delaurbe edicion 67 final baja

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Historia bajo el asfalto FACULTAD DE COMUNICACIONES / UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA 6 7 # AÑO 14 MEDELLÍN, DICIEMBRE DE 2013 ISSN16572556 PERIODISMO UNIVERSITARIO PARA LA CIUDAD

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Historia bajo el asfalto

FACULTAD DE COMUNICACIONES / UNIVERSIDA D D E A N TI O QU I A

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AÑO 14

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P ER IODISMO UNIVERSITARIO PARA LA CI U D A D

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Cine

No. 67 Diciembre de 2013

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“Cada cine tiene su fauna especial porque en el fondo una sala de cine es una jaula de sueños, penumbras, besos, palomitas de maíz y calles asesinas”,

escribió Rafael Chaparro Madiedo en Zoológicos urbanos. Una fauna que, como lo vemos en esta crónica, va de lo más refinado a lo más silvestre.

Óscar Montoya [email protected]

A todos, en mayor o en menor medida, nos gus-ta el cine, y son muy pocos los que reconocen que no les atrae, sin siquiera sonrojarse un

poco. El cine es un goce abrasivo, tan adictivo como la droga más enganchadora o la pasión amorosa más desaforada. La cinefilia es una especie de manía, una labor de obsesos, una enfermedad secreta e incurable, un virus no identificable.

A pesar de que la mayoría son solitarios, los cinéfi-los forman sectas, coleccionan fetiches, acumulan datos inútiles a la manera de los hombrecillos de Bouvard y Pécuchet, la novela de Flaubert, tienen su propia jeri-gonza, arman polémicas bizantinas, les encantan los listados, las fantasmagorías, las prestidigitaciones, los trucos de ilusionismo, pero detestan las películas con “contenidos” o “mensajes”, y a las personas que se van a parlotear a cine.

Los cinéfilos desconocen el aire libre y la continui-dad en los parques, y solo se sienten a sus anchas en sitios cerrados y oscuros, como enormes catafalcos. Son maniáticos del asiento personal, fieles de su sala favo-rita y devotos de su panteón personal. Ser cinéfilo es como ser adicto a las sesiones de espiritismo de Mada-me Blavatsky o al libro tibetano de los muertos.

No obstante, es raro que se escuche el término en el simple sentido de aficionado o amante del cine; tam-bién se agrega allí la connotación de buen gusto, colec-cionista o conocedor. El meollo del asunto, el gran des-liz, es adjudicarse la exclusividad del término cinéfilo.

Porque hay quienes se la adjudican. Son los que dictaminan lo que hay que ver y lo que no se puede ver. Quienes aseguran rotundos: “Esto es cine, esto no es cine”. Quienes desdeñan casi todo, y, desde lo alto de sus imponderables conocimientos, solo aceptan a unos pocos directores y a unos escasos iniciados, que entien-den cómo y de qué manera hay que ver el cine.

Al extremo del cinéfilo especialista, para el que nada es suficiente, está el cinéfilo todoterreno, para quien to-das las películas son difrutables, ya sean fantásticas o realistas, barrocas o minimalistas, del Oeste o de ro-manos, comprometidas o escapistas, trágicas o ligeras, modernas o anticuadas, de karatecas o de Tarkovski, en color o en blanco y negro, ambiciosas o modestas, en 35 milímetros o en video, de porno o de Walt Disney, de Jairo Pinilla o de Woody Allen, con Laurence Oliver o con Bud Spencer.

Para esta clase de cinéfilo, cada cinta que ve es la mejor película de la historia del cine. Es poco selecti-vo, apenas un poco exigente, tal vez porque le sobra la imaginación y cualquier historia es capaz de ponerlo a vibrar. Es, en definitiva, un cinéfilo fácil de complacer.

En cualquier bestiario sobre los cinéfilos que se respete, no podía faltar el espectador amante de los ki-llermetrajes, el que anidaba en las abandonadas salas de los barrios y en algunas del centro de la ciudad, de preferencia, en las que presentaban cine de acción y aventuras. Son los que odian las películas que son “muy habladas”, y que si no tienen bala desde los créditos, son películas “muy malas”.

Son el tipo de espectadores que aman observar cómo sus héroes son baleados, acuchillados, quemados, golpeados. Adoran ver cómo sangran la mitad de la película y, finalmente, salvan al barrio, pueblo, ciudad, país, continente o el mundo entero —dependiendo del ego del protagonista o del presupuesto— de los villa-nos, los comunistas, los traficantes de armas o drogas, de genios malvados, secuestradores y perversos líderes militares.

Su fantasía es muy sencilla: poder ser como Char-les Bronson, Clint Eastwood o Bruce Lee, y en los tiem-pos modernos, Chuck Norris, Bruce Willis, Jean Clau-de Van Damme, o el más grande entre los grandes, Sylvester Stallone en el papel de Rambo.

Un poco más arriba en el escalafón de los cinéfilos, estaría el espectador medio, que, según Andrés Caicedo, es de formación pequeñoburguesa, va normalmente dos veces por semana a cine, siempre acompañado. Solo le

interesan los productos elaborados en Hollywood, en especial aquellas películas en donde pueda identificar-se con el guapo protagonista, un Richard Gere en los ochenta, o un Ben Afleck en los noventa.

Son los que detestan las películas europeas por len-tas, pretenciosas y trasnochadas, y prefieren las made in Hollywood, donde hay espectáculo, luz, tetas, color, mu-sicalidad, coños, balaceras, traseros, movimientos com-pulsivos de la cámara. Giros y más giros de la trama. Para los que el happy end es un requisito indispensable.

Es la clase de público que no conoce ni le interesan conceptos como puesta en escena o continuidad narra-tiva, que ubican, por encima de cualquier criterio a la hora de juzgar un producto, la procedencia de la pelícu-la. Si es gringa, es de lo mejor; si es latinoamericana, es inmamable; si es europea, es el colmo del aburrimiento.

Siguiendo en línea ascendente con el bestiario de los cinéfilos, es posible que uno de los espectadores más difíciles de clasificar sea el cinéfilo intelectual, el que llegado el momento selecciona siempre una película de Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni o Andrei Tarkovski, por encima de cualquier otra propuesta.

Es una suerte de cinéfilo monumental, que solo se interesa por las obras maestras y los grandes cineastas, y que desprecia todo lo demás, aunque no se caracteri-za por su coherencia, pues un día quema lo que el día anterior adoró, y de incondicional de un autor, puede pasar, sin transiciones, a ser su peor enemigo.

Es uno de los espectadores de cine más latosos. Ama el cine pero odia las películas. Misterios de la vida y el cine, odia a Chaplin, a Hitchcock, a Murnau,

Ilustración: Natalia Avendaño Cada uno con su cine

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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a Renoir, a Kurosawa, a Godard, a Fellini, a Scorsese, a Kubrick, a Paul Thomas Anderson y a Wong Kar Wai. De la mejor película de Buñuel, dirá que es floja en su concepción, que los actores están mal dirigidos, y que el final está muy mal redondeado. Por supuesto, todos los directores se han vendido y ahora son comerciales.

Es el especimen cuyo vocabulario está poblado de travellings, planos secuencias y profundidades de cam-po. Tiene memoria de elefante, sabe todo, desde anéc-dotas de filmación, costo total del proyecto, gusto se-xual del elenco, cuándo se estrenó la película, duración y salas en las que se presentó.

Son los que siempre tienen la última palabra. Es la clase de espectador que no puede esperar has-

ta el final de la película para comenzar a emitir sus brillantes conceptos, que parlotea y parlotea durante toda la proyección haciendo alarde de sus descomuna-les conocimientos, mientras no deja ver ni escuchar la película al resto del teatro.

Paralelo al cinéfilo monumentalista, existe el espe-cimen más extravagante de la extraña fauna cinéfila, que es una radicalización de los anteriores y su hijo bastardo: el cinéfilo patológico, el empeliculado, el pelicu-lero, el armador de videos, el personaje que solo existe en función del cine.

Es el que se enamora de las divas del cine y las per-sigue por los cines de estreno y de sesión continua, el que justifica sus peores actuaciones, el que respira en-tre directores y fichas técnicas, el que aplica las reglas básicas de la dramaturgia cinematográfica a su vida, para que esta cobre interés y, por supuesto, obtenga beneficios en la taquilla.

Solo se sienten a gusto dentro de un cine y alejados de todo el mundo, como el hombrecito del cuento de Andrés Caicedo. Huyen de la luz del sol y exhiben en todo momento un bronceado de cantina.

La única explicación posible para estos casos es que en la oscuridad de los teatros se opera una extraña al-quimia, que es propiciadora de desbarajustes mentales, de actitudes locas, de imitaciones de comportamiento que rayan en lo patológico: “Se va convirtiendo en lo que llaman un cinéfilo. Ya no entiende a las personas, ya no necesita enamorarse de mujeres reales: para qué, si en la pantalla las tiene mejores y más inteligentes; se aparta de las actividades colectivas; va todos los días a cine; repite películas; empalidece; llega a extremos ta-les como autoconvencerse de que solo respira bien en la soledad de un cine, y que afuera lo persiguen; busca, ins-tintivamente el lugar de la sala que corresponde al lado del cual sueña; se va volviendo huraño y tosco y torpe; tartamudea; no le hace caso sino a su propio juicio”. [1]

Los cinéfilos enfermos son aquellos que cambian de estado de ánimo según la última película que vieron, y toman las decisiones más importantes de su vida bajo el influjo del actor, la actriz o el director que más admi-ran. Si algún conocido u honesto analista de cine dice alguna cosa mala de su dios del momento, actuarán de igual forma que los cristianos fundamentalistas cuando se les recuerda las lindezas de la Inquisición, o que Jesús tenía hermanos y, muy posiblemente, esposa. Reacciona-rán como si les hubieran ata-cado directamente a ellos, y responderán furibundos.

Son, de verdad, los que confunden la realidad con la ficción. Los que declaran a los cuatro vientos ser per-sonajes de Fassbinder, Woo-dy Allen o, en el peor de los casos, de Erich Rohmer. Los que toman prestados situa-ciones y diálogos de las pelí-culas para enredar y entur-biar sus vidas.

Los que definitivamen-te se empeliculan, o se blockbusterizan, como se diría en el lenguaje moderno, y pierden el cable a tierra. Los que adscriben totalmente las palabras Gonzalo García Velasco, autor de El sendero peliculero: “Lo peliculero, no lo olvide, es el filtro por el que deban pasar todos los estímulos de la realidad circundante, ya sean olfativos, visuales, auditivos, táctiles, gustativos o paranormales, para que usted pueda decodificar el mundo en térmi-nos cinematográficos”. [2]

En la mayoría de las ocasiones, son insoportables, egocéntricos, presas de su cambiante estado de ánimo, siempre dependientes de la última producción que los haya impactado. Si asisten a una de Emir Kusturica, se reconcilian con el ser humano, son multiénicos y aman la música de los Balcanes. Si, por el contrario, acuden a una de Lars von Trier, salen odiando al ser humano, el entor-no es insoportable y el cine pasado y actual una mierda.

No saben delimitar sus opiniones de las sensaciones recibidas en una sala de cine. Son los que desnaturali-zan la cinefilia y la convierten en algo enfermizo, como lo plantea el director José Luis Güerín: “La cinefilia es un arma de doble filo porque por un lado puede ser una

forma de sabiduría que incluso te per-mite relacionar las películas con la vida. Pero a veces la cinefilia puede ser peli-grosa, porque se convierte en una serie de citas que no te permite ver la vida”. [3]

Finalmente, en-tre todas las clases de espectadores —con su particular colección de manías, afectos y re-pulsiones—, también existe el cinéfilo genuino, aquel que no funciona por exclusión, es-trategia que consiste en definir a unos contra otros. Tampoco se monta en rollos raros, ni se cree Drácula o un personaje de Woody Allen o Fassbinder.

Es el espectador que presta atención a las cualidades visuales o sonoras de un film, pero no se regodea o pier-de en los detalles. Sabe ver una obra en su globalidad.

No persigue un cine de culto. Su criterio es más amplio y no patalea como un preescolar cuando al-guien cuestiona a sus admirados directores. Lo más seguro, es que le gusten las películas de Bergman, An-tonioni o Win Wenders, pero son capaces de discernir entre las que son logradas y fallidas, sin ningún tipo de exaltación. Es un cinéfilo atemperado, lejos del clasismo o la pedantería de los anteriores.

Le gusta hablar de cine, pero sin fundamentalismos. No se conforma con el visionado de la película, y

busca datos en libros, revistas y biografías. Compara las producciones de un autor con sus contemporáneos o predecesores. Sabe de historia y literatura. Se des-entiende de posiciones políticas, mensajes ocultos o el vedetismo de los actores.

Trata de ver el cine como lo que realmente es: el espectáculo más completo que haya inventado el inge-nio del hombre.

No son monoteístas, porque en su Paraíso particu-lar caben muchos cineastas, actores, guionistas, direc-tores de fotografía, y se relaciona de manera saludable

con ellos. Es decir, no los venera con los ojos cerra-dos, sino que aspira a com-prenderlos y conocer los resortes más profundos de sus obras, sin intentar des-armarlos con las burdas herramientas del psicoa-nálisis, del estructuralis-mo o del marxismo.

Es el cinéfilo equili-brado, el que sabe encon-trar el justo valor en las películas más vituperadas, el que sabe lo que cuesta

—artística y financieramente— poner a rodar un pro-yecto, por más humilde que sea.

Es una raza en vías de extinción.Para esta clase de cinéfilo, una sala de cine es la

caverna de la que hablaba Platón en La República, la piedra filosofal que buscaron los alquimistas medieva-les, el nirvana que persiguieron los sabios orientales, la máquina del tiempo de H. G. Wells, la fuente de la ju-ventud de Ponce de León, la biblioteca de Borges, la lámpara de Aladino, la alfombra voladora que llevaron los gitanos a Macondo, la pócima del doctor Jekyll, El Dorado que trasegaron los tercios de Lope de Aguirre, la cueva en donde Alí Babá guardaba sus tesoros, el Santo Grial que custodiaron los templarios, el Paraíso que recorrió el poeta Dante. Así lo plantea Fernando Vallejo en Los caminos a Roma: “Y entramos, deslum-brados, encandilados, hechizados, salvando la cortina envolvente, a la luz, a la oscuridad. El chorro de luz prodigioso viniendo del más allá, del otro mundo, iba a romperse contra la pantalla en un alud de figuras de colores, turbantes, camellos, fugas, gritos, cimitarras, y entre el vocerío del zoco árabe, atrás de mí, de noso-

tros, repercutiéndome en el corazón, contando su ma-ravilla cuadro a cuadro, a veinticuatro por segundo, el traqueteo diligente del proyector, dios y señor de lo alto, en su trono, contador de historias, María Móntez, Sabú, Sherezada, dueño del Universo, desde su cabina encerrada hablándonos por una ventanita de luz. No soy Don Quijote con sus libros de caballería, no soy Madame Bovary con sus amantes de bisutería, no soy Chucho Lopera con sus muchachos. Soy, por sobre cual-quier miseria que haya sido, el amor al cine”. [4]

[1] Andrés Caicedo, Ojo al cine, Bogotá, Norma, 1999, p. 32. [2] Gonzalo García Velasco, El sendero peliculero, Madrid,

Ediciones Nowtilus, 2005, p. 11. [3] Citado en Longi Gil Puértolas, Guía para ver y analizar En

construcción, Barcelona, Octaedro, 2001, p. 99. [4] Fernando Vallejo, Los caminos a Roma, Bogotá, Alfaguara,

2005, p. 111.

Este texto hace parte del trabajo de grado Butacas en el paraíso. Esplendor, decadencia

y caída de los cines del centro de Medellín, 1980-1999, asesorado por el profesor Alejandro

Cock Peláez Sastre.

Fotografías: Óscar Montoya

La única explicación posible para estos

casos es que en la oscuridad de los teatros

se opera una extraña alquimia, que es pro-

piciadora de desbarajustes mentales, de

actitudes locas, de imitaciones de compor-

tamiento que rayan en lo patológico.)(

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FACULTAD DE COMUNICACIONESCiudad Universitaria-Calle 67 N° 53-108

Medellín - Colombia

Editorial

Opinión

No. 67 Diciembre de 2013

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Número 67Diciembre de 2013

Comité editorial: Patricia Nieto Nieto, Jorge Alon-so Sierra, Luis Carlos Hincapié, Raúl Osorio Vargas, Jaime Andrés Peralta Agudelo, Elvia Elena Acevedo Moreno,

Gonzalo Medina Pérez.

Dirección: Juan Camilo Jaramillo Acevedo.

Coordinación editorial: Yonatan Rodríguez Álva-rez, Juliana Echavarría Restrepo, Estefanía Carvajal Restre-

po, Andrea Uribe Yepes.

Redacción: Óscar Montoya, Yonatan Rodríguez Álvarez, Diana Sofía Villa, Jaime Flórez, Estefanía Car-vajal Restrepo, Maria del Mar Giraldo Rendón, Ma-ría Clara Calle Aguirre, Daniela Gómez Saldarriaga, Juliana Echavarría Restrepo, Edna Liliana Guerrero, Javier Bergaño Arenas, Yeison Medina Medina, Juan David Ortiz Franco, Sandra Milena Ramírez, Andrea

Uribe Yepes.

Corrección de estilo: Alba Rocío Rojas.

Colaboración: Édgar Picón Jácome,

Diseño: Julieta Duque H.

Fotografía: Juliana Echavarría Restrepo, Óscar Montoya, Estefanía Carvajal Restrepo, Alberto Agui-

rre, Juan David Ortiz Franco.

Ilustración: Natalia Avendaño, Lina Moreno Restrepo, Manuela Vanegas Valencia, Jesús David

Montoya, Ricardo Ramírez Giraldo.

Caricatura: Mateo Montaño Jaramillo.

Portada: Estefanía Carvajal Restrepo.

Impresión: La Patria, Manizales. Circulación: 10.000 ejemplares.

Director TV: Jorge Alonso Sierra. Director Radio: Luis Carlos Hincapié. Director Digital: Wálter Arias.

Director Especiales: David Santos Gómez.

Universidad de Antioquia. Rector:Alberto Uribe Correa.

Decano Facultad de Comunicaciones: David Hernández García.

Jefa Departamento de Comunicación Social: Deisy García Franco.

Las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia.

Universidad de Antioquia, Bloque 12, oficina 122.delaurbe.udea.edu.co, [email protected],

[email protected],www.facebook.com/sistemadelaurbe, www.twitter.com/delaurbe

Teléfono: 219 59 12

Hace algunas semanas, los estudiantes de Me-dicina de la Universidad Nacional, sede Bogo-tá, enviaron una carta abierta al presidente

Juan Manuel Santos y a la ministra de educación Ma-ría Fernanda Campo. En sus líneas se manifestaba el deterioro del campus universitario y se esgrimían las razones por las cuales el óptimo funcionamiento de la universidad era un asunto de interés nacional. Todo esto, motivado por la profunda desfinanciación por la que pasa la UN, al igual que las demás universidades públicas del país.

Es inevitable ver esta carta abierta como una suer-te de demanda de alimentos contra el Estado, un Esta-do que ha intentado ser paternalista, y lo ha logrado sin mucha fortuna: un padre irresponsable, no provee-dor. Es una desventura ver a las universidades públi-cas pasar por arduos momentos financieros, mientras las diferentes administraciones políticas tienen como estandarte el bienestar de la educación. Las necesida-des económicas de una entidad que alberga a casi 30 mil estudiantes van por encima del Índice de Precios al Consumidor, que es el aumento

El incumplimiento de las obligaciones con la edu-cación y los demás sectores que están abandonados por la cartera de este padre díscolo es preocupante, no por una crisis presupuestal como siempre se ha gritado, sino por un inminente debilitamiento de las institucio-nes que representan al Estado.

La universidad pública no se puede entender como un privilegio para los ciudadanos, sino como un deber del Estado -más de un Estado Social de Derecho como el nuestro-, con miras a garantizar la movilidad social y reducir la brecha entre clases. Eso está muy claro en la configuración del país e incluso consignado en su constitución. Quienes no entienden del todo bien su contenido son los gobiernos, que parecen haber jurado en su posesión con la mano derecha sobre el código de comercio y no sobre la carta magna.

Diana Sofía Villa [email protected]

Recientemente fue revelada la calificación del Índice de Percepción de Corrupción presen-tada por la institución Transparencia Inter-

nacional. Colombia, como era de esperarse, obtuvo una calificación vergonzosa.

Fueron evaluadas 177 naciones y nuestro país trico-lor obtuvo el puesto 97 con una calificación de 36 puntos. El puntaje se distribuye en una escala del cero al cien, donde cien representa transparencia y cero representa corrupción salvaje, según el análisis de empresarios y analistas de cada país evaluado. Esta encuesta refleja cla-ramente que de tantos males que sufre nuestro enfermo Estado, la corrupción es prácticamente su cáncer.

Lo triste es que la corrupción es un legado ances-tral, ha estado tan impregnado al modus operandi de nuestros políticos que se puede decir que ha crecido y se ha desarrollado a la par de la violencia, a la cual le debemos más de cien años de tragedias. Por eso es claro que Colombia está ávida de castigos ejemplarizantes y de ciudadanos que reclamen sus derechos y repudien las actuaciones de aquellos que guiados por un pensamiento enteramente individual y egoísta, han sabido escarbar en el erario para llevarse un buen saco con billetes.

Precisamente, la impunidad es el tema que más preo-cupa a Trasparencia Internacional, pues en el comunica-do del estudio se afirma que “aunque el Estado colombia-no ya cuenta con buenas herramientas para luchar con-tra la corrupción, como el Estatuto Anticorrupción, no se percibe que estas medidas sean efectivas. Estos avances normativos contrastan con los numerosos escándalos de corrupción que muchas veces terminan impunes”.

Súbitamente se me vienen las palabras de un ‘gran pensador’ parido en estas tierras, quien sentenció que “La corrupción es inherente al ser humano”. Este aforis-

Es un craso error decir, como lo hizo la ministra de Educación María Fernanda Campo, que la deuda de los 11.3 billones de pesos a las universidades públicas no es del gobierno, sino de las entidades territoriales. La mi-nistra, al parecer, está pensando en la política chiquita de las administraciones tradicionales. La deuda es del Estado, y el Estado es esa máquina que se conduce des-de el gobierno; la separación territorial es una forma de hacer más fácil la administración y no una manera de eludir las responsabilidades.

En la misiva de los estudiantes se hace énfasis en lo que representa la universidad para la nación: “Un pueblo que no sólo merece, sino que necesita de la edu-cación como el mejor cimiento para edificar la ciencia, la tecnología y la cultura para el desarrollo, la igualdad, la soberanía, la democracia, la solidaridad y la paz”. Es inaudito tener que invocar principios de público conoci-miento para reclamar el sostenimiento de una entidad que beneficia tanto al país.

Para solucionar los problemas que acarrea el des-financiamiento, las eminencias de la administración pública, en las que recaen este tipo de decisiones, pla-nean vender predios de propiedad de la Universidad Nacional, dentro de los que se encontraría el Hospital Universitario Clínica Santa Rosa, por medio del Plan de Renovación Urbana del Centro Administrativo Na-cional, que faculta al gobierno para la expropiación de terrenos adjudicados a instituciones públicas. Todo ello con el fin de devengar recursos para el sostenimiento de la Universidad, y tal vez así darle un soplo de vida más, mientras la resumen a su mínima expresión.

Es así, con una posible expropiación paulatina, como se cercenaría el icónico campus en forma de búho de la UN, devastada por apetitos burocráticos y flan-queada por intereses de poderosos grupos corporativos, que buscan fundar una guardería para adultos donde en algún momento se elevó –majestuosa– la universidad pública.

mo no es más que un reflejo del viejo dicho popular que señala que cada pueblo tiene el gobernante que se mere-ce. Y esto lo ratifica la encuesta, donde a nivel mundial encabezan la lista Finlandia y Nueva Zelanda, y a nivel latinoamericano están Uruguay y Chile.

En Uruguay se entiende, pues tienen a Pepe Mujica, ese viejito simpático, símbolo de la austeridad, que eclip-sa con sus discursos inspiradores. Tienen a un presidente que renunció a la residencia presidencial para vivir en su casita a las afueras de Montevideo a donde llega en su escarabajo azul modelo 1987.

Por su parte, la buena calificación de Chile sí genera consternación, pues bien es sabido que es un país que aún no se recupera de la dictadura de Pinochet y que, al igual que Colombia, es gobernado por la aristocracia. Sebastián Piñera, presidente desde 2010, posee una for-tuna estimada en 2.500 millones de dólares, es el undé-cimo chileno más millonario y ocupa el puesto 589 en el ranking global de la revista Forbes. El patrimonio del mandatario creció en 100 millones de dólares respecto al listado mundial de 2012.

Parece ser que el aumento de la fortuna de Piñera no genera cuestionamientos ni sensación de corrupción en los analistas y empresarios chilenos a quienes se les hizo la encuesta.

Volviendo a Colombia, vale la pena decir que esto tiene que ser un jalón de orejas, pues sépase que la co-rrupción le cuesta al país 4,2 billones de pesos al año. Plata que debería estar al servicio de la equidad social, de la educación y de la justicia, y en este momento está en manos de los directivos de Saludcoopo de los ‘genios’ de Interbolsa. Es por esto que en los hombros de los colom-bianos pesa un gran reto; la lucha contra la corrupción tiene que ser una prioridad de los ciudadanos, pues si es-peramos a que el Estado resuelva este mal probablemente nunca veremos florecer en nuestro país la justicia y la transparencia.

Un padre irresponsable

Los gobernantes que se merecen

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Opinión

Humor

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

5

Destitución de Petro Algo huele mal cuando una sola persona puede modelar a su antojo el pa-

norama político de un país. Algo huele mal cuando un vacío de la ley pervierte la democracia y deja a un lado a los votantes. Algo huele mal cuando quien destitu-ye deslegitima el poder de la mayoría porque está muy ocupado pensando en el poder de dios. Algo huele mal cuando la parapolítica, el carrusel de contratacio-nes y hacer añicos las calles de Bogotá son problemas nimios para el procurador pero dos días con la basura en la calle provoca 15 años fuera de la política. Algo huele mal y no es basura.

Menos bibliotecasNo basta con que las cifras del DANE arrojen que los colombianos leyeron

durante el 2012, en promedio, 1,9 libros, mientras que el año anterior la cifra fue de 2,23 libros. No basta con que en Colombia solo el 37 por ciento de las personas afirman haber leído al menos un libro en toda su vida, mientras que en Suecia esta misma cifra es del 80 por ciento, según los datos de la Asociación Nacional de la Educación de Estados Unidos (NEA). No basta con haber sacado resultados vergonzosos en las pruebas PISA. En 2013 se cerraron en Medellín dos Bibliotecas Populares: Biblioteca Popular Tejelo, en la Comuna 5, y Biblioteca Parroquial Bea-to Tito Brandsma, en la Seis, y una más se sumará a la lista desde el próximo 20 de diciembre: Biblioteca Vicentina Una Luz Hacia el Futuro, en el barrio Caicedo, que la Fundación San Vicente de Paúl dejará de financiar. Nada basta para que la voluntad de los políticos se ponga del lado de la educación y la cultura. Será que están entre el 63 por ciento de colombianos que nunca han leído un libro, porque los libros, hasta donde se sabe, no pagan favores burocráticos.

No dé papayaEste fin de año ¡celebre tranquilo! La Secretaría de Seguridad de Medellín pa-

reciera lanzar recién una campaña navideña llamada “No dé papaya”. Si está de compras en el centro, ¡no dé papaya!, deje su celular en casa y escóndase la plata entre la ropa interior. Si está atrapado en un trancón, ¡no dé papaya!, cierre her-méticamente las ventanillas del carro aunque esté bajo un sol de treinta grados. Si le suena el celular en la calle, ¡no dé papaya!, no lo conteste y haga de cuenta que el teléfono que está sonando es de la mujer de al lado. En estas navidades ¡celebre tranquilo! La Secretaría de Seguridad le garantiza inmunidad a los atra-cos siempre y cuando usted ¡No dé papaya! Porque eso sí, si le robaron, según el Secretario de Seguridad, es porque usted dio papaya. O sea que la culpa es suya.

Pum, taque, tasLas campañas se han hecho, no se puede negar. Pero, de alguna manera, no

basta con la concientización del uso de la pólvora, también son fundamentales la vigilancia e incautación por parte de la fuerza pública, que recibe en sus propias narices la alborada llena de fuegos pirotécnicos, sin ser manipulados por personal idóneo y mucho menos fabricados de manera legal. Cuidado se mata, pero tírela, parece ser el aviso de las autoridades.

lZ O N A D E D I S T E N S I O N

María Daiana González Navas [email protected]

Según una encuesta realizada a mediados del 2012 por la empresa Cifras y Conceptos, contratada por la Corporación Nuevo Arco Iris, el 30 por ciento de los colombianos estarían dispuestos a votar por la izquierda colombiana

en las elecciones presidenciales del 2014. Esta encuesta, que fue puesta a la luz por León Valencia a inicios de este año, especificaba, además, que ese 30 por ciento bus-caba un candidato novedoso, un candidato distinto a los líderes que hoy encabezan los grupos de izquierda. La encuesta era clara: solamente uno.

Hoy, la izquierda tiene una enorme posibilidad de pa-sar a la segunda vuelta pero, tal y como lo dice el artículo de Semana La izquierda desunida siempre será vencida: “entre ellos, en muchos casos, no pueden ni verse”. En vez de que los partidos de izquierda sean cada vez más sólidos, estos se fragmentan y terminan engendrando otro nuevo.

Tal es el caso de que, ad portas de unas elecciones pre-sidenciales, miembros del Polo Democrático decidan re-nunciar a este partido y crear otro nuevo: el Movimiento Progresista, que no es otra cosa que la unión de seguido-res de Gustavo Petro. ¿Qué es lo que distingue a este partido de otros de izquierda? Según Petro, sus principios de “cero corrupción y justicia social”. ¿No es acaso esa la bandera que han enarbolado todos los partidos políticos en diferentes oportunidades?

A pesar de esta alternativa liderada por Petro, el Movimiento Progresista decidió aliarse con el Partido Verde. Otro partido que ya venía sufriendo la fragmentación de sus líderes y el retiro de Antanas Mockus. Ahora estas dos propuestas forman la Alianza Verde, que aún no se decide entre sus precandidatos presidenciales Camilo Romero, John Sudarsky, Antonio Navarro, Enrique Peñalosa, Feliciano Valencia y, la recién inscrita, Ingrid Betancourt.

Tal como lo revela la encuesta de la corporación Nuevo Arco Iris, los colombianos están listos para explorar nuevas propuestas, pero para eso debe existir una unión entre partidos, lo que implica liberarse, si es preciso, de viejas ataduras ideológicas para poder trabajar juntos. Ya Aida Avella, candidata de la Unión Patriótica, y Clara López, del Polo Democrático, aseguraron estar abiertas a la unidad, incluso si esto sugiere un cambio de candidato presidencial. Pero mientras la Alianza Verde piensa si unirse o no a estos dos partidos, Santos y Óscar Iván Zuluaga cada vez tienen más seguidores, incluyendo Cambio Radical y el Partido Liberal, que ya han manifestado

en varias ocasiones su respaldo a uno de los candidatos presidenciales. Mientras, al no ver una verdadera opción en la izquierda, el colombiano ha reducido su espectro de elec-ción en “los que están con el proceso de paz con Santos” y “los que están en contra de este, apoyando a Uribe”.

Pero bueno, imaginemos que la izquier-da se une, que el candidato que los represen-tará será Navarro Wolf o Clara López. Esto claramente no garantiza que puedan ganar

las elecciones y que realmente el que se elija sea capaz de generar reacciones positivas en la opinión pública de tal forma que pueda alcanzar a los que ya tienen pública-mente medio camino avanzado.

Por qué perderá la izquierda colombiana

las elecciones presidenciales

de 2014

Los colombianos están listos para explorar nuevas

propuestas, pero para eso debe existir una unión entre

partidos, lo que implica liberarse, si es preciso, de vie-

jas ataduras ideológicas para poder trabajar juntos.)(

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Crónica

No. 67 Diciembre de 2013

6

Mientras el Metro adelantaba las obras del Tranvía de Ayacucho, en el centro de Medellín, un descubrimiento sorprendió a todos: túneles en curvas con bóvedas y obras hidráulicas, vestigios del

siglo XIX. Una construcción que permaneció enterrada por largos años. Aquí les contamos la historia que hay detrás de lo que será la Plaza del Agua.

Estefanía Carvajal Restrepo lacocinadeolivia @gmail.com

El día anterior, los estudiantes habían estado en la misma casa de la esquina de Mon y Velarde con Ayacucho tomando las fotos que alertaron

al profesor Luis Fernando González. Su misión era ob-servar las obras del tranvía que conectará al centro de la ciudad con la Comuna 8, para un taller del pregrado de Arquitectura de la Universidad Nacional. Cuando los cuatro jóvenes pasaban por la casa de dos pisos, cuyos últimos inquilinos fueron la fábrica de arepas de chócolo “La exquisita”, en la primera planta, y un jardín de niños en la segunda, un señor les dijo que ahí debajo habían encontrado unos túneles pero que nadie quería decir. Los estudiantes entraron al sótano de la casa y tomaron las fotos que le mostraron al otro día al profesor Luis Fernando González, arquitecto e investigador.

En las fotos se veía, además de escombros, toda una estructura de túneles y bóvedas en ladrillo macizo, con un gran espacio central circundado por un arco de medio punto. La luz provenía en su mayor parte del flash de la cámara, porque en el sótano solo se filtraban unas pocas luces cenitales, producto de la demolición que empezaba a acabar también con parte de la losa de la casa. Las paredes de los túneles más estrechos, construidos como “bóveda de cañón”, estaban recubier-tas por una costra grisácea, y los ladrillos, unidos por argamasa de arena y cal, elemento que se manifiesta en el color blanco del mortero.

“Esto vale mucho más de lo que ustedes piensan”, le atinó a decir Luis Fernando a los estudiantes una vez hubo examinado las fotos. Sabía que era una cons-trucción del último cuarto del siglo XIX por la simili-tud arquitectónica con estructuras como el puente de Guayaquil y la Catedral Metropolitana, que datan de la misma época. También por el ladrillo macizo unido con la argamasa, propio de la transición entre la tapia del siglo XIX y el concreto del siglo XX. Sin embargo, estaba perdido. No se le ocurría ninguna respuesta a la insistente pregunta de los universitarios: ¿Qué es eso?

A las once de la mañana de ese viernes 8 de febrero de 2013, tres estudiantes de arquitectura y el profesor

Luis Fernando González estaban por la Placita de Fló-rez, en el centro de Medellín, en el negocio del papá de uno de los jóvenes, armándose con linternas, agua y cá-maras dispuestas a obturar en la oscuridad. González estaba seguro de que la entrada no iba a ser nada fácil porque, generalmente, a los que están en el negocio de la demolición no les interesa que se sepa que se halló algo. Empero, se llevó una sorpresa. Una mujer que cuidaba la entrada a la obra reconoció a los muchachos que habían estado allí el día anterior y, de manera in-genua, les preguntó: “¿Quieren entrar?”. Se miraron: “¡Pues claro!”. Entonces, entre susurros, les advirtió a los estudiantes que tenían que recorrer el lugar “a mil” porque probablemente no tendrían más de veinte minu-tos antes de que los sacaran.

Entraron al sótano. El desplazamiento se hacía muy difícil por los escombros, la falta de luz y la lama que recubría el suelo. En las paredes cami-naban las cucarachas, y el olor a putrefac-ción, que el profesor había ignorado al ver las fotografías, era casi insoportable. Dis-pararon la cámara a diestra y siniestra an-tes de que, tal como había previsto el profesor, los sacaran de la demolición.

Luis Fernando advirtió del hallazgo a integrantes del Consejo Departamental de Patrimonio. A partir de ahí y por diferentes vías, otras organizaciones, como el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), se enteraron de la noticia. A las cuatro y media de aquel día, el profesor estaba en la Universi-dad Nacional ante las cámaras del noticiero de Tele-medellín, junto con los cuatro estudiantes; y a las siete y treinta en las pantallas de las familias antioqueñas y en los muros de decenas de usuarios de Facebook. Pero Luis Fernando seguía igual de perdido. No podía hacer otra cosa que repetir la única información de la que tenía certeza: que los misteriosos túneles fueron construidos a fines del siglo XIX.

La hipótesis de los trabajadores de la obra era que los túneles que encontraron conectaban con otros pasa-dizos subterráneos que, según los rumores de la gente, se encuentran enterrados en las inmediaciones de la Placita de Flórez. Los supuestos túneles habrían servi-do a los combatientes para escapar de Medellín durante la Guerra de los Mil Días, pues hacia finales del siglo XIX y principios del XX, la ciudad terminaba justo ahí: en Ayacucho (calle 49) con Mon y Velarde (carrera 41). Esta hipótesis se echó a perder cuando los obreros limpia-ron los túneles y caminaron en círculos a través de ellos, en un desventurado intento por buscar alguna salida.

En el mismo orden, otra teoría sugirió que el em-plazamiento habría sido un depósito de armas durante las tantas guerras civiles que aquejaron a la naciente Re-pública en el siglo XIX. Pero a no ser que las piedras y escombros se consideren armas, no había ningún resto

de material bélico. La hipótesis de los

supersticiosos apunta-ba a que la estructura de ladrillo macizo y arcos al estilo romano era todo un sistema de catacumbas, gale-rías subterráneas que algunas civilizaciones de la Europa antigua,

entre ellas la romana, utilizaron como lugares de en-terramiento. Las habladurías de los crédulos dieron pie a que en las primeras noches después del descu-brimiento, cuando aún no había vigilancia permanen-te, muchos entraran a los túneles a buscar guacas. La especulación se cayó por el simple hecho de que en el lugar no se encontraron ni huesos ni cráneos ni tesoros ni cadenas ni vestigios de rituales paganos.

La hipótesis del arquitecto urbanista Luis Fernan-do Arbeláez era que el armazón habría sido alguna vez la cava de la Cervecería Tamayo y que después el si-tio fue vendido a la empresa de energía, la cual ubicó allí las instalaciones para la primera planta a vapor de energía de Medellín. Estas conjeturas las dedujo Arbe-láez a partir de los archivos del historiador Rafael Ortiz Arango. Sin embargo, las coordenadas no correspon-

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Historia bajo el asfalto

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

7dían a los rastros de las primeras actividades industria-les en la capital antioqueña.

El misterio alentó ensoñaciones y fantasías, “y eso fue lindo”, concluye Luis Fernando González.

Entonces, ¿qué era?En este punto de la historia podemos oprimir el

botón de doble velocidad para saltarnos hasta el próxi-mo descubrimiento. El historiador Jorge Márquez Val-derrama, miembro del equipo contratado por el Metro a partir del hallazgo, encontró en el Archivo Histórico de Medellín varios documentos que consiguieron final-mente dar respuesta a la pregunta que suscitó tantas divagaciones: los misteriosos túneles de Ayacucho con Mon y Velarde eran un Desarenadero o depósito de de-cantación: la primera Planta de Tratamiento de Agua de la ciudad.

“A finales de agosto de 1891, representantes de la gobernación y del municipio firmaron un preacuerdo que luego se convertiría en acuerdo municipal y más tarde en escritura pública, para municipalizar las aguas y cañerías de propiedad de la gobernación, ga-rantizar el suministro de agua para la Escuela de Artes y Oficios y comprometerse en la apertura de una nueva calle”, cuenta el informe de Jorge Márquez Historia del ‘desarenadero’ de Medellín, de agosto de 2013.

El 27 de febrero de 1892, el notario autenticó un documento en el que el señor Federico Vásquez cede al gobierno la mitad de un terreno en Ayacucho con Mon y Velarde y recibe a cambio el derecho a usar las cana-lizaciones del acueducto del Municipio en sus terrenos.

Cuatro años después, el 4 de enero de 1896, el Concejo de Medellín aprobó el contrato para iniciar la construcción del nuevo Desarenadero del Acueducto Municipal. El ingeniero Antonio José Duque, de solo

25 años, fue el encargado del diseño y los planos de la obra, que comenzó a ejecutarse ese mismo año y fina-lizó en 1897.

“Las condiciones técnicas fueron explícitas en tan-to era un gran depósito de decantación con varios tan-ques o compartimentos (entre 7 y 9 en el contrato ini-cial), separados entre ellos por tabiques de 40 centíme-tros de espesor. Los muros perimetrales generales, los tabiques, los canales de alimentación, de distribución y los canales laterales de descarga, todo ello, era una obra construida en cal y canto. Toda la parte técnico cons-tructiva tenía un hecho adicional, en la medida que todas las partes que estarían en contacto con el agua serían recubiertas con cemento romano o hidráulico”, cuenta Luis Fernando González en el informe Historia urbana y arquitectónica en la Calle Ayacucho.

Según Luis Fernando González, a pesar de la mala calidad del ladrillo macizo con el que está construido el Desarenadero, que si se observa con atención está bien cocido en los bordes pero crudo en el centro, la

Maria del Mar Giraldo Rendón [email protected]

Con palustre en mano, el equipo de arqueología dirigido por Pablo Aristizábal y contratado por el Metro excava ruinas del acueducto de

agua que funcionó en el siglo XIX. Hay que ser muy cautelosos, todas las piezas deben registrarse detalla-damente para poder restaurar de manera fidedigna las cajas y atanores hechos de arcilla cocida y unidas con argamasa (mezcla de cal y arena).

El proyecto, aprobado por el Instituto de Antropo-logía e Historia (ICANH) para los trabajos de explora-ción, se realiza entre la carrera 43 (Girardot) y la calle 40 (Ayacucho). Se permite que se excaven seis seccio-nes o cortes -seleccionados previamente- para observar cómo era el acueducto. Veinticinco metros cuadrados mide cada sección. Las retroexcavadoras inician el mo-vimiento de la capa asfáltica para remover las toneladas de material que cubren las ruinas, posteriormente se es-tudian por capas, un arquitecto dibuja los planos, se pro-cede a retirar el material y finalmente se almacena cada elemento en donde estará ubicada la Plaza del Agua.

El museo que albergará los vestigios arqueológicos estará ubicado donde fue hallado el desarenadero de 1897, y contará con los fragmentos rescatados de la ca-lle Ayacucho, que posteriormente serán restaurados, así como las ruinas del desarenadero donde se decantaba el agua proveniente de la quebrada Santa Elena. A pesar de que la remoción de los escombros de las antiguas casonas que ocultaban la planta tardó cuatro meses, el lugar aún está en proceso de organización y su futura restauración.

Examinar cada sección puede tardar entre una se-mana y hasta un mes, caso de la sección número 1, don-de encontraron el hallazgo más importante: el puente de La Palencia.

Las poblaciones se construyen entorno el agua y a esta deben adaptarse, por eso los antiguos habitantes del Tambo de Aná (hoy en día Parque Berrío) estaban asentados en terrazas naturales cerca de los deltas de las quebradas. El resto de la historia es conocida: cuan-do los españoles llegaron, desplazaron y exterminaron a los aborígenes, dando paso a su momento de poder. Fue en esos tiempos en los que los conocimientos sobre estructuras de los sistemas europeos fueron implemen-tándose, y así inició la canalización de las aguas que nutrían la ciudad.

El hombre cree que domina el agua y que puede restar su poder construyendo ciudades sobre ella. Fue así como la quebrada Santa Elena fue encerrada bajo el paseo La Playa, y tras ella la quebrada La Palencia, una pequeña fuente fluvial que baja diagonal desde la zona oriental de la ciudad y desemboca en la Santa Elena. Fue encauzada en 1875 bajo una cobertura o puente en forma de arco.

Cuando los poderes políticos y económicos empeza-ron a manejar la ciudad, aparecieron personajes como Carlos Coroliano Amador, propietario de la Hacienda Miraflores (hoy Institución Educativa Gonzalo Restre-po) y de otra casa ubicada cerca a la plaza de San Félix (donde hoy cruza Ayacucho con la Avenida Oriental). El trayecto entre ambas haciendas pasaba por la Calle de la Amargura (hoy Ayacucho), fue esta una de las razones que dio inicio a la pavimentación de esta calle, provocando el confinamiento del puente de La Palencia.

Aunque la mayoría de las aguas de la ciudad ya están desviadas y obligadas a correr en diferentes senti-dos, bajo el puente aún funciona la quebrada. Según el equipo arqueológico, mide 74 metros de largo y tiene 3 metros de alto por 3.5 de ancho. La solución que se dará para que no se fracture debido al tranvía que pasará sobre esta, es construir a un metro y medio de profundi-dad un cárcamo o puente protector en concreto. Y para que la población recuerde la historia de la ciudad se contempla la posibilidad de poner unos vidrios blinda-dos peatonales para observar un sector de la estructura patrimonial.

Reconocer el pasado de la ciudad ayuda a construir memoria. El hallazgo del puente de La Palencia es otra excusa más para rememorar la historia del agua, de la ciudad y del desarrollo. No se sabe si en algunas déca-das o siglos volverá a correr libre, sin concreto que la esconda.

El puente de La Palencia: lo que por progreso se va,

por progreso vuelve

obra se conserva prácticamente intacta, salvo por algu-nas losas que habían arrancado para venderlas antes de que los túneles vieran la luz del día. Por un lado, la casa que construyeron en 1934 impidió que los tanques de decantación fueran demolidos y protegió la obra del paso del tiempo. Por otro, la solidez de la estructura se explica en su diseño mismo y en el profesionalismo tanto del ingeniero Duque como del maestro de obra. Sorprende, sobre todo, el valor estético que le dieron a una planta de tratamiento de agua.

“La arquitectura civil del siglo XIX tenía una di-mensión estética, no solo funcional”, precisa González y nos pone un ejemplo: “El valor de la técnica construc-tiva en esa época puesta en su máxima exaltación fun-cional y estética es el Puente de Occidente. Jose María Villa no solo calcula ese puente de tirantes, colgante, sino que la obra de ladrillo que sostiene gran parte de los tirantes es una obra arquitectónica de gran valor, portadas, todo eso. No solo son funcionales: son estéti-cas.” El esplendor de las bóvedas y túneles del Desare-nadero es también muestra de ello.

“Usted ve el puente de Barranquilla y es una por-quería. No tiene zonas peatonales. Y ahora apenas se está tratando de descubrir la dimensión estética de la obra civil. Por eso al puente de la Aguacatala se le inten-tó introducir una estética, porque antes ¿qué hacían los ingenieros? Una obra absolutamente funcional. Puen-te Colombia, Puente San Juan, Puente Barranquilla, ¿qué es? Un puente para que pasen carros. Ni siquiera tenían andenes peatonales. Los peatonales se le agre-garon posteriormente”, dice, indignado, el arquitecto.

Así, el cambio en la relación estética-funcionalidad no se puede separar de las transformaciones en los ma-teriales y técnicas de construcción. Mientras que con la tapia se podían construir un máximo de tres pisos, con

el concreto armado del siglo XX se han llegado hasta los 60 pisos, y con el hormigón del siglo XXI se ha lo-grado una altura de 828 metros (el edificio BurjKhalifa en Dubai), o 163 pisos.

No obstante, el ladrillo siempre ha sido y será el elemento universal de la construcción. “Desde las pri-meras ciudades en Mesopotamia, los grandes centros urbanos se hicieron en ladrillo. Y muchas de esas obras todavía se mantienen. Mientras que muchas obras de concreto armado, por las mismas características, des-aparecen muy fácilmente. Entonces estas son técnicas muy buenas pero que no están pensadas para permane-cer infinitamente”, ilustra González.

Y a pesar de que Medellín es una ciudad de ladri-llo, se ha dedicado a desaparecer su pasado enterrándo-lo y demoliéndolo. De ahí la importancia de los planes de arqueología preventiva, incluso dentro del casco ur-bano, porque como nos ha demostrado el descubrimien-to del Desarenadero y la exhaustiva investigación del equipo contratado por el Metro, la historia de Medellín se esconde bajo el asfalto.

A partir del hallazgo, el Metro de Medellín contrató los estudios necesarios: levantamientos planimétricos, explica-ciones hidráulicas, simulaciones, dibujos a mano, digitales,

renders; de los que se ha encargado un grupo multidisci-plinario de quince personas entre los que hay arqueólogos,

arquitectos, ingenieros, artistas e historiadores.

El desarenadero y el puente de La Palencia, se suman a otro hallazgos recientes en la ciudad, en lugares como el Parque Arví, los Guayabos (en El Poblado) y la Plazoleta de Zea, en el Centro.

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Perfil

No. 67 Diciembre de 2013

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Alberto Aguirre, fotógrafo, crítico de cine, librero, abogado, editor y comentarista deportivo, contribuyó enormemente a la apertura cultural de la ciudad. A casi un año de su muerte, este relato,

escrito por su nieta, muestra también el lado cálido y

humano de un columnista tildado de huraño.

María Clara Calle Aguirre [email protected]

Eras mi abuelo. No el más tierno ni el más es-pecial pues esa condición no se da mucho en nuestra familia Pero aun así sabías acercarte

a una persona. Por otro lado, eras el columnista Alberto Aguirre,

el que llamaba a España como la madre puta, el que aseguró una y mil veces que Medellín era una ciudad de traficantes, el mismo que analizó el daño que le ha-cían las familias poderosas a este país al heredar el trono por apellido y no por potestad.

Eras ese a quien paraban en la calle para hablarle de libros, de columnas de opinión o de cualquier tema. Ese columnista, fotógrafo, librero, abogado, crítico de cine, editor, comentarista deportivo. Ese era otro per-sonaje distinto al que yo conocí.

En nuestra familia, siempre ha sido común reunir-se a comer, usualmente donde la abuela. Allí fue donde te vi siempre como mi abuelo.

Cuando hablabas, todos callábamos. Los niños poco podíamos decir. De hecho, no decíamos nada. Nos sentábamos a comer pasantes mientras ustedes, los grandes, discutían. Un yerno tuyo siempre te llevaba la contraria sólo para ver cómo reaccionabas y para generar polémica.

Por tu parte, siempre argumentabas con vehemen-cia por qué sí, por qué no, por qué esto, por qué lo otro, con un tono seco, contundente y una mirada fija. Lue-go, reían y se pasaba a otro tema en el que se mantenía el mismo estilo de decir, contradecir, argumentar, reír. Los temas eran diversos: medios de comunicación, polí-ticos, películas, libros, casos judiciales, etc.

Una vez llegaste iracundo porque en El Colombiano les habían pedido a los columnistas que no escribieran sobre unas elecciones a la al-caldía de Medellín.

Ese personaje público que eras escribió una dura carta a Ana Mercedes Gómez, la entones directora de El Colom-biano. El 19 de agosto de 2003 le explicaste que renunciabas al medio en el que trabajabas como columnista desde hace once años porque “el hecho de no poder emitir juicio crí-tico sobre asunto de interés público, y ni siquiera hacer referencia, entraña en sí, y sin más consideraciones, una censura”.

Concluiste arguyendo:

“En fin, no me siento capaz de seguir escribiendo la co-lumna bajo el yugo de aquella restricción. O de ninguna”.

No podría decir que fue una reacción diferente a la que tomaste al momento de contarnos. Siempre fuiste coherente con tus palabras, tus actos o pensamientos; pero sin dejar tu vehemencia, había un momento en el que mostrabas un lado más dócil.

Empezaste a relatar qué había pasado. Los ojos te-nían una mirada fija, las cejas se ciñeron un poco, la

frente se arrugó, subiste una de las manos hasta la cara y empezaste a argumentar en un tono seco. Aseguraste que era el colmo esa exigencia por par-te del periódico local. Que era ridículo limitar a los columnis-tas de opinión de esa manera. Que en ningún caso, nadie po-dría pedir que se no hablara de sexo, política o religión. Que si no se hablaba de eso, ¿entonces para qué hablar?

Pero una vez pasó el tema, comenzaron las risas de nuevo, como era costumbre. La cara se te alegraba, ya no fruncías el ceño y empezaban las sonri-

Alberto Aguirre nació el 19 de diciembre de 1926 en Girardota, Antioquia. Hijo de Pedro Claver Aguirre (gobernador de Antioquia 1942–1944) e Isabel Ceballos.

Uno de los capítulos de las fotografías que Aguirre tomó es el de los oficios de las personas en los pue-

blos y en Medellín.

Aguirre: Por tu parte, siempre argu-

mentabas con vehemencia por qué

sí, por qué no, por qué esto, por qué

lo otro. Con un tono seco, contun-

dente y una mirada fija. Luego, reían

y se pasaba a otro tema en el que se

mantenía el mismo estilo de decir,

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Alberto Aguirre, columnista punzante

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sas con unos ojos más cálidos, más vivos. Y allí, en la alegría, de nuevo eras el centro de atención.

Para los muchos que no te conocieron, suena extra-ño que el ogro, el huraño y el agrio por el que te creían pudiera reír a carcajadas o contar un buen chiste. Inclu-so para mí era difícil de creer por la imponencia con la que llegabas a cualquier lugar, por los silencios que ins-pirabas y por el temor que daba hablarte de cualquier tema al preocuparse por caer en el error. Pero contigo se aprendía y se conversaba de todos los temas, así uno no supiera de ninguno.

Ese humor corrosivo que tenías en familia o con los amigos se reflejaba en tus columnas y, de paso, demos-traba tu coherencia. “Cuando un político, que además funge como presidente, se pone a hacer literatura, hay que mandar doblar. Siempre sale un texto que es puro ripio: ‘Al llegar al salón donde finalmente lo encontré, sus pequeños ojos azules me contactaron a distancia. Su penetrante mirada emanaba bengalas de espiritua-lidad’. Qué caso: Uribe flechó al Papa” (Aguirre, 2005).

De igual manera, nunca te tembló la mano para es-cribir lo que pensabas, así eso te ocasionara pasar como una persona odiosa. “Es propio del oficio de cacharre-ros ocultar sus lacras. El engaño. Medellín es diestra en ocultar las suyas” (Aguirre, 2005).

Por estos comentarios, fueron más los que se creye-ron el cuento de que odiabas a Medellín y a Colombia. Incluso, durante tu exilio en España a principios de los 90 hubo diversos comentarios que apuntaron a que si-quiera te habías ido a un país que sí te gustara, cuando en realidad extrañabas los fríjoles, el aguardiente y a Colombia más que a nada.

Precisamente era ese amor por la ciudad el que hacía enfilar tu pluma contra quien lo mereciera, sin tapujos, sin eufemismos y sin peros. “Es otro vicio de

Una de las principales características de las fotografías que Aguirre le to-maba a los niños era que estos, la mayoría de las veces, estaban trabajando.

En la madrugada del lunes 3 de septiembre del 2012, murió Alberto Aguirre a causa de un derrame cerebral, que le dio dos días antes.

Para los muchos que no te conocieron, suena extraño

que el ogro, el uraño y el agrio por el que te creían pu-

diera reir a carcajadas o contar un chiste.( )

Siempre fuiste coherente con tus palabras, tus actos o pensamientos; pero sin

dejar tu vehemencia, había un momento en el que mostrabas un lado más dócil.)(

traficantes la pompa. Gastaron 30 mil millones de pe-sos en un esperpento: ponerle techo a la Plaza de Toros. Una ofensa en medio de la miseria. Y el otro estigma es el estraperlo. El presupuesto inicial del Metro de Mede-llín fue de 650 millones de dólares, pero salió costando finalmente 10.500 millones de dólares. A esto le dicen, pudorosamente, sobrecostos” (Alberto bue chisteAgui-rre, 2005).

A veces costaba pensar que ese mismo columnista era el que lloraba por la muerte de mi mamá, tu hija mayor. Pero una vez iniciaban las conversaciones, se entendía que nunca fuiste dos personas: un personaje público y otro familiar. Por el contrario, manejaste una coherencia tal que hasta en eso se reflejaba.

Mi mamá, Ana María, podría ser tu hija más que-rida, pero si llegaba dos minutos después de lo pactado serías lo suficientemente severo con ella como para de-mostrarle que las reglas están hechas para cumplirse. Así, igual, eras al momento de escribir. Las cosas en su lugar y lo que no estuviera donde corresponde había que mostrarlo y denunciarlo.

“Los partidos políticos son pura mecánica. La po-lítica, aritmética. El sistema económico queda libera-do a su ejercicio voraz, dentro de un orden salvaje. El plan económico es nuda voz onomatopéyica (PIN) para

promoción publicitaria. Concebido en secreto, como ciencia ficción, no representa la voluntad política de la nación, no galvaniza el espíritu de los colombianos. Pasada la alharaca, cae en el olvido: es inocuo. El es-tado, llamado teóricamente a ordenar la vida social, es mero gendarme de los poderosos, para despejarles el terreno de todo peligro. Lo único potente hoy en Colombia, desde el estado, es la represión: el gobierno es tibio para los opulentos y feroz para los humildes” (Aguirre, 1980).

Sin abandonar esa misma línea de pensamiento que tenías trazada, y que seguías férreamente, podrías ser cálido, dar consejos personales y profesionales, con-tar infidencias y revelar algunos de tus pensamientos más secretos.

No se trata de vanagloriarte después de tu muerte, pues nunca te gustó en vida. No hay que olvidar una de tus tantas frases: “Esta sociedad padece de necrofilia, le encantan los muertos y las ceremonias funerarias”.

Y para seguirte recordando como ese columnista, pero más como ese abuelo, ese papá de mi mamá, lo mejor es citarte otra vez y decir: “Dejen de llorarme, país funerario” (Aguirre, 2006).

Este texto hace parte del trabajo de grado Cuadros de Aguirre (multimedia), asesorado por la profesora Ximena Forero Arango.

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No. 67 Diciembre de 2013

10 Ensayo

La revista Letras y encajes nació en agosto de 1926 y se convirtió en la primera publicación escrita por

mujeres en Antioquia. En Colombia, la pionera había sido la revista bogotana La Mujer, creada

50 años antes y dirigida por la escritora Soledad Acosta de Samper. Sin embargo, mientras La Mujer

se publicó solo por cuatro años, Letras y encajes fue editada mensualmente durante 33 años, hasta 1959.

Una aventura de estas pareciera ser un ejemplo de emancipación femenina, pero, al revisar la

publicación, es fácil encontrarse con una postura conservadora que, con todo, da cuenta de cómo se

entendía a la mujer a principios del siglo XX.

Daniela Gómez Saldarriaga [email protected]

En Londres de finales del siglo XVIII, a la escri-tora Elizabeth Montagu se le ocurrió reunirse periódicamente con sus amigas para hablar

sobre arte. A los encuentros empezaron a asistir tam-bién algunos de sus amigos, entre ellos, el intelectual Benjamin Stillingfleet. Por las medias azules que usaba Stillingfleet, prueba de la informalidad de las sesiones, el grupo recibió el mote de The Blue Stockings Society. El término se trasladó a varios idiomas para referirse a las mujeres intelectuales, las blue-stockingers, una especie recién aparecida. Al menos en Francia, la tra-ducción bas-bleus solía usarse con sorna para nombrar a estas mujeres que, sin falta, eran catalogadas de pe-dantes, egoístas y vanidosas.

En Medellín, las mujeres que estudiaban y habla-ban sobre lo que sabían eran llamadas bachilleras o marisabidillas. Sofía Ospina de Navarro, en un comen-tario social titulado “La mujer en el hogar”, la define: “Sobradamente antipática es la mujer bachillera que vive solo para leer, y que tiene en la punta de la lengua quince o veinte nombres de escritores notables para lanzarlos al primer infortunado que se atraviese”.

El desprecio por la bachillera es recurrente en Le-tras y encajes. La relación de las mujeres con el conoci-miento siempre fue conflictiva porque no estaban edu-cadas para acercarse a este de una manera natural. Y aunque se diera el afortunado accidente de contar con tiempo y libros, el hábito era visto como un gesto mezquino. Ha-bía sido así durante buena parte de la historia de la sociedad occidental, en la que había quedado de manifiesto que las mujeres que alcanzaban un domi-nio respetable de las artes, los saberes médicos o filosóficos, eran sancionadas, en algunas épocas, hasta con la muerte. Más que el hecho de que la mujer fuera incapaz de entender lo que leía —proble-ma que finalmente debía sortear la in-teresada, no la sociedad—, la inquietud general se refería al objetivo que impul-saba la obtención de ese conocimiento. ¿Qué podrían querer hacer con él? La bachillera resulta tan odiosa porque su ilustración acelerada era vista como una pretensión ilegítima de ascenso y una estratagema para seducir a los hombres. No solo estaba mal visto, por impúdico, que la mujer se dejara llevar por la galantería, sino que su derroche

de conocimiento podía propiciar la situación indeseable de hacer sentir inferior al hombre, y tal incidente valer-le su futuro social. En el editorial de marzo de 1931, se asegura que existen muy pocas señoritas bachilleras, y se une a este acontecimiento —no como causa y efecto, pero sin duda lo es—, el hecho de que la mujer que es-cribe ya no es una “excentricidad”.

Las también llamadas “ridículas” eran temidas porque presagiaban una mujer familiarizada con ac-tividades que le restaban atractivos femeninos. En septiembre de 1928 se las relaciona con mujeres “un poco masculinizadas”, las también llamadas “marima-chos” —nótese que el tronco común de estos apodos es María, el nombre de la mujer paradigmática que es de-generado por la violación a los códigos establecidos—, y se achaca su afectación patética a la ignorancia en la cual habían vivido. “Por eso cuando alguna mujer llega, por su propia cuenta, a aprender algo, quiere decirlo en altavoz, tanto a hombres como a mujeres, para mostrar su saber a los primeros y humillar a las segundas”, escribe Teresa Santamaría, una de la direc-toras de la revista.

Quienes se oponían al acceso universal a la educa-ción, aducían ver en la apertura de ese nuevo espacio la grieta perfecta para que se escaparan a la sociedad una buena cantidad de mujeres deformadas por el co-

nocimiento; porque ésta era una esfera hostil, al igual que la política, donde se mancillaba la ingenuidad vir-ginal que era el principal patrimonio de la mujer joven. Aunque los detractores no lo relacionan con la pérdida del deseo por parte de los hombres, indican que el sa-ber se amalgama con el preciosismo de las mujeres, por nombrar de otra forma su frivolidad, y se convierte en un ornamento intrascendente que resulta chocante.

Otras referencias a la existencia de la “marima-cho” aclaran su perfil. Es la mujer que se viste de hombre —usa pantalón—, “(…) perora en las plazuelas y pretende superar al sexo fuerte”, se explica en el edi-torial de agosto de 1931. Habita en el exterior, no en el interior como la mayoría de las mujeres, y utiliza

Tercera, de izquierda a derecha, Teresa Santamaría de González, y Sofía Ospi-na de Navarro, de quinta, también fundadora.

cómo ser mujer en Medellín

a principios del siglo XX

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acusa por su falta de claridad, producto de una educación inadecuada que hará que cada día haya más asilos, hos-pitales y orfanatos “(…) que no darán abasto porque las miserias y enfermedades irán en aumento”. Esta es otra forma de proyectar apocalípticamente la emancipación de la mujer. La responsabilidad que le cabe es que al no estar vigilante —concentrada en su hogar, con sus oídos puestos en la cadencia de la respiración de sus hijos—, permite que la sociedad pierda su cauce hacia territorios oscuros de en-fermedad, vicio y locura.

A mediados de los años veinte, en Medellín existían varias instituciones donde se enclaustraba lo patológico y lo decadente. Existía el Instituto Profiláctico, el asilo, el orfelinato, la casa para mendigos, el manicomio, la casa de corrección para ambos sexos, y cada vez aparecían más ins-tituciones de beneficencia fundadas por mujeres, dedica-das a auxiliar a las personas que iban quedando al margen de la ferocidad del sistema económico.

No eran pocos los trastornos que sufría el reflejo de las acciones de las mujeres sobre la superficie del juicio social. La demanda moral era alta y parecía no satisfacerse con nada. Cuando quisieron participar políticamente fue-ron criticadas por egoístas y por pensar solo en sí mismas. Sin embargo, la tradición había celebrado su frivolidad y tendencia a la vanidad, a ese ensimismamiento que les permitía cultivar su belleza para ofrecérsela a otros. Esas licencias solo se convirtieron en un problema cuando el mundo se aceleró, y las conversaciones por sí mismas em-pezaron a parecer fútiles y la quietud algo que atrofiaba. Los deportes, por ejemplo, se apropiaron como “conquis-tas de trascendencia moral” porque sacaban a la mujer del encierro y hacían desaparecer a la de tipo “neurasténica, parlanchina y ociosa”. Su potencia de cura psicológica llegó a las mujeres que empezaron a nadar, a jugar baloncesto, tenis y golf. En un principio fueron prácticas exclusivas de la élite, lujo de su ocio, pero al fin y al cabo una liberación lúdica que revolucionó el sistema de valores sin provocar mucho estruendo.

Para romper la inercia del silencio, además de la del espacio y del vestido, las reclamaciones y propuestas de las mujeres llegaron a los medios de comunicación, por en-tonces impresos. Todos los contenidos se validaban por la creencia de que ninguna mujer podría escribir algo contra la moral. “No serían mujeres si así lo hicieran”, declaran en los comienzos de la revista. Siendo inconcebible la mala voluntad en la mujer, buena parte de su fuerza se enca-minaba a enfrentarse con los prejuicios de la opinión pú-blica que son “(…) peligrosísimos y le impiden a veces, no sólo expresar sus pensamientos, sino hasta el derecho de concebirlos”. Esta declaración inusual dentro del tono de la revista, va acompañada de una especie de confesión de quienes se vencían ante el armatoste de dramas, críticas y desprecios: “Muchas escritoras inteligentes, llenas a veces de desencanto, callan disgustadas porque son víctimas de la intolerancia”.

ropa desenvuelta, puede moverse y trabajar. La mayoría de discursos que se escribieron para so-licitar la aprobación de la educación de las mu-jeres contienen la promesa de mantenerlas ale-jadas de esa figura monstruosa. Las formas de ese tipo de mujer resultan repugnantes a la luz de un pasado que ensalza la leyenda del porte, la distinción y el refinamiento, características que purifican las cualidades de la raza y le dan un tono de solemnidad a la historia del pueblo antio-queño. En octubre de 1946 todavía se recuerda con nostalgia que “(…) el trato, agradable orgullo de nuestros antepasados” heredado a las mujeres, hubiera sido reemplazado por “(…) movimientos bruscos, afectaciones extravagantes, risas inopor-tunas y estruendosas y gritos destemplados”.

El supuesto arrepentimientoPara no tener que ceder el poder, los hom-

bres se valían de versiones sobre los aconteci-mientos que saboteaban las pretensiones de las mujeres. Se afirmaba que las ideas feministas eran impopulares aunque fueran popularísimas, pero el hecho de asegurarlo y escribirlo creaba un precedente y alimentaba la imagen de un fra-caso anticipado. También, echando mano de la derrota, se sostenía que las mujeres que habían experimentado la libertad anhelaban el regreso a sus hogares, pues se habían dado cuenta de que la promesa de una vida mejor lejos de lo domés-tico no era cierta.

En una etapa avanzada de Letras y encajes y del movimiento feminista, estando en curso el año 1958, se publica un editorial que anun-cia que las mujeres de Norteamérica deseaban revertir los cambios y retomar las viejas costumbres.

Quien lo escribe es el columnista más importante y leído de ese momento, Enrique Santos Montejo, quien firmaba como Calibán. Cita una encuesta realizada por reporteros del Chicago Daily Tribune que recolectó la opi-nión de muchas mujeres estadounidenses y concluyó que su nuevo ideal era volver a una vida más sencilla, como la de sus abuelas. El autor dice que esto no le sorprende: “Las muchachas no sacaban de la libertad exagerada nin-guna ventaja”, afirma. “Por el contrario, cuando perdían la juventud y sus atractivos, se encontraban desamparadas, sin seguridad, sin ideales, sin estímulos y sin moral”. Para Calibán, que la mujer estuviera en una oficina, su marido en otra y los niños a cargo de la niñera, era el detonante seguro de la separación de los esposos y de la delincuen-cia infantil. La reacción más sana era deshacer los pasos y volver a los tiempos cuando ella se quedaba en la casa cuidando de su familia.

Pero si en algo atina el columnista es que la llamada liberación femenina multiplicó las horas de trabajo de las mujeres. Una doble, triple jornada, que se divide entre la casa y el trabajo, haciendo más esquiva la posibilidad de de-dicarse a una profesión creativa o disfrutar la independen-cia económica. Por el estado de las cosas, la discusión no in-corporó la necesidad de que los hombres compartieran las responsabilidades domésticas, especialmente involucrarse a otro nivel en la crianza de los hijos, sino que se determinó que las mujeres se habían equivocado al ambicionar esa li-bertad. Tampoco había culpa para el capitalismo. “Las con-quistas libertarias de la mujer son simple engaño”, insiste Calibán, “porque no era la libertad lo que lograban, sino la sumisión a un trabajo ingrato, que las entregaba molidas y convertidas, como decimos aquí, en bagazo”.

La liberación localLas mujeres de Medellín acudieron a las fábricas cuan-

do solicitaron personal para sus plantas y no importaban ni el sexo ni la edad. Las primeras obreras fueron niñas desde los 10 años, algunas habitantes de la ciudad, la ma-yoría recién llegadas de otros municipios. En 1916, el 40 por ciento de las obreras provenían de zonas rurales antio-queñas, y para 1923, representaban el 73 por ciento de em-pleadas en las fábricas. Este desplazamiento iniciado por lo llamativo del desarrollo y después por la violencia, hizo las veces de acicate social para la liberación de la mujer, lo que en otros países estuvo producido por un genuino interés político, dirimido por la vía del derecho o del hecho, pero a la cabeza del cual se encontraban mujeres convencidas de que merecían ciudadanía y voto. A nivel local, la necesidad económica aceleró la concesión de todas esas peticiones sin que la conciencia política se arraigara.

En el editorial de mayo de 1937, se describe la des-orientación de la mujer colombiana debido a la rapidez de los cambios. No se pide tiempo ni ayuda, sino que se la

Este texto hace parte del trabajo de grado

La peligrosidad de las mujeres. Un ensayo sobre el pensamiento editorial

de la primera publicación femenina en Medellín,

revista Letras y Encajes (1926-1959), asesorado por la profesora Paloma Pérez

Sastre.

Teresa Santamaría de González, la mujer más importante para la revista.

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cómo ser mujer en Medellín

a principios del siglo XX

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Reportaje gráfico

No. 67 Diciembre de 2013

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Ser voluntario. Ayudar a otros. Construir viviendas. Aportar para que muchas familias salgan de la pobreza extrema. Eso es lo que hacen muchos jóvenes de Medellín a través de una ONG presente en varios países de Latinoamérica.

Juliana Echavarría Restrepo [email protected]

Para llegar a la vereda Granizales del muni-cipio de Bello los habitantes y voluntarios se transportan en metro Cable hasta la Biblio-

teca España. Allí caminan por una calle pavimentada, cada vez más estrecha, y al cruzar una cañada dejan Medellín y llegan al municipio vecino.

Doce pilotes, diez paneles de madera que formarán el piso y las paredes, dos ventanas, una puerta, poco más de seis metros de aislante térmico y tres tejas de zinc son acomodadas milimétricamente por diez volun-tarios y los beneficiarios de la casa durante dos días de construcción.

Están allí en otra de las jornadas de construcción masivas de Techo –antes conocida como Un Techo para mi País– en el Valle de Aburrá. Están allí para la cons-trucción de estas viviendas de emergencia que son la primera etapa de intervención comunitaria de la ONG.

La vereda Granizales del municipio de Bello es constituida por tres barrios: Manantiales de Paz, Altos de Oriente y Portal de Oriente, en su mayoría habita-das por campesinos desplazados.

Manantiales de Paz es el primer barrio que se tran-sita al llegar a la vereda. Sus coloridas casas evocan, de cierta forma, la tradicional calle “Caminito” en Buenos Aires. Se diferencia de aquella por el terreno pendien-te, pero sus vías también son empedradas (o de arena) como las del tradicional lugar bonaerense. Pocas ca-lles han logrado ser trazadas por el concreto, que no siempre es pavimento, mucho menos tienen acueducto o alcantarillado.

Hacia la parte más alta de la montaña se encuentra Altos de Oriente, barrio que todavía tiene algunos ves-

tigios de vereda de antaño, próximos a desaparecer, y un poco más allá, en sentido norte podemos encontrar a Portal de Oriente. En Altos de Oriente vive Liliam del Socorro Isaza, una de las beneficiadas para la cons-trucción de vivienda de emergencia en las jornadas de construcciones masivas emprendidas por Techo. Ella, gracias a la donación de la señora donde trabaja en labores domésticas, pagó el 6 por ciento del valor de la casa que asciende a $3 6́00.000; es decir, $230.000.

Este año, la organización inició habilitación so-cial en Manantiales de Paz. Esta es la segunda etapa de intervención dentro del proceso comunitario que

propone la ONG, que tiene oficina permanente desde 2011 en Medellín. Techo busca con estas asambleas, escuchar las necesidades de quienes se apropiaron del territorio y viven en él, lo transforman y lo identifican como propio. A partir de esas voces se plantean las ac-ciones para que, una vez cumplidas, la ONG deje de hacer presencia permanente y la comunidad logre el desarrollo sustentable –que es la tercera y última etapa de intervención–, y así superar la extrema pobreza, el objetivo con el que se fundó de la ONG.

Voluntarios, que son en su mayoría jóve-nes universitarios, pegan las costaneras

donde se apoya el techo.

Manantiales de Paz es el primer barrio al que se llega cuando se deja Medellín.

Los diez voluntarios ubican los doce pilotes, los diez paneles de madera que forma-rán el piso y las paredes, las dos ventanas, la puerta, las tejas de zinc y el imper-meable en el terreno que fueron descargados ocho días antes.

La posibilidad de un techo

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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Los diez voluntarios ubican los doce pilotes, los diez paneles de madera que forma-rán el piso y las paredes, las dos ventanas, la puerta, las tejas de zinc y el imper-meable en el terreno que fueron descargados ocho días antes.

Manantiales de Paz es un asentamiento ilegal constante receptor de población, especialmente desplazada. Allí también hace presencia Techo.

Los voluntarios inician la excavación de los doce huecos donde se ubican los pilotes que sirven de base a la casa

en un área de tres metros de ancho por seis de largo.

Los beneficiarios de las casa de emergencia también se convierten en voluntarios y ayudan en la construcción de la casa. Kevin, un vecino de Liliam, ayuda en la pintada

e impermeabilizada de los paneles.

Ubicación de las paredes de la casa. Los beneficiarios pueden decidir de qué lado se ubican los paneles que

tienen las ventanas.

Camilo es un niño del barrio que ayuda en las jornadas y es un voluntario más.

Voluntarios y Liliam del Socorro Isaza felices por la vivienda terminada. Fotografías: Juliana Echavarría Restrepo

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Crónica

No. 67 Diciembre de 2013

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Edna Liliana Guerrero [email protected]

Una mujer indígena del Amazonas le contó a un biólogo que hace muchos años arribó a un pequeño pueblo un hombre con bigotes,

a quien los pobladores llamaron Monaikudu. Cuando Monaikudu y la hija del cacique de ese pueblo se cono-cieron, se enamoraron. Pero el forastero era artesano y, en ese lugar, los hombres más admirados eran los que sobresalían en las artes de la pesca, la agricultura o la cacería. Así que cuando el cacique supo sobre las intenciones de Monaikudu, lo invitó a dar un paseo cerca a una laguna y le hizo un conjuro para conver-tirlo en pez.

Cuando la hija del cacique llegó a la laguna, su hombre estaba luchando para no hundirse. No alcanzó a tomarlo de las manos, entonces lo agarró de los bigo-tes y finalmente lo soltó.

Monaikudu se convirtió en arawana y nadaba a ras de agua para poder ver a la muchacha que cada día iba a llorar a la orilla de la laguna. Al enterarse de esto, su padre la convirtió en pájaro.

Un día, desde un árbol, la hija del cacique vio que Monaikudu ya tenía una nueva pareja y le echó una maldición:

– Cargarás a tus crías en la boca, le dijo.Y así fue.

***Las arawanas plateadas son finas y voraces. Conto-

nean sus cuerpos como damas engreídas. Sus escamas

La maldición de MonaikuduLa historia de una especie mítica que está al borde de la extinción en el Parque Nacional Natural La Paya, Putumayo.

son grandes lentejuelas con brillo tornasol. Cuando tienen hambre, salen volando desde el agua dulce y atrapan escarabajos, arañas o cigarras. Su lengua no es un músculo blando sino un hueso rígido, áspero y puntiagudo. Los ojos vivos y la boca profundamente inclinada, casi vertical, les da un aspecto de peces mal-humorados. Todas las arawanas tienen en su labio infe-rior dos bigotes erectos.

Los biólogos las llaman fósiles vivos porque las evi-dencias dicen que existieron desde hace mucho tiempo, antes de los dinosaurios, cuando la tierra era una sola isla gigante, llamada Pangea, y que cuando esta se frag-mentó, las arawanas quedaron en África, Suramérica, Australia, Madagascar e India, separadas por grandes fronteras de agua salada.

***Leguízamo, Putumayo.En marzo, el río Putumayo aumenta su caudal y

las aguas de la cuenca del Caucaya penetran en la sel-va en su parte más baja, que hace parte del Parque Nacional Natural La Paya. Entonces se arruinan las madrigueras, los troncos de los árboles se mojan, las ramas acarician la corriente y las aguas traen al suelo sus hojarascas subacuáticas. En marzo, el universo de los peces se expande y tienen la oportunidad única de conquistar la tierra sin dejar el agua.

Para esta época, las arawanas machos y hembras ya han fecundado sus huevos. Lo hacen en enero y febrero, cuando las aguas son bajas. Ella esparce sus óvulos anaranjados, que pueden ser entre 100 y 300; entonces, él los fecunda y los recoge serenamente con su boca. La arawana macho dejará de comer por lo me-nos dos meses mientras protege los huevos.

De los huevos anaranjados, que más bien parecen yemas, surgirán unos bichos acuosos con ojos y cola, que se llaman alevinos. Los bichos acuosos, pegados al huevo anaranjado, se convertirán en pececitos con bar-billoncitos, aletitas transparentes y escamitas todavía no tan tornasoladas. Flotarán torpemente conectados con el huevo -cada vez menos redondo y menos pesado-. Y cuando queden libres de este, cuando lo hayan absor-bido todo, su padre los dejará salir un rato a recoger alimento del agua. A los 15 centímetros de longitud, con los ojos vivos, la boca profundamente inclinada, los bigotes erectos, las aletas grises y las escamitas tor-nasoladas, se dispersarán en todas las direcciones para nunca volver.

Explorarán la selva en temporada de aguas altas, comerán de todo, emergerán del agua para atrapar bi-chos, devorarán otros peces, algas y pequeños crustá-ceos. Sus escamas se endurecerán y sus cuerpos aumen-tarán de tamaño hasta alcanzar casi un metro.

Ilustración: Lina Moreno

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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***Tukunare es el nombre de un pez colorido y el de

un resguardo remoto, con casas de madera y techos de zinc dispersas entre la amplitud de la noche y la intimidad de la selva del Putumayo. La mayoría de las personas en este resguardo tienen una identidad y un pasado común: son indígenas Murui y sus parientes lejanos huyeron para sobrevivir. Aquí, esto, a nadie se le olvida.

Hace un poco más de cien años los Murui perdie-ron la inocencia. Tal vez, los taitas de ese tiempo lo vie-ron llegar. Reunidos en la penumbra, presintieron su paso por el río, escucharon su risotada, olieron su ava-ricia. En 1903, mientras Colombia perdía a Panamá en el norte, al sur, el peruano Julio César Arana instalaba su casa en La Chorrera y empezaba a oscurecer el des-tino de los indígenas Murui, Bora, Okaina, Muinane, Andoque, Nonuya, Miraña, Yukuna y Matapí.

La extracción de caucho convirtió en un infierno parte de lo que hoy se conoce como Amazonas y Putu-mayo. En El Libro Rojo del Putumayo, Norman Thomp-son cuenta que, inicialmente, este negocio estaba a car-go de colonos colombianos, quienes fueron capturados y asesinados por comerciantes de la Peruvian Amazon Co. Arana, dueño de esta compañía, consiguió el control total del territorio y con la complicidad de las autorida-des de Perú erigió su monopolio y esclavizó indígenas para extraer el caucho: los que torturó, persiguió y mató.

Los más afortunados corrieron por la selva, cruza-ron ríos, huyeron y tuvieron suerte de no ser alcanza-dos. A Tukunare llegaron unos y se quedaron; pero ya no eran inocentes: conocieron el dinero y más adelante se lo ganaron en los aserríos, luego quitándole la piel a los tigres, y después en los cocales y capturando arawanas.

***Hace un tiempo, marzo era un mes importante

para los pescadores de Tukunare. Cuando el río Putu-mayo aumentaba su caudal y las aguas de la cuenca del Caucaya penetraban en la selva, era la época de arawa-niar. Es decir, atrapar al macho arawana y sacarle las crías de la boca.

Los hombres llenaban las quillas con carpas, plá-tano, yuca, casabe, pane-la, arroz, sal, café, cigarri-llos; además, con el chuzo, la escopeta, los cartuchos, las ligas, las bolsas plásticas, la malla y la linterna. Salían de sus casas por uno o dos meses. Se iban felices. Entonces empezaban la lenta navegación por las curvas del Caucaya hacia las cochas o lagunas: Limón Cocha, Viviano Cocha, Cocha Zuleta, Mamanzo-llá. Una vez allí, buscaban las arawanas a ras de agua y las guardaban en la memoria para volver en la oscuridad.

Cuando caía la noche, los pescadores procuraban el silen-cio y eran como luciérnagas sobre el agua. En ese entonces, el rayo de luz de la linterna les mostraba muchas arawanas, y ellos escogían las del cuer-po alargado y flaco, las que tenían los ojos brotados, aquellas con la boca brillante como el oro. Después agarraban con cautela el arpón, lo levantaban, apuntaban y lo lanzaban sin perder el equilibrio en la quilla.

El asecho se volvió desesperado. Cuando las arawanas buscaron perderse en los laberintos del bosque inundado, los pescadores penetraron con sus quillas en esos laberintos, y para capturarlas se treparon a los árboles, desde donde esperaron con un silencio sepulcral para disparar.

Después de herida, la arawana demostraba una resistencia inútil, se revolcaba hasta el cansancio hasta que el mismo peso de sus crías le abría la boca. Enton-ces, el pescador tenía lista la bolsa plástica para colectar-las y contarlas.

En marzo, en las cochas del Caucaya, los machos arawa-nas quedaban heridos o muertos y con sus bocas vacías.

***Próspero Cobette es Murui. Su piel es cobriza y su

cuerpo parece liviano. Tiene 45 años y más o menos des-de los 17 salía a arawaniar en la cuenca del Caucaya. Es marzo y él no está buscando alevinos en las cochas.

–Digamos que desde el 10 de marzo hasta finales de abril nos quedábamos pescando y ‘acampamentan-do’ en combo. No había descanso porque ahí estaba la plata. Caño arriba subían los compradores y pregun-taban: “¿Cuántas tiene?”. “No, pues yo tengo 300, yo tengo 400, yo tengo 500...”, respondíamos. Entonces sa-caban la cuenta y tome su plata. Y listo, ellos se traían los bichitos y uno se quedaba con la plata. Cuando ya uno salía de pescar, bajaba con su buen billete. Y bue-no, nos gustaba tomar, como se dice, la pochola. La mayoría de la pesca se hacía para tomar, al que le gus-

taba, y al que no, para vestirse, ¿quién le iba a prohibir?

***Harold Magno ahora tiene 42 años.

Empezó a pescar arawanas desde los once años y, mirando a los grandes, aprendió cómo coger la bolsa, la nasa, el arpón. Sabe que las arawanas que tienen las crías en la boca son de cabeza grande, ojos bro-tados y quijada inflada. Las observó duran-te años flotando a ras de agua.

–Todos se dedicaban a esa pesca bus-cando la plata y, al mismo tiempo la des-trucción de la especie porque no era solo uno, eran 40 o 50 pescadores echándoles plomo, dán-doles chuzo, encerrándolas con malla. En el apogeo de la arawana, sagradamente, toda la gente de Cecilia Co-cha, de aquí, más los del pueblo, más los peruanos, su-bíamos a darle candela a esa especie. Por toda la orilla del río se encontraba campamentos y en las chambas, 40 o 50 arawanas rebalsadas, podridas, atrancadas. Pero a uno no le interesaba eso. A veces, los que no conocían iban y mataban a las que no tenían crías. Las mataban, las revisaban, las botaban y listo.

Una vez terminaba la temporada de alevinos, los pescadores seguían buscando las arawanas juveniles.

Pero un día de marzo, cuando el río Putumayo au-mentaba su caudal y las aguas de la cuenca del Cauca-ya penetraban en la selva, los pescadores se prepararon para arawaniar. Empezaron la lenta navegación por las curvas del Caucaya; extendieron carpas, alistaron ma-llas, nasa, arpón y escopeta; se pasearon con las linter-nas en la noche, buscaron..., y nada. Entonces se ima-ginaron muchas cosas, por ejemplo, que los perros de agua las devoraron o que los taitas kichwas utilizaron el yagé, para hacerlas desaparecer.

***Sobre arawanas, Gregorio Rey sabe muchas cosas,

pero la principal ahora es una: que ya no hay. Grego-rio es acopiador, es decir, es quien recibe los peces y los envía al centro del país; también, se encarga de proveer a algunos pes-cadores de las cosas nece-sarias para ir a pescar. A su casa, que está a orillas

del río Putumayo, los hombres llegan a buscar lo que necesitan y, a su regreso, él les compra las arawanas y recibe lo invertido. Gregorio dice que ahora tiene pér-didas en el negocio, que los pescadores ya no traen lo que traían en otros tiempos.

– Antes se sacaban 200 o 300 mil alevinos, pero el año pasado sacamos, por mucho, unos 1500.

Toda la gente que se fue un mes, llegó sin nada. La verdad, no se

s a b e p o r

qué se acabaron. Indiscuti-blemente, los pescadores las han matado, pero ellos van cerca, no van lejos; ellas tienen un enemigo peor que nosotros. La gente les echa la culpa a los lobos de agua y también a que la secan mucho para consumo. Pón-gale que en temporada larga haya 100 pescadores que maten 500; eso no sería tanto impacto. En cambio, una arawana seca pesa un kilo y de aquí salen diez, cinco, seis toneladas de arawanas adultas, ¿cuántas son?

En todo caso, él, que es el único acopiador de cua-tro o cinco que había, sigue recibiendo arawanas, que no vienen del Caucaya sino de Perú. Y las sigue man-dando por avión desde el único aeropuerto de Puerto Leguízamo, o por carro, desde la única vía que llega hasta La Tagua, Caquetá; desde ahí hasta Villavicencio y desde Villavicencio hacia Bogotá.

***Osteo: hueso; glossum: lengua; bi: dos; cirrhosum:

barbillones. Osteoglossum bicirrhosum (Cuvier, 1829) es el nombre científico de la arawana plateada.

Desde el siglo XIX, los naturalistas europeos re-corrieron el Nuevo Mundo buscando especies para nombrarlas y hallarles un lugar en el orden de la cien-cia. En sus recorridos los indígenas les mostraron las

arawanas y ellos, los naturalistas, las bautizaron y las describieron. En los últimos tiempos, alemanes, japo-neses, brasileños y estadounidenses se han fijado en su alimentación, en el cuidado que se le debe dar en cauti-verio, en su distribución en el mundo y en su forma de saltar para alimentarse. En Colombia, organizaciones como el Sinchi, Tropenbos, la WWF, Fundación Natu-ra y Parques Nacionales han hecho estudios sobre sus características biológicas como también sobre su entorno social, su comercialización y su estado de conservación.

En 2010, el Instituto de Investigación en Recursos Biológicos Alexander von Humboldt publicó el libro rojo de los peces dulceacuícolas de Colombia: un lista-do de peces que se encuentran en riesgo. En esa lista, aparece la arawana como una especie vulnerable desde 2002, a pesar de la implementación que prohíbe que en tiempo de veda se capture y se comercialice este pez.

***El salto más grande de una arawana es de un con-

tinente a otro, especialmente a Asia, donde son relacio-nadas con el mítico dragón por sus grandes escamas y sus dos barbillones; desde Bogotá, las arawanas son ex-portadas. En 2013, Tropenbos reportó que, entre 2001 y 2011, habían salido a 80 países y que los que más las importan eran China, Estados Unidos, Taiwán, Japón y Alemania. Entre 1994 y 2011, se exportaron casi cin-co millones de estos peces, de los cuales alrededor de 600 mil salieron de Puerto Leguízamo.

El negocio de sacar arawanas del río para man-darlas a los acuarios extranjeros deja ganancias, cal-culadas por el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas, SINCHI, así: en promedio, en una tempo-rada un pescador vende cada alevino a 1.500 pesos y gana casi dos millones; el acopiador en Puerto Leguí-zamo lo vende a 2.100 y gana cerca de 25 millones; los acopiadores en Bogotá lo venden en entre 25 mil y 30 mil pesos y ganan más de 700 millones; y, finalmente, los vendedores en el extranjero lo venden a 193.000 mil pesos y podrían ganar hasta 8 mil millones.

***La maldición de Monaikudu no solo fue cargar con

sus crías en la boca. A pesar de encontrarse en un área protegida, las arawanas llegaron al borde de la

extinción local en la cuenca del Caucaya. Actualmente, siguen siendo captu-

radas y exportadas.

Este texto hace parte del trabajo de grado Historias de una virgen violada; un dragón, una bella y

los sesenta y cinco expulsados (Parque Natural Nacional La Paya, Putumayo), asesorado por las

profesoras Patricia Nieto Nieto y Rocío Polanco.

Arawana dibujada por Alfred Russel Wallace en su viaje por Río Negro, Brasil. Este es uno de los pocos dibujosque fueron

salvados después de que su barco se incendiara en el regreso a Europa en 1852

Sabe que las arawanas que tienen

las crías en la boca son de cabeza

grande, ojos brotados y quijada

inflada. Las observó durante años

flotando a ras de agua.)(

Antes se sacaban 200 o 300 mil alevinos, pero el

año pasado sacamos, por mucho, unos 1500. )(

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Crónica

No. 67 Diciembre de 2013

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Constanza Restrepo narra con voz propia el drama que vive su familia desde la Masacre de Segovia.

Un relato descarnado que refleja las dificultades de la reparación integral y el desprecio a las víctimas en Colombia. Su historia hace parte del genocidio

contra el partido político Unión Patriótica.

Javier Bergaño Arenas [email protected]

Para los Restrepo Cadavid el olvido es impo-sible. A Emilse sus heridas no le sanan des-pués de veinticinco años. Las esquirlas que le

dejaron las balas y las granadas siguen saliendo, una tras otra, de sus pies lacerados. La inflamación es per-sistente, pero, aun así, ella camina. Camina aunque se hayan llevado, además de sus dedos, a su padre y a dos hermanos en un mismo día.

La señora Ana Rosa Cadavid, la madre, tampoco olvida. Tres años después de la Masacre de Segovia per-dió a Walter, su hijo menor, asesinado cuando pedía justicia. También se fue una de sus hijas, víctima de las enfermedades que se engendraron en ella desde el día en que su pueblo se convirtió en símbolo nacional del horror.

Los Restrepo o “Carlos E”, como eran conocidos en Segovia, Antioquia, fueron protagonistas de un episo-dio tristemente célebre de la historia de Colombia. El 11 de noviembre de 1988 tres camperos con paramili-tares llegaron al municipio para vengar la derrota del Partido Liberal y el triunfo de la Unión Patriótica (UP) en las elecciones del 13 de marzo de ese año. Además de la alcaldía municipal, gobernada por Rita Tobón, la UP había conseguido la mayoría en el Concejo Municipal.

Los paramilitares del grupo Muerte a Revoluciona-rios del Nordeste, MRN, liderados por Fidel Castaño, alias Rambo, llenaron de dolor a todo un pueblo con el asesinato de cuarenta y seis personas, incluidas diez mujeres y cuatro menores de edad. Otras sesenta resul-taron heridas.

Más de veinticuatro años después, el expresidente de la Cámara y exdiputado de Antio-quia, César Pérez García, fue capturado en Medellín y conde-nado a treinta años de prisión por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, tras con-siderar que su influencia fue el “determinador” de la matanza. Para la familia de los Restrepo Cadavid la medida es un gran avance en la lucha contra la im-punidad, pero no es suficiente. La reparación que esperan solo llegará cuando se castigue a to-dos los culpables y cuando las víctimas reciban atención en salud, acompañamiento psicosocial, indemnización económica y garantía de no repetición de los hechos.

Constanza Restrepo, la hija menor de la familia, sobrevivió a la Masacre de su pueblo. Ese día sus ojos fueron testigos de un horror que vivió en carne propia. No ha olvidado, desde entonces, una serie de imágenes que exhiben la intolerancia, el horror y el desarraigo.

A pesar de todo sigue en pie haciendo honor a su nombre. Su voz es denuncia y memoria.

***Segovia ha sido de los pueblos más ricos en

oro. Algunos trabajaban en la empresa Frontino Gold Mines, que ahora se llama Colombia Gold. No era que a todo el mundo lo emplearan; el que tenía rosca lo colocaban. De mi casa el único que trabajó fue mi papá, estuvo muchos años en la mina y después lo pensionaron hasta el día que lo mataron. El sueño de muchos era trabajar en la empresa porque le pagaban bien a la gente y saca-ban “hueveros”, como decir este poquito de oro al escondido, y lo vendían.

Eran muy poquitas las casas bonitas viendo que la gente trabajaba en las minas. No se supo quién administraba. Por ejemplo, en Segovia no se ve el agua, llega cada cuatro o cinco días a las dos de la mañana. La gente no duerme porque así éramos nosotros, “acuérdese que hoy viene el agua”. Así es todavía.

En Segovia, los conservadores quedaban por el piso, podía poner usted mil personas pero el que los liberales ponían ganaba las elecciones. Todo el mundo apoyaba las urnas y a los Restrepo era a los primeros que nos llamaban a las votaciones. Como éramos muchos, todos decían “venga, vo-ten por este”, arrastrábamos muchos votos, pero pensamos en cambiarnos porque los liberales en tantos años no nos dieron un empleo ni nada.

César Pérez, del Partido Liberal, era muy de la casa y siempre que iba a Segovia nos visitaba. En mi casa, nos pro-metió de todo pero no nos dio nada. Todo el mundo decía que a nosotros nos debió apoyar más por ser los que más votos aportábamos, aun así mi papá siempre decía: “Nunca se van a ‘voltear’, aquí todo el mundo tiene que ser liberal”. Nosotros crecimos fue con eso, todo el tiempo apoyamos al doctor Pé-rez, hasta que llegó la Unión Patriótica.

Los de la UP llegaron con cosas nuevas. Yo digo que todo el mundo cambió de color político porque los de la UP eran como del mis-mo pueblo, empezando que la alcaldesa, Rita Tobón, era también muy conocida de los de la casa y el papá de ella era muy amigo del mío. Llevaron propuestas nuevas, “nosotros ganamos y le damos empleo al que necesite”, “al que quiera estudiar le vamos a ayudar”, “en el municipio vamos a colocar mucha gente”… Todo

el mundo optó por irse para la UP. Les dolió mucho a los liberales que los Restrepo, tan conocidos y famosos en Segovia, nos hubiéramos volteado, pero eso no era ‘voltearse ’́, yo digo que este país es libre para uno ha-cer lo que quiera.

No es como dicen que la UP era guerrilla. Votamos por las propuestas que eran muy buenas, pero no deja-ron cumplir a nadie porque, cuando ganó la UP, empe-zaron a haber muertes selectivas y sabíamos que a los que estaban matando eran del partido, pero tampoco nos imaginábamos que iban para la casa de nosotros.

Empezaron a poner escritos en las paredes del pueblo que decían “Ya llegamos, estamos acá, vamos a acabar con la guerrilla, con los de la UP”, firmados por el MRN. Jurábamos que se iba a entrar la guerrilla a darse plomo con los del Ejército, pero no sabíamos qué querían decir esas frases.

Pasó el 31 y llegó el 1 de noviembre, el 2, el 3, ¡ah, ya no va pasar nada!, eso era como para hacernos dar miedo, ya la gente empezó a salir más. Después de eso también mataron, pero todo el mundo estaba como tranquilo. En el pueblo había mucha gente que no era del pueblo, gente desconocida. Iban vendiendo sombre-

Gildardo Restrepo, uno de los hijos asesinados.

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Carlos Enrique Restrepo, el padre de la familia.

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Tantas veces me mataron

Empezaron a poner escritos

en las paredes del pueblo que

decían: “Ya llegamos, estamos

acá, vamos a acabar con la

guerrilla, con los de la UP”,

firmados por el MRN.)(

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

17ros, ponchos…, aparecieron venteros de toda clase.

El viernes 11 me levanté con un pálpito, como si tu-viera una tristeza. El día estuvo gris. Incluso me invita-ron al parque y yo dije que no. Mi papá nos había dicho que le celebráramos los grados a mi hermano Walter, el menor, y a pesar de que para nosotros todo era un moti-vo de fiesta dijimos no, por los que trabajan, lo hacemos mañana sábado. ¿Se imagina que hubiéramos hecho un baile? No estábamos contando el cuento.

Ese día mi hermano Carlos Enrique se quedó en la casa. Él estaba caviloso porque había gente rara en el pueblo. Le gustaba mucho el Reinado Nacional de la Belleza y nos sentamos a verlo en la acera. Cuando el Nissan verde pasó faltaban veinte minutos para las 7:00 p.m. Me dio como nervios porque iba muy despacio. Nos quedamos ahí sentados y el carro se siguió, ellos como que iban a empezar por La Madre, otra calle.

Mi papá estaba sentado en un silla que le decíamos la perezosa. Él tenía setenta y cinco años y sufría de derrame cerebral; entonces, mi hermano Carlos Enri-que y yo lo cogimos, “papá éntrese que están dando bala pa’ La Madre” y él dijo: “No, a mí qué me van a hacer yo tan viejito”, siempre lo logramos parar de la silla. Cerramos la puerta y las ventanas. Mi hermano Gildardo, el mayor, había acabado de llegar porque es-taba echando una plancha, desde las dos de la mañana.

Estábamos en la sala cuando empezaron a dispa-rar. También tiraron granadas y con una hirieron a mi hermano Carlos Enrique, en toda la pierna derecha

le hicieron un hueco grande, se le abrió la piel y a mí sí me impresionó porque yo nunca había llegado a ver algo así, como el pueblo era sano...

Nos gritaban: “Salgan, guerrilleros hijueputas, que ustedes son muchos”. Nos dañaron todo lo de la sala: te-levisor, equipo, muebles. Tiraron muchas granadas. En ese momento a mí se me borró el casete, no me acuerdo si mi hermano me haló. Tiramos a mi papá en la cama del cuarto más escondido de la casa.

En la pieza estábamos mi papá, Carlos Enrique, dos sobrinas y yo, ah, y mi hermana Emilse que no sa-bíamos que estaba debajo de la cama. Ellos se entraron, nos violentaron la puerta, dispararon mucho, yo veía la chispa de la bala. Mi hermano Carlos Enrique me subió a un sitio alto con las dos niñas y me recosté, las cogí de la mano y ellas me miraban como diciendo: “¿Qué es esto?, ¡qué miedo!”. La cara de ellas me impresionó mucho porque no hablaban, ni lloraron, ni gritaron, solo me miraban. “Salgan, guerrilleros hijueputas. Ahí sí les da miedo. Nosotros sabemos que ustedes son de la UP”.

En mi papá se enzañaron, lo volvieron trizas, tanto que el corazón en vez de estar adentro le quedó como una flor. Le dieron mucha, mucha, mucha bala. Él quedó con los ojos abiertos y pensando que no lo iban a matar. Era como si mi papá les debiera mucho. Mi hermano Carlos Enrique salió y se arrodilló con las manos en alto y les dijo: “ya no le den más bala, ¿ya no lo mataron?”, a él le dolió tanto que se les arrodilló pidiéndoles clamor y ellos no tuvieron compasión. Es duro ver a un hombre que se arrodille. Nosotras los queríamos como si fueran lo máximo. Un Día del Pa-dre les dábamos regalos a los hermanos sin ser papás, los adorábamos.

“Vos estás ahí gran hijueputa”. Le tiraron una gra-nada y le botaron toda la cara, los dientes quedaron en el piso. A mí me cayeron los sesos y la sangre. Ellos no me veían porque yo estaba como recostada en una par-te alta. Dispararon mucho. En mi casa había un perro muy bravo, se llamaba Cónsul y era de mi hermano Carlos Enrique. Fue tanto el miedo del mismo perro que no ladraba.

Ellos (los paramilitares) salieron y cerraron la puerta y yo no me atreví a bajarme porque de pronto

estaban esperando que saliéramos todos, pero cuando entró mi mamá yo me tiré y bajé a las niñas. Mi mamá fue la que me dio ánimo. Ella se había escondido en el solar. Yo no sabía que habían matado a mi hermano mayor, Gildardo. Él era muy alto y se fue a meter de-bajo de una cama y no alcanzó. Una mitad del cuerpo quedó en el comedor y la otra parte en una pieza cerca-na, le tiraron muchas granadas.

Mi hermana Emilse, de veintiocho años, salió he-rida de debajo de la cama. Cuando le vimos los pies eran unos huecos impresionantes, y era como… (Llo-ra). Salió con los pies destrozados, me dio mucho dolor porque los deditos le queda-ron pegados como de un hilo, donde se los tocara se le caían.

No bajaron ca-rros, policías ni Ejér-cito, ellos vinieron a bajar como a las once de la noche. Dijeron que pasaron las ambulancias preguntando por los heridos; que yo me acuerde, no bajaron. Toda la noche mi hermana botó sangre, no la sacamos porque a mí me daba te-mor de que si salíamos a buscar auxilio nos mataran a todos.

La casa era un sangrerío, el olor era fastidioso, muy fuerte. Sesos por aquí, los deditos y los dientes por allá.

Mi hermana Graciela dijo: “Yo pago, ¿quién me ayu-da a lavar esto? No soy capaz”. Ella llorando y nadie nos ayudó. Mi hermana, con media de aguardiente en mano, era arrodillada y con la sangre en todo el cuer-po, buscando los huesos de mis hermanos y limpiando.

Se fueron al hospital y mucha gente, los muertos tirados en las mangas. Eso fue impresionante, tirados como animales y cada cual decía: “Este es el muerto mío”. Los muertos de la casa se los llevaron a arreglar-los, lo que se podía porque ya estaban muy dañados. Mi hermano Gildardo botó sangre toda la noche, le tuvi-mos que poner una ponchera debajo de la caja porque no sé de dónde le salía tanta, él estilaba y estilaba; la gente decía que era pidiendo justicia.

Al velorio fue muy poquita gente, yo respeto eso, uno sabe que tenían mucho miedo. Mientras nosotros llevábamos el dolor, el parque era caminos de sangre porque de un bar hubo muchos muertos. No nos dieron ni una flor. Llorábamos más por el dolor de que nadie nos ayudara a llevarlos. ¿Qué le hicimos al pueblo para que nos desprecie de esa manera?

Vinimos a Medellín obligados porque días después nos metieron volantes debajo de la puerta, que si no nos veníamos nos mataban como habían matado a los otros. Yo me fui el domingo que los enterramos, pero mi mamá dijo que ella no se venía hasta que no apare-ciera Walter, el menor, que estaba desaparecido.

Él apareció en Zaragoza, se fue para allá cuando se dio cuenta de lo que pasó en la casa. Quedó en un pánico tan horrible que lo llevaron al hospital y el mé-dico dijo que si no lo veía un sicólogo se enloquecía, él mismo se iba a matar. Nosotros nos centramos en él y en Emilse. Le decíamos “Walter, la comida”, y él cogía la cuchara y se quedaba horas enteras para mandár-sela a la boca, le caían lágrimas al plato. Él empezó a estudiar, se fue cuadrando un poquito y bajó a los tres años a Segovia. Él dijo: “Yo voy a ir a hablar porque esto no puede quedar impune”. Habló en el parque con un megáfono, se reunió mucha gente. Lo siguieron y en Medellín lo mataron.

Estamos registrados como víctimas. Una doctora nos dijo que somos desplazados y nosotros pensába-mos que los desplazados eran los que se paraban en los

semáforos con una coquita. Hicimos todo el proceso. Uno tiene derecho a cuatro ayudas al año pero si nos dan dos es mucho, yo creo que en la Personería todo el mundo me conoce, me mantengo haciendo derechos de petición, como pidiéndoles limosna.

Se nos han muerto dos hermanas esperando justi-cia. Yo le pido a Dios que me dé vida para ver eso, pero igual nunca se va a hacer justicia. Son tan culpables los que apretaron el gatillo como el que piensa el cri-men. El dolor no se cura ni con la pastilla más cara del mundo. Lo difícil de habernos venido para Medellín

fue dejar el hogar de toda la vida. Yo hace como diez años no voy a Segovia y eso que fui porque que-ría llevar a mi hijo a conocer el pueblo. Las veces que he ido me he querido venir ahí mismo.

A nosotros nos rechazó mucho la gente. No recibi-mos ayuda moral o económica, ni del Gobierno ni de la familia; esta es la hora en que todavía nos hacen a un lado, nos rechazan. Todavía les da miedo y nos dan la espalda. La alegría sí se nos acabó. Es que como éramos nosotros…, hacíamos una fiesta y no teníamos que invi-tar a nadie porque estábamos todos.

Dos candidatos presidenciales, los abogados Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y alrededor de 5.000 militantes de la

UP fueron asesinados por grupos paramilitares, miembros de las fuerzas de seguridad del Estado (Ejército, Policía secreta,

inteligencia y Policía regular) y narcotraficantes. Muchos de los sobrevivientes al exterminio abandonaron el país.

Este texto hace parte del trabajo de grado Continuidad de la persecución, la impunidad y el proyecto político

en la historia de la Unión Patriótica luego de la pérdida de la personería jurídica del partido en

2002, asesorado por la profesora Patricia Nieto Nieto.

Mi hermano Carlos Enrique salió y se arrodilló con

las manos en alto y les dijo: “Ya no le den más

bala, ¿ya no lo mataron?” )(

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Letras

No. 67 Diciembre de 2013

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Para muchos, el mejor cuentista de su generación, el nadaísta más radical. Un escritor que narró el hampa de Medellín mucho antes de que se

convirtiera en tema de moda.

Yeison Medina Medina [email protected]

Jaime Espinel, alias “Barquillo”, quien hereda este mote por su figura alargada, delgada y quijotesca, si se quiere y eso he escuchado de

personas de cuyo nombre no es que no quiera sino que no me acuerdo, no se puede resumir en una sola palabra ni su vida ni su obra que son las mismas o, al menos, son la fusión para un cuento tanto vivencial como na-rrativo. La ciudad, que no es otra que Medellín con todas sus calles y callejuelas, bares de mala muerte y cafés de vida buena, el Centro con su Junín y La Playa, Manrique el barrio que lo vio nacer en la periferia no-roriental cuando apenas despuntaba el sol de la década del 40 y un Nueva York que simbiotiza una ciudad cos-mopolita con cocaleros y cocainómanos colombianos y bien guapos al caminar y al compás del jazz, la salsa o el tango, es esa vida y es esa obra.

Gateo por la Calle Calibre 45Jaime Antonio Espinel Arenas, primera y última

vez que lo llamaré así, nace el 29 de abril de 1940, bajo el signo zodiacal del toro –el mismo toro del viajero de Otraparte, Fernando González Ochoa–. Nace dentro de una familia de clase media y conservadora, como la mayoría de las familias de la Antioquia paisa, al noro-riente de Medellín, Comuna 3, específicamente en el barrio Manrique. Para más detalles, los cuales son de gran gusto para Jaime Espinel, su casa se ubica en la Calle 70 entre las carreras AK-47 y Calibre 45 larga y pendiente.

El niño, Jaime, cachetón como nunca volverá a ser –“comiéndose toda la sopita”–, crece al lado de sus pa-dres, doña Gilma Arenas Puerta y don Eduardo Espi-nel Piedrahíta, hasta los 9 años, edad en la que Jaime pierde a su madre, a quien amaba con amor inmensu-rable de hijo consentido y de quien aprendió a cantar y a escuchar música e historias cuando se reunían las tías y tíos maternos y la misma doña Gilma en la sala de su casa a cantar bambucos y tangos de Libertad La-marque, a rasgar el tiple y la guitarra.

Cantante ella, sembró en Jaime, antes que cual-quier encuentro con los nadaístas o antes de cualquier poema publicado en 1963, el germen artístico y la mu-sicalidad siempre presente en su modo de narrar y de llevar la vida. Sus personajes, por su parte, calentones y calenturientos de barriada, aparecen desde el mismo momento en que el gran atisbador que es Jaime observa por la ventana o desde la puerta de su casa el caminar altivo y donjuanesco de los bandidos de nombre que

viven en un barrio que muta, paulatinamente, de clase media a popular con el arribo de los primeros desplaza-dos por la mal llamada época de “La Violencia” en Co-lombia, pues ¿cuándo no ha sido violento este puto país?

Jaime Espinel en la entrevista hecha por Víctor Bustamante para la edición número 7 de la revista Ba-bel, dedicada en profundidad al escritor, decía sobre su Manrique:

Cuando recrudeció la Violencia empezaron las migra-ciones de Manrique y el barrio principió a cambiar […] Estaban los bandidos: el Pote Zapata que se movía entre Manrique y Campo Valdés, el Mono Trejos que está en ruina en este momento […] Antonio “Toñilas” era otro y había otro que mataron en Pereira y era de aquí: “Pisto-cho”; había otro al que le ordenaron capturar a Tartarín Moreira. ¿Cómo se llamaba ese bandido que vivía en Res-trepo Isaza?

No lo sé y él no se acuerda en aquella entrevista del 2005. Lo que sí es que alias “Barquillo” encuentra atracción en las vidas azarosas del hampa. Los bandi-dos y su evolución en el delinquir, inmer-sos en una ciudad que se va sumiendo y articulando en fe-nómenos delictivos más graves, como los que ahora cono-cemos y llenan las páginas amarillas no telefónicas de los pe-riódicos y las novelas y telenovelas sicares-cas, son en Jaime el referente de lo que realmente es Medellín, una ciudad bajo el alba negra que se desmiem-bra día a día sin importarle –o parece no importarle– a nadie, pintoreteada con trajes de oropel y con maquillaje Luz Verde.

En el prólogo redactado para el libro Ogost (2005), del pintor ocañero Augusto Peinado, Jaime Espinel decía:

La buena fe se encuentra cuando uno excava entre los canjilones del alma para exponerse con su obra ante los demás y, al publicarse, recaba el creador sobre el único infinito que nos duele a todos y es cómo pintar un país en el que todo ocurre y nada pasa, en el que todo pasa y nada ocurre?

En alias “Barquillo”, la muerte que es natural, que es un momento más en la vida, es, a la par de

lo que pensaba Fernando Gon-zález, “¡Morir! Digan lo que dijeren, uno vive para mo-rir, uno vive muriendo con una m e z c l a de pla-cer y de a n g u s -tia, y al final, va quedando sólo ésta”, donde ésta es la ambientación densa y reinante en una ciudad homi-cida, en una ciudad donde la muerte y sus gamberros acechan a los viandantes.

“El almuerzo sangriento que comía el país era ne-cesario pero doloroso y fácil”, sentencia uno de los per-sonajes de alias “Barquillo” en el cuento “En el velorio”

de Manuel Punción. Almuerzo que

aún se sirve calien-tico por estas mesas antioqueñas y co-lombianas. Además, con la sobremesa que Jaime Espinel llama “doloroso y fácil”, pues la época homicida de la que habla alias “Barqui-llo”, y que aún se

vive por este asfalto y por ese campo, se acompaña con sevicia e impunidad nacionales. Y es éste, precisamen-te, uno de los frentes, sólo uno, en el que la obra de Jaime Espinel cobra mayor relevancia para Medellín y para la literatura de este país de bananeras parami-litarizadas y cafeteros en ostracismo; es decir, la obra de Jaime Espinel construye memoria desde el solo he-cho de que su ciudad, Metrallín, es una ciudad real no ficcionada (no es redundancia), es una ciudad que es nombrada desde sus barrios, calles y callejuelas; bares, cafés y cantinas; seres reales, de carne y hueso en el papel, que extienden su vida a través del cuento, que su vida es Vida que trasciende la anécdota y su Muerte la nota de una crónica roja. Sus malandrines son amantes del amor y de la música. Van al estadio a alentar al

Jaime Espinel, alias “Barquillo”

“De este modo, Jaime Espinel, aún, se va de su

casa a vivir con sus abuelos maternales. Empieza a

fumar Piel Roja a sus 14 años y andar la calle desde

el oriente manriqueño hasta el sur itagüisense”.)(

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Verde o al DIM. Hijueputean o gustan ver culitos ton-goneadores por Junín, Juanambú, La Playa, La Orien-tal, Ayacucho, Pichincha o Maracaibo porque no son ningunos “señoritos”. Beben aguardiente, fornican, fuman, bailan tango y escuchan jazz pues la vida hay que pasarla en algo. Piensan. Juegan billar y sí que son ruidosos como las carambolas de Gonzalo Arango a las dos de la madrugada. [1] Sus seres, noctámbulos en su mayoría, no dejan dormir a esta Medellín en el letargo y el olvido por el simple hecho de que son la misma ciudad, son el espíritu de la fachada del progreso.

“No fueron farras, fue una sola farra continua des-de septiembre hasta principios de diciembre, días de tener dos y tres mil pesos entre los bolsillos, días de sentar a seis amigos con sus putas para que se divir-tieran y bebieran y picharan de cuenta mía, de bolsillo mío por-que yo siempre he dicho que la plata no se hizo para que dure”, dice Jay Jimmy Jara, el personaje principal del cuento “Esta sema-na me halará la mano”, quien se divierte en una ciudad pacata que brilla por su asepsia o, en palabras de “Barquillo”, en una ciudad “… tan limpia como Me-dellín o una tacita de plata: no huellas, no nothing”, que no pasa nada de nada.

Los cachetes rosados de JaimeDespués de morir doña Gilma, la mamá de Jaime,

del niño cachetón y rozagante, don Eduardo, corredor de bolsa, toma las riendas de la familia Espinel Arenas. Jaime, Luis Eduardo y Cecilia, los niños de la casa,

los hermanitos es-pinelilludos, ven cómo algunas cosas cambian en su hogar, en-

tre ellas, la en t r ad a

a casa de Magola Giral-do y su papel siempre asustador en cualquier cuento infantil: la ma-drastra. Asimismo, la

llegada de “un par de tías sádicas paternales” traídas de San Jerónimo, que después de cada rosario matinal no perdonan la pela diaria, sin maldad alguna cometi-da, sobre las nalgas del niño Jaime que durante cinco años ve cómo su cara ha enflaquecido y su nalga ha tomado el color de sus cachetes de antaño.

Al respecto de esta historia, Jaime Espinel le conta-ba a Víctor Bustamante:

[…] Todavía están vivas. Esas tías vivieron cinco años con nosotros. No hubo un solo día en el que no me pegaran ni una pela y sin motivo. A mi hermano lo casti-gaban y lo montaban al tejado. Por eso me fui para donde mis abuelos que ya están muertos. Ellos vivían en Man-rique y en Itagüí.

…Y sobre la relación con su madrastra:“A mi hermano menor no le tocó una relación

tan dura con mi madrastra; yo sí sabía lo que era. Se llamaba Magola Giraldo. Con mi padre adoptaron una muchacha a quien no conozco, ni recuerdo cómo se llama pero no tuvieron hijos”.

De este modo, Jaime Espinel, aún, se va de su casa a vivir con sus abuelos maternales. Empieza a fumar Pielroja a sus 14 años y andar la calle desde el oriente manriqueño hasta el sur itagüicense. Estudia en el bachillerato de la Universidad de Antioquia, al frente de la Plaza de Flórez, en el centro de la ciudad, es Boy Scout, escribe obras de teatro para el grupo de niños excursionistas, ve jugar al Deportivo Independiente Medellín en la cancha de San Fernan-do, frontera Medellín-Itagüí. Y, a veces, en sus ratos libres, se le pasa por su cabeza una cantidad abru-madora de ideas que en años poblarán sus cuentos, tanto orales como escritosñ. Entre estas, por qué mi papá me quitó el verraco violín, ¿será que soy un loco o un demasiado cuerdo? (que sería una locura mayor), por qué mi mamá era tan bella, qué es ser un paisa, por qué las rolas son tan feas, si mataron a Gaitán en este anquilosado país es por algo, ¿o no?, y por qué no dejo de mirar ese par de tetas, ¡qué atisbador soy!, mientras fumo.

Jaime, larguirucho ya, manilargo, huesudo y con una mirada de hombre lunático que busca las pala-bras en el aire, encontrándolas y volviéndolas chicu-ca, camina erguido y como danzante sobre cada una de las soberanas carreras que componen este Valle de Lágrimas: Palacé y Ayacucho, Carabobo y Boya-cá, Pichincha y su amado Junín son tintiadas, fuma-das y leídas por alias “Barquillo”, son espacios vi-tales de la ciudad, piensa Esquinel en una esquina, ignorados por la monótona vivencia del ser común, fuma, toma un tinto, pero no por un adolescente que huyó de un par de ñolas con enaguas y de una

enfermedad que pareciese que también hubiese venido desde San Jerónimo con sus tías: Hebefrenia.

Yo era un estudiante adelantado de violín en Bellas Artes […]. Cuando mi mamá se murió, mi papá me cayó encima y me dijo que esos eran unos bohemios y me pidió el violín y esto me causó problemas en la infancia.

El doctor Eduardo Vasco, que tenía el consultorio en Maracaibo, era mi médico. Estuve por ahí un año, como entre los doce y los trece, completamente perdido. En esa época se llamaba Hebefrenia, que es locura precoz. Perdí la memoria y estuve en el sanatorio de Vasco, en La Estre-lla, durante seis u ocho meses. [2]

En ese lugar, más al sur de donde jugaba su DIM, más al sur de donde vivían sus abuelos, Jaime “el seño-rito”, en medio de perros, patos, caballos, toboganes, jueguitos infantiles, una laguna mental más grande que el Titicaca, un violín en la inconsciencia y el cielo roto de La Estrella –nunca tan roto como el Caldas de Ciro Mendía, eso sí–, se acerca a lo que podrían ser sus primeras lecturas. De la mano del doctor Vasco Gutié-rrez, un loco que hacía parte del grupo de Los Panidas, conformado por los siempre odiados y guayaquileros de la época Fernando González, León de Greiff, Ricardo Rendón, Pepe Mexía, Jorge Villa Carrasquilla, Tarta-rín Moreira, entre otros, Jaime lee El conde de Monte-cristo y La trágica noche del Cerro Negro, que es, según el mismo Jaime, una novela de chicos scouts, y así uno entiende el porqué de su reclutamiento en la compañía de soldaditos de Robert Baden-Powell.

Ya Jaime afuera, dejando a Hebefrenia al cuidado del doctor Vasco, se sumerge en su nueva locura, la lite-ratura. Hambre, del escritor noruego Knut Hamsun –prestado por su vecino José Posada, en Manrique–, y las novelas de Balzac, de Proust y de Montherlant, presta-das también con carácter devolutivo por uno de sus tíos, son las patadas y brazadas iniciales de Jaime por las profundidades de la literatura y, en especial, de la narrativa; llevándolo hasta las honduras de su Metra-llín y del innombrable grupo por la gente bonita y la iglesia medellinense, el Nadaísmo.

Este texto hace parte del trabajo de grado Jaime Espinel: la tinta cortante que canta desde el hampa, asesorado por el profesor

Gonzalo Medina Pérez.

1. Gonzalo Arango, en su Manifiesto de los Camisas Rojas, decía: “[El Camisa-roja es] ruidoso como una carambola

a las 2 de la mañana […]”.2. Espinel, Jaime. Entrevista realizada por Víctor Busta-

mante. Revista Babel, número 7. pág. 9, 2006.

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Dibujo a lápiz: Jesús David Montoya “No hubo un solo día en el que no

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vo. A mi hermano lo castigaban y lo

montaban al tejado”.)(

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No. 67 Diciembre de 2013

20 Efeméride

En esta tercera y última entrega, revivimos los minutos después del asesinato de JFK, y

cómo el vicepresidente, Lyndon B. Johnson, se vio obligado a asumir el mando. Momentos que

cambiaron la historia de los Estados Unidos.

Una traducción realizada por el profesor

Édgar Picón, de la Escuela de Idiomas

de la Universidad de Antioquia, basada en el libro de Robert A. Caro, publicado originalmente en la revista The New Yorker. Un homenaje tras los 50 años de la muerte de Kennedy.

Johnson todavía no podía ver lo que Youngblood estaba mirando. En el momento en que el ter-cer disparo se escuchó, algo gris parecía haber

salido de la cabeza de Jack Kennedy. Luego su esposa, con su sombrero y su traje rosado, que parecía de pron-to tener parches de algo oscuro, trataba de treparse so-bre el baúl de la limusina, y regresaba gateando dentro del auto donde su cabeza se inclinaba sobre algo que Youngblood no podía ver. Unos instantes después del primer disparo, uno de los agentes que iba en el Queen Mary, Clint Hill, había saltado sobre el baúl de la limu-sina en el momento en que esta aceleraba agarrándose de uno de sus mangos. Ahora estaba tendido en cruz a lo largo de la cajuela sobre el vehículo en marcha, pero alcanzó a levantar la cabeza y miró dentro del asiento trasero. Volteándose hacía el carro que lo seguía, hizo un gesto con el pulgar hacia abajo.

Tendido en el piso del asiento trasero con Young-blood aún sobre él, Johnson preguntó qué había pasa-do. Youngblood dijo que “el Presidente debe haber sido herido”, que iban para el hospital, que no sabía nada, y que quería que todos se mantuvieran agachados, hasta que él averiguara. “Está bien, Rufus”, dijo Johnson. Un reportero que le pidió a Youngblood después describir el tono de la voz de Johnson resumió la respuesta del agente en una sola palabra: “Calmado.” Un momen-to después, la voz en el radio de onda corta le dijo a Youngblood que se dirigían al Hospital Parkland Me-morial y el agente, levantando la voz sobre el ruido del viento y las sirenas de la policía, le dijo a Johnson qué hacer al llegar: tenía que salir del auto y entrar en un área que el Servicio Secreto pudiera mantener segura, sin parar por ninguna razón, ni siquiera para averiguar qué le había pasado al Presidente. “Quiero que usted y la Señora Johnson se mantengan tan cerca como puedan de mí y de los otros agentes,” dijo. “Vamos a entrar al hospital y no nos vamos a detener por nada ni nadie, ¿entienden?”. “O.K., socio, entiendo”, dijo Lyn-don Johnson.

Hubo otro chirrido al cruzar a la izquierda sobre la rampa de entrada de la Sala de Emergencias del

Parkland, y luego los frenos fueron pisados tan fuerte que Johnson y Youngblood fueron lan-zados contra el espaldar del asiento delantero. Youngblood se levantó: tomando a Johnson por los brazos lo haló con fuerza sacándolo del auto. Había hombres del Servicio Secreto por todas partes, policías por doquier, armas dondequie-ra. Johnson dijo luego que había sido empujado dentro del hospital tan rápido, con los hombres a su alrededor bloqueando su vista, que ni si-quiera había visto el auto del Presidente ni lo que había dentro de él. Lady Bird, empujada detrás de él por su propio cordón de agentes, había visto “un bulto rosado, igual que una pila de flores, tendido sobre el asiento trasero. Creo que era la Señora Kennedy tendida sobre el cuerpo del Presidente”.

Johnson era llevado apresuradamente, las manos de los agentes sobre sus brazos, a lo largo de los pasillos del hospital, volteando a derecha e izquierda; sus pro-tectores buscaban un cuarto seguro. Luego él y Lady Bird se encontraron contra una pared vacía sin corti-nas, en la parte de atrás de un cubículo lejos de la puer-ta de una habitación. Alguien trajo dos sillas plegables al cubículo, y Lady Bird se sentó en una de ellas. Lyn-don Johnson permaneció de pie con su espalda contra la pared. Él sabía que los congresistas tejanos que ha-bían estado en la caravana debían estar cerca y le pidió a Youngblood que los encontrara. Homer Thornberry fue traído y luego Jack Brooks. El asistente de Johnson Cliff Carter entró y le entregó un recipiente con café. Y luego, durante largos minutos nadie entró. Johnson permaneció calmado todo el tiempo, según Thornbe-rry, cuando se le pidió describirlo en el hospital: “Muy calmado. Todo el tiempo estuvo igual de calmado”.

Emory Roberts, subalterno de Roy Kellerman, el jefe interino del Servicio Secreto de la Casa Blanca, entró y dijo que había visto a Kennedy y que “no creía que el Presidente pudiera lograrlo” —y que Johnson debería dejar el hospital, ir al Air Force One, y par-tir hacia Washington. Youngblood estuvo de acuerdo.

“Deberíamos irnos inmediatamente,” dijo. La palabra “conspiración” flotaba en el aire. El Servicio Secreto quería llevar a Johnson fuera de Dallas, o al menos al avión, el cual, a su manera de ver, sería el lugar más se-guro en la ciudad. Pero Johnson no estuvo de acuerdo. Nadie le había dado todavía ninguna noticia definitiva sobre la condición del Presidente; nadie había hecho aún, en aquella pequeña habitación, ninguna declara-ción explícita. No partiría sin el permiso del personal del Presidente, dijo, preferiblemente del miembro del personal en Dallas que era más cercano al Presidente: Ken O’Donnell.

Y no hubo todavía, durante minutos que parecieron demasiado largos, ninguna palabra definitiva. Lyndon Johnson todavía permaneció contra la pared de aquella pequeña habitación, su esposa sentada a su lado, dos o tres hombres a cierta distancia, de pie, en silencio u ocasionalmente susurrando entre ellos, “siempre allí estuvo Rufe,” dijo la Señora Johnson. Luego, a la 1:20 p.m., O’Donnell apareció en la puerta y atravesó el cuarto hacia Lydon Johnson, y, al ver la “cara afligida de O’Donnell, que lo quería tanto,” Lady Bird lo supo. “Se ha ido”, dijo O’Donnell, al trigésimo sexto Presi-dente de los Estados Unidos.

Existen varias teorías sobre el asesinato de Kennedy. Una de ellas involucra al mis-mo vicepresidente, pues se rumoraba que Kennedy estaba considerando despedir a

LBJ como vice-presidente para las elecciones de 1964.

El día en fue asesinado John F. Kennedy (III)

Lady Bird, empujada detrás

de él por su propio cordón de

agentes, había visto “un bulto

rosado, igual que una pila de

flores, tendido sobre el asien-

to trasero. Creo que era la

Señora Kennedy tendida sobre

el cuerpo del presidente”.)(

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

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“Se ha ido”, Ken O’Donnell dijo. Y “justo en ese instante”, Homer Thornberry diría luego de Johnson, “él tomó el mando”. Lo que pasó por la mente de Jo-hnson mientras estaba allí parado nunca lo sabrá la historia. Lo único claro es que si, durante esos largos instantes de espera, estaba tomando decisiones —este hombre con el instinto para decidir, el deseo de deci-dir— para cuando O’Donnell habló y la espera terminó, las decisiones ya se habían tomado.

O’Donnell y los agentes del Servicio Secreto insis-tían en que debía dejar el hospital y volar de regreso a Washington inmediatamente. La posibilidad de una “conspiración” era inminente, porque Johnson se ente-ró, seis miembros del gabinete —incluyendo el Secreta-rio de Estado, Dean Rusk, y el Secretario del Tesoro, Dougas Dillon— junto al secretario de prensa de la Casa Blanca, Pierre Salinger, no estaban en Washing-ton sino en un avión, en ruta a una conferencia en Japón. Los tiros al Presidente se habían disparado en un momento en que el gobierno de los Estados Unidos estaba inusualmente vulnerable. Pero Johnson tomó una decisión diferente —y la anunció tan rápido como si ya hubiera pensado en todas las opciones. Mientras O’Donnell lo presionaba para dejar Dallas, le pregun-tó: “¿Bueno, y qué hay de la Señora Kennedy?”, y cuan-do O’Donnell le dijo que ella estaba decidida a no dejar el cuerpo de su esposo (en ese momento ella estaba de pie, horrorizada y en silencio, en un corredor fuera del cuarto en el cual el cuerpo estaba tendido), y que Jo-hnson debía volar de regreso sin ella, mientras ella y los asistentes de su esposo lo seguían en otro avión, Johnson dijo que él no iba a hacer eso —que la lleva-ría con él de regreso en el mismo avión.

Un momento después otra decisión tenía que tomarse. Malcom Kilduff, el secretario de prensa del viaje a Texas, entró al cuarto para pedirle a Jo-hnson permiso de anunciar la muerte de Kennedy a los corresponsales de prensa que esperaban en el aula de clases de las enfermeras. “Él reacciono de inmediato”, Kilduff recordaría. “No”, dijo, “creo que es mejor que yo salga de aquí y regrese al avión antes de que usted lo anuncie. No sabemos si esto es una conspiración mundial, si están tras de mí también…. Simplemente no sabemos”.

Apresuradamente —sin correr, puesto que esto llamaría la atención sobre ellos, más bien caminan-do tan rápido como podían— abandonaron el hos-pital. Mientras avanzaban por las calles de Dallas, Lady Bird, quien seguía a Johnson en un segundo carro, vio en lo alto de un edificio una bandera a media asta: “Creo que fue la primera vez que la inmensidad de lo que había ocurrido me golpeó”. Y luego estaban sobre el pavimento de Love Field y Youngblood recordaría, “de improviso, allí frente a nosotros estaba el más grande aviso de bienvenida

que hubiera visto”—Air Force One-. Las escaleras de entrada a la puerta trasera y a los alojamientos presi-denciales estaba colocada, y él y Lyndon Johnson prác-ticamente subieron corriendo.

Si la frialdad y la decisión bajo presión eran com-ponentes del carácter de Lyndon Johnson, sin embargo, había, como siempre con Johnson, otros componentes contratantes. Aunque consciente de las consideraciones establecidas contra cualquiera que entrara al cuarto Presidencial, que debería permanecer “estrictamente para el uso de la Señora Kennedy”, como le había ins-truido a Youngblood, había surgido otra consideración. Tenía llamadas telefónicas por hacer incluyendo una de naturaleza particular-mente delicada, y él quería privacidad mientras las hacía. Caminando frente a Marie Fehmer, secretaria de su asistente ejecutiva Liz Carpenter, y a Young-blood —quien había dicho que no se separaría de él hasta que el avión estuvie-ra en el aire— entró al cuarto de los Kennedy, cerró la puerta, se quitó el saco de su traje, y se tendió sobre una de la camas. Y estos otros componentes fueron de-mostrados también por la identidad de la persona a quien la delicada llamada se hizo y por las preguntas

que Lyndon Johnson hizo durante la comunicación telefónica.

Razones objetivas y racionales pueden explicar por qué Lyndon Jo-hnson llamó a Robert Kennedy. Uno de los propósitos era obtener una opinión legal sobre un asunto de la política de gobierno y Kennedy era el oficial legal en jefe del país. Y, ha-biendo sido tomada la decisión de tomar el juramento, la redacción de éste era necesaria, y estaba también el asunto de quién estaba legalmente empoderado para administrarlo, y es-tas informaciones se podrían obtener de la misma fuente. Y había razones estratégicas para llamar a Bobby. Aun en esta primera hora después de

la muerte de John F. Kennedy, Lyndon Johnson parece haber tenido sentimientos que lo atormentarían por el resto de su vida —sentimientos entendibles en cualquier hombre que hubiera sido puesto en la Presidencia, no a través de una elección sino de una bala asesina, y sentimientos exacerbados, en su caso, por el contraste, y lo que él sentía era la visión del mundo sobre el con-traste entre él y el presidente que iba a reemplazar. Re-cordando sus sentimientos años después, dijo que, aun después de haber tomado el juramento, “para millones de americanos yo seguía siendo todavía ilegítimo, un hombre desnudo sin cubierta presidencial, un preten-diente al trono, un usurpador ilegal”.

Él quería algo más de los Kennedy y también lo obtuvo. Ningún otro gesto haría más para legitimar

la transición a los ojos del mundo que la asistencia a la ceremonia de su juramento de la viuda del Presidente anterior. Esto demostraría también continuidad y es-tabilidad. Sus esfuerzos fue-ron casi arruinados al inicio por un momento de inco-modidad. Mientras él hacía llamadas, no sólo a Bobby Kennedy sino también a sus

asistentes administrativos, se escucharon martilleos en el compartimiento del lado. Cuando Fehmer salió al corredor preguntó lo que era, un miembro de la tripu-lación le dijo que estaban removiendo seis sillas para hacer espacio al ataúd de bronce de Kennedy que esta-ba a punto de ser llevado a bordo por la puerta trasera,

seguido de Jackie y de los asistentes de Kennedy. Cuando la Señora Kennedy abrió el compartimien-to, encontró a Lyndon Johnson. “Fue un momento muy embarazoso”, recordaría Fehmer.

Más tarde, cuando Johnson hubo hecho to-dos los arreglos necesarios para ser juramentado allí mismo, todavía faltaba una testigo, la más importante. Como recordará la Juez Hughes, él le dijo que “la Señora Kennedy deseaba estar pre-sente y la esperarían. A O’Donnell y O’Brien les dijo: ¿Quieren preguntarle a la Señora Kennedy si quisiera estar con nosotros?’”. Al no obtener respuesta de ellos, la mirada que les lanzó era su vieja mirada, los ojos ardiendo de impaciencia y rabia. “Ella dijo que deseaba estar aquí cuando yo tomara el juramento”, le dijo a O’Donnell, “¿por qué no va a ver qué la está reteniendo?”. Cuando O’Donnell, obedeciendo su sus órdenes, fue a la habitación de la Señora Kennedy y le preguntó si quería estar presente en el juramento, ella dijo: “Creo que tengo que hacerlo. A la luz de la histo-ria, sería mejor si estuviera allí”.

El juramento estaba hecho. Bajó su mano. “Viajemos ahora”, dijo Lyndon Johnson.

John F. Kennedy fue asesinado en Dallas, Estados Unidos, a las 12:30 p.m. del 22 de noviembre de 1963.

“Para millones de americanos yo seguía

siendo todavía ilegítimo, un hombre des-

nudo sin cubierta presidencial, un preten-

diente al trono, un usurpador ilegal”. )(

Lyndon Johnson asumió el cargo de Presidente, después del asesinato de John F. Kennedy, en el avión que trasladaba los restos de éste desde Dallas.

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Perfil

No. 67 Diciembre de 2013

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Arquitecto, urbanista, escultor, pero ante todo muralista, el maestro Pedro Nel Gómez sigue siendo una referencia fundamental para la plástica colombiana. Un artista que

entendía su obra como un compromiso social.

Juan David Ortiz Franco [email protected]

El 28 de enero de 1935 se desprendió sobre la concurrencia y en plena inauguración una parte del techo del Teatro Alcázar. Ocho per-

sonas murieron, entre ellas, Jaime Barrera Parra, jefe de redacción del periódico El Tiempo en Medellín, con-siderado entonces uno de los cronistas más destacados del periodismo colombiano.

Había llegado a la ciudad apenas un año atrás y en pocos meses se las arregló para meterse en las casas de las personalidades más reconocidas de la sociedad antioqueña de la época. Se relacionó con los círculos intelectuales de la región y junto a ellos recogió en sus relatos las miradas que construyen un cuadro de cos-tumbres que, como homenaje póstumo, fue publicado por el gobierno departamental en 1936 con el título de Panorama Antioqueño.

Una de esas casas era la de un hombre que, según decía el mismo Barrera Parra, era León Trotsky pero se llamaba Pedro Nel Gómez.

“La personalidad del Trotsky antioqueño, que se complementa dentro de él con el hombre íntimo, el del hogar, el del café, el del charladero, es uno de los más bellos casos de mística que se pueden registrar en Co-lombia”, escribió el cronista en uno de sus relatos.

Producto de sus conversaciones en el lugar que es en la actualidad la Casa Museo Pedro Nel Gómez, en Aranjuez, el periodista describía al artista como “uno de los pocos revolucionarios de verdad que hay en este país de patriarcas”.

El frescoEl panorama del país de patriarcas y de pocos re-

volucionarios fue el que Pedro Nel Gómez encontró intacto en 1930, cuando regresó de Europa luego de un viaje de estudios que inició con unos pocos dóla-res y el relativo reconocimiento que ganó con algunas exposiciones durante su primera etapa de formación después de terminar su carrera de ingeniería civil. Re-gresó gracias a un préstamo que le ofreció el Instituto de Bellas Artes a cambio de vincularse como profesor de la Escuela de Pintura.

Era la época en que, con Enrique Olaya Herrera, se daba inicio a la República Liberal, un momento de tran-sición pero marcado por la herencia del país fundado en la Constitución de 1886 y por las ideas de la Hege-monía Conservadora que gobernó a Colombia durante más de 40 años. Fue la década en la que surgieron muchas de las figuras que serían determinantes en la confrontación bipartidista que se desencadenó en los años 40 e influenció el mapa político y social del país hasta el Frente Nacional.

Finalmente fue un periodo de retos, transformacio-nes y cuestionamientos para el arte colombiano. Cam-bios en los que Pedro Nel Gómez tomó parte. Así lo ex-plicaba en sus propias palabras, según Carlos Jiménez Gómez en el libro Pedro Nel Gómez habla de sí mismo:

Toda la primera época de mi regreso a Colombia fue muy difícil para mí. Estaba necesitando muros que pintar y el país no tenía la sensibilidad que requería esta clase de audacias. La sociedad colombiana empezaba a agitarse al impulso de una serie muy compleja de conflictos hasta entonces latentes, pero que fueron, uno a uno, aflorando,

para desencadenar una crisis generalizada de grandes pro-porciones.

En 1937, el edificio donde se encuentra hoy el Museo de Antioquia fue inaugurado como el Palacio Municipal de Medellín. Pedro Nel Gómez fue el encar-gado de la decoración interior del edificio, incluyendo el despacho del alcalde en donde pintó cuatro frescos que, según dijo en una entrevista para el periódico El Correo, en agosto de 1950, “representan, en unidad, la vida del pueblo antioqueño”.

A principios de la década de 1950, un nuevo in-quilino del Palacio Municipal, el alcalde conservador José María Bernal, decidió enfrentar las licencias que se habían tomado los liberales que habían ordenado la construcción del edificio y mandó a cubrir los frescos para garantizar la comodidad moral de las visitas que llegaban a su despacho.

El corresponsal en Medellín del periódico Vanguar-dia Liberal de Bucaramanga, en su edición del dos de septiembre de 1950, registró así la noticia:

El alcalde manifestó a este corresponsal que aducía para ello tres razones: que el detonante colorido de los cua-dros perturbaba constantemente el trabajo en su oficina, distrayendo la atención de sus subalternos y por lo tanto quitando rendimiento; que el tipo de desnudo que ofrecen los frescos no agrada a todo el mundo y por último que son desnudos demasiado bruscos. Además, dijo, a la alcal-día va toda clase de personas: señoras, señoritas, niños y sacerdotes, quienes se sienten heridos ante tales pinturas. Agregó el burgomaestre: ‘hasta para la conveniencia de los murales es oportuno taparlos’.

La crónica del revolucionario

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Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

23Pero en 1958, para confirmar el vaivén de la polí-

tica nacional y sus efectos locales, otro alcalde, Rafael Betacourt Vélez, decidió destapar definitivamente los murales y archivar las cortinas de Bernal, argumentan-do que la obra debía estar expuesta al público por su valor artístico.

Según Álvaro Medina, en el libro El arte colombia-no de los años veinte y treinta, las pinturas murales al fresco de Pedro Nel Gómez en el Palacio Municipal de Medellín demuestran que durante ese periodo surgía lentamente en Colombia un ambiente político propi-cio para la pintura mural. Ese momento, que llegó de forma tardía en comparación con lo ocurrido en otros países de América Latina, fue un escenario fértil para una expresión artística que, según el mismo Medina, “evoca dos ideas inseparables: por un lado, un movi-miento político y social de raigambre popular; por el otro, agitación revolucionaria”.

Con el mural, se expresaron los temas más agudos de protesta social en América Latina y se aportaron elementos a la creciente discusión sobre los alcances po-líticos del arte y el compromiso social que para algunos sectores debía asumir con su entorno.

Según Medina, México, en medio del clima de la Revolución, le había separado un espacio al creciente movimiento de la pintura mural. Alfonso López Puma-rejo, en calidad de presidente electo de Colombia, visitó ese país y destacó “el potencial creador del ciudadano mexicano común y corriente”.

Jorge Zalamea, citado también por Medina, exal-taba la obra de Diego Rivera, que además de sus temá-ticas y su desarrollo estético constituye una muestra del interés institucional que surgía en México por inte-grar la arquitectura y las artes en los edificios públicos: “Tres días después de nuestro arribo a México –escri-bió–, el pasmo nos detenía al pie de los frescos de la Se-cretaría de Educación Pública. Un mundo nuevo y una nueva pintura se nos ofrecía sobre aquellas paredes, en las que comprendió el pintor para el futuro toda la historia de una raza y toda la psicología de un pueblo”.

Esa nueva pintura fue la misma que llegó en ma-nos de Pedro Nel Gómez a los edificios públicos de Me-dellín. Se experimentaba por primera vez en Colombia con la posibilidad de que los temas de la pintura mural se integraran al espacio ar-quitectónico en medio de las preocupaciones encontradas que despertaba esa posibili-dad en algunos sectores de la vida política e intelectual del país.

Sin embargo, la acogida por la técnica que expresa-ron los liberales contrastó con el rechazo recalcitrante hacia el muralismo y en especial hacia la obra de Pedro Nel Gómez por los sec-tores más tradicionalistas del arte y la política colom-biana. Esa postura, que se expresaba con escándalo por las temáticas y las características estéticas del muralis-mo, tuvo mucho más eco.

Laureano Gómez, entonces director del periódico El Siglo, según un extracto que hace parte del libro de Medina, se refirió así a los frescos del Palacio Munici-pal y de paso dejó en firme sus consideraciones sobre la pintura mural:

Un pintor colombiano ha embadurnado los muros de un edificio público de Medellín con una copia y servil imi-tación de la manera y procedimientos del mexi-cano [Diego Rivera]. Igual falta de composición. Igual carencia de perspectiva y proporcionalidad en las figuras. Sin duda, mayor desconocimiento del dibujo y más garrafales adefesios de los miem-bros humanos. Una ignorancia casi total de las leyes fundamentales del diseño y una gran vul-garidad en los temas, que ni por un momento intentan producir en el espectador una impresión noble y delicada.

El fenómeno del artista universal Los relatos de Jaime Barrera Parra sobre

Pedro Nel Gómez descubren al pintor y escul-tor ilustrado, formado y ególatra, al fresquista criticado. Pero no abarcan una dimensión que se hace evidente a finales de los años 30 y que, con algo de fanatismo, su alumno, el también artista Carlos Correa, en su libro Conversacio-nes con Pedro Nel lo describe como “el fenóme-no del artista universal”.

Aunque había participado en otros proyec-tos arquitectónicos, incluyendo la reforma de su propia casa, la construcción de la Facultad de Minas en Robledo puede considerarse la in-cursión definitiva del artista en proyectos que contaban con su participación en todas las eta-pas de su ejecución.

El trabajo meticuloso en los dise-ños de Pedro Nel Gómez, el arquitecto, fue la primera etapa del proyecto que tardó más de cuatro años. Después de terminados los bloques, fue el mismo Pedro Nel Gómez, el pintor, el encarga-do de los frescos de la cúpula en el Aula Máxima del bloque M5 y de los que cu-bren el interior del pórtico que mira de frente a la ciudad, en el M3.

Esa fue razón suficiente para que Carlos Correa asegurara incluso que Pedro Nel Gómez merecía ser conside-rado “renacentista” pese a estar ya bien entrado el siglo XX.

Pedro Nel es un humanista: una cú-pula decorada con 200 metros cuadrados de pintura al buon fresco, como Home-naje al Hombre, es título suficiente para llamarlo humanista; y si dicha cúpula ha sido construida por el mismo hombre, y las esculturas pétreas que la precede fueron talladas por el mismo artista, entonces podemos también denominarlo renacentista (…) Pero si la obra de Diego Rivera es pictórica, la de Pedro Nel en cambio es arquitectónica, escultórica y pictórica, realizando así el milagro de la integración plástica que con tanto ahínco buscamos y que ya habían logrado los renacentistas.

Humanismo urbanoLa Facultad de Minas fue entonces el lugar que

conjugó, en un primer momento, la obra de Pedro Nel Gómez en distintos frentes; pero, al mismo tiempo, fue el antecedente de una preocupación por la forma de asumir el territorio de la ciudad y su relación con la ca-lidad de vida de quienes la habitaban. Tal vez una idea que sonaba bastante paquidérmica para una ciudad que se transformaba en una carrera contra el tiempo.

La idea de “humanismo urbano” recoge su concep-ción de ciudad. Como lo afirma el profesor Luis Fernan-do González, se trataba de “una estética que se volcaba

a lo público, al servicio de la ciudad y sus habitantes, lo cual partía de su misma condición ideológica que lo llevó a militar en la izquier-da liberal; de esta manera se pueden entender desde sus proyectos murales hasta sus propuestas urbanísticas, pasando por la arquitectura urbana”.

Fernando Viviescas, ar-quitecto de la Universidad Nacional, retoma esa idea y dice que “El Maestro, como pocos, entendió que una nueva sociedad siempre se merece un espacio bello y amable para poder conformarse completamente. Es de-cir, vio que la arquitectura era necesaria para dignificar esa existencia y su convencimiento de la capacidad hu-mana e inteligencia de nuestro pueblo”.

Esas ideas se materializaron en las ciudadelas para empleados, Laureles y San Javier, barrios construidos de-jando a un lado la idea del vecindario como un lugar para pasar la noche después del trabajo y asumiendo el espa-cio público como escenario de encuentro y socialización.

El 12 de enero de 1992, el periódico El Colombiano,

en su Suplemento Dominical, publicó un reportaje con un recuento de algunos de los aspectos más represen-tativos de la obra urbanística y arquitectónica de Pedro Nel Gómez, acompañada por algunas ideas que expuso el artista en una publicación de 1945.

Esas palabras son un diagnóstico de la ciudad de la época, incluso de la ciudad actual. Son una expresión de ese “humanismo urbano” surgido desde las inquie-tudes sociales y políticas. Son, además un llamado a explorar soluciones y a pensar la ciudad sin “las impo-siciones de la economía”, pero también son el ejemplo del idealismo que algunos calificaron de ingenuidad:

La ciudad monstruosa que ha creado la economía ha olvidado a la entidad humana y ha descuidado todas aque-llas razones estéticas que viven en el alma de todo hom-bre en forma permanente. La construcción trata apenas de crear un refugio cuando debiera aspirar a formar una ventana al mundo.

Medellín, por ejemplo, de acuerdo con los decires de la gente sapiente, está habitada por ciudadanos coléricos a los que hace falta el aire de las montañas, el verde de los prados, el pulmón vegetal que ahora lleva todo conglome-rado urbano. Es posible entender que si continúan primando sobre estos factores trascendentales, las pasadas imposicio-nes de la economía nunca tendremos la ciudad perfecta que deseamos, mejor para los extraños que para nosotros.

Pero el problema esencial radica en que quienes se destinan a la urbanización no pueden perder dineros en la construcción de parques, prados, jardincillos o fuentes, pues el valor de la tierra es superior a toda idea estéti-ca. Naturalmente tendremos una ciudad congestionada, en donde la falta de luz, de aire, la abundancia de gases tóxicos, el empobrecimiento de la ventilación darán sus resultados en la miseria fisiológica de quienes padecen la habitación oscura y el pan escaso.

Pedro Nel Gómez Agudelo (Anorí, 4 de julio de 1899 - Medellín, 6 de junio de 1984) fue también ingeniero y filósofo, y uno de

los más importantes muralistas latinoamericanos del siglo XX, junto con Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros.

Finalmente fue un periodo de retos, trans-

formaciones y cuestionamientos para

el arte colombiano. Cambios en los que

Pedro Nel Gómez tomó parte.)(

Este texto hace parte del trabajo de grado Medellín, ciudad real y ciudad imaginada. Aportes de Pedro

Nel Gómez en urbanismo y arquitectura, asesorado por la profesora Ximena Forero Arango.

Casa Museo Pedro Nel Gómez.

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Crónica24

Sandra Milena Ramírez [email protected]

Una nadaístano es una puta

O,por lo menos,

no es más puta que las otras mujeres.

Las putastambién pueden ser

nadaístassi quieren.

Rosa Girasol

Dina Merlini pinta mares, enrola otras vidas; Patricia Ariza imagina historias, encarna personajes; Helenita Restrepo esconde un

diamante e inventa islas verdaderas que se pierden con la marea; Rosa Girasol gira entre barro, nada-poemas y amores; Dora Franco irrumpe con su cuerpo en foto-grafías de eternidad desnuda… Carmen, Rosita, Fanny, Rubiela, Blanca, Regina, Consuelo y yo –el Nadaísmo– vamos rompiendo, de manera irreparable, la falsa esen-cia de estas ciudades que nos putean, nos crucifican y nos rezan.

Tongonear, tongoneo, tongoneadoras. Allí y allá, en la tierra y el mar, irreverentes jovenzuelas de faldas y medias negras, de pantalones y boina roja, de tinto y cigarro en boca, nos vamos dando paso entre las gre-ñas, la poesía, la decisión, el sexo y el amor; nos vamos sintiendo mujeres sin tener que rezar, criar hijos o for-mar un hogar… Nos vamos alando.

Los trajes colegiales los hemos dejado en valijas roídas y nos hemos puesto la piel como abrigo. Músi-cas, Fotógrafas, Poetisas, Teatreras, Ceramistas y Pin-toras; nos vamos transformando. Entre twist, colillas ahumadas y rock psicodélico; con largas cabelleras, de trajes oscuros y labios pálidos, vamos caminando y: “¡BRUJAS, BRUJAS!”, nos gritan las emperifolladas de Junín mientras los ensombrerados apenas nos miran. Un grupo de jóvenes disímiles somos, replanteando la identidad inexistente, compartiendo besos, fumando Pielroja, tomando un tinto negro y cargando, entre el cabello, algún puñal para defendernos.

[…] En esa época nos ponían pereque en todas par-tes y decidimos armarnos… un día llegó Cachifo, abrió su maletín de corredor de seguros y dijo, para que estos hijueputistas no nos sigan molestando y, para que nos hagamos respetar, sacó y puso una pistola sobre la mesa y a todos nos regaló navajas. Y ahí actuábamos como una barra porque los hijueputistas que eran Chano Arroyave, el hijo de un casa-teniente muy importante y nuestro que-rido exministro de defensa Luis Alberto Uribe, formaban un grupito de unos muchachos muy ricos, muy boyantes, muy toma tragos que nos ponían pereque: nadaístas hi-jueputas. Decidimos que había que enfrentarlos. Una vez estábamos en el Metropol y empezaron a tirarnos con monedas y no recuerdo a quién le partieron una ceja y nosotros seguimos tomando trago tranquilos y decían: na-daístas hijueputas, ¿es que no hay un hombre ahí que saque la cara?, y se paró Dina y los cogió a los cuatro y los metió debajo de la mesa y les dio duro y vino y se sentó con nosotros. Eso fue el primer caso; ya cuando veían a Dina no decían nada. [1]

El profesor de Urbanidad llega perfumado al cole-gio de las Santísimas Madres de la no tan cierta Cari-

El Nadaísmo, movimiento de vanguardia artística que sacudió a Colombia desde finales de la década del 50 hasta principios de los 70, no fue solo cosa de hombres. Este texto, con voz de

manifiesto, revive en presente aquella época convulsa en la que las mujeres, con su irreverencia, su sensibilidad y su arte, también marcaron su huella.

dad. La pulcritud, puntualidad y elegancia debe sobresalir entre las señoritas. El arrepentimiento de lo no hecho, del pecado no cometido, se con-fisca entre rosarios. Sin embargo, y aunque entre el hormiguero devoto todas parecemos fervorosas damas de enagua y futuros promisorios –es decir, hogareño, dócil y ejemplar–, algunas bajo el traje escolar y entre líneas en la parte trasera de los cuadernos escondemos los deseos de existencia.

Es 1958: los escapularios, las enaguas, el Fren-te Nacional y los reinados nos ahuyentan de las iglesias, las familias y los pueblos; quienes nos con-denan, sin haber nacido siquiera, a un infierno de otro mundo, aunque lo tengamos en estas tierras. En los cuerpos joviales de fondos inciertos, la nor-ma no calza, el rezo no libera… ¡queremos muerto a Carreño y a su Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos!

En el Metropol, las tertulias prevertianas y camusianas, el rostro de Brigitte Bardot y el ritmo de Billy May con Glenn Miller ambientan un aire de existencialismo surrealsuicida y criollo sobre-llevado con un perro caliente de salchicha grande y una partida de billar pool, póker o ajedrez.

Allí el humo ebrio de inconformidades sale de las líneas de Gonzalo, de la risa de Espinel, de los labios de Dina y de Patricia, la Bardot paisa y la Piaff santan-dereana… De un Wurlitzer que entona Come afterday.

[…] Yo entré con mi pelo a la cintura y allí estaban ellos, espléndidos, Amílkar-U, Eduardo Escobar, Darío Le-mus, Dina Merliny, Elenita Restrepo, “Cachifo” y el más bello de todos Héctor Escobar […] Ahí me volví nadaísta, cambié la pinta y me empecé a vestir como Dina, toda de negro y con los labios pálidos; éramos tan misteriosas que la gente se agolpaba y corría para vernos. Por supuesto empecé a vivir en forma las exclusiones de grupo y de gé-nero. Alguna vez salió un pasquín que las mujeres nadaís-tas teníamos pacto con el Diablo y que la pinta nuestra, era la vestimenta de las brujas. [2]

A lo largo y ancho de Junín, es ritual hacer una condena a las hadas y a los corceles, nosotras vemos en las calles de Medellín –la de corazón de máquina, la de pulmón de acero, la de tisis de industria y susurro de santo rosario [3]– un asalto de la mirada, un aturdimien-to de los oídos, unas falsas alegrías santificadas, que se transforman en un grotesco tono de irónica nostalgia.

Del Miami vemos pasar a las señoras que madru-gan para misa porque creen que todo lo que han hecho durante la noche es pecado. Ese café empinado y de vi-driera atisbadora mira de reojo a la Plaza Bolívar y a su imponente Metropolitana que no solo aguarda a las se-ñoras arrepentidas sino que con ellas madrugan los cri-minales, como devotos de una extraña religión en la que alternan con la misma furia la oración y el asesinato.

Esa mezcla de santidad asesina es la misma de la que queremos vengarnos por la tortura teológica y el temor del demonio implantado por años. Del Miami y del Metropol germinan algunos manifiestos y conspi-raciones, de estos salimos hacia el Congreso de Escri-banos en el que detonamos un pedo literal, y en estos, incluyendo al Versalles, el Donald y el Capri, nos refu-giamos de los cristos puñaleros.

[…] Algún día los conventuales tuvieron que hacer una misa de desagravio en el Estadio para reparar el su-puesto daño que los nadaístas sacrílegos le habían hecho a

la ciudad. Es que llegaron una mañana a la iglesia Metro-politana, en plena Santa Misión, a comulgar para después escribir en las hostias poemas de amor. La persecución fue tan feroz, que algunos estuvieron presos y otros, como Alberto, tuvieron que salir del país. [4]

Entre conspiraciones, burlas e impotencias, los años 60 en Medellín nos llegan con la necesidad inquie-ta de partir. En Versalles, los tintos de don Leonardo quedarán aplazados para un arribo sin fecha fija; el Ás-tor y sus pizpirijainas de clase esperarán sin ansias el regreso de los piojosos y las brujas; el Capri, el Miami, el Metropol y el Santa Clara aguardarán los poemas de servilleta que se pierden en las noches de luna vieja, en las cenizas de cigarro barato. En cada trozo manchado de esta partida se construyen nuevos amores, se conspi-ra con y en contra del mundo… se ES.

Un encuentro en La Bastilla confirma la misión de regar el Nadaísmo por el mundo: “Si queremos ser hombres nuevos, distintos a los seres que produce en serie esta ciudad como bultos de tela o botellas de ron, tenemos que dejarla con sus templos, sus fábricas y sus calles” [5]. Con las maletas en el Parque Berrío comien-za la búsqueda de nuevos infiernos.

No. 66 Noviembre de 2013

1. Espinel, Jaime. Entrevista realizada por Víctor Bustamante. Revista Babel, número 7. pág. 29, 2006.

2. ARIZA, Patricia, “Una mujer en el Metropol”, Bodas sin Oro: 50 años del Nadaísmo –Elmo Valencia Compilador–, Taller de

Edición ROCCA, Bogotá -Colombia, 2009. Pág. 217.3. ARANGO, Gonzalo, “Medellín a solas contigo”, Obra negra.

Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés, primera edición en Colombia, abril de 1993.

4. Ibíd ARIZA. 218.5. Ibíd ARANGO. 219.

Este texto hace parte del trabajo de grado De la nada a la asonada mujeril. Entre mujeres nadaístas y los

estropicios de una cultura puritana (multimedia), asesorado por el profesor Ramón Pineda Cardona.

Ilustraciones: Ricardo Ramírez Giraldo

De la nada a la asonada mujeril