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DE COLORES Y
DROGAS Pedro García Martín
Colección: E-Libros – La Conjura de Campanella Fecha de Publicación: 09/07/2007 Número de páginas: 10
Colección: Clásicos Mínimos Fecha de Publicación: 13/09/2015 Número de páginas: 20 I.S.B.N. 978-84-690-5859-6
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DE COLORES Y DROGAS Pedro GARCÍA MARTÍN
Catedrático de Historia Moderna
Universidad Autónoma de Madrid
“Y aquí en toda la isla son todos verdes y las hierbas
como en el abril en Andalucía; y el cantar de los pajaritos que
parece que el hombre nunca se querría partir de aquí, y las
manadas de los papagayos que oscurecen el sol; y aves de
tantas maneras y tan diversas de las nuestras que es
maravilla; y después ha árboles de mil maneras y todos de su
fruto, y todos huelen que es maravilla”.
Cristóbal Colón: Diario de a bordo. Circa 1492.
“América no sólo es rica en oro, plata, piedras
preciosas y otros tesoros, sino también en productos naturales
de muchísimo valor, ...cuyo dueño exclusivo es Su Majestad, a
quien lo ha confiado la Divina Providencia para el bien de la
humanidad”.
José Celestino Mutis: Carta al rey Carlos III. Año 1763.
“Mi corazón (después de robar el secreto de la
cochinilla a los españoles en México) me latía de una manera
imposible de describir: me parecía llevar conmigo el vellocino
de oro, pero al mismo tiempo, me parecía que el furioso
dragón que había sido su guardián me pisaba los talones”.
Thierry de Menonville: Traité de nopal. Año 1787.
La Madre Tierra es fértil en todo tiempo y lugar. Las flores no son
más que hojas de colores. La savia de algunas plantas embriaga los sentidos
de los hombres. Por eso, cuando Cristóbal Colón desembarca en las Indias
de ignotos paisajes, está convencido de haber alcanzado el Paraíso
Terrenal.
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Los Paraísos del Nuevo Mundo.
El anhelado espacio primigenio, descrito por la Biblia como una
eterna primavera que atempera la exuberancia vegetal, el aroma que mana
de los cálices, el sabor dulce de los frutos, el exotismo animal, el delirio
cromático de las aves y los grandes veneros de aguas dulces y saladas que
corren cual ríos de la vida. El almirante no albergaba ninguna duda. Aquél
Jardín en el Edén era una botica de excelentes perfumes y una droguería de
preciosos colores(1).
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Ilustración de A. Ollé Pinell para el Diario del primer viaje de Colón.
Mas pasados un par de siglos, las expediciones botánicas
patrocinadas por los monarcas ilustrados del Viejo Mundo, ya no ven
indicios paradisíacos en la flora y la fauna de América, sino géneros de
particular interés científico y material. El calificativo que José Celestino
Mutis hace de los mismos como “tesoros de muchísimo valor”, nace de su
preocupación cultural por las aplicaciones alimenticias, medicinales,
industriales y ornamentales de las plantas.
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Pero leídas sólo en clave de beneficios económicos, despertaron la
ambición de mercaderes y contrabandistas, piratas y corsarios, que tratarán
de apoderarse de ellas mediante el comercio legal, el tráfico clandestino o
el pillaje del puro y duro abordaje. Máxime cuando las imágenes de unos
productos exóticos tan apreciados empiezan a ser difundidas en círculos
intelectuales y comerciales europeos mediante láminas y estampas,
acuarelas y grabados, lo que facilitaba la localización de tan codiciadas
presas. De ahí que esta revelación de los secretos botánicos, a despecho de
que a dibujantes y pintores les moviesen intereses académicos y artísticos,
fuese el banderazo de salida para una nueva carrera de Indias, cuyo premio
al llegar a la meta no eran los metales preciosos, sino los vegetales
apreciados.
De esta forma, por caminos paralelos y guiados por diferentes rosas
de los vientos, aparecieron en el Siglo de las Luces los ilustradores de
láminas botánicas y los cazadores de colores y de drogas.
Ilustración de A. Ollé Pinell para el Diario del primer viaje de Colón.
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En el lapso entre el descubrimiento de América y los viajes de los
naturalistas durante el siglo XVIII, la flora y fauna recién descubiertas van
siendo bautizadas con neologismos, clasificadas en el álbum de géneros y
especies, y representadas en cuadernos de bitácora y campo.
Las imágenes de aquéllas extrañas y codiciadas plantas empiezan a
conocerse en Europa entreveradas en la pictografía de los atlas que
confeccionan los cosmógrafos, en las relaciones con las que la imprenta
asombraba a los occidentales relatando los hechos y las cosas maravillosas
del Nuevo Mundo, en los diarios de viajeros y en las crónicas oficiales.
Pero, sobre todo, serán el dibujo y la pintura las fedatarias de la ampliación
del reino vegetal merced a las múltiples aportaciones ultramarinas.
Transitamos, pues, de lo imaginario a lo real, de la especulación al
pragmatismo, y, al fin, de la geopoética a la geografía real.
Ilustración de A. Ollé Pinell para el Diario del primer viaje de Colón.
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En este proceso de fijación icónica de la naturaleza de los nuevos
continentes, hallamos la temprana aportación de Antonio Pigafetta, quien
había participado en la expedición de Magallanes y Elcano en pos de la ruta
de la especiería. Este viajero con alma de explorador, embarcado por el
mero placer de ver las antípodas de la Cristiandad, escribió hacia 1523 el
manuscrito Noticias del Nuevo Mundo con los dibujos de los países
descubiertos. En esa relación de la primera vuelta al mundo, que conocerá
sucesivas ediciones impresas en francés, italiano y español, se incluirán una
veintena larga de dibujos en colores de las tierras e islas en las que recaló
durante su periplo. Luego, este curioso pertinente nos proporciona una
galería de paisajes, tipos, barcos y objetos, en los que tienen cabida frutas y
cultivos, como no podía ser de otra forma. Y, actuando cual ilustrado avant
la lettre, a su regreso a España le entrega al emperador Carlos V:
“ni oro ni plata, sino algo que sería más apreciado por tal
señor; le ofrecí un libro, escrito por mis propias manos, que narraba
todas las cosas pasadas día a día durante nuestro viaje(2).
La desatención inicial de la Corona para con la riqueza natural de
América, deslumbrada como estaba por el brillo engañoso de los metales,
hizo que las descripciones del caballero italiano repercutieran más en la
esfera intelectual y artística que en una política cultural que incorporase la
botánica como ocupación y preocupación del poder.
Mas los frescos coloristas de los libros de viajes y los primeros
ejemplares animales y vegetales traídos a las metrópolis sí calaron en el
quehacer de algunos pintores. Mientras en los países católicos el género en
boga durante el Barroco oscilaba entre las escenas bíblicas y las
mitológicas, en los reformados, y en particular entre los calvinistas, los
artistas llevaron la naturaleza al lienzo, debido al fanatismo iconoclasta de
sus confesiones.
De ahí que algunos maestros flamencos participasen de las dos
corrientes estéticas, merced a la posición de bisagra de los Países Bajos,
incorporando los descubrimientos de la flora y la fauna extraeuropea a sus
tablas. Así, por ejemplo, lo hace Roelandt Savery en su cuadros Orfeo
encantando a los animales y Paisaje con aves exóticas. También Jan
Brueghel en sus numerosas versiones de El Jardín del Edén, donde una
multitud de especies se abigarran bajo un entorno boscoso, apareciendo
especies americanas como las aves, el pavo y la cobaya. Por fin, Frans
Snyders, en obras como Paisaje con animales y Concierto de aves,
convierte en protagonistas a pájaros tropicales de colorido plumaje. Las
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primicias naturales procedentes de América, África y Lejano Oriente se
habían incorporado al escenario del paisaje paradisíaco(3).
Del mito a la ciencia. Lo que entre los europeos de los siglos XVI y
XVII era sorpresa y delectación estética ante las noticias y pruebas que
llegaban de los pueblos del Nuevo Mundo, mudará durante la centuria de
las Luces en deseo de conocimiento científico y de posesión material. De
esta forma se pasó a una convicción utilitaria de las plantas. A los
ilustradores se les pedirá detallismo en sus láminas y a los cazadores que
diesen cumplida cuenta de sus presas. Unos y otros navegarán en conserva
y buena compaña, enrolados en las expediciones científicas del XVIII, con
la misión de recolectar vegetales tintoreros y curativos a la mayor gloria del
reino y del progreso.
Es sabido que las plantas al viajar trastocan las culturas del mundo.
En este sentido, las exploraciones naturalistas de la Ilustración vinieron a
precisar los conocimientos sobre colorantes, calmantes y estimulantes,
muchos de ellos empleados por los pueblos indígenas, mediante nuevos
hallazgos en el atlas incompleto de la geografía americana.
En estas empresas, auspiciadas por la monarquía hispánica, los
Consulados y las Sociedades de Amigos del País participarán un nutrido
elenco de científicos y viajeros, civiles y militares, laicos y religiosos, del
talante de botánicos, marinos, dibujantes, cartógrafos, astrónomos,
cirujanos y zoólogos.
El resultado de este trasvase botánico, que alcanzará su máximo
apogeo bajo el reinado de Carlos III al enviar hasta una cuarentena de
expediciones a América, dejará sentirse en España en forma de tratados,
plantaciones, técnicas textiles y farmacopea terapéutica. Para entonces el
absolutismo ilustrado era consciente de la utilización de la ciencia con fines
políticos y económicos. El comercio y la aclimatación de tan codiciados
vegetales contribuirían a la riqueza del país y al brillo carismático de Su
Majestad.
En lo que atañe a los ilustradores, la propia catalogación de los
fondos que, procedentes de las expediciones científicas de los siglos XVIII
y XIX, se ha adoptado en el Archivo del Real Jardín Botánico de Madrid,
nos habla de la adscripción de aquellos a talleres pictóricos escogidos por
los botánicos que eran nombrados jefes de las empresas. De esta forma, las
colecciones botánicas, a sabiendas de que los pliegos o plantas están en el
herbario y los dibujos en el archivo, incluyen sendas secciones americana y
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filipina, que atesoran un copiosa y riquísimo repertorio de láminas y
plantas.
Así, por ejemplo, el herbario del farmacéutico Hipólito Ruíz y del
botánico José Pavón, resultado de la expedición al Virreinato de Perú y
Chile (1777-1788), contiene 2.264 dibujos y 3.000 especies. El del francés
Luis Neé, que formó parte de la tripulación que dio la vuelta al mundo a las
órdenes del capitán de fragata Alejandro Malaespina (1789-1794), incluye
370 imágenes y 30.000 vegetales. El del médico Martín Sessé y su
compañero de viaje José Mariano Mociño, que cursan una singladura por
aguas y costas de Nueva España (1787-1803), da como resultado 1.335
estampas y 200 géneros y 2.500 especies nuevas para la ciencia. Y, en fin,
el del afamado botánico y astrónomo José Celestino Mutis, en su periplo
por el Virreinato de Nueva Granada (1783-1808), arroja un balance
abrumador de 6.717 dibujos y más de 6.000 especies, que deleitaron al
padre de la geografía científica Alexander Humboldt y a nuestro ilustre
director del Real Jardín el abate Antonio José Cavanilles.
Retrato del botánico José Celestino Mutis.
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Esto no significa que la cifra de dibujos contenga la de especies. Ni
tampoco que todos los pliegos incluyan una especie distinta. Pero sí que
podemos deducir la magnitud ilustrada de los fondos. Todo un tesoro
iconográfico y un lujo cultural que invita a ser explorado.
El caso es que los autores que confeccionaron estas hermosas
láminas, utilizando distintas técnicas y estilos, se mueven en el filo de
navaja que delimita a los artistas de los artesanos. Puesto que si en muchos
casos eran pintores salidos de la Academia de Bellas Artes de San
Fernando en Madrid, embarcados ex profeso desde puertos españoles para
navegar en la derrota de Indias, en otros eran colegas criollos reclutados en
centros artísticos coloniales de México o de Quito.
De resultas, se mezclaban en el material gráfico de una misma
expedición diferentes escuelas de dibujo, a la par que distintas calidades
personales en función de la autoría. De este modo, puede observarse en las
imágenes vegetales de la catalogación botánica que Pedro Loéfring, un
discípulo de Karl von Linneo, realiza en la Guayana, los bocetos
enmarcados de forma rígida junto a trazos más libres y detallistas. En las
láminas de la colección de José Celestino Mutis, se alternan los despliegues
simétricos de las plantas con otras bellísimas, donde se recurre a la
perspectiva y al despiece floral. Por el contrario, en estampas procedentes
de Filipinas y Timor, predomina el dibujo plano característico de la pintura
oriental.
Luego nuestros pintores de la Ilustración eran tanto maestros salidos
de centros de formación artística como estudiantes aprendices del oficio,
españoles y criollos, que a veces firmaban las láminas conscientes de la
importancia de la autoría y otras procedían de oficio dejándolas en el
anonimato.
Aunque también es justo lanzar un aviso para navegantes, porque
puede que estemos cayendo el error del presentismo, otorgándoles un
sentido artístico actual a aquellos trabajos que para ellos quizás fuera mero
oficio artesano. Lo cierto es que hay ilustraciones que por su colorido,
precisión, belleza y realismo nos llevan a contemplarlas como obras de arte
de primera fila.
Al tiempo que unos miembros de las expediciones científicas
dibujaban, otros cazaban vegetales novedosos y valiosos para el mercado y
la industria, del tenor de los colorantes y las sustancias susceptibles de
emplearse en la farmacopea moderna.
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El arte de la tintura conlleva la incorporación del color a la cultura de
los pueblos. El significado social y el simbolismo religioso de la policromía
dio a luz un circuito económico del que participaban cultivadores de
plantas, comerciantes que fletaban barcos para transportarlas, industriales
que las empelaban en la manufactura textil y consumidores de estos
artículos de lujo. El uso del color pasó a simbolizar el estatus social, el
estado civil, la escala laboral, el ritual religioso y la jerarquía militar.
En este sentido, durante el reinado de Felipe II se impuso en buena
parte de los territorios de la Corona una moda recatada, en la que
predominaban los tonos oscuros entre los varones y la rigidez en las
prendas femeninas. Esa moda que influyó en todas las cortes europeas se
conoció con la expresión vestir a la española.
Este rigorismo atribuido tradicionalmente a la profunda religiosidad
del Monarca Católico ha llevado en más de una ocasión al equívoco. Puesto
que, muchos de los ropajes del soberano no son de color negro, como
quieren los defensores de la leyenda homónima, sino de lapislázulio y,
sobre todo del palo campeche y el ala de Cuervo azulados que venían de
América. Luego, el monarca no los llevaba tanto por estar de luto riguroso,
como por vestir a la última moda, con los tonos de los que sólo España
poseía el monopolio.
Al formar los tintes parte del capital simbólico de las cortes, desde el
siglo XVI se importaron a España el palo Campeche, el palo de Brasil, el
achiote de la Martinica, el añil de Honduras, y, sobre todo, la apreciada
cochinilla de México, productora del color rojo de mayor calidad del
momento.
El rojo púrpura es desde la antigüedad el símbolo del poder. Los
fenicios, cuyo nombre griego phoeniki significa “hombres rojos”, lo
mercaron por todo el Mediterráneo clásico, extrayéndolo del múrice, un
molusco cuyos restos se agolpan en los yacimientos sidonios y púnicos.
Los romanos elevaron la púrpura imperial a la categoría de ropaje de los
Césares, los generales, los nobles y los patricios.
La Iglesia cristiana hará otro tanto con la púrpura cardenalicia, con el
añadido de que los Papas del Renacimiento acapararán el negocio del
alumbre, arrendando las minas de Tolfa a una familia de banqueros tan
pujantes como eran los Médicis. En este sentido, la empresa de Jean de
Bethancourt, auspiciada por Enrique III el Doliente, arribará a las islas
Canarias tras la pista de la urchilla, pues el tinte de este liquen
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proporcionaría al fabricante de paños normando un producto alternativo al
monopolio del alumbre que obraba en poder pontificio. Pero es que tras la
arribada colombina a las Indias, se importará de México la cochinilla,
insecto hemíptero cuyo color grana pasará a ser el más apreciado en las
Cortes reales de toda Europa, el cual se aclimatará en el Lanzarote
decimonónico hasta nuestros días(4).
De resultas, dentro de la ilustración novohispana, surgirá la figura de
José Antonio de Alzate, autor criollo de una Memoria en que se trata del
insecto grana o cochinilla (México, 1777), en la que describe las
características de este parásito de tunales y nopaleras:
“La grana es uno de aquellos vivientes que los Naturalistas
conocen con el nombre de Progallinsecto. Compónese de dos
especies de individuos de machos y hembras: los machos son los que
revelan y gozan en su vida de una grande agilidad; las hembras (que
son las que interesan a la industria) son una viva imagen del reposo,
pues están destinadas a tener por sepulcro el mismo sitio en que
colocaron su primera habitación”(5).
Lámina sobre la recolección de cochinilla.
Pero lo más importante es que, junto a la tratadística extranjera y
nacional, la cochinilla empezará a ser empleada como tinte de calidad por
los fabricantes textiles españoles, como hace el catalán Juan Pablo Canals y
Martí, o el maestro y director de la fábrica de Valencia, Luis Fernández. De
nuevo el rojo salido de las plantas, evocando la sangre que alimenta la vida
humana, se erige en el color de los colores. De ahí que fuese muy apreciado
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el secreto de la cochinilla, cuyo robo corrió a cargo del francés Thierry de
Menonville, que pudo sacar algunas plantas de Nueva España y traerlas al
Viejo continente.
También ansiado por sus múltiples aplicaciones era el añil o índigo.
Para conocer el proceso de obtención y elaboración de este colorante azul
contamos con una fuente de primer orden, como es El puntero apuntado
con apuntes breves, para que no sea corto en la fábrica de la tinta añil, o
tinta anual, que en sus orígenes redactó un franciscano de la provincia de
Guatemala en 1641, aunque será versionado en reimpresiones
dieciochescas(6). La consideración de esta obra como una cartilla técnica,
amén de recopilar las ordenanzas del gremio, enlazaría con su readaptación
a la política de fomento agrícola que defendieron las Sociedades de Amigos
del País y los ministerios ilustrados de Carlos III y Carlos IV.
No obstante, tanto este tratado como las crónicas más clásicas de la
colonización, evidencian el valor que los coetáneos concedieron a las
plantas exóticas al poco de asentar sus reales en América. Tal como reza el
siguiente capítulo de la Historia General de las cosas de Nueva España de
fray Bernardino de Sahagún:
“El que vende colores que pone encima de un cesto grande, es
de estas propiedades; que cada género de color, pónelo en un cestillo
encima del grande, y los colores que vende son de todo género, a
saber los colores secos y molidos, la grana, amarillo y azul claro, la
greda, el cisco de teas, cardenillo, alumbre, y el ungüento amarillo
que se llama axin y el chapopotli mezclado con este ungüento
amarillo que se llama tzictli y el almagre. Vende también cosas
olorosas como son las especies aromáticas; vende también cosillas de
medicinas, y muchas yerbas y raíces de diversas especies; a más de
todo lo dicho vende también el betún que es como pez, el incienso
blanco, agallas para hacer tinta, y la cebadilla, panes de azul, aceche
y margarita”(7).
En cuanto a las especies afines a la droguería, ora en su acepción
medicinal, ora en la psicotrópica, también recibimos en el Viejo Mundo
aportaciones vegetales americanas a lo largo del XVI y XVII.
Entre ellas, tenemos la coca, que en el área andina se tomaba
masticada o en infusión, a fin de obtener efectos estimulantes que paliasen
los males de la altitud. El tabaco, cuyo consumo pronto se extenderá por
todo el planeta, a pesar de su condena religiosa como vicio y laica como
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hábito pernicioso, proporcionará hojas que combaten las migrañas y
nicotina que en dosis mesuradas lo hacen con el tétano. El curare, veneno
paralizante con el que los indígenas emponzoñaban las puntas de sus
flechas, tendrá un principio activo que le permitirá actuar como relajante
muscular en casos de esclerosis y en la enfermedad de Parkinson.
Por fin, la composición química de este tipo de plantas posibilitará su
uso terapéutico, hasta en bebidas como el mate y la zarzaparrilla y
alucinógenos como el peyote que se han seguido consumiendo hasta la
actualidad(8).
Pero la especie estelar será la quina, que quizás sea la planta que más
vidas ha salvado en la humanidad, puesto que hasta hace poco era el
remedio más eficaz para luchar contra la malaria y el paludismo. Estas
fiebres letales azotaron a los trabajadores que acometieron las grandes
obras públicas de la historia moderna, desde el canal de Panamá a las
cuencas petrolíferas de Venezuela, por lo que la corteza del árbol de la
quina contribuyó a que tales calenturas dejaran de ser endémicas.
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Lámina de la planta de la quina, por Franz Eugen Köhler, en Köhler's
Medizinal-Pflanzen (1897).
En el descubrimiento de sus cualidades como febrífugo se han
barajado dos teorías. De acuerdo con la tradición, la primera persona en ser
curada de tercianas por las cascarillas de la quina fue doña Francisca
Enríquez, condesa de Chinchón y esposa del virrey de Perú. En 1638, su
sirvienta india le dio a beber unos polvos que le hicieron sanar de sus
tercianas, por lo que en honor de la dama Karl von Linneo dará el nombre
de cinchona a esta especie vegetal y otros botánicos hablarán
coloquialmente de la quina como de los “polvos de la condesa”.
La otra explicación, más plausible, trata de alejarse de esta leyenda,
sosteniendo que una década antes y se habían enviado a Sevilla y a Roma
cortezas del árbol de la quina. Puesto que los misioneros jesuitas supieron
de sus virtudes medicinales y quisieron dar noticia de las mismas a los
reyes de España y al Papa. Más tarde redistribuyeron un género tan secreto
a través de la densa red de los establecimientos de la Compañía y bajo la
férrea dirección de su prepósito general.
El caso es que muchos aventureros e investigadores, avisados de su
empleo terapéutico por los incas, emprendieron viajes para apropiarse y
monopolizar las semillas y plantones de esta especie. De infructuosa hay
que calificar la tentativa de Joseph Jussieu, quien partiese en 1735 con un
grupo de científicos franceses que pretendían medir la longitud del
meridiano terrestre, y al que le fue robada la caja que contenía las semillas
de la quina en el último momento de su periplo. Así como la de Charles
Marie de la Condomine que, después de transportar los plantones a lo largo
del Amazonas, vieron cómo se fueron a pique con la nave de carga por un
golpe de mar.
En cambio, el famoso científico José Celestino Mutis encontró en
1772 ejemplares del árbol de la quina en Bogotá, lo que facilitaba su envío
a la metrópoli por Cartagena y el Caribe en lugar de circunnavegar el
Pacífico. Además, la Real Expedición al Virreinato de Perú y Chile que,
entre 1777 y 1788, cursarán Ruíz y Pavón, descubrirá varias especies de
quina en Ecuador, Perú y Colombia, que conseguirán aclimatar en jardines
botánicos hispanos. Ello permitió al boticario Hipólito Ruíz publicar en
1792, después del citado viaje, un tratado intitulado la Quinología, que
junto a las publicaciones del propio Celestino Mutis ganaron la carrera
intelectual a otros botánicos europeos por protagonizar la literatura y el
comercio en torno la quina o cinchona.
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Grabado Perú ofrece la cinchona a la ciencia (siglo XVII).
Ambos autores polemizaron en sus formulaciones, porque, en el
fondo, anidaba la rivalidad por mantener sus respectivos emporios
económicos. Tal como se planteó la competencia entre quinares peruanos y
colombianos. El caso es que las curaciones reales con los “polvos de la
condesa” no impidieron mitificar a las legendarias.
Al cabo, después de tres siglos desde la empresa colombina, Europa
incorporó las plantas exóticas a su cultura como si siempre hubiesen
brotado en nuestros campos. Por consiguiente, los viajes regulares y las
expediciones reales que en el siglo XVIII redibujan con precisión de
grabador los contornos del Nuevo Mundo, amén de su finalidad científica,
económica y militar, llevarán a bordo a unos pasajeros que perseguían unas
especies colorantes y curativas muy apreciadas por su mismo
desconocimiento secular.
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Cuando terminen la misión americana, los herederos de los
ilustradores botánicos del Siglo de las Luces y de los cazadores de tintes y
de medicinas vegetales, emprenderán nuevas empresas en otros continentes
en pos de la última frontera. Aquélla a la que hoy se llega no por un camino
frontal como el de los barcos y vehículos. Ni por otro lateral como el de los
trenes. Sino vertical sobre los cielos estelares y bajo los mares insondables.
Quizás será en esos espacios galácticos y oceánicos donde el hombre del
futuro descubrirá colores y drogas redivivas.
NOTAS
(1) COLÓN, Cristóbal: Diario de a bordo. Madrid, Arlanza Ediciones,
2002, pp. 139-141.
(2) PIGAFETTA, Antonio: El primer viaje alrededor del mundo.
Barcelona, Ediciones B, 1999, p. 253. Edición de Isabel de Riquer.
(3) GARCÍA MARTÍN, Pedro: Imagines Paradisi. Historia de la
percepción del paisaje en la Europa moderna (ca. 1450-ca. 1875).
Madrid, Obra Social de Caja Madrid, 2000, pp. 170 y 288, (edición
no venal).
(4) Véanse las obras de FERRER, Eulalio: Los lenguajes del color.
México, Fondo de Cultura Económica, 1999, y GARCÍA MARTÍN, Pedro:
Valores culturales del paisaje o el lenguaje de la percepción. Lanzarote,
Fundación César Manrique (en prensa).
(5) Cit. Por GOMIS BLANCO, Alberto: “La tintura y las plantas tintóreas
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americanas”, en FERNÁNDEZ PÉREZ, J. y GONZÁLEZ TASCÓN,
I (ed.): La agricultura viajera. Madrid, Real Jardín Botánico y
MAPA, 1990.
(6) Esta autoría es la que apunta Isabel Casín de Montes en su edición de El
puntero apuntado con apuntes breves, para que no sea corto en la
fábrica de la tinta añil, o tinta anual. Dánse instrucciones y
advertencias muy útiles, y necesarias para que el Puntero con algún
acierto ejercite su oficio. Trabajado por un religioso del orden de
N.S.P.S. Francisco, de la Provincia de Guatemala. Año de 1641. El
Salvador, Ministerio de Educación, 1972.
(7) DE SAHAGÚN, Fray Bernardino: Historia General de las cosas de
Nueva España. México, Ed. Nueva España, 1946, Tomo II, pp. 224-
225.
(8) BLANCO, Emilio y MORALES, Ramón: “Plantas curativas y drogas,
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GONZÁLEZ TASCÓN, I (ed.): La agricultura viajera. Madrid, Real
Jardín Botánico y MAPA, 1990. Agradezco a Beatriz Álvarez Arias
la localización de dicho trabajo.
BIBLIOGRAFÍA
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viajera. Madrid, Real Jardín Botánico y MAPA, 1990.
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Flores y plantas del Jardín Botánico de Madrid
(Fotos: Pedro García Martín)