modo. Su destino,el mío o el de todos, lo impedía, pues hasta mi últi-mo año de permanencia en esta isla, ignoré si al-guien se había salva do de aquel naufragio. Soloalcancé a ver, para mi desdicha, el cuerpo de unjoven marinero que llegó al extremo de la isla máspróximo al lugar del naufragio. Solo llevaba puestosuna casaca marinera, un par de calzones de pañoabiertos en las rodillas y una camisa de lienzo azul,pero nada que me permitiese adivinar de qué naciónprovenía. En sus bolsillos no había más que dospiezas de a ocho y una pipa. Esta última, para mí,valía diez veces más que el dinero.

El mar se había calmado y estaba empeñado enaventurarme a llegar al barco en la piragua. Tenía lacerteza de que encontraría cosas de utilidad a bordopero no era eso lo que me impulsaba, sino la espe-ranza de encontrar algún ser a quien pudiese sal-varle la vida, y con ello, reconfortar la mía en sumogrado. Me aferré de tal modo a esta idea, que noencontraba reposo ni de día ni de noche y solo pen-saba en llegar hasta la nave en mi bote. Me enco-mendé a la Providencia de Dios, sabiendo que elimpulso era tan fuerte que no podía resistirme a él,que debía provenir de algún invisible designio y queme arrepentiría si no lo hacía.

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Dominado por esta impresión, corrí hacia mi casti-llo a prepararme para el viaje. Cogí una buena por-ción de pan, una gran vasija de agua fresca, unabrújula para orientar me, una botella de ron, puesaún tenía bastante en la reserva, y un cesto lleno depasas. Cargado con todo lo necesario para el viaje,me dirigí hacia la piragua, le vacié el agua, depositéen ella el cargamento y la eché al mar. Luego re-gresé a casa para recoger el segundo cargamento,que consistía en un gran saco de arroz, la sombrilla,que me colocaría sobre la cabeza para que me pro-tegiera del sol, otra vasija llena de agua, casi dosdocenas de panes o tortas de cebada, una botellade leche de cabra y un queso. Llevé todo esto a lapiragua, no sin mucho esfuerzo y sudor, y, rogándo-le a Dios que guiara mi viaje, me puse a remar endirección noreste a lo largo de la costa hasta llegaral extremo de la isla. Ahora tenía que decidir si meaventuraba a lanzarme al océano. Observé las rápi-das corrientes que pasaban a ambos lados de la islay me parecieron tan terribles, por el recuerdo delpeligro en que me había encontrado, que comencéa perder valor, pues me daba cuenta de que si caíaen una de ellas, sería arrastrado mar adentro y per-dería de vista la isla. Si esto ocurría, como mi pira-

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gua era muy pequeña, la menor ráfaga de viento meperdería irremediablemente.

Esta idea me angustió tanto que comencé a dar-me por vencido. Conduje mi bote a una pequeñaensenada en la orilla, salí y me senté en un peque-ño promontorio de tierra, muy pensativo y ansioso,debatiéndome entre el miedo y el deseo de realizarla expedición. Mientras pensaba, observé que lamarea comenzaba a subir, lo que, por unas cuantashoras, me impediría volver a salir al mar. Entonces,pensé que debía subir a la parte más elevada quepudiese encontrar para observar los movimientos delas corrientes cuando subiera la marea y, de estemodo, poder juzgar si había alguna que me trajeserápidamente de vuelta a la isla, en caso de que otrame alejara de ella. No bien hube pensado esto, mefijé en una pequeña colina que dominaba amboslados, desde donde podía ver claramente la direc-ción de las corrientes y el rumbo que debía seguirpara regresar. Allí pude observar que la corriente debajamar partía del extremo sur de la isla mientrasque la de pleamar regresaba por el norte, de modoque, no tenía más que dirigirme hacia la punta sep-tentrional de la isla para regresar sin dificultad.

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Animado con esta observación, decidí partir a lamañana siguiente con la primera marea. Pasé todala noche en la canoa, cubierto con el gran capoteque mencioné ante riormente y me lancé al mar.Primero navegué un corto trecho rumbo al norte,hasta que me sentí arrastrado por la corriente queiba hacia el este. Esta me impulsó con bastantefuerza, pero no tanta como lo había hecho anterior-mente la corriente del sur, lo que me permitió seguirgobernando el bote. Remando enérgicamente, meacerqué a toda velocidad al barco y, en menos dedos horas, llegué hasta él.

Era un espectáculo desolador; el barco, de cons-trucción española, estaba encallado entre dos ro-cas. La popa y uno de sus costados habían sidodestrozados por el mar y, como el castillo de proase había estrellado contra las rocas, el palo mayor yel trinquete se habían quebrado, aunque el bauprésseguía intacto, así como la proa. Cuando me acer-qué, apareció un perro, que, al verme, comenzó aaullar y a gemir. Apenas lo llamé, saltó al mar paravenir hasta mí y lo llevé al bote. Estaba muerto dehambre y sed. Le di un pedazo de pan y se lo comiócomo si fuese un lobo famélico que hubiese pasadoquince días sin alimento en la nieve. Después le di

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un poco de agua y, si lo hubiese dejado, el pobreanimal habría bebido hasta reventar.

Luego subí a bordo y lo primero que divisé fuerondos hombres ahogados en la cocina, sobre el casti-llo de proa, que estaban abrazados. Deduje que,posiblemente, al desatarse la tormenta, el barco sehabía encallado y los embates del mar debieron sertan fuertes y tan constantes, que aquellos pobreshombres, no pudieron resistir y se habían ahogadocomo si estuviesen bajo el agua. Aparte del perro,no había otro ser viviente en el barco y todo su car-gamento, según pude comprobar, se estropeó conel agua. Había algunos toneles de licor en el fondode la bodega, que pude ver cuando el agua se re-tiró, mas no sabía si contenían vino o brandy; aménde que eran demasiado grandes para transportarlos.Vi varios cofres, que, sin duda, pertenecían a losmarineros y los llevé al bote sin examinar su conte-nido.

Si en lugar de la popa tan solo se hubiese destro-zado la proa, estoy seguro de que mi viaje habríasido más fructífero, pues por el contenido de esosdos cofres, podía imagi nar con razón, que el barcollevaba muchas riquezas a bordo. Supongo, por elrumbo que llevaba, que partió de Buenos Aires o del

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Río de la Plata en la América meridional, más alláde Brasil, en dirección a La Habana, en el golfo deMéxico y, de allí, seguramente a España. Sin duda,transportaba un gran tesoro, si bien bastante inútilpara todos en este momento. Qué pudo haber sidodel resto de la tripulación, tampoco lo sabía.

Aparte de los cofres, encontré un pequeño barrillleno de licor, de unos veinte galones, que llevéhasta mi bote con gran dificultad. Había numerososmosquetes en una cabina y un gran cuerno quecontenía unas cuatro libras de pólvora. Como losmosquetes no me servían, los dejé, pero me llevé elcuerno de pólvora, así como una pala y unas tena-zas que me hacían mucha falta, dos pequeñas vasi-jas de bronce, una chocolatera de cobre y una parri-lla. Con este cargamento y el perro, me puse enmarcha cuando la corriente comenzó a fluir hacia laisla. Esa misma tarde, casi una hora antes del ano-checer, llegué a tierra extenuado.

Aquella noche dormí en el bote y, al amanecer,decidí llevar lo que había rescatado a mi nueva cue-va y no al castillo. Después de refrescarme, llevétodo mi cargamento a la playa y comencé a exami-narlo. El tonel de licor contenía una especie de ron,distinto al que teníamos en Brasil, es decir, bastante

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malo. Mas cuando abrí los cofres, hallé muchascosas de gran utilidad, como, por ejemplo, una cajade botellas extraordinarias, llenas de cordiales ex-quisitos. Las botellas eran de tres pintas y tenían latapa recubierta de plata. Encontré dos botes dedulces deliciosos, tan bien cerrados, que el aguasalada no los había estropeado, pero había otrosdos, que sí se habían estropeado. Encontré algunascamisas muy buenas, casi media docena de pañue-los de lino blanco y corbatas de colores; los prime-ros me venían muy bien para secarme el sudor de lacara en los días de calor. Aparte de esto, al llegar alfondo del cofre, encontré tres grandes sacos llenosde piezas de a ocho, que sumaban unas mil cienpiezas en total. En uno de ellos, envueltos en papel,había seis doblones de oro y algunos lingotes deoro que, en total, podían pesar cerca de una libra.

En el otro cofre encontré algunas cosas de pocovalor. Por su contenido, el cofre debía pertenecer alartillero, aunque no encontré pólvora, con la excep-ción de unas dos li bras de pólvora escarchada,guardada en tres pequeños frascos y, seguramente,destinada a usarse para la caza. En resumidascuentas, conseguí muy pocas cosas de utilidad enel viaje, pues, el dinero no me servía de nada; eracomo el polvo bajo mis pies, y lo habría cambiado

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todo por tres o cuatro pares de zapatos ingleses ycalcetines, que desde hacía mucho tiempo necesi-taba. Tenía dos pares de zapatos, que les habíaquitado a los dos hombres ahogados que hallé en elbarco, y luego encontré otros dos pares en uno delos cofres, los cuales me venían muy bien, aunqueno eran como nuestros zapatos ingleses, ni por sucomodidad ni su resistencia; más bien, eran lo quesolemos llamar escarpines. En este cofre tambiénencontré cincuenta piezas de a ocho en reales, perono encontré oro, por lo cual, supuse que debía per-tenecer a un hombre más pobre que el dueño delprimero, que, seguramente, sería un oficial.

No obstante, llevé el dinero a mi casa en la cuevay lo guardé, como lo había hecho con el que habíarescatado de nuestro barco. Era una lástima, ya lohe dicho, que no pu diese encontrar el resto delcargamento que venía en el barco, pues estoy segu-ro de que habría podido cargar mi canoa variasveces con dinero y, si algún día lograba escapar aInglaterra, lo habría dejado a salvo en la cueva has-ta que pudiese regresar a buscarlo.

Después de haber desembarcado todas mis per-tenencias y guardarlas en un lugar seguro, regreséal bote, remé a lo largo de la costa hasta la vieja

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rada y allí lo dejé. Luego regresé tan rápidamentecomo pude a mi hogar, donde hallé todo seguro yen orden. Entonces comencé a sentirme más tran-quilo y reanudé mis antiguas costumbres y mis labo-res domésticas. Por un tiempo, logré vivir tranquila-mente, si bien estaba más atento que antes y salíamucho menos. Si alguna vez salía libremente, erasiempre por la parte oriental de la isla, donde estabacasi seguro de que no llegaban los salvajes y, portanto, no tenía que tomar demasiadas precauciones,ni andar cargado de tantas armas y municiones,como cuando iba en la otra dirección.

Viví casi dos años más en estas condiciones peromi desdichada cabeza, que parecía haber sidocreada para la desgracia de mi cuerpo, se llenabade planes y proyectos para escapar de la isla. Aveces, pensaba hacer otra expedición al barco nau-fragado, aunque la razón me decía que no hallaríanada en él que compensara el riesgo del viaje.Otras veces, contemplaba la idea de ir a una u otraparte y creo firmemente que si hubiese contado conla chalupa en la que huí de Salé, me habría aventu-rado a navegar, sin saber a dónde iba.

He sido, en todas las circunstancias de mi vida, unvivo ejemplo de aquellos que padecen de esta plaga

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general que ataca a la humanidad, de donde proce-den, a mi entender, la mitad de las desgracias queocurren en el mundo; me refiero a la inconformidadcon los designios de Dios y la naturaleza. No quierohablar de mi estado inicial ni de mi resistencia a losexcelentes consejos de mi padre, lo cual considerocomo mi pecado original; ni de los errores similaresque cometí y que me llevaron a esta miserable si-tuación. Si la misma Providencia que me había des-tinado a establecerme felizmente en Brasil comohacendado, hubiese puesto límites a mis deseos; sime hubiese conformado con avanzar poco a poco, aestas alturas (me refiero al tiempo que llevo viviendoen esta isla) sería uno de los hacendados másprósperos de Brasil, pues, a juzgar por los progre-sos que hice en el poco tiempo que viví allí, y losque habría hecho de no haberme marchado, segu-ramente tendría unos cien mil moidores. ¿Por quétenía que abandonar una fortuna establecida y unabuena plantación, en pleno crecimiento y desarrollo,para embarcarme rumbo a Guinea en busca denegros, cuando con paciencia y tiempo hubieseacrecentado mi fortuna, de tal modo que hubiesepodido comprarlos a los que se ocupan del tráficode negros desde mi propia casa? Incluso, si hubiese

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tenido que pagar algo más por ellos, la diferencia enel precio, no valía el riesgo tan desmedido.

Pero estas cosas suelen pasarles a los jóvenes yla reflexión sobre ellas, es, normalmente, ejerciciode la edad avanzada o de una experiencia que sepaga demasiado cara. Yo me hallaba en esta etapay, sin embargo, el error se había arraigado tan pro-fundamente en mi naturaleza, que no era capaz decontentarme con mi situación, sino que me dedicabacontinuamente a pensar en los medios y posibilida-des de huir de este lugar. Para poder relatar el restode mi historia, con mayor placer del lector, no seríainadecuado hacer un recuento de los primeros pla-nes de mi alocada huida y las directrices que seguípara ejecutarlo.

Me hallaba en mi castillo, y después del últimoviaje al barco naufragado, había dejado mi embar-cación a salvo bajo el agua, como de costumbre, ymi situación había vuel to a ser la de antes. Mi for-tuna había crecido pero no era más rico por ello,pues me valía lo que a los indios del Perú antes dela llegada de los españoles.

Una de esas noches lluviosas de marzo, en el vi-gesimocuarto año de vida solitaria, me encontrabadespierto en mi lecho o hamaca. Disfrutaba de bue-

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na salud, pues no me do lía nada, ni me hallabaindispuesto o febril, ni más intranquilo que de cos-tumbre. No obstante, no podía conciliar el sueño yno pegué ojo en toda la noche por lo que voy a na-rrar a continuación.

Sería tan imposible como inútil relatar la cantidadde pensamientos que giraban en mi cabeza esanoche. Repasé toda la historia de mi vida en minia-tura o en resumen, como podría decirse, antes ydespués de mi llegada a la isla.

Al pensar en lo que me había ocurrido desde millegada a las costas de esta isla, comparaba la tran-quilidad con la que transcurrían mis asuntos durantelos primeros años con el estado de ansiedad, miedoy cuidado en el que vivía desde que descubrí lahuella de una pisada en la arena. No se trataba decreer que los salvajes no hubiesen frecuentado laisla antes de este descubrimiento; incluso, que nohubiesen venido cientos de ellos hasta la costa,pero como en aquel momento no lo sabía, no sentíaningún temor. Mi satisfacción era total, aunque es-tuviese expuesto al mismo peligro y me sentía tanfeliz de ignorarlo como si, en realidad, no estuvieraamenazado por él. En esta situación, mis reflexio-nes eran fructíferas, en particular, la siguiente: que

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la Providencia había sido infinitamente buena alimponerles límites a la visión y la inteligencia de loshombres, que aunque caminen en medio de tantosmiles de peligros, cuyo conocimiento turbaría suespíritu y abatiría su alma, conservan la calma y laserenidad por el desconocimiento de las cosas queocurren a su alrededor y los peligros que les ace-chan.

Después de reflexionar un poco sobre estos asun-tos, comencé a considerar seriamente los peligros alos que había estado expuesto durante tantos añosen esta isla, la cual había recorrido con toda la se-guridad y la tranquilidad del mundo, sin saber que,tal vez, la cumbre de una colina, un árbol gigantescoo la simple caída de la noche, se habían interpuestoentre mí y la peor de las muertes, es decir, caer enmanos de los caníbales y salvajes, que me habríanperseguido como a una cabrá o una tortuga, pen-sando que, al matarme y devorarme, no cometíanun crimen mayor que el que yo realizaba al comer-me una paloma o un chorlito. Estaría calumniándo-me a mí mismo si no digo que me sentía sincera-mente agradecido a mi divino Salvador, a cuya sin-gular protección, confieso humildemente, debía misalvación, pues sin ella, habría caído inevitablemen-te en las despiadadas manos de los salvajes.

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Luego de estas consideraciones, comencé a re-flexionar sobre la naturaleza de aquellas miserablescriaturas, me refiero a los salvajes, y a preguntarmecómo era posible que el sabio Gobernador de todaslas cosas, hubiese abandonado a algunas de suscriaturas a semejante inhumanidad, más aún, a algopeor que la brutalidad misma, como es devorar a losde su propia especie. No obstante, como esto noeran más que especulaciones (y, en aquel momen-to, completamente vanas) me puse a pensar en quéparte del mundo vivían estos miserables, a qué dis-tancia se hallaba la tierra de la que provenían, porqué se aventuraban tan lejos de sus moradas, quéclase de embarcaciones utilizaban y por qué nopodía ir hacia donde estaban ellos del mismo modoque ellos venían hasta donde estaba yo.

Nunca me detuve a pensar qué sería de mí cuan-do llegara allí, cuál sería mi suerte si caía en manosde los salvajes, ni cómo podría escapar si me captu-raban. Tampoco pensaba en cómo podría alcanzarla costa sin que me vieran, lo que habría sido miperdición, ni qué hacer, si lograba no caer en susmanos, para procurarme el sustento, ni mucho me-nos, el rumbo que debía tomar. Ni uno solo de estospensamientos cruzó por mi mente, dominada por laidea de llegar al continente en mi piragua. Mi situa-

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ción me parecía la más miserable del mundo y nopodía imaginarme nada peor que la muerte. Pensa-ba que podría llegar al continente, donde, tal vez,hallaría consuelo, o navegar a lo largo de la costa,como lo había hecho en África, hasta llegar a algúnlugar habitado, donde pudiese ser rescatado. Des-pués de todo, tal vez encontraría un barco cristianoque me recogiese y, en el peor de los casos, morir-ía, lo cual pondría punto final a todas mis desgra-cias. Es preciso advertir que todos estos pen-samientos provenían de mi turbación y mi impacien-cia, exacerbadas por el recuerdo de los trabajos ylas decepciones que padecí a bordo del barco nau-fragado, donde estuve tan cerca de hallar lo quetanto deseaba: alguien con quien hablar, que meexplicara dónde estaba y los medios posibles deliberarme. Por eso digo que todos estos pensamien-tos me tenían completamente trastornado. Mi calmay mi resignación a los designios de la Providencia,así como mi sumisión a la voluntad del cielo, parec-ían haberse interrumpido y no hallaba forma dedistraer mis pensamientos del proyecto del viaje alcontinente, que me obsesionaba de tal modo queme resultaba imposible resistirlo.

Durante más de dos horas este deseo me invadiócon tanta fuerza que me bullía la sangre y me alte-

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raba el pulso como si el mero fervor de mis pensa-mientos me hubiese provocado fiebre. Entonces lanaturaleza, como agotada y extenuada por mi obse-sión, me arrojó en un profundo sueño. Podría pen-sarse que soñé con todo esto, mas no fue así. Soñéque salía de mi castillo una mañana, como de cos-tumbre, y veía dos canoas en la costa, de las cualesdesembarcaban once salvajes que llevaban consigoa otro de ellos, a quien iban a matar para, después,comérselo. De pronto, el salvaje al que iban a sacri-ficar, daba un salto y huía para salvarse. Me parecióver en mi sueño que corría hacia la espesa arboledafrente a mi fortificación para ocultarse y, advirtiendoque estaba solo y que los otros no lo buscarían enesa dirección, me presentaba ante él y le sonreía.Entonces se arrodillaba ante mis pies, como pidien-do ayuda y yo le mostraba la escalera y le hacíasubir, le llevaba a la cueva y se convertía en miservidor. Tan pronto tuve a este hombre conmigo,me dije: «Ahora sí puedo aventurarme hacia el con-tinente, pues este compañero me servirá de piloto,me dirá qué debo hacer, dónde buscar provisiones,dónde no debo ir si no quiero ser devorado, haciaqué lugares debo aventurarme y cuáles debo evi-tar.» En esto desperté y me sentí invadido por laindescriptible sensación de felicidad que me había

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causado la perspectiva de mi libertad pero al volveren mí y descubrir que no era más que un sueño, mesentí igualmente invadido por la tristeza y el de-sencanto.

No obstante, llegué a la conclusión de que la úni-ca forma de llevar a cabo un intento de huida eracon la ayuda de, algún salvaje y, de ser posible,alguno de los prisioneros que los salvajes traíanpara darles muerte y devorarlos. Mas aún quedabaotra dificultad que superar: era imposible ejecutar miplan sin tener que atacar antes a toda una caravanade salvajes, lo cual suponía un acto desesperado,que podía fracasar. Por otra parte, dudaba muchode la legitimidad de semejante acto y mi corazón seagitaba ante la idea de derramar tanta sangre, aun-que fuera para salvarme. No tengo que repetir losargumentos contra este plan que se me ocurrían,pues son los mismos que he mencionado an-teriormente; solo que ahora tenía otros motivos, asaber, que aquellos hombres constituían una ame-naza para mi vida y me comerían si tuviesen laoportunidad; que lo único que hacía era protegermede semejante muerte; que actuaba en defensa pro-pia como si en verdad estuviesen atacándome; ycosas por el estilo. Pero, a pesar de que, como hedicho, tenía todos estos argumentos a mi favor, la

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idea de derramar sangre humana para salvarme meresultaba tan terrible que no lograba reconciliarmecon ella en modo alguno.

Finalmente, después de una prolongada incerti-dumbre, pues todos estos argumentos se agitarondurante mucho tiempo en mi cabeza, mi vehementedeseo de liberación prevaleció sobre todo lo demásy decidí que, si era posible, echaría mano de algunode aquellos salvajes a, toda costa. Ahora tenía quepensar en la forma de hacerlo y esto era lo másdifícil. Mas, como no se me ocurrió nada, decidíponerme en guardia y acecharlos cuando desem-barcasen, dejando el resto a lo que aconteciese yhaciendo lo que las circunstancias requirieran.

Con esta resolución, me dediqué a observar lacosta tantas veces como pude, lo cual llegó a cau-sarme una profunda fatiga. Casi todos los días, du-rante un año y medio, me dirigía a la costa occiden-tal de la isla para observar la llegada de sus canoaspero no aparecieron. Esto me desalentó mucho ycomencé a sentir una gran inquietud, aunque eneste caso no podía decir, como en ocasiones ante-riores, que mi deseo hubiese disminuido en lo másmínimo. Más aún, cuanto más tardaban en llegar,más crecía mi ansiedad. En pocas palabras, mi

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preocupación inicial de no ser visto por estos salva-jes y de evitar que me descubrieran era menor quemi actual deseo de caer sobre ellos.

Aparte de esto, imaginaba que capturaba a uno,mejor, a dos o tres salvajes y los convertía en misesclavos, dispuestos a hacer todo lo que les indica-ra y desprovistos de todos los medios para hacermedaño. Durante mucho tiempo abrigué esta idea perotodas mis fantasías se redujeron a nada, ya quenunca se presentó la ocasión de realizarlas. Derepente, una mañana, muy temprano, divisé, parami sorpresa, al menos cinco canoas en la playa enmi lado de la isla. La gente que viajaba en ellashabía desembarcado y estaba fuera del alcance demi vista. Su número deshizo todos mis cálculos,pues solían venir cuatro o cinco, a veces más, encada canoa y no tenía idea de lo que debía hacerpara atacar yo solo a veinte o treinta hombres. Mequedé, pues, en mi castillo, perplejo y abatido. Noobstante, adoptando la misma actitud que antes, mepreparé, tal y como lo había previsto, para respon-der a un ataque y para afrontar cualquier eventuali-dad que se presentara. Al cabo de una larga espera,atento a cualquier ruido que pudiesen hacer, me im-pacienté y, poniendo mis armas al pie de la escale-ra, trepé a lo alto de la colina en dos etapas, como

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siempre, y me aposté de forma que no pudieranverme bajo ningún concepto. Allí observé, con laayuda de mi catalejo, que no eran menos de treintahombres, que habían encendido una fogata y queestaban preparando su comida; mas no tenía ideadel tipo de alimento que era ni del modo en que loestaban cocinando. No obstante los vi danzar alre-dedor del fuego, como era su costumbre, haciendono sé cuántas figuras y movimientos salvajes.

Mientras los observaba con el catalejo, vi que sa-caban a dos infelices de los botes, donde los habíanretenido hasta el momento del sacrificio. Observéque uno de ellos caía al suelo, abatido por unbastón o pala de madera, conforme a sus costum-bres, e, inmediatamente, otros dos o tres se pu-sieron a despedazarlo para cocinarlo. Mientras tan-to, la otra víctima permanecía a la espera de suturno. En ese mismo instante, aquel pobre infeliz,inspirado por la naturaleza y por la esperanza desalvarse, viéndose aún con cierta libertad, comenzóa correr por la arena a una gran velocidad, en direc-ción a mi parte de la isla, es decir, hacia donde esta-ba mi morada.

Sentí un miedo de muerte (debo reconocerlo)cuando lo vi correr hacia mí, especialmente, porque

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sabía que sería perseguido por los demás. Espera-ba que mi sueño se cum pliera y que, en efecto, serefugiase en mi cueva. Mas no podía esperar quelos otros no lo siguieran hasta allí. No obstante,permanecí en mi puesto y recobré el aliento cuandoadvertí que solo lo perseguían tres hombres y que élles llevaba una gran ventaja. Sin duda lograría es-capar si sostenía su carrera por espacio de mediahora.

Entre ellos y mi morada se hallaba aquel río quemencioné varias veces en la primera parte de mihistoria, cuando describía el desembarco del car-gamento que había resca tado del naufragio. Evi-dentemente, el pobre infeliz tendría que cruzarlo anado, pues, de lo contrario, lo capturarían allí. Alllegar al río, el salvaje se zambulló y ganó la riberaopuesta en unas treinta brazadas, a pesar de que lamarea estaba alta. Luego volvió a echar a correr auna velocidad extraordinaria. Cuando los otros tresllegaron al río, pude observar que solo dos de ellossabían nadar. El tercero no podía hacerlo, por loque se detuvo en la orilla, miró hacia el otro lado yno prosiguió. En seguida, se dio la vuelta y regresólentamente, para mayor suerte del que huía.

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Observé que los dos que sabían nadar, tardaronel doble del tiempo que el otro en atravesar el río.Entonces, presentí, de forma clara e irresistible, quehabía llegado la hora de conseguirme un sirviente,tal vez, un compañero o un amigo y que había sidollamado claramente por la Providencia para salvarlela vida a esa pobre criatura. Bajé lo más velozmenteque pude por la escalera, cogí las dos escopetasque estaban, como he dicho, al pie de la escalera yvolví a subir la colina con la misma celeridad, paradescender hasta la playa por el otro lado. Comohabía tomado un atajo y el camino era cuesta abajo,rápidamente me situé entre los perseguidores y elperseguido. Entonces, le grité a este último, que sevolvió, tal vez más espantado por mí que por losotros. Le hice señas con la mano para que regresa-ra, mientras avanzaba lentamente hacia los perse-guidores. Me abalancé sobre uno de ellos y le hicecaer de un culatazo, mas no me atreví a disparar,por miedo a que los demás lo oyesen, aunque, atanta distancia era poco probable que lo hicieran, ycomo no podían ver el humo, tampoco habrían sa-bido de dónde provenía el disparo. Al ver a su ami-go en el suelo, el otro perseguidor se detuvo comoespantado. Avancé rápidamente hacia él, mascuando estuve cerca, advertí que me apuntaba con

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su arco y su flecha y estaba en disposición de dis-pararme. Me vi obligado a apuntarle y lo maté con elprimer diparo. El pobre salvaje fugitivo, se detuvo alver que sus perseguidores habían sido derribados ymatados. Estaba tan espantado por el humo y elruido de mi arma, que se quedó paralizado y nointentó dar un paso ni hacia adelante ni hacia atrás,a pesar de que parecía más inclinado a escapar quea acercarse. Volví a gritarle y a hacerle señas paraque se aproximara, las cuales entendió perfec-tamente. Entonces, dio algunos pasos y se detuvo,avanzó un poco más y volvió a detenerse. Tembla-ba como si hubiese caído prisionero y estuviese apunto de ser asesinado como sus dos enemigos.Volví a llamarlo e hice todas las señales que pudepara alentarlo. Se fue acercando poco a poco, arro-dillándose cada diez o doce pasos, en muestra dereconocimiento hacia mí por haberle salvado la vida.Le sonreí, lo miré amablemente y lo invité a seguiravanzando. Finalmente llegó hasta donde yo esta-ba, volvió a arrodillarse, besó la tierra, apoyó sucabeza sobre ella y, tomándome el pie, lo colocósobre su cabeza. Al parecer, trataba de decirme quejuraba ser mi esclavo para siempre. Lo levanté y loreconforté como mejor pude. Pero aún quedabatrabajo por hacer, pues advertí que el salvaje al que

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le había dado el culatazo, no estaba muerto sino tansolo aturdido por el golpe y comenzaba a volver ensí. Lo señalé con el dedo para mostrarle a mi salva-je que no estaba muerto, a lo que me respondió conunas palabras que no pude comprender pero queme sonaron muy dulces ya que era la primera vozhumana, aparte de la mía, que escuchaba en másde veinticinco años. Mas no era el momento parasemejantes reflexiones pues el salvaje que estabaen el suelo, se había recuperado lo suficiente comopara sentarse y el mío comenzaba a dar muestrasde temor. Cuando vi esto, le mostré mi otra escope-ta al hombre, haciendo ademán de dispararle. En-tonces, mi salvaje, que ya podía llamarle así, mepidió con un gesto que le prestase el sable que col-gaba desnudo de mi cinturón. Se lo di y, tan prontocomo lo tuvo en sus manos, se abalanzó sobre suenemigo y le cortó la cabeza de un golpe tan certe-ro, que ni el más rápido y diestro verdugo de Ale-mania, lo hubiese podido hacer mejor. Esto me pa-reció muy extraño, por parte de alguien que nuncahabía visto un sable en su vida, a no ser que fuesede madera. No obstante, según supe después, lossables de los salvajes son tan afilados y pesados, yestán hechos de una madera tan dura, que puedentronchar cabezas o brazos de un solo golpe. Hecho

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esto, el salvaje vino hacia mí sonriendo en señal detriunfo para devolverme la espada y, haciendo ges-tos que yo no llegaba a comprender, la colocó a mispies junto con la cabeza del salvaje que acababa dematar.

Lo que más le sorprendía era que yo hubiese po-dido matar al otro indio desde lejos y, señalándolo,me hizo señas para que le permitiese ir a verlo. Ledije que accedía lo mejor que pude. Cuando se leacercó, se quedó como estupefacto, le dio la vueltahacia un lado y otro y observó la herida de la bala,que le había hecho un agujero en el pecho, del queno manaba mucha sangre (debía hacerlo por den-tro, pues el hombre estaba bien muerto). Tomó elarco y las flechas y volvió. Me dispuse a partir y leinvité a seguirme, explicándole por señas que podr-ían venir más salvajes.

A esto me respondió, mediante señas, que los en-terraría en la arena para que los demás no pudiesenverlos. Le respondí, también por señas, que lo hicie-ra y se puso a tra bajar. En un momento habíahecho un hoyo con sus manos en la arena, lo sufi-cientemente grande como para enterrar al primero.Lo arrastró y lo cubrió con arena y se dispuso ahacer lo mismo con el segundo. Creo que no tardó

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más de un cuarto de hora en enterrar a ambos. En-tonces, lo llamé y lo conduje, no al castillo, sino a lacueva, que estaba en la parte más lejana de la isla.No quería que esa parte de mi sueño no se cumplie-ra, es decir, la parte en la que lo refugiaba en micueva.

Allí le ofrecí un pan y un puñado de pasas paraque comiera y un poco de agua, de la cual teníamucha necesidad a causa de la carrera. Una vezrepuesto, le hice señas para que se acostara a dor-mir, indicándole un lugar donde había colocado unmontón de paja de arroz, cubierto con una manta,que yo mismo utilizaba con frecuencia para descan-sar. El pobre salvaje se acostó y se quedó dormido.

Era un joven hermoso, perfectamente formado,con las piernas rectas y fuertes, no demasiado lar-gas. Era alto, de buena figura y tendría unos vein-tiséis años. Su semblante era agradable, no parecíahosco ni feroz; su rostro era viril, aunque tenía laexpresión suave y dulce de los europeos, en espe-cial, cuando sonreía. Su cabello era largo y negro,no crespo como la lana; su frente era alta y despe-jada y los ojos le brillaban con vivacidad. Su piel noera negra sino muy tostada, carente de ese tonoamarillento de los brasileños, los nativos de Virgina

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y otros aborígenes americanos; podría decirse que,más bien, era de una aceitunado muy agradable,aunque difícil de describir. Su cara era redonda yclara; su nariz, pequeña pero no chata como la delos negros; y tenía una hermosa boca de labiosfinos y dientes fuertes, bien alineados y blancoscomo el marfil. Después de dormitar durante mediahora, se despertó y salió de la cueva a buscarme.Yo me hallaba ordeñando mis cabras, que estabanen el cercado contiguo y, cuando me vio, se acercócorriendo y se dejó caer en el suelo, haciendo todaclase de gestos de humilde agradecimiento. Luegocolocó su cabeza sobre el suelo, a mis pies, y co-locó uno de ellos sobre su cabeza, como lo habíahecho antes. Acto seguido, comenzó a hacer todaslas señales imaginables de sumisión y servidumbre,para hacerme entender que estaba dispuesto aobedecerme mientras viviese. Comprendí mucho delo que quería decirme y le di a entender que estabamuy contento con él. Entonces, comencé a hablarley a enseñarle a que él también lo hiciera conmigo.En primer lugar, le hice saber que su nombre seríaViernes, que era el día en que le había salvado lavida. También le enseñé a decir amo, y le hice sa-ber que ese sería mi nombre. Le enseñé a decir sí yno, y a comprender el significado de estas palabras.

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Luego le di un poco de leche en un cacharro debarro, le mostré cómo bebía y mojaba mi pan. Le diun trozo de pan para que hiciera lo mismo e, inme-diatamente lo hizo, dándome muestras de que legustaba mucho.

Pasé con él toda la noche y, tan pronto amaneció,le invité a seguirme y le hice saber que le daría al-gunas vestimentas, ante lo cual, se mostró encanta-do pues estaba completamente desnudo. Cuandopasamos por el lugar donde estaban enterrados losdos hombres, me mostró las marcas que habíahecho en el lugar exacto donde se hallaban. Mehizo señas de que nos los comiéramos, ante lo queme mostré muy enfadado, expresando el horror queme causaba semejante idea y haciendo como sivomitara. Le indiqué con la mano que me siguiera,lo cual, hizo inmediatamente y con gran sumisión.Entonces lo llevé hasta la cima de la colina, para versi sus enemigos se habían marchado y, sacando micatalejo, divisé claramente el lugar donde habíanestado, mas no vi rastro de ellos ni de sus canoas.Era evidente que habían partido, abandonando asus compañeros sin buscarlos.

Sin embargo, no me quedé satisfecho con estedescubrimiento. Con más valor y, por consiguiente,

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con mayor curiosidad, llevé a Viernes conmigo, lepuse el sable en la mano, le coloqué en la espaldael arco y las flechas, con los que, según descubrí,era muy diestro. Hice que me llevara una de lasescopetas y yo me encargué de llevar otras dos.Nos encaminamos hacia el lugar donde habían es-tado aquellas criaturas, pues deseaba saber más deellos, y cuando llegamos, la sangre se me heló enlas venas y el corazón se me paralizó ante el horrordel espectáculo. Era algo realmente pavoroso, almenos, para mí, porque a Viernes no le afectó enabsoluto. El lugar estaba totalmente cubierto dehuesos humanos, la tierra estaba teñida de sangre yhabía por doquier grandes trozos de carne devora-dos a medias, chamuscados y mutilados; en pocaspalabras, los restos de un festín triunfal que se hab-ía celebrado allí, después de la victoria sobre susenemigos. Vi tres cráneos, cinco manos y los hue-sos de tres o cuatro piernas y pies, y gran cantidadde partes de cuerpos. Viernes me dio a entender,por medio de señas, que habían traído cuatro pri-sioneros para la ceremonia; que tres de ellos habíansido devorados; que él, dijo señalándose a sí mis-mo, era el cuarto; que había habido una gran batallaentre ellos y un rey vecino, uno de cuyos súbditos,al parecer, era él; y que habían capturado muchos

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prisioneros, que fueron conducidos a diferenteslugares por los vencedores de la batalla para serdevorados como lo habían hecho allí con aquellospobres infelices.

Le indiqué a Viernes que juntara los cráneos, loshuesos, la carne y los demás restos; que lo apilaratodo bien y le prendiese fuego hasta que se convir-tiera en cenizas. Me di cuenta de que a Viernes leapetecía mucho aquella carne, pues era un caníbalpor naturaleza, pero le mostré tal horror ante ello,incluso ante la sola idea de que pudiera hacerlo,que se abstuvo, sabiendo, según le había hechocomprender, que lo mataría si se atrevía.

Cuando terminó de hacer esto, volvimos a nuestrocastillo y me puse a trabajar para mi siervo Viernes.En primer lugar, le di un par de calzones de lienzode los que había rescatado del naufragio en el cofredel pobre artillero, que ya he mencionado. Con unpoco de arreglo, le sentaron bien. Entonces, le con-feccioné, lo mejor que pude, una casaca de cuerode cabra, pues me había convertido en un sastremedianamente diestro, y le di una gorra de piel deliebre, muy cómoda y bastante elegante. De estemodo, logré vestirlo adecuadamente y él se mostrómuy contento de verse casi tan bien vestido como

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su amo. Ciertamente, al principio se movía con tor-peza dentro de estas ropas, pues los calzones leresultaban incómodos y las mangas de la chaquetale molestaban en los hombros y debajo de los bra-zos. Mas, con el tiempo, y después de aflojarle unpoco donde decía que le hacían daño, se acos-tumbró a ellas perfectamente.

Al día siguiente de llegar con él a mi madriguera,comencé a pensar dónde debía alojarlo, de modoque fuese cómodo para él y conveniente para mí. Lehice una pequeña tienda en el espacio que habíaentre mis dos fortificaciones, fuera de la primera ydentro de la segunda. Como allí había una puerta oapertura hacia mi cueva, hice un buen marco y unapuerta de tablas, que coloqué en el pasillo, un pocomás adentro de la entrada, de modo que se pudieseabrir desde el interior. Por la noche, la atrancaba yretiraba las dos escaleras para que Viernes no pu-diese pasar al interior de mi primera muralla sinhacer algún ruido que me alertase. Esta murallatenía ahora un gran techo hecho de vigas, que cubr-ía toda mi tienda. Estaba apoyado en la roca, atra-vesado por unas ramas entrelazadas, que hacíanlas veces de listones, y recubierto de una gruesacapa de paja de arroz, que era tan fuerte como lascañas. En la apertura o hueco que había dejado

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para entrar o salir con la escalera, coloqué una es-pecie de puerta-trampa, que, en caso de un ataquedel exterior, no se habría abierto sino que habríacaído con gran estrépito. En cuanto a las armas, lasguardaba conmigo todas las noches.

En realidad, todas estas precauciones eran inne-cesarias, pues jamás hombre alguno tuvo servidormás fiel, cariñoso y sincero que Viernes. Absoluta-mente carente de pa siones, obstinaciones y pro-yectos, era totalmente sumiso y afable y me queríacomo un niño a su padre. Me atrevo a decir quehubiese sacrificado su vida para salvarme en cual-quier circunstancia y me dio tantas pruebas de ello,que logró convencerme de que no tenía razón paradudar ni protegerme de él.

Esto me dio la oportunidad de reconocer conasombro que si Dios, en su providencia y gobiernode toda su creación, había decidido privar a tantascriaturas del buen uso que podían hacer de susfacultades y su espíritu, no obstante, les había do-tado de las mismas capacidades, la misma razón,los mismos afectos, la misma bondad y lealtad, lasmismas pasiones y resentimientos hacia el mal, lamisma gratitud, sinceridad, fidelidad y demás facul-tades de hacer y recibir el bien que a nosotros. Y, si

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a Él le complacía darles la oportunidad de ejercer-los, estaban tan dispuestos como nosotros, inclusomás que nosotros mismos, a utilizarlos correcta-mente. A veces, sentía una gran melancolía al pen-sar en el uso tan mediocre que hacemos de nues-tras facultades, aun cuando nuestro entendimientoestá iluminado por la gran llama de la instrucción, elespíritu de Dios y el conocimiento de su palabra. Mepreguntaba por qué Dios se había complacido enocultar este conocimiento salvador a tantos millonesde seres que, a juzgar por este salvaje, habríanhecho mucho mejor uso de él que nosotros.

De ahí que, a veces, me metiera demasiado en lasoberanía de la Providencia, como si acusara a sujusticia de una disposición tan arbitraria, que solo aalgunos les permite ver la luz y luego espera detodos, igual sentido del deber. Entonces, me detuvea pensar un poco mejor las cosas y llegué a lassiguientes conclusiones: 1) que no sabíamos segúnqué luz ni ley serían condenadas estas criaturas,puesto que Dios, en su infinita santidad y justicia, nopodía condenarlas por vivir ajenos a su presencia,sino por pecar contra aquella luz que, como dicenlas Escrituras, es ley para todos y, por aquellos pre-ceptos que nuestra conciencia considera justos,aunque no podamos reconocer sus fundamentos; 2)

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que todos somos como la arcilla en manos del alfa-rero y ninguna vasija podía preguntarle: «¿por quéme has hecho así?».

Mas volvamos a mi nuevo compañero. Estaba en-cantado con él y me dedicaba a enseñarle todoaquello que podía hacerle más útil, diestro y prove-choso; en especial, a ha blarme y a que me enten-diera cuando yo lo hacía. Fue el mejor discípulo quese pueda imaginar. Era jovial y aplicado y se ale-graba mucho cuando podía entenderme o lograbaque yo le entendiese, por lo que me resultaba muyplacentero hablar con él. Comenzaba a sentirmefeliz y solía decirme que si no fuese por el peligro delos salvajes, no me importaría quedarme allí toda lavida.

Habían transcurrido tres o cuatro días desdenuestro regreso al castillo, cuando pensé que, paraapartar a Viernes de sus espantosos hábitos alimen-ticios y hacerle desistir de su apetito caníbal, debíahacerle probar otra carne. Con este propósito, unamañana lo llevé al bosque para matar un cabrito delrebaño y llevarlo a casa para cocinarlo. En el cami-no encontré una cabra echada a la sombra con doscrías a su alrededor. Detuve a Viernes y le dije:

-Detente y quédate quieto.

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Le hice señas para que no se moviera, saquérápidamente mi escopeta y, de un disparo, mate auna de las crías. El pobre salvaje, que ya me habíavisto matar a uno de sus enemigos desde lejos y nopodía imaginar cómo lo había hecho, quedó tansorprendido y se puso a temblar de tal modo, quepensé que se iba a desmayar. No miró al cabrito alque le había disparado, ni se dio cuenta de que lohabía matado sino que abrió su chaqueta para ver sino estaba herido, por lo que pude comprender quepensaba que estaba decidido a matarlo. Entonces,se arrodilló junto a mí y, abrazándome por las rodi-llas, dijo muchas cosas que no pude entender, aun-que podía imaginar perfectamente que me suplicabaque no lo matase.

Pronto encontré una forma de convencerlo de queno le haría daño. Le tomé de la mano para que sepusiese en pie y le sonreí, enseñándole el cabritoque había matado y dándole a entender que fuese abuscarlo. Así lo hizo y, mientras buscaba admiradola forma en que había sido muerto el animal, vi ungran pájaro parecido a un halcón, que estaba posa-do en un árbol, al alcance de un tiro. Volví a cargarla escopeta, y para que Viernes comprendiera unpoco lo que iba a hacer, lo llamé nuevamente y lemostré el pájaro, que, en realidad era una cotorra,

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aunque al principio me hubiese parecido un halcón.Entonces, señalé al pájaro y luego a mi escopeta ya la tierra que estaba debajo del pájaro para queviera dónde lo haría caer. Le hice entender quedispararía y mataría al pájaro. Consecuentemente,disparé y le hice mirar. Inmediatamente, vio caer alpájaro y se quedó espantado otra vez, a pesar detodo lo que le había explicado. Me di cuenta de queestaba asombrado porque no me había visto meternada dentro de la escopeta y pensaría que aquellodebía tener una fuente misteriosa de muerte y des-trucción, capaz de matar hombres, bestias, pájarosy cualquier cosa, cercana o lejana. Esto le provocóun asombro tal, que tuvo que transcurrir muchotiempo antes de que se le pasara y, creo que si selo hubiese permitido nos habría adorado a mí y a miescopeta. A esta, no se atrevió siquiera a tocarlapero le hablaba como si pudiese responderle. Mástarde me explicó que le había pedido que no lo ma-tara.

Después de que se le pasara un poco el susto, leindiqué que fuese a buscar el pájaro que había ma-tado y así lo hizo, pero tardó en volver porque elpájaro, que no estaba muer to del todo, se habíaarrastrado a una gran distancia del lugar dondehabía caído. Finalmente, lo encontró, lo recogió y

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me lo trajo. Como había percibido su ignoranciarespecto a la escopeta, aproveché la oportunidadpara volver a cargarla sin que me viera y, de estemodo, tenerla lista para una próxima ocasión; masno se presentó ninguna. Así, pues, llevamos el ca-brito a casa y esa misma noche lo desollé y lo tro-ceé lo mejor que pude. Puse a hervir o a cocer al-gunos trozos en un puchero, que tenía para estepropósito, e hice un buen caldo. Después de probar-la, le di un poco de carne a mi siervo, a quien pare-ció gustarle mucho. Lo único que le extrañó fue verque yo le echaba sal y me hizo una señal para de-cirme que la sal no era buena. Se puso un poco enla boca, fingió que le provocaba náuseas y comenzóa escupir y a enjuagarse la boca con agua fresca.Por mi parte, me metí un poco de carne sin sal en laboca y fingí escupirla tan rápidamente como anteslo había hecho él con la sal. Mas, fue en vano, por-que nunca quiso poner sal en la carne ni en el cal-do; al menos, durante mucho tiempo y, aun des-pués, tan solo en muy pequeñas cantidades.

Habiéndole dado de comer carne hervida y caldo,decidí que, al día siguiente, lo agasajaría con untrozo del cabrito asado. Lo preparé del mismo modoque lo había visto hacer a mucha gente en Inglate-rra. Colgué el cabrito de una cuerda junto al fuego,

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clavé dos estacas, una a cada lado del fuego, y,apoyada entre ambas, coloqué una tercera estaca,alrededor de la cual até la cuerda para que la carnediera vueltas constantemente. Esta técnica sorpren-dió mucho a Viernes y cuando probó la carne, meexplicó de tantas formas lo mucho que le había gus-tado, que no pude menos que entenderlo. Finalmen-te, me manifestó que no volvería a comer carnehumana, lo cual me alegró mucho.

Al día siguiente le enseñé a moler el grano delmodo en que solía hacerlo y que ya he explicadoanteriormente. Rápidamente aprendió a hacerlo tanbien como yo, en es pecial, cuando comprendió supropósito, que era preparar pan, pues en seguida lemostré cómo lo hacía y también cómo lo horneaba.En poco tiempo, Viernes aprendió a realizar todaslas tareas tan bien como yo.

Comencé a considerar que, siendo dos bocas quealimentar en vez de una, debía procurar más tierrapara el cultivo y plantar más cantidad de grano quede costumbre. Delimité un terreno más grande ycomencé a cercarlo del mismo modo en que lo hab-ía hecho antes. Viernes no solo trabajó con muchadisposición y empeño sino también con mucho en-tusiasmo. Le expliqué que lo hacíamos con el pro-

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pósito de sembrar grano para hacer pan, porqueahora él vivía conmigo y necesitábamos más. Semostró muy sensible a esto y me dio a entender quepensaba que, a causa de él, yo tenía mucho mástrabajo y, por lo tanto, trabajaría arduamente si ledecía lo que debía hacer.

Este fue el año más agradable de todos los quepasé en este lugar. Viernes comenzó a hablar bas-tante bien y a entender los nombres de casi todaslas cosas que le pedía y de los lugares a donde leordenaba ir y llegó a ser capaz de conversar conmi-go. De este modo, en poco tiempo, recuperé milengua, que durante mucho tiempo no tuve oportu-nidad de usar, me refiero al lenguaje. Aparte delplacer que me provocaba hablar con él,`sentía unaparticular simpatía por el chico. Su honestidad nofingida se mostraba más claramente cada día yllegué a sentir un verdadero cariño hacia él. Por suparte, creo que me quería más que a nada en elmundo.

Un día, quise saber si sentía alguna inclinaciónpor volver a su tierra y, como le había enseñado ahablar tan bien el inglés, que podía responder a casicualquier pregunta, le interrogué si la nación a laque pertenecía había vencido alguna vez en alguna

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batalla. Con una sonrisa, me contestó: -Sí, sí, siem-pre luchan los mejores -lo cual quería decir quesiempre vencían.

Entonces, comenzamos a dialogar de la siguientemanera:

-Ustedes siempre son los mejores -le dije-, enton-ces, ¿cómo es que caíste prisionero, Viernes?

Viernes: Mi nación venció mucho.

Amo: ¿Venció? Si tu nación venció, ¿cómo caísteprisionero?

Viernes: Ellos más muchos que mi nación en ellugar que yo estoy; ellos toman uno, dos, tres y yo;mi nación venció a ellos en el otro lugar donde yo noestaba; allá mi nación toman uno, dos, muchos mi-les.

Amo: Entonces, ¿por qué tu bando no os rescatóde vuestros enemigos?

Viernes: Ellos tomaron uno, dos, tres y yo en lacanoa. Mi nación no tener canoa esta vez.

Amo: Pues bien, Viernes, ¿qué hace tu nacióncon los hombres que toma prisioneros? ¿Se loslleva y se los come como ellos?

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Viernes: Sí, mi nación también come hombres,come todo.

Amo: ¿Dónde los lleva?

Viernes: A otro sitio que piensan. Amo: ¿Vienenaquí?

Viernes: Sí vienen aquí y a otro lugar. Amo: ¿Hasestado aquí con ellos?

Viernes: Sí, he estado (y señala el extremo noro-este de la isla, que, al parecer, era su lado).

Así comprendí que mi siervo Viernes había estadoantes entre los salvajes que solían venir a la costa,al extremo más remoto de la isla, para celebrar fes-tines caníbales como el que lo había traído hastaaquí. Algún tiempo después, cuando hallé el valorde llevarlo a ese lado, el mismo que ya he mencio-nado, lo reconoció y me dijo que había estado allíuna vez que se habían comido a veinte hombres,dos mujeres y un niño. No sabía decir veinte eninglés, de manera que colocó veinte piedras en fila ylas señaló para que yo las contara.

He contado esto a modo de introducción para loque sigue, pues, después de esta conversación, lepregunté a qué distancia estaba nuestra isla de sus

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costas y si alguna vez se perdían las canoas. Merespondió que no había ningún peligro, que jamásse había perdido ninguna canoa y que, aden-trándose un poco en el mar, por las mañanas, elviento y la corriente se dirigían siempre hacia lamisma dirección y, por las tardes, en direcciónopuesta.

Comprendí que esto no era otra cosa que las fluc-tuaciones de la marea pero, más adelante, supe quese originaban en el gran curso y reflujo del poderosorío Orinoco, en cuya boca o golfo se encontrabanuestra isla. También comprendí que la tierra quese divisaba hacia el oeste-noroeste era la gran islade Trinidad, que estaba al norte de la boca del río.Le hice miles de preguntas sobre el país, los habi-tantes, el mar, las costas y las naciones vecinas. Mecontó todo lo que sabía con la mayor franquezaimaginable. Le pregunté los nombres de los diferen-tes pueblos de su gente pero no pude obtener otronombre que el de los caribes, por lo cual inferí queme hablaba de las islas del Caribe, que nuestrosmapas sitúan en la región de América que va desdela desembocadura del río Orinoco a la Guayana yhasta Santa Marta. Me dijo que, a una gran distan-cia, detrás de la luna, es decir, donde se pone laluna, que debe ser al oeste de su tierra, habitaban

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hombres blancos con barbas como yo y señalabahacia mis grandes bigotes, que mencioné anterior-mente. Me dijo que habían matado a muchos hom-bres, por lo que pude comprender que se refería alos españoles, cuyas crueldades cometidas en Amé-rica se habían difundido por todas las naciones y setransmitían de padres a hijos.

Le pregunté si podía decirme cómo llegar hastadonde estaban aquellos hombres blancos desdeaquí y me respondió que sí, que podía ir en doscanoas. No pude entender qué quería decir cuandohablaba de dos canoas, hasta que, por fin, con mu-cha dificultad, comprendí que se refería a un botetan grande como dos canoas juntas.

Esta parte del discurso de Viernes me alegró mu-cho y, desde ese momento, concebí la esperanzade poder escapar algún día de este lugar y de queeste pobre salvaje fuera el que me ayudara a con-seguirlo.

Desde que Viernes estaba conmigo y había em-pezado a hablarme y a entenderme, quise inculcaren su alma los fundamentos de la religión. Un día lepregunté quién lo había creado y la pobre criaturano me comprendió en absoluto; pensaba que lepreguntaba por su padre. Entonces, decidí darle

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otro giro al asunto y le pregunté quién había hechoel mar, la tierra que pisábamos, las montañas y losbosques. Me contestó que había sido el ancianoBenamuckee, que vivía más allá de todo. No pudodecirme nada más acerca de esta gran persona,excepto que era muy viejo, mucho más que el mar,la tierra, la luna y las estrellas. Le pregunté por qué,si este anciano había hecho todas las cosas de latierra, no era venerado por ellas. Se mostró muyserio e, inocentemente, me respondió:

-Todas las cosas le dicen «¡Oh!»

Le pregunté si las personas que morían en supaís iban a alguna parte. Me dijo que sí, que todosiban a Benamuckee. Entonces, le pregunté si losque eran devorados también iban allí. Me dijo quesí.

A partir de esto, comencé a instruirle en el cono-cimiento del verdadero Dios. Le dije, apuntandohacia el cielo, que el Creador de todas las cosasvivía allí arriba; que Él gobierna el mundo con elmismo poder y la Providencia con que lo habíacreado; que era omnipotente y podía hacerlo todo,dárnoslo todo y quitárnoslo todo. Así, poco a poco,fui abriendo sus ojos. Escuchaba con mucha aten-ción y se mostró complacido con la idea de que

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Jesucristo hubiese sido enviado para redimirnos,con nuestra forma de orar a Dios y con que pudieseescucharnos, incluso en el cielo. Un día me dijo quesi nuestro Dios podía escucharnos desde más alládel sol, debía ser un dios mayor que Benamuckee,que vivía más cerca y que, sin embargo, no podíaescucharlos, a menos que fuesen a hablarle a lasgrandes montañas donde moraba. Le pregunté sialguna vez había ido allí a hablar con él y me dijoque no, pues los jóvenes nunca iban a hablar con él;los únicos que podían ir eran los viejos, a quienesllamaba oowocakee, y que son, según me explicó,sus sacerdotes o religiosos. Estos iban a decirle«¡Oh!» (que era su forma de referirse a las plega-rias) y regresaban para contarles lo que les habíadicho Benamuckee. Entonces, pude darme cuentade que el sacerdocio, incluso entre los paganos másciegos e ignorantes, y la política de mantener unareligión secreta para que el pueblo venere al clero,no solo se encuentra en la religión romana sino, talvez, en todas las religiones del mundo, incluso entrelos salvajes más bárbaros e irracionales.

Intenté aclarar este fraude a mi siervo Viernes y ledije que la pretensión de sus ancianos de ir a lasmontañas a decir «¡Oh!» a su dios Benamuckee erauna impostura; así como las palabras que supues-

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tamente les atribuían, lo eran aún más; y que sihallaban alguna respuesta o hablaban con alguienen aquel lugar, debía ser con un espíritu maligno.Luego hice una larga disertación acerca del diablo,su origen, su rebelión contra Dios, su odio hacia loshombres, la razón de dicho odio, su afán por hacer-se adorar en las regiones más oscuras del mundoen lugar de Dios, o como si lo fuera, y la infinidad deartimañas que utilizaba para inducir a la humanidada la ruina. Le dije que tenía un acceso secreto anuestras pasiones y nuestros sentimientos, median-te el cual nos hacía actuar conforme a sus inclina-ciones, caer en nuestras propias tentaciones y se-guir el camino de nuestra perdición por nuestra pro-pia elección.

Me di cuenta de que no era tan fácil imprimir en suespíritu la correcta noción del demonio como la dela existencia de Dios. La naturaleza apoyaba todosmis argumentos para demostrarle la necesidad deuna gran Causa Primera, de un poder supremo, deuna providencia secreta y de la equidad y justicia derendirle homenaje a Él, que todo lo había creado.Mas nada de esto figuraba en la noción de un espíri-tu maligno, su origen, su existencia, su naturaleza y,sobre todo, su inclinación por hacer el mal y arras-trarnos a hacerlo. Una vez, la pobre criatura me dejó

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tan perplejo con una pregunta, totalmente inocentee ingenua, que apenas supe qué contestar. Habíaestado hablándole largamente del poder de Dios, desu omnipotencia, del modo tan espantoso en quecastigaba el pecado, del fuego devorador queaguardaba a los agentes de la iniquidad, de cómonos había creado a todos y de cómo podía destruir-nos a nosotros y al mundo entero en un instante.Mientras tanto, Viernes me escuchaba con muchaseriedad.

Entonces, le dije que el demonio era el enemigode Dios en el corazón de los hombres, que usabatoda su maldad y su ingenio para derrotar los bue-nos designios de la Provi dencia y arruinar el reinode Jesucristo en la tierra, y otras cosas por el estilo.

-Pues bien -dijo Viernes-, tú dices, Dios es tanfuerte grande, ¿no es más fuerte, más poder que eldemonio?

-Sí, sí, Viernes dije yo-, Dios es más fuerte que eldemonio, Dios está por encima del demonio y, por lotanto, rogamos a Dios que lo ponga bajo nuestrospies y nos ayude a resistir a sus tentaciones y extin-guir sus dardos ardientes.

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-Pero -volvió a decir-, si Dios más fuerte, más po-der que el demonio, ¿por qué Dios no mata al de-monio para que no haga más mal?

Me quedé muy sorprendido ante su pregunta, yaque, después de todo, aunque yo era un viejo, noera más que un aprendiz de doctor que carecía delas cualificaciones necesa rias para hablar de ca-suística o resolver este tipo de problemas. Al princi-pio, no supe qué decirle, de modo que fingí nohaberle escuchado y le pregunté qué había dichopero él estaba demasiado ansioso por escuchar unarespuesta como para olvidar su pregunta, así que larepitió, con las mismas palabras quebradas de an-tes. Para entonces, ya me había repuesto un poco ydije:

-Al final, Dios lo castigará severamente. Estáaguardando el día del juicio final, cuando será arro-jado a un abismo sin fondo y morará en el fuegoeterno.

Viernes no quedó conforme con esta respuesta y,repitiendo mis palabras, me contestó:

-Aguardando, final, mí no entiende, ¿por qué nomatar al demonio ahora?, ¿por qué no gran antes?

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-Podrías preguntarme también -le respondí-, ¿porqué Dios no nos mata a ti y a mí cuando hacemoscosas que le ofenden? Nos protege para que nosarrepintamos y seamos perdonados.

Se quedó pensativo un rato.

-Bien, bien -me dijo muy afectuosamente-, muybien, así tú, yo, demonio, todos malos, todos prote-gidos, arrepentir, Dios perdona todos.

Nuevamente, me quedé muy sorprendido y estofue para mí un testimonio de cómo las simples no-ciones de la naturaleza, si bien dirigen a los seresresponsables hacia el co nocimiento de Dios y, porconsiguiente, al culto u homenaje de ese ser su-premo que es Dios, solo una divina revelación pue-de darnos el conocimiento de Jesucristo y de laredención que obtuvo para nosotros, de un media-dor, de un nuevo pacto y de un intercesor ante eltrono de Dios. Es decir, solo una revelación del cielopuede imprimir estas nociones en el alma y, porconsiguiente, el Evangelio de nuestro señor y salva-dor Jesucristo, quiero decir, la palabra de Dios, y elespíritu de Dios, prometido a su pueblo para guiarloy santificarlo, son absolutamente indispensablespara instruir las almas de los hombres en el conoci-

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miento salvador de Dios y los medios para obtenerla salvación.

Por tanto, interrumpí el diálogo que sostenía conmi siervo y me puse en pie a toda prisa, como si,súbitamente, tuviese que salir. Lo mandé ir muylejos con cualquier pre texto y le rogué ferviente-mente a Dios que me hiciera capaz de instruir a estepobre salvaje en el camino de la salvación y guiarsu corazón, a fin de que recibiese la luz del conoci-miento de Cristo y se reconciliara con Él. Le roguéque me hiciera un instrumento de su palabra paraque pudiera convencerlo, abrir sus ojos y salvar sualma. Cuando regresó, le di un largo discurso acer-ca del tema de la redención del hombre por el Sal-vador del mundo y de la doctrina del Evangelio,predicada desde el cielo; es decir, del arre-pentimiento hacia Dios y de la fe en nuestro benditoSeñor Jesucristo. Luego le expliqué, lo mejor quepude, por qué nuestro bendito Redentor no habíaasumido la naturaleza de los ángeles sino la de loshijos de Abraham y cómo, por esta razón, los ánge-les caídos podían ser redimidos, pues Él había ve-nido a salvar solo a los corderos descarriados de lacasa de Israel.

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Había, Dios lo sabe, más sinceridad que sabiduríaen todos los métodos que adopté para instruir a estapobre criatura y debo reconocer lo que cualquierapodría comprobar si actuara según el mismo princi-pio: que, al explicarle todas estas cosas, me infor-maba y me instruía en muchas de ellas que antesignoraba o que no había considerado en profundi-dad anteriormente pero que se me ocurrían natu-ralmente cuando buscaba la forma de informárselasa este pobre salvaje. Ahora indagaba estas cosascon mucho más ahínco que nunca antes en mi vida.Así, pues, aunque no sabía si, en realidad, estepobre desgraciado me estaba haciendo un bien,tenía motivos de sobra para agradecer que hubiesellegado a mi vida. Mis penas se hicieron más leves,mi morada infinitamente más confortable. Pensabaque en esta vida solitaria a la que estaba confinado,no solo me había hecho volver la mirada al cielopara buscar la mano que me había puesto allí, sinoque, ahora, me había convertido en un instrumentode la Providencia para salvar la vida y, sin duda, elalma a un pobre salvaje e instruirlo en el verdaderoconocimiento de la religión y la doctrina cristiana ypara que conociera a nuestro Señor Jesucristo. Poreso digo que, cuando reflexionaba sobre todas es-tas cosas, un secreto gozo recorría todo mi espíritu

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y, con frecuencia, me regocijaba por haber sidollevado a este lugar, que tantas veces me pareció lamás terrible de las desgracias que pudiesen haber-me ocurrido.

En este estado de agradecimiento pasé el restodel tiempo y las horas que empleaba conversandocon Viernes eran tan gratas, que los tres años quevivimos juntos aquí fueron completa y perfectamen-te felices, si es que existe algo como la felicidadtotal en un estado sublunar. El salvaje se habíaconvertido en un buen cristiano, incluso mejor queyo, aunque tengo razones para creer, bendito seaDios por ello, que ambos éramos penitentes, peni-tentes consolados y reformados. Aquí leíamos lapalabra de Dios y su Espíritu nos guiaba como sihubiésemos estado en Inglaterra.

Me dedicada constantemente a la lectura de lasEscrituras para explicarle, lo mejor que podía, elsignificado de lo que leía y él, a su vez, con susserias preguntas, me convertía, como ya he dicho,en un estudioso de las Escrituras, mucho más apli-cado de lo que habría sido si me hubiese dedicadomeramente a la lectura privada. Hay algo más queno puedo dejar de observar y que aprendí de estasolitaria experiencia: resulta una infinita e inexpre-

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sable bendición que el conocimiento de Dios y de ladoctrina de la salvación de Jesucristo estuvieran tanclaramente explicados en la palabra de Dios y pu-dieran recibirse y comprenderse tan fácilmente que,con una simple lectura de las Escrituras, llegara acomprender que debía arrepentirme sinceramentepor mis pecados y, confiando en el Salvador, refor-marme y obedecer todos los dictados del Señor;todo esto, sin ningún maestro o instructor, quierodecir, humano. Así pues, esta simple instrucciónbastó para iluminar a esta criatura salvaje y conver-tirla en un cristiano como ninguno que hubiese co-nocido.

Todas las disputas, controversias, rivalidades ydiscusiones en torno a la religión, que han tenidolugar en el mundo ya fueran sutilezas doctrinales oproyectos de gobierno ecle siástico, eran totalmenteinútiles para nosotros, al igual que lo han sido, por loque he visto hasta ahora, para el resto del mundo.Nosotros teníamos una guía infalible para llegar alcielo en la palabra de Dios y estábamos iluminadospor el Espíritu de Dios, que nos enseñaba e instruíapor medio de Su palabra, nos llevaba por el caminode la verdad y nos hacía obedientes a sus enseñan-zas. En verdad, no sé de qué nos habría valido co-nocer profundamente esas grandes controversias

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religiosas, que tanta confusión han creado en elmundo. Pero debo proseguir con la parte históricade los hechos y contar cada cosa en su lugar.

Una vez que Viernes y yo tuvimos una relaciónmás íntima, que podía entender casi todo lo que ledecía y hablar con fluidez, aunque en un inglés en-trecortado, le conté mi propia historia, o, al menos,la parte relacionada con mi llegada a la isla, la formaen que había vivido y el tiempo que llevaba allí. Loinicié en los misterios, pues así lo veía, de la pólvoray las balas y le enseñé a disparar. Le di un cuchillo,lo cual le proporcionó un gran placer, y le hice uncinturón del cual colgaba una vaina, como las quese usan en Inglaterra para colgar los cuchillos decaza pero, en vez de un cuchillo le di una azuela,que era un arma igualmente útil en la mayoría de loscasos y, en algunos, incluso más.

Le expliqué cómo era Europa, en especial Inglate-rra, de donde provenía; cómo vivíamos, cómoadorábamos a Dios, cómo nos relacionábamos ycómo comerciábamos con nuestros barcos en todoel mundo. Le conté sobre el naufragio del barco enel que viajaba y le mostré, lo mejor que pude, ellugar donde se había encallado aunque ya se habíadesbaratado y desaparecido. Le mostré las ruinas

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del bote que habíamos perdido cuando huimos, elcual no pude mover pese a todos mis esfuerzos enaquel momento, y que ahora se hallaba casi total-mente deshecho. Cuando Viernes vio el bote, sequedó pensativo un buen rato sin decir una palabra.Le pregunté en qué pensaba y, por fin, me dijo:

-Yo veo bote igual venir a mi nación.

Al principio no comprendí lo que quería decir pero,finalmente cuando lo hube examinado con másatención, me di cuenta de que se refería a un botesimilar a aquél, que ha bía sido arrastrado hasta lascostas de su país; en otras palabras, según meexplicó, había sido arrastrado por la fuerza de unatormenta. En el momento pensé que algún barcoeuropeo había naufragado en aquellas costas y quesu chalupa se habría soltado y habría sido arrastra-da hasta la costa. Fui tan tonto que ni siquiera seme ocurrió pensar que los hombres hubiesen podidoescapar del naufragio, ni, mucho menos, informar-me de dónde provendrían, así que solo se lo pre-gunté después que describió el bote.

Viernes lo describió bastante bien, mas no lo lle-gué a entender completamente hasta que añadióacaloradamente:

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-Nosotros salvamos hombres blancos ahogan.

Entonces le pregunté si había algún hombre blan-co en el bote.

-Sí -dijo-, el bote lleno hombres blancos.

Le pregunté cuántos había y, contando con losdedos, me dijo que diecisiete. Entonces le preguntéqué había sido de ellos y me dijo:

-Ellos viven, ellos habitan en mi nación.

Esto me suscitó nuevos pensamientos, pues ima-giné que podía ser la tripulación del barco que habíanaufragado cerca de mi isla, como la llamaba ahora.Después de que el barco se estrellara contra lasrocas, viendo que se hundiría inevitablemente, sehabían salvado en el bote y habían llegado a aque-lla costa habitada por salvajes.

Entonces, le pregunté más minuciosamente, quéhabía sido de ellos. Me aseguró que vivían allí des-de hacía casi cuatro años, que los salvajes no leshabían hecho nada y que les habían dado vituallaspara su supervivencia. Le pregunté por qué no loshabían matado y se los habían comido. Me con-testó:

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-No, ellos hacen hermanos -es decir, según mepareció entender, una tregua.

Luego añadió:

-Ellos no comen hombres sino cuando hace laguerra pelear- es decir, que no se comían a ningúnhombre que no hubiese luchado contra ellos y nofuese prisionero de batalla.

Había transcurrido mucho tiempo después de es-to, cuando, estando en la cima de la colina, al ladoeste de la isla, desde donde, como he dicho, en undía claro, había des cubierto la tierra o continente deAmérica, Viernes, aprovechando el buen tiempo, sepuso a mirar fijamente hacia la tierra firme y, comopor sorpresa, se puso a bailar y a saltar y me llamó,pues me encontraba a cierta distancia. Le preguntéqué pasaba.

-¡Oh, alegría! dijo-, ¡oh, contento! ¡Allá ve mi país,allá mi nación!

Pude observar que una extraordinaria expresiónde placer se dibujó en su rostro; sus ojos brillaban yen su semblante se descubría una extraña ansie-dad, como si hubiese pen sado regresar a su país.Esta observación me hizo pensar muchas cosas,que al principio me causaron una inquietud que no

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había experimentado antes respecto a mi siervoViernes. Pensé que si Viernes volvía a su país, nosolo olvidaría su religión, sino todas sus obligacio-nes hacia mí y sería capaz de informar a sus com-patriotas sobre mí y, tal vez, regresar con cien odoscientos de ellos para hacer un festín conmigo,tan felizmente como lo hacía antes con los enemi-gos que tomaba prisioneros.

Pero cometía un grave error, del que luego mearrepentí, con aquella pobre y honesta criatura. Noobstante, a medida que aumentaban mis recelos,por espacio de casi dos semanas, estuve reservadoy circunspecto y me mostré menos amable y familiarcon él que de costumbre. En esto también me equi-vocaba, pues la honrada y agradecida criatura notenía ni un solo pensamiento que no fuera acordecon los mejores principios, tanto de un cristianodevoto como de un amigo agradecido, y así lo de-mostró después, para mi absoluta satisfacción.

Mientras duró mi desconfianza, podéis estar segu-ros de que me pasaba el día espiándolo para ver sidescubría en él alguna de las intenciones que leatribuía. Mas pude consta tar que todo lo que decíaera tan sincero e inocente, que no podía hallarningún motivo para alimentar mis sospechas. Final-

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mente, pese a todas mis inquietudes, logró quevolviera a confiar en él plenamente, sin siquieraimaginar el malestar que sentía, lo cual me conven-ció de que no me engañaba.

Un día, mientras subíamos la misma colina, nopudiendo ver el continente, pues había mucha bru-ma en el mar, lo llamé y le pregunté:

-Viernes, ¿no deseas volver a tu país, a tu na-ción?

-Sí -me respondió-, está muy contento volver a supaís.

-Y, ¿qué harías allí? -le pregunté-. ¿Te convertir-ías otra vez en un bárbaro, comerías carne humanay vivirías como un caníbal?

Me miró lleno de preocupación y, meneando lacabeza, me respondió:

-No, no. Viernes dice vive bien, dice rogar a Dios,dice comer pan de grano, carne de rebaño, leche,no come hombre otra vez.

-Pero, entonces te matarían.

Se mostró muy grave ante esto y luego contestó:

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-No, ellos no matan mí, ellos aman mucho apren-der.

Se refería a que ellos estaban deseosos deaprender y añadió que habían aprendido mucho delos hombres con barba que habían llegado en elbote. Entonces, le pregunté si quería volver con lossuyos. Sonrió y me dijo que no podía regresar na-dando. Le respondí que haríamos una canoa para ély me dijo que iría si yo le acompañaba.

-Yo iría -le dije-, pero ellos me comerían si voy.

-No, no -dijo-, yo hago no te comen, yo hago tequieren mucho.

Quería decir que les diría cómo yo había dadomuerte a sus enemigos y le había salvado la vidapara que me quisieran. Luego me dijo, lo mejor quepudo, que habían sido muy generosos con los dieci-siete hombres blancos con barba, como solía lla-marlos, que habían llegado hasta allí en apuros.

Desde aquel momento, debo confesar, sentí de-seos de aventurarme y buscar el modo de reunirmecon aquellos hombres barbudos, que debían serespañoles o portugue ses. No dudaba que desde elcontinente y con buena compañía, encontraría unmedio para escapar, mucho más viable que desde

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una isla a cuarenta millas de la costa, solo y sinayuda. Así, pues, al cabo de unos días, reanudé laconversación con Viernes y le dije que le daría mibote para regresar a su nación. Le conduje a mipiragua, que se encontraba al otro lado de la isla y,después de sacarle el agua, puesto que siempre latenía sumergida, se la mostré y entramos los dos enella.

Descubrí que era muy diestro en su manejo y quepodía hacerla navegar con tanta habilidad y ligerezacomo yo. Cuando estaba dentro de ella, le pregunté:

-Y bien, Viernes, ¿vamos a tu nación?

Él se quedó estupefacto al oírme, al parecer, por-que le parecía demasiado pequeña para ir hasta tanlejos. Le dije que tenía un bote más grande y, al díasiguiente, fuimos al lugar donde estaba el primerbote que fabriqué pero no había podido llevar hastael agua. Dijo que era lo suficientemente grande pe-ro, como no lo había cuidado en veintidós o vein-titrés años, el sol lo había astillado y secado y pa-recía estar algo podrido. Viernes me dijo que unbote como ese sería adecuado y que llevaríamos«mucha suficiente comida, bebida y pan», en suinglés entrecortado.

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En resumidas cuentas, para entonces, estaba tanobsesionado con la idea de ir con Viernes al conti-nente, que le dije que lo haríamos y construiríamosun bote tan grande como aquél para que él pudieseir a su casa. No me respondió pero me miró contristeza. Le pregunté qué le ocurría y me contestó:

-¿Por qué tú enfadado con Viernes? ¿Qué hicemí?

Le pregunté qué quería decir, asegurándole queno estaba enfadado con él en absoluto.

-¡No enfadado!, ¡no enfadado! -repitió varias ve-ces-, ¿por qué envía a Viernes a casa a su nación?

-¿Me preguntas por qué, Viernes? ¿Acaso no hasdicho que deseabas estar allá?

-Sí, sí -respondió-, desea que los dos está allí, noViernes allí sin amo.

En otras palabras, no podía pensar en marcharsesin mí.

-¿Yo ir allí, Viernes? -le pregunté-, ¿qué puedohacer yo allí?

Se volvió rápidamente:

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-Tú hace gran mucho bien -dijo-, tú enseña hom-bres salvajes es hombres buenos y mansos. Tú diceconoce a Dios, reza a Dios y vive nueva vida.

-¡Ay de mí!, Viernes -dije-, no sabes lo que dices,soy un hombre ignorante.

-Sí, sí -contestó-, tú enseña mí bien, tú enseñaellos bien.

-No, Viernes -le respondí-, tú te marcharás sin míy me dejarás viviendo aquí solo, como antes.

Al escuchar esto, volvió a mirarme con perplejidady fue corriendo a buscar una de las azuelas quesolía llevar consigo. La cogió con presteza y me laentregó.

-¿Qué debo hacer con ella? -le pregunté.

-Tú coge, mata a Viernes -dijo.

-¿Por qué habría de matarte? -volví a preguntarle.Me respondió rápidamente:

-¿Por qué envía lejos Viernes? Toma, mata Vier-nes, no manda lejos.

Dijo esto con tanta sinceridad que se le llenaronlos ojos de lágrimas. En pocas palabras, descubríclaramente el profundo afecto que sentía hacia mí.

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Por su firme determinación, le dije en ese momentoy, en lo subsiguiente, muchas lo repetí, que nunca loenviaría lejos de mí, si su deseo era quedarse a milado.

En resumidas cuentas, en sus palabras hallé uncariño tan grande, que nada podría separarlo de mí,por lo que todo su interés en ir a su tierra, se fun-damentaba en un amor ardiente por su gente y en laesperanza de que yo pudiese hacerles algún bien,cosa que yo, conociéndome como me conocía, nopodía pensar, pretender ni desear. No obstante, yosentía aún un fuerte deseo de escapar, que se ba-saba, como he dicho, en lo que pude inferir de nues-tra conversación; es decir, en que allí había diecisie-te hombres barbudos. Por lo tanto, sin más demora,Viernes y yo nos pusimos a buscar un árbol lo bas-tante grande como para hacer una gran canoa opiragua para el viaje. En la isla había suficientesárboles para fabricar una pequeña flota, no de pira-guas y canoas, sino de barcos grandes. No obstan-te, lo más importante era que el árbol estuviesecerca de la playa, a fin de que pudiésemos meter lacanoa en el agua, una vez la hubiésemos terminadoy, de este modo, no cometer el mismo error que yohabía cometido al principio.

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Finalmente, Viernes escogió un árbol, ya que co-nocía mejor que yo el tipo de madera más apropia-do para nuestro propósito. Ni aún hoy sería capazde decir el nombre del ár bol que cortamos. Solo séque se parecía bastante al que nosotros llamamosfustete, o algo entre este y el nicaragua, pues teníaun color y un olor bastante parecidos. Viernes quer-ía quemar el interior del tronco para hacer la cavi-dad de la canoa pero le demostré que era mejorahuecarlo con herramientas, lo cual hizo con grandestreza, una vez le hube enseñado a utilizarlas. Alcabo de un mes de ardua labor, la terminamos. Erauna canoa muy hermosa, particularmente, porquecortamos y moldeamos el casco con la ayuda de lashachas, que le enseñé a manejar a Viernes, y le di-mos la forma de un verdadero bote. Después dehacer esto, no obstante, tardamos casi quince díasen desplazarla hasta el agua, pulgada a pulgada,utilizando unos grandes rodillos. Cuando lo logra-mos, vimos que podía transportar cómodamente aveinte hombres.

Una vez en el agua, me sorprendió ver la destrezay la agilidad con que la manejaba mi siervo Viernesy el modo en que la hacía girar y avanzar, a pesarde sus dimensiones. Le pregunté si creía que pod-íamos aventurarnos en ella.

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-Sí -me dijo-, aventuramos en ella muy bien aun-que sopla gran viento.

No obstante, yo tenía un plan que él no conocía.Consistía en hacer un mástil y una vela y agregarleun ancla y un cable. El mástil fue fácil de obtener,pues elegí un cedro joven y recto, de una especieque abundaba en la isla y que encontré cerca deallí. Le pedí a Viernes que lo cortara y le di instruc-ciones para que le diera forma y lo adaptase. Lavela era mi preocupación principal. Sabía que teníasuficientes velas, más bien, trozos de ellas, perocomo hacía veintiséis años que las tenía y no habíatomado la precaución de conservarlas, puesto queno me imaginaba que llegaría a usarlas nunca parasemejante propósito, no dudaba que estarían todaspodridas, como en efecto lo estaban, en su mayoría.No obstante, encontré dos trozos que estaban enbastante buen estado y me puse a trabajar. Conmucha dificultad y con puntadas torcidas (podéisestar seguros) por falta de agujas, hice, por fin, unacosa fea y triangular que se parecía a lo que enInglaterra llamamos vela de lomo de cordero. Estairía amarrada a una botavara grande por abajo y aotra más pequeña por arriba, del mismo modo quelas chalupas de nuestros barcos. Yo conocía sumanejo perfectamente pues la barca en la que me

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había escapado de Berbería tenía una igual, comohe contado en la primera parte.

Me tomó casi dos meses terminar esta última par-te del trabajo, es decir, arreglar y ajustar mi mástil ylas velas, pues hice, además, un pequeño estay, alque iría amarra da una vela más pequeña que meayudaría a aprovechar el viento, cuando navegára-mos a barlovento. Por último, fijé un timón a la popapara poder dirigir la canoa. Pese a que era un pési-mo carpintero, como sabía la utilidad y la necesidadde hacerlo, puse tanto empeño y dedicación en estatarea que, finalmente, la pude completar con éxito.Mas, si considero la cantidad de intentos fallidosque realicé, creo que me costó tanto trabajo comohacer toda la canoa.

Una vez hecho todo esto, le enseñé a mi siervoViernes los pormenores de la navegación, pues,aunque sabía remar muy bien, no conocía en abso-luto el manejo de las ve las ni el timón. Se quedóasombrado cuando vio cómo hacía girar la canoacon la ayuda del timón y cómo rotaba, se hinchabao se aflojaba la vela según el rumbo que tomára-mos; digo que, cuando vio todo esto se quedó estu-pefacto y atónito. No obstante, con el tiempo, logréque se acostumbrara a estas cosas y llegó a con-

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vertirse en un experto marinero, excepto en el usode la brújula, que nunca llegué hacerle comprenderdel todo. Por otra parte, como en aquellas tierras noera frecuente que hubiera nubes o niebla, la brújulano era tan necesaria, pues por la noche se podíanver las estrellas y por el día, la costa, excepto en laestación de lluvias, cuando a nadie se le ocurríasalir ni por tierra ni por mar.

Había cumplido veintisiete años de cautiverio enesta isla, aunque debería descontar los últimos tresque había compartido con esta criatura ya que, du-rante ducho tiempo, mi vida había sido muy distintade la anterior. Celebré el aniversario de mi llegada aeste sitio con el mismo agradecimiento a Dios porsu bondad pues, si al principio tenía motivos parasentirme agradecido, ahora tenía muchos más. LaProvidencia me había dado testimonios adicionalesde su generosidad hacia mí y estaba esperanzadoen ser liberado en poco tiempo, pues tenía la certe-za de que mi salvación estaba próxima y que nopasaría otro año en aquel lugar. No obstante, seguírealizando mis labores domésticas y, como de cos-tumbre, cavaba, sembraba, cercaba, recogía y se-caba mis uvas y cumplía todos mis deberes comoantes.

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En este tiempo, llegó la estación de lluvias, lo queme obligaba a permanecer en casa. Guardamosnuestra nueva embarcación en el lugar más seguroque encontramos, es decir, la llevamos hasta el ríodonde, como he dicho, desembarqué mis balsas. Laarrastramos hasta la costa aprovechando la mareaalta y mi siervo Viernes excavó un pequeño embal-se, lo suficientemente grande para guardarla y losuficientemente profundo para que se mantuviera aflote. Cuando bajó la marea, hicimos un dique muyfuerte en uno de los extremos para que no le entraraagua. De este modo, estaría sobre seco y protegidade la marea. Para protegerla de la lluvia, colocamosmuchas ramas de árboles, con las que hicimos unaespecie de techo, como el de una casa. Entonces,esperamos a noviembre o diciembre, que era cuan-do tenía previsto emprender la aventura.

En esto llegó la estación seca y, con el buen tiem-po, reanudé mis proyectos. Diariamente me ocupa-ba de los preparativos para el viaje. Lo primero quehice fue separar una cantidad de provisiones quenos servirían de abastecimiento durante el viaje. Miintención era abrir el dique en dos semanas y echaral agua nuestra embarcación. Una mañana, mien-tras me hacía cargo de una de estas tareas, llamé aViernes para pedirle que fuera a la playa, a fin de

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buscar una tortuga, cosa que hacíamos general-mente una vez a la semana, tanto por los huevoscomo por la carne. Al poco tiempo de haberse mar-chado regresó corriendo y saltó por encima de lamuralla exterior, como si sus pies no tocasen latierra. Antes de que pudiese decirle algo, gritó:

-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! ¡Oh, pena! ¡Oh, malo!

-¿Qué ocurre, Viernes? -le pregunté.

-¡Oh, allí, una, dos, tres canoas! ¡Una, dos, tres!

Por la forma en que se expresó, pensé que eranseis pero, después de preguntarle, comprendí quesolo eran tres.

-Pues bien, Viernes -dije-, no tengas miedo.

Traté de animarlo como pude pero el pobre mu-chacho estaba terriblemente asustado. Se habíaempecinado en pensar que habían venido a buscar-lo y que lo cortarían en pedazos para comérselo. Elpobre chico temblaba tanto que apenas sabía quéhacer o decirle. Le reconforté lo mejor que pude y ledije que yo corría tanto peligro como él, pues a mítambién me comerían.

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-Pero Viernes -dije-, debemos estar dispuestos aluchar contra ellos. ¿Acaso no puedes luchar, Vier-nes?

-Yo lucha -dijo-, pero ellos vienen muchos más.

-No te preocupes por eso -le dije nuevamente-,nuestras armas espantarán a los que no podamosmatar.

Le pregunté si estaba resuelto a defenderse y adefenderme, a ayudarme y a hacer todo lo que yo lepidiera, y me respondió:

-Yo muero si tú mueres, amo.

Entonces, fui a buscar un buen trago de ron y selo di. Había administrado tan bien el ron que aúntenía una gran cantidad. Cuando se lo hubo bebido,le dije que trajera las dos escopetas de caza quesolíamos llevar con nosotros y las cargué con muni-ciones grandes del tamaño de las de pistola. Luegocogí cuatro mosquetes y cargué cada uno de elloscon dos cartuchos y cinco balas pequeñas. Me col-gué el gran sable desnudo al costado y le di a Vier-nes su hacha.

Una vez preparado, tomé mi catalejo y subí por laladera de la colina para ver qué podía descubrir.

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Inmediatamente, observé, gracias a mi catalejo, quehabía veintiún salva jes, tres prisioneros y tres ca-noas. Lo único que iban a hacer era celebrar unbanquete triunfal con aquellos tres cuerpos huma-nos (un festín bárbaro, sin duda), que no tenía nadade particular respecto a los que solían hacer.

También pude observar que no habían desembar-cado en el mismo lugar del que Viernes se habíaescapado, sino más cerca de mi río, donde la costaera más baja y había un espeso bosque que llegabacasi hasta el mar. Esto, unido al horror que me cau-saba la falta de humanidad de estos miserables, mellenó de tanta indignación que regresé a donde es-taba Viernes y le dije que estaba resuelto a caersobre ellos y matarlos a todos. Le pregunté si com-batiría a mi lado y él, que se había repuesto delsusto por el ron y se encontraba más animado, res-pondió, como lo había hecho antes, que moriría siyo se lo ordenaba.

En este acceso de valentía, cogí las armas quehabía cargado antes y las repartí entre los dos. Le dia Viernes una pistola para que la pusiese en sucinturón y tres mosquetes para que los llevase a laespalda. Yo cogí una pistola y los otros tres mos-quetes y, armados de este modo, partimos. Puse

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una pequeña botella de ron en mi bolsillo y le di aViernes un gran saco de pólvora y balas. Le ordenéque se quedara detrás de mí, a poca distancia y queno hiciera ningún movimiento, ni hablara o dispararahasta que yo se lo indicara. De este modo, recorri-mos casi una milla hacia la derecha para pasar elrío y llegar al bosque, a fin de estar a tiro de fusil deellos antes de que nos descubrieran, lo cual eramuy sencillo, según pude ver con mi catalejo.

A medida que iba andando, recordé mis antiguosprincipios y comencé a desistir de mi resolución. Noquiero decir con esto que tuviese miedo de sunúmero, pues, como no eran más que unos misera-bles desnudos y sin armas, yo era, sin duda, supe-rior a ellos, aun si hubiese estado solo. Mas, co-mencé a pensar que no tenía motivo ni razón, mu-cho menos necesidad, de teñir mis manos con san-gre, atacando a unos hombres que no me habíanhecho, ni pretendían hacerme ningún daño. Respec-to a mí, eran seres inocentes, cuyas costumbressalvajes obraban en su propio perjuicio y eran laprueba de que Dios los había abandonado, como aotros pueblos de aquella parte del mundo, a su es-tupidez y barbarie. Él no me había llamado a quefuese juez de sus acciones, mucho menos, verdugode su justicia. Cuando Él lo juzgase conveniente,

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tomaría el caso en sus manos y, mediante la ven-ganza nacional, los castigaría por sus crímenesnacionales. Aquello no era de mi incumbencia y, sibien Viernes podía justificar aquella acción comolegítima, pues era enemigo declarado de ellos y sehallaba en estado de guerra, en mi caso no se podíadecir lo mismo. Estos pensamientos ejercieron talinfluencia en mi espíritu, a lo largo del camino, quedecidí limitarme a permanecer cerca de ellos paraobservar su festín bárbaro y actuar según me loindicara el Señor, sin entrometerme en nada, a me-nos que reconociera un llamado más fuerte que elque había sentido hasta ahora.

Así resuelto, con toda la precaución y el silencioposibles, y con Viernes pisándome los talones, ca-miné hasta el límite del bosque más próximo a ellos,de manera que solo nos separaban unos árboles.Entonces, llamé a Viernes en voz muy baja y,mostrándole un árbol enorme, que estaba en unaesquina del bosque, le pedí que se acercara hastaél y me informara si desde allí se podía ver clara-mente lo que hacían. Así lo hizo y, regresó inmedia-tamente, diciendo que desde allí se podían ver per-fectamente; que estaban alrededor de la hogueracomiéndose la carne de uno de los prisioneros yque, amarrado en la arena, a poca distancia, había

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otro a quien iban a matar en seguida, lo cual mellenó de cólera. Me dijo que no era uno de su na-ción, sino uno de los hombres con barba, de quie-nes me había hablado y que habían llegado en unbote a su tierra. Me llené de espanto con la simplemención del hombre blanco con barba. Fui hasta elárbol y, con la ayuda de mi catalejo, pude distinguirclaramente a un hombre blanco que yacía sobre laplaya, atado de pies y manos con cañas o bejucos.Era europeo y estaba vestido.

Había otro árbol y, un poco más adelante, unapequeña espesura, más próxima a ellos que el lugaren el que me hallaba antes. Me di cuenta de que, sime desplazaba un poco, podría acercarme sin serdescubierto y, desde allí, estaría tan solo a mediotiro de fusil de ellos. Contuve mi cólera, aunqueestaba indignado en sumo grado y, retrocediendocomo veinte pasos, caminé detrás de unos arbus-tos, que se extendían todo el camino, hasta quellegué al otro árbol. Entonces, me encontré unapequeña elevación en el terreno, desde la cual pod-ía verlos claramente a una distancia de, más o me-nos, veinte yardas.

No había tiempo que perder, pues, diecinueve deaquellos miserables salvajes, que estaban sentados

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en el suelo, apretujados entre sí, habían enviado aotros dos a asesinar al pobre cristiano que, tal vez,traerían por pedazos a la hoguera. Acababan deagacharse para desatarle los pies, cuando me volvíhacia Viernes.

-Ahora, Viernes -le dije-, haz lo que te ordébe.

Viernes asintió.

-Pues, Viernes -le dije-, haz exactamente lo queme veas hacer y no te equivoques en nada. Colo-qué uno de los mosquetes y la escopeta sobre latierra y Viernes hizo lo mismo. Con el otro mosque-te, apunté a los salvajes, ordenándole a Viernes queme imitara. Le pregunté si estaba listo y respondióque sí.

-Entonces, dispara -le dije y, en ese mismo instan-te, disparé.

Viernes tenía mucha mejor puntería que yo, puesmató a dos e hirió a otros tres mientras que yo matéa uno y herí a dos. Podéis estar seguros de que lossalvajes se quedaron terriblemente consternados ytodos los que no estaban heridos se pusieron de pierápidamente, sin saber hacia dónde mirar ni huir,pues no tenían idea de dónde provenía su destruc-ción. Viernes me miraba fijamente, tal y como se lo

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había ordenado, para observar todos mis movimien-tos. Después de la primera descarga, arrojé inme-diatamente el mosquete y cogí la escopeta de caza.Viernes hizo lo mismo. Me vio apuntar y me imitó.

-¿Estás preparado, Viernes? -le pregunté.

-Sí -me respondió.

-Entonces -dije- ¡fuego, en nombre de Dios!, y abrífuego contra aquellos miserables que estaban es-pantados. Como nuestras armas estaban cargadascon munición pequeña, tan solo cayeron dos perohabía muchos heridos que corrían aullando y gritan-do como locos, sangrando y gravemente heridos, delos cuales, en seguida cayeron otros tres, pero aúnvivos.

-Ahora, Viernes -dije, dejando las escopetas des-cargadas y cogiendo el mosquete que aún teníamunición-, sígueme.

Así lo hizo y con gran valor. Salí corriendo delbosque, con Viernes pegado a mis talones, y medescubrí. Tan pronto me vieron, grité tan fuertemen-te como pude y le ordené a Viernes que hiciera lomismo. Corrí lo más aprisa posible, que por cierto,no era demasiado, a causa del peso de las armas, yme dirigí 'hacia la pobre víctima, que, como he di-

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cho, yacía en la playa, entre el área del festín y elmar. Los dos carniceros que iban a matarlo habíanhuido ante la sorpresa de nuestro primer disparo, seinternaron en el mar, muertos de miedo y saltaron asus canoas, seguidos por otros tres. Me volví haciaViernes y le ordené que se adelantara y les dispara-ra. Me comprendió inmediatamente y, corriendounas cuarenta yardas para estar más cerca, lesdisparó. Pensé que los había matado a todos, pueslos vi caer de un salto en la canoa, pero después vique dos de ellos se incorporaron rápidamente. Noobstante, había matado a dos y herido a un tercero,que yacía en el fondo del bote como si estuviesemuerto.

Mientras mi siervo Viernes les disparaba, cogí micuchillo y corté los bejucos que sujetaban a la pobrevíctima. Una vez desatado de pies y manos, se le-vantó. Le pregunté en lengua portuguesa quién eray me respondió en latín: «Cristianus.» Estaba tandébil que apenas podía tenerse en pie o hablar.Saqué mi botella del bolsillo y se la di, haciéndoleseñales de que bebiese. Así lo hizo. Luego, le di untrozo de pan y se lo comió. Entonces, le pregunté dequé país era y me dijo: «Español.» Cuando se huboreanimado, me mostró, con todas las señas que fue

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capaz de hacer, lo agradecido que estaba porque lehubiese salvado la vida.

-Señor -le dije con el español que pude recordar-,hablaremos luego pero ahora debemos luchar. Siaún tiene fuerzas, coja esta pistola y este sable yluche.

Los tomó muy agradecido y, apenas tuvo las ar-mas en sus manos, como si le hubiesen investidode nuevo vigor, se abalanzó sobre sus asesinoscomo una fiera y cortó a dos de ellos en pedazos enun instante. Lo cierto es que, todo esto los habíatomado por sorpresa y las pobres criaturas estabantan aterrorizadas por el ruido de nuestras armas,que caían de puro asombro y miedo; tan incapaceseran de huir como de resistir las balas. Lo mismo lesocurrió a los cinco a los que Viernes les había dis-parado en la canoa: tres de ellos cayeron por lasheridas y los otros dos de miedo.

Mantuve mi arma en la mano, sin disparar, con elpropósito de reservar la carga que me quedaba,pues le había entregado mi pistola y mi sable alespañol. Llamé a Viernes y le pedí que fuera co-rriendo al árbol desde donde habíamos disparado alprincipio y recogiera las armas descargadas queestaban allí, lo cual hizo con gran rapidez. Luego le

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di mi mosquete, me senté a cargar todas las demásnuevamente y les recomendé que viniesen a bus-carlas cuando las necesitaran. Mientras cargaba lasarmas, se entabló un feroz combate entre el españoly uno de los salvajes que le atacó con uno de esosgrandes sables de madera, el mismo con el que lehabría dado muerte si yo no hubiese intervenidopara evitarlo. El español, que era muy valiente yarrojado, aunque un poco débil, llevaba un buenrato peleando con el salvaje y le había hecho dosheridas en la cabeza. Pero el salvaje, que era unjoven robusto y vigoroso, lo derribó (pues estabamuy débil) y estaba intentando arrancarle el sablede las manos. Súbitamente, el español soltó el sabley, sacando la pistola de su cinturón, le atravesó elcuerpo de un disparo y lo mató en el acto, antes deque yo pudiese llegar a socorrerle.

Viernes, que ahora andaba por su cuenta, perse-guía a los miserables fugitivos, sin más arma que elhacha con la que había matado a aquellos tres, que,como he dicho, esta ban heridos y habían caído alprincipio y, luego, a todos los que pudo atrapar. Elespañol me pidió un arma y le di una escopeta, conla cual persiguió e hirió a dos salvajes. Mas, comono tenía fuerzas para correr, se refugiaron en elbosque. Allí, Viernes los persiguió y mató a uno

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pero el otro, aunque estaba herido, era muy ágil ylogró arrojarse al mar y nadar con todas sus fuerzashacia los que estaban en la canoa. Estos tres quelograron embarcar, más otro que estaba herido y nosabemos si murió, fueron los únicos, de un total deveintiuno, que escaparon de nuestras manos. Larelación es como sigue:

3 muertos por nuestra primera descarga desde elárbol

2 muertos por la siguiente descarga

2 muertos por Viernes en la canoa

2 muertos por él mismo, de los que al comienzohabían sido heridos

1 muerto por él mismo en el bosque

3 muertos por el español

4 muertos que aparecieron aquí y allá, a causa desus heridas o muertos por Viernes en su persecu-ción.

4 huidos en la barca, entre los cuales había unoherido, si no muerto.

21 en total.

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Los que estaban en la canoa, tuvieron que remarmuy rápidamente para librarse de los disparos y,aunque Viernes les disparó dos o tres veces, alparecer, no pudo herir a nin guno de ellos. Él queríaque cogiéramos una de sus canoas y los persiguié-ramos e, indudablemente, yo estaba muy preo-cupado por su huida, pues llevarían las noticias a sugente. Tal vez, regresarían con doscientas o tres-cientas canoas y, siendo muchos más que nosotros,nos devorarían. Decidí perseguirlos por mar y, co-rriendo hasta una de sus canoas, salté sobre ella yle ordené a Viernes que me siguiera. Mas, cuandoya estaba dentro de la canoa, me sorprendió ver aotro pobre salvaje, amarrado de pies y manos, comoel español, en espera del sacrificio y casi muerto demiedo. No sabía lo que estaba ocurriendo pues leera imposible ver por encima del borde de la canoa,por lo fuertemente atado que estaba y, como llevabamucho tiempo así, estaba medio moribundo.

En seguida corté los bejucos o juncos con los queestaba atado y traté de ayudarlo para que se incor-porara, pero no podía ponerse en pie ni hablar. Tansolo emitía un quejido lastimero, creyendo, sin duda,que lo había desatado para matarlo.

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Cuando Viernes se le acercó, le ordené que le di-jera que estaba en libertad. Saqué mi botella y le diun trago al pobre desgraciado, que, viéndose repen-tinamente liberado, se re animó y se sentó en lacanoa. Cuando Viernes se puso a mirarlo y ahablarle, sucedió algo que habría hecho llorar acualquiera. De pronto, comenzó a abrazarlo y besar-lo, reía, lloraba, gritaba, saltaba a su alrededor, bai-laba, cantaba, volvía a llorar, se retorcía las manos,se golpeaba la cabeza y el rostro y volvía a cantar ysaltar a su alrededor como un loco. Pasó un largorato antes de que lograra que me dijese qué ocurría.Cuando se hubo calmado, me dijo que aquel era supadre.

No es fácil explicar la emoción que me provocóver el éxtasis de amor filial que invadió a este pobresalvaje ante la vista de su padre liberado de lamuerte. Tampoco puedo describir las extravagan-cias que tuvo con él. Entró y salió varías veces de lacanoa; cuando entraba, se ponía a su lado, abría suchaqueta y colocaba la cabeza de su padre contrasu pecho durante media hora para reanimarlo; luegotomó sus brazos y sus tobillos, que estaban entu-mecidos por las ataduras y comenzó a frotarlos ycalentarlos con sus manos. Cuando me di cuenta de

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lo que quería lograr, le di un poco de ron de mi bote-lla para qué lo friccionara, lo que le hizo mucho bien.

Esta circunstancia puso fin a la idea de perseguirla canoa en la que iban los otros salvajes, que, aestas alturas, estaban casi fuera de nuestra vista y,mejor fue que no lo hicié ramos, pues nos salvamosde un viento que se levantó antes de que pudiesenhacer una cuarta parte de su travesía y continuósoplando fuertemente durante toda la noche. Comoel viento soplaba del noroeste, les resultaba adver-so, de manera que, con toda probabilidad, la pira-gua no pudo resistirlo y no llegaron a sus costas.

Mas, volvamos a Viernes. Se ocupaba tanto de supadre, que durante un tiempo no me atreví a moles-tarlos. No obstante, cuando me pareció que podíadejarlo solo un momen to, lo llamé y él se aproximósaltando y riendo, en extremo feliz. Le pregunté si lehabía dado pan a su padre y meneó la cabeza res-pondiendo: «No; perro feo, me lo como todo yomismo.» Le di, pues, una torta de pan del pequeñozurrón que llevaba para este propósito y le ofrecí unpoco de ron, el cual no quiso siquiera probar paraguardárselo a su padre. Llevaba también dos o trespuñados de pasas y le di uno para su padre. Ape-nas se las hubo llevado, volvió a salir corriendo de

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la canoa, a tal velocidad que parecía embrujado,pues en verdad era el hombre más ágil que jamáshubiese visto. Podría decirse que corría tan rápida-mente que hasta llegué a perderlo de vista por uninstante. Le grité y lo llamé pero fue en vano. Alcabo de un cuarto de hora, regresó, un poco máslentamente que a la ida, pues, según pude ver mien-tras se acercaba, traía algo en las manos.

Cuando llegó hasta donde yo estaba, me di cuen-ta de que había ido hasta la canoa a por un jarro ovasija para llevarle un poco de agua fresca a supadre. Traía, además, dos galletas y unos panes.Me dio los panes y le llevó las galletas al padre.Como también me sentía muy sediento, tomé unsorbo. El agua reanimó a su padre mucho mejor quetodo el ron o licor que yo le había dado, pues seestaba muriendo de sed.

Cuando su padre hubo bebido, llamé a Viernespara saber si quedaba agua. Respondió que sí y leordené que le llevara un poco al pobre español, quenecesitaba tantos cuidados como su padre. Tam-bién le dije que le llevara uno de los panes que hab-ía traído. El pobre español, que estaba muy débil,reposaba sobre la hierba a la sombra de un árbol.Sus extremidades estaban entumecidas e hincha-

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das a causa de las fuertes ataduras que le habíanhecho. Cuando Viernes se le acercó con el agua, sesentó y bebió. También tomó el pan y comenzó acomerlo. Entonces, me aproximé y le di un puñadode pasas. Me miró con una evidente expresión degratitud en el rostro pero estaba tan fatigado por elcombate que no podía mantenerse en pie. Dos otres veces intentó incorporarse pero le resultabaimposible, a causa de la inflamación y el dolor en laspiernas. Le dije que se quedara tranquilo e indiqué aViernes que se las untara y friccionara con ron, co-mo había hecho antes con su padre.

Mientras hacía esto, mi pobre y afectuosa criatura,volvía la cabeza cada dos minutos, quizás menos,para ver si su padre seguía en la misma posición enque lo había dejado. De pronto, al no poder verlo, selevantó y, sin decir una palabra, corrió hacia él tanrápidamente que parecía que sus pies no tocaban latierra. Cuando llegó a la canoa y se dio cuenta deque su padre solo se había recostado para des-cansar las piernas, regresó inmediatamente haciadonde yo estaba. Entonces, le pedí al español quele permitiera a Viernes ayudarlo a levantarse paraconducirlo a la barca y, de ahí, a nuestra morada,donde yo me haría cargo de él. Mas Viernes, queera joven y robusto, cargó sobre sus espaldas al

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español hasta la canoa, lo colocó con mucha deli-cadeza en el borde, con los pies por dentro, y loacomodó al lado de su padre. Después, saltó de lapiragua, la metió en el mar y remó a lo largo de todala costa, mucho más rápidamente de lo que yo pod-ía avanzar caminando, a pesar de que soplaba unviento muy fuerte. Habiéndolos traído a salvo hastanuestra ensenada, los dejó en la canoa y salió co-rriendo a buscar la otra. Al pasar junto a mí, le pre-gunté a dónde iba y me respondió: «Busca máscanoa.» Partió como el viento, pues, seguramente,jamás hombre o caballo corrieron como él, y llegócon la segunda canoa hasta la ensenada casi antesque yo, que iba por tierra. Así pues, me condujohasta la otra orilla y se apresuró a ayudar a nuestrosnuevos huéspedes a salir de la canoa. Pero ningunoestaba en condiciones de caminar, por lo que elpobre Viernes no supo qué hacer.

Me puse a pensar en una solución y decidí decirlea Viernes que los ayudase a sentarse en la orilla yque viniese conmigo. Rápidamente, fabriqué unasuerte de carretilla para transportarlos entre ambos.Así lo hicimos pero cuando llegamos hasta la parteexterior de nuestra muralla o fortificación, noshallamos ante una situación más complicada que laanterior, pues era imposible pasarlos por encima y

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yo no estaba dispuesto a derribarla. Viernes y yonos pusimos nuevamente a trabajar y, en casi doshoras, construimos una hermosa tienda, cubiertacon velas viejas y recubierta con ramas de árboles,en la parte exterior de la muralla, entre esta y elbosquecillo que había plantado. También hicimosdos camas con paja de arroz, encima de las cualescolocamos dos mantas; una para acostarse y otrapara cubrirse.

Mi isla estaba ahora poblada y me consideré ricoen súbditos. Me hacía gracia verme como si fueseun rey. En primer lugar, toda la tierra era de mi ab-soluta propiedad, de manera que tenía un derechoindiscutible al dominio. En segundo lugar, mis súbdi-tos eran totalmente sumisos pues yo era su señor ylegislador absoluto y todos me debían la vida. Dehaber sido necesario, todos habrían sacrificado susvidas por mí. También me llamaba la atención quemis tres súbditos pertenecieran a religiones distin-tas. Mi siervo Viernes era Protestante, su padre, uncaníbal pagano y el español, papista. No obstante,y, dicho sea de paso, decreté libertad de concienciaen todos mis dominios.

Tan pronto acomodé a mis débiles prisionerosrescatados y les di cobijo y un lugar para reposar,

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me puse a pensar cómo conseguirles provisiones.Lo primero que hice fue or denarle a Viernes quecogiera un cabrito de un año de mi propio rebaño ylo matara. Le corté el cuarto trasero y lo troceé enpequeños pedazos. Viernes los coció y preparó unplato muy sabroso, puedo aseguraros, de carne ycaldo, al que le añadió un poco de cebada y arroz.Como cocinaba siempre afuera, para evitar fuegosen mi muralla interior, lo llevé todo a la nueva tienday allí puse una mesa para mis huéspedes. Me sentéa comer con ellos y traté de animarlos lo mejor quepude. Viernes me servía de intérprete con su padrey con el español, que hablaba bastante bien el idio-ma de los salvajes.

Después de comer, o más bien, de cenar, le or-dené a Viernes que cogiese una de las canoas yfuese a buscar nuestros mosquetes y demás armasde fuego, que por falta de tiempo, habíamos dejadoen el lugar de la batalla. Al día siguiente, le ordenéque enterrase a los muertos, que estaban tendidosal sol y, en poco tiempo, comenzarían a oler. Tam-bién le ordené que enterrara los horribles restos delfestín bárbaro, que eran abundantes, pues yo notenía valor para hacer aquello, ni siquiera para verlosi pasaba por allí. Siguió mis órdenes al pie de laletra y borró todo rastro de la presencia de los salva-

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jes, de manera que, cuando volví al lugar, apenastenía una idea de dónde había ocurrido, a excepcióndel extremo del bosque que lo señalizaba.

Empecé a conversar un poco con mis dos nuevossúbditos. En primer lugar, le pedí a Viernes que lepreguntara a su padre qué pensaba sobre los salva-jes que habían escapa do en la canoa y si creía quevolverían con un ejército tan grande que no fuése-mos capaces de combatir. Su primera opinión fueque aquellos salvajes no habían podido resistir, ensemejante bote, una tormenta como la que habíasoplado toda la noche de su huida y, seguramente,se habían ahogado o habían sido arrastrados haciael sur hasta otras costas, donde, tan seguro era queserían devorados, como que se ahogarían si nau-fragaban. No sabía qué harían si llegaban sanos ala costa pero pensaba que estarían tan asustadospor la forma en que habían sido atacados y por elruido y el fuego, que le dirían a su gente que no loshabían matado unos hombres sino el rayo y el true-no; y que los dos seres que habían aparecido, esdecir, Viernes y yo, no éramos hombres armados,sino dos espíritus o furias celestiales que habíanbajado a destruirlos. Sabía esto porque los escuchógritar en su lengua que era imposible que un hom-bre pudiese disparar dardos de fuego o hablar como

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el trueno y matar a distancia, sin levantar la mano.En esto, el viejo salvaje tenía razón, pues luegosupe que jamás intentaron regresar a la isla pormiedo a lo que aquellos cuatro hombres (que, enefecto, lograron salvarse del mar) les habían conta-do: que quien fuera a esa isla encantada, sería des-truido por el fuego de los dioses.

En aquel momento ignoraba esto y, por tanto, viv-ía continuamente inquieto, haciendo guardias, aligual que el resto de mi ejército. Ahora que éramoscuatro, me atrevía a enfrentarme a un centenar deellos en cualquier momento. Sin embargo, al cabode un tiempo, al ver que no aparecía ninguna ca-noa, fui perdiendo el miedo a que regresaran y volvía considerar mis viejos propósitos de viajar al conti-nente. El padre de Viernes me aseguró que podíacontar con el cordial recibimiento de su gente, sidecidía hacerlo.

No obstante, tuve que posponer mis planes, des-pués de una seria conversación con el español, enla que me dijo que los dieciséis españoles y portu-gueses, que habían nau fragado y encontrado refu-gio en esas costas, vivían allí en paz con los salva-jes, aunque no sin temer por sus vidas y padecernecesidades. Le pedí que me relatara su viaje y, en-

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tonces, supe que viajaba en un barco español fleta-do en el Río de la Plata con destino a La Habana,donde debía llevar un cargamento de pieles y platay regresar con las mercancías europeas que pudie-sen obtener. Añadió que a bordo viajaban cincomarineros portugueses, rescatados de otro naufra-gio y que cinco de los suyos habían muerto cuandose perdió la primera embarcación. Los demás, des-pués de infinitos riesgos y peligros, habían logradollegar, medio muertos, a aquellas tierras de caníba-les, donde temían ser devorados de un momento aotro.

Me dijo que tenían algunas armas pero que no lesservían para nada, pues no tenían pólvora ni muni-ciones. El mar había estropeado casi toda la pólvo-ra, con la excepción de una pequeña cantidad, queutilizaron al desembarcar para proveerse de alimen-tos.

Le pregunté si sabía qué sería de ellos o si habíanhecho planes para escapar. Me contestó que lohabían considerado muchas veces pero, como notenían embarcación, ni medios para fabricarla ytampoco tenían provisiones de ningún tipo, sus con-cilios terminaban siempre en lágrimas y desespera-ción.

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Le pedí que me dijera cómo recibirían una pro-puesta de huida por mi parte y si esta sería realiza-ble. Le dije con franqueza que mi mayor preocupa-ción era alguna traición o abusos por su parte siponía mi vida en sus manos, ya que la gratitud nosuele ser una virtud inherente a la naturaleza huma-na y los hombres suelen velar más por sus propiosintereses que por sus obligaciones. Le dije que seríaintolerable que, después de salvarles la vida, mellevasen prisionero a la Nueva España, donde cual-quier inglés sería ajusticiado, independientementede las circunstancias o necesidades que le hubiesenllevado hasta allí; y que prefería ser entregado a lossalvajes y devorado vivo antes de caer en las garrasde sacerdotes despiadados y ser llevado ante laInquisición. Añadí que, aparte de eso, estaba con-vencido de que, siendo todos los que éramos, podr-íamos construir una embarcación con nuestras pro-pias manos, lo suficientemente grande para llegar aBrasil, a las islas, o a la costa española que estabaal norte. Mas, si en recompensa, puesto que lesdaría armas, me llevaban por la fuerza a su patria,estarían abusando de mi generosidad y yo me veríapeor que antes.

Me contestó con mucha honradez y sinceridadque su situación era tan miserable como la mía y

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que habían sufrido tanto, que no podrían menos queaborrecer la mera idea de perjudicar a nadie que lesayudara a escapar. Si me parecía bien, él iría con elviejo a hablar con ellos sobre el asunto y regresaríacon una respuesta; que obtendría su compromisosolemne de ponerse bajo mis órdenes como capitány comandante y les haría jurar sobre los SantosSacramentos y el Evangelio, que serían leales, queiríamos al país cristiano que yo quisiera y a ningúnotro; que se someterían total y absolutamente a misórdenes hasta que hubiésemos desembarcado sa-nos y salvos en el país que yo quisiera; y que medarían un contrato firmado a estos efectos.

Entonces me dijo que, antes que nada, él, por suparte, me juraba que no se separaría nunca de míhasta que yo se lo ordenase y que estaría de milado, hasta derramar la última gota de sangre, si suscompañeros faltaban a su promesa.

Me dijo que todos eran hombres civilizados yhonestos, que se hallaban en la peor situación ima-ginable, sin armas ni ropa, sin otro alimento que elque los salvajes les cedían generosamente y sinesperanzas de regresar a su patria. Si yo los ayu-daba, podía estar seguro de que estarían dispues-tos a dar la vida por mí.

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Con estas garantías, decidí enviar al viejo salvajey al español para tratar con ellos. Mas cuando todoestaba listo para su partida, el español hizo unaobservación, tan pru dente y sincera que no pudemenos que aceptarla con agrado. Siguiendo su con-sejo, decidí postergar medio año el rescate de suscompañeros por la razón que sigue.

Hacía cerca de un mes que vivía con nosotros y,durante todo ese tiempo, yo le había mostrado elmodo en que había provisto para mis necesidades,con la ayuda de la Providencia. Sabía perfectamen-te que mi abastecimiento de arroz y cebada erasuficiente para mí, mas no para mi familia, que horacontaba con cuatro miembros. Si venían sus com-pañeros, que eran catorce, no tendríamos cómo ali-mentarlos ni, mucho menos, abastecer una embar-cación para dirigirnos a las colonias cristianas deAmérica. Por tanto, le parecía recomendable que lespermitiera, a él y a los otros dos, cultivar más tierra,con las semillas que yo pudiese darles y que es-peráramos a la siguiente cosecha, a fin de tener unareserva de grano para cuando llegaran sus com-pañeros, pues la necesidad podía ser motivo dediscordia o de que sintieran que habían sido libera-dos de una desgracia para caer en otra peor.

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-Usted sabe -me dijo-, que los hijos de Israel alprincipio se alegraron de su salida de Egipto pero,luego, se re belaron contra Dios, que los había libe-rado, cuando les faltó el pan en medio del desierto.

Su razonamiento era tan sensato y su consejo tanbueno, que me sentí muy complacido, tanto por supropuesta como por la lealtad que me demostraba.Así, pues, nos pu simos a trabajar los cuatro, lomejor que podimos con las herramientas de maderaque teníamos. En menos de un mes, al cabo delcual comenzaba el período de siembra, habíamoslabrado y preparado una razonable extensión deterreno. Sembramos veintidós celemines de cebaday dieciséis jarras de arroz, que era todo el grano delque podíamos disponer, después de reservar unacantidad suficiente para nuestro sustento durantelos seis meses que debíamos esperar hasta el mo-mento de la cosecha; es decir, los seis meses quetranscurrieron desde que apartamos el grano desti-nado a la siembra, que es el tiempo que se demoraen crecer en aquellas tierras.

Siendo una sociedad lo suficientemente numerosacomo para no temer a los salvajes, salvo que vinie-se un gran número de ellos, andábamos librementepor la isla cuando nos apetecía. Nuestros pensa-

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mientos estaban ocupados en la idea de nuestraliberación, al menos los míos, pues no podía dejarde pensar en la forma de realizarla. Con este pro-pósito, fui marcando varios árboles que me parecíanadecuados para la labor y te ordené a Viernes y asu padre que los cortaran. Al español le encomendéque supervisara y dirigiera estas tareas. Le mostréel esfuerzo ímprobo que me había costado trans-formar un enorme árbol en una plancha y les ordenéque hicieran lo mismo, hasta que produjeran unadocena de tablones de buen roble, de unos dos piesde ancho por treinta y cinco de largo y dos a cuatropulgadas de espesor. Cualquiera puede imaginar eltrabajo que costó hacer todo esto.

Al mismo tiempo, me encargué de aumentar todolo que pude mi pequeño rebaño de cabras domésti-cas. Con este propósito, el español y yo nos turná-bamos diariamente para ir a cazar con Viernes y, deeste modo, conseguimos más de veinte cabritos ylos criamos con los demás, pues, cada vez quematábamos una madre, cogíamos a los más peque-ños y los añadíamos a nuestro rebaño. En eso llególa época de secar las uvas y colgamos tantos raci-mos al sol, que, si hubiésemos estado en Alicante,donde se producen las pasas, habríamos llenadosesenta u ochenta barriles. Estas pasas, junto con

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nuestro pan, constituían nuestro principal alimento,excelente para la salud, os lo aseguro, porque sonen extremo nutritivas.

Había llegado el tiempo de la cosecha y la nuestraresultó buena. No dio el mayor rendimiento quehubiese visto en la isla pero era suficiente paranuestros propósitos. De los veintidós celemines decebada que sembramos, obtuvimos más de dos-cientos veinte y, en igual proporción, cosechamos elarroz. Esto era suficiente para nuestra subsistenciahasta la próxima cosecha, incluso con los dieciséisespañoles y, si hubiésemos decidido emprender elviaje, habríamos contado con suficientes provisio-nes para abastecer nuestro navío e ir a cualquierparte del mundo, es decir, a América.

Cuando hubimos recogido y asegurado nuestrograno, nos dispusimos a hacer más cestos en losque guardarlo. El español era muy hábil y diestro eneste menester y, a menudo, me recriminaba que noutilizara más este recurso pero a mí no me parecíanecesario.

Ahora teníamos suficiente comida para los invita-dos que esperaba y le dije al español que fuera alcontinente para ver qué podía hacer por los queestaban allí. Le di ór denes estrictas de no traer a

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ningún hombre que antes no hubiese jurado porescrito, en su presencia y la del viejo salvaje, quejamás le haría daño ni atacaría a la persona que es-taba en la isla y que, tan generosamente, le habíarescatado; que la apoyaría y la protegerían de cual-quier atentado de este tipo y se sometería totalmen-te a sus órdenes, donde quiera que fuese. Esto lopondrían todos por escrito y lo firmarían con su pu-ño y letra, mas nadie se preguntó cómo lo harían, sino disponían de tinta ni plumas.

Con estas instrucciones, el español y el viejo sal-vaje, el padre de Viernes, zarparon en una de lascanoas en las que vinieron, los trajeron, más bien,como prisioneros para ser devorados por los salva-jes.

Le di a cada uno un mosquete con balas y cercade ocho cargas de pólvora, encomendándoles quecuidaran muy bien de ellos y no los utilizaran a me-nos que fuese urgente.

Todos estos preparativos me resultaban muyagradables, pues eran las primeras medidas quetomaba con vistas a mi liberación en veintisiete añosy unos días. Les di sufi ciente pan y pasas para quepudiesen abastecerse durante varios días y abaste-cer a sus compañeros durante otros ocho días. Y,

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deseándoles un buen viaje, los vi partir, acordandoque, a su regreso, harían una señal para que yo pu-diese reconocerlos antes de llegar a la orilla.

Zarparon con una brisa favorable, según miscálculos, el día de luna llena del mes de octubre. Noobstante, he de decir que habiéndola perdido unavez, no llevaba una cuenta exacta de los días, nihabía apuntado los años con suficiente precisióncomo para saberlo a ciencia cierta. Mas, cuandoverifiqué mis cálculos posteriormente, descubrí quehabía llevado una cuenta exacta de los años.

No habían pasado más de ocho días de su partidacuando se produjo un incidente extraño e inespera-do, que quizás no tenga parangón con nada quehubiese podido ocurrir en esta historia. Una maña-na, me hallaba profundamente dormido cuando misiervo Viernes, vino corriendo y gritó: «Amo, amo,ellos vienen, ellos vienen.»

Salté de la cama y, sin sospechar peligro alguno,tan pronto como me hube vestido, salí por mi bos-quecillo que, dicho sea de paso, se había convertidoen un espeso bos que. Tal como iba diciendo, ajenoa cualquier peligro, salí sin armas, en contra de micostumbre. Cuando miré hacia el mar, me quedésorprendido de ver una embarcación que llevaba

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una vela de lomo de cordero, como suelen llamarse,a una legua y media de la costa. El viento, que so-plaba con bastante fuerza, la empujaba hacia noso-tros pero inmediatamente me di cuenta de que novenía de la costa, sino del extremo más meridionalde la isla. Entonces, llamé a Viernes y le dije que semantuviese escondido, pues esa no era la gente ala que esperábamos y no sabíamos si eran amigoso enemigos.

A continuación, fui a buscar mi catalejo, a fin dever si los reconocía. Tomé la escalera para subir ala colina, como solía hacerlo cuando desconfiaba dealgo, y para poder observar sin riesgo de ser descu-bierto.

Apenas había subido, pude observar a simple vis-ta que habían echado un ancla y estaban a casi dosleguas de donde me hallaba, hacia el sudoeste,pero a menos de una le gua y media de la costa.Pude reconocer claramente que era un buque inglésy su chalupa también lo parecía.

No puedo expresar la confusión que sentí, a pesarde la alegría que me causaba ver un navío que, sinduda, estaría tripulado por compatriotas míos y, porconsiguiente, amigos. No obstante, y sin saber porqué, me invadieron ciertas dudas que me aconseja-

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ban que me mantuviera en guardia. En primer lugar,me pregunté qué podía traer a un navío inglés aesta parte del mundo, que estaba completamentefuera de la ruta de tráfico. Sabía que ninguna tem-pestad los había arrastrado hasta mis costas y, sieran realmente ingleses, posiblemente venían conmalas intenciones, por lo que prefería seguir comoestaba a caer en manos de ladrones y asesinos.

Ningún hombre debería despreciar sus presenti-mientos ni las advertencias secretas de peligro quea veces recibe, aun en momentos en los que pare-cería imposible que fueran reales. Casi nadie podríanegar que estos presentimientos y advertencias nosson dados; tampoco que sean manifestaciones deun mundo invisible y de ciertos espíritus. Así, pues,si su tendencia es a advertirnos del peligro, ¿porqué no suponer que provienen de un agente propi-cio, ya sea superior o inferior y subordinado -esto noes lo importante-, y que nos son dados para nuestrobeneficio?

Esta pregunta confirma plenamente la sensatezde mi razonamiento, pues, si no hubiese sido caute-loso, a causa de esta premonición secreta, inde-pendientemente de su procedencia, habría caídoinevitablemente en una situación mucho peor que

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aquella en la que me hallaba, como veréis de inme-diato.

No llevaba mucho tiempo en esta posición cuandovi que la chalupa se aproximaba a la orilla, comobuscando una ensenada para llegar a tierra máscómodamente. No obstante, como no se acercaronlo suficiente, no pudieron ver la pequeña entradapor la que, al principió, desembarqué con mis bal-sas. Se limitaron a llevar la chalupa hasta la playa, acasi media milla de donde me encontraba, lo cualresultó muy ventajoso para mí, pues, de otro modo,habrían desembarcado delante de mi puerta y mehabrían sacado a golpes de mi castillo y robadotodas mis pertenencias.

Cuando llegaron a la orilla, comprobé que eraningleses, al menos, en su mayoría. Había uno o dosque parecían holandeses pero no estaba seguro. Entotal, eran once hombres, de los cuales tres ibandesarmados y, según pude ver, amarrados. Losprimeros cuatro o cinco que descendieron a tierrasacaron a los otros tres de la chalupa; corno si fue-sen prisioneros. Pude ver que uno de los tres supli-caba apasionadamente con gestos exagerados dedolor y desesperación; los otros dos, elevaban los

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brazos al cielo de vez en cuando y parecían afligi-dos pero en menor grado que el primero.

Este espectáculo me dejó totalmente perplejo,pues no comprendía su significado. Viernes me dijo;en el mejor inglés que pudo:

-Oh, amo, ver hombres ingleses comen prisione-ros también como salvajes..

¿Por qué, Viernes? -1e pregunté-. ¿Por qué pien-sas que se los van a comer?

-Sí -me contestó-, ellos van a comerlos.

-No, no, Viernes -le dije-, me temo que los van amatar pero puedes estar seguro de que no se losvan a comer.

Durante todo este tiempo, no tenía idea de lo querealmente iba a ocurrir pero permanecí temblandode horror ante la escena, esperando a cada momen-to que mataran a los tres prisioneros. Uno de esosvillanos levantó el brazo con una enorme espada onavaja, como suelen llamarlas los marineros, paraasestarle un golpe a uno de aquellos pobres hom-bres y, como esperaba verle caer al suelo en cual-quier momento, se me heló la sangre en las venas.

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Entonces deseé de todo corazón que el español yel salvaje que había ido con él, hubiesen estadoaquí, o que yo hubiese podido acercarme sin serdescubierto y abrir fuego contra ellos para rescatara los tres hombres, pues no me parecía que estuvie-ran armados. Pero se me ocurrió otra idea. Despuésdel monstruoso trato que les dieron a los tres hom-bres, advertí que los insolentes marineros se dis-persaron por la isla, como si quisieran reconocer elterritorio. Observé que los tres hombres habíanquedado en libertad de ir a donde quisieran pero sesentaron en el suelo, afligidos y desesperados. Estome hizo recordar el momento de mi llegada a la isla.Recordé que había mirado a mi alrededor enloque-cida~ mente y me había sentido perdido; que estabamuerto de miedo y había pasado la noche encimade un árbol por temor a ser devorado por las bestiassalvajes.

Así como en aquel momento no sospechaba que,gracias a la Providencia, el barco sería arrastradocerca de la tierra por la tormenta y la marea, y meproveería tan rica mente durante tanto tiempo,aquellos tres pobres hombres no podían sospecharcuán cierta y próxima era su salvación ni cuán asalvo estaban, justamente cuando más perdidos ydesamparados se sentían.

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Realmente, es muy poco lo que podemos predeciren este mundo. Por esta razón, debemos confiaralegremente que el Supremo Creador jamás aban-dona a sus criaturas y que estas, incluso en laspeores circunstancias, descubren algo por que darlegracias; y están más cerca de la salvación de lo quepodrían imaginar, pues, a menudo, son conducidasa ella por los mismos medios que, al parecer, lasllevaron a la ruina.

Aquella gente llegó a tierra en el momento en quela marea estaba más alta, y en parte, porque estu-vieron hablando con los prisioneros y, en parte,porque se fueron a inspeccionar el lugar en el quehabían desembarcado, permanecieron negligente-mente hasta que la marea bajó y el agua se retirótanto que la chalupa quedó en seco.

Habían confiado la chalupa a dos hombres, que,como pude advertir, bebieron demasiado brandy yse habían quedado dormidos. Sin embargo, uno deellos se despertó an tes que el otro y, viendo la cha-lupa tan encallada que no podría sacarla solo deallí, comenzó a llamar a sus compañeros que anda-ban dando vueltas por los alrededores. Alertadospor los gritos, acudieron rápidamente a la chalupa,mas no tuvieron fuerzas para echarla al agua, pues

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era muy pesada y, en esa parte de la playa, la arenaera blanda y fangosa.

En esta situación, hicieron como los auténticosmarineros, que son la gente menos previsora delmundo: se dieron por vencidos y reanudaron supaseo por la isla. Entonces, oí que uno de ellos legritaba a otro: «Olvídalo, Jack, flotará con la próxi-ma marea.» Sus palabras me confirmaron que eranpaisanos míos.

Durante todo este tiempo, me mantuve muy bienescondido, sin salir de mi castillo ni mi puesto deobservación en lo alto de la colina, y me sentí muycontento de pensar en lo bien protegido que estaba.Sabía que la chalupa no podría volver a flotar antesde diez horas y que, para entonces, ya sería denoche, lo que me permitiría observar sus movimien-tos y escuchar su conversación si es que la tenían.

Mientras tanto, me preparé para el combate, delmismo modo que lo había hecho antes, aunque conmás cautela porque sabía que me enfrentaba a unenemigo diferente de los anteriores. Le ordené aViernes, a quien había convertido en un excelentetirador, que cogiera algunas armas. Por mi parte,cogí dos escopetas de caza y le di tres mosquetes.Mi aspecto era realmente temible. Llevaba puesto

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mi abrigo de piel de cabra, el gran sombrero, quemencioné anteriormente, la espada desnuda en uncostado, dos pistolas en el cinturón y una escopetaen cada hombro.

Como he dicho, no tenía previsto hacer nada has-ta que anocheciera pero a eso de las dos de la tar-de, que es el momento mas caluroso del día, advertíque todos se adentra ban en el bosque, al parecer,para tumbarse a dormir. Los tres pobres hombresestaban demasiado angustiados para descansarpero se cobijaron bajo la sombra de un gran árbol, aun cuarto de milla de donde me hallaba y, segúnimaginaba, fuera de la vista de los demás.

Entonces, decidí descubrirme ante ellos para en-terarme un poco de su situación. En seguida mepuse en marcha, de la guisa que acabo de describir,con mi siervo Viernes, que iba a una buena distan-cia detrás de mí, tan formidablemente armado comoyo, pero: sin un aspecto fantasmal como el mío.

Me acerque á ellos: tan disimuladamente comopude y les dije en español:

¿Quiénes sois, caballeros?

Se levantaron ante el ruido pero se quedaron muysorprendidos ante el grosero aspecto que tenía.

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Estaban completamente mudos y casi dispuestos ahuir, cuando les dije en inglés:

-No os sorprendáis por mi aspecto. Tal vez tenéisun amigo más cerca de lo que suponéis.

-Debe ser un enviado del cielo -dijo uno de elloscon gravedad, quitándose el sombrero-, pues nues-tra situación es humanamente insalvable.

-Toda ayuda viene del cielo, señor -le dije-. Mas¿querríais indicarle a un extraño la manera de ayu-daros? Me parecéis muy desdichados. Os he vistodesembarcar y he visto a uno de ellos levantar susable para mataros.

El pobre hombre temblaba con el rostro bañadoen lágrimas y mirándome atónito respondió:

-¿Estoy hablando con un dios o. con un hombre?En verdad, ¿sois un hombre o un ángel?

-No temáis por eso, señor, Si Dios hubiese en-viado a un ángel para ayudaros, habría venidomejor vestido y armado de otra manera. Os rue-go que os tranquilicéis. Soy un hombre inglés yestoy dispuesto a ayudaros. Ya podéis verlo, so-lo tengo un criado pero tenemos armas y muni-

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ciones. Mas decidme francamente, ¿podemosserviros? ¿Cuál es vuestra situación?

-Nuestra situación, señor, es demasiado compli-cada para contárosla cuando nuestros asesinosestán tan cerca pero, en pocas palabras, os diré queyo era el comandante de ese barco y mis hombresse amotinaron contra mi. Han estádo a punto dematarme y, finalmente, me han traído a este lugardesierto con mis dos hombres, uno es mi segundode abordo y el otro, un pasajero. Esperan dejarnosmorir en este lugar que creen deshabitado y aún nosabemos, qué pensar..

¿Dónde están esos animales, vuestros enemigos-le pregunté-, ¿sabéis hacia dónde han ido?

-Están allí, señor -me respondió, señalando ungrupo de árboles-. Mi corazón tiembla de miedo deque nos hayan visto y escuchado hablar. Si es así,seguramente, nos matarán.

-¿Tienen armas de fuego? -le pregunté.

-Solo dos mosquetes y uno de ellos está en lachalupa -respondió.

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-Pues bien dije-, entonces, yo me encargo del res-to. Como están dormidos, será fácil matarlos, aun-que, ¿no seria mejor hacerlos prisioneros?

Me dijo que entre ellos había dos locos villanoscan quienes no seria prudente tener misericordiaalguna pero, tomando ciertas medidas, los demásvolverían a sus deberes. Le pedí que me mostraraquiénes eran. Me dijo que no podía hacerlo a esadistancia pero que obedecería todas mis órdenes.

-Muy bien -1e dije-, retirémonos de su vista paraevitar que nos oigan, por lo menos hasta que des-pierten y hayamos decidido qué hacer.

Gustosamente, me siguieron hasta un lugar dondelos árboles nos ocultaban.

-Mirad, señor -le dije-, si yo me arriesgo para sal-varos a todos, ¿estáis dispuestos a cumplir doscondiciones?

Se anticipó a mis palabras y me dijo que tanto élcomo su nave, si la recuperábamos, se pondríanincondicionalmente bajo mi mando y mis órdenes. Sino podíamos recuperar la nave, viviría y moriría a milado en cualquier parte del mundo donde quisierallevarlo. Los otros dos hombres dijeron lo mismo.

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-Bien -dije-, mis condiciones son dos. En primerlugar: mientras permanezcáis en esta isla, no pre-tenderéis tener ninguna autoridad. Si os doy armasen algún momento, me las devolveréis cuando yo oslas pida, no haréis perjuicio contra mí ni contra nin-guna de mis pertenencias y estaréis sometidos amis órdenes. En segundo lugar: si se puede re-cuperar el navío, nos llevaréis sin costo a mí y a misiervo a Inglaterra.

Me dio todas las garantías que la imaginación y labuena fe humanas pudieran imaginar, tanto decumplir con mis razonables exigencias, como dequedar en deuda conmigo por el resto de su vida.

-Bien -dije-, aquí tenéis tres mosquetes con pólvo-ra y balas. Ahora decidme, ¿qué os parece quedebemos hacer?

Me dio todas las muestras de agradecimiento quepudo y se ofreció a seguir todas mis instrucciones.Le dije que, en cualquier caso, era una operaciónarriesgada pero lo mejor que podíamos hacer eraabrir fuego sobre ellos mientras dormían y, si algunosobrevivía a nuestra primera descarga y se rendía,lo perdonaríamos. Atacaríamos confiando en que laProvidencia Divina nos guiaría.

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Me contestó con mucha humildad que, de ser po-sible, prefería no matar a nadie, pero si aquellos dosvillanos incorregibles, que habían sido los autoresdel motín, lograban escapar, estaríamos perdidos,pues regresarían al barco y traerían al resto de latripulación.

-Bien -dije-, entonces la necesidad confirma miconsejo, ya que es la única forma de salvarnos.

Mas notando que el hombre se mostraba recelosoante un derramamiento de sangre, le dije que fuesecon sus compañeros y actuase como mejor le pare-ciese.

En medio de esta conversación, advertimos quealgunos comenzaban a despertar y vimos que dosde ellos se habían puesto en pie de un salto. Lepregunté si eran los hombres, que, según me habíadicho, habían organizado el motín y me dijo que no.

-Entonces, dejadlos escapar -le dije-, pues pareceque la Providencia los ha despertado a propósitopara que se salven. Ahora bien, si los demás esca-pan, será por vuestra culpa.

Animado por esto, agarró el mosquete que le hab-ía dado y, con una pistola en el cinturón, avanzó consus dos compañeros, cada uno de los cuales lleva-

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ba un arma en la mano. Los dos hombres que ibandelante hicieron algún ruido y uno de los marinerosse volvió. Viéndolos acercarse, comenzó a gritarlesa los demás pero ya era demasiado tarde, pues, tanpronto comenzó a gritar, abrieron fuego; me refieroa los dos hombres, pues el capitán, prudentemente,reservaba su carga. Apuntaron con tanta precisión alos hombres que conocían, que uno de ellos cayómuerto en el acto y el otro quedó gravemente heri-do. Este intentó incorporarse y empezó a gritar,llamando a los otros para que viniesen a socorrerlo.Mas el capitán se le acercó y le dijo que era muytarde para pedir auxilio y que más le convenía pe-dirle perdón a Dios por su traición. Diciendo estaspalabras, lo derribó de un culatazo de su mosquetede modo que no pudo volver a hablar nunca más.Había tres más en el grupo y uno de ellos estabalevemente herido. Entonces, me aproximé y, cuandovieron el peligro y que era en vano resistirse, supli-caron misericordia. El capitán les dijo que les per-donaría la vida si le aseguraban que se arrepentíande la traición que habían cometido y le juraban leal-tad para recuperar el barco y llevarlo a Jamaica, dedonde habían zarpado. Le dieron todas las mues-tras de sinceridad que pudieron y, como él estabadispuesto a creerles y a perdonarles la vida, no me

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opuse pero exigí que permanecieran atados de piesy manos mientras estuviesen en la isla.

Mientras tanto, envié a Viernes a la chalupa con elsegundo de abordo y le ordené que la asegurara ytrajera los remos y la vela, En eso los otros treshombres, que se habían ido en otra dirección (feliz-mente para ellos) regresaron al escuchar los dispa-ros y, al ver a su capitán, que antes había sido suprisionero, convertido en vencedor, accedieron a seratados como los demás y, así, nuestra victoria fuetotal.

Solo restaba que el capitán y yo nos contáramosnuestras respectivas circunstancias. A mí me tocóempezar y le conté toda mi historia, que él escuchócon mucha atención, e incluso asombro, en espe-cial, la forma milagrosa en la que había conseguidoprovisiones y municiones. Como toda mi historia esun cúmulo de milagros, quedó profundamente so-brecogido. Mas, cuando se puso a reflexionar sobresí mismo y consideró que yo había sido salvado eneste lugar para salvarle la vida, comenzó a llorar yno pudo seguir hablando.

Finalizada esta conversación, le conduje junto consus dos hombres a mi habitación, llevándolos pordonde yo había salido, es decir, por lo alto de la

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casa. Allí les brindé to das las provisiones que teníay les mostré los inventos que había realizado en milarga estancia en este lugar.

Todo lo que les mostraba, y les decía, los dejabaprofundamente admirados pero, sobre todo, el ca-pitán se quedó muy sorprendido ante mi fortificacióny el modo en que había logrado ocultar mi viviendaentre el bosquecillo. Como hada más de veinte añosque lo había plantado y, como allí los árboles crec-ían mucho más rápidamente que en Inglaterra, sehabía convertido en un frondoso bosque, M posiblede atravesar por ninguna de sus partes, excepto porun costado en el que había un tortuoso pasadizo. Ledije que aquel en mi castillo y mi residencia peroque además tenía una residencia de descanso en elcampo, como la mayoría de los príncipes, dondepodía retirarme de vez en cuando. Le dije que se lamostraría cuando tuviera ocasión pero que, ahora,teníamos que ocuparnos de ver cómo recuperar elbarco. Estuvo de acuerdo conmigo pero me, con-fesó que no tenía idea de cómo hacerlo, pues aúnquedaban veintiséis hombres a bordo, que habíanparticipado en una conspiración maldita, y que, aestas alturas, no estarían dispuestos a renunciar aella. Seguirían, pues, adelante, sabiendo que, sieran derrotados, serían llevados a la horca tan pron-

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to llegaran a Inglaterra o a cualquiera de sus colo-nias. Por lo tanto, nosotros, siendo tan pocos, nopodíamos atacarlos.

Me quedé pensando largamente en lo que mehabía dicho y me pareció que sus opiniones eransensatas. Teníamos que pensar rápidamente en laforma de atacar por sorpresa a la tripulación o deevitar que cayeran sobre nosotros y nos mataran..De pronto, se me ocurrió que, en poco tiempo, latripulación empezaría a preguntarse qué les habríaocurrido a sus compañeros que habían salido en lachalupa y, sin duda, vendrían a tierra a buscarlos,seguramente armados; y con fuerzas superiores alas nuestras. Al capitán le pareció que esta presun-ción era razonable.

Entonces, le dije que lo primero que debíamoshacer era evitar que se llevaran la chalupa, queestaba en la playa, vaciándola para que no pudieranutilizarla. Así, pues, nos dirigimos a la barca y reti-ramos las armas que aún quedaban a bordo y todolo que encontrarnos: una botella de brandy y otra deron, algunas galletas, un cuerno de pólvora y ungran terrón de azúcar envuelto en un trozo de lien-zo. Todo lo recibí con agrado, en especial, el brandyy el azúcar, que no había probado durante años.

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Cuando hubimos llevado todo esto a la costa (yahabíamos cogido los remos, el mástil, la vela y eltimón del bote, como he dicho anteriormente), leabrimos un gran agujero en á fondo, de modo que,si venían con fuerzas para derrotarnos, no pudiesenllevársela.

La verdad es que no estaba convencido de quepudiésemos recuperar el barco pero pensaba que,si se iban sin la chalupa, podríamos arreglarla paraque pudiera transpor tarnos hasta las Islas de Sota-vento y en el camino recogeríamos a nuestros ami-gos españoles, a quienes recordaba constantemen-te.

Habíamos arrastrado la chalupa hasta la playa,tierra adentro, para que la marea no pudiera llevár-sela y le hicimos un agujero en el fondo, lo suficien-temente grande como para que no pudiese taponar-se fácilmente. De pronto, mientras nos debatíamossobre qué hacer, escuchamos un cañonazo queprocedía del barco y advertimos que hacían señalespara llamar a la chalupa a bordo, pero como esta nose movía, dispararon varias veces más y le hicieronnuevas señales.

Finalmente, cuando se dieron cuenta de que lasseñales y los cañonazos eran inútiles y que la cha-

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lupa no regresaba, vimos con la ayuda de mi catale-jo que echaban al agua otra chalupa y remabanhacia la orilla. A medida que se aproximaban, pudi-mos ver que venían al menos diez a bordo y quetraían armas de fuego.

Puesto que el barco estaba anclado a casi dos le-guas de la costa, podíamos verlos claramente mien-tras se acercaban, incluso sus rostros, pues la ma-rea los había hecho desplazar se un poco hacia eleste y remaban de frente a la orilla, hacia el lugardonde había desembarcado la otra chalupa.

De este modo, como he dicho, podíamos verlosclaramente. El capitán reconocía la fisionomía y elcarácter de todos los hombres que iban en la chalu-pa. Nos dijo que en tre ellos había tres hombresmuy honrados que, dominados o aterrorizados porel resto, se habían visto obligados a participar en elmotín, pero el contramaestre, que parecía ser el jefedel grupo, y los demás, eran los más temibles detoda la tripulación y estarían, sin duda, empecinadosen proseguir su nueva empresa. Ante esto, el ca-pitán se mostró muy inquieto, pues temía que fue-sen demasiado fuertes para nosotros.

Le sonreí diciéndole que en nuestras circunstan-cias debíamos superar el miedo y, pues, como cual-

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quier situación sería mejor que esta en la que nosencontrábamos, debía mos esperar que el resultadode todo esto fuera la liberación, tanto si vivíamoscomo si moríamos. Le pregunté su opinión sobre lascircunstancias de mi vida y si no le parecía que me-recía la pena arriesgarse por la libertad.

-Y, ¿dónde está, señor -le dije-, esa confianza enque yo había sobrevivido en esta isla con el propósi-to de salvarle la vida, que hace un momento le hizoemocionarse? Por mi parte, no veo más que uncontratiempo en todo este asunto.

-¿Cuál es? -preguntó.

-Que entre esa gente, como habéis dicho, hay treso cuatro hombres honrados a los que es precisoperdonar. Si todos fueran de la misma calaña que elresto de la tripulación, habría creído que la Provi-dencia los había escogido para que cayesen envuestras manos. Mas, tened fe en que todo hombreque desembarque será tomado prisionero y vivirá omorirá, según se comporte con nosotros.

Le hablé firmemente pero con moderación y me dicuenta de que le había infundido una gran confian-za. Así, pues, nos dispusimos a afrontar el problemacon decisión y, desde que vimos la chalupa alejarse

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del navío, retiramos a nuestros prisioneros y lospusimos a buen recaudo.

Había dos de quienes el capitán estaba un pocoreceloso, y los hice conducir por Viernes y uno delos tres hombres (de los liberados) hacia mi cueva,donde estarían lo suficientemente lejos y fuera depeligro como para ser descubiertos o escuchados, opara encontrar el camino de vuelta a través del bos-que si lograban escapar. Allí los dejaron atados conalgunas provisiones y les prometieron que si seestaban quietos, los liberaríamos en uno o dos días;pero si intentaban escapar, les ajusticiaríamos sinmisericordia. Juraron sinceramente que soportaríanla prisión con paciencia y les agradecieron el buentrato, las provisiones y las velas, pues Viernes lesdio unas velas (de las que hacíamos nosotros) paraque estuviesen más cómodos y les dio a entenderque se quedaría vigilando en la entrada de la cueva.

Los demás prisioneros recibieron mejor trato,aunque dos de ellos permanecieron atados, ya queel capitán no se fiaba de ellos. Los otros dos, fueronpuestos bajo mis órdenes por recomendación delcapitán, con la solemne promesa de vivir o morircon nosotros. De esta forma, contándolos a ellos y alos tres marineros honrados; sumábamos siete

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hombres bien armados. No dudaba que podríamosenfrentarnos a los diez que venían, teniendo encuenta que el capitán había dicho que entre ellostambién había tres o cuatro hombres honestos.

Tan pronto como llegaron al lugar donde estaba laotra chalupa, metieron la suya en la playa y saltarona tierra, arrastrándola tras de sí, lo que me alegrómucho, pues te mía que fueran a dejarla anclada acierta distancia de la orilla, bajo la custodia de algu-no de ellos, y no pudiésemos alcanzaría.

Una vez en la orilla, lo primero que hicieron fuecorrer hacia la otra chalupa. Evidentemente, sequedaron muy sorprendidos de encontrarla desman-telada y con un gran agujero en el fondo.

Después de examinarla durante un tiempo, llama-ron dos o tres veces con todas sus fuerzas, a fin deque sus compañeros pudiesen oírlos. Pero fue envano. Entonces, for maron un círculo e hicieron undisparo de salva con una de sus armas, cuyo es-truendo pudimos escuchar claramente y retumbó entodo el bosque. Esto fue todo. Estábamos seguresde que los prisioneros que estaban en la cueva nopodían oírlo y los que estaban bajo nuestro control,si bien lo oirían, no se atreverían a contestar.

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Estaban tan sorprendidos y desconcertados,según confesaron más tarde, que decidieron regre-sar al barco a decirles a sus compañeros que losotros habían sido asesinados y que la chalupa esta-ba desfondada. Rápidamente, echaron la suya almar y se metieron en ella.

El capitán estaba muy sorprendido, incluso con-fundido ante esto; creyéndolos capaces de regresaral barco y marcharse, dando a sus compañeros pormuertos. De ser así, perdería el barco que aún teníala esperanza de recuperar. Y al poco tiempo; se lepresentó otro motivo de preocupación.

Apenas habían navegado un trecho, los vimos re-gresar a la costa. Esta vez, habían adoptado otraactitud, sobre la que, al parecer, habían deliberado:dejarían tres hombres en la embarcación y el restobajaría a tierra y se internaría en la isla para buscara sus compañeros.

Esto nos contrarió gravemente, pues no teníamosidea de lo que debíamos hacer. De nada nos servir-ía coger a los siete hombres que estaban en la ori-lla, si dejábamos escapar a los que iban en la cha-lupa, pues estábamos seguros de que remaríanhasta el barco mientras los demás levaban anclas y

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desplegaban velas. De este modo habríamos perdi-do toda posibilidad de recuperar el barco.

No nos quedaba otro remedio que esperar el girode los acontecimientos. Los siete hombres saltarona tierra y los tres que permanecieron en la chalupase alejaron de la pla ya, anclando a gran distanciapara esperarlos. De este modo, nos resultaba impo-sible llegar hasta ellos.

Los que desembarcaron se mantuvieron juntos yse encaminaron hacia la cima de la colina, bajo lacual se hallaba mi morada. Podíamos verlos clara-mente pero ellos no podían vernos a nosotros yhubiésemos deseado que se acercaran para poderdispararles o bien que se alejaran para poder salir.Mas cuando llegaron a la cima de la calina, desdedonde podían divisar una parte de los valles y losbosques situados al noreste, que era la parte másbaja de la isla, se pusieron a gritar y aullar hastaque no pudieron más. Sin alejarse de la orilla y sinsepararse unos de otros, se sentaron bajo un árbola discutir lo que debían hacer. Si se hubieran echa-do a dormir, como lo habían hecho sus compañeros,nos habrían hecho un gran favor: Pero estaban de-masiado preocupados por el peligro como para

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atreverse a dormir, aunque no sabían a qué debíantemerle.

El capitán propuso un plan que me pareció muyrazonable. Intuía que harían otro disparo de salvapara que lo oyeran sus compañeros. En ese mo-mento, debíamos caer sobre ellos, aprovechandoque sus armas estaban descargadas. De este mo-do, se rendirían, sin lugar a dudas, y los capturaría-mos sin derramar sangre. Me gustó la idea, siemprey cuando la ejecutáramos mientras estuviéramos losuficientemente cerca como para alcanzarlos antesde que volvieran a cargar sus armas.

Pero no ocurrió así y nos quedamos quietos mu-cho tiempo sin saber qué decisión adoptar. Final-mente, les dije que, en mi opinión, no había nadaque hacer hasta que ca yera la noche y entonces, sino regresaban a la chalupa, tal vez encontraríamosla forma de impedirles llegar a la orilla o utilizaralgún tipo de estratagema con los que estaban en lachalupa para hacerlos venir a la orilla.

Esperamos largo rato, aunque muy inquietos,pues temíamos que se alejasen. Después de con-sultarlo extensamente, vimos que se ponían de pie yse encaminaban hacia el mar, lo cual nos causó unagran consternación. Al parecer, tenían tanto miedo

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de los peligros del lugar, que decidieron volver abordo del barco y proseguir su viaje, dando a suscompañeros por muertos.

Apenas advertí que se dirigían a la playa, imaginélo que, en efecto, ocurría: habían abandonado labúsqueda y se preparaban para regresar. Le comu-niqué mis pensa mientos al capitán, que se quedócomo aterrado. Mas, en seguida se me ocurrió unaestratagema para traerlos de vuelta, que respondíacabalmente a mis necesidades.

Ordené a Viernes y al segundo de abordo quecruzaran el pequeño río en dirección al oeste, haciael lugar donde desembarcaron los salvajes la nocheen que Viernes fue rescatado. Cuando llegaran a unpequeño promontorio que estaba como a mediamilla, gritarían lo más fuertemente que pudieran yesperarían hasta que los marineros los oyeran.Después que les hubiesen contestado, debían re-gresar, manteniéndose ocultos y respondiendo asus gritos, a fin de adentrarlos lo más posible en elbosque, dando un largo rodeo por ciertos caminosque les señalé, hasta llegar a donde estábamosnosotros.

Los marineros estaban llegando al bote cuandoViernes y el segundo de abordo comenzaron a au-

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llar. Los escucharon y, en el acto, les contestaron ycomenzaron a correr a lo largo de la costa en direc-ción oeste, hacia el lugar de donde provenía la voz.Se detuvieron cuando llegaron al río pues estabademasiado crecido en ese momento como para cru-zarlo. Entonces, llamaron a los que estaban en lachalupa para que se llegaran hasta allí y les ayuda-ran a cruzar, tal y como yo lo esperaba.

Cuando alcanzaron la otra orilla, observé que lachalupa se había internado un buen trecho en el ríoy había llegado a una especie de puerto en la tierra.Uno de los tres hombres que iban a bordo se unió alos demás, dejando a los otros dos a cargo de ella,después de amarrarla al tronco de un pequeño árbolque estaba en la orilla.

Esto era lo que yo esperaba, así que dejé a Vier-nes y al segundo de abordo a cargo de su parte. Yome fui con los otros y, cruzando la ensenada sin servistos, sorprendimos a los dos hombres antes deque pudiesen darse cuenta; uno de ellos estabaacostado en el bote y el otro, en la playa. El queestaba acostado en la playa parecía estar entredormido y despierto y cuando se fue a poner de pie,el capitán, que iba delante, se abalanzó sobre él y lo

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derribó. Entonces, le gritó al que estaba en la chalu-pa que se rindiera o sería hombre muerto.

No eran necesarios demasiados argumentos paraque un hombre solo se rindiera frente a cinco, cuan-do su compañero se hallaba derribado en el suelo.Además, al pare cer, este era uno de los tres que nohabía participado activamente en el motín, como elresto de la tripulación, por lo que, pudimos persua-dirlo fácilmente, no solo de rendirse, sino de unirsesinceramente a nosotros.

Mientras tanto, Viernes y el segundo de abordocumplían cabalmente su misión con los demás ma-rineros. Gritando y aullando, los condujeron de coli-na en colina y de bosque en bosque hasta dejarlos,totalmente agotados, en un lugar tan apartado, queles sería imposible regresar a la chalupa antes delanochecer. En verdad, ellos mismos estaban exte-nuados cuando se reunieron con nosotros.

No podíamos hacer más que espiarlos en la oscu-ridad para poder atacarlos con éxito. Habían trans-currido varias horas desde que Viernes se habíareunido con nosotros cuando los marineros llegarona la chalupa. Desde lejos, podíamos escuchar a losque venían delante diciéndoles a los demás queapuraran el paso, a lo que estos respondían que-

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jándose y diciendo que estaban tan fatigados queno podían hacerlo. Esto nos alegró mucho.

Finalmente, llegaron a la chalupa. Sería imposibledescribir la confusión que sintieron al verla en seco,pues la marea había bajado, y no hallar a sus doscompañeros. Llama ban a uno y otro de una formaque daba pena y se decían que se encontraban enuna isla encantada; que si estaba habitada porhombres, serían asesinados, y si lo que había erandemonios o espíritus, serían raptados y devorados.

Se pusieron a gritar nuevamente y a llamar a suscompañeros por sus nombres pero no obtuvieronrespuesta. Poco después a pesar de la poca clari-dad, pudimos ver que corrían de un lado a otro,retorciéndose las manos, como enloquecidos. Sesentaban un momento en la chalupa a descansar yluego volvían a la playa, y así estuvieron muchorato.

Mis hombres estaban deseosos de que les dierala orden de atacarlos, aprovechando la oscuridad,pero yo quería esperar la ocasión más ventajosa, afin de que muriera la me nor cantidad de gente po-sible. En particular, quería proteger a mis hombrespues sabía que los marineros estaban bien arma-dos. Decidí esperar, por ver si se separaban y, para

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protegernos de ellos, acercamos nuestra embosca-da. Le ordené a Viernes y al capitán que se arrastra-ran a gatas, lo más agachados que pudieran parano ser descubiertos y se aproximaran al enemigoantes de atacarlo.

Llevaban poco tiempo en esta posición cuando elcontramaestre, que había sido el líder del motín yahora se mostraba corno el más cobarde y deses-perado de todos, se acer có hasta donde se halla-ban mis hombres con dos miembros de la tripula-ción. El capitán estaba tan impaciente de ver casi ensu poder al principal culpable, que apenas podíaesperar a acercarse para asegurar el golpe. Hastaese momento, solo habían podido escuchar su vozpero cuando los tuvieron a tiro, Viernes y el capitánse pusieron en pie de un salto y abrieron fuego so-bre ellos.

El contramaestre cayó muerto en el acto; el se-gundo cayó muy mal herido cerca de él y murió alcabo de una o dos horas; el tercero pudo escapar.

Cuando sonaron los disparos, avancé enseguidacon todo mi ejército, que ahora se componía deocho hombres: yo, que era el generalissimo; Vier-nes, que era mi teniente general, el capitán con sus

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dos hombres y los tres prisioneros a los que leshabíamos confiado armas.

Nos acercamos a ellos en la oscuridad, de modoque no pudiesen ver cuántos éramos. Al hombreque habíamos encontrado en la chalupa, que ahoraera uno de los nuestros, le ordené llamarlos por susnombres para intentar llegar a un acuerdo con ellos,lo cual ocurrió tal y como lo deseábamos, pues re-sulta fácil imaginar que, en la situación en la que sehallaban, no les quedaba otra alternativa que capitu-lar. Así, pues, el marinero llamó a uno de ellos contodas sus fuerzas:

-¡Tom Smíth, Tom Smith!

Tom Smith respondió al instante.

-¿Eres tú, Robinson? -pues le había reconocido lavoz.

-Sí, sí -respondió Robinson-. En nombre de Dios,Tom Smith, entregad las armas y rendíos porque sino, todos seréis hombres muertos.

-¿A quién debemos rendirnos? -preguntó Smith-.¿Dónde están?

-Están aquí -dijo Robinson-. Aquí está nuestro ca-pitán, acompañado de cincuenta hombres y os vie-

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ne persiguiendo desde hace dos horas. El contra-maestre está muerto, Will Frye está herido y yo es-toy prisionero. Si no os rendís, estaréis todos perdi-dos.

-¿Se nos dará cuartel si nos rendimos? -preguntóTom Smith.

-Voy a preguntarlo, pero si prometéis rendiros -respondió Robinson.

Se dirigió al capitán que les gritó:

-Tú, Smith, ya conocéis mi voz. Si os rendís inme-diatamente y entregáis las armas, os aseguro lasvidas a todos, excepto a Will Atkins.

En seguida, Will Atkins gritó:

-En el nombre de Dios, capitán, concededmecuartel. ¿Qué he hecho yo? Todos son tan culpa-bles como yo.

Mentía a este respecto pues, al parecer, Will At-kins había sido el primero en tomar prisionero alcapitán cuando se amotinaron y lo había tratadoinjuriosamente, amarrándole las manos e insultán-dolo. No obstante, el capitán le dijo que se rindiesea su propia discreción y confiara en la misericordia

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del gobernador. Se refería a mí, pues todos mellamaban gobernador.

Acto seguido, depusieron sus armas y rogaron porsus vidas. Envié al hombre que les había habladoprimero con otros dos compañeros para que losatasen. Entonces, mi formidable ejército de cincuen-ta hombres, que con aquellos tres, sumaba ocho,avanzó hacia ellos y se apoderó de la chalupa. Yome mantuve alejado con uno de ellos, por razonesde estado.

Nuestra siguiente tarea era reparar la chalupa ytomar el barco. El capitán, que ahora tenía tranquili-dad para hablar con ellos, les recriminó su villanía ylas posibles conse cuencias funestas de su proyec-to, pues, con toda certeza, los habría podido llevar ala miseria y, a la larga, a la horca. Todos ellos semostraron sumamente arrepentidos y suplicaronque se les perdonase la vida. Mas el capitán les dijoque no eran sus prisioneros sino del gobernador dela isla; que había pensado que los abandonarían enuna isla desierta pero, con la ayuda de Dios, la islaestaba habitada y su gobernador era un hombreinglés; que este podía hacerlos ahorcar si le parec-ía, pero, como les había dado cuartel, suponía quelos enviaría a Inglaterra para que fuesen juzgados

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como lo exigía la ley, con la excepción de Atkins, aquien el gobernador había dado órdenes de ahorcara la mañana siguiente.

Aunque todo esto era una ficción, surtió el efectoque esperaba. Atkins cayó de rodillas y le suplicó alcapitán que intercediese por él ante el gobernador.Los demás le pidieron en nombre de Dios que nolos enviase a Inglaterra.

Se me ocurrió entonces que el momento de nues-tra liberación había llegado y que resultaría muyfácil hacer que aquellos hombres rescataran el nav-ío. Me retiré a la oscuri dad, para evitar que se di-eran cuenta de la clase de gobernador al que esta-ban sometidos, y llamé al capitán para que se acer-case hasta donde yo estaba. Como me encontrabaa gran distancia, uno de los míos se ocupó de lle-varle la orden.

-Capitán -le dijo-, el gobernador os reclama. Elcapitán respondió:

-Decidle a Su Excelencia que voy de inmediato.

Esto les sorprendió y, sin duda, creyeron que elcomandante estaba allí con sus cincuenta hombres.

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Cuando el capitán se me acercó, le expliqué miplan para tomar el barco. Le pareció estupendo ydecidió ponerlo en práctica a la mañana siguiente.

Mas, para ejecutarlo con mayor eficacia y asegu-rarnos el éxito, le dije que debíamos dividir a losprisioneros. Atkins y otros dos de los más peligrososdebían ser atados y lleva dos a la cueva donde seencontraba el resto. Esta tarea le fue encomendadaa Viernes y a dos de los hombres que habían des-embarcado con el capitán.

Los llevaron a la cueva, como si fuese a una pri-sión, que, ciertamente, era un lugar terrible paraunos hombres en semejante condición.

Ordené que los otros fueran encerrados en mi ca-sa de campo, como solía llamarla, la cual he descri-to en detalle. Como estaba cerrada y ellos estabanatados, resultaba muy segura, teniendo en cuentaque debían comportarse bien.

A la mañana siguiente, envié al capitán a hablarcon ellos; en otras palabras, a sondearlos y luegoinformarme si le parecía que podíamos confiar enaquella gente para en viarlos a abordar el navío porsorpresa. El capitán les habló de la injuria que hab-ían cometido contra él y de la situación en la que se

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hallaban. Les dijo que, aunque el gobernador lesperdonaba la vida por el momento, si eran enviadosa Inglaterra, sin duda los colgarían con cadenas.Mas, si se sumaban a una empresa justa, como loera recuperar el navío, le pediría al gobernador queles perdonara la vida.

Cualquiera podría adivinar el entusiasmo con queestos hombres, que se hallaban en tan terrible si-tuación, aceptaron la propuesta. Se arrodillaron anteel capitán y le jura ron que le serían leales hastaderramar la última gota de sangre; que siendo deu-dores de sus vidas, lo seguirían a cualquier partedel mundo y lo considerarían como un padre mien-tras viviesen.

-Bien -dijo el capitán-, iré a informar al gobernadorde lo que decís y veré si puedo lograr su consenti-miento. Me contó sobre el estado de ánimo en quese hallaban los hombres y me afirmó que creía re-almente que se mantendrían leales.

No obstante, para asegurarnos, le dije que regre-sara, escogiera a cinco de ellos y les dijera que tansolo escogería a cinco asistentes y que el goberna-dor se quedaría con los otros dos, además de lostres que habían sido enviados corno prisioneros alcastillo (mi cueva), en calidad de rehenes. Si no

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ejecutaban su misión como era debido, los cincorehenes serían colgados en la orilla.

Ante la severidad de estas palabras, quedaronconvencidos de la determinación del gobernador.No obstante, no tenían otra alternativa que aceptarla proposición. Ahora les correspondía a ellos, tantocomo al capitán, convencer a los otros cinco decumplir con su deber.

Nuestras fuerzas se organizaron para la expedi-ción de la siguiente manera; 1. El capitán, el segun-do de abordo y el pasajero; 2. Los dos prisionerosdel primer grupo, a quieres había puesto en libertady entregado armas por la confianza que les tenía elcapitán; 3. Los otros dos que estaban atados en lacasa de campo y que acababa de liberar, por re-comendación del capitán; 4. Los últimos cinco hom-bres liberados. En total, sumábamos doce, apartede los cinco que permanecían en la cueva, en cali-dad de rehenes.

Le pregunté al capitán si estaba dispuesto a aven-turarse a abordar el barco con esta gente, pues nome parecía bien que mi siervo Viernes y yo nosmarcháramos, dejando a sie te hombres detrás, yque estaríamos bastante ocupados vigilándolos yproveyéndoles alimento.

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Decidí dejar amarrados a los cinco que estabanen la cueva y Viernes iría dos veces al día a llevar-les lo que les hiciera falta. Los otros dos, acarrear-ían las provisiones a cierta distancia, donde Viernesiría a recogerlas.

Cuando me presenté ante los dos rehenes, el ca-pitán íes dijo que yo era la persona a la que el go-bernador había encomendado su vigilancia; que elgobernador había decre tado que no fuesen a nin-guna parte, a menos que yo se lo indicara; y que siescapaban serían perseguidos y atados con cade-nas en el castillo. Como no queríamos que supieranque yo era el gobernador, me presenté como sifuera otra persona y les hablé del gobernador, lasguarniciones, el castillo y todo lo demás.

El capitán no tenía otra dificultad que aparejar susdos chalupas, tapar el agujero que tenía una deellas y comandarías. Le dio el mando de una a supasajero, que iría con cuatro hombres y él con susegundo de abordo y cinco más tripularían la otra.Calculó su plan a la perfección. Llegaron al barco amedianoche y tan pronto estuvieron lo suficiente-mente cerca como para que pudiesen escucharlos,le ordenó a :Robinson que los llamara y les dijeraque regresaban con la gente y la chalupa pero que

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les había tomado mucho tiempo encontrarlos. Asílos entretuvo hasta que los otros, que venían detrás,se acercaron al barco. Entonces, el capitán y elsegundo de abordo entraron con sus armas y derri-baron de un culatazo al que estaba de segundo y alcarpintero, fielmente secundados por el resto de sushombres. Aseguraron el alcázar y cerraron todas lasescotillas para impedir que salieran los que estabanabajo. Los que iban en la otra chalupa subieron porlas cadenas de proa y aseguraron el castillo de proay la escotilla que conducía a la cocina, donde captu-raron tres prisioneros.

Cuando hubieron terminado y se hallaron segurosen cubierta, el capitán les ordenó al segundo deabordo y a otros tres hombres irrumpir en el cama-rote principal donde se hallaba el nuevo capitánrebelde. A la primera señal de alarma, este habíarecogido unas armas y se había atrincherado allícon dos marineros y un grumete. Cuando el segun-do, valiéndose de una palanca, echó abajo la puer-ta, el nuevo capitán y sus hombres abrieron fuegocontra ellos. Al segundo le hicieron una herida demosquete en el brazo e hirieron a dos más peroninguno resultó muerto.

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Mientras pedía ayuda, el segundo, herido comoestaba, entró en el camarote principal y le disparó alnuevo capitán. La bala le entró por la boca y le saliópor detrás de la oreja, de modo que no volvió a pro-nunciar palabra nunca más. Ante esto, los demás serindieron y el barco pudo recuperarse sin que seperdieran más vidas.

Tan pronto recuperaron el barco, el capitán or-denó que se dispararan siete cañonazos, que era laseñal acordada para informarme del éxito de la em-presa. Podéis estar segu ros de que los escuchécon gran placer, dado que estuve en vela, sentadoen la playa, desde las dos de la madrugada.

Cuando escuché la señal, me recosté y, comoaquel había sido un día agotador, me dormí profun-damente hasta que me sorprendió el estrépito deotro cañonazo. Mientras me ponía en pie, oí la vozde un hombre que me llamaba «Gobernador, Go-bernador» y de inmediato reconocí la voz del ca-pitán. Subí rápidamente hasta la punta de la colina ylo hallé, apuntando hacia el barco. Me abrazó y medijo:

-Mi querido amigo y salvador, ahí está vuestrobarco; es todo vuestro, con todo lo que lleva a bordoy todos los miembros de su tripulación.

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Miré hacia la nave y la divisé a un poco más demedia milla de la playa, pues, tan pronto como lahubieron recuperado, levaron anclas y, aprovechan-do el buen tiempo, la llevaron hasta la embocadurade la pequeña ensenada, donde volvieron a anclar-la. Como la marea estaba alta, el capitán había traí-do la chalupa hasta el lugar donde yo había llegadocon mis balsas y había desembarcado justamentefrente a mi puerta.

Al principio, estuve a punto de desmayarme de laemoción, pues veía mi liberación claramente en mismanos. Todo parecía favorable y tenía un gran bar-co listo para lle varme a donde quisiera. Durante untiempo, no fui capaz de decirle una palabra y cuan-do me abrazó, me sujeté a él fuertemente para nocaer al suelo.

Advirtió mi conmoción e, inmediatamente, sacóuna botella de su bolsillo y me ofreció un trago deun licor que había traído expresamente para mí. Lobebí y me senté en el suelo pero, a pesar de queme hallaba más calmado, no pude decirle ni unapalabra.

Entonces, yo le abracé como a mi salvador y nosfelicitamos mutuamente. Le dije que le veía como aun enviado del cielo para mi salvación y que todo lo

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ocurrido me pare cía una cadena de milagros; queestas cosas eran testimonio de que la Providenciarige al mundo con mano secreta y evidencia de quelos ojos de un poder infinito podían ver hasta en ellugar más recóndito de la tierra y ayudar a los mise-rables cuando Él lo deseaba.

No olvidé elevar al cielo el agradecimiento de micorazón, pues, ¿qué corazón se resistiría a bende-cirle a Él, que había socorrido milagrosamente aalguien que se encontra ba en una situación tandesoladora? De Él provenía toda salvación y todosdebíamos darle gracias por ello.

Después de conversar un rato, el capitán me dijoque me había traído algunas de las provisiones quehabía en el barco y que habían podido rescatar delprolongado saqueo de los amotinados. De inmedia-to, llamó a los que estaban en la chalupa y les or-denó que trajeran los regalos destinados al gober-nador. Semejante regalo no parecía destinado aalguien que iba a embarcarse con ellos, sino a cual-quiera que fuese a permanecer largo tiempo en laisla.

En primer lugar, me trajeron una caja de botellasdo un excelente licor, seis botellas de dos cuartosde vino de Madeira, dos libras de un excelente ta-

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baco, doce trozos de carne, seis trozos de cerdo,una bolsa de guisantes y casi cien libras de galletas.

También me trajeron una caja de azúcar, otra deharina, una bolsa de limones, dos botellas de zumode lima y un montón de cosas más. Aparte de esto,me dio algo mil veces más útil: seis camisas nue-vas, seis corbatas estupendas, dos pares de guan-tes, un par de zapatos, un sombrero, un par de cal-cetines y una de sus chaquetas, que había usadomuy poco. En pocas palabras, me vistió de pies acabeza.

Era un regalo generoso y agradable para alguienen mis circunstancias. No obstante, al principio,cuando me puse las ropas me parecieron incómo-das, extrañas y desagradables.

Después de las ceremonias, y cuando todas estascosas maravillosas fueron transportadas a mi pe-queña vivienda, comenzamos a debatir qué hacercon los prisioneros, pues teníamos que decidir si losllevaríamos con nosotros, en especial a dos deellos, que eran incorregibles y obstinados en extre-mo. El capitán dijo que eran unos bandidos y que noteníamos ninguna obligación hacia ellos, por lo que,si los llevábamos, sería encadenados, como a mal-hechores, para entregarlos a la justicia en la primera

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colonia inglesa que tocáramos. No obstante, me dicuenta de que el capitán se sentía intranquilo con laidea.

A esto le respondí que, si lo deseaba, yo meatrevía a ir a por los dos hombres de los que habla-ba y preguntarles si estaban dispuestos a quedarseen la isla.

-Esto me parece muy bien -dijo el capitán.

-Bien -le dije-, mandaré a buscarlos y hablaré conellos en su nombre.

Mandé a Viernes y a los dos rehenes, que habíansido puestos en libertad por la buena gestión de suscompañeros, a que fueran a la cueva, condujeran alos cinco hombres prisioneros hasta la casa decampo y los retuvieran allí hasta que yo llegara.

Al poco rato volví hasta allí, vestido con mis nue-vas ropas y habiendo tomado otra vez el título degobernador. Cuando estuvimos todos reunidos ycon el capitán a mi lado, ordené que trajeran a losprisioneros ante mí y les dije que estaba al tanto desu malvada conducta hacia el capitán y de la formaen que habían tomado el barco con la intención decometer nuevas fechorías, si la Providencia no los

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hubiese echo caer en el mismo foso que habíancavado para otros.

Les dije que el barco había sido tomado por órde-nes mías, que por eso estaba en la rada y que de-ntro de poco verían la recompensa que había reci-bido su rebelde capitán, que estaba colgado delpalo mayor.

Les pregunté si tenían algo que alegar para queyo no ordenase su ejecución cómo piratas cogidosen el acto del delito, conforme con la autoridad queme había sido conferida.

Uno de ellos contestó, en nombre del resto, queno tenían nada que alegar, salvo que el capitán leshabía prometido perdonarles la vida cuando lostomó prisioneros, por lo que, humildemente, implo-raban mi clemencia. Les dije que no creía que debíatener ninguna clemencia con ellos pero que habíadecidido abandonar la isla con todos mis hombres yembarcarme con el capitán rumbo a Inglaterra. Co-mo el capitán no podía llevarlos a Inglaterra si noera encadenados como prisioneros para ser enjui-ciados por el motín y el hurto del barco, tan prontollegasen allí, serían condenados a la horca, comobien sabían. Les pregunté si estarían dispuestos aquedarse en la isla, lo cual me parecía lo rriejor para

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ellos, y les comuniqué que no me importaba que lohicieran, ya que yo tenía libertad de abandonarla.Puesto que me sentía inclinado a perdonarles lavida, si ellos pensaban que podían sobrevivir aquí,lo haría de grado.

Se mostraron muy agradecidos por esto y dijeronque preferían quedarse en la isla antes que serconducidos a Inglaterra para ser ahorcados, de mo-do que accedí en este tema.

No obstante, el capitán comenzó a presentar cier-tas objeciones, como si no se atreviese a dejarlosaquí. Me mostré un poco enfadado con el capitán yle dije que eran prisione ros míos y no suyos; quehabiéndoles perdonado, no podía faltar a mi pala-bra; que si no estaba de acuerdo con esto, lospondría en libertad, tal cual los había encontrado; yque si esto no le parecía bien, podía arrestarlos silograba capturarlos.

Ante esto, todos se mostraron muy agradecidos.En consecuencia, los puse en libertad y les dije quese retiraran al lugar del bosque de donde habíanvenido y que yo les daría armas, municiones e ins-trucciones para vivir cómodamente, si esto les pa-recía bien.

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Entonces, comencé a prepararme para subir abordo del barco. Le dije al capitán que deseabapasar la noche en la isla para arreglar mis cosaspero deseaba que él permane ciera en el barco,para mantener el orden y, al día siguiente, me en-viara una chalupa. Mientras tanto, debía colgar alcapitán rebelde del palo mayor para que los hom-bres pudieran verlo.

Cuando el capitán se hubo marchado, hice venir aesos hombres a mi vivienda y entablé con ellos unaconversación muy seria sobre su situación. Les dijeque, según mi criterio, habían tomado la decisióncorrecta porque, si el capitán los llevaba, sin dudaserían ahorcados. Les mostré al capitán rebeldecolgado del palo mayor del barco y les aseguré queno podían esperar nada mejor.

Después de cerciorarme de que estaban dispues-tos a quedarse en la isla, les dije que deseaba con-tarles la historia de mi vida en aquel lugar, a fin defacilitarles un poco las co sas. Por consiguiente, leshice una detallada descripción del lugar y de millegada. Les mostré mis fortificaciones, la forma enque hacía mi pan, sembraba mi grano y secaba misuvas; en pocas palabras, todo lo necesario para queestuvieran cómodos. También les conté la historia

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de los dieciséis españoles, por cuyo regreso está-bamos aguardando y les dejé una carta, haciéndo-les prometer que lo compartirían todo con ellos.

Les dejé mis armas, a saber: cinco mosquetes,tres escopetas de caza y tres espadas. Aún teníamás de un barril y medio de pólvora, pues, despuésdel segundo año, utilicé muy poca y no desperdiciéninguna. Les hice una descripción del modo en quecuidaba las cabras y les di instrucciones para or-deñarlas y alimentarlas y para hacer mantequilla yqueso.

En pocas palabras, les conté todos los detalles demi historia y les dije que le pediría al capitán que lesdejara otros dos barriles de pólvora y algunas semi-llas, las cuales en otro momento me habría gustadomucho tener. También les di la bolsa de guisantesque el capitán me había regalado y les aconsejéque los sembraran y los cultivaran.

Habiendo hecho todo esto, al día siguiente losabandoné y subí a bordo del barco. Nos prepara-mos inmediatamente para zarpar pero no levamosanclas esa noche. A la mañana siguiente, dos de loscinco hombres que se habían quedado llegaron anado hasta el barco, quejándose lastimosamente delos otros tres y suplicando por Dios, que los llevá-

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ramos en el barco, pues, de lo contrario, serían ase-sinados. Le rogaron al capitán que los dejase subira bordo aunque solo fuese para colgarlos inmedia-tamente.

El capitán dijo que no podía hacer nada sin miconsentimiento y después de algunos inconvenien-tes y solemnes promesas de enmienda, se les per-mitió subir a bordo y se les azotó fuertemente, des-pués de lo cual se comportaron como hombreshonestos y tranquilos.

Tras de esto, con la marea alta, una de las chalu-pas fue enviada a la orilla con las cosas que leshabía prometido a los hombres, a lo cual, por inter-cesión mía, el capitán agre gó sus cofres y algunasropas, que recibieron con sumo agrado. Además,para animarlos, les dije que, si en el camino encon-traba algún navío que pudiera recogerlos, no meolvidaría de ellos.

Al abandonar la isla, traje conmigo algunas reli-quias como el gran gorro de piel de cabra que mehabía confeccionado, la sombrilla y el loro. Tambiéntraje el dinero, del que hablé al principio, que, comohabía estado guardado durante tanto tiempo, sehabía oxidado y ennegrecido y apenas habría podi-do pasar por plata, si antes no lo hubiese limpiado y

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pulido. Traje, además, el dinero que había en-contrado en el naufragio del barco español.

Y fue así como abandoné la isla el 19 de diciem-bre de 1686, según los cálculos que hice en el bar-co, después de haber vivido en ella veintiocho años,dos meses y diecinueve días. De este segundo cau-tiverio fui liberado el mismo día del mes que habíaescapado por primera vez de los moros de Salé enuna piragua.

Al cabo de un largo viaje, llegamos a Inglaterra el11 de junto de 1687, después de treinta y cincoaños de ausencia. Cuando llegue a Inglaterra era unperfecto desconocido, como si nunca hubiese vividoallí. Mi benefactora y fiel tesorera, a quien habíaencomendado todo mi dinero, estaba viva pero hab-ía padecido muchas desgracias. Había enviudadopor segunda vez y vivía en la pobreza. La tranquilicerespecto a lo que me debía y le aseguré que no lecausaría ninguna molestia, sino al contrario, enagradecimiento por sus pasadas atenciones y sulealtad, la ayudaría en la medida que me lo permitie-ra mi pequeña fortuna, lo cual no implicaba quepudiese hacer gran cosa por ella. No obstante, lejuré que nunca olvidaría su antiguo afecto por mí y

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así lo hice cuando estuve en condiciones de ayudar-la, cómo se verá en su momento.

Me dirigí a Yorkshire; pero mi padre, mi madre y elrestó de mi familia había muerto, excepto dos her-manas y dos hijos de uno de mis hermanos. Cómono habían tenido noticias mías, después de tantosaños, me, creían muerto y no me habían guardadonada de la herencia. En pocas palabras, no en-contré apoyo ni auxilio y el pequeño capital quetenía, no era suficiente para establecerme,

No obstante, recibí una muestra de agradecimien-to que no esperaba. El capitán del barco, al quehabía salvado felizmente junto con el navío y todosu cargamento, les contó a sus propietarios, con lujode detalles, la extraordinaria forma en que yo habíasalvado sus bienes. Estos. me invitaron á reunirmecon ellos y con otros mercaderes interesados y,después de muchos agradecimientos por lo quehabía hecho, me obsequiaron con casi doscientaslibras esterlinas.

Me puse a reflexionar en las circunstancias de mivida y en lo poco que tenía para establecerme en elmundo. Entonces decidí viajar a Lisboa para ver sipodía obtener al guna información sobre mi planta-ción en Brasil y enterarme de lo que había sido de

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mi socio, que al cabo de tantos años, me habríadado por muerto.

Con está idea, me embarqué rumbo a Lisboa, adonde llegué en abril del año siguiente. Mi siervoViernes me acompañaba fielmente en todas estasandanzas y demostró ser el servidor más leal delmundo en todo momento.

Cuando llegué a Lisboa, y después de hacer al-gunas averiguaciones, encontré a mi viejo amigo, elcapitán del barco que me rescató la primera vez enlas costas de África. Ahora era un anciano y habíaabandonado el mar, dejando a su hijo, que ya noera un jovenzuelo, á cargo del barco con el que aúntraficaba en Brasil. El viejo no me reconoció y enverdad, tampoco yo pude reconocerlo pero inmedia-tamente lo recordé, así como él me recordó a mícuándo le dije quién era.

Después de algunas expresiones de mutuo afec-to, le pregunté, como era de esperarse, por mi plan-tación y mi socio. El viejo me dijo que no había via-jado a Brasil en nue ve años pero podía asegurarmeque la última vez que había estado allí, vio a misocio con vida, aunque aquellos a los que habíadejado a cargo de administrar mis intereses habíanmuerto. No obstante, suponía que podía recibir

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cuenta exacta de mi plantación pues, creyéndomemuerto, mis administradores habían dado relaciónde la producción de mi parte al procurador fiscal,que tomaría posesión de ella, en caso de que yo novolviera nunca a reclamarla, dándole una terceraparte al rey y las otras dos terceras partes al monas-terio de San Agustín, para ayudar a los pobres y a laconversión de los indios al catolicismo. Mas, si yo lareclamaba o alguien en mi nombre lo hacía, se merestituiría completamente con excepción de los in-tereses o rentas anuales, que estaban destinadospara la caridad y no podían ser reembolsados. Measeguró que tanto el intendente del rey (de sus tie-rras) como el proveedor o encargado del monaste-rio, se habían ocupado de que el titular, es decir, misocio, les rindiera cuentas anualmente de los bene-ficios de la plantación, de la cual había apartado,con escrupuloso celo, la mitad que me correspon-día.

Le pregunté si sabía cuánto había crecido mi plan-tación, si le parecía que valía la pena reclamarla osi, por el contrario, solo encontraría obstáculos pararecuperar lo que justamente me correspondía.

Me dijo que no podía decirme con exactitud cuán-to había crecido mi plantación pero sabía con certe-

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za que mi socio se había hecho muy rico, con solola mitad y que, según creía recordar, la tercera partedel rey, que, al parecer, le había sido otorgada aotro monasterio o comunidad religiosa, producíaunos doscientos moidores al año. En cuanto a laposibilidad de recuperar mis derechos sobre la plan-tación, estaba seguro de que lo conseguiría pues misocio, que aún vivía, podía dar fe de mis títulos, queestaban inscritos a mi nombre en el catastro de lospropietarios del país. También me dijo que los suce-sores de mis dos administradores eran gente hon-rada y muy rica y que, según pensaba, no solo meayudarían a recuperar mis posesiones sino que,además, me entregarían una considerable cantidadde dinero por los beneficios producidos en mi plan-tación durante el tiempo que sus padres la habíanadministrado antes de la cesión, que debieron serunos doce años.

Me mostré un poco preocupado e inquieto anteeste relato y le pregunté al viejo capitán por qué misadministradores habían dispuesto en esa forma demis bienes, cuando él sabía que yo había dejado untestamento, que lo declaraba a él, el capitán portu-gués, mi heredero universal.

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Me respondió que aquello era cierto pero que, noestando lo suficientemente seguro de mi muerte, nopodía actuar como ejecutor testamentario hasta quetuviese una prueba fehaciente de ella. Además, nohabía querido inmiscuirse en un asunto que estabaen un lugar tan remoto. No obstante, había registra-do el testamento, haciendo constar sus derechos y,en caso de haber sabido con certeza que habíamuerto, hubiese actuado por medio de un procura-dor para tomar posesión del ingenio, como llamabana las haciendas azucareras, y le habría dado a suhijo, que ahora se hallaba en Brasil, poder parahacerlo.

-Pero -agregó el anciano-, tengo que daros otranoticia que quizás no sea tan agradable como lasotras y es que, creyéndoos muerto, vuestro socio ysus administradores se ofrecieron a pagarme, envuestro nombre, los beneficios de los primeros seisu ocho años, los cuales recibí. Mas, como en aquelmomento se hicieron grandes gastos para aumentarla producción, construir un ingenio y comprar es-clavos, la ganancia no fue tan elevada como des-pués. Debo, daros, empero, cuenta precisa de todolo que he recibido y de la forma en que he dispuestode ello.

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Al cabo de varios días de conversaciones con es-te viejo amigo, me trajo la cuenta de los pagos porlos primeros seis años de ingresos de la plantación,firmada por mi socio y los administradores, quesiempre se efectuó en especias tales como rollos detabaco, toneles de azúcar, ron, melaza, etc., queson los bienes que produce una plantación de azú-car. Por esta cuenta, descubrí que los ingresos au-mentaban considerablemente por año aunque,según se ha dicho, como el desembolso inicial fuegrande, las primeras cuentas eran bajas. No obstan-te, el anciano me dijo que me debía cuatrocientossetenta moidores de oro, aparte de sesenta tonelesde azúcar y quince rollos dobles de tabaco, que sehabían perdido en un naufragio que sufrió en elcamino de vuelta a Lisboa hacía once años.

El buen hombre comenzó entonces a lamentarsede sus desgracias, que lo habían forzado a utilizarmi dinero para cubrir sus pérdidas y comprar unaparticipación en un nuevo navío.

-Empero, mi viejo amigo -dijo el anciano-, no care-ceréis de recursos y tan pronto regrese mi hijo, que-daréis plenamente satisfecho.

Diciendo esto, sacó una vieja bolsa y me entregó,a modo de garantía, ciento sesenta y seis moidores

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de oro portugueses y los títulos de derechos sobreel navío en el que había ido su hijo a Brasil, del cualposeía una cuarta parte de las participaciones y suhijo, una más.

Me sentí tan conmovido por la honestidad y laamabilidad del pobre viejo, que no pude resistirlo y,recordando todo lo que había hecho por mí cuandome rescató del mar, su trato generoso y, sobre todo,su sinceridad en este momento, apenas podía con-tener las lágrimas ante sus palabras. Por tanto, lepregunté, en primer lugar, si sus circunstancias lepermitían prescindir de tanto dinero de una vez sinque se viese perjudicado. Me contestó que le que-brantaría un poco pero que el dinero era mío y, po-siblemente, lo necesitaría más que él.

Todas las palabras del pobre hombre estaban tancarga= das de afecto, que yo apenas podía conte-ner las lágrimas, Resumiendo, tomé cien moidores yle pedí una pluma y tin ta para firmar un recibo. Ledevolví el resto y le dije que si algún día recuperabala plantación, se lo devolvería, como en efecto, hicedespués. Respecto a los títulos de derechos sobreel navío; no podía aceptarlos bajo ninguna circuns-tancia pues, si alguna vez necesitaba el dinero,sabía que él era lo suficientemente honrado como

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para pagármelo y si, por el contrario, recuperaba loque él me había dado esperanzas de recuperar,jamás le pediría un centavo.

Entonces, el anciano me preguntó si podía haceralgo para ayudarme a reclamar mi plantación. Ledije que pensaba ir personalmente. Me respondióque le parecía razonable pero que no había necesi-dad de que hiciera un viaje tan largo para reclamarmis derechos y recuperar mis ganancias. Comohabía muchos barcos en el río de Lisboa, listos parazarpar hacia Brasil, inmediatamente me hizo escribirmi nombre en un registro público, junto con unadeclaración jurada que aseguraba que yo estabavivo y era la misma persona que había comprado latierra para cultivar dicha plantación.

Regularizamos la declaración ante un notario yme recomendó agregar un poder legalizado y en-viarlo todo con una carta, de su puño y letra, a uncomerciante conocido suyo, que vivía allí. Despuésme propuso que me hospedara en su casa hastatanto llegase la respuesta.

Jamás se realizó trámite más honorable que este,pues, en menos de siete meses, me llegó un paque-te de parte de los herederos de mis difuntos admi-nistradores, por cuenta de quienes me había em-

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barcado, que contenía los siguientes documentos ycartas:

En primer lugar, el informe de la producción de mihacienda o plantación durante los seis años que suspadres habían saldado con mi viejo capitán portu-gués. El balance daba un beneficio de mil cientosetenta y cuatro moidores a mi favor.

En segundo lugar, el informe de los cuatro añossiguientes, durante los cuales, los bienes habíanpermanecido en su poder antes de que el gobiernoreclamase su administra ción, por ser los bienes deuna persona desaparecida; lo que ellos llamaban,muerte civil. Dado el aumento en el valor de la plan-tación, el balance de dicha cuenta era de treinta yocho mil ochocientos noventa y dos cruzeiros, queequivalen a tres mil doscientos cuarenta y un moido-res.

En tercer lugar, el informe del prior de los agusti-nos que había recibido los beneficios de mis rentasdurante más de catorce años. No teniendo que re-embolsar lo que había sido utilizado a favor del hos-pital, honestamente declaraba que aún le quedabansin distribuir ochocientos setenta y dos moidoresque me pertenecían. De la parte del rey, nada mefue reembolsado.

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Había, además, una carta de mi socio en la queme felicitaba muy afectuosamente por estar vivo yme informaba del desarrollo de la plantación, losbeneficios anuales, su ex tensión en acres cuadra-dos y los esclavos que trabajaban en ella. Al final dela carta, había trazado veintidós cruces como seña-les de bendición que correspondían a los veintidósAve Marías que había rezado a la Virgen porhaberme rescatado con vida. Me invitaba a quefuera personalmente a tomar posesión de mi pro-piedad o que, al menos, le dijera a quién entregarlemis efectos si no lo hacía. Finalmente, me enviabamuchos saludos afectuosos de su parte y de sufamilia y un regalo: siete hermosas pieles de leopar-do, que, sin duda, había recibido de África, en algúnbarco fletado por él y que, al parecer, habían hechoun mejor viaje que el mío. Me mandó, además, cin-co cajas de excelentes confituras y un centenar depiezas de oro sin acuñar, un poco más pequeñasque los moidores.

En el mismo barco llegaron, por parte de mis ad-ministradores, mis doscientas cajas de azúcar,ochocientos rollos de tabaco y el resto de la cuentaen oro.

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Podría decirse que el final de la historia de Job fuemejor que el principio. Resulta imposible explicar miemoción cuando leí aquellas cartas y, en especial,cuando me vi ro deado de toda mi fortuna y, dadoque los navíos brasileños navegan en flotas, losmismos barcos que me trajeron las cartas, trajeronmis bienes, que estaban a salvo en el río antes deque las cartas llegaran a mis manos. En pocas pala-bras, me puse pálido, me mareé y si el anciano nome hubiese traído un poco de licor, con toda certezahabría caído muerto de la emoción en el acto.

Incluso, al cabo de unas horas, seguía sintiéndo-me mal y llamaron a un médico que, conociendo enparte la causa real de mi malestar, me prescribióuna sangría, luego de la cual, comencé a recupe-rarme y a sentirme mejor. Creo que si no hubiesesido por el alivio que me causó esto, habría muerto.De pronto, me había convertido en dueño de casicinco mil libras esterlinas en moneda y tenía lo quepodría llamarse un estado en Brasil, que me dejabauna renta de mil libras al año y era tan seguro comocualquier estado en Inglaterra. En pocas palabras,me hallaba en una situación que apenas podíacomprender ni sabía cómo disfrutar.

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Lo primero que hice fue recompensar a mi antiguobenefactor, mi viejo y buen capitán, que había sidocaritativo conmigo en mi desesperación, amable alprincipio y honesto al final. Le mostré todo lo quehabía recibido y le dije que, después de la Provi-dencia celestial, que dispone todas las cosas, todose lo debía a él. Ahora me correspondía a mí darleuna recompensa, que sería cien veces mayor que loque me había dado. Primero le entregué los cienmoidores que había recibido de él. Entonces, hicellamar a un notario y le ordené que redactara undescargo, lo más clara y detalladamente posible,por los cuatrocientos setenta moidores que me deb-ía, según lo había reconocido. A continuación, diuna orden para que se le entregara un poder comorecaudador de las rentas anuales de mi plantación,indicándole a mi socio que llegara a un acuerdo conel viejo capitán para que le enviase por barco, a minombre, lo producido. En la última cláusula, ordenéque se le pagara una renta anual de cien moidores yotra de cincuenta moidores anuales a su hijo. Deesta forma, recompensé a mi viejo amigo.

Ahora tenía que decidir qué rumbo tomar y quéhacer con el estado que la Providencia había puestoen mis manos. En realidad, en este momento eranmuchas más las preocupaciones que cuando lleva-

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ba una vida solitaria en la isla, donde no deseabanada que no tuviese ni tenía nada que no desease.Ahora, en cambio, tenía un gran peso sobre loshombros y mi problema era buscar la forma de ase-gurarlo. No disponía de una cueva donde escondermi dinero ni un lugar donde pudiera dejarlo sin llaveo cerrojo para que se enmoheciera antes de quealguien pudiera utilizarlo. Todo lo contrario, ahora nosabía dónde ponerlo ni a quién confiárselo. Mi viejopatrón, el capitán, era un hombre honesto y el únicorefugio que tenía.

En segundo lugar, mis intereses en Brasil parec-ían reclamar mi presencia pero no podía ni pensaren marcharme antes de haber arreglado todos misasuntos y dejado mis bienes en buenas manos. Alprincipio, pensé en mi vieja amiga, la viuda, quesiempre había sido honesta conmigo y seguiríasiéndolo. Mas, estaba entrada en años, pobre y,según me parecía, endeudada. No me quedaba otraalternativa que regresar a Inglaterra llevando misriquezas conmigo.

No obstante, tardé unos meses en resolver esteasunto y, habiendo recompensado plenamente y asu entera satisfacción a mi capitán, mi antiguo bene-factor, comencé a pensar en la pobre viuda, cuyo

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marido había sido mi primer protector. Incluso ella,mientras pudo, había sido una leal administradora yconsejera. Así, pues, le pedí a un mercader de Lis-boa que le escribiera una carta a su corresponsal enLondres, indicándole que, no solo le entregase unaletra a aquella mujer, sino que, además, le diesecien libras en moneda y la visitase y consolase ensu pobreza, asegurándole que yo la ayudaría mien-tras viviese. Al mismo tiempo, le envié cien libras acada una de mis hermanas, que vivían en el campo,pues, aunque no padecían necesidades, tampocovivían en las mejores condiciones; una se habíacasado y enviudado y la otra tenía un marido que noera tan generoso con ella como debía.

Sin embargo, no hallaba entre todos mis amigos yconocidos alguien a quien confiarle el grueso de misbienes, a fin de poder viajar a Brasil, dejando todoasegurado. Esto me producía una gran perplejidad.

Alguna vez había pensado viajar a Brasil y esta-blecerme allí, pues estaba, como quien dice, acos-tumbrado a aquella región. Pero tenía ciertos escrú-pulos religiosos que irracio nalmente me disuadíande hacerlo, a los cuales haré referencia. En reali-dad, no era la religión lo que me detenía, pues si nohabía tenido reparos en profesar abiertamente la

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religión del país mientras vivía allí, no iba a tenerlosen estos momentos. Simplemente, ahora pensabamás en dichos asuntos que antes y, cuando imagi-naba vivir y morir allí, me arrepentía de haber sidopapista, pues tenía la convicción de que esta no erala mejor religión para bien morir.

No obstante, como he dicho, este no era el mayorinconveniente para viajar a Brasil, sino el no saber aquién confiarle mis bienes. Finalmente, resolví viajarcon todas mis pertenencias a Inglaterra, donde es-peraba encontrar algún amigo o pariente en quienpudiese confiar. Así, pues, me preparé para viajar ami país con toda mi fortuna.

A fin de preparar las cosas para mi viaje a casa, ypuesto que la flota estaba a punto de zarpar rumboa Brasil, decidí responder a los informes tan preci-sos y fieles que había recibido. En primer lugar, leescribí una carta de agradecimiento al prior de SanAgustín por su justa administración y le ofrecí losochocientos setenta y dos moidores de los que aúnno había dispuesto para que los distribuyera de lasiguiente forma: quinientos para el monasterio ytrescientos setenta y dos para los pobres, según loestimara conveniente. Aparte de esto, le expresé

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mis deseos de contar con las oraciones de los bue-nos padres.

Luego le escribí una carta a mis dos administrado-res, reconociendo plenamente su justicia y honesti-dad. En cuanto a enviarles algún regalo, estabanmás allá de cualquier necesidad.

Por último, le escribí a mi socio, agradeciéndolesu diligencia en el mejoramiento de mi plantación ysu integridad en el aumento de la producción. Le diinstrucciones para el futuro gobierno de mi partesegún los poderes que le había dejado a mi antiguopatrón, a quien deseaba que se le enviase todo loque se me adeudaba, hasta nuevo aviso y le ase-guré que, no solo iría a verlo, sino a establecermeallí por el resto de mi vida. A esto añadí unas her-mosas sedas italianas para su mujer y sus dos hijas,pues el hijo del capitán me había hablado de sufamilia, y dos piezas del mejor paño inglés que pudeencontrar en Lisboa, cinco piezas de frisa negra yalgunas puntillas de Flandes de mucho valor.

Tras poner en orden mis negocios y convertir misbienes en buenas letras de cambio, aún me faltabadecidir cómo llegar a Inglaterra. -Me había acostum-brado al mar pero, esta vez, sentía cierto recelo deregresar a Inglaterra por barco y, aunque no era

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capaz de explicar el porqué, la aversión fue aumen-tando de tal modo, que no una, sino dos o tres ve-ces, cambié de parecer e hice desembarcar mi equi-paje.

La verdad es que había sido muy desafortunadoen el mar y, tal vez, esta era una de las razones.Pero en circunstancias como la mía, ningún hombredebería desdeñar los impulsos de sus pensamientosmás profundos. Dos de los barcos que había esco-gido para viajar -y digo dos porque a uno de elloshice conducir mis pertenencias y, en el otro, inclusollegué a apalabrar el viaje con el capitán-, sufrieronterribles percances. Uno de ellos fue tomado por losargelinos y el otro naufragó en Start, cerca de Tor-bay y todos los que iban a bordo murieron, exceptotres hombres. Así, pues, en cualquiera de estosnavíos, hubiese padecido miserias y sería difícildecir en cuál hubieran sido peores.

Acosado por estos pensamientos, mi antiguopatrón, a quien le contaba todo lo que me sucedía,me recomendó encarecidamente que no fuera pormar sino por tierra hasta La Coruña, que atravesarala bahía de Vizcaya hasta La Rochelle, que siguierapor tierra hasta París, que era un viaje seguro y fácilde hacer y, de ahí pasara a Calais y Dover. Tam-

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bién podía llegar hasta Madrid y hacer el viaje portierra hasta Francia.

En pocas palabras, estaba tan predispuesto con-tra el mar, que decidí hacer todo el trayecto portierra, con la excepción del paso de Calais a Dover.Como no tenía prisa ni me importaban los gastos,realmente era la forma más placentera de hacer elviaje. Y, para hacerlo más agradable, mi viejo ca-pitán me presentó a un caballero inglés, hijo de uncomerciante de Lisboa, que estaba dispuesto a via-jar conmigo. Más tarde, se nos unieron dos merca-deres ingleses y dos jóvenes caballeros portugue-ses, que solo viajaban hasta París. En total éramosseis y cinco criados; los dos mercaderes ingleses ylos dos jóvenes portugueses se contentaron con uncriado por pareja, a fin de ahorrar en los gastos, yyo llevaba a un marinero inglés para que me sirvie-ra, aparte de mi siervo Viernes, que por ser extran-jero, no estaba capacitado para servirme en el ca-mino.

De este modo, salí de Lisboa y, como estábamostodos bien montados y armados, formábamos unapequeña tropa, de la cual tuve el honor de ser de-signado capitán, no solo por ser el mayor, sino por-que tenía dos criados y era el promotor del viaje.

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Así como no he querido aburriros con mi diario demar, tampoco quisiera hacerlo con el de tierra, aun-que durante este largo y difícil trayecto, nos aconte-cieron algunas aventuras que no debo omitir.

Cuando llegamos a Madrid, siendo todos extranje-ros en España, decidimos quedarnos algún tiempopara ver las cortes de España y todo aquello quefuese digno de verse. Como estábamos a finales delverano, decidimos apresurarnos y salimos de Ma-drid hacia mediados de octubre. En la frontera conNavarra, en varios pueblos nos dijeron que habíacaído tal cantidad de nieve en el lado francés de lasmontañas, que muchos viajeros se habían vistoobligados a regresar a Pamplona, después de haberintentado proseguir su camino con grandes riesgos.

Cuando llegamos a Pamplona, confirmamos loque nos habían dicho. A mí, que siempre habíavivido en un clima cálido, en el cual apenas podíatolerar las ropas, el frío se me hacía insoportable.En realidad, a todos nos resultaba más penoso quesorprendente sentir el viento de los Pirineos, tan fríoe intolerable, que amenazaba con congelarnos lasmanos y los pies; sobre todo, cuando hacía apenasdiez días que habíamos salido de Castilla la Vieja,donde no solo hacía buen tiempo, sino calor.

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El pobre Viernes se asustó verdaderamentecuando vio aquellas montañas, cubiertas de nieve ysintió el frío, pues eran cosas que jamás había vistoni sentido en su vida.

Para empeorar las cosas, cuando llegamos aPamplona, siguió nevando con tanta violencia eintensidad, que la gente decía que el invierno sehabía adelantado. Los caminos, que de por sí erandifíciles, se volvieron intransitables. En pocas pala-bras, la nieve era tan densa en ciertos lugares, queresultaba imposible pasar y, como no se había en-durecido, como en los países septentrionales, secorría el riesgo de morir enterrado en vida a cadapaso. Permanecimos no menos de veinte días enPamplona, donde advertimos que se aproximaba elinvierno y que el tiempo no iba a mejorar, pues setrataba del invierno más severo que podía recordar-se en toda Europa. Propuse que fuésemos a Fuen-terrabía y de allí, tomásemos el barco para Burdeos,que solo era una travesía corta por mar.

Mas, mientras deliberábamos sobre esta posibili-dad, llegaron cuatro caballeros franceses que sehabían visto obligados a detenerse en el ladofrancés, como nos había ocurrido a nosotros en ellado español. En el camino, habían dado con un

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guía, con el que, atravesando la región cercana aLanguedoc, habían cruzado las montañas por sen-deros en los que la nieve no resultaba demasiadoincómoda. A pesar de que habían encontrado mu-cha nieve en el camino, según decían, estaba losuficientemente dura como para soportar su peso yel de sus caballos.

Fuimos a buscar al guía, que se comprometió allevarnos por el mismo camino sin peligro de la nie-ve, contando con que fuésemos bien armados paraprotegernos de los anima les salvajes, pues, segúnnos dijo, no era extraño encontrar lobos hambrien-tos y rabiosos al pie de las montañas cuando caíauna gran nevada. Le dijimos que íbamos bien arma-dos para enfrentarnos a semejantes criaturas perodebía asegurarnos que él nos protegería de unaespecie de lobos de dos piernas, que, según noshabían dicho, rondaban por el lado francés de lasmontañas y eran harto peligrosos.

Nos aseguró que en ese sentido no teníamos na-da que temer, en el camino por el que nos iba allevar. Inmediatamente acordamos seguirlo y lomismo hicieron otros doce caballeros, con sus sir-vientes, franceses y españoles, que, como he dicho,se habían visto obligados a retroceder.

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Así, pues, salimos de Pamplona con nuestro guíael 15 de noviembre. Me llamó la atención que, enlugar de conducirnos hacia delante, nos hiciera re-troceder cerca de veinte millas por el mismo caminoque habíamos recorrido al salir de Madrid. Despuésde cruzar dos ríos y llegar a la llanura, nos encon-tramos nuevamente un clima templado y un paisajeagradable sin nada de nieve. Mas nuestro guía,girando súbitamente a la izquierda, nos condujohacia las montañas por otra ruta. Y, aunque losmontes y los precipicios nos parecían aterradores,nos hizo dar tantas vueltas, serpentear y recorrercaminos tan tortuosos, que sin apenas advertirlo,cruzamos las elevadas montañas, sin que la nievenos importunase. De pronto, nos señaló las agrada-bles y fértiles regiones de Languedoc y Gascuña,que estaban verdes y florecidas. No obstante, noshallábamos a gran distancia de ellas y aún nos que-daba un camino difícil por recorrer.

Nos intranquilizamos un poco cuando vimos quenevó todo un día y una noche, con tanta fuerza queno pudimos seguir. El guía nos dijo que nos tranqui-lizáramos porque en poco tiempo saldríamos deesto y, en efecto, a medida que íbamos bajando,podíamos ver que nos dirigíamos cada vez más

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hacia el norte. Por lo tanto, proseguimos el caminoconfiados en nuestro guía.

Dos horas antes de que cayera la noche, nuestroguía iba a tal distancia delante de nosotros que nopodíamos verlo. De repente, tres monstruosos lobosy, tras ellos, un oso, saltaron desde una zanja quese prolongaba hacia un bosque muy frondoso. Dosde los lobos se precipitaron sobre él, que si sehubiese encontrado más lejos de nosotros habríasido devorado sin que pudiésemos socorrerlo. Unode ellos se lanzó sobre su caballo y el otro lo atacócon tanta violencia que no tuvo tiempo ni tino parautilizar sus armas, limitándose tan solo a gritar contodas sus fuerzas. Le ordené a mi siervo Viernes,que estaba a mi lado, que fuera a galope para verqué ocurría. Tan pronto divisó al hombre, comenzóa gritar con tanta fuerza como aquél:

-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! -y valientemente galopóhasta donde estaba el pobre hombre y le disparó enla cabeza al lobo que estaba atacándolo.

Por suerte para el pobre hombre, fue mi siervoViernes el que acudió a socorrerlo, pues estabaacostumbrado a ver animales de este tipo en supaís, por lo que se acercó sin miedo y disparó conpuntería. Otro, tal vez, habría disparado de lejos, a

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riesgo de no herir al lobo sino al hombre. Pero inclu-so alguien más valiente que yo se habría asustadoante esto, como en efecto sucedió, pues toda lacompañía se inquietó cuando, después del disparode Viernes, comenzamos a oír por todas partesunos tremebundos aullidos que, redoblados por eleco de las montañas, parecían provenir de una des-comunal jauría de lobos. Lo más probable es que nofueran pocos, por lo que nuestros temores estabanjustificados.

No obstante, cuando Viernes mató al lobo, el otro,que se había lanzado sobre el caballo, abandonó supresa de inmediato y huyó. Por suerte, se habíaabalanzado sobre la cabeza del caballo y sus fau-ces se habían enganchado en las bridas, de maneraque no le hizo demasiado daño. El hombre, encambio, estaba gravemente herido, pues el furiosoanimal lo había mordido dos veces en el brazo yotra en la pierna, por encima de la rodilla, y estaba apunto de ser derribado del pobre caballo espantadocuando Viernes le disparó al lobo.

Es fácil suponer que, al sonido del disparo deViernes, apuramos el paso por el camino (que erabastante tortuoso) para ver qué ocurría. Apenaspasamos los árboles que nos entorpecían la vista,

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pudimos ver claramente lo que había ocurrido ycómo Viernes había salvado al pobre guía, aunqueno podíamos precisar qué tipo de animal había ma-tado.

Pero jamás se vio una lucha más feroz y sorpren-dente, que la que se produjo entre Viernes y el oso,que (después de tomarnos por sorpresa y asustar-nos) nos brindó un espec táculo inmejorable. El osoes una fiera lenta y pesada, por lo que no puedecorrer como el lobo, que, en cambio, es ágil y livia-no. Por esta razón, generalmente tiene dos patronesde acción. En primer lugar, el hombre no es su pre-sa habitual, y digo habitual porque nunca se sabequé puede hacer cuando está hambriento, como erael caso en este momento que todo el suelo estabacubierto de nieve. Digo, pues, que no suele atacar alhombre, a menos que este lo ataque primero; todolo contrario, cuando alguien se encuentra con unoso en el bosque, si no lo provoca, él no le haránada; pero hay que ser muy cuidadoso y cederle elcamino pues es un caballero muy quisquilloso queno desviará su ruta ni ante un príncipe. Más aún, sise le tiene miedo, lo más conveniente es mirar haciaotro lado y proseguir la marcha, pues si, por casua-lidad, uno se detiene y lo mira fijamente, lo conside-rará una ofensa. Si, desgraciadamente, se le arroja

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cualquier cosa que tan solo lo roce, aunque sea unarama más delgada que un dedo, se sentirá ultrajadoy abandonará todo lo que esté haciendo para ven-garse, pues querrá resarcir su honra en el acto. Estaes su primera característica. La segunda es que, sile ofendes una vez, te perseguirá día y noche sintregua hasta vengarse de ti.

Mi siervo Viernes había salvado a nuestro guía y,cuando finalmente llegamos hasta él, lo estaba ayu-dando a bajar del caballo, pues el hombre estabaherido y asustado, tal vez lo segundo más que loprimero. De repente, advertimos que el oso másmonstruoso y descomunal del mundo, al menos elmás grande que jamás hubiera visto yo, salía delbosque. Nos quedamos sorprendidos ante su pre-sencia mas, cuando Viernes lo vio, se mostró cla-ramente alegre y arrojado.

-¡Oh, oh, oh! -dijo Viernes tres veces seguidas,apuntándolo con el dedo-. Amo, dame permiso. Ledoy la mano y te hago reír.

Me quedé perplejo de ver al muchacho tan ani-mado.

-¿Estás loco? -le pregunté-. Te va a devorar.

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-¿Devorar mí? ¿Devorar mí? -repitió Viernes-, yodevorar él. Yo hago reír. Todos se quedan aquí. Yohago reír.

Se sentó en el suelo, se quitó las botas rápida-mente y se puso un par de zapatos que llevaba enel bolso. Le entregó su caballo a mi otro criado y,armado con su fusil, salió corriendo como el viento.

El oso proseguía su camino tranquilamente, sinpensar en atacar a nadie, hasta que Viernes, yamuy cerca de él, se puso a llamarlo como si el ani-mal pudiese entenderlo.

-¡Oye, oye! ¡Hablo contigo!

Seguimos a Viernes a cierta distancia pues,habiendo descendido los montes gascones, noshallábamos en un valle despejado, en el que solohabía algunos árboles dispersos aquí y allá.

Viernes estaba, como he dicho, detrás del oso.Rápidamente, se llegó hacia donde estaba y, to-mando una piedra, se la lanzó, dándole en la cabe-za pero sin hacerle más daño que si la hubiese lan-zado contra una pared. No obstante, logró el efectodeseado, pues el muy bandido, sin el más mínimotemor, tan solo pretendía que el oso lo persiguierapara hacernos reír.

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Tan pronto sintió la pedrada y lo vio, el oso se diola vuelta y comenzó a perseguirlo con unas zanca-das largas y diabólicas, moviéndose irregularmente,a la velocidad del trote de un caballo. Viernes co-menzó a correr y se encaminó hacia nosotros, comopidiendo socorro, así que decidimos dispararle aloso todos a la vez, para salvar a mi siervo. Yo esta-ba furioso con Viernes por haber atraído el osohacia nosotros, cuando el animal no tenía intencio-nes de atacarnos, y luego salir corriendo en otradirección. Le grité:

-Perro, ¿es esta tu manera de hacernos reír? ¡Venaquí y coge tu caballo para que podamos dispararleal oso!

Me oyó gritar y respondió:

-¡No dispares! ¡No dispares! Tranquilos. Se ríenmucho.

Por cada paso del oso, el ágil muchacho daba dosy, así, giró de repente muy cerca de nosotros y noshizo señas para que le siguiéramos. Viendo unenorme roble, como puesto allí para sus propósitos,se subió a él, dejando el fusil en el suelo a cinco oseis yardas de allí.

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Mientras nosotros los seguíamos a cierta distan-cia, el oso llegó al árbol rápidamente. Lo primeroque hizo fue acercarse al fusil y olisquearlo mas notardó en abandonar lo. Se agarró del tronco delárbol y comenzó a trepar como un gato, a pesar desu tamaño. Yo estaba perplejo ante la locura de misiervo y no veía el menor motivo de risa hasta queel oso se encaramó en el árbol.

Nos acercamos y vimos que Viernes había alcan-zado el extremo de una rama muy gruesa y el osohabía avanzado la mitad del camino hacia él. Cuan-do el oso llegó a la parte más delgada de la rama,nos gritó:

-¡Ah! Mirar que enseño oso a bailar.

Se puso a saltar y a sacudir la rama, ante lo cual,el oso se puso a temblar sin atreverse a avanzar ymirando hacia atrás para ver cómo regresar. Estoen verdad nos hizo reír a carcajadas. Pero aún nohabía terminado la broma. Cuando Viernes advirtióque se quedaba quieto, volvió a llamarlo como si eloso entendiese el inglés.

-¿No avanzas más? Te pido que acerques.

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Dejó de sacudir la rama y el oso, como si hubiesecomprendido, avanzó un poco más. Entonces co-menzó a saltar nuevamente y el oso se detuvo.

Pensamos que era un buen momento para dispa-rarle a la cabeza y le grité a Viernes que se estuvie-se quieto para que pudiésemos hacerlo. Mas nosrespondió enérgicamente:

-¡Oh, ruego! ¡Oh, ruego! No dispares. Yo disparoentonces.

Quería decir después. Pero, para hacer el cuentocorto, diré que Viernes bailoteaba de tal forma y eloso adoptaba unas posturas tan graciosas que nosreímos muchísimo. No obstante, todavía no sabía-mos cuál era su intención pues, primero pensamosque quería tirar abajo al animal pero el oso era muyastuto y se agarraba tan fuertemente a la rama parano caer, que no teníamos idea del modo en queacabaría la broma.

En el acto, Viernes nos sacó de dudas pues, ad-virtiendo que el oso se mantenía aferrado a la ramay no estaba dispuesto a avanzar, le dijo:

-Bien, tú no quieres venir cerca. Yo voy cerca. Túno vienes, yo voy.

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Entonces retrocedió hasta la parte más delgadade la rama, que se doblaría con su peso y, des-lizándose suavemente, se colgó de ella hasta quecasi tocó el suelo con los pies. Dio un pequeño saltoy corrió hasta su fusil. Lo preparó y se quedó quietoaguardando.

-Bien, Viernes -le pregunté-, ¿qué pretendeshacer ahora? ¿Por qué no le disparas?

-No disparar -me respondió-. No ahora. Si disparaahora no mata. Yo espero y hago más reír.

Y en efecto lo logró, pues el oso, al ver que su ad-versario huía, retrocedió y comenzó a bajar por larama, con mucho cuidado y mirando hacia atrás acada paso. Luego apo yó una de las patas traserasen el tronco, se agarró fuertemente y prosiguió sudescenso lentamente, apoyando solo una pata a lavez. En el preciso momento en que apoyó la prime-ra pata en el suelo, Viernes se acercó al animal, lepuso la punta del fusil en la oreja y le disparó,dejándolo muerto como una piedra.

Entonces, el muy bandido se volvió hacia nosotrospara ver si nos había hecho gracia y como vio queestábamos satisfechos, se echó a reír estrepitosa-mente y nos dijo:

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-Así nosotros matamos oso en mi país.

-¿Así los matáis? -le pregunté, pero si no tenéisfusiles.

-No -contestó-, no fusiles pero dispara flecha largamucha.

Esto nos divirtió mucho pero nos encontrábamosen un lugar desierto, nuestro guía estaba gravemen-te herido y no teníamos idea de lo que debíamoshacer. Los aullidos de los lobos aún resonaban enmi cabeza y, aparte del ruido que escuché una vezen las costas de África, del que ya he hablado,jamás había oído nada que me inspirara tanto te-mor.

Esto y la proximidad de la noche, nos alertó. Vier-nes nos sugirió que le quitásemos la piel a aquelmonstruoso animal, pues valía la pena conservarla,pero todavía nos quedaban tres leguas que recorrery el guía comenzaba a mostrarse impaciente. Lodejamos, pues, y proseguimos nuestro camino.

La tierra aún estaba cubierta de nieve, aunque yano tan espesa ni tan peligrosa como en los montes.Las jaurías de lobos salvajes, según nos enteramosdespués, habían des cendido al bosque y a las lla-nuras, acosados por el hambre, en busca de alimen-

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to. De este modo, causaron grandes estragos en lasaldeas, donde tomaron por sorpresa a los cam-pesinos y devoraron una gran cantidad de ovejas ycaballos e, incluso, algunas personas.

Aún teníamos que cruzar un tramo difícil, segúnnos informó nuestro guía, y si había lobos en laregión, seguro que los encontraríamos allí. Era unapequeña llanura, ro deada de bosques por todoslados, terminada en un largo y estrecho desfiladero,que teníamos que cruzar para poder atravesar elbosque y llegar al pueblo donde debíamos pasar lanoche.

Media hora antes de la puesta del sol, llegamos alprimer bosque y, al caer la noche, alcanzamos lapequeña llanura. Al principio, no nos topamos connada, excepto en un pequeño claro, que no tendríamás de un cuarto de milla de extensión, donde vi-mos cinco enormes lobos cruzando el camino, enfila y a gran velocidad, como si estuviesen persi-guiendo una presa. Ni siquiera advirtieron nuestrapresencia y pronto desaparecieron de nuestra vista.

Ante esto, nuestro guía, que dicho sea de pasoera un miserable cobarde, nos ordenó estar alertas,pues creía que vendrían más lobos.

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Preparamos nuestras armas y nos mantuvimos enguardia pero no volvimos a ver otro lobo hasta queatravesamos el bosque y llegamos a la llanura queestaba a media legua. Cuando llegamos a ella, pu-dimos ver claramente a nuestro alrededor. Lo prime-ro que nos encontramos fue un caballo muerto, esdecir, un pobre caballo que los lobos habían ma-tado. Había al menos una docena de ellos, royendolos huesos, pues ya se habían comido toda la carne.

No nos pareció prudente molestarlos en medio desu festín y tampoco ellos se fijaron mucho en noso-tros. Viernes hubiera querido dispararles pero se loprohibí ter minantemente, temiendo que la situaciónse nos fuera de las manos. No habíamos atravesa-do aún la mitad de la llanura cuando comenzamos aescuchar aullidos aterradores que provenían delbosque a nuestra izquierda. Al instante, vimos comoa cien lobos que se aproximaban a nosotros en fila,con algunos líderes en la delantera, como un ejérci-to guiado por oficiales expertos. Apenas si sabíaqué hacer para enfrentarnos a ellos pero me parecióque la mejor manera de hacerlo era formando unfrente cerrado, lo cual hicimos a toda velocidad.Como entre cada ráfaga de tiros no tendríamosmucho tiempo para recargar las armas, di órdenesde que solo disparase un hombre a la vez, mientras

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el resto se preparaba para la segunda descarga, encaso de que los lobos siguieran avanzando hacianosotros. Los primeros en disparar no debían demo-rarse en volver a cargar su armas, sino echar manode sus pistolas, pues todos llevábamos un fusil ydos pistolas. De esta forma, podíamos disparar seisveces utilizando tan sólo la mitad de las fuerzas. Noobstante, descubrimos que no teníamos por quépreocuparnos pues, al primer disparo, los lobos sedetuvieron en seco, asustados tanto por el fuegocomo por las explosiones. Cuatro de ellos murieronde sendos disparos en la cabeza y otros apenasfueron heridos pero salieron huyendo, dejando lasmanchas de su sangre en la nieve. Me di cuenta deque se detenían pero no se retiraban y, recordandoque una vez me habían dicho que nada ahuyentabaa las fieras como la voz humana, ordené a mi genteque gritara lo más fuertemente que pudiese. Com-probé que el consejo era acertado, pues, en el acto,los lobos comenzaron a retroceder y marcharse.Entonces, aprovechamos la oportunidad para dis-pararles nuevamente, lo que los obligó a huir y es-conderse en el bosque.

Esto nos permitió recargar las armas y, a fin de noperder tiempo, proseguimos nuestra marcha. Masno bien habíamos recargado nuestros fusiles y nos

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habíamos puesto en guardia, escuchamos un es-truendo en medio del bosque hacia nuestra izquier-da, un poco más adelante, en el mismo camino quedebíamos seguir.

La noche se aproximaba y la luz comenzaba amenguar, lo cual empeoraba las cosas. Como elruido aumentaba, nos dábamos cuenta de que setrataba de los aullidos de aquellas criaturas diabóli-cas. De pronto, vimos tres tropas de lobos, una anuestra izquierda, otra a nuestras espaldas y unatercera delante de nosotros, que nos rodeaban. Noobstante, no avanzaban en nuestra dirección y, portanto, seguimos el camino tan rápidamente comopodían nuestros caballos, es decir, a trote, pues elcamino era muy escabroso y no nos permitía ir másde prisa. De este modo, llegamos hasta la entradadel bosque por el que teníamos que cruzar, al finalde la llanura. Mas no bien comenzamos a acercar-nos a la senda, nos sorprendió una jauría de lobos,que aguardaba justo a la entrada.

De pronto, escuchamos un disparo que proveníade la otra entrada del bosque. Cuando miramos enesa dirección, vimos un caballo con su silla y susbridas, que corría como el viento, perseguido a todavelocidad por dieciséis o diecisiete lobos. Los lobos

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iban pisándole los cascos y el pobre animal, contoda seguridad, sería incapaz de aguantar un galo-pe tan veloz y, finalmente, los lobos lo alcanzarían ylo devorarían; como, en efecto, ocurrió.

Entonces vimos un espectáculo aterrador, puesen la entrada del bosque por la que había salidoaquel caballo, encontramos los restos de otro caba-llo y dos hombres que ha bían sido devorados porlos lobos. Sin duda, uno de ellos era quien habíadisparado porque, junto a su cuerpo, estaba el fusildescargado. La cabeza y la parte superior de sucuerpo, ya habían sido devoradas.

Esto nos dejó espantados y sin saber el rumboque debíamos tomar pero los lobos pusieron fin anuestras dudas, pues comenzaron a rodearnos,para atacarnos. Estoy segu ro de que serían más detrescientos lobos. Por suerte, a la salida del bosque,hallamos unos grandes árboles cortados el veranoanterior y, seguramente, dejados allí para ser trans-portados más tarde. Dirigí mi pequeño ejército haciaestos árboles y nos colocamos en línea detrás deuno de ellos. Les ordené desmontar y atrincherarsedetrás del tronco del árbol, formando un triángulopara poder atacar por tres frentes y mantener loscaballos en el centro.

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Así lo hicimos, e hicimos bien, pues jamás se hab-ía visto un ataque más feroz que el que nos hicieronaquellas criaturas en ese lugar. Avanzaron hacianosotros aullando y subie ron a los troncos que,como he dicho, nos servían de parapeto, como sifueran a atacar a una presa. Esta furia, al parecer,había sido ocasionada por la vista de los caballos,que estaban a nuestras espaldas y eran la presaque más les interesaba. Les ordené a mis hombresdisparar como lo habíamos hecho la vez anterior.Apuntaron tan bien, que mataron varios en la prime-ra descarga. Mas había que seguir disparando,pues avanzaban hacia nosotros como demonios ylos que estaban atrás empujaban a los de adelante.

Cuando disparamos por segunda vez, pensamosque se habían detenido un poco y que huirían, perono fue así, porque otros vinieron al ataque, de ma-nera que nos vimos obli gados a disparar nuestraspistolas dos veces más. Supongo que, en las cuatrodescargas, logramos matar a diecisiete o dieciochoy herir al doble, pero los animales volvían al ataqueuna y otra vez.

No quería gastar nuestro último disparo a la ligera,así que llamé a mi criado, no a Viernes, que ya es-taba lo suficientemente ocupado, pues con la mayor

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destreza imagina ble había recargado mi fusil y elsuyo mientras disparábamos, sino al otro criado, aquien le di un cuerno de pólvora y le ordené que laesparciera a lo largo del tronco más grueso. Así lohizo y, no bien había regresado, cuando los lobosse dispusieron a atacar por ese lado; algunos, inclu-so, llegaron a saltar sobre el tronco. Entonces,apuntando con la pistola sobre la pólvora esparcida,disparé. La pólvora se incendió y todos los que es-taban encima del tronco se quemaron y seis o sietecayeron, saltaron, más bien, por la intensidad delfuego. A estos los liquidamos en un momento y losdemás, se asustaron tanto con el resplandor de laexplosión, más intenso por la oscuridad de la noche,que se retiraron un poco.

Ordené disparar el último tiro de nuestras pistolas,después del cual, nos pusimos a gritar. Ante esto,los lobos dieron la vuelta y nosotros nos lanzamossobre casi veinte de ellos que estaban heridos en elsuelo. Los acuchillamos con nuestras espadas yobtuvimos el resultado que esperábamos pues, elresto de ellos, al oír sus lamentos y aullidos, huye-ron a toda prisa y nos dejaron en paz.

En total, matamos a unos sesenta lobos y, sihubiera sido de día, habríamos matado muchos

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más. Despejado el campo de batalla, proseguimosnuestro camino, pues aún nos quedaba casi unalegua por andar. A lo largo del camino, escuchamosvarias veces el aullido de estas fieras salvajes y enmás de una ocasión, nos pareció ver alguno de ellospero la nieve nos hacía daño en los ojos y no pod-íamos ver con precisión. Al cabo de una hora, lle-gamos al pueblo donde íbamos a pasar la noche.Hallamos a todos armados y terriblemente asusta-dos, pues, al parecer, la noche anterior los lobos yalgunos osos habían irrumpido en el pueblo, por loque se habían visto obligados a permanecer en velatoda la noche y todo el día, especialmente la noche,para proteger su ganado e, incluso, a su gente.

A la mañana siguiente, nuestro guía se encontra-ba tan mal y se le habían hinchado tanto las extre-midades a causa de las dos heridas, que no pudoproseguir el viaje, por lo que tuvimos que buscarotro guía que nos llevara hasta Toulouse. Allí en-contramos un clima templado y una campiña fértil yagradable, donde no había nieve ni lobos. Cuandocontamos lo que nos había ocurrido, nos dijeron queera lo habitual en aquellos bosques al pie de lamontaña, en especial, cuando el suelo estaba cu-bierto de nieve. Nos preguntaron qué clase de guíahabíamos contratado que se había atrevido a llevar-

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nos por un camino tan peligroso, sobre todo, enaquella época del año y nos dijeron que debíamossentirnos muy afortunados de que no nos hubiesendevorado. Cuando les dijimos la forma en que noshabíamos atrincherado con los caballos en el cen-tro, nos criticaron severamente y nos dijeron que lasprobabilidades de haber sido destruidos por loslobos eran de cincuenta contra una, puesto que sufuria había sido incitada por la presencia de los ca-ballos, que eran su presa más codiciada. En cual-quier otra ocasión, se habrían asustado con losdisparos pero el hambre excesiva y las ganas dealcanzar nuestros caballos, les habían vuelto insen-sibles al peligro. Si no hubiésemos mantenido unfuego continuo y no hubiésemos utilizado la estra-tagema de la pólvora, nos habrían despedazado.Ahora bien, si les hubiésemos disparado sin apear-nos de los caballos, no les habrían parecido unapresa asequible, ya que había hombres montadossobre ellos. Finalmente, nos dijeron que si hubiése-mos permanecido juntos y abandonado los caballos,se habrían lanzado sobre ellos y nosotros habría-mos podido escapar a salvo, pues éramos muchos yestábamos bien armados.

Por mi parte, jamás me había visto ante un peligroasí en mi vida, pues, por un momento, cuando vi

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aquellos trescientos demonios que venían hacianosotros con las fauces abiertas para devorarnos ynosotros no teníamos hacia dónde escapar, penséque estábamos perdidos. En verdad creo que novolveré a cruzar esas montañas nunca más; prefieroviajar mil leguas por el mar, aun con la certeza detropezar con una tormenta una vez por semana.

Durante el viaje a través de Francia no ocurrió na-da fuera de lo común, al menos, nada que otrosviajeros no hayan referido mejor que yo. Pasé deToulouse a París y, tras una corta estancia, llegué aCalais y desembarqué a salvo en Dover, el día 14de enero, después de un frío viaje.

Había llegado a mi destino y, en poco tiempo, mevi rodeado de mis recién recuperados bienes, pueslas letras de cambio que llevaba conmigo, me fue-ron pagadas escrupulosamente.

Mi principal guía y consejero privado fue mi buenay anciana viuda, quien, en agradecimiento por eldinero que le había enviado, no escatimó en esfuer-zos ni atenciones ha cia mí. Confíe a ella todos misasuntos, de manera que no tenía razones para pre-ocuparme sobre la seguridad de mi fortuna. En efec-to, hasta el último día, me sentí sumamente satisfe-

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cho de la absoluta integridad de esta excelente se-ñora.

Empecé a considerar dejar mis bienes al cuidadode ella y viajar a Lisboa para luego seguir hastaBrasil pero volvieron a acecharme los recelos res-pecto a la religión. Siempre dudé de la religión ro-mana, incluso cuando me hallaba en el extranjero y,muy particularmente, cuando viví solo. Sabía que noregresaría a Brasil, y menos a establecerme, a me-nos que estuviese dispuesto a acoger la religióncatólica romana sin reservas; o, de otro modo, amenos que estuviese dispuesto a sacrificar misprincipios y convertirme en un mártir de la religión ymorir a manos de la Inquisición. Por lo tanto, decidíquedarme en casa y buscar el modo de disponer demi plantación.

Con este propósito, le escribí a mi antiguo amigode Lisboa, quien, a su vez, me contestó que seríafácil realizar el negocio allí mismo, si le otorgabapoderes para presen társelo en mi nombre a dosmercaderes, herederos de mis administradores.Como vivían en Brasil, conocían perfectamente elvalor de mi plantación. Aparte de esto, eran muyricos, por lo que, según le parecía, estarían encan-

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tados de comprarla y yo podría ganar, a lo sumo,cuatro o cinco mil piezas de a ocho.

Acepté y le di órdenes de ofrecérsela. Al cabo decasi ocho meses, cuando regresó el navío, recibíuna notificación de que habían aceptado la oferta yremitido un pago de treinta y tres mil piezas de aocho, por mediación de uno de sus corresponsalesde Lisboa.

Firmé el documento de venta que me enviarondesde Lisboa y se lo remití a mi viejo amigo, quienme mandó treinta y dos mil ochocientas piezas de aocho en letras de cambio, reservándose cien moido-res anuales para él, y cincuenta para su hijo, segúnle había prometido. Y así, he hecho el recuento dela primera parte de mi vida aventurera; una vida quela Providencia ha manejado a su capricho; una vidatan variada como pocas se verán en el mundo; quecomenzó locamente y concluyó mucho mejor de loque jamás hubiese esperado.

Cualquiera podría pensar que en este complicadoestado de buena fortuna, no volví a padecer infortu-nios, como en efecto, habría sucedido si las circuns-tancias así lo hubie sen permitido. Mas yo estabahabituado a la vida aventurera, no tenía familia, niapenas conocidos, ni mucho menos amigos, a pesar

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de mi fortuna. Aunque había vendido mis propieda-des en Brasil, no había logrado olvidar aquellastierras y tenía fuertes deseos de regresar a ellas;sobre todo, no podía resistir la enorme inclinaciónde volver a ver mi isla, de saber si los pobres espa-ñoles seguían viviendo allí y qué habían hecho conellos los bandidos que dejamos.

Mi fiel amiga, la viuda, intentó disuadirme por to-dos los medios y tanto insistió que durante casi sieteaños logró impedir que me marchase. Durante estetiempo, me hice car go de mis dos sobrinos, loshijos de mi hermano. Al mayor, que tenía algunaspropiedades, lo crié como a un caballero y lo hiceheredero de parte de mi estado, en el momento enque yo muriese. Al otro lo puse a cargo del capitánde un navío y, al cabo de cinco años, viendo queera un joven sensato y emprendedor, le di un buenbarco y le envié al mar. Posteriormente, este joven-cito me indujo a emprender nuevas aventuras.

Mientras tanto, me había asentado parcialmenteen este lugar pues, en primer lugar, me casé, parami bien y mi felicidad, y tuve tres hijos: dos hijos yuna hija. Habiendo muerto mi esposa, llegó mi so-brino de un exitoso viaje a España. Su insistencia ymi natural afición por los viajes me llevaron a em-

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barcarme en su navío rumbo a las Islas Orientalesen calidad de mercader privado. Esto aconteció enel año 1694.

En este viaje visité mi colonia en la isla y vi a missucesores los españoles. Escuché su historia y lade los villanos que habíamos dejado; cómo al prin-cipio maltrataron a los po bres españoles y luegollegaron a un acuerdo, para luego pelearse y volvera unirse hasta que, finalmente, los españoles sevieron obligados a usar la fuerza con ellos; cómo sesometieron a los españoles; y cuán honestos habíansido estos con ellos. En pocas palabras, me conta-ron una historia llena de episodios interesantes yvariados, especialmente, en lo referente a las bata-llas con los caribes, que varias veces desembarca-ron en la isla; las mejoras que introdujeron y el valorcon que realizaron una expedición a tierra firme, dela que regresaron con once hombres y cinco muje-res en calidad de prisioneros, por lo que, a mi regre-so, encontré una veintena de niños en la isla.

Permanecí allí veinte días y les dejé las provisio-nes que pudiesen necesitar, en particular, armas,pólvora, municiones, ropa, herramientas y dos arte-sanos que me había traído de Inglaterra: un carpin-tero y un herrero.

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Aparte de esto, repartí la isla entre ellos y me re-servé el derecho de propiedad sobre ella, de mane-ra que todos quedaron satisfechos. Habiendo arre-glado estos asuntos con ellos, les hice prometer queno se marcharían y allí los dejé. Luego pasé a Bra-sil, donde compré una embarcación y se la enviécon más gente, aparte de víveres y siete mujeresque me parecieron aptas para servirles o casarsecon ellos, según les pareciera. A los ingleses lesprometí enviarles inglesas con un cargamento deprovisiones si se comprometían a cultivar la tierra; yasí lo hice posteriormente. Una vez se les adjudica-ron sus posesiones por separado, los hombres de-mostraron ser honrados y diligentes. También lesenvié cinco vacas de Brasil, tres de la cuales esta-ban preñadas, algunas ovejas y cerdos, que se re-produjeron considerablemente, como pude apreciara mi regreso.

Pero todo esto, además de la narración de cómotrescientos caribes invadieron la isla y arruinaronsus plantaciones; cómo lucharon contra el doble desus fuerzas y fueron derrotados la primera vez, en laque murieron tres colonos; cómo una tempestaddestruyó las canoas enemigas y el hambre hizomorir a todos los demás salvajes; cómo recuperaronla plantación y siguieron viviendo en la isla; todo

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esto y los asombrosos incidentes que acontecierondurante los diez años de mis nuevas aventuras, lorelataré, acaso, más adelante.