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CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL MONOGRAFÍAS del CESEDEN 70 IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR (1763-1805). LAS BASES DE LA POTENCIA HISPANA MINISTERIO DE DEFENSA

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CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL

MONOGRAFÍAS

del

CESEDEN 70

IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR

DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR

(1763-1805). LAS BASES

DE LA POTENCIA HISPANA

MINISTERIO DE DEFENSA

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CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL

MONOGRAFÍAS

del

CESEDEN 70

IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR

DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR

(1763-1805). LAS BASES

DE LA POTENCIA HISPANA

Abril, 2004

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DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR (1763-1805).

LAS BASES DE LA POTENCIA HISPANA

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PRESENTACIÓN

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PRESENTACIÓN

La Comisión Española de Historia Militar (CEHISMI) dentro del ciclo "De la Paz de

París a Trafalgar (1763-1805). Las bases de la potencia Hispana", organizó las

conferencias que ahora presentamos y que fueron pronunciadas en el paraninfo del

Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN) entre los días 24 y

27 de noviembre de 2003.

La jornada inaugural fue presidida por el director general de Relaciones

Institucionales de la Defensa, don Jorge Hevia Sierra, que en su intervención resaltó

la importancia de estas actividades y expuso el programa de investigación histórica

que está desarrollando el Ministerio de Defensa.

El teniente general, don Domingo Marcos Miralles, presidente de la CEHISMI y

director del CESEDEN, pronunció un discurso de bienvenida a los asistentes,

presentación de los conferenciantes e introducción al tema.

Se abrieron las Jornadas con una conferencia del embajador de España, don Julio

Albi de la Cuesta, que dio una visión ajustada de los Ejércitos españoles en las

posesiones americanas, trazando un cuadro muy comprensible para imponer al

auditorio en las diferencias entre tropas reales, criollas, virreinales, etc. y terminó

enjuiciando las guerras de emancipación.

El segundo conferenciante, el doctor en Historia, don José Luis Terrón Ponce,

explicó las reformas militares del reinado de Carlos III; deteniéndose en aspectos tan

importantes como el de la famosa pugna entre militares y golillas. Explicó la

gestación de las Ordenanzas de 1768, vulgo de Carlos III. Se ocupó también de la

reforma de la Artillería y de la creación de la Academia de este Cuerpo. Dio una

visión amplia sobre los oficiales fruto de estas reformas y sobre los cambios de

mentalidad habidos en aquella época.

El coronel don Fernando Puell de la Villa, abundó en el tema americano y en la

visión que sobre la conducción política y militar de los negocios de nuestras vastas

posesiones tenía el conde de Aranda, del cual destacó su personalidad como militar,

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como capitán general que fue de los Reales Ejércitos, como experto estratega y

como diplomático.

Finalizaron las Jornadas con una atractiva mesa redonda, en la que el coronel don

Emilio Herrara Alonso y los antiguos oficiales del Ejército del Aire, don Ramón

Marteles López y don Rafael de Madariaga Fernández, expusieron el devenir

histórico de la Aviación española, adentrándose en una historiografía novedosa y

atractiva.

El teniente general don Domingo Marcos Miralles cerró la sesión de clausura con un

discurso en el que resaltó los aspectos más interesantes de las conferencias

recibidas.

.

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PRIMERA CONFERENCIA

LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN

DE AMÉRICA

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LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA

Julio Albi de la Cuesta*

Gracias por esta oportunidad de dedicar unos minutos a un periodo de nuestra

historia militar injustamente olvidado, como tantos otros. Como saben, se ha dicho

que Gran Bretaña adquirió su Imperio en un momento de distracción. Al repasar la

bibliografía española sobre las guerras de América, uno se siente tentado de decir

que perdimos ultramar también en un momento de distracción, tan escasos son los

estudios dedicados a una etapa, tan brillante, sin embargo, en la historia de nuestro

Ejército.

Una vez más, hemos dejado que otros escribieran nuestra historia. Así como en

Iberoamérica se han dedicado bibliotecas enteras a analizar aquellas campañas,

recogiendo, como es natural, su punto de vista, en España apenas se ha producido

nada en la materia, de forma que la perspectiva que se ha impuesto es, pues, la del

otro lado del Atlántico, no la de esta orilla.

Un fenómeno similar se ha producido respecto a nuestra guerra de Independencia.

La producción española es prácticamente nula, comparada con la británica, con

cientos de volúmenes dedicados a las hazañas de Wellington, de forma que la visión

que existe de esa época es la británica sobre la llamada guerra de la Península, algo

muy diferente de la guerra de Independencia de España.

Una última digresión, antes de entrar en materia. La dirección de este cursos me ha

sugerido que modifique ligeramente el contenido de mi intervención. En efecto,

según el título que aparece en el programa, debía ésta versar sobre las guerras de

emancipación. Pero, como se me ha señalado, salía así del marco cronológico fijado

para estas Jornadas. La observación es, sin duda, acertada, por lo que propongo

adelantar, por así decirlo, mi exposición al siglo XVIII, lo que puede tener la ventaja

añadida de ofrecer una mejor perspectiva de aquellas campañas ya que, al menos al

principio, el Ejército que participó en ellas era el formado en el mencionado siglo

XVIII.

Es un hecho indiscutible, pero a veces olvidado, que la conquista de América no es

obra del Ejército como tal, es decir, de unidades permanentes, con una orgánica

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determinada y englobadas en una estructura anterior. Al contrario, la conquista la

realizan grupos de hombres que siguen a un caudillo, que les da una organización

ad hoc, que sólo dura tanto como la empresa a realizar. Culminada ésta, “la hueste

indiana”, como se ha llamado a estas fuerzas, se disuelve. Sus componentes se

asientan como encomenderos, mineros, comerciantes o se alistan en otra

expedición, sin dejar tras de sí una estructura militar estable.

De ahí que, una vez terminada la conquista, en América no exista ninguna

organización militar propiamente dicha. Ante los ataques, la población toma las

armas, para luego retomar a sus ocupaciones habituales. Ello da lugar a situaciones

tan peculiares, como las de aquel puerto defendido por un fraile artillero y su

esclavo negro.

Una excepción es el caso de Chile, por ejemplo, donde, ante la agresividad de los

araucanos, se forman unidades permanentes en la frontera, pero no es ese el

modelo generalizado en las Indias.

Desde luego, esta fórmula se revela totalmente inadecuada, cuando los ataques

enemigos aumentan en intensidad, en frecuencia y en efectivos. La solución a la que

se apela es construir paulatinamente un sistema de fortificaciones, con mínimas

guarniciones, esas sí verdaderamente militares. Pagadas por el rey y constituidas

por soldados, y no ya por aventureros. Al tiempo, su acción se complementa, para

casos puntuales, con contingentes de tropas enviados desde España, que van a

ultramar para una operación concreta (por ejemplo, la expedición de Menéndez de

Avilés a Florida), pero que, terminada esta, regresan.

El precario sistema se mantiene hasta bien entrado el siglo XVIII, aunque

ligeramente reforzado, ya que a partir del año 1719 se empiezan a crear unidades

tipo batallón en algunos lugares especialmente vulnerables. La victoriosa defensa de

Cartagena en 1741, en la que intervienen, entre otras, unidades de refuerzo venidas

de España y el fijo de la plaza responde a este modelo.

Pero en el año 1762 se produce el gran aldabonazo que saca a la luz las enormes

limitaciones del mecanismo. Ese año se pierden, simultáneamente. La Habana y

Manila, lo que demuestra la imperiosa necesidad de buscar una nueva fórmula, para

hacer frente a las crecientes amenazas.

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El sistema al que se llega es lo que en otro lugar he llamado el modelo defensivo

borbónico, que paso a describir ya que, ligeramente modificado, subsiste hasta los

primeros años de las guerras de emancipación.

Evidentemente, la solución ideal era, sobre el papel, fácil. Bastaba con guarnecer las

Indias con tropas del Ejército. Pero ello era imposible. Una característica de la

España de los siglos XVI y XIX es que nunca tuvo los hombres necesarios para

defender su Imperio. De ahí, el recurso sistemático a unidades “extranjeras”,

utilizando esta descripción para designar a tropas no reclutadas en la península

Ibérica.

Así pues, los reformadores del XVIII tienen que partir de la escasez de unidades

regulares, de “la diferencia entre lo conveniente y lo posible”, en palabras de un

contemporáneo. Estiman, sin embargo, que no cabe renunciar totalmente a ellas.

Optan, por consiguiente, por destinar un número de ellas, necesariamente limitado,

al servicio en América. Pero en ultramar las unidades sufren un desgaste terrible,

por las enfermedades y la deserción, principalmente. Se establece, por consiguiente,

un mecanismo de noria. Los batallones que van a Indias permanecen allí tres o

cuatro años, y regresan a España, tras ser relevadas por otras similares.

Desde luego, en caso de guerra, y como siempre se había hecho, está previsto el

envío de contingentes de estas tropas (en total, se ha calculado que entre los años

1760 y 1800 se enviaron unos 45.000 hombres a América, la mitad de ellos para

operaciones puntuales).

Pero aún el sistema de noria era caro, por el elevado coste en hombres y tiempo de

los viajes entre España y ultramar que suponía.

No obstante, con noria o sin ella, se sabe que nunca se podrán enviar las suficientes

para asegurar por sí solas la defensa de aquellos territorios inmensos. Como mucho,

podrán actuar como lo que los alemanes llamarían en la Segunda Guerra Mundial

“ballenas de corsé”, es decir, como elementos que dan solidez al sistema, pero

hacía falta más fuerzas.

Se acude entonces a organizar unidades regulares y permanentes americanas,

destinadas exclusivamente a la defensa de aquellas tierras. Son las llamadas

unidades fijas que se crean en los distintos territorios. Se acude para constituirlas a

una gran variedad de métodos. Alguna fue levantada entera en España y mandada a

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América; otras, se constituyen alrededor de un núcleo de veteranos de unidades

regulares que regresan a Europa. Incluso se acude al anticuado sistema de la

contrata.

Pero, de nuevo, limitaciones del personal disponible y presupuestarias no permiten

que se formen tantas como es preciso (por ejemplo, en toda la Capitanía General de

Guatemala se levanta un solo batallón). Para dar una idea de la importancia de las

mismas, se puede señalar que en el año 1771, por ejemplo, existían en Indias

16.000 hombres pertenecientes a unidades fijas y 10.000 a tropas del Ejército

regular.

La solución es completarlas con otro tipo de tropas más baratas y abundantes,

aunque también menos eficaces: las Milicias. Estas existían desde antes, como en

España, pero la novedad que se introduce a partir del año 1762 es que se les intenta

regularizar, dándoles un cuadro de instructores (el llamado pie veterano),

organizadas de acuerdo a criterios étnicos y dotándoles de uniformidad, armamento

y un mínimo de instrucción (“asambleas”, normalmente los domingos, después de

misa; cada dos meses, “un ejercicio de fuego”, con diez cartuchos, una vez al año,

“ejercicio de Batallón”, con dos cartuchos para tirar al blanco y seis por descargas).

El “pie veterano” será esencial: en la plana mayor, el sargento mayor y el ayudante,

en cada compañía, el teniente, un sargento, dos cabos y un tambor.

Sin embargo, pronto se advierte que ni siquiera habría suficientes instructores. De

ahí que aparezcan dos tipos de Milicias: las provinciales (con “pie”) y las urbanas

(sin él). Las segundas tendrán un valor puramente teórico, siendo poco más de una

especie de Policía Municipal. En cuanto a las primeras, las existentes en territorios

frecuentemente amenazados (Cuba, por ejemplo), alcanzarán un elevado nivel de

eficacia, mientras que las de zonas más tranquilas (Quito, por ejemplo) serán de

inferior calidad.

La enorme ventaja de las Milicias es que dan un número elevado de hombres a muy

bajo coste, ya que sólo son pagadas cuando se las moviliza.

Con todas sus obvias limitaciones, éstas cumplieron su papel. En caso de guerra,

relevaban a las tropas regulares en tareas secundarias, ayudaron a completarlas e

incluso combatieron en primera línea. En paz, se ocupaban del traslado de caudales,

custodia de presos, etc.

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Recapitulando, el sistema (haciendo abstracción ahora del papel fundamental que

en él juegan la Armada y las fortalezas), se basa en tres tipos de tropas de diferente

origen y calidad. En un escalón superior, las del Ejército regular, que van a América

con el mecanismo de noria o en caso de ruptura de hostilidades. Luego, las fijas. A

continuación, las Milicias provinciales y por fin, las urbanas.

A los pocos años de implantarse el modelo, en torno a los ochenta del XVIII, se

modifica, de hecho. Las exigencias de otros teatros de operaciones no permiten el

envío de tropas regulares, ni siguiera dentro de la noria, y la defensa queda en

manos, a todos los efectos, de americanos. Aún así, el sistema funciona, como

demuestran, por ejemplo, las derrotas que sufren los ingleses ante Puerto Rico, en

1797 y en Buenos Aires, en 1806.

Por cierto, que este es un hecho único en la Historia: desde, al menos en el año

1790 hasta 1810, se mantiene el imperio ultramarino sin tropas de las que

posteriormente se llamaran metropolitanas. Parafraseando a una autoridad española

de la época, la soberanía de España se mantenía porque la población quería, por su

“libre voluntad y arbitrio”.

Porque el sistema funciona no sólo frente a amenazas externas, sino también frente

a las pocas alteraciones internas que se producen. Así, sublevaciones como las de

Túpac Amaru o la de Túpac Catari son dominadas gracias a las Milicias, con una

mínima participación de tropas regulares (en la última citada, por ejemplo, un

pequeño destacamento de Saboya).

En esta situación se llega al periodo emancipador. Éste se encuentra

indisolublemente ligado a la evolución de los acontecimientos en España, por lo que

parece imprescindible hacer una pequeña digresión.

Resulta realmente singular cuando se leen obras escritas en el extranjero sobre la

guerra de Independencia comprobar hasta qué punto se concede poca importancia a

factores que, modestamente, considero esenciales.

Así, a la hora de valorar la resistencia opuesta por el Ejército español, apenas se

tiene en cuenta que este no tuvo que hacer frente a una invasión convencional, es

decir desde el exterior, sino que cuando el día 2 de mayo estalla, el enemigo está ya

en el interior del país. Controla Madrid, las principales plazas fronterizas, y todas la

rutas entre España y Francia. Además, el Estado ha saltado en pedazos. Una

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Monarquía absoluta rígidamente centralizada se encuentra descabezada, sin rey ni

apenas gobierno.

Ello, y no un atávico impulso hispánico hacia la anarquía, obliga a que proliferen las

Juntas locales, cómo única forma de llenar un vacío de poder.

Lo mismo sucede en América, ante el temor, real o fingido, de que aquellos dominios

caigan en manos de José Bonaparte. Es un hecho indiscutible que las primeras

Juntas que allí surgen se autoproclaman defensoras de los derechos de Fernando

VII, e incluso crean unidades con su nombre. Puede ser, de nuevo, un pretexto que

encubre ambiciones independentistas, pero no deja de ser significativa la constante

apelación al Rey, o el hecho anecdótico de que Hidalgo, cuando se subleva en

México, viaje con un carruaje en el que dice que transporta al soberano.

A partir del año 1810 el movimiento en América empieza a adquirir abiertos tintes a

favor de la independencia. Una vez más, se demuestra su estrecha relación con lo

que sucede en España. Porque a fines del año 1809 en la abrumadora derrota de

Ocaña el Ejército español parece definitivamente aniquilado. Es pues el momento

ideal para la ruptura, en la confianza de que la metrópoli no está en condiciones de

reaccionar.

Y así era, en efecto, pero había un elemento con el que quizás no se había contado:

el Ejército de América.

Como recordarán, hace unos minutos he hecho un brevísimo bosquejo del mismo,

aludiendo, en primer lugar, a la absoluta carencia de tropas peninsulares, en

segundo lugar, a su organización en unidades fijas y Milicias. En las primeras, se

puede calcular que más de un 80% de la tropa era americana. En los mando, el

porcentaje de peninsulares estaba en relación inversa con el grado. Los puestos

más elevados estaban ocupados mayoritariamente por originarios de España, y los

inferiores por personal local. En cuanto a las Milicias eran abrumadoramente

americanas.

Sorprendentemente estas fuerzas no corren a unirse al movimiento de

independencia, sino que, en variables proporciones, toman partido por un bando o

por otro, de forma que ambos constituyen sus respectivos Ejércitos en base a ellas.

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Durante los primeros tiempos, con España casi totalmente ocupada por los

franceses, serán, pues, sólo americanos los que defiendan el pabellón real en las

Indias.

Las autoridades realistas se enfrentan desde un principio a una situación dificilísima.

En primer lugar, y desde un principio, como hemos visto, el sistema militar se basaba

en unos efectivos de por sí muy escasos. Ahora, éstos se han reducido aún más, ya

que parte de ellos han escogido el bando independentista. En segundo lugar, el

sistema estaba concebido para hacer frente a una amenaza exterior, y ahora ésta

proviene del interior. En tercer lugar, el esquema era defensivo, y se apoyaba en una

red de fortificaciones bajo cuya protección las tropas resistirían los ataque contrarios,

hasta que éstos tuvieran que desistir ante la fortaleza de los muros y los estragos

causados por el clima y las enfermedades. Pero ahora se trataba de una guerra

ofensiva, ya que había que aniquilar los focos independentistas antes de que se

consolidaran, y recuperar los territorios perdidos.

Por otro lado, el carácter defensivo de la estrategia decidida en el siglo XVIII suponía

que existían unas mínimas fuerzas de Caballería, totalmente insuficientes para

abordar el nuevo tipo de guerra que se presentaba.

Finalmente, el sistema se basaba en la llegada de refuerzos peninsulares, y con

España invadida, estos tardarían años en llegar.

Lamentarse no servía de nada, había que hacer frente a la situación, recurriendo a

las fuerzas disponibles. Las primeras, claro, las fijas, a las que ya he hecho

referencia. Pero éstas eran, como también he comentado, escasísimas.

Dichas unidades se tienen que multiplicar. Por mencionar a una de ellas, el peruano

Real de Lima, tan admirado por mi querido amigo Hugo O’Donnell, tuvo que

mantener el orden en el propio virreinato, restablecerlo en Quito y enviar elementos

a Alto Perú y Chile. Tan escueta relación es profundamente injusta. Hay que apelar

a la imaginación para hacerse una idea de lo que ello significaba de marchas de

cientos de kilómetros, Andes arriba, para hombres tan poco acostumbrados a

aquellas alturas vertiginosas como un andaluz o un castellano.

El siguiente recurso eran las Milicias, que también se dividen entre realistas e

independentistas. Son movilizadas y, de hecho, en algunos lugares como el Alto

Perú llegan a constituir la mayor parte de los nuevos ejércitos, que se forman,

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jugando en otros territorios un papel esencial como fuerzas auxiliares. De hecho, en

pocos meses su calidad aumenta de tal modo que se les confiere consideración de

tropas de línea (como, por otra parte, estaba sucediendo simultáneamente en la

propia España).

En algunos casos, ni aún así se pueden allegar los hombres necesarios. Venezuela

es un buen ejemplo de ello. Entonces, se crean ejércitos literalmente de la nada. El

más conocido, y el mejor, sería el formado por el terrible Boves, formado casi

exclusivamente por americanos, y por caballería infligirá gravísimas derrotas a los

independentistas, incluyendo al propio Bolívar.

Mientras, en España se hace lo que se puede para acudir en auxilio de ultramar. La

guerra contra Napoleón, sin embargo, limita extraordinariamente las posibilidades.

De hecho, entre los años 1811 y 1814 sólo se envían a zonas de operaciones 9.000

hombres, la mayor parte a Nueva España y a Montevideo aunque un batallón va a

Perú y otro a Venezuela. Las unidades que se mandan, en contra de la leyenda, no

son todas veteranas de la lucha contra los franceses. Un ejemplo es el III de

Asturias. Como saben, se trata de un nombre prestigioso en el Ejército. Pero el

Asturias original había sido hecho prisionero en Dinamarca, como parte de la

División de la Romana. Se reconstituyó con tres batallones, a base de elementos de

20 batallones distintos. Dos de ellos se incorporaron a las tropas combatientes en la

propia España. El III, el peor, marchó a América. Es evidente que desde ningún

punto de vista se le podía considerar una sólida unidad veterana.

De cómo estaban entonces las cosas en la Península da idea que se encargara a

una asociación de comerciantes, el Consulado de Cádiz, no a un organismo

ministerial, que encauzara y organizara las expediciones de tropas, a través de una

dependencia que se tituló la Comisión de Reemplazos. Si bien actuó bajo

supervisión gubernamental, el peculiar instrumento escogido demuestra la gravedad

de la crisis que atravesaba España.

Así pues, durante el largo periodo que media entre los años 1810 y 1814 son

americanos los que sostienen la lucha, caso sin duda que carece de precedentes en

la Historia. Son los propios súbditos ultramarinos los que luchan por mantener la

soberanía de la metrópoli.

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En el año 1815, acabada la guerra de Independencia la situación cambia, pero sólo

parcialmente y por poco tiempo. Entre ese año y 1819 se envían a América unos

25.000 hombres. El problema no es sólo que son pocos. Es que, además, se les

envía en pequeños contingentes, a veces de nada más que de un regimiento, que

son diezmados antes de que hayan podido producir ningún cambio sustantivo en el

desarrollo de las operaciones.

La única expedición importante es la que manda Morillo, con 12.200 hombres que

desembarcan en Venezuela.

Puede resultar de interés hacer algún comentario a la misma, para dar una idea de

en qué condiciones se hacía esa guerra. De un lado, hay que indicar que se tuvo

que mandar inmediatamente a Perú un Batallón de Infantería y un Escuadrón. De

cada Regimiento de Caballería, ya que el virreinato precisaba urgentes refuerzos.

De forma que aún esa expedición, la mayor como he dicho, se debilitó desde un

principio.

Algunos datos bastarán para indicar el estado moral de esas fuerzas. La tropa

estaba formada por hombres que venían de combatir en España, en su mayoría.

Muchos de ellos “cumplidos” o a punto de estarlo y que no tenían ningún entusiasmo

por jugarse la vida en tierras lejanas, inhóspitas e insalubres.

En cuanto a los mandos, los coroneles de cinco de los siete Batallones de Infantería

pidieron la baja, y tuvieron que ser relevados, como sucedió con una media de 20

oficiales de cada unidad.

Resulta sorprendente que, a pesar de ello, estas fuerzas se batieran tan bien como

lo hicieron.

Es indiscutible que su llegada en algo cambió la fisonomía de los Ejércitos que

defendían la causa del rey, pero no bastó para “españolizarlos”.

Y ello, por dos causas. La primera, la espantosa atrición que sufrieron en campaña.

Por ejemplo, la expedición Morillo perdió en uno de sus primeros hechos de armas,

el asedio y toma de Cartagena de Indias unos 2.000 europeos, en torno al 15% de

sus efectivos, la mayoría por enfermedades. Cinco años después, en el año 1821 se

calculaba que de sus 12.000 hombres quedaban en filas 1.700.

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La segunda es que ni con esos refuerzos se logró reunir la fuerza necesaria. Hubo,

por tanto, que acudir a un acelerado proceso de “americanización”. Siguiendo con la

expedición Morillo en cuanto llegó, envió uno de sus batallones a Puerto Rico, a

cambio del fijo de esa isla, mayoritariamente americano. Por otra parte, alguno de

sus restantes batallones se desdobla. Se desprende de parte de su personal

europeo, que sirva de base para formar un nuevo batallón, a base de reclutas

locales, mientras los cuadros que ha entregado se sustituyen por americanos. En

cuanto al Batallón (Extremadura) y los dos Escuadrones que he señalado que envió

a Perú, el primero se desdobló, y el segundo sirvió de esqueleto para crear sendos

Regimientos de Caballería.

Los Ejércitos realistas adquieren así una fisonomía mixta, parte española y parte

americana. La relación entre ambos componentes no fue siempre buena. A veces,

los peninsulares consideraban a los locales como soldados aficionados,

despreciaban su frágil apariencia física y les costaba acostumbrarse a algunas de

sus costumbres (por ejemplo hacerse acompañar de sus mujeres en campaña). Los

americanos, por su parte, estimaban que muchos españoles eran engreídos, y que

se adaptaban mal a las condiciones locales. Al tiempo, las unidades americanas

desarrollaron un notable espíritu de Cuerpo.

Este proceso de “americanización” continuará durante todo el periodo, acentuándose

incluso, debido a la combinación de distintos factores: la ausencia de refuerzos e

incluso de reemplazos españoles del año 1820; las bajas experimentadas, y la

necesidad de crear nuevas unidades.

Daré algunos ejemplos, entre las decenas posibles. Se organiza un Batallón Ligero,

llamado Cachirí. Se constituye con americanos, de un lado, y, de otro, agrupando en

las compañías de elite los pocos peninsulares que había en el fijo de Puerto Rico y

los escasos supervivientes del Regimiento español de Granada.

Otro Batallón, el de Granaderos de la Reserva, estaba formado por tropa indígena,

que apenas hablaba castellano. Toda la oficialidad era americana, incluyendo a un

cacique del Cuzco, y sólo el coronel era español. Cómo se ve, resulta muy difícil

considerarla una unidad española.

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Una unidad que sí que lo era, el Batallón de Talavera sirvió de base para formar

otros dos, con su mismo nombre. De media, pues, podía tener una tercera parte de

peninsulares, aunque oficialmente seguía siendo español.

Por último, otra unidad peninsular, el Infante don Carlos absorbe al Real de Lima en

cuanto llega a América, perdiendo así desde el primer momento su carácter

europeo.

Quizás puedan ser interesantes algunas cifras, referidas al año 1820, cuando

todavía quedaban cuatro años de guerra. Había entonces en las Indias 23.000

hombres en unidades expedicionarias, 26.000 en tropas regulares americanas y

25.000 de Milicias.

Ello da una proporción de dos tercios de americanos en el Ejército realista. Pero la

afirmación tiene que ser matizada. Datos fiables apuntan a que, ya entonces, unas

dos terceras partes de las unidades oficialmente europeas eran americanas. Habría,

pues, que hablar de unos 7.000 españoles en un ejército de más de 70.000

hombres.

Esta tendencia no se invertiría nunca. En el año 1820, la sublevación de un cuerpo

expedicionario en Cabezas de San Juan abre un nuevo periodo en la historia política

de España, y pone fin al envío de tropas a América. Es más que significativo que las

tropas se amotinan fundamentalmente para evitar partir para América. Las Memorias

de un oficial de aquel Cuerpo, Santillán, no dejan dudas al respecto.

El Ejército realista, abandonado a sí mismo, seguirá combatiendo de forma

admirable, casi comprensible, hasta los campos de Ayacucho.

Una mención a su composición en esa última batalla permitirá, creo, confirmar lo que

he venido diciendo hasta ahora. Contaba con 14 Batallones de Infantería. De ellos

nueve eran, desde su formación, americanos. Pero los cinco teóricamente

españoles, habían dejado de serlo hace tiempo. El de Burgos, por ejemplo, de 540

hombres contaba con sólo 75 europeos.

En cuanto a los 14 escuadrones, ocho fueron creados como americanos. Los otros

seis, se habían organizado sobre los cinco que en total llegaron a Perú, años atrás

(algunos en 1815). Tras nueve años de combates y enfermedades pocos

peninsulares quedarían en sus filas.

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En total, se puede calcular que los españoles del Ejército oscilarían entre 500 y 900,

sobre un total de 7.000.

Es conocido que tras la derrota de Ayacucho, y muy a la española, si me permiten,

algunos reductos e defendieron durante años, contra toda lógica y esperanza, sólo

por el honor. Uno de ellos fue la fortaleza de El Callao, que resistió hasta enero del

año 1826. La guarnición la componían el Batallón Arequipa, de peruanos; el antiguo

de Buenos Aires, de argentinos, y el II del Infante, español. Pero sobre el papel,

porque sólo tenía 23 europeos.

No les puedo ocultar que este último dato, junto a los otros que he venido

exponiendo, me dejan perplejo, y perdido en admiración. ¿Cómo es posible que

durante años miles y miles de americanos combatieran en defensa de la soberanía

española? Hay, desde luego, explicaciones poco nobles, y sin duda en parte ciertas:

miedo, apego a rutina, etc. Pero es igual de evidente que muchos lo hicieron

movidos por imperativos más nobles. Los militares que me escuchan saben que no

es posible hacer luchar y morir a tantos hombres durante tanto tiempo por la simple

fuerza. Algo bueno, quizás intuían, en la causa que defendían como para

sacrificarse por ella.

Desde luego, España ha olvidado minuciosamente sus servicios, como si no se les

debiera nada, como si fuera normal lo que hicieron.

Ha hecho lo mismo con los propios españoles que combatieron en ultramar, en una

actitud que no sé si calificar de escandalosa o de lamentable. Y, sin embargo,

aquella gente combatió con una lealtad absoluta en condiciones atroces. De un lado,

se incumplió sistemáticamente el compromiso de repatriar a los hombres a los tres

años de servicio. Se mantuvo a las unidades hasta que se extinguieron en el campo

de batalla. Por otro lado, hubo años en los que en total se les pagó la cuarta parte

del sueldo de un mes. Semanas en las que por toda ración recibían un trozo de

carne, sin sal siquiera, días en los que no bebían otra cosa que el agua que de

lluvias pasadas había quedado en las huellas de herraduras, y que recogían con una

cuchara. Cuando enfermaban o eran heridos, no les quedaba, en palabras de un de

sus generales, sino echarse a morir sobre un cuero hediondo.

Subieron, y aquí tomo palabras de otro general, más alto que las águilas para luchar

entre las nieves de los Andes, atravesaron desiertos, cruzaron ríos anchos como

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mares, fueron diezmados por enfermedades, devorados por caimanes y jaguares.

Según un cálculo muy aproximado, del que soy responsable, tuvieron, por todos los

conceptos, entre un 80% y un 90% de bajas y, sin embargo, siguieron combatiendo

hasta el final.

¿Y quién se acuerda de ellos? Nadie. ¿En qué unidad actual, heredera de la que

marcharon a América se sabe siquiera lo que hicieron sus antecesores?

En ninguna, seguramente. Por ello, cuando hace años escribí un libro sobre ellos le

titulé Banderas olvidadas, porque lo siguen estando, y todos somos responsables de

ello.

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SEGUNDA CONFERENCIA

LA CASACA Y LA TOGA.

LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA

MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO

DEL SIGLO XVIII

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LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA MILITAR

DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII

José l. Terrón Ponce*

Señoras y señores:

Pretendemos en esta conferencia, hablar de lo que denominaremos “el hecho militar

en la tercera década del siglo XVIII español”, como origen y causa de lo que ocurrirá

después en términos castrenses. Y cuando me refiero al hecho militar, estoy

hablando de un fenómeno complejo, que excede las fronteras de lo que hoy pueda

significar tal concepto. Las razones de tal complejidad estriban en que la sociedad

estamental (y piramidal) del Setecientos, tenía en su cúspide un grupo de

privilegiados, el estado noble, que era clase militar por excelencia y derecho de

cuna.

Este estamento noble y por extensión militar, representaba la parte activa de la

sociedad, la protagonista en los aspectos político-económicos y de coacción

ideológica. Como tal, ofrecía auxilium y consilium a una monarquía absoluta

(nominalmente al menos) en la que todo el mundo, incluida la nobleza, debía

obediencia ciega.

Pero no nos engañemos. En toda sociedad, dinámica por naturaleza y que sólo llega

a ser perfecta en los manuales y en las diversas utopías de los pensadores, existen

fuerzas centrífugas, y el poder absoluto, que nunca lo es del todo y además teme no

serlo, debe permitir algún protagonismo a los grupos de presión existentes para

lograr un cierto equilibrio inestable. Así, los monarcas absolutos, a la vez que hacían

ostentación de su (presunto) poder, repartían juego entre los estamentos más

poderosos del reino, con el fin de obtener su colaboración y convertirlos en soporte

del régimen. Nos referimos sobre todo a la nobleza, omnipresente en la milicia y en

las magistraturas, dos conceptos que en el siglo XVIII no son excluyentes, puesto

que la monarquía absoluta en lo político es “también” una monarquía militar, por

razones tanto teóricas (el monarca es noble y por tanto militar por nacimiento) como

prácticas (defensa del sistema en lo interior y protección del reino en lo exterior).

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La monarquía absoluta es, pues, una monarquía militar como decimos y además

todos los signos externos avalan esta afirmación. La presencia constante de lo

castrense en todos los aspectos de la sociedad, la ocupación por militares de los

puestos más importantes de la política y la administración, el título de generalísimo

de Mar y Tierra que se reservan los reyes, que además habían seguido una política

de supresión de ejércitos particulares de la nobleza a favor del Ejército Real, fiel al

monarca y a sus intereses, por más que el coronel de un regimiento siguiera

denominándose “propietario” y que la bandera del primer batallón (con las insignias

reales en vez de las armas del coronel) siguiera denominándose "coronela". Por

extensión se prohibía, salvo excepciones escasísimas, de que un noble levantara un

regimiento a su costa aunque podía, eso sí, pagarse los alamares de capitán de

Caballería entregando al ejército 50 caballos.

También dice mucho en favor de esta incorporación a la corona de las prerrogativas

militares (que pretendía el total sometimiento de la nobleza al monarca) la

estructuración racional de las unidades militares y su sometimiento a un código

común (las Ordenanzas) y a las numerosas "instrucciones" que el monarca enviaba

a sus generales, los cuales carecían por completo de iniciativa sin estas directrices

reales, que en algunos casos fueron incluso publicadas como por ejemplo las de

Federico II de Prusia. Por último, otra medida precautoria que tomaban los reyes era

evitar las maniobras de grandes unidades en tiempos convulsos, por si se diera el

caso de que algún general sintiera lo que César denominaba en sus Comentarios

"deseo de novedades", como ocurrió, por ejemplo en España, en el motín contra

Esquilache.

Todas estas medidas iban encaminadas sin duda a fortalecer el poder real,

centralizarlo, excluir de él a las fuerzas vivas (fundamentalmente la nobleza) a las

que se incorpora a la cadena de mando de manera jerarquizada y cuyos ascensos

dependen siempre de la arbitrariedad del monarca. Como ya se dijo, el Rey se

reservaba el título de generalísimo de Mar y Tierra y la figura de los capitanes

generales de Ejército (no confundir con capitanes generales de provincia) pasó a ser

un grado honorífico y siempre supeditado a la voluntad real, que en un momento

determinado y para una acción concreta podía concederle a uno de ellos el mando

de un ejército expedicionario.

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Éste sería, en líneas generales, la situación del hecho militar en la España de 1759,

cuando llega Carlos III para ser coronado Rey. Lo militar, pues, es, en ese momento,

un concepto muy ligado a la política y esta ligazón será un inconveniente y origen de

contradicciones y paradojas insalvables cuando el nuevo monarca, con el fin de

modernizar el país, trate de separar de la cabeza del mismo a la alta nobleza del

reino (los grandes de España) y la sustituya por una noblesse nouveau, formada

fundamentalmente por juristas procedentes de la administración y militares

procedentes de la baja nobleza. Los casos más evidentes: los condes de

Floridablanca y Campomanes o los generales O´Reilly y Ricardos.

Las intenciones de Carlos a su llegada a España y aconsejado por asesores

napolitanos (como el marqués de Tanucci, por ejemplo) imbuidos del espíritu

ilustrado, eran de reformas y consiguientemente de modernización del país a la

europea, que entonces era tanto como decir a la francesa. Reformas que alcanzarán

también al Ejército.

Vamos, pues, a lo largo de esta conferencia a intentar valorar la reforma militar en

tiempos de Carlos III. Para ello hemos elegido un hilo conductor: las disensiones

entre algunos altos mandos militares y los gobernantes civiles (en su mayoría

abogados); lo que se ha denominado la pugna entre militares y golillas, tan

característica de aquel reinado. Hemos tomado este punto de vista, porque dicha

perturbación condicionó en gran medida la puesta a punto del Ejército, provocó

algunos retrasos y mediatizó incluso algunas de las operaciones militares, cuando

en éstas se vieron implicados elementos políticos y diplomáticos.

Quiere decirse, pues, que aunque en determinado momento resulte llamativa por su

éxito o su fracaso una medida castrense o una operación militar, tras ella siempre,

en esta época, subyacen las luchas por el poder entre los grupos enfrentados, que

representaban, respectivamente, posiciones retrógradas o avanzadas, que en este

último caso es tanto como decir reformistas ilustradas.

Para el análisis en por menor, podemos dividir el periodo en etapas políticas,

representadas por los sucesivos gobiernos, que dieron personalidad propia a cada

una de ellas: el continuismo de los primeros años, el periodo de los ministros

italianos y por último el de los españoles, encabezados por la figura política más

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señera de todo el reinado: José Moñino, conde de Floridablanca.

Y en la oposición como una constante durante todo el reinado, superando etapas, la

figura inquietante y revoltosa de Pedro Abarca de Bolea, conde de Aranda, capitán

general de Ejército, y el representante genuino del pensar castizo y de una

personalidad recalcitrante y perturbadora.

Hay desde luego un tema central que da carácter a todas estas reformas militares.

Nos referimos a las importantes Ordenanzas de 1768, porque serán, de entre las

medidas castrenses tomadas durante el reinado del Tercer Carlos, las que de mayor

proyección hacia el futuro, hasta el punto que su tratado II, verdadero código

deontológico militar, ha pervivido hasta nuestros días, inspirando incluso, en cierta

medida, a las nuevas Ordenanzas Militares de Juan Carlos I.

Reformas militares, pues, de las que sus éxitos y sus fracasos, “sus luces y sus

sombras” como metafóricamente denominamos en el título de esta conferencia a los

aciertos y a los fallos de sus mentores y fautores, transcurrirán a lo largo del reinado

del Tercer Carlos y condicionarán el futuro de España como potencia en el reinado

siguiente.

Las etapas del reinado de Carlos III

Introducción

En el ámbito militar, el reinado de Carlos III se caracterizó por el intento del monarca

y sus colaboradores más directos, de poner al día un Ejército que llevaba

prácticamente inoperativo más de 20 años, tras lo que podríamos llamar

“neutralidad ahorradora” practicada por su hermano y antecesor Fernando VI.

Pero las reformas militares carlotercistas abordaron también la empresa más allá de

lo puramente castrense y a la par que se trataba de reformar, desde presupuestos

ilustrados, el Estado y aún la sociedad, se intentó también separar en lo posible lo

militar de lo político, demasiado entremezclado según el gusto de los reformadores,

en una Monarquía absoluta, que en muchos aspectos y debido al modelo social

estamental y el carácter de la nobleza (estamento militar por excelencia) era,

también, una Monarquía militar.

Todos estas reformas en lo militar , se llevaron a cabo a la par que las generales

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abordadas por el monarca, y pueden analizarse dividiendo su progresión en

periodos, más o menos significativos.

Primera etapa del reinado (1759-1763)

Carlos III llegó por Barcelona en 1759 a ocupar el trono de las Españas. El nuevo

Rey desembarcó en la Ciudad Condal el 17 de octubre de 1759. Su primera medida

de gobierno fue mantener a la mayoría de los ministros de su hermano para no

asustar a las fuerzas vivas, principalmente la alta nobleza (los grandes), que

sospechaban lo que el nuevo monarca traía en las alforjas, es decir: las reformas

pertinentes en clave ilustrada para la modernización del país, a lo que la mayoría de

ellos se oponían, capitaneados por el conde de Aranda, quien a pesar de su fama de

volteriano, no podía desprenderse de su corporativismo nobiliario.

A la par, el monarca colocó en una de las secretarías vacantes, la de Hacienda, un

homo novus, Leopoldo di Gregorio, marqués de Esquilache, uno de los consejeros

napolitanos que el Rey trajo consigo.

En Guerra, sin embargo, mantuvo el rey Carlos a Ricardo Wall, un irlandés ministro

de su hermano, que hasta que fue sustituido por Grimaldi (otro italiano) tuvo tiempo

de introducir a un personaje, hechura suya, que dará mucho juego durante la

primera etapa del reinado: el general Alejandro O´Reilly, irlandés como su protector.

Como ya dijimos, Carlos III había desembarcado en Barcelona en el otoño de 1759.

Luego, camino de Madrid, el nuevo Monarca tuvo que detenerse en Zaragoza por un

mes, a causa de la enfermedad de uno de los infantes. En la ciudad del Ebro y

durante la estancia del Rey, ocurrió un hecho de enorme trascendencia para los

años venideros. Nos referimos a la visita de cumplimiento que le hizo un personaje

que ocupará páginas y páginas de la historia del reinado del Tercer Carlos: Pedro

Abarca de Bolea, grande España, conde de Aranda y teniente general de los Reales

Ejércitos.

En efecto, Aranda, que a la sazón contaba 40 años de edad, había metido ya mucho

ruido en el reinado anterior; era un verdadero “halcón”. A causa de sus

desavenencias con la política fernandina, había sido extrañado de la Corte después

de que hiciera dejación de todos sus empleos y se retirara a sus estados de Aragón,

pasando a residir en Épila, lugar desde donde se desplazó a Zaragoza al encuentro

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de su nuevo Rey; “a hacerle la corte”. Lo que pasó entonces nadie lo ha contado con

precisión, ni quien le aconsejó que sería bien recibido en el séquito real, pero lo

cierto es que Carlos III admitió de nuevo al conde y le restituyó en su empleo de

teniente general. Parece, pues, que el Monarca pensaba hacer uso de un militar (y

también un político) tan valioso como el conde aragonés. Pero Aranda, además de

hombre de valía, tenía también el genio muy vivo, enorme ambición y una

personalidad demasiado terca y vehemente, que limitaba sus por otra parte grandes

prendas. El duque de Crillon, que le conoció en el sitio de Almeida, dijo de él:

“[...] no me fío de su orgullo que le impide considerar nada bueno excepto

aquello que provenga de su propia cosecha, de su testarudez, después de

haber decidido de una vez si algo está bien o está mal y sobre todo de su

personalidad envidiosa” (1).

Esta es la razón por la que el Rey, aunque le empleara varias veces de forma

ocasional cuando alguna operación militar o política necesitara de algún “vigor”,

también le apartaba de la Corte una vez solucionado el problema. De lo primero

disponemos de dos testimonios: el nombramiento de comandante en jefe de la

expedición a Portugal (1762) y el encargo de la represión posterior al motín contra

Esquilache (1766), incluida la expulsión de los jesuitas. Todo lo demás fueron

dilatados destierros encubiertos, como la Capitanía General de Valencia o las

Embajadas de Polonia y París.

El encuentro de Aranda con Carlos III en Zaragoza, pues, fue entonces un hecho

relevante en lo político, se trataba, creemos, de una maniobra del entorno del

Monarca para ganarse a un personaje que hubiera sido peligroso (y de hecho lo fue)

tenerlo enfrente. “Pero también fue relevante en lo militar”, que es aquí lo que más

nos interesa. En efecto: el conde aragonés estuvo presente en todo lo relacionado

con la Milicia durante el reinado, sea como protagonista (general en jefe en Portugal,

presidente de la comisión de Ordenanzas, capitán general de Valencia y Castilla la

Nueva y gobernador militar de Madrid) o como acerbo crítico de sus compañeros de

armas cuando era postergado en el mando, que supuestamente le correspondía

Carta del duque de Crillon al conde de Floridablanca. Mahón , 2/12/1781. A.H.N. Estado, legajo nº 4230 1

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como capitán general efectivo de Ejército, rango castrense máximo después del Rey

y que éste le había concedido en el año 1763 a la edad de 44 años.

Respecto al Ejército que Carlos III encontró a su llegada, no era éste todo lo

eficiente que se pudiera esperar, dado el descuido en que lo había dejado su

hermano y antecesor. La institución castrense se encontraba falta de oficiales, la

tropa en cuadro y necesitada de actualización en doctrina e instrucción. El nuevo

Rey pensaba acometer una auténtica reforma militar para paliar estas deficiencias,

como así lo hizo. Pero antes de abordarla en profundidad, había de hacer frente a

una serie de necesidades perentorias, que se le vinieron encima a los escasos tres

años de reinado. Nos referimos a la forzada intervención en la guerra de los Siete

Años contra Inglaterra al lado de Francia, obligado por el Tercer Pacto de Familia y

para la que no estaba preparado. Así pues, las operaciones militares que España

llevó a cabo en aquella guerra (invasión de Portugal, defensa de La Habana) no

fueron lo lucidas que se esperaba, tanto por las ya citadas deficiencias, como por el

hecho de que el Ejército español no había participado en una campaña desde los

años cuarenta y también, desde luego, por algo de lo que ya se ha hablado y

seguiremos insistiendo: “la excesiva intromisión de la política en el ámbito de lo

militar.”

Veamos pues, a continuación, el desarrollo de los acontecimientos militares en estos

cuatro primeros años de reinado de Carlos III.

El Tercer Pacto de Familia y la guerra de los Siete Años

El rey Carlos, no pudo abordar las reformas que proyectaba para España de

inmediato y no sólo por la prudencia que aconsejaba la fuerte oposición interior que

se esperaba virulenta, sino también porque hubo de cumplir los compromisos que

con Francia había contraído en el llamado Tercer Pacto de Familia, por el que hubo

de enfrentarse con Inglaterra y sus aliados al final de la guerra de los Siete Años. En

efecto: en 1762, España encontró abiertos dos frentes. En primer lugar el americano,

donde los ingleses tomaron La Habana y en segundo el europeo, en el que tropas

españolas invadieron Portugal, país tradicionalmente aliado de la Gran Bretaña.

En efecto, en 1762 se inicia la campaña contra el país vecino con un ejército poco

preparado y al mando de un teniente general anciano y enfermo: el marqués de

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Sarriá, quien, después de un tiempo hubo de ser sustituido por el conde de Aranda.

Ni uno ni otro, no obstante, lograron gran cosa. Se culpó del escaso éxito de las

operaciones a la naturaleza del terreno y otras circunstancias locales, pero creemos

que la causa fundamental del fracaso militar tuvo también connotaciones políticas.

Queremos decir, que resultaba francamente complicado invadir un país en el que la

reina consorte, Mariana Victoria, era hermana del rey Carlos. Por eso no podía

existir en el real ánimo excesivas energías para invadir Portugal hasta sus últimas

consecuencias. Mala conciencia, que se debió contagiar a los comandantes de la

expedición, que no recibían de la Corte una idea clara de lo que había de hacerse.

De hecho, si observamos el plano de las evoluciones del cuerpo de tropas que

invadió el país luso, se ve que nunca llegaron los españoles a penetrar hacia el

oeste más allá de un tercio del país, con escasa voluntad de llegar al Atlántico y

mucho menos de entrar en Lisboa. Las operaciones se limitaron, pues, a la toma de

algunas fortalezas fronterizas con Extremadura (como Almeida) y poco más.

En la guerra de Portugal se vio también una continuidad respeto a épocas

anteriores. El empleo en el mando de las operaciones a los grandes (tanto Sarriá

como Aranda lo eran). También otro grande fue promocionado gracias a esta

campaña, el conde de Fernán Núñez, que obtuvo el grado de capitán de Guardias

Españolas (equivalente a coronel en las tropas de línea) por llevar a la corte la

noticia de la toma de Almeida. También es cierto que otros menos “grandes”

comenzaron a hacer carrera de manera subrepticia en esta campaña como

Alejandro O´Reilly que con el grado de mariscal de campo se lució en el mando de

las tropas ligeras y eso le valió el ascenso a teniente general. Su irresistible ascenso

había comenzado. Pronto daría mucho que hablar.

En síntesis, la campaña de Portugal fue el primer acto militar del reinado en el que

ya vemos enormes condicionantes políticos que lo mediatizaron.

La etapa de los ministros italianos: Esquilache y Grimaldi (1763-1776)

Tras la Paz de París de 1763, Carlos III decidió imprimir mayor ritmo a su proyecto

reformista. Desde ese momento y de forma inequívoca, sustituyó ministros y colocó

en puestos clave a los que en esta segunda etapa del reinado fueron los artífices del

cambio: los italianos Esquilache y Grimaldi

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Así pues, aprendida la lección de Portugal, Carlos III y sus consejeros napolitanos

decidieron acometer, entre otras, la reforma militar. Antes se produjo el cambio de

gabinete. En efecto: cesaron los ministros antiguos y los reformadores tomaron el

relevo. Uno ya estaba dentro: Esquilache, que ocupó ahora la Secretaría de Estado

en sustitución de Wall, que también perdió la de Guerra en favor de otro italiano:

Jerónimo Grimaldi, que fue el gran protagonista de la siguiente década en el ramo

militar.

La reorganización militar de los territorios americanos

La toma de La Habana por los británicos en 1762 (restituida a España por el Tratado

de París al año siguiente) fue un toque de atención para que Carlos III abordara

inmediatamente la reorganización de la defensa americana. En este sentido, se

construyeron o reformaron numerosas fortificaciones y se dio nueva planta a las

tropas de guarnición, creando algunos regimientos de línea y equiparando las

Milicias a la normativa de las existentes en la metrópoli.

La reforma de la Artillería

También y a la par que las medidas anteriores, se acometió la reforma del Cuerpo

más técnico del Ejército: la Artillería, presidida nuevamente por un italiano: el conde

de Gazzola y llevada a cabo por el ingeniero francés Vallière, culminó con la

creación de la Academia de Artillería de Segovia. En efecto: el ingeniero francés

Joseph Vallière hijo de otro del mismo empleo, Jean Florence Vallière que había

dotado a Francia de su sistema artillero consistente en normalizar los calibres y

dividir la Artillería en costa campaña y sitio, fue el encargado de implantar en España

el sistema de su padre. Por su labor Carlos III le concedió el título español de

marqués de su apellido.

Pero quizás lo más representativo de esta reforma artillera fue la creación de la

Academia de Artillería de Segovia, la cual, además de por razones prácticas, fue

erigida como símbolo palpable de la introducción de la ciencia moderna en España,

de ahí la propaganda que se hizo de sus actividades en la Gaceta, normalmente

huérfana en tiempos de paz de acontecimientos que no fueran la rutina habitual de

la Corte.

Las Ordenanzas de 1768

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La necesidad de reformar las ordenanzas militares vigentes (las de 1728) se había

hecho sentir ya en el reinado de Fernando VI, durante el cual se había nombrado

una comisión ad hoc, que en 1762 había terminado sus trabajos. Ese mismo año se

publicaron los dos primeros tomos de las nuevas Ordenanzas, pero al poco se

produjo un revuelo y fueron retiradas. ¿Qué había pasado? Pues nada menos que el

conde de Aranda con un grupo de generales se había opuesto a su promulgación. El

malestar de los mandos militares, al parecer, provenía de dos artículos polémicos

relacionados con la cadena de mando. En efecto: en dichos artículos, además de

especificar muy claramente las funciones del coronel de un regimiento, se le

subordinaba directamente a su inspector y a la Secretaría de Guerra, sin que el

Supremo Consejo de Guerra tuviera arte ni parte en la fiscalización de sus acciones

u omisiones. Para los arandistas (que es tanto como decir los grandes) aquello era

casi un golpe de Estado, contra una institución, el Consejo de Guerra, que

controlaba hasta entonces la máquina militar, habiendo sido hasta entonces la

Secretaría un mero órgano de gestión. Ahora Carlos III pretendía dar preeminencia,

no sólo a la Secretaría de Guerra sino a todas las demás, que era donde se

encontraban los personas clave que iban a decidir pronto los destinos del país,

siendo los Consejos, por el contrario, refugio de los grupos de presión más

reaccionarios.

Por tanto este parón a las ordenanzas lo circunscribimos a la ya bien conocida lucha

por el poder entre Secretarías y Consejos, que ya venía de lejos, incluso de mucho

antes de que Carlos III subiera al trono. De hecho, Aranda trató durante todo el

reinado de restablecer el poder del Consejo, despreciando al secretario del ramo,

pero la única victoria que obtuvo fue ésta del año 1762. Y encima fue una victoria

pírrica.

En vista del revuelo y en este momento de debilidad de la Monarquía, Carlos III

cedió y se nombró una nueva comisión de ordenanzas y a la par, significativamente,

se mandó a Aranda fuera de la Corte, a la Capitanía General de Valencia y Murcia.

Su primer exilio dorado. Y no sería el último.

La Comisión terminó sus trabajos en 1768, promulgándose ese año las que los

historiadores han denominado Ordenanzas de Carlos III, que fueron el resultado de

una transacción entre los vocales de la Junta nombrada para su redacción, puesto

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que los había de todas las tendencias del espectro político de entonces, desde los

más reaccionarios hasta los más innovadores. Estos últimos rozaban los

presupuestos de lo que luego sería el “Ejército nacional”, acuñado en la Revolución

Francesa que preconizaba como modelo militar a le soldat citoyen.

Esta solución de compromiso no contentó a nadie entonces y debido a la resistencia

al cambio de muchos mandos militares, resultó de difícil aplicación. Algunos de sus

artículos eran tan modernos que resistieron el paso de los siglos. Sobre todo el

tratado II, verdadero código de contenido ético atemporal.

El perfil del nuevo oficial: el llamado “oficial de mérito”

A la muerte de Fernando VI, el nuevo reinado se esperaba ilustrado. Esto para

algunos (pocos) representaba una esperanza, para otros, por el contrario, una

amenaza. Quiere esto decir, que las tensiones iban a poner a prueba el experimento

y debía contarse con el Ejército para contenerlas, al margen de adaptar a la

oficialidad a los nuevos tiempos y a los nuevos modos de pensar, que

inexorablemente iban a implantarse, si tenemos en cuenta que la dinámica histórica

sigue siempre inexorablemente su curso.

En consecuencia, debía llevarse a cabo una labor concienzuda para cambiar el perfil

del oficial militar. Sobre todo por la desmoralización y el estancamiento profesional y

mental que, al principio del reinado del Tercer Carlos, se encontraban sumidos los

cuadros de mando de Tierra, tanto por su postergación a favor de la Marina, según

la política del antiguo ministro de Fernando VI, el marqués de la Ensenada, como

por el hecho de llevar más de 20 años sin intervenir en campaña, debido a la política

de neutralidad ahorradora del difunto soberano.

El oficial de principios del reinado de Carlos III, salvo las excepciones reservadas a

los grandes, era de edad avanzada, porque por entonces los empleos no se cubrían

al generarse una vacante. Por otra parte, la preparación teórica era, no sólo baja

sino descuidada, por una oficialidad que basaba su espíritu y honor en la cuna y en

el valor probado en combate, del que hacía ostentación, presumiendo de las heridas

recibidas en el campo de batalla, que además rechazaba cualquier tipo de disciplina

formal, basada en el cuidado del aspecto externo, que atribuían a afeminamiento.

Esta oficialidad antigua era también xenófoba, y por tanto enemiga de cualquier

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Comentario: Ampliar este párrafo con las cinco clases

innovación castrense que viniera de fuera. Sobre todo de Francia, cuya influencia,

era evidente debido a su predominio en Europa y a la alianza dinástica, desde que

los Borbones comenzaron a reinar en España.

Desde el momento pues, que Carlos III y sus ministros intentaron modernizar el

Ejército y, con él, el Cuerpo de Oficiales, los mandos más conservadores pasaron a

una sorda oposición. Al modelo de militar ilustrado, ellos opondrán “el modelo

castizo”, representado por el combatiente de las campañas de Italia, guerra en la

que la mayoría de ellos habían obtenido sus méritos; un oficial individualista, poco

preparado intelectualmente pero aguerrido y cargado de honrosas heridas; poco

reflexivo pero valiente, dando más rienda suelta al sentimiento patriótico que a la

razón de Estado; descuidado en el vestir pero viril y, finalmente, respondiendo a todo

lo que se le mandare con su honor, medio innato y medio adquirido por su educación

nobiliaria, nunca puesto en duda a priori, impulsor, intrínsecamente, del deseo de

gloria y cuna de virtudes militares.

En el otro extremo del espectro y en consonancia con los nuevos tiempos, los

políticos más innovadores de entonces, auxiliados por oficiales de alta graduación

afectos también al movimiento ilustrado, trataron de contraponer, frente al

barroquismo de la vieja escuela, la figura de un nuevo oficial militar, dándole un

perfil, digamos, más “neoclásico”. Lo que en los escritos de la época se denominaba

“el oficial de mérito, a la vez especulativo y experimentado” del que nos habla

Peñalosa y Zúñiga (2).

Para entender lo que se esperaba de este nuevo oficial, conviene señalar sobre qué

principios nuevos debía dibujarse su perfil. En primer lugar, la figura del nuevo oficial

se basaba en el modelo imperante en la época, que entendía el Ejército como una

máquina articulada en la que sus miembros eran eslabones del engranaje y que

debían actuar como tales, para lo que se exigía una verdadera coordinación y

unificación de criterios, una “doctrina” en suma. En un artículo salido en el periódico

madrileño Correo de Madrid en 1787, titulado «Instrucción Militar» se dice que «la

PEÑALOSA Y ZÚÑIGA, Clemente de. El honor militar. Causas de su origen, progresos y decadencia, o correspondencia de dos hermanos desde el exército de Navarra de Su Magestad Católica, Madrid, Benito Cano, 1795.

2

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gran máquina militar y los resortes de toda ella» se fundamentan en el constante

uso de los nuevos valores espirituales y técnicos «seguidos perennemente por los

oficiales subalternos y generales» (3). El mismo artículo (que es un magnífico

testimonio del ideal de militar de la época), nos ilustra como, en la nueva visión del

oficial, se antepone la gloria del Estado por encima de la gloria personal, en aras de

otro principio muy en boga entonces: “la utilidad pública”, basada en la filosofía

utilitarista de que “lo útil es lo bueno y no al revés”. Lo cual significará a partir de

ahora, que la gloria y con ella el prestigio, no se adquiere para revalidar la casta ante

los iguales, sino en beneficio del Estado primero, y después en el del individuo, pero,

respecto a este último, sólo subsidiariamente y de forma accesoria. La reputación

es, además, fruto, no del arrojo y valor individuales, sino de la disciplina férrea,

practicada como parte del conjunto; como un eslabón de la cadena de mando.

Otro principio rector del comportamiento ético del nuevo oficial, estribaba en “el

humanismo filantrópico”, tan en boga también entre los ilustrados. El oficial de

mérito, pues, debía practicar el amor a la humanidad, el cual se demostraba con su

afabilidad, rectitud en el juzgar y rigor en el castigo, aunque evitando la arbitrariedad,

para lograr así el amor y confianza de los soldados y practicando la guerra

defensiva, ahorradora de sangre, típica de la época, basándose en el principio de

“hacer la guerra para conseguir la paz”, cuando llegara a los más altos rangos de la

Milicia.

Este espíritu nuevo debía ir acompañado de una acendrada preparación técnica

basada en los principios de la ciencia moderna, que es tanto como decir los del

método hipotético-deductivo aplicado al arte de la guerra. Como dice al respecto el

anónimo autor del provechoso artículo citado: «ejecutando sobre el terreno

complicadas operaciones y demostrándolas sobre el papel».

En sentido específico, el oficial (particular y general) debía dominar ciertas materias

comunes: táctica, trigonometría (para la medida de terrenos, plano de un campo de

batalla, de una población o fortificación), conocimientos de poliorcética (defensa y

ataque de las plazas); mecánica (para los trabajos de sitio y marchas); hidráulica

“Instrucción Militar” Correo de Madrid, 15/09/1787, nº 95 pg. 421 y ss. Apéndice documental, documento nº 2. 3

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para la construcción de puentes y diques, geografía para conocimiento general y

particular de los Estados que puedan ser teatro de la guerra y dibujo para el diseño

de planos.

Evidentemente las innovaciones que intentaron actualizar la oficialidad militar

española en la segunda mitad del siglo XVIII, no fueron la panacea. En primer lugar

porque ésta no existe y, en segundo, porque el contexto sociopolítico no era el

adecuado. En efecto: una sociedad nobiliaria terminal, exacerbada por sus

contradicciones, necesitaba algo más que las tenues reformas que se plasmaron en

la nueva Ordenanza. Por todo ello, dichas innovaciones produjeron efectos muy

variados. Por un lado el cambio del sistema de ascensos (basado ahora en la

meritocracia) tenía, como es natural, sus ventajas y sus inconvenientes. En última

instancia la condición humana impone sus vicios y virtudes, que influyen y

condicionan cualquier alternativa. Por eso, si bien por un lado la antigüedad no

aseguraba eficacia si no iba acompañada de concurso de méritos, por el otro el

método electivo, podía inclinar, no sólo al favoritismo sino, con posterioridad, a la

insolencia de los favoritos. En efecto: en una época en que los nombramientos

militares tenían una naturaleza esencialmente política, se ascendió a legiones de

oficiales por el simple motivo de templar los ánimos. El fenómeno de las

“promociones”, siguió vigente y en los aproximadamente 30 años que median entre

la promulgación de las Ordenanzas Militares de Carlos III y el fin de siglo, la plantilla

de oficiales generales se infló considerablemente y todo para acallar protestas en los

momentos más críticos, como en el fracaso de Argel o la guerra de la Convención, y

también para eliminar disidencias aprovechando una victoria, como por ejemplo la

toma de Menorca en 1782.

Tampoco hay que olvidar, por otra parte, que este uso prolijo de la magnanimidad

real, produjo también buenos resultados, permitiendo el encumbramiento de buenos

generales que darían mucho juego. Ejemplos de ello fueron el napolitano Pablo

Sangro (príncipe de Castelfranco) y el valenciano Ventura Caro que se distinguieron

en Mahón, Gibraltar y la Convención; Francisco Javier Castaños, el héroe de Bailén,

José de Urrutia, Antonio Ricardos, Manuel de Aguirre. ¿Y qué decir de los ilustrados

marinos, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, Vargas Ponce, Tofiño, Mazarredo, Escaño,

Alcalá Galiano, Gravina o Churruca?

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El motín de Esquilache

En el año 1766 el conocido motín de las capas y sombreros, que acabó con la

privanza del marqués de Esquilache, produjo en la Corte un miedo cerval a un golpe

de Estado. En el terreno militar se notó también la impronta del motín. Es evidente

que el susto iba a afectar a reforma de las Fuerzas Armadas, sobre todo en su papel

de garantes del orden interno. Se hizo necesario intervenir para asegurar la fidelidad

del Ejército al Régimen y a su política de reformas. A partir del año 1766 se trabajó

en este sentido, mejorando las condiciones de vida del soldado, (aumento del

prestigio, mejora de las instalaciones de los acuartelamientos) y desde luego

eligiendo oficiales “ilustrados” afectos a la política modernizadora del Régimen. En

este último sentido, cobra significación el nombramiento de extranjeros en puestos

clave en el ámbito castrense, como por ejemplo el irlandés conde de O´Reilly de

inspector de Infantería, al que se dieron plenos poderes e incluso se le permitió

acceder a la Real Persona al margen del secretario de Guerra, que desde 1766 era

el teniente general Gregorio Muniaín, quien había sustituido a Grimaldi, cuando a

éste se le encargó la cartera de Estado a la salida de Esquilache, sacrificado

políticamente en aras de la pública tranquilidad.

El teniente general O´Reilly, pues, fue el gran protagonista militar de toda una

década; la que transcurre entre los años 1766 y 1776. El Rey le confió,

prácticamente toda la reforma de la Infantería, a la par que en Caballería haría lo

propio Antonio Ricardos, otro general de origen irlandés (Ricardos corresponde a la

castellanización del apellido Richards).

Por otra parte, la reforma militar debía circular a la par con la reforma política y aquí

debemos señalar que una y otra parcela (la política y la militar) se encontraban muy

unidas al principio del reinado, por la propia esencia de la Monarquía absoluta, en

cuyo seno era protagonista eminente la alta nobleza, considerada por naturaleza,

como el estamento militar por excelencia del Reino.

En esa situación, los ilustrados trataron de darle al Estado una impronta más civil y

lo realizaron en varios campos. En primer lugar llenando las Secretarías de personas

de la carrera jurídica (los llamados despectivamente golillas por la oposición) y

procurando encumbrar al político civil y rodearle de las prerrogativas que antes

tuviera la clase militar-política. En este contexto se sitúa la creación en 1771 de la

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Real y Distinguida Orden de Carlos III, todo un símbolo que molestó a la clase militar

que la creía fundada “contra” las cuatro Órdenes Militares para premiar y por

tanto dar preferencia a los civiles y que fue origen de tensiones.

Por último, en toda esta complicada dinámica no podemos olvidar la figura que

enlaza el periodo anterior con éste y que incluso lo rebasa: el conde de Aranda, de

quien, no por casualidad, poníamos en candelero a la llegada del Rey a España. La

poderosa figura del conde aragonés se extendió como una sombra a lo largo de todo

el reinado. Aranda fue el elemento perturbador, origen de muchos de los

quebraderos de cabeza de ministros, consejeros y del propio Rey. Aranda, en

efecto, a quien en este periodo que nos ocupa ahora, (1763-1776) se le dio al

principio gran protagonismo, como presidente de la Junta de Ordenanzas y del

Consejo de Castilla, como gobernador militar de Madrid y capitán general de Castilla

la Nueva (Capitanía que se creó específicamente para él) y desde luego como

ejecutor de las represalias que siguieron al motín de 1766 con el encargo de buscar

los culpables y de expulsar a los jesuitas a los que se acusó de promoverlo.

Cumplida la misión con su acostumbrada energía, y por tanto digno del Real

Aprecio, Aranda, sin embargo, comenzó a ser un elemento incómodo en la Corte,

enemistándose por muchas y diversas razones con ministros, consejeros y otros

cargos políticos y militares, entre estos últimos con el propio O´Reilly, que le

resultaba insufrible. Y por si fuera poco, encabezó una especie de cenáculo político

(nos resistimos a llamarle partido) al que se denominó “los aragoneses” en el que

militaban altas jerarquías militares, hechuras del conde, que se oponían a la postura

oficial y que, con otra facción opositora, la que Teófanes Egido denomina “el partido

español ” (4) adoptaron una clara posición antirreformista y desde luego xenófoba.

A pesar de todo ello, Carlos III optó una vez más por la reforma y el conde aragonés

acabó enviado a la Embajada de París en 1773, su tercer exilio dorado, después de

Varsovia y Valencia.

Así pues, allanado el camino, el general O´Reilly pudo continuar su labor y en 1774

EGIDO, Teófanes. Opinión pública y oposición al poder en la España en el siglo XVIII, Valladolid, Universidad de ______, 1971. 4

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fundó la Academia Militar de Ávila, mientras Ricardos hacía lo propio con la de

Caballería de Ocaña. Pero la estrella del irlandés se eclipsaría al año siguiente.

Demasiado ambicioso, confiado en exceso en su capacidad, cometió el error de

creer que podía conquistar Argel desde los presupuestos de la táctica prusiana y

fracasó. El conde fue otra víctima del racionalismo imperante, que consideraba

ponderable cualquier situación.

El fracaso de Argel acabó con el protagonismo de O´Reilly, aunque no con su

privanza. El Rey, resuelto a seguir protegiéndole, le nombró capitán general de

Andalucía. No obstante y aunque más cercano que el de París, éste no dejaba de

ser otro exilio dorado.

Y con O´Reilly cayó también el ministro Grimaldi. Alejados así los extranjeros del

Gobierno, Carlos III, aunque manteniendo el empeño en las reformas, dio un nuevo

giro a éstas. A partir de ahora las tratarán de llevar a término ministros españoles,

aunque criados en la escuela de los anteriores. Había sonado la hora de los

Floridablancas y Campomanes, con lo que se iniciará el último periodo del fecundo

reinado del Tercer Carlos.

No vamos aquí a contar la campaña de Argel, llevada a cabo en 1775 por O´Reilly,

por resultar demasiado prolija, pero si presentarla como expedición militar tipo del

reinado de Carlos III (habrá otras parecidas, como la de Menorca), en la medida en

que en sus entresijos había demasiadas connotaciones políticas, puesto que en el

estado mayor del general en jefe (que era de origen extranjero como sabemos)

estaban representados dos bandos: los arandistas del partido aragonés y lo que

éstos denominaban “los barbilampiños de Ávila”, es decir las hechuras del general

irlandés (5). Evidentemente cuando falta la unidad de mando, hay un desacuerdo

total con la Marina (aspecto este también endémico entonces y muy entreverado de

política) y se intenta atacar “a la prusiana” a una horda de camelleros que atrajeron a

la tropa española a una emboscada en vez de presentar batalla en línea, la certeza

del fracaso es casi absoluta.

Entre ellos se encontraba Bernardo de Gálvez, que luego en 1781 realizaría con éxito la toma de Pensacola. 5

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Total, derrota, enorme impresión en la opinión pública y O´Reilly apartado de la

Corte a la Capitanía, General de Andalucía, de donde no volvió en todo el reinado.

Pero la derrota no solo le costó la privanza al general irlandés. También cayó

Grimaldi, arrastrado por la crisis.

La etapa final del reinado (1776-1788)

La caída en desgracia del marqués de Grimaldi en 1776, supuso el fin de lo que

podríamos denominar la etapa “italiana” del reinado de Carlos III. Desde este

momento, tomará el relevo una generación de políticos nacidos en España y

generalmente juristas. Entre ellos destaca, sobre todo, la señera figura de José

Moñino, conde de Floridablanca que, como secretario de Estado, dará su impronta al

periodo.

En efecto, el conde murciano, no sólo abordó los problemas que correspondían a su

Secretaría sino que, con una óptica global de gran estadista. intentó promover un

verdadero Consejo de Ministros (la Junta Suprema de Estado) que coordinara los

esfuerzos de los distintos ramos de la Administración (a la sazón prácticamente

independientes unos de otros).

En esta línea aglutinadora el conde fue incorporando poco a poco a su persona,

atribuciones que no le correspondían y con ello provocó la animadversión de sus

compañeros de Gabinete y desde luego de la oposición política de entonces,

representada por los grupos “castizo y aragonés”¸ de los que ya se ha hablado.

En este proceso integrador, el conde de Floridablanca se ocupo del ámbito

castrense, tanto en lo relativo a la estrategia que a España le interesaba plantear en

el contexto de las potencias de entonces, como en la dirección de las operaciones

militares cuando las hubo.

Al mismo tiempo, no descuidó lo que podríamos denominar “la cuestión político-

militar”, es decir: conseguir desde presupuestos ilustrados, disminuir la impronta

castrense en la gobernación de una Monarquía, que aunque de base aristocrática,

deseaba adaptarse a los nuevos tiempos y ello pasaba por alejar a los mandos

militares de las altas instancias del poder político, sustituyéndolos por civiles,

normalmente de la carrera jurídica. Incluso en la Secretaría de Guerra, donde por

primera vez se nombró un civil (Miguel de Muzquiz) a la muerte del teniente general

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conde de Ricla en 1780.

Evidentemente esta posición digamos, “civilista”, no gustó a ciertas jerarquías

militares que no estaban dispuestas a tolerar el cambio. A su frente se puso el

capitán general conde de Aranda, a quien otra vez más veremos en primer plano. La

oposición a Moñino vendrá fundamentalmente del conde aragonés y sus partidarios.

Es la nueva faz de este periodo, una vez más, del enfrentamiento entre la casaca y

la toga. La crisis estaba servida.

Este conflicto, larvado durante la etapa anterior y ahora puesto en evidencia por la

actividad del conde murciano (y también, entre otros, del conde de Campomanes

desde el Consejo de Castilla) tuvo su punto álgido con la promulgación de un

decreto sobre honores militares, que ampliaba éstos a personalidades civiles en el

ámbito político. La medida provocó las iras de muchos y creó no pocos disgustos al

secretario de Estado.

Entre tanto, la prensa de entonces, más suelta como consecuencia de algunas

medidas liberadoras en los años ochenta, se hizo eco del debate político-militar e

incluso algunos militares ilustrados estrenaron pluma en algún periódico madrileño,

sacando a la luz los problemas de la profesión y aun ampliando su ámbito de

análisis y mezclándose en los grandes debates de la sociedad de entonces. En este

sentido, destacaron con luz propia dos oficiales del Arma de Caballería: Manuel de

Aguirre y José de Cadalso.

En punto a campañas, esta etapa del reinado fue bastante más fructífera que la

anterior. En efecto: a partir de 1779 y una vez más en el contexto de los pactos

familiares, España entró en guerra contra la Gran Bretaña. Es el momento en que

Floridablanca, aprovechando la provecta edad de Miguel de Muzquiz, secretario de

Guerra, y saltándose también la autoridad del de Marina, marqués González de

Castejón, tomó absolutamente las riendas del conflicto, incluso las de las propias

operaciones militares, obteniendo algunos éxitos y como mínimo la recuperación de

la moral y el prestigio del Ejército, un tanto mermado por las campañas del periodo

anterior. Así, la toma de Pensacola en América y la recuperación de la isla de

Menorca en el Mediterráneo, seguido por el gran despliegue frente a Gibraltar,

marcó un hito en el reinado y situó de nuevo a la Monarquía en un plano de mayor

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equilibrio respecto a sus rivales (6).

Con todo y a pesar de que de esta campaña que terminó en 1783, el Ejército y la

Armada españoles salieron prácticamente indemnes, los cuantiosos gastos que

supuso la misma, dejaron exhaustas las arcas del Estado y ello condicionó las

reformas militares en curso, que no pudieron avanzar por esta causa. En efecto: a

partir de 1783, el archivo de la Secretaría de Estado se llenó de unos denominados

“proyectos alambicados para el Ejército”. Es decir, planes para reducir a lo

indispensable los gastos militares.

Colofón: las Capitanías Generales

De la misma forma que el Ejército en sí, fue colocado en el punto de mira de las

reformas carlotercistas, no podía ocurrir menos con los organismos más políticos de

la “Institución Militar”, es decir, las llamadas Capitanías Generales, órganos de

gobierno de las provincias de la Monarquía y desde luego el Consejo y Secretaría de

Guerra, que había que adaptar a los nuevos tiempos, a la par que superar

rivalidades y conflictos de competencias entre uno y otro departamento, que al igual

que en otros ramos de la Administración Central, se encontraban enfrentados desde

principios de siglo en una lucha por la preeminencia política.

Tras la publicación de los Decretos de Nueva Planta para Aragón y Valencia (1716)

para Mallorca (1715) y para Cataluña (1716), se estableció la gobernación

centralizada de estos antiguos reinos periféricos de la península Ibérica a la manera

de Castilla, es decir, mediante las Audiencias, formadas por letrados y militares en

Junta de Gobierno y cuyo presidente será en adelante el capitán general.

La máxima autoridad castrense de la región será desde entonces el sustituto en la

nueva Administración, basada en el centralismo absolutista de cuño francés, de los

antiguos virreyes de la época de los Austrias (salvo en Navarra). Las decisiones

(relativas) que tome la Junta de Gobierno-Audiencia se ejecutarán con el voto

mayoritario de sus miembros. A eso, a esa manera de gobernar las provincias, es lo

que se denominó “el Real Acuerdo”. El Decreto de Nueva Planta para Cataluña fue

Sobre las campañas de Menorca y Gibraltar, vid. TERRÓN..... Ejército y Política... opus cit. especialmente la segunda parte. y El gran ataque a Gibraltar de 1782. Análisis militar, político y diplomático. Madrid, Ministerio de Defensa, 2000.

6

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el paradigma de la nueva Administración y refleja claramente el carácter político-

militar de la autoridad del capitán general:

“[...] he resuelto que en el referido Principado se forme una Audiencia, en la

cual presida el Capitán General o Comandante General de mis Armas, de

manera que los despachos, después de empezar con su dictado, prosigan en

su nombre (7).

Los citados Decretos de Nueva Planta adolecían de numerosas ambigüedades, por

ejemplo no detallaban las facultades del capitán general, con lo que resultaba a

veces poco reglados, tanto el voto como la composición de la Junta de Gobierno,

dando lugar a lo largo del siglo, a numerosos conflictos de competencias entre éste y

los magistrados civiles de la Audiencia, tras lo cual, en realidad, se escondía larvado

el conflicto entre la preponderancia militar y la civil en cuestiones de gobierno

político; entre militares y togados o militares y golillas, en el decir de la época.

De hecho, todo el siglo estuvo salpicado de incidentes relacionados con esta

cuestión. En esta tesitura, la Audiencia cuestionará la autoridad del capitán general

al menor síntoma de debilidad y éste tratará de imponerse y recuperar lo perdido

cuando las circunstancias (en Madrid) le sean favorables. Por su parte, la

Administración Central actuará unas veces de moderadora y otras como simple

beligerante en uno u otro sentido. El problema perfilará los avatares de la política

interior española en la primera mitad del siglo, acompañando casi siempre a las

más o menos periódicas crisis de los reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos

III y Carlos IV.

La Audiencia aspirará, general y machaconamente, a librarse del capitán general, al

que tratará de arrinconar en sus funciones específicamente militares y a despachar

directamente con el Rey a través de la Cámara de Castilla, en cuestiones de índole

política. Para ello boicoteará siempre que pueda la actuación de la máxima autoridad

castrense y arrancará del gobierno de Madrid (cuando la coyuntura le sea favorable

para ello) algún decreto aclaratorio de la Nueva Planta a favor suyo.

Novísima Recopilación, ley I titulo IX libroV. 7

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Por otra parte, no solamente los Decretos de Nueva Planta eran ambiguos. Lo era

también toda la estructura político-territorial, en el sentido que había sido creada con

el cambio de dinastía y en el contexto de una guerra civil, con todas las tensiones

inherentes a un acontecimiento de este tipo y la necesidad posterior de pactos y

transacciones para mantener la quietud social y política.

En una atmósfera así, era prácticamente imposible que no se produjeran

contradicciones suficientes como para que cada cual, con intereses partidistas o

corporativos, no arrimara el ascua a su sardina. A esta situación, habría que añadir

lo poco proclive a las declaraciones positivas en una sociedad acostumbrada al

Derecho Consuetudinario y al hecho de que a un noble nadie tenía que recordarle

sus deberes, que suponía tener en grado eminente por razón de la cuna. Un noble,

que también por naturaleza, pertenecía a la clase militar.

Así pues, el centralismo absolutista se daba por hecho y Felipe V lo implantó, desde

Castilla y al modo de Castilla, a los reinos periféricos de la Monarquía Hispánica y

además con una específica impronta militar en la medida que se hacía por derecho

de conquista y por la necesidad de ejercer sobre los derrotados lo que el marqués

de Risbourg, capitán general de Cataluña entre 1722 y 1736, denominaba “un

vigilantísimo gobierno”, sobre todo añadía “por el genio belicoso e inquieto de

los catalanes” (8). Quería esto decir, que el motivo de la implantación fue

consecuencia de la contienda civil y por tanto el Real Acuerdo no afectó a los

territorios castellanos, salvo a Murcia, que pasó a formar parte de la Capitanía

General de Valencia.

Después de estas regulaciones y a la altura del año 1717, las Capitanías quedaron

establecidas de la siguiente forma: Aragón, Cataluña, Valencia y Murcia sujetos al

Real Acuerdo al que se incorporarían paulatinamente Andalucía, Costa de Granada,

Extremadura y Galicia. Paradójicamente y desde el punto de vista territorial, Castilla

quedó al margen, gobernada en nombre del Rey exclusivamente por la Chancillería

de Valladolid e incluso sin Capitanía General expresa, hasta que, con ocasión de

los motines de 1766, se creó ésta en la persona del conde de Aranda.

Risbourg al arzobispo de Valencia, gobernador del Consejo de Castilla, Barcelona 18/10/1727 A.H.N., Estado, legajo nº 2939, exp. nº 68. 8

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Por otra parte y al margen de los condicionamientos externos, derivados del origen

bélico de la organización territorial, que condicionó su desarrollo y generó

contradicciones, también su ambigüedad se vio favorecida por la actitud personalista

de los que la toleraron y aun favorecieron en función de sus intereses personales.

De hecho, da la impresión de que nadie tuvo nunca intención de abordar el problema

sino de parchearlo. En todo caso lo único que se hizo fue colocar en el lugar preciso

a personas afectas que de momento soslayaran el dilema sin resolverlo, cerrando en

falso las crisis y limitándose a paliar sus efectos con medidas coyunturales, lo cual

provocaba que los problemas resurgieran.

En este sentido, la fuerte impronta militar de la gobernación provincial y también la

pugna entre la casaca y la toga se mantuvo toda la primera mitad del siglo. Pero al

llegar Carlos III y debido a la tendencia más civilista de este reinado ilustrado,

parece que se tomaron algunas medidas para suavizar las tensiones. Así, cuenta

Molas Ribalta que en el año 1766, en la toma de posesión del conde de Sayve

como capitán general de Valencia, se observó, que aunque tenía el real despacho

de la Secretaría de Guerra que le facultaba como titular de la Capitanía, carecía de

la cédula de la Cámara de Castilla con la que los capitanes generales se habilitaban

para la posesión del cargo de gobernador político y presidente de la Audiencia. No

obstante la cosa no pasó a mayores y Sayve fue investido (9). En todo caso, esta

omisión parece indicar algún tipo de cambio de actitud, que sin embargo no

prosperó. Quizás los motines del año 1773 en Barcelona contra las quintas tuvieron

algo que ver en ello.

Al mismo tiempo que ocurría lo de Valencia, y como ya se ha mencionado antes, ese

mismo año y forzado por los acontecimientos del motín de Esquilache, Carlos III

creó la Capitanía General de Castilla la Nueva en la persona del conde de Aranda,

nombrándole además gobernador de Madrid. En realidad esta Capitanía no tenía

sentido, siendo Madrid la Corte y por tanto la capital del Reino. Se creó más por

motivos de seguridad. La prueba de ello es que a dicha Capitanía no se le extendió

el Real Acuerdo, es decir: nombrando presidente de la Chancillería de Valladolid al

MOLAS RIBALTA, Pedro. Militares y togados en la Valencia borbónica. Actes du premier colloque sur le Pays Valencien a l'Epoque Moderne, Valencia, 1980, pp. 171-186. 9

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capitán general. Hubo que esperar a finales de siglo, en 1800, en pleno reinado de

Carlos IV, para que se le concediera, completando así la estructura provincial creada

a principios de siglo y que, con esta medida, a las postrimerías de la centuria, se

zanjaba con una clarísima preeminencia de la autoridad militar sobre la civil en

términos políticos, a pesar de los esfuerzos en contrario que había hecho Carlos III.

Otra cuestión a señalar es, que durante el reinado de los primeros Borbones, se

observa la presencia permanente de extranjeros en las Capitanías. Hecho que

reafirma la idea de que se procuraba beneficiar a éstos en ciertos cargos, para evitar

el exceso de poder en manos de personajes nacionales, algunos de los cuales

militaban en grupos de oposición al régimen, sobre todo en el reinado de Carlos III,

en el que se intentó una reforma en profundad de las estructuras del Estado, de la

sociedad y aun de la Milicia que fue contestada desde varios ángulos.

El fenómeno de los extranjeros en el ámbito de las Capitanías puede seguirse

claramente en Cataluña donde, por ejemplo, fueron capitanes generales Sterclaes-

Tilly y Risbourg; el marqués de Croix que lo fue de Galicia; el conde de O´Reilly en

Andalucía y Caylus, Sayve, Vanmark, Croix y Crillon, en Valencia (10).

MOLAS opus cit. pag. 178 10

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TERCERA CONFERENCIA

AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO

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AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO

Fernando Puell de la Villa*

Sean mis primeras palabras, como decían los oradores decimonónicos, para dar las

gracias al presidente y vocales de la Comisión española de Historia Militar

(CEHISMI) por su amable invitación a participar en este ciclo de conferencias.

Voy a tratar un tema inexplorado que sacará a la luz una de las facetas menos

conocidas de uno de los personajes más ilustres formados en las filas del Ejército

español, hoy muy olvidado por sus compañeros de Armas y también por la mayor

parte de los historiadores.

Me refiero al capitán general del Ejército don Pedro Pablo Abarca de Bolea y

Ximénez de Urrea, décimo conde de Aranda, y a sus aportaciones al arte militar y a

la política de defensa del último tercio del siglo XVIII, que para él debía de tender

básicamente a preservar intacto el legado americano de la Corona española.

Desgraciadamente, no creo que muchos españoles sepan quién fue exactamente el

conde de Aranda, y estoy convencido de que de esta minoría sólo unos pocos

tendrán conciencia de su condición de militar de carrera. Y el panorama, desde el

punto de vista historiográfico, es desolador.

El único estudio que he podido consultar sobre su faceta militar se remonta a 1931, y

consiste en un folleto de 22 páginas, prácticamente desconocido, titulado: Una

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reforma militar del siglo XVIII. Breve nota y comentario sobre algunos tropiezos mal

conocidos de D. Pedro P. Abarca de Bolea, décimo Conde de Aranda.

No obstante, si algo caracterizó al conde de Aranda, y en ello se muestran

conformes cuantos autores se han aproximado al personaje, fue su dedicación a la

Milicia, vocación y afición a las que supeditó cualesquiera otras de las que

desempeñó a lo largo de su dilatada biografía.

En su caso, además, no hay pretexto que justifique esta lamentable postergación.

Pocos militares habrá, por no decir ninguno, que hayan dejado tras sí un fondo

documental tan copioso como el del general Abarca, fondo procedente de la

exhaustiva requisa que Godoy ordenó realizar en sus casas de Madrid y Aranjuez en

el momento de enviarle a prisión.

En esta documentación, hoy desperdigada en más de 50 legajos de la Sección de

Estado del Archivo Histórico Nacional, señorea lo castrense e incluye cientos de

análisis, propuestas, planes y dictámenes relacionados con asuntos militares,

dictados e incluso manuscritos por él a lo largo de su vida pública.

También conserva decenas de estudios referentes a otros Ejércitos y Armadas

europeas recopilados por él, especialmente durante los 14 años que ocupó el puesto

de embajador en París, que ponen de manifiesto su gran interés y dedicación

profesional.

Por si ello fuera poco, a principios del siglo XIX, se publicaron, bajo el título:

Reflexiones sobre la Paz y la Guerra, que escribía el Excmo. Sr. Conde de Aranda,

algunos extractos del tratado militar con el que, como postrera contribución a su

oficio de soldado, intentaba mitigar los rigores y sinsabores del exilio aragonés.

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Este ingente fondo documental permite conocer en profundidad el pensamiento de

Aranda en relación a lo que hoy denominamos política de defensa, y también sus

planes y proyectos de política militar.

Como es lógico, su preocupación por estos temas no se materializó hasta el año

1762, cuando Carlos III le puso al frente del Ejército de operaciones de Portugal. A

partir de esa fecha y hasta la de su proceso en 1794, los problemas de la defensa y

seguridad del reino ocuparán lugar preferente en cuantas comunicaciones, públicas

y privadas, presente al Monarca, a los ministros, a sus compañeros de armas y a sus

colegas del mundo diplomático.

En política de defensa, desde los primeros escritos y hasta su muerte, mantuvo

obsesivamente el criterio de que España debía afrontar un único riesgo: América, y

que la amenaza procedía prioritariamente de Gran Bretaña.

En política militar, sin embargo, mantuvo criterios poco plausibles para su tiempo, y

procuró acomodar su pensamiento al acelerado proceso de cambio que le tocó vivir,

con singular lucidez, pero escaso poder de convicción.

El conde, inicialmente, planteó sus proyectos militares en términos muy agresivos,

haciendo valer el dicho de que no hay mejor defensa que un ataque. A partir de la

independencia de Estados Unidos, y más acusadamente desde que el estallido

revolucionario francés desbarató el Pacto de Familia, la belicosidad que le había

caracterizado se templó y pareció convencerse que sólo por la vía del neutralismo

armado sería viable contrarrestar las dos amenazas, esta vez ideológicas, que se

cernían sobre la Monarquía Hispana: la norteamericana en Indias y la ultrapirenaica

en la Península.

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Dado el objeto de estas Jornadas, esbozaré en primer lugar cómo concebía el conde

de Aranda lo que hoy denominamos política de defensa y política militar. A

continuación, analizaré sus planteamientos con respecto a la América Hispana, y su

postura ante el proceso de independencia de Estados Unidos, y por último hablaré

brevemente del dramático final de su carrera política.

Política de defensa y política militar

Como es bien sabido, ayer y hoy, la política de defensa viene condicionada por los

objetivos que marca la política exterior. Cuando un Estado carece de política

exterior, o los objetivos son ambiguos, la política de defensa se resiente y con ella

todo el sistema militar. Buen ejemplo de ello es el caso de España, desde el final de

la guerra de la Independencia hasta que los gobiernos de la transición decidieron

que el eje de nuestra acción exterior pasaba por Bruselas, en lo político, en lo

económico y en lo militar.

No era éste el caso en tiempos de Carlos III. La política exterior fue clara y estable

durante su reinado. Claridad y estabilidad palpables en que las Instrucciones

preparadas por Grimaldi para Aranda, en 1773, cuando se le nombró embajador en

París, apenas se diferenciaron de las dirigidas por Floridablanca a su sucesor, el

conde de Fernán Núñez, en 1787.

En ambos documentos, lo sustancial era la importancia atribuida a la alianza

francesa y la desconfianza y recelo hacia las intenciones de Gran Bretaña. Al resto

de países europeos apenas se les prestaba atención, y sólo en función de la posible

incidencia que sus disputas tuvieran sobre la conflictividad hispano-británica. La

única novedad de la Instrucción de 1787 era una referencia a Estados Unidos, a

propósito de su “conducta con nosotros” en el Pacífico.

Sorprende, en este segundo documento la total falta de referencias a la situación

interna de Francia, donde ya se había iniciado el proceso revolucionario. Proceso

que hará tambalearse toda nuestra política exterior, desorientará a los encargados

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de dirigirla y acarreará la destrucción de la Flota, del Ejército, del Erario y, por último,

del Imperio americano.

Durante el reinado de Carlos III, aun siendo semejantes los mimbres con los que

Grimaldi y Floridablanca hubieron de tejer su política de defensa, se advierten

diferencias entre la guerra de objetivos limitados que ambos planteaban, y lo que

opinaba Aranda al respecto. Para un hombre, que intuía con medio siglo de

antelación los principios enunciados por Clausewitz en 1830, la guerra debía ser

total y orientada a la destrucción de las fuentes de riqueza del adversario.

Aranda no pareció entender nunca la mentalidad de Carlos III y sus ministros.

Hombres de su tiempo, tal como diagnosticó el general Díez-Alegría en el magnífico

artículo que escribió para la CEHISMI en 1984, se sentían muy satisfechos de haber

“encorsetado” la guerra, y actuaban convencidos de que su racionalización era

consecuencia directa de las virtudes de la Ilustración y el mejor símbolo de los

avances del Siglo de las Luces.

¿Podríamos sostener entonces que el conde de Aranda había concebido una

política de defensa original y distinta a la definida por la Secretaría de Estado? La

reciente historiografía española, a excepción de la escuela de Rafael Olaechea y

Ferrer Benimeli, apenas ha prestado atención a sus ideas políticas, y menos a la

vertiente castrense de las mismas, ante la fascinación provocada por la figura de

Floridablanca.

Los hispanistas no emiten juicios de valor sobre su faceta pública, salvo en relación

a su supuesto enciclopedismo, y algún historiador británico incluso ha llegado a

afirmar que careció de ideas propias y que su única preocupación fue “restaurar el

orden y la confianza” durante los años que presidió el Consejo de Castilla.

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La realidad, al menos en materia de defensa, apunta a lo contrario. Hasta el

momento, los contados estudios dedicados al Ejército de la Ilustración sólo han

destacado la importancia y trascendencia de su labor con respecto a las Ordenanzas

de 1768. Sin embargo, Aranda podría en justicia formar parte del escaso elenco de

tratadistas militares que ha producido nuestra nación. Redunda en perjuicio suyo

que no llegara a publicar su pensamiento, salvo en el opúsculo del que se habló al

inicio del artículo, y sea necesario rastrear en manuscritos dispersos para

encontrarlo.

Entre éstos, he seleccionado tres que permiten contemplar la evolución de su

pensamiento.

En el primero, fechado en el año 1768, se mostraba partidario de elaborar una

política de defensa basada en el actual concepto de disuasión armada. En el

segundo, suscrito en el año 1770, Aranda formulaba la revolucionaria teoría de que

la guerra no debía limitarse a destruir el ejército contrario, sino sobre todo las bases

de su economía. Y en el tercero, elaborado en 1776, contemplaba la guerra

subversiva como un procedimiento muy eficaz para minar la fortaleza del adversario.

El primer documento, el fechado en el año 1768, lo escribió cuando todavía gozaba

de la confianza y aprecio de Carlos III y un par de meses antes de hacerle entrega

de su obra más trascendental: el tratado II de las Ordenanzas, publicadas pocas

semanas después. Se trataba de rebatir el proyecto presentado por José Gregorio

Muniain, secretario del Despacho de Guerra, para aumentar la plantilla de los

regimientos de la Milicia Provincial, a costa de reducir los efectivos de la Infantería

de Línea.

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Aranda, en su papel de presidente del Consejo de Castilla, recibió el encargo de

dictaminar el proyecto, y en lugar de limitarse a ello, elaboró una contrapropuesta

que analizaba en detalle la política exterior de la Monarquía y las líneas generales

de política de defensa que se derivaban de ella. Además, establecía principios

generales de doctrina militar y precisaba los medios necesarios para la consecución

de los objetivos enunciados. Obviando las propuestas orgánicas, la parte doctrinal

del documento puede considerarse como un claro precedente de lo que hoy

llamamos “disuasión armada”.

En el documento del año 1768 aún no aparecía reflejada la más revolucionaria de

sus propuestas: la de sustituir la guerra de objetivos limitados, característica del

Antiguo Régimen, por la guerra global, tal como la concibió Clausewitz en 1830 y

practicaron todos los países desde 1870 a 1945.

Sin embargo, casi un siglo antes, en el año 1770, Aranda ya defendía que para

derrotar al enemigo era imprescindible destruir su potencial militar, económico y

moral. En este sentido, al plantearse la crisis de las Malvinas, instó a Carlos III a

socavar la moral del pueblo inglés: “aturdirlo y debilitarlo con todos los registros

conducentes a su destrucción”, mediante lo que denominó “guerra de Armadores”,

consistente en bloquear sus puertos, dificultar y hostigar sus comunicaciones

marítimas, e impedir el acceso y aprovisionamiento en los puertos borbónicos a sus

mercantes.

Por último, en un escrito remitido a la Corte de Versalles en 1776, con ciertas

reservas mentales por parte de Carlos III, solicitó la colaboración francesa para

abordar un plan conducente a la independencia de Irlanda. No se trataba de hacer

desembarcar allí un ejército, sino de inducir a los irlandeses a emanciparse de la

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tutela británica, prestándoles el necesario apoyo político y económico. Haciendo

abstracción de la parte operativa del documento, su introducción es una pieza básica

para conocer su revolucionario concepto de la guerra, al volver a formular ideas cuya

paternidad se atribuía con exclusividad a Clausewitz.

Identificada Gran Bretaña como el enemigo natural de España, “con todos los

requisitos de tal”, Aranda sentaba el criterio, núcleo central de su concepto de

política militar, de considerar justificado el uso de “cuanto contribuya a disminuirle su

vigor, y a moderar la altanería genial, privándola de las fuerzas suficientes para

sostenerla”.

En el documento de 1768, se daba por satisfecho con disuadir. En el de 1770, con

actuar contra los intereses económicos del adversario. Y en el de 1776, ascenderá

otro peldaño más y se inclinará por emprender lo que, dos siglos después, se

denominará “guerra subversiva”, con el objetivo de distraer tropas enemigas de otros

escenarios.

América y el Pacto de Familia

Durante buena parte del siglo XVIII, España se convirtió en el satélite de Francia, o

con mayor precisión, los monarcas madrileños se conformaron con el papel

dependiente que consideraban inherente a la jefatura de la Casa de Borbón.

Aun reforzado el vínculo dinástico tras la firma del Pacto de Familia entre Carlos III y

Luis XV, la Corte de Versalles mantuvo su estilo prepotente, eludió las obligaciones

defensivas derivadas del tratado, cuando interferían sus designios políticos, y exigió

contrapartidas militares, sin tomar en consideración el interés de su aliada.

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La situación descrita se corresponde exactamente con la realidad durante los 15

años que Grimaldi estuvo al frente de la Secretaría de Estado. A partir del año 1777,

cuando Floridablanca se hizo cargo de nuestra acción exterior, algunos autores

aprecian una actitud de mayor independencia en la relación bilateral, concretada en

la resistencia a la sugerencia francesa del reconocimiento y firma de un tratado con

Estados Unidos.

Sin embargo, repasando la documentación disponible, no es posible compartir dicho

criterio. Muy probablemente debido a que el Rey no le dio otra alternativa, Moñino se

comportó de forma similar a su antecesor, salvo en la cuestión reseñada. Así se

desprende de la lectura de los párrafos referidos a la relación con Francia,

correspondientes a la instrucción preparada en el año 1787 para el embajador

Fernán Núñez, fiel reproducción de los dictados por Grimaldi para Aranda en 1763.

Reinando ya Carlos IV, volvió a actuar de igual forma en la rígida interpretación del

Pacto de Familia, con ocasión del conflicto de San Lorenzo de Nootka, y no dudó en

anteponer la defensa de los intereses dinásticos a la de los nacionales.

El conde de Aranda, en los primeros años de su carrera política, es decir, antes de

tener la oportunidad de evaluar en directo el comportamiento francés, aceptaba y

respetaba esta situación de dependencia. Lo único que le diferenciaba de Grimaldi y

Floridablanca era su mayor preocupación por los aspectos defensivos del pacto

suscrito, y la firme creencia en que éste implicaba ineludibles obligaciones y

contraprestaciones militares que obligaban por igual a las dos potencias.

Además, para Aranda, sobre cualquier otro aspecto de la cuestión, la alianza

hispano-francesa era considerada vital para España, porque proporcionaba la

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necesaria superioridad de medios para proteger nuestros intereses en América,

amenazados por la acción conjunta de Inglaterra y Portugal.

A raíz de la pérdida de La Habana en 1762, las mentes más clarividentes percibieron

que el escenario estratégico se había desplazado del continente europeo al

americano. En efecto, las Paces de Westfalia, de los Pirineos y de Utrecht habían

logrado estabilizar las fronteras en Europa occidental. Las principales potencias del

entorno –Francia, Gran Bretaña, Portugal y España– no pretendían ampliar sus

áreas de influencia y los únicos litigios remanentes, en este ámbito, se localizaban

en Dunkerque, Mahón y Gibraltar.

La situación era muy diferente en ultramar. La competencia comercial, la apertura de

nuevas rutas y mercados, enfrentaba a unos y a otros. Haciendo abstracción de los

latentes conflictos en Asia y África, el continente americano, caracterizado por su

anterior estabilidad, fue objeto de constantes reivindicaciones territoriales y

mercantiles durante el siglo XVIII.

España, más vinculada y mucho más dependiente económicamente de las colonias

que su aliado francés, se sentía amenazada por las ambiciones británicas y

portuguesas. Como ha destacado Julio Albi, aunque nuestro país fue la única

potencia europea que no vio mermados sus dominios ultramarinos en el transcurso

del siglo, fueron constantes y revistieron sumo peligro las agresiones, externas e

internas, que se cernieron sobre los mismos, y más en particular durante su segunda

mitad.

En la Corte española, existía conciencia del potencial militar de la Monarquía y de

nuestra inferioridad naval. También de que, de cara a un posible enfrentamiento con

Inglaterra, o con su aliado lusitano, la supremacía de la Casa de Borbón era

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incuestionable en tierra, pero que la flota británica aventajaba a la española y a la

francesa por separado, y que sólo reunidas tenían alguna posibilidad de equilibrar la

situación.

En número de unidades navales, tonelaje y armamento, españoles y franceses

incluso superaban al potencial adversario. Los ingleses, por el contrario, se

desenvolvían mejor en el campo de la táctica naval, las tripulaciones estaban más

profesionalizadas y los navíos, al llevar el casco forrado de cobre, maniobraban con

mayor facilidad y eran más veloces.

Contemplada la situación en su conjunto, con óptica muy simplista, se podría afirmar

que la flota española contaba con dos magníficas escuadras: la de transporte de

tropas y la de escolta de convoyes; en tanto que la británica, y en menor medida la

francesa, descollaban por el número y calidad de sus unidades de combate y de

descubierta.

Uno de los primeros en advertir esta nueva realidad, o al menos en manifestar

abiertamente que la situación había cambiado, fue el conde de Aranda, quien, en

1766, cuando estaba en la cumbre de su carrera política, alertó a Carlos III de que

los riesgos y amenazas para la supervivencia de la Monarquía se habían trasladado

al otro lado del Atlántico, y que, en consecuencia, el principal objetivo de nuestra

política de defensa habría de ser proteger eficazmente las posesiones ultramarinas,

cuyo comercio y remesas de metales preciosos eran vitales para que España

continuara siendo una potencia de primer orden.

Durante bastantes años, Aranda estimaría que, para defender aquel espacio y

debilitar la hegemonía naval británica, convenía realizar un desembarco terrestre en

la propia Gran Bretaña. Y también que, para contrarrestar las ansias expansionistas

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de Portugal en América, era preciso asestar el golpe en la península Ibérica,

mediante la ocupación de su territorio metropolitano.

Grimaldi, como antes se apuntó, mantuvo la postura invariable de que el conde era

excesivamente alarmista y que hacer uso de las armas para impedir la merma de

pequeñas porciones de tan inmenso imperio, como las Malvinas o el Sacramento,

suponía correr el riesgo de un enfrentamiento generalizado con Inglaterra.

Cuando Carlos III, al parecer bastante incómodo con el agrio carácter de Aranda,

decidió alejarlo de la Corte y le nombró embajador en París, Grimaldi le dio

instrucciones de que utilizara sus dotes de persuasión para inducir, “mañosamente”,

al Gobierno francés a reforzar sus efectivos navales, ”porque de ello penderá el

sostener con honor una guerra que pueda sobrevenir, o acaso precaverla”.

Diligentemente, si bien con menos sutileza de la recomendada, sondeó a los

ministros franceses de Asuntos Exteriores y de Marina. La infructuosa gestión le

convenció del desinterés de Francia en coadyuvar al esfuerzo marítimo español, y

su renuencia a implicarse en aventuras bélicas patrocinadas por la Corte de Madrid.

Poco después, en el año 1774, recién iniciado el litigio brasileño, Grimaldi le instó a

que calibrara la incidencia del cambio de ministros, acaecido tras la muerte de Luis

XV, sobre la alianza hispano-francesa. El informe del embajador, que llevaba más de

un año en París y ya conocía mejor los entresijos de Versalles, fue

desesperanzador.

Con su habitual contundencia, respondió que Francia nunca se implicaría

militarmente en apoyo de los intereses españoles en América: “Las potencias se

gobiernan regularmente más por los intereses, que por su sangre y cordialidad”,

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escribió al trasladar a Grimaldi la oposición francesa a prestar ayuda, y le

recomendó que España actuara por propia iniciativa, sin consulta previa a París, ni

expectativa de colaboración francesa, y que se apresurara a enviar una expedición

armada al río de la Plata contando sólo con nuestros medios.

Sentado lo anterior, admitió, con cierto escepticismo, que Francia no tendría “cara

para negarse” a intervenir si Inglaterra contraatacaba en Europa o en las Antillas.

Grimaldi desestimó la opinión de su embajador y, tras frustrarse los intentos para

llegar a un acuerdo con Lisboa, le ordenó someter a la consideración de Versalles

un plan de invasión conjunta de Portugal. La negativa francesa fue aún más

terminante.

Aranda le volvió a urgir el envío de una fuerza marítimo-terrestre a Buenos Aires,

para recuperar los territorios ocupados por Portugal al sur de Sao Paulo,

aprovechando que el ejército británico estaba empeñado en Norteamérica. Grimaldi

se opuso de nuevo, alegando que ello sería exponerse a provocar “un fundado

resentimiento” de Inglaterra.

Probablemente, esta serie de fracasos influyeron en la posterior evolución ideológica

de Aranda, patente tras la independencia de Estados Unidos. Aunque no fuera así,

sí debe identificarse como el punto de partida de la línea de pensamiento que le

acompañará hasta su muerte: “Una nación no ama jamás a otra, sino en cuanto lo

exige su interés particular”, escribió, veinte años después, en su destierro de Épila.

Incidencia del proceso revolucionario

Al entrar en escena Estados Unidos, como embrión de nación independiente,

Aranda intuyó, nada más iniciarse el proceso de emancipación, que su mera

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existencia conllevaba un riesgo potencial para la América española, incluso superior

al británico. Y el día 24 de julio de 1775, sólo un mes después de producirse el

primer escarceo entre las milicias del general Washington y las tropas regulares

británicas, en los alrededores de Boston, alertó a Grimaldi sobre su inevitable

repercusión.

Ante la falta de reacción del ministro, reiteró las llamadas de atención e insistió en la

conveniencia de granjearse, desde el primer momento, la simpatía de los rebeldes,

como habían hecho los franceses. Opinaba que, a corto plazo, una victoria inglesa

fortalecería su posición ultramarina, lo que debilitaría la española, pero su previsible

derrota supondría la aparición de un nuevo vecino, menos temible como amigo que

como enemigo. Es patente que Aranda había percibido la potencial amenaza del

futuro coloso americano, diez meses antes de que el Congreso de Filadelfia

redactara la Declaración de Independencia.

Asimismo, las ideas vertidas en el famoso Dictamen reservado de 1783 rondaban

por su mente bastantes años antes de la firma del Tratado de Versalles. El dictamen

sólo se conoce gracias a una copia tardía, aunque ha sido hasta ahora la fuente más

utilizada para demostrar la clarividencia de Aranda sobre esta cuestión.

Sin embargo, seis años antes, al trasladar a Madrid la petición de ayuda cursada por

los delegados del Congreso estadounidense, elaboró un despacho donde ya

exponía su pensamiento al respecto, con la ventaja añadida de que nadie puede

poner en duda su autoría, como ocurre con el anterior.

Además, el despacho del año 1777 es imprescindible para conocer lo que opinaba

sobre el proceso de independencia de Estados Unidos, por lo que me permitirán leer

un breve pasaje del mismo:

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“Cuatro Potencias europeas dominaban América: España, Francia, Portugal e

Inglaterra. Mientras durase esta división, las miras de la España se debían dirigir a

la conservación de lo suyo. La España va a quedar mano a mano con otra

Potencia sola en todo lo que es tierra firme de la América Septentrional. ¿Y qué

Potencia? una estable y territorial que ya ha invocado el nombre patricio de

América, con dos millones y medio de habitantes descendientes de europeos (con

pretensión de llegar a 10 en 50 años). Importa a la España el asegurarse de aquel

nuevo dominio por medio de un tratado solemne, y cogiéndolo en el momento de

sus urgencias con el mérito de sacarlo de ellas.”

Aranda no logró convencer a Grimaldi, y tampoco a su sucesor, Floridablanca, de la

conveniencia de apoyar a los independentistas, y tuvo que contentarse con trasladar

su frustración a sus compañeros de armas. Por carta les comentó que tarde o

temprano Floridablanca decidiría prestar apoyo a los independentistas, pero que la

demora nos haría perder puntos políticos con Estados Unidos y bazas militares

frente a Inglaterra: “habiéndolos podido coger con los brazos atados, los hallaremos

con ellos sueltos”.

Dos años después su vaticinio se hizo realidad. Floridablanca ordenó apoyar a los

rebeldes y declaró la guerra a Gran Bretaña. Pero entonces el proceso estaba ya tan

avanzado que la intervención española era irrelevante. Por ello, muy pocos

estadounidenses reconocen hoy la ayuda prestada por España y sólo recuerdan su

débito con los franceses.

Finalizadas las hostilidades, Floridablanca confió a Aranda la dirección de las

negociaciones a tres bandas que culminaron en la firma del Tratado de Versalles del

año 1783, lo dio pie a una abundante correspondencia en la que volvió a insistir

sobre el riesgo que se cernía para el futuro de la América española, si no se atendía

y cuidaba la relación con Estados Unidos:

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“Aquel nuevo dominio, por su nueva legislación, por el carácter de sus Pobladores,

por irse a constituir una Nación cultivadora, lleva los visos de ser tranquilo en su

Establecimiento, que es cuanto podemos desear; y por lo mismo, parece ser

nuestro interés el que empiece a vivir con semejante disposición, sin quedarle

espina inmediata que mire con resentimiento, para que, ni en los actuales

vivientes, ni en la tradición de sus sucesores, se engendre un encono de vecinos.

Ellos estarán en su Casa y nosotros muy distantes; ellos, a poco coste

insultándonos, y nosotros, a mucho, aventurando el resistirles; ellos, pudiendo con

influencias, y el ejemplo de su libertad, exaltar los espíritus de nuestros

habitadores, y nosotros, que tal vez los tenemos displicentes, muy fuera de mano

para apaciguarlos.”

Como evidencia el texto anterior, el conde, evidentemente afectado por la derrota

colonial de Inglaterra, parecía haber olvidado su belicosidad y prestaba mayor

atención a la amenaza ideológica, derivada de la victoria de los colonos, que al

riesgo que pudieran desencadenar las ambiciones territoriales de la nueva nación.

La amenaza ideológica que, en opinión de Aranda, suponía la entrada en escena de

Estados Unidos se trasladó, agudizándose, a este lado del Atlántico a partir del inicio

del proceso revolucionario francés, de cuyos prolegómenos fue testigo de excepción.

Además, tras 14 años de estancia en París conocía en profundidad tanto las

miserias de la Corte, como la vitalidad y patriotismo de los franceses y la

potencialidad y riqueza del país.

Así, cuando, en el año 1787, Inglaterra contempló la posibilidad de recuperar los

puntos cedidos a Francia en Versalles, alentada por el incierto desenlace de la

convocatoria de los Estados generales, Aranda expuso al embajador español en

Londres que era muy arriesgado equiparar síntomas de malestar socioeconómico

con deterioro de la capacidad de respuesta de la nación francesa. Dicha exposición

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aporta alguna clave para interpretar, con cinco años de anticipación, la insistente

prudencia que ocasionó su ruina definitiva.

Esta reflexión induce a revisar determinados juicios historiográficos y comprender

por qué un hombre que se había pasado la vida trazando y proponiendo planes y

proyectos bélicos, hasta el extremo de hacer perder la paciencia a Carlos III, cuando

se le presentó la ocasión de poner en práctica sus ideas decidió adoptar actitudes

mucho más comedidas que las de sus antecesores.

Cuando en febrero del año 1792, Carlos IV decidió el cese de Floridablanca y puso a

Aranda al frente del poder ejecutivo, el panorama internacional, expuesto por Moñino

con todo lujo de detalles a su sucesor, era desconcertante.

Oficialmente, España mantenía una alianza defensiva con el titular de la Monarquía

francesa, y por si fuera poco, dos años antes, la Asamblea Constituyente había

asumido las obligaciones militares derivadas del Pacto de Familia, interpretándolo

como un tratado defensivo firmado entre naciones soberanas.

Era la primera vez que Francia asumía esta obligación desde que se firmó el Pacto

en el año 1761, y el motivo aducido para solicitar el auxilio francés era muy similar a

los invocados en el año 1770, cuando Luis XV se negó a ayudar a Carlos III con

ocasión del incidente de las Malvinas, y en 1775, cuando Luis XVI hizo lo propio con

respecto a la intervención en Sacramento.

En esta ocasión, agosto de 1790, los ingleses se habían apoderado del puerto de

San Lorenzo de Nootka, situado cerca de la actual ciudad de Vancouver, y los

constituyentes franceses, al requerir Carlos IV el respaldo de Luis XVI, se prestaron

a movilizar 45 navíos.

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Floridablanca, sin embargo, interpretó que la resolución de la Asamblea viciaba el

espíritu de la alianza borbónica, declinó la oferta de ayuda, cedió el puerto de

Nootka a Gran Bretaña y suspendió el Pacto de Familia.

Aranda, que seguía sin perder de vista que el eje de la política de defensa

continuaba siendo América, pretendió convencer a Carlos IV de la conveniencia de

descartar el inoperante Pacto de Familia, aceptar la situación impuesta por los

acontecimientos y, “con decente suavidad”, conservar la alianza militar con Francia.

Con su aspereza habitual, perfiló fríamente el estado de la cuestión y, el 30 de abril

de 1792, exigió al Consejo de Estado optar con urgencia por aliarse con Francia o

con Inglaterra, “porque sin apoyo de uno de los dos arriesgamos todo lo

ultramarino”. Un mes después, descartada la opción británica, presentó a la firma del

Rey una carta, dirigida al monarca napolitano, que alegaba motivos defensivos para

justificar el estrechamiento de lazos con los revolucionarios.

El asalto a las Tullerías y la prisión y ejecución de Luis XVI impidieron llevar a buen

término aquel designio. Sin embargo, pocos días antes de la declaración formal de

guerra, el 27 de febrero de 1793, amparado en su condición de presidente del

Consejo de Estado, puesto que conservaba tras hacerse cargo Godoy del poder

Ejecutivo, presentó un largo documento, lo que en lenguaje militar denominaríamos

un Estudio de los factores de la decisión, tras cuya lectura cualquier general habría

anulado las operaciones previstas en la frontera pirenaica o las hubiera pospuesto

hasta concentrar mayores efectivos y mejorar el apoyo logístico.

Como Godoy ignoró sus recomendaciones, urdió una segunda estratagema para

impedirle que declarara la guerra. El día 25 de abril, remitió al monarca una “idea de

operaciones” de excelente factura, detallada ejecución y carente del tremendismo

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que caracterizaba al documento anterior, sugiriendo que se la sometiera al dictamen

de los generales en jefe de los ejércitos de Cataluña, Aragón y Navarra, sin

informarles de la autoría del documento. Esperaba, sin duda, que su lectura les haría

sacar conclusiones semejantes a las expresadas más crudamente en el anterior.

Después, los progresos de Ricardos, y sobre todo la ocupación de Tolón por la

escuadra anglo-española, le indujeron a insistir en la conveniencia de aprovechar la

ventajosa situación alcanzada para negociar y recuperar el apoyo del antiguo aliado.

Al conocer el abandono de Tolón, originado por la falta de entendimiento entre los

marinos españoles y británicos, redactó un escrito con duras invectivas sobre la

forma de manejar el conflicto, que Godoy le impidió leer en la sesión del Consejo de

Estado del 14 de marzo de 1794, de la que salió arrestado.

El documento identificaba, por enésima vez, al tradicional enemigo inglés, pero la

amenaza británica era contemplada bajo una óptica diferente. El anciano militar,

dotado una vez más de singular don de profecía, anticipaba que el proceso

revolucionario francés beneficiaría en última instancia a los ingleses y les llevaría, en

plazo más o menos largo, a convertirse en primera potencia mundial, pasando

Francia a ocupar una posición secundaria. Vaticinaba, además, que la alianza

hispano-británica ocasionaría la ruina de España.

El documento también auguraba los letales efectos de una movilización masiva,

prevista por Godoy si se confirmaba el riesgo de invasión, sobre el espíritu y forma

de pensar de la sociedad española. La medida no se llegó a adoptar en aquella

ocasión; sin embargo, el vaticinio se hizo realidad cuando el pueblo español se alzó

en masa en el año 1808 y socavó los cimientos que sustentaban el Antiguo

Régimen, por cuya pervivencia tanto había combatido el conde de Aranda.

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CUARTA CONFERENCIA

HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN

MILITAR ESPAÑOLA

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HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA

Ramón Marteles López*

Norma seminal: Real Decreto 15 de diciembre de 1884 (Nueva organización de

tropas de Ingenieros ). Se crea la 4.ª Compañía del Batallón de Guadalajara, entre

cuyas misiones figura el desarrollo de globos aerostáticos.

1896 (Real Decreto 17 de diciembre)

Se inicia la Aerostación Militar, cuando el comandante Vives, responsable de la

Compañía de Aerostación y Telegrafía Alada, recibe la consideración de jefe de

Cuerpo, en la Central de Ingenieros de Guadalajara. Por Real Orden 9 de agosto de

1898 se fija la plantilla: 5 oficiales y 53 individuos de tropa. Su bautismo de guerra:

Campañas de Marruecos1908 (y 1912-1913…).

En 1900 (11de diciembre) el comandante Vives y el capitán Jiménez protagonizaron

la primera ascensión en esférico libre Guadalajara-Alcalá.

En la primera década del siglo tienen lugar innumerables éxitos y estudios

aerosteros (globos y dirigibles). A nuestros efectos, cabe destacar la Comisión

desempeñada por Vives y Kindelán en viaje de estudios y adquisiciones por

Inglaterra, Francia, Alemania e Italia en el año 1909. Repercusión de la misma:

creación , en terrenos de Cuatro Vientos, del Centro de Experimentación de Aviones

(1911), reglamentándose las pruebas para la obtención del título de piloto (Real

Orden 27 de marzo y 7 de octubre). Ese mismo año, en Farman y con instructores

franceses (que no se atrevían a practicar los “ochos”) lograron el título los oficiales

de Ingenieros que podemos considerar I Promoción de Pilotos Militares: capitán

Kindelán, teniente Barrón, teniente Ortiz Echague, capitán Herrera y capitán

Arrillaga. Fueron los Carnes militares números 1, 2, 3, 4 y 5. (Notar que con

anterioridad, 1910, el señor Loygorri y el Infante de Orleans habían obtenido, por su

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cuenta, en Mourmelon, los brevets números 1 y 2 de la Federación Aeronáutica

Internacional y Kindelán y Barrón fueron también los números 3 y 4 de la misma.

1913 (Real Decreto 16 de abril)

Nace la Aeronáutica Militar, con la publicación del Reglamento del Servicio. Bajo el

mando del ya coronel Vives, se establecen las ramas de Aerostación (Guadalajara,

comandante Cue) y de Aviación (Cuatro Vientos, capitán Kindelán) La primera

cuenta con pilotos de esférico y pilotos-mecánicos de dirigible; la segunda, pilotos y

observadores de aeroplano.

La Sección de Aviación depende del Ministerio de la Guerra, donde el coronel

Rodríguez Mourelo sustituyó a Vives en 1916 y 1918, ya general (con posterioridad

fueron responsables del servicio los generales Echagüe, Soriano, Kindelán, Balmes

y Lombarte hasta 1931).

El 2 de noviembre de 1913 se situó en Tetuán la Primera Escuadrilla expedicionaria,

dirigida por Kindelán , con 12 aparatos Farman, Lhoner y Nieuport. A Sania Ramel,

le seguirían los aerodromos de Arcila y Zeluán, iniciándose la gloriosa cooperación

aeroterrestre en la campaña del general Marina contra la insurgencia de Raisuni.

1917 (Real Decreto 17 de julio)

Se crea la Aeronautica Naval bajo el mando del contralmirante Magaz, en Prat de

Llobregat. Las cuatro primeras promociones propias fueron de aerostación y

aviación y con la quinta (1925) se extinguió la especialidad aerostática. (La evolución

y dependencia orgánica de la aviación de la Armada tuvo vida propia hasta 1936).

1920 (Real Decreto 17 de marzo)

Sobre organización y distribución territorial de las fuerzas y servicios de la

Aeronáutica Militar. Se crean cuatro bases aéreas: Madrid, Zaragoza, Sevilla y León.

(El aeródromo principal de cada base debería tener capacidad para cuatro

Escuadrillas tres de reconocimiento y una de combate- y “cobertizos” para 60

aviones. Se desistió de Zaragoza por meteorología). El personal se clasifica como

pilotos aviadores oficiales, oficiales observadores y pilotos de tropa, organizándose

también las Escuelas: Elemental, de Transformación-Clasificación y de Aplicación.

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El año 1920 fue muy prolífico en otras disposiciones aeronáuticas, desde la

proclamación de la Virgen de Loreto como Patrona de la Aviación (Real Orden 7 de

diciembre) hasta el establecimiento de la oficialidad de complemento al que pueden

acceder también todos los Cuerpos (Real Orden 8 de noviembre) pues antes estaba

limitada a las Armas combatientes y Estado Mayor.

1922 (Real Decreto 15 de febrero)

Primera reorganización integral del Servicio con referencia al Real Decreto de 1913.

Se crea la Escala del Aire en la que causa alta el personal navegante de las

diferentes Armas, pasando a Supernumerarios en las de origen donde debían

ascender cuando correspondiese. Se crean categorías, con divisas propias: Oficial

Aviador (teniente), Capitán de Escuadrilla (capitán), Comandante de Grupo

(comandante) y Jefe de Escuadra (coronel). Las Unidades tácticas serán

Escuadrillas (Reconocimiento-Combate-Bombardeo) Grupos y Escuadras.

De gran trascendencia para los futuros mandos fue el Curso de Jefes realizado en

Cuatro Vientos en 1923, dada la poca antigüedad de los componentes iniciales.

1926 (Real Decreto 23 de marzo)

Nueva y profunda reorganización del Servicio de Aviación, con el Reglamento

Orgánico de Aeronáutica Militar, Aviación y Aerostación (Real Decreto 13 de julio)

por el que se introduce uniforme (verde), divisas y recompensas propias. Las

Escuadras dispondrán de Aviación afecta a Unidades de Ejército y de Aviación

independiente. Los oficiales se reclutarían por concurso (menores de 27 años) entre

los de Estado Mayor, Caballería, Infantería, Artillería e Ingenieros. La plantilla

contemplaba tres Jefes de Escuadra, 30 de Grupo, 60 de Escuadrilla y 140 oficiales

aviadores.

Kindelán, jefe de Base, fue nombrado “jefe Superior del Aire“ (Bayo y Herrera, jefes

de Escuadra) y tras ascender a general (1929) se le confirma como “jefe Superior de

Aeronáutica”. (Al caer Primo de Rivera fue cesado por Berenguer y sustituido por

Balmes).

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No podemos dejar de reseñar en ésta época la creación del Consejo Superior (1927)

y las Escuela Superior de Aeronáutica (Real Decreto 3 de septiembre de 1928) y de

Aerotecnia (Real Decreto 29 de septiembre de 1928).

1931 (Real Decreto 8 de enero)

Se produce otra “reorganización de la Aeronáutica”, que es, prácticamente, su

desmantelamiento: Se suprime la Jefatura Superior y la Escala del Aire, pudiendo

regresar a las unidades de origen (opción, 14 días). Las unidades tácticas pasan a

ser batallones y desaparece el uniforme verde.

No obstante, en mayo, se vuelve a la organización de 1926. Recordemos que en

ésta época turbulenta y de cambio de régimen, las purgas, reingresos y baile de

mandos y jefaturas fue especialmente notorio en Aviación. (Sublevación de Cuatro

Vientos, mando efímero de Ramón Franco, etc.).

Por Decreto 26 de junio de 1931 ve la luz el Cuerpo General de Aviación por el cual

se vuelve a las categorías de 1922, a las que se añade las de Alumno aviador

(guardiamarina-alumno) y jefe de Base (contralmirante-general de brigada).Se

diseña un uniforme azul, una Academia de Aviación y un inspector general

dependiente del Ministerio de la Guerra. Por Orden Circular 14 de noviembre, tres

Escuadras y un Grupo independiente de hidros. Las dos especialidades tradicionales

pasan a denominarse Aviación independiente y Aviación divisionaria o de

cooperación. Plantilla: 2.687.

1932 (Ley 12 de diciembre)

Reseñamos ésta disposición “sobre reclutamiento de la oficialidad” porque por

primera vez aparece mencionada el Arma de Aviación en su artículo segundo, a

continuación de las cuatro tradicionales.

1933 (Decreto 6 de abril)

Se crea la Dirección General de Aeronáutica, de farragoso y demorado desarrollo

administrativo y en la que hizo una gran labor el capitán de Artillería Ismael Warletta,

nombrado para el cargo. (Le sucedieron, con diferentes títulos y atribuciones los

generales Goded y Núñez de Prado. Ya en el año 1936, por Decreto 11 de enero,

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se fijaron los empleos requeridos para cada una de las Jefaturas de la Aviación

Militar, Naval y Civil que dependían de la Dirección General).

El Decreto establecía una Armada Aérea y la Aviación de Defensa Aérea (que

fueron postergadas) más la Aviación de cooperación con Ejército y Marina (que se

asignó a las Divisiones orgánicas).

1937 (Decreto 30 de marzo)

El Gobierno de la República da consistencia operativa a la ya reconocida como tal

Arma de Aviación. Se designan siete Regiones Aéreas y once Grupos de Caza,

Bombardeo y Reconocimiento, conservándose como unidades la Escuadra, Grupo,

Escuadrilla y Patrulla tradicionales

1939 (Ley 8 de agosto)

Sobre la reorganización de la Administración Central del Estado. Al Ministerio de

Defensa lo sustituyen los de Ejército, Marina y Aire.

Al desaparecer el Cuartel General (21 de agosto) nace el Ejército del Aire con un

general en la reserva y cuatro coroneles. El general .Yagüe fue nombrado ministro,

sorpresivamente, dada la trayectoria histórica y personal de Kindelán.

Sobre éste cañamazo, con los bordados de las Campañas de África y la guerra civil

que ilustran mis compañeros Herrera y Madariaga, quedo a disposición de ustedes

en ésta mesa redonda.

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QUINTA CONFERENCIA

HALLAZGOS AEREONÁUTICOS

EN LA GUERRA DE ESPAÑA.

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO

DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN

EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

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HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA.

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Rafael de Madariaga Fernández*

El final de la Primera Guerra Mundial deja todos los fenómenos que rodean el

emergente mundo de la Aviación en plena ebullición, aunque naturalmente

escorados hacia el lado bélico de su utilización. Es todo un enorme e imaginativo

sector de la técnica moderna desarrollada por los diferentes hombres curiosos y

creativos en cada país y cuyos hallazgos se suceden unos a otros de forma más

veloz-quizás como la velocidad de los propios vehículos aéreos que ellos están

descubriendo y creando- que el progreso habido en otras técnicas en igual número

de años. Así la aviación mundial progresa de forma geométrica o exponencial en

lugar de ir ascendiendo de una manera mas pausada.

La guerra en el aire comienza con los pequeños biplanos monoplazas y más a

menudo biplazas de observación dedicados al reconocimiento del frente próximo a

los batallones en presencia y la vigilancia y corrección del tiro de la artillería, tal

como había nacido la Aerostación militar hacia ya muchos años. Estos aviones de

ambos bandos se atacan y se ven atacados, por lo cual tienen que defenderse y

proteger su valiosa información, con lo cual nace el monoplaza armado o scout, el

explorador que sólo o en formaciones protege a los biplazas propios, ataca unidades

móviles o fijas en el suelo, incendia dirigibles y poco a poco derriba aviones

enemigos: nace el avión de caza puro y comienza la evolución del arte del combate

aéreo, una de las técnicas más apasionantes de la guerra en el aire.

Los primeros ases

Así a lo largo de los años de guerra se irán sucediendo los progresos en la Aviación

militar, surgiendo los nombres de los nuevos centauros de la lucha armada, los

"ases" del combate aéreo, que se distinguen por el número creciente de victorias o

derribos conseguidos sobre sus oponentes. Todos ellos respetaban a sus contrarios

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y habitualmente practicaban unos códigos no escritos de caballerosidad, que los

remitían en sus conductas a los antiguos libros de gestas. No atacar a un contrario

con una avería o que ha terminado sus municiones, levantar la mano en señal de

saludo al comprobar que las armas del contrario están agarrotadas o acompañar a

un aeroplano tocado hasta tierra. Todo eso era practicado por los primeros ases,

como los alemanes Boelcke o Inmelman.

Al término de la guerra, ases aliados como Albert Ball, muerto en combate solitario

con 21 años o maestros como el canadiense Billy Bishop, 72 victorias a su cargo,

Mike Mannock o James MacCuden con 57, se habían convertido en los héroes de la

Aviación de su tiempo. Oswald Boelcke había creado los rudimentos en las técnicas

del incipiente combate aéreo y sus últimos compañeros como el barón Manfred von

Richthofen, su hermano Lothar y Herman Göering las habían perfeccionado.

Los hallazgos de la nueva Arma

Las hostilidades cesan cuando ya se había bombardeado Londres con masas de

dirigibles, continuando con formaciones de bombarderos Gotha y luego con los más

modernos Giant. Grandes agrupaciones de 40 o 50 de estos polimotores atacan

ciudades volando en noches con luna, siendo atacados por formaciones de más de

ochenta scouts nocturnos en una sola misión. En las últimas batallas, la misión de

los cazas era ametrallar y bombardear objetivos de tipo táctico en tierra, próximos o

relativamente lejanos a las unidades propias en el frente inmediato. Cerca del final

los alemanes empleaban el último Fokker, el D-VII, con una velocidad de 120 millas

por hora y 26.000 pies de techo. Los germanos estaban empleando ya los

paracaídas que junto a una poderosa capacidad de subida de sus motores, les

estaba salvando muchas vidas.

Los aliados resumían en frases de Mannock --un gran profesor-- las capacidades

que necesitaban de un buen piloto de caza: agresividad, capacidad de luchar en

formación, buena puntería, vista para la emboscada y estrategia para tender una

trampa. En resumen "siempre por encima, raras veces a nivel, nunca por debajo".

Los últimos aviones aliados como el Sopwich Dolphin y el Snipe con 200 caballo de

vapor de potencia, volaban a 120 mph y más de 20.000 pies, aunque la mayoría

todavía eran Camels y SE,s.

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Últimas tácticas aéreas en 1919

Cuando la Primera Guerra Mundial termina podemos resumir así los progresos de la

naciente arma aérea:

− Aviones de caza biplanos, ágiles con potencia de fuego limitada.

− Estos protegen a los que realizan ataques al suelo de tipo táctico, acompañando

a los combatientes en los frentes.

− Bombardeo incipiente de largo alcance, cambiando a nocturno cuando se hace

gravoso.

− Bombardeo ligero de tipo táctico contra tropas, artillería y primitivos carros de

combate.

− Vuelo nocturno que surge y dirigibles se muestran muy vulnerables.

La situación de la Aviación militar y de combate a partir de su nacimiento, adquiere

unas características que luego en los demás periodos de entreguerras se repiten

sistemáticamente. Los contendientes parece que quieran olvidar por completo todos

los postulados y las técnicas que aprendieron de forma costosa durante la

confrontación anterior. Así en los años dorados de la posguerra y la belle époque se

piensa que al progresar las velocidades de los aviones y aumentar las

aceleraciones, nunca mas habrá combates aéreos. Las velocidades de los aviones

serán vertiginosas con lo cual los sentidos humanos no dejaran combatir. Las

nuevas armas serán terribles y permitirán arrasar grandes masas de combatientes o

de aviones, todos a la vez. Todo ello llevaría al abandono de la experimentación en

el terreno de las tácticas aéreas.

Enormes avances de entreguerras

Por el contrario se da un enorme progreso de la aviación comercial, deportiva y

general entre los años 1919 y 1936 que inmediatamente producen resultados en los

modelos militares que se experimentan. Los aviones más avanzados pasan a ser

monoplanos de construcción cantilever y muchos de ellos son metálicos de

construcción ligera en aleaciones de aluminio con entelados en superficies de

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mando. Los motores se producen de mayores potencias, en aleaciones ligeras,

emergiendo algunos tipos que serán copiados una y otra vez, como el Wright

Cyclone de nueve cilindros en estrella. Se producen los grandes vuelos de todos las

aviaciones mundiales famosas, aprovechando el impulso de tantos aviadores

militares en parte ociosos: Americanos, ingleses, franceses, italianos, españoles y

portugueses se lanzan a cruzar de una forma u otra todos los océanos a su alcance.

Se preparan los grandes hidroaviones aptos para el cruce del Atlántico ya que se

creía la solución adecuada.

La Aviación militar española, junto a la recién creada Aeronáutica Naval, producen

durante la fase final de la guerra de Marruecos algunos hallazgos que pasan al

acervo de los conocimientos aéreos militares del resto de la Aviación mundial.

Después de haber patrocinado los comienzos de la aplicación táctica del fuego

desde los primitivos aeroplanos --el llamado "vuelo a la española"-- a las posiciones

avanzadas del enemigo, el abastecimiento a los núcleos aislados propios y la

colaboración en los ataques a campo abierto y bombardeo lejano, ahora en el año

1925 se produce durante el desembarco de Alhucemas un acontecimiento aero

naval de suma importancia para el futuro del empleo de la nueva arma. Más de 160

aviones terrestres, embarcados e hidroaviones se utilizan sistemáticamente desde

medios navales y aeródromos de campaña próximos, acompañando la victoriosa

fase final de la cruenta guerra en el norte de Marruecos. con lo cual se produce una

ingeniosa aportación de la aviación española al futuro del Arma aérea. Es el primer

desembarco aéro-naval de la Historia en territorio hostil, y según se cuenta, sus

textos fueron consultados por el general Eisenhower en vísperas del desembarco de

Normandía.

La Aviación española al comienzo del conflicto

La situación de la Aviación española previa a la declaración abierta de las

hostilidades se puede resumir, en lo tocante a aeronaves válidas para desarrollar

algún tipo de acciones armadas de una forma muy simple: el material era escaso,

anticuado y las dotaciones estaban más próximas a los proyectos sobre el papel que

a un despliegue eficaz y razonable. Si a esto se une que en los días previos a la

guerra ambos bandos habían desplazado cierto número de aviones y pilotos a otros

aeródromos y destinos en función de sus adscripciones políticas, nos encontramos

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con unas carencias muy grandes en ambos bandos. Hubo algunas unidades que

incluso se suprimieron en los días anteriores al 18 de julio de 1936, disolviendo

efectivos y ordenando el traslado de los aviones.

Los grupos de bombardeo y reconocimiento estaban dotados con aviones Breguet

XIX biplazas sexquiplanos que habían sido construidos bajo licencia en los años

previos. Este tipo de avión estaba muy anticuado ya para la época y era el que

dotaba a las unidades estacionadas en León, Madrid-Getafe y Sevilla-Tablada. La

aviación de caza constaba de un reducido numero de Nieuport 52 biplanos, también

obsoletos por esas fechas. El resto de la Aviación militar y de la Aeronáutica naval

contaba con una colección variadísima de pequeños núcleos diversos de aeronaves,

que en su conjunto demostraron servir de muy poco. Los aviones pesados de

transporte modernos estaban en manos de las Líneas Aéreas Postales Españolas y

fueron inmediatamente requisados para su utilización militarizada, continuando con

el transporte de carga de alto valor y personalidades, alternado en los primeros

meses con su empleo ineficaz como improvisados bombarderos. En ambos bandos

se contó con una flota discreta e importante de variados tipos de aviones de

entrenamiento e hidroaviones que se fueron incrementando y destruyendo

alternativamente durante la campaña.

Desde todos los países productores de aeronaves se quiso dotar de medios

modernos tanto a la República como a los sublevados, con miras tanto a la ayuda de

los diferentes ejércitos en presencia como a la sistemática experimentación de todos

los hallazgos que se habían producido durante los años desde el final de la Primera

Guerra Mundial. También hubo grupos e individuos que vieron la ocasión propicia

para hacerse millonarios, recorriendo Europa con enormes cantidades de dinero a

su cargo, encargados de adquirir aviones y armamentos que luego se demostraron

inexistentes o un fracaso completo.

Las aportaciones de material aéreo

Los primeros aviones modernos que arribaron a España fueron los franceses que

formaron en las filas de la Aviación republicana, entre los meses de agosto y

noviembre de 1936. Entre estos se encontraban los aviones de caza Dewoitine D­

371 y D-500, así como cierto número escaso de Loire y Gordou-Lesserre. También

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hizo acto de presencia el famoso "bombardero multiplaza" Potez 540, que formaría

la dotación de la Escuadrilla Maulraux así como otras unidades de bombardeo. A

continuación comenzaron a llegar en octubre y noviembre del mismo año los aviones

soviéticos de muy superiores características a todo el resto de aeronaves que

volaban por entonces en la Península: Los bombarderos ligeros R-5 Rasantes y R-Z

Natachas, los I-15 Chatos, los I-16 Moscas y los bombarderos Tupolev SB-2

Katiuska.

La llegada de los aviones de origen ruso pusieron en evidencia de forma dramática,

sobre todo en los comienzos, cuanto había realmente cambiado la aviación militar y

cuanto tendría que cambiar en los años siguientes. Tanto la aparición de un rápido

avión de caza de tren retráctil, monoplano de alta velocidad, como las primeras

actuaciones de un bombardero, bimotor, monoplano de tren retráctil y de elevadas

características pusieron de manifiesto rápidamente que la guerra en el aire ya era

otra cosa diferente a lo poco experimentado desde el año 1919, terminación de la

Primera Guerra Mundial.

En el bando nacionalista se producen inmediatamente incorporaciones de algunos

aviones emblemáticos, como los Junker 52/3m. La cuota de viejos aviones que le

había correspondido a la aviación nacionalista constaba de números más exiguos

que los de sus oponentes de los viejos Breguet XIX, Nieuport 52, hidroaviones y

bimotores de transporte como los Dragón, o algún trimotor como los Fokker. Por esa

y otras razones el suministro de aviones algo más modernos comenzó

inmediatamente por parte de alemanes e italianos. No obstante los primeros no

enviaron desde el comienzo sus mejores ejemplares y sólo a medida que

entendieron cuan importante era lo que se jugaba en la guerra de España, fueron

cada día y cada mes enviando para su experimentación nuevos ejemplares de

diferentes tipos de cazas y bombarderos, hasta convertir el cielo hispano en ese

auténtico campo de experimentación. Así a los primeros Heinkel 46 y 51, siguieron

los últimos tipos –entonces produciéndose-- de Messerschmitt BF-109 de los

modelos B, C y D, o los desafortunados Heinkel HE-112. Pronto se demostró que

los Junkers servían para bombardeo solamente muy protegidos y que el futuro

residía en bombarderos rápidos con escolta o muy rápidos con cierto grado de

riesgo, a cuya necesidad respondieron modelos como el Heinkel HE-111 y el Dornier

17.

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Los primeros combates y actuaciones entre los aviones de ambos bandos, se dan

con resultados aleatorios y se van perdiendo y retirándose rápidamente de las

operaciones los más obsoletos, e incluso parte de los llegados como “nuevos”. A las

pocas semanas de actuaciones continuadas habían desaparecido del mapa aéreo

casi todos los Breguet, Nieuport, Fokker y Dragones en las dos aviaciones en lucha

y poco más tarde lo harían también los Heinkel 46 Pavas, los Rasantes R-5 o los

Aero-Praga Ocas.

La superioridad de la Aviación republicana se establece en octubre y noviembre de

1936 con la llegada y primeras actuaciones de los aviones más evolucionados:

Moscas, Chatos y Katiuskas. Como respuesta se va dando un incremento paulatino

y continuado de efectivos en la aviación nacional, que crece hasta formarse las tres

fuerzas aéreas casi independientes: Aviación nacional. Legionaria y Legión Cóndor,

con una participación próxima a un tercio del conjunto. En el bando republicano se

crean las Fuerzas Aéreas de la República Española (FARE), las cuales en su interior

incorporan en Los Llanos de Albacete un Estado Mayor soviético dentro del propio

Estado Mayor de Aviación, el cual al mando de algún general ruso, actúan como una

fuerza aérea dentro de las FARE. Durante toda la extensión de la guerra en unos

casos o parte de ella en otros hubo numerosas unidades tanto de caza como de

bombardeo, reconocimiento terrestre y marítimo totalmente formadas por aviadores

soviéticos, alemanes, e italianos, así como cierto numero de ellas mixtas en las que

participaban algunos españoles en ambos bandos. Algunos Katiuskas durante toda

la guerra estuvieron dotados con radio, cámaras y equipos propios, efectuando

misiones exclusivamente a las ordenes de los jefes rusos. Paralelamente hubo

actuaciones independientes de repercusiones dramáticas planeadas y realizadas por

su cuenta, tanto por la Legión Cóndor como por la Aviación Legionaria.

Los grandes hallazgos

El primero de los grandes éxitos de la aviación en la guerra de España consiste en lo

que después se denominaría “puente aéreo” sobre el Estrecho y que se anota el

increíble transporte –para la época—de cantidades importantísimas de hombres y

material bélico desde el norte de Marruecos hasta los campos y pastizales de Jerez

de la Frontera y la provincia de Cádiz. Se habla de cantidades muy dispares pero

podríamos constatar unas 500 toneladas y 30.000 hombres en pocas semanas,

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utilizando campos sin preparar y los primeros Junkers con que contaban los

sublevados.

Con aviones que inicialmente se emplearon como cazas o como bombarderos

ligeros y que pronto se demostraron obsoletos para esa función, al poco tiempo se

comenzó a practicar la técnica de “las cadenas”, carrusel de elementos de una

formación que ametrallaban sucesivamente en “pescadilla”, posiciones enemigas,

trincheras, nidos de ametralladoras o cualquier enclave táctico en el frente. Al operar

muy próximos unos a otros se aseguraba la protección de un elemento con el fuego

del siguiente y la distracción creada hacia el anterior, ya saliente de la pasada. El

perfeccionamiento de esta técnica continuo hasta el final de la guerra y dio lugar a

innovaciones recogidas de inmediato por otras fuerzas aéreas.

A los pocos meses de comenzar las hostilidades se vio claro que el avión de caza

biplano había fenecido. Lo nuevo eran aviones monoplanos de construcción

cantilever, monomotores de altas prestaciones y a ser posible con motores

sobrecomprimidos, asientos blindados en la espalda del piloto, visores de retícula y

depósitos autosellables. En los cazas nocturnos se tenían que ocultar las lumbreras

de salida de llamas de los escapes y había que situar algunas luces de posición y de

aterrizaje.

Los bombarderos rápidos, que inicialmente fueron bimotores, se transforman en

intruders que pueden actuar a gran velocidad sin protección sobre objetivos

estratégicos de largo alcance, sin oposición. Los cazas enemigos no los alcanzan a

menos que estén sobre el objetivo esperando, lo cual no es siempre factible durante

horas o durante días. Luego cada vez van teniendo cada vez mas problemas de

encuentros con la caza enemiga, incluso de noche. Al final los atentos observadores,

como americanos e ingleses, se dan cuenta de que no pueden actuar, aunque sea a

larga distancia sin apoyo de cazas y con una gran autonomía. De ahí nacen los

cuatrimotores de la Segunda Guerra Mundial como los Lancaster o las “fortalezas

volantes”, pero con escolta de cazas con seis u ocho horas de autonomía sobre

territorio enemigo. Los alemanes y los rusos curiosamente siguieron creyendo en la

inpunibilidad del bombardero rápido en pequeñas formaciones.

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Por falta de bombarderos tácticos adecuados, estos citados bombarderos

semipesados tienen que actuar como aviones tácticos en el frente en misiones a

baja altura y en condiciones que no son las suyas: sufren bajas por desproteccion,

bajan más las alturas de operación y fracasan.

Los recursos tácticos

La falta de protección adecuada antiaérea en los campos de la Aviación republicana

fue casi total y chocaba con la magnifica de la Legión Cóndor en sus aeródromos o

en los compartidos con la Aviación nacional, a costa de la extraordinaria pieza

Oerlikon de cuatro tubos ocho con ocho. La Aviación legionaria también contaba con

la correspondiente antiaérea en Mallorca y en sus aeródromos.

Los bombarderos ligeros en misiones tácticas sobre objetivos en el frente o sus

proximidades, siempre tienen que actuar protegidos por cazas u otros aviones sobre

ellos, si es posible en dos escalones distintos. Tal es el ejemplo recogido en la

actuación de los Natachas republicanos o los Heinkel 46 y 45 y los Romeos

nacionales.

Si un avión de caza vuela muy alto, mas que los aviones propios, caso de los BF–

109 sobre los Moscas I-16, hay que conseguir otro avión –como el SuperMosca I-16

con motores Wright Cyclone – que pueda volar a esa altura.

Todos los ases de la Aviación en España se quejaban de las mismas carencias: falta

de potencia de fuego en los cazas, tanto nacionales como en los gubernamentales.

Y en los aviones de bombardeo, mal armamento con torretas inservibles o lentas,

falta de protección blindada y más potencia en motores.

Conclusiones y experiencias

Cada una de las fuerzas aéreas importantes en presencia en Europa y que al cabo

de tan sólo meses estarían luchando entre ellas, sacaron conclusiones, analizaron

experiencias y tomaron medidas, modificaron proyectos o copiaron

sistemáticamente. También omitieron algunos ejemplos y cometieron grandes

errores.

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Los rusos recibieron una lluvia de aviones, sistemas, piezas de origen alemán e

italiano y hasta llegaron a constituir una unidad completa en retaguardia en los

Urales, con aviones volados en el año 1941 por los mejores pilotos rusos y algunos

españoles que habían volado con ellos y sus aviones en España hasta 1939. Sus

consecuencias fueron a veces chocantes y otras geniales. Por ejemplo:

− Para ellos el bombardero rápido intruder era inexpugnable. Como recurso se

podía recurrir al bombardeo nocturno.

− El avión ligero táctico de ataque al suelo, tenía que ser indestructible, bien

armado, blindado y pesado como un carro de combate aéreo: de ahí nace el

Stormovick.

− Sus aviones de caza se quedaron obsoletos en pocos meses ante los alemanes

que habían experimentado más deprisa. De todos modos hacia 1942 estaban

comenzando a producir algunos de los aviones de caza más modernos de la

Segunda Guerra Mundial, sí bien no en cantidades suficientes.

− Descubrieron la necesidad de la caza de defensa nocturna y por supuesto diurna,

sobre lugares estratégicos y se aplicaron a ello con contumacia eslava.

Los alemanes hicieron sus propios descubrimientos y quizás fueron los que más

datos recopilaron sobre el terreno y en el aire:

− Descubrieron uno de lo mayores hallazgos en la historia del combate aéreo, la

formación de combate Schwarme-Rotte o formación Four Finger, con sus

variantes de defensiva y ofensiva, tanto para una pareja como para cuatro o más

aviones de caza.

− Dejaron a todos sus cazas con muy poca autonomía, lo cual constituyó uno de

sus más lamentables errores de toda la guerra.

− Creyeron en la invulnerabilidad del intruder de alta velocidad no protegido y

después con protección temporal o escasa.

− El éxito inicial del Stuka los llevo a pensar que esa era una formula duradera. En

poco tiempo tuvieron que retirarlo o protegerlo pesadamente y usarlo solamente

en presencia de una superioridad local o temporal decidida.

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Los italianos tuvieron también grandes oportunidades, pero no supieron

aprovecharlas:

− Creyeron en el éxito apabullante del biplano de caza porque el CR-32 opero

durante casi la mitad de la guerra bien. Fue un craso error que le hizo comenzar

la Segunda Guerra Mundial en muy malas condiciones en ese aspecto. Tan sólo

en 1943 estaban empezando a aparecer sus primeros monoplanos de caza,

como el Reggiane 2001 y siguientes, ya tarde para las operaciones.

− También cayeron en el error del bombardero bimotor rápido actuando a media

distancia sin apoyo de caza propio.

En cuanto a los países no beligerantes que se habían fijado mucho en el conflicto,

está claro que tanto los ingleses como los americanos sacaron conclusiones muy

validas del conflicto en el aspecto aeronáutico. De forma escueta se puede citar en

cuanto a los primeros, el temprano diseño y la construcción de aviones de caza

monoplanos metálicos, dotados de ocho ametralladoras, el impulso dado a la

detección temprana de aeronaves sobre sus costas, y la costosa pero previsora

creación de los bombarderos estratégicos pesados y protegidos. Los americanos en

poco tiempo olvidaron el bimotor rápido –del cual supuestamente se había copiado

el Katiuska, en España se le llamo Martin Bomber hasta los años 1945 y 1947– y se

decidieron por aviones pesados de bombardeo estratégico, protegidos por aviones

de caza de elevada autonomía, como el Thunderbolt, que podían estar ocho horas

en el aire sobre Alemania, además de perfeccionar la aviación embarcada o los

aviones de reconocimiento con 10 horas de autonomía.

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SEXTA CONFERENCIA

LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927)

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LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927)

Emilio Herrera Alonso*

La Aviación es el arma de las nacio-

nes pobres (11). Un solo avión puede causar

daño al enemigo aunque caiga en la prue-

ba. Donde no pueden herir los cañones,

llegarán los aviones con menor gasto y

mayor efectividad.

General Echagüe

Realizado el primer vuelo mecánico de la Historia en Carolina del Norte, en

diciembre de 1903, no tardaron en surgir en las primeras potencias, hombres

capaces de intuir lo que el nuevo elemento significaría en la guerra, y a principios de

la segunda decena del siglo, ya eran varios los ejércitos que contaban con

incipientes armas aéreas. Para ello, unos pocos entusiastas hubieron de luchar

contra el escepticismo de la gran mayoría de los militares de la época que veían a

aquellos aviadores como a unos visionarios que olvidaban que la actividad bélica

venía desarrollándose, milenio tras milenio, desde que el Hacedor -temerariamente-

puso al hombre sobre la Tierra, sin la participación de engorrosos artilugios

mecánicos, propios de exhibiciones circenses. Contaba Su Alteza Real el Infante

don Alfonso de Orleans que, asistiendo a unas maniobras en Prusia, en 1912, oyó a

un oficial de húsares que decía a otro de ulanos, refiriéndose a un monoplano Erich

Tauber que sobrevolaba el campo: “Estos tontos se creen que servirán de algo en la

guerra”.

11 Tal vez este pensamiento haya quedado desfasado en su primera parte, dados los precios actuales del material aéreo; en lo demás es totalmente actual

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Al Ejército español le nacen alas

El tremendo golpe que para los españoles constituyó la pérdida de Cuba, Puerto

Rico y Filipinas en 1898, sumió a los gobiernos de la época en aquel marasmo que

Silvela definiría como la “España sin pulso”. No obstante, en las filas del Ejército ­

que se sentía víctima y “cabeza de turco” de una situación de la que no era

culpable- se seguía trabajando y tratando de mantener a éste actualizado, y a las

Fuerzas Armadas españolas llegaban noticias de la organización de secciones de

aeroplanos en otros ejércitos europeos.

Y así, un grupo de entusiastas aerosteros al frente de los cuales se encontraba el

coronel don Pedro Vives, superando los obstáculos administrativos, y con pocos

meses de retraso con otros Ejércitos europeos, en marzo de 1911 comenzaron a

volar los militares españoles. Creada oficialmente la Aviación militar el año anterior,

fueron sus pioneros, oficiales de ingenieros que ya habían recibido el bautismo de

fuego en las campañas de Melilla de 1909 y 1910, que con indudable visión de

futuro no querían que nuestra patria se quedara rezagada en aquella actividad que,

apenas nacida, se desarrollaba con un impulso y una aceleración muy por encima

de lo que rama alguna de la Ciencia lo había hecho antes.

En Cuatro Vientos, en un llano de las afueras de Madrid al que inmediatamente

denominaron aeródromo, empezaron sus vuelos los primeros aviadores que tuvo el

Ejército español, con tres biplanos (12). Pronto serían catorce los oficiales que con

ellos habían aprendido a volar, y que recibirían el correspondiente título de “piloto

militar”.

Las alas van a la guerra

Ya la Aviación mundial había recibido el bautismo de fuego, siendo la del Ejército

italiano la que en octubre de 1911 había iniciado el camino en Tripolitania y

Cirenaica, con motivo de la guerra italo-turca que allí se desarrollaba, y, casi

coincidiendo con el final de ésta, estalló en los Balcanes el conflicto que enfrentó al

Imperio otomano con la Cuádruple Liga Balcánica, compuesta por Grecia, Bulgaria

12 Eran éstos, dos biplanos Henry Farman, con motor propulsor Gnome de 50 c.v. y un, también biplano, Maurice Farman MF-7, con motor Renault de 70 c.v.

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Serbia y Montenegro. En esta guerra, por primera vez, tendrían Aviación ambos

contendientes.

El general Marina, el único militar de alta graduación que en España creía en el

aeroplano como elemento de guerra, y que ya, en 1909, siendo comandante general

de Melilla había comprobado las ventajas de contar con medios aéreos -globos en

aquella ocasión-, y que en las maniobras que había dirigido en febrero de 1913 en

torno al puente de San Fernando de Henares había hecho participar en ellas al

dirigible España y a una escuadrilla de aeroplanos, cuando en agosto de aquel año

fue nombrado Alto Comisario de España en el recién creado Protectorado de

Marruecos, decidió que participaran en las operaciones que proyectaba una unidad

de aeroplanos. Y en un terreno elegido por el coronel Vives, en Sania Ramel, cerca

de la desembocadura del río Martín, se instaló en noviembre de 1913 una

escuadrilla compuesta por nuevo oficiales pilotos, y seis observadores, al mando del

capitán Kindelán (13), con doce aeroplanos (14), y un escalón de tierra formado por un

conjunto de medios mecánicos y humanos necesarios para el desenvolvimiento de

la escuadrilla.

Una prueba más del escepticismo de la mayoría de los mandos militares hacia el

naciente elemento de guerra la recibieron el capitán Kindelán y el Infante don

Alfonso, cuando se presentaron al jefe del Estado Mayor de la Comandancia

General de Ceuta solicitando ayuda para desembarcar el material de la Escuadrilla;

El jefe del Estado Mayor un teniente coronel del Cuerpo, les preguntó, entre otras

cosas, si podrían llevar en vuelo una carta de Ceuta a Tetuán, y al responder el

capitán que no era posible por no existir en Ceuta un terreno apropiado para

aeródromo, les despidió diciendo: “entonces veo que no me van a servir ustedes

para nada.”

13 El personal de la escuadrilla, además del capitán Kindelán, lo componían los pilotos, capitanes Barrón, de Ingenieros, y Bayo, de E.M. y los tenientes, SAR el Infante don Alfonso de Orleáns, Ríos, Moreno Abella y Espín, de Infantería, Olivié, de Ingenieros, Alonso, de Intendencia y Cortijo, de Sanidad -que sería además el médico de la Escuadrilla- y los observadores, capìtanes Castrodeza, de E.M.. Cifuentes, de Artillería y Barreiro, de Ingenieros y tenientes Ruiz de Arcaute, de Artillería, O’Felan, de Infantería de Marina y el alférez de navío, Mateo Sagasta. 14 Eran éstos, cuatro biplanos Maurice Farman MF-7, cuatro biplanos Lohner “Pfilflieger” y cuatro monoplanos Nieuport IV.G

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La primera acción aérea se llevó a cabo el 3 de noviembre, por tres aparatos que

realizaron sendos reconocimientos a vanguardia de Laucién. Realizó la escuadrilla

diversas misiones de bombardeo en las que -dado el pequeño tamaño de las

bombas- el efecto moral sería siempre muy superior al material, pero que resultaron

muy efectivas.

El día 19 tuvo su bautismo de sangre la Escuadrilla al resultar gravemente heridos

por fuego de fusil, mientras realizaban un vuelo de reconocimiento sobre el monte

Cónico, el teniente Ríos y el capitán Barreiro que lograron regresar al campo propio

con la misión cumplida; fueron ascendidos por méritos de guerra y propuestos para

la Laureada que recibirían ocho años más tarde.

Continuaron actuando los aviadores en las operaciones en torno a Tetuán, con gran

éxito -especialmente, moral- y se decidió situar otra escuadrilla en Arcila,

dependiente de la Comandancia General de Larache, y tres biplanos Farman MF-7

al mando del capitán Bayo se establecieron el la playa, trasladándose unos días

después a un terreno más apropiado desde el que participarían en las pequeñas

operaciones que en el territorio de aquella Comandancia se llevarían a cabo,

especialmente en la belicosa Cabila de Beni Arós.

El general Gómez Jordana, comandante general de Melilla, consiguió también que le

fuera asignada una escuadrilla, y en mayo de 1914, tras decidir situar el aeródromo

en un terreno no muy bueno (15), entre el río Zeluán y la alcazaba de aquel nombre,

se instaló en él una escuadrilla formada por cuatro monoplanos Nieuport IV-G al

mando del capitán de Ingenieros, piloto, Emilio Herrera. La experiencia de éste

adquirida como aerostero en la campaña de 1909, y como piloto en la zona

occidental donde había relevado a Kindelán en el mando de la Escuadrilla de

Tetuán, fue de gran utilidad en los numerosos vuelos de reconocimiento -visual y

fotográfico- de Tistutin, el llano del Garet y la cuenca del Guerrau, llegando en sus

vuelos hasta Dar Driux y el monte Mauro en la región del Kert. Actuaron también los

aviadores en las operaciones que en aquella Comandancia se desarrollaron,

bombardeando posiciones y núcleos rebeldes, con escaso efecto material, dado el

15 Se seguía la política de no utilizar terrenos productivos, para no perjudicar a los moros de las zonas sometidas..

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pequeño peso de las bombas –3,5 kilogramos- y a la modesta carga de los

aeroplanos, pero con indudable efecto moral.

El paréntesis de la Guerra Europea

El estallido de la Guerra Europea -o Gran Guerra- el 1 de agosto de 1914, que dio

un enorme impulso a la Aviación que a lo largo de los cuatro años que aquélla duró

alcanzó un desarrollo espectacular, condicionó la acción militar de España en

Marruecos en aquellos años, limitando las operaciones al mínimo indispensable para

mantener el orden en nuestra zona de Protectorado, sin empeñarse en acciones que

pudieran crear situaciones que sirvieran de pretexto a potencias interesadas en

acabar con la neutralidad española en el conflicto europeo.

En consecuencia, pese a ser la ocasión muy favorable para realizar acciones a gran

escala que habrían dado a las fuerzas españolas la posesión de puntos importantes

desde los que ejercer eficazmente la acción de Protectorado, nuestros soldados

hubieron de limitar su actividad a mantener sus posiciones, llevando a cabo

únicamente a vanguardia de éstas, las pequeñas operaciones necesarias para

garantizar la seguridad de la zona sometida al Majzen.

Únicamente, a lo largo de estos años se realizó una operación de cierta

importancia, en la que por primera vez actuarían combinadas fuerzas de Tierra, Mar

y Aire, participando las Comandancias Generales de Ceuta y Larache, para someter

al poblado rebelde de Biutz, en la cabila de Angera. Esta operación .que se conoce

como el día de Angera- tuvo lugar el 29 de junio de 1916, y en ella participaron por

tierra 27.861 hombres, 3.505 caballos y 2.882 mulos; un acorazado y dos cañoneros

por mar, y dos biplanos Lohneo Pleilflieger y dos Maurice Farman MF-11 por aire.

Pese a lo modesto de los medios aéreos empleados, fue importante la aportación de

la Aviación al combate, manteniendo al mando informado de los movimientos de los

rebeldes, y bombardeando las concentraciones.

Las dificultades para adquirir material aéreo durante el conflicto europeo, forzó a la

Aviación militar española a mantenerse apenas sin repuestos, sin poder importar

materias primas para construir aeroplanos en España, y con la única adquisición en

Estados Unidos -neutrales, a la sazón- de doce biplanos Curtiss JN-2 Jenny -seis

de ellos, hidros- en el año 1915. Dos años más tarde, la dirección de Aeronáutica

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convocó un concurso entre proyectistas y constructores españoles, tratando de

conseguir modelos de aviones de caza, bombardeo y reconocimiento, para ser

fabricados en nuestra patria, pero con el final de la Gran Guerra en 1918,

comenzaron a llegar a España material aéreo moderno, de los beligerantes, del

sobrante de la guerra, de muy buenas características y precios de saldo, con lo que

lo que habría sido un importante impulso de la industria española cuatro años antes,

pasó al olvido. Probablemente se perdió aquí una buena ocasión de entrar España

en la industria aeronáutica con paso firme. Y en la Aviación militar española entraron

los De Havilland, Bristol, Farman, Breguet y otros, aunque en pequeñas cantidades.

En junio de 1919, el director de Aeronáutica, general Francisco Echagüe, convocó

una promoción de cien pilotos de aeroplano, para la que se presentaron más de

1.000 solicitudes, entre las que se hallaban muchas de oficiales de la Legión y

Cuerpos que combatían en Marruecos a la sazón; el riguroso reconocimiento médico

sólo admitió a 132, y finalmente fueron únicamente 95 los que lograron el título. Para

formar a este importante número de aviadores fue necesario crear tres escuelas en

distintos puntos de España: Zaragoza, Sevilla y Getafe, para incrementar las de

Cuatro Vientos y Los Alcázares, que ya existían.

Pese a todo, la Aviación militar española -la Aeronáutica naval nació sobre el papel

en 1917 y no comenzó a volar hasta 1921- no había adquirido la entidad necesaria

para el papel que se intuía iba a tener que desempeñar a corto plazo, y así, en

Marruecos se contaba únicamente con tres escuadrillas -una adscrita a cada

Comandancia General-, que aunque dotadas con material moderno, era éste escaso

como pronto se vio. Con estas tres unidades se constituyó en enero de 1920 el

Grupo de Escuadrillas de Africa al mando del comandante Aymat.

El desastre de Annual. La reacción

Esta situación se mantuvo hasta el año 1921 en que los espectaculares avances por

el territorio oriental, realizados por el general Silvestre, comandante general de

Melilla, tuvieron como consecuencia estirar la larga línea de posiciones que

constituía el frente, que ya alcanzaba más de 110 kilómetros, quedando muy pocas

tropas para asegurar las líneas de abastecimiento, guarnecer la plaza de Melilla y

las islas y peñones, y contar con unas débiles columnas de reserva. La conquista de

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la posición de Abarrán por los moros el 1 de junio, apenas constituida, y la

imposibilidad mes y medio más tarde de abastecer a los defensores de Igueriben,

forzó al general Silvestre a ordenar la retirada de la posición principal de Annual,

operación que se realizó en muy malas condiciones, viéndose como las tropas

indígenas al servicio de España, desertaban en su mayor parte, pasándose al

enemigo importantes contingentes.

En esta penosa retirada que no se detuvo hasta monte Arruit donde el general

Navarro se fortificó con unos 3.000 hombres; la Aviación, constituida únicamente por

la escuadrilla de Zeluán -cinco biplanos De Havilland DH-4 a las órdenes del capitán

Pío Fernández Mulero- desarrolló una extenuante labor protegiendo el repliegue (16),

realizando 15 salidas el día 21, y 14 el 22, arrojando en ellas más de l.000

kilogramos de bombas. El día 23, en plena retirada aún realizaron 15 salidas, pero

finalmente el aeródromo quedó sitiado, y los aviones fueron destruidos por la

guarnición cuando, agotadas las posibilidades de defensa, se retiró tratando de

llegar a Melilla.

Un único avión durante dos días, y cuatro llegados de la Península el 3 de agosto,

operaron desde un minúsculo terreno improvisado en La Hípica, abasteciendo a los

defensores de monte Arruit de víveres, municiones, medicamentos y agua; para esto

último se recurrió a arrojar en el recinto sitiado barras de hielo de 12 kilogramos

envueltas en arpillera -una vez más surge en el momento oportuno la gran

capacidad de improvisación de los españoles-, pero no fue aquello suficiente para

mantener la posición cuyos defensores hubieron de rendirse, siendo asesinados en

su mayoría por los moros.

El golpe cayó en España con todo su peso, pero en contraste con la actitud

negativa y revolucionaria con que 12 años antes la sociedad había recibido lo del

barranco del Lobo, esta vez la reacción fue firmemente positiva; había que “vengar

la ofensa del moro y ponerlo en su lugar”. En lo militar se enviaron a Africa los

segundos batallones de los regimientos de Infantería, un escuadrón por cada uno de

Caballería, y proporcionadas fuerzas de Artillería, Ingenieros y Servicios. Todas las

16 Al capitán Mulero le fue concedida la Medalla Militar por su actuación en estos días.

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provincias (17) regalaron al Ejército uno o más aviones que, merced a la previsión del

general Echagüe que a alguno había parecido excesiva, estuvieron tripulados por

españoles (18). El Gobierno aprobó un crédito de 5.700.000 pesetas para adquirir

material aéreo, y se constituyeron las fuerzas aéreas de Marruecos, inicialmente con

dos grupos de Escuadrillas, al mando del coronel Soriano. Realmente era una fuerza

pequeña, pero el valor de sus tripulaciones y su rápida adaptación a las

peculiaridades de la lucha, le dieron gran efectividad.

Fue en estos años cuando realmente se forjó la Aviación militar española, que llegó

a ser una fuerza moderna y bien equipada -tripulada por hombres salidos en su

mayoría de las más distinguidas unidades que combatían en África- que apoyaba al

Ejército en sus avances, abriéndole paso con sus bombas y ametralladoras,

desarrollando tácticas originales y audaces, destacando en el ataque en vuelo

rasante, algo que los aviadores franceses, veteranos de la Guerra Europea muchos

de ellos, denominarían vol a l’espagnole.

Fue aumentando el número de aviones en Marruecos y pronto serían tres los

grupos de Escuadrillas que combatían en ambos frentes del territorio. Los

importantes éxitos de las tropas españolas se veían con frecuencia malogrados por

decisiones políticas tomadas en Madrid, deteniendo a las tropas cuando estaban a

punto de obtener éxitos decisivos, produciéndose situaciones muy peligrosas al

quedar las fuerzas desperdigadas por los montes, en posiciones aisladas entre sí,

con aguada difícil en muchas ocasiones, a las que era necesario suministrar

regularmente, con largos convoyes que habían de superar una difícil orografía muy

propicia al enemigo para oponerse al paso de aquellos, con el consiguiente desgaste

de tropas para su protección. Con frecuencia quedaban las posiciones sitiadas por

los moros, siendo necesario mantenerlas suministradas hasta tanto -a veces luego

de duros y cruentos combates- las fuerzas abrieran paso al convoy.

Cuando se producían situaciones de éstas, era la Aviación la que se encargaba de

mantener a la sitiada posición provista de lo necesario -municiones, víveres,

medicamentos, hielo, pienso para el ganado y tantas cosas más- en arriesgados

17 También regalaron aviones las colonias de españoles en países hispanoamericanos. 18 De no haber contado con este plantel de pilotos habría que haber contratado mercenarios.

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vuelos rasantes para precisar la caída de las cargas dentro del reducido perímetro

de aquélla, maniobras en las que los aeroplanos recibían numerosos impactos de

fusil y ametralladora de los sitiadores, se producían muertos y heridos a bordo, y

eran derribados con más frecuencia de la deseada. Esta necesidad de abastecer a

las posiciones asediadas, fue importantísima, y exigió un esfuerzo titánico de los

aviadores. Fueron a lo largo de la campaña especialmente duros los

abastecimientos aéreos a Tizzi Assa, Tifarauin y Kudia Tahar, logrando que se

mantuvieran estas posiciones, pagando los aviadores un caro tributo. En ocasiones

el esfuerzo hubo de ser sobrehumano, tanto en las tripulaciones como en los

equipos de tierra, ya que el número de posiciones sitiadas era grande; en el frente

oriental, entre septiembre y diciembre de 1924, el grupo expedicionario de Havilland-

Rolls, mantendría abastecidas, desde Sania Ramel, en Tetuán, 22 posiciones, y

desde Auámara, en Larache, 27, volando sin cesar, sin tiempo para realizarlas

revisiones necesarias, con el material gastado y el consiguiente incremento del

riesgo.

En los periodos en que el frente estaba tranquilo, y Abd el Krim aseguraba a los

suyos que era porque él había parado a los españoles, era la Aviación la que en

vuelos por el interior del territorio insumiso, atacando y disolviendo zocos., y

destruyendo aduares y cosechas, mostraba a los indígenas que España estaba allí y

no tardaría en hacer ver todo su poder.

Cuando en septiembre de 1925 se llevó a cabo el desembarco de las fuerzas

españolas en la bahía de Alhucemas -la primera operación de este tipo llevada a

cabo con éxito en la edad contemporánea sobre una costa enemiga, defendida-, la

Aviación participó con 104 aparatos -de los que 6 eran franceses (19) y 18 de la

Aeronáutica Naval (20)-, importante masa de aviones cuya actuación fue decisiva en

el desarrollo de la operación que era el preludio del final de la guerra, aunque

todavía ésta duraría dos años más en los que los aviadores seguirían teniendo

protagonismo, destacando en el apoyo a la audaz expedición del comandante Capaz

19 Una escuadrilla de hidroaviones Farman “Goliat” al mando del teniente de navío París. 20 Eran 18 hidroaviones del Dédalo (Savoia-16, Macchi-18 y Supermarine) y 6 Macchi-21 que actuaron desde El Atalayón, agregados a la Aviación Militar.

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por el interior del territorio insumiso, y en vencer la dura resistencia de los yeblíes,

especialmente de los valientes cabileños de Beni Arós.

Del derroche de entrega y heroísmo de la Aviación en las campañas de Marruecos,

dan prueba las once Laureadas de San Fernando recibidas por aviadores durante

los trece años que combatieron en Marruecos, lo que dado el corto número de éstos,

denota una proporción altísima de hechos heroicos.

Llegó la paz. Los Raids

La Aviación militar española, nacida por la guerra y para la guerra, no había podido

participar en el amplio abanico de raids que, terminada la Guerra Europea, se había

desplegado por el mundo, con algunos éxitos y muchos fracasos; pero ya la guerra

de Marruecos prácticamente liquidada, los aviadores españoles, curtidos en la dura

brega, se encontraban preparados para realizar hazañas de paz.

Y en consecuencia, se proyectaron tres raids que llevaran la escarapela de la

Aviación militar española a los tres puntos más alejados de lo que había sido nuestro

imperio colonial: América del Sur, las islas Filipinas, y el golfo de Guinea. Resultaron

tres notorios éxitos: el Plus Ultra, hidroavión Dornier Wal, tripulado por el

comandante Franco, el capitán Ruiz de Alda, el teniente de navío Durán, y el

mecánico Madariaga, cruzó el Atlántico Sur y remató su hazaña tomando agua en

Buenos Aires entre el desbordado entusiasmo de los argentinos. Los capitanes

González Gallarza y Loriga, con Breguet XIX, volaron de Cuatro Vientos a Manila -el

punto más lejano alcanzado hasta la fecha volando desde Europa hacia Oriente-

donde fueron también recibidos apoteósicamente. Por su parte, el comandante

Llorente, al mando de la patrulla Atlántida (21) voló de Melilla a Santa Isabel, en

Guinea, y regresó, realizando el vuelo, en formación táctica, por regiones que nunca

habían visto un aeroplano (22).

De estos tres vuelos, el que más resonancia tuvo fue el del Plus Ultra; puede decirse

que cerró la “crisis del 98”, ya que su llegada a Hispanoamérica recordó a las

21 Tres hidroaviones Dornier “Wal” recién salidos de la campaña. 22 Al comandante Llorente le fue concedido el Trofeo Harmon por la Ligue Internationale des Aviateurs.

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naciones nacidas de nuestras antiguas colonias, que España, aquella nación “sin

pulso” -como la había calificado Silvela- era la “Madre Patria”, y así se apresuraron a

manifestarlo en largos y ditirámbicos artículos de prensa. En España el vuelo del

Plus Ultra era uno de los primeros acontecimientos brillantes desde el desastre de

las escuadras de Montojo y Cervera en 1898, y exaltó el orgullo nacional. Aunque el

Mundo reconoció y celebró la gesta de los aviadores españoles, no faltaron quienes

trataron de apropiarse parte del éxito de la proeza; Italia aducía que el avión estaba

construido en Pisa, Alemania que era suyo el proyecto de aquél, y Francia, dado que

no habían sido aviadores franceses quienes protagonizaran la hazaña, trató de

quitar importancia al raid.

Saliendo al paso de esto, un diario de Montevideo publicaba una viñeta de un

cocinero con su característico gorro, dando vuelta en el aire a una tortilla; el pie,

decía: “La sartén es alemana, el aceite inglés, pero los huevos son españoles”. Pido

perdón por el exabrupto, pero la transcripción es literal.