dios en una harley. el regreso joan brady

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Entertainment & Humor


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Diez años han pasado desde queChristine recibió la más inesperadade las visitas: nada menos que Dios,pero bajo la apariencia de un hombremuy guapo con una inseparable motoHarley-Davidson.

Christine ya no es la treintañeraenamorada de un músico, sino unamujer casada y con un hijo, quetrabaja como enfermera en un granhospital de Nueva York. Un mujerque vive fatigada, siempre corriendo

a contrareloj, desilusionada con sumatrimonio, insegura en su papel demadre, deprimida e insatisfecha.. Yentonces, como respondiendo a unllamado silencioso, Dios reaparece.Con su Harley, por supuesto. Y conun mensaje que renovará el amor deChristine por el hombre de su vida, ypor la vida misma.

DIOS EN UNA HARLEYDIOS EN UNA HARLEY:EL REGRESO

JOAN BRADYCONTRAPORTADAUNODOSTRESCUATROCINCOSEISSIETEOCHOnotes

DIOS EN UNAHARLEY

Diez años hanpasado desde queChristine recibió la másinesperada de las visitas:nada menos que Dios,pero bajo la apariencia deun hombre muy guapo conuna inseparable motoHarley-Davidson.

Christine ya no es la

treintañera enamoradade un músico, sino unamujer casada y con unhijo, que trabaja comoenfermera en un granhospital de Nueva York.Un mujer que vivefatigada, siemprecorriendo a contrareloj,desilusionada con sumatrimonio, insegura ensu papel de madre,deprimida e insatisfecha..Y entonces, comorespondiendo a un

llamado silencioso, Diosreaparece. Con suHarley, por supuesto. Ycon un mensaje querenovará el amor deChristine por el hombrede su vida, y por la vidamisma.

Traductor: Borràs Montané,Rosa Maria

Autor: Brady, Joan

©2002, Ediciones B, S.A.Colección: MilleniumISBN: 9788466608367Generado con: QualityEPUB

v0.29

DIOS EN UNAHARLEY:

EL REGRESO

Respondiendo a una llamadasilenciosa, Dios regresa cuando

más se lo necesita

JOAN BRADY

Dios en una Harley: El regreso2002 BY JOAN BRADY

By nascav

CONTRAPORTADA

Antes de conocer a Jim yenamorarse de él, Christine se habíaenamorado de su música. Ahora es sumarido, y está claro que nuncallegará a ser una estrella del rock. Susituación económica no es muybuena. Ha pasado mucho tiempodesde que Dios la visitó —bajo lainsólita apariencia de un jovenmontado en una Harley Davidson—para indicarle el camino hacia lafelicidad con sus palabras sencillas y

sabias. Tanto, que casi le parece unsueño. Cuando se casó con Jimestaba segura de que jamás volveríaa sentirse sola. Sin embargo, el fuegode la relación se ha extinguido ypercibe, con inquietud, que la vida sele escapa de las manos. Se sienteinsegura en su papel de madre,agotada, desilusionada e insatisfecha.La angustia que se acumula en supecho está a punto de ahogarla. Haolvidado que tiene un amigo quenunca la abandonará y queresponderá a su llamada silenciosa...

UNO

A las cuatro y media de lamadrugada, me levanté de la cama yme vestí apresuradamente en laoscuridad. En fin, si es que a eso sele puede llamar vestirse. De hecho,alargué el brazo para agarrar elsujetador, me lo abroché en la cinturay luego me lo subí y pasé los brazospor los tirantes. Todo sin quitarme laenorme camiseta turquesa con la quedormía. Después me embutí en unospantalones cortos de deporte, de esos

elásticos, mientras metía los pies enun par de sandalias antediluvianas,que ya se habían amoldado a misjuanetes.

Eché una rápida mirada a laamodorrada masa de extremidades ypelo alborotado que era mi marido(aunque yo no debería hablardemasiado). El ojo inexperto podríacreerlo casi en estado vegetal, peroyo sabía por años de experiencia quehasta la más ligera llamada de losniños le hacía saltar de la camadisparado. Es bueno para eso.

Me cepillé los dientes a la tenue

luz de las farolas de la calle, que sefiltraba por la ventana del cuarto debaño. Después busqué a tientas unbote de crema hidratante y me untéuna fina capa en la cara. Con lasllaves bien agarradas para que nohicieran ruido, me dirigí de puntillashacia el portal, sorteé a la perratodavía dormida y salí a labochornosa y húmeda mañana deNueva Jersey.

Silenciosamente, pasé junto a lacamioneta de Jim, de principios delos ochenta, y me fijé en que estabaaparcada en un ángulo algo raro.

Miré por la ventana de atrás y vi queno había descargado los instrumentosmusicales después del concierto dela noche anterior en el Harold's. Esosólo podía significar dos cosas: quehabía llegado a casa mucho mástarde de lo normal y demasiadocansado para descargar el equipo oque se había tomado unas cuantascopas con los chicos después decerrar.

Probablemente ambas cosas.Como de costumbre, la noche

anterior yo había aparcado mi Toyotajunto al bordillo, lo más lejos

posible de la caja de cerillas queteníamos por casa. Siempre melevanto temprano para hacer lacompra en los supermercados queestán abiertos toda la noche y noquiero que el ruido del viejo motordespierte a los niños. Joey tienenueve años y Gracie, siete, y para suedad tienen el sueñosorprendentemente ligero.

Giré la llave en el contacto yautomáticamente apagué la radio. Abuen seguro, ése sería el únicomomento durante las próximasveinticuatro horas en el que tendría

garantizada una absoluta soledad, ymi intención era disfrutar de cadauno de sus segundos. Nunca penséque llegaría el día en que me gustaríahacer la compra en plena noche, peroesta extraña rutina se había idoconvirtiendo con los años en un ritualsagrado para mí, una especie de citaconmigo misma.

Me recogí el pelo con una gomay partí hacia las calles todavíadesiertas y oscuras. En lo alto de lacolina doblé a la derecha a la alturade una señal que decía: «Vuelvapronto a Neptune City», y que

siempre me ha hecho gracia, porquea sólo unas cuantas manzanas hayotra en la que se lee: «Bienvenido aNeptune City». Como en muchas delas pequeñas localidades costerasque se extienden a lo largo de lacosta de Jersey, si estornudas un parde veces mientras conduces, puedesatravesar literalmente toda unapoblación sin ni siquiera enterarte.

Las minúsculas poblaciones quebordean la costa son como las piezasde un complicado rompecabezas. Ellitoral de Jersey a menudo pasadesapercibido bajo la sombra

gigantesca y algo opresiva de las tresgrandes ciudades que lo rodean:Filadelfia al oeste, Nueva York alnorte y Atlantic City al sur, por nomencionar la capital de la nación, unpoco más al sur. Yo siempre hecreído que para llegar a percibirrealmente los matices que ofrece estazona tan hermosa y pintoresca, serequiere cierto grado desofisticación. Por ejemplo, la mayorparte de la población del cercanomunicipio de Ocean Grove estácompuesta por ancianos; de ahí quela llamen «Ocean Grave».*

Sin embargo, aunque muchas deesas poblaciones tengan nombresestrafalarios, no hay nada vulgar enel modo en que el sol asoma suardiente cabeza por el horizonte enAvon-by-the-Sea, o en la forma enque la luna proyecta un caminoplateado sobre el agua en BradleyBeach, o en cómo las estrellasdecoran el cielo, claro y sincontaminar, de Neptune City.

Éstos son los pensamientos queme pasaban por la cabeza mientrasconducía sin prisas hacia lasbrillantes luces de nuestro magnífico

supermercado recién abierto, elShop-Well. A pesar del crónico ygrave estado de falta de sueño en elque vivo, esa hora de la madrugadaparece despertar una faceta tímida yreservada de mi alma. Disponer deun rato para pensar es como tener elmundo para mí sola. A esta hora, eldía todavía es un recién nacido,cargado de paz, promesas ypotencial: de todas esas cosas querecuerdo que sentía hace un millónde años, cuando era joven y soltera.

Tenía treinta y ocho añoscuando me casé, no era ninguna niña,

así que sé muy bien que mi vida eradistinta al frenesí que ahoracomparto con Jim y los niños. Peroparece que no puedo recordar grancosa de entonces. El matrimonio y lamaternidad han aceleradovertiginosamente el discurrir de misdías hasta el punto de que mi vida seha convertido en una locura deactividad.

Creedme si os digo que, duranteesos primeros treinta y ocho años demi existencia, me pasaron un montónde cosas interesantes; cosas sobre lasque no he hablado con nadie. Lo

poco que todavía recuerdo me parececasi surrealista, como si se tratara deun sueño vagamente familiar. Aveces me pregunto si todo aquellollegó a suceder de verdad.

En aquel entonces, pasé por unlargo y doloroso período de citas conhombres de todo tipo (la mayoría deltipo equivocado) antes de acabartropezando con Jim Ma Guire, unmúsico prometedor muy popular enla zona. Había comprado el únicoCD que ha grabado cuando lo oí unanoche en una tienda de músicacercana a la playa. Me había

quedado sorprendida yprofundamente impresionada por subelleza. Aunque hasta entonces nohabía oído hablar de Jim Ma Guire,me sentí instantáneamente atraídahacia él por su música, como unapaloma mensajera que, de repente, seencuentra cerca de su destino final.

En aquella época, yo hacía elturno de tres a once en el CentroMédico Metropolitano y vivía en unaromántica casita de playa alquilada.Me había apuntado a la filosofía del«menos es más» y no tenía mucho denada. Tal como lo veía, cualquier

cosa que no cupiera en el asientotrasero de mi coche no era más queun estorbo. Por increíble queparezca, en aquellos tiempos nisiquiera tenía despertador. Me decíaque si no era capaz de levantarme atiempo para llegar a mi turno a lastres, es que tenía problemas muchomás serios que un estilo de vidaminimalista. La palabra«responsabilidad» sólo significabaalgo durante la semana laboral detreinta y dos horas que habíaescogido. Era completamente ajena aconceptos como hipoteca, aparatos

dentales y fondos para launiversidad; temas que han acabadopor consumirme.

Alrededor de media noche solíadejarme caer por un antro llamadoThe Cave, donde Jim solía amenizarla noche con su saxofón. Me enamoréde la música de Jim mucho antes deconocernos, lo cual en aquelmomento consideré muy buena señal.Quiero decir que la música sale dealgún lugar del alma, así que encierto modo, me imaginé que el almade Jim llamaba a la mía con sumúsica, y todo parecía ser perfecto.

No quiero parecer cursi, pero cuandoel sacerdote nos declaró marido ymujer, un escalofrío me recorrió laespalda, porque sentí la increíblesensación de que Dios mismo habíabendecido nuestro matrimonio.

Tras convertirme oficialmenteen la señora de James Ma Guire,pensé que lo peor ya había pasado.Me avergüenza admitirlo, perosupongo que di por sentado que unavez casada con el hombre al queamaba todo iría bien. Estabaconvencida de que haber encontradopor fin a mi alma gemela sería la

clave del éxito de mi matrimonio.Una vez superado aquel obstáculo,creí ingenuamente que todos losdemás componentes de nuestrarelación (cosas como el trabajo, eldinero y la familia) irían encajandopor sí solos en un colage enorme yfeliz. Entonces no sabía queencontrar a tu media naranja es sólouna pequeña parte de lo que hacefuncionar una relación. Yo habíacreído ciegamente que el amorromántico era la respuesta aabsolutamente todo, y que estarcasada significaba que jamás

volvería a estar sola.Qué equivocada estaba.La carrera de Jim no terminó de

despegar del modo en que habíanpronosticado los entendidos enmúsica que corrían por la costa. Elpúblico, amante inconstante, fuedesplazando su atención hacia losroqueros más jóvenes que crecían ala sombra de Jim. Aunque él sosteníaque nunca había compartido esasgrandiosas expectativas de éxito yfortuna, yo noté un cambio sutil, casiinsignificante, en la conducta de mimarido. Observé que algo se apagaba

en su mirada cuando se unió a unabanda local y empezó a tocar encualquier sitio que conseguía.

Hacia el final de nuestro primeraño de casados, noté que ladesilusión iba erosionando laconfianza de Jim en sí mismo yamenazaba con arrebatarle su talentoartístico. Oía su desencanto en lasnotas que salían de su saxo; lo notabaen sus dedos cuando me tocaba deformas que antaño me habían hechotemblar; lo saboreaba en lostemplados besos, que se habíanvuelto tan mediocres como su

música. Jim me acusó una vez deinterponer un fino velo entrenosotros, un velo que ningún hombre,ni siquiera un marido, podíapenetrar. Al principio, discrepé;quise convencerme de que no eracierto. Sin embargo, creo que tengoque admitir que oculto una pequeñaparte de mí. Es la única parte que mepertenece por completo, casi como ellatido de mi corazón, y temo que si laexpongo a los caprichos de otro serhumano, podría morir. Quizás esotambién fuera parte del problema.

Al mirar atrás y repasar todos

estos años, debo confesar que ellenguaje está en la base de nuestrosproblemas. Jim habla la lengua de laautoexpresión, de los instrumentosmusicales y de la libertad artística,mientras que yo sólo entiendo lajerga de la responsabilidad, laproductividad y las consecuencias.Supongo que, inevitablemente, nosfuimos convirtiendo en dos extrañosen ese territorio al que llamamos«nosotros», cada uno hablando en supropio dialecto sin que ninguno delos dos lograra ningunacomunicación significativa con el

otro.Al final, y sin hablarlo

demasiado, Jim comenzó a contribuira nuestros ingresos dando clasesparticulares de música a niños de larica población vecina de SpringLake. Más o menos por aquelentonces di a luz a Joey, pero lallegada de nuestro vigoroso ysaludable hijo tampoco contribuyódemasiado a elevar los ánimos deaquel extraño tan familiar con el queestaba casada.

Supongo que la cruda prueba deque nuestra relación estaba

agonizando llegó dos años después,durante las semanas agotadoras ygrises que siguieron al nacimiento deGracie. Entonces se hizo palpableque, aunque habíamos acordado queme dedicaría exclusivamente a lamaternidad, había que hacer algopara mejorar nuestra precariaeconomía. Ese «algo» acabó siendoel regreso a mi puesto de enfermera atiempo completo en el CentroMédico Metropolitano. A las seissemanas escasas de dar a luz, volví arastras al trabajo, todavía hinchada,dolorida y amamantando a mi hija.

Entré en el turno de día de launidad de ortopedia, tambiénconocida como «cementerio deelefantes», donde trabajo desdeentonces.

En esta unidad siempre haypuestos vacantes, porque conllevauno de los tipos de enfermería menosatractivos que existen: el trabajoagotador de levantar y dar la vuelta apacientes ancianos con la caderarota. Allí es donde las enfermeras seganan los juanetes y los dolores deespalda, y yo he conseguido ambosya hace tiempo. A los cuarenta y uno,

pensaba que era demasiado viejapara ese trabajo, pero sabía que nome quedaba otra opción.

Supongo que me convertí enenfermera de la misma forma que meconvertí en madre: simplementeparecía lo más natural. Sentía que eralo que se esperaba de mí y jamás locuestioné, al menos no hasta que medi cuenta de que tendría quecompatibilizar ambas cosas. Contoda sinceridad, creo que fueentonces cuando en algún oscurorecoveco empezaron a nacer lasprimeras semillas de resentimiento.

A altas horas de la noche, ibade arriba abajo con una niñaberreando porque tenía cólicos,mientras Jim tocaba con su banda,supuestamente, para ganarse la vida.La idea que Jim tenía del trabajo eratocar la música que le gustaba ydejarse adular por un público dechicas jóvenes e idealistas, quesoñaban con cazar a una «estrella delrock».

Como hacía yo en mis tiempos.Miraba el reloj continuamente,

contando los minutos, hasta que élllegaba a casa. En cuanto entraba por

la puerta, le pasaba la niña y asípodía derrumbarme en la cama paradisfrutar de un descanso más quemerecido antes de levantarme a lascuatro y media y volver a empezar denuevo.

Gracie siempre se calmabaenseguida en los brazos de su padrey, por alguna razón, aquello memolestaba profundamente. Prontosentía cómo el colchón se hundía dellado de Jim cuando él se metía en lacama y caía inmediatamente en unsueño tranquilo y apacible, mientrasyo seguía allí despierta, nerviosa y

alterada. Creo que fue entoncescuando me di cuenta de que la pasiónse había evaporado de nuestromatrimonio y yo no sabía dóndehabía ido a parar. Lo único que sabíaera que me sentía triste, cansada yabandonada. El fuego de nuestrarelación se había apagado y meplanteaba si tendría o no la energía ola voluntad suficiente para avivarlo.

Ya hace siete años que lascosas van así. No nos peleamos.Bueno, no demasiado. Simplementeparece que hemos creado un sistemaque los libros de biología

seguramente calificarían de«simbiótico». El caso es quesobrevivimos económicamente, y losniños parecen ajenos al hecho de quesus padres van por la vida con unaenorme herida abierta en el pecho,allá donde tenían el corazón.

Y allí estaba yo de nuevo,preparada para recorrer los pasillosdel supermercado nocturno como unaleona madre a la caza del desayunopara sus crías. Hay algo instintivo,casi primitivo, que se despierta en miinterior en cuanto entro en elaparcamiento del Shop-Well y

repaso mentalmente la lista deproductos que Jim y mis pequeñosnecesitarán por la mañana.

Como las compañeras y lasmadres de la mayoría de lasespecies, dejo mis necesidades parael final de la lista con el objetivo deabastecer primero a mi familia. Si seme olvida algo o si estoy demasiadohecha polvo para acabar la compra,al menos, me quedo tranquilasabiendo que no seré yo quienprotagonice una rabieta ni derrameuna lágrima de decepción por haberolvidado un par de medias o una caja

de tampones. Por alguna razón, esaseguridad me hace sentir mucho mástranquila.

Doblé a la izquierda para entraren el aparcamiento y pasé despaciopor delante de las plazas deminusválidos y de las motos queestaban aparcadas delante de laentrada del supermercado. Una olade nostalgia me tomó por sorpresa yme golpeó con fuerza. Jim tenía unamoto, una Harley-Davidson, dehecho. Como si acabara de darle elpie para su entrada en escena, reparéen un hombre de pelo largo que

embutía una bolsa de comida en lacartera de piel de su moto. Satisfechopor tener su compra en lugar seguro,se colocó el casco y puso en marchael poderoso motor de aquellapreciosa máquina. Su novia trepódetras de él y deslizó sus brazosjóvenes y torneados alrededor de lacintura dura y musculosa del hombre.Él dio gas y ella se agarró con fuerzamientras se alejaban por la carreteracomo un animal salvaje, agazapado apunto de atacar. Sentí unestremecimiento. «Ésa era yo», pensécon melancolía. Hace un millón de

años y con diez kilos menos, peroésos éramos Jim y yo.

Un recuerdo poderoso flotó antemí como un perfume seductor que mereanimó y me puso alerta, perodespués se disolvió en el airehúmedo, cálido e inmóvil. Por unmaravilloso y efímero momento,recordé cómo era sentirse en forma,guapa, descansada e ilusionada porla vida. ¿Cómo había podido perderaquella sensación? ¿Dónde se habíaescondido? Además, comoseguramente nunca dispondría deltiempo ni el dinero necesarios para ir

de nuevo a un gimnasio, ¿seríaposible recuperar el optimismo y lasensación de bienestar? Llegué a laconclusión de que, como con tantosotros cambios en mi vida, tendría quetratar de aceptar mi envejecimientofísico con cierta dignidad.

Suspiré profundamente yaparqué mi viejo y cansado Toyotaen un hueco cercano al guardia deseguridad flacucho que vigilaba laentrada principal delestablecimiento. Por alguna razón,aparcar tan cerca de la zonailuminada de la entrada siempre me

da una sensación de seguridad,aunque lo más probable es que setrate de una falsa seguridad. Seamosrealistas, si alguien me atacara, nopodría esperar que el desarmadoadolescente, recién salido de lapubertad y a quien pagaban el sueldomínimo por llevar un uniforme azul,se pusiera en peligro por mí. Dehecho, suponía que mi instintomaternal afloraría de repente y seríayo la que acabara defendiéndole a él.

Bajé del coche de un salto, locerré y me dirigí hacia elsupermercado. Llegué a la

conclusión de que había sidoenfermera y madre durantedemasiado tiempo.

Me crucé con otra pareja quesalía del supermercado, empujandoun carro de la compra entre los dos.Su conversación era animada y llenade risas, y me pregunté que podíaresultar tan divertido a aquellashoras intempestivas. El hombre abrióel maletero, metió unas cuantasbolsas dentro y fue a abrirle la puertaa la mujer.

Me acordé de cuando loshombres hacían lo mismo por mí.

Continué hacia las puertasautomáticas, que se abrieronobedientemente al acercarme.

Entonces se me ocurrió que enadelante ése era el único tipo depuerta que se iba a abrir por mí.

Mientras la cédula electrónicaesperaba educadamente a queentrara, capté la imagen de una mujerde mediana edad, poco atractiva conalgo de sobrepeso que permanecía depie en la entrada y, con horror,descubrí que era yo.

Medio atontada, saqué un carrode la fila que había justo antes de

cruzar las puertas y empujé haciadentro. Seguro que ese reflejo habíasido simplemente una distorsión. Medije a mí misma que probablementeel cristal barato de las puertastendría algún defecto.

Me acerqué a las zanahorias ylas lechugas envasadas, que sealineaban en las estanterías delpasillo de productos agrícolas.Aparté unos cuantos envases y lancéuna mirada furtiva al espejo frío ysucio que se hallaba detrás. Se meheló el corazón. No había duda: lamisma mujer desaliñada y cansada

que había visto en las puertas medevolvió la mirada desde allí.

No pude evitar romper a lloraren medio del pasillo de lasverduras..., en medio de la noche...,en medio de mi vida.

DOS

Me recompuse, justo a tiempode fingir un resfriado ante unmuchacho del supermercado quedoblaba la esquina y se me acercabalentamente empujando una fregona.Como para probar mi inocencia, puseen práctica un gran truco sóloconocido por las madres, y saqué unpañuelo de papel aparentemente dela nada. Con énfasis exagerado, mesoné la nariz como si padecieraalgún extraño tipo de gripe

veraniega.—El paracetamol y los

expectorantes están en el pasillodieciséis —ofreció el jovenempleado, sonriéndome consimpatía.

—Gracias. Es justo hacia dondeiba —mentí.

Obligada a mantener la mentira,giré el carrito en la dirección delpasillo de «gripes y resfriados»,contenta de que mi actuación hubierasido lo bastante convincente paraengañar a un muchacho de dieciséisaños. Pero ¿y si no hubiera podido

reaccionar a tiempo? ¿Qué hubieraocurrido si me hubiera quedado allísollozando como la mujer demediana edad, destrozada, exhausta ycon un ataque de llanto en la que mehabía convertido? ¿Qué habríapasado? ¿El sentido del deber deaquel joven empleado le hubierallevado a llamar a Emergencias? Yame imaginaba diciéndole a laoperadora que una mujer de aspectodesaliñado estaba sufriendo unataque de nervios en el pasillo de lashortalizas, entre zanahorias, perejil yespinacas.

Ahí estaba yo, una mujer decuarenta y ocho años, completamentedesilusionada con su trabajo, sumatrimonio y, lo peor de todo,consigo misma. Todavía recuerdoque una vez elaboré una lista de lostres mayores problemas de mi vida,que eran: los hombres, el peso y eltrabajo. De eso hacía unos doceaños, y lo triste del caso es que lalista continuaba siendo idéntica,salvo por la adición de un importantecuarto tema: la falta de tiempo.

Caminé penosamente sobre elsuelo de linóleo del Shop-Well,

examinando mi estado de ánimo eintentado encontrarle algún sentido.Con abyecta determinación, decidírevisar otra vez la lista, empezandopor el trabajo.

La verdad es que sentía que mehabían forzado hacia una carrera quese había visto drástica ycatastróficamente modificada con lallegada del nuevo sistema sanitarioo, como yo prefería llamarlo, la«cinta transportadora de lamedicina». En mi opinión, no erasólo que el sistema sanitario hubieraeliminado la esencia misma de la

profesión de enfermera, sino que eltrabajo también requería la energíamental y física propia de una personacon la mitad de mi edad (y que depaso corra maratones.) Siendorealista, ¿cuánto tiempo más podríamantener ese ritmo?

Además, estaba el problemaañadido de saber que en el momentoen que mostrara signos de debilidad,habría una joven enfermera del tercermundo, llena de ambición, esperandopara quitarme el puesto... por unsueldo menor. Visto así, casi tienegracia. La misma situación que hace

que me sienta usada y explotada haráque alguna enfermera inmigrante ypobre se sienta más afortunada de loque hubiera podido soñar. El CentroMédico Metropolitano lo sabe.

Y luego está lo de mi pesosiempre fluctuante. En realidad, yano fluctúa, se limita a ir aumentandoprogresivamente. Odio tener que usarla vieja justificación del embarazo,pero es indiscutible que, después dedar a luz dos veces a una edad másbien madura, mi metabolismo se havuelto contra mí. No es que nuncahayamos sido demasiado amigos,

pero, por lo menos, antes deconvertirme en una madre madurita,me resultaba más fácil perder unoskilitos. Por supuesto, llevar a losniños a McDonald's entre actividadextraescolar y actividad extraescolar,y comer en la cafetería del trabajotampoco es que me haya ayudadodemasiado. A veces, la comida es miúnico consuelo, especialmentecuando estoy cansada, y eso siemprees así.

Evito mirar fotos mías decuando estaba delgada y en forma, loque significa que nuestro álbum de

bodas está confinado en alguna partelejos de mi vista, probablemente enel garaje o en el desván. No estoysegura de dónde, pero me daexactamente lo mismo. Y es queestos kilos de más no son sólodeprimentes, también son totalmentevergonzosos.

Creo que Jim ha entendido deuna vez por todas que mi peso es untema de conversación prohibido.Sabe lo sensible que soy al asunto y,con muy buen criterio, nunca lomenciona. Pero por supuesto,también hace un siglo que no me

toca. Lo que más me asusta es quepara mí es como una especie dealivio. En algún punto del camino,Jim sufrió una metamorfosis y pasóde ser un marido a ser «alguienimportante», término que acabo deaprender a valorar recientemente.

¿Cómo ocurrió? ¿Cómo hemosllegado Jim y yo a distanciarnos tanirremediablemente? De algún modo,supongo que era inevitable quenuestro matrimonio se estropeara.Después de todo, ¿cuál es la tasa dedivorcio en nuestros días? Uncincuenta por ciento, ¿no? Así que

supongo que no tendría quesorprenderme tanto que las cosas nohayan ido tal como yo las habíasoñado hace diez años, cuando mecasé. Hasta entonces, me habíaimaginado la vida de casada como uncaudaloso río de amor, pasión yfelicidad. Yo no tenía ni idea de queel río acabaría desembocando en unocéano de cansancio, obesidad yresentimiento.

Recordaba que cuando erasoltera, mis amigas casadas siempreensalzaban las virtudes delmatrimonio, como si se tratara de un

club secreto al que yo debiera quererunirme. Me preguntaba si todoaquello había sido una enorme farsa,porque, hoy por hoy, no conozco aningún matrimonio que crea que esfeliz de verdad.

Sacudiendo la cabeza con mudaresignación, seguí avanzando por elpasillo de los melones y las ciruelas.Decidí que la vida es conseguirllegar a fin de mes, mantener la casay la familia dentro de un orden yhacer la compra de noche. Amén. Finde la historia.

Sorbiéndome las lágrimas, dejé

atrás las montañas de patatas yplátanos perfectamente construidas,sin dejar de preguntarme qué meestaba pasando. ¿Por qué iba por lavida con los nervios a flor de piel?Años de trabajo en hospitales mehabían demostrado, sin lugar a dudas,que había montones de gente quesoportaba problemas mucho másgraves que mi fatiga crónica y mimatrimonio deteriorado, y sinembargo, no veía a nadie máspaseándose por el supermercado conlágrimas en los ojos.

Aunque, quizá, fuera que nunca

había mirado bien.Con esos pensamientos,

escudriñé mi entorno y, aunque seaduro, tengo que admitir que hasta mesentía inadecuada en un ambientecomo aquél. Localicé a una mujerexageradamente obesa que tomabauna barra de chocolate tamañofamiliar de la estantería de dulces yla escondía rápidamente entre losartículos «sanos» del carro cuandovio que la miraba, como si yo tuvieraderecho a decir algo sobre laadicción a los dulces. Seguíavanzando y vi a una pareja de

jóvenes tatuados y de aspectodescuidado al final del pasillo delpan. Ajenos a la mujer mayor queescogía entre las barras de pan, justoa su lado, los jóvenes se abrazaban yactuaban como si estuvieran en unparque oscuro y romántico.

Pensé que las magdalenas de milista podían esperar.

Decididamente, hay algo enaquellas horas de la madrugada queaporta un elemento ecléctico alsupermercado. Los clientes suelenser de los que se mueven acontracorriente de la sociedad. A

veces juego a adivinar lasenfermedades latentes que plagan lasdiversas vidas de estos compradoresnocturnos: esquizofrenia,alcoholemia, drogadicción, soledad,diabetes, depresión y cosas así.Parece que nunca dejo de serenfermera. Me gustaría parar dehacer eso, pero la fuerza de lacostumbre me impide resistir laimperiosa necesidad de evaluar ytratar los problemas de todo elmundo (excepto los míos, claro).

Como colofón vi a dos chicasen minifalda y con botas de piel

examinando el pasillo de «productosfemeninos». Se veía de una horalejos que iban colocadas, peroaquella vez me sorprendió unarepentina sensación de envidia. «Québonito debe de ser evadirse yescapar de las realidades de lavida», pensé. Sin embargo, casi a lavez, Christine Moore Ma Guire,enfermera y madre de dos hijos,emergió del rincón más profundo ydisciplinado de mi mente parahacerme entrar en razón y me obligóa continuar mi excursión por lospasillos.

Aparte de la absurdidad de lahora y las excentricidades de laclientela, el único problema real dehacer la compra de noche es que notienes acceso a ciertos productos. Elestablecimiento aprovecha latranquilidad para rellenar lasestanterías y suele cerrar grandesáreas para ello. Eso obliga a clientesatrevidos y a veces desesperadoscomo yo a escurrirse entre conos ysuperar varias barricadas paraalcanzar los productos que necesitan.

Me tranquilizó ver que lasección de «ayudas a la digestión»

todavía estaba abierta, aunque habíaun montón de cajas de cartónapiladas delante de los productos.Entré con el carro y comencé abuscar un antiácido. No era para mí,sino para la perra. Sí, para la perra.Tiene problemas intestinales, y,aunque la medicina es cara y yo soyla única que se acuerda de dársela,he aprendido de la peor manera queno puedo olvidar administrarle sudosis.

Eso me recordó que necesitabaquitamanchas para las moquetas.

Me saqué el omnipresente lápiz

de detrás de la oreja y añadí«quitamanchas» a la lista. Entoncesme ocurrió algo curioso. Tuve lasensación inequívoca de que habíaalguien detrás de mí. Me volví, perono vi a nadie. Me encogí de hombros,agarré la botella de antiácido y lametí en el carro. De nuevo, seprodujo la extraña sensación de quealguien invadía mi espacio y, estavez, llegué a pensar que había oídopasos, pero cuando me volví, elpasillo estaba desierto por completo.

Me pareció muy raro, porqueJim siempre me decía que era la

persona menos observadora queconocía, y debo admitir queseguramente tiene razón.Normalmente, estoy tan concentradaen lo que estoy haciendo queadquiero una especie de visión detúnel. Una vez, Jim llegó a casa conun ojo morado como consecuencia deuna pelea que había comenzadomientras él tocaba con su banda. A lamañana siguiente, pasaron tres horasantes de que reparara en el moradoque tenía debajo del ojo derecho.

¿Era posible entonces quenotara algo que no estaba allí? No

tenía sentido. Entonces se me ocurrióuna terrible idea. En una recientesesión de seguridad personal que noshabían dado en el hospital, undetective de Bradley Beach nosinstruyó sobre las agresionessexuales y nos explicó que lasenfermeras a menudo son blanco deese tipo de delitos. Dijo que nuestratendencia a ayudar y educar solíahacernos vulnerables a esa clase deataques. Me planteé si estabaenviando algún tipo de «onda deenfermera» hacia cualquier chaladoque pudiera estar al acecho en

aquellos pasillos desiertos. O eso, oestaba más cerca de la locura de loque pensaba.

No tenía tiempo para ataques denervios, así que volví a examinar lasestanterías. Me acordé de que laoreja izquierda de la perra volvía aoler raro y pensé que, sin ningunaduda, sería otra infección de hongos.Me imaginé otra visita al veterinario,que simplemente no me podíapermitir, y traté de dar con unremedio casero eficaz. De repente, viun tubo de crema vaginal fungicidaen el siguiente estante. Convencida

de que un hongo es un hongo, estabaa punto de dejar caer el tubo en elcarro cuando un golpe seco al finaldel pasillo me heló la sangre y meparalizó momentáneamente.

Cuando me atreví a mirar, vi aun anciano tendido en el suelo, cercade la caja, con los brazos y laspiernas extendidos. Un pequeñogrupo de espectadores atónitos sehabía congregado alrededor delhombre, que permanecía inmóvil ysin dar señales de vida sobre elsuelo de linóleo recién fregado. Casicon una curiosidad morbosa, los

espectadores observaban su rostrocetrino como si esperaran algún tipode recuperación espontánea ymilagrosa. Entonces una mujer frágily presa del pánico se dejó caer derodillas al lado del hombre. Le tomóuna de las manos abotargadas entrelas suyas y comenzó a alternar gritosal hombre para que se levantara y algrupo de gente para que alguien laayudara.

—Soy enfermera —me oíanunciar, mientras me abría pasoentre el grupo de mirones. Mearrodillé al lado de la mujer

histérica, que ya estaba inclinadasobre el cuerpo del hombre—.¿Cómo se llama? —pregunté,poniéndole los dedos en el cuellopara encontrar el pulso carótido.

—Harry —espetó la mujercillaarrugada, apartándose de él—. Es miHarry.

Agarré al viejo Harry por loshombros y lo sacudí con fuerza.

—¡Harry! ¡Harry! ¿Está bien?—grité, tal como indican los librosde primeros auxilios y, por primeravez en la vida, no me sentí ridicula.Aquello no era una sesión de

prácticas con un maniquí de plásticollamado «Annie»; aquello era real.

Harry no respondió y su pulsotampoco. Puse la oreja cerca de lanariz y la boca, y observé si el pechomostraba algún signo de respiración.Nada.

—Bien. ¡Que alguien llame auna ambulancia! —grité a variospares de zapatos que ocupaban micampo de visión. Sabía que tenía queinsuflarle dos bocanadas rápidas deaire antes de comenzar lascompresiones en el pecho, perocuando miré los labios azules y sin

vida, con saliva emergiendo de ellos,vacilé.

Por alguna estúpida razón,distinguí unas zapatillas blancas dedeporte de la marca Nike entre todaslas sandalias y zuecos que merodeaban. Señalé las Nike blancascon una mano, mientras ledesabrochaba el cuello de la camisaa Harry con la otra.

—Tú. ¡Tráeme una gasa! —lepedí, sin dignarme a mirarlo a la cara—. Están en el pasillo dieciséis.¡Rápido!

Las zapatillas no se movieron.

—No creo que tenga quepreocuparse por un poco de saliva—dijo con calma el propietario delas Nike—. Conozco a ese hombre yno padece ninguna enfermedadcontagiosa.

¡No podía creer lo que estabaoyendo! Hubiera querido hacer trizasa ese tipo con algún comentariosarcástico, pero mi máxima prioridaden aquel momento era hacerme cargodel viejo Harry. Los comentariosirónicos tendrían que esperar.

Alguien me tendió un pañuelolimpio y perfectamente doblado, que

yo coloqué sobre los labios deHarry, y procedí a la reanimaciónboca a boca. La ambulancia llegó encuestión de minutos y se hizo cargode la situación. Antes de que mediera cuenta, le habían devuelto larespiración y un color rosadobastante aceptable. El gentío sedispersó en cuanto trasladaron aHarry al hospital, con su diminutamujer todavía aterrorizadaagarrándole la mano.

La conmoción se había acabadotan rápido como había empezado y, amí, lo único que me preocupaba era

pagar la compra para poder volver acasa a tiempo de preparar eldesayuno a mis hijos y llegar altrabajo a mi hora. Como veterana quesoy, me deshice conscientemente demis emociones ante la situación y novolví a pensar en lo que acababa desuceder.

Recuperé mi carro, que estabaen medio del pasillo donde lo habíadejado, y me dirigí hacia la caja.Intenté comportarme con naturalidad,como si enfrentarme a la muertefuese algo ordinario, cosa que en micaso era cierta. Me puse en la cola

detrás de una atractiva joven con elpelo largo y sedoso. La parte dearriba de un biquini le resaltaba congracia sus pechos morenos y bienformados. Por lo que parecía, habíasalido a primera hora de la mañanapara comprar una revista, un ramo deflores frescas y medio litro dehelado, lujos que yo ya no mepermitía.

Me fascinó el efecto que supresencia produjo en el cajero y enel muchacho que empaquetaba lacompra. Ambos comenzaron adesvivirse por hablar con ella,

mientras el resto de los clientes,menos agraciados, esperábamosnuestro turno. El chico queempaquetaba introdujo los artículosde la joven en una bolsa de plásticocon sumo cuidado y luego se ofreciópara llevarle la bolsa al coche. Ellale concedió el privilegio gentilmente.

Avancé en la cola y comencé avaciar el contenido de mi carro en lacaja. Como era de esperar, micompra, mucho más cuantiosa yvoluminosa, fue empaquetada enbolsas con impresionante diligencia.Aparentemente, salvarle la vida a

alguien no contaba tanto como serjoven y guapa. «Qué poder tienen lasmujeres jóvenes», pensé. Lo malo esque la mayoría de ellas no se dacuenta hasta que es demasiado tarde.

De repente, deseé tener otraoportunidad de ser joven. Queríavolver a ser Christine Moore, unachica que quizá no fueradespampanante, pero que era feliz,vital y llena de energía.

La echaba de menos.Mis pensamientos fueron

interrumpidos por la ofertadesganada del cajero de llevarme las

bolsas al coche. En un ataque deindependencia y dignidad, decliné laoferta. Y el chico que empaquetabapareció bastante aliviado.

Esta vez, cuando las puertasautomáticas se abrieron,descubrieron un cielo cubierto con unmanto malva. El amanecer erahúmedo y caluroso, y el sol todavíano había salido, pero los que hacíanfooting sí. Vi a unos cuantos queatravesaban el aparcamiento,corriendo con la gracia propia de losatletas entrenados, perturbando laquietud del aire con su pesada

respiración.Me tomé un momento antes de

sumergirme en la paz y latranquilidad del encanto delamanecer. Intenté capturar la calmaque me rodeaba para poder recurrir aella más tarde, cuando me vieraobligada a cambiar de marcha yavanzar a toda máquina por el caosde la febril unidad de ortopediadurante el turno de día.

De nuevo me invadió aquellasensación tan curiosa.

Escudriñé el aparcamiento afondo antes de aventurarme a seguir

adelante, pero como en las otrasocasiones, no vi nada extraño.Desconcertada, empujé el carrito dela compra hacia mi Toyota y loapoyé con cuidado en el parachoquestrasero, culpándome por ser tanparanoica. Abrí el maletero y, conuna apremiante sensación, comencé acargar las bolsas en el interior lomás rápido posible.

No sé cómo, la última bolsa meresbaló de las manos y todo sucontenido se esparció por el suelo.Seis yogures comenzaron a rodar endiferentes direcciones y yo me

agaché para recoger los dos que semetían debajo del coche. Rocé elasfalto con los dedos al atrapar losdos yogures renegados y, de repente,lo que vi detrás de ellos me paró elcorazón.

Unas zapatillas Nikecompletamente blancas permanecíanfirmemente plantadas a unoscentímetros de mis manos y me oíemitir un pequeño grito de susto. Nocabía ninguna duda de que laszapatillas iban unidas a la mismapersona que se había negado a darmelas gasas unos minutos antes.

El corazón me martilleaba elpecho, mientras levantaba la vistapor los vaqueros, el cinturón de piely la camiseta blanca hasta posarla enun par de ojos marrones, oscuros yprofundos, que me parecieronmagníficos y familiares.

Erguí los hombros y lo miré defrente a la luz del alba. Ninguno delos dos intentó moverse. Entonces,plácidamente, él extendió su enormey bonita mano hacia mí, mientras sefijaba en mi expresión de sorpresa.La curva de sus labios se expandióen una amable sonrisa, pero no dijo

nada.—Joe —susurré con voz ronca

—. ¿Dónde demonios te habíasmetido?

TRES

Quizá sea mejor que meexplique. Nunca he hablado connadie de esto, pero creo que ya vasiendo hora.

Podría decirse que Joe es,bueno, un ser más evolucionado queel resto de nosotros. Lo conocí harápoco más de diez años, cuandodescubrí que el novio con el quehabía estado tres años y durante loscuales nunca pareció querercomprometerse, el doctor Michael

Stein, se había casado con otra pocodespués de haber roto conmigo. Yono lo sabía porque me había largadoinmediatamente a la Costa Oeste parasanar mis heridas y tratar de empezarde nuevo. Dejé muy claro a misamigos y a mi familia que no queríavolver a oír el nombre de Michael nisaber nada de él nunca más. Unosaños después, cuando ya pensaba quelo había superado por completo,volví a Nueva Jersey, y en lacafetería del hospital tropecé con unaversión de él más atractiva, con máséxito y mucho más aposentada.

Aquella noche perdí la cabezaimaginando un reencuentro románticoantes de fijarme en el anillo dematrimonio en su mano izquierda. Elmazazo definitivo fue descubrir quesu esposa había sido una colega míaa la que jamás tuve especial cariño.

El resumen de la historia es que,cuando acabé mi turno aquella noche,bajé a la playa a llorar y me encontrécon un hombre guapísimo, montadoen una Harley-Davidson. Era Joe.Ah, y otra cosa: Joe resultó ser Dios.No es ninguna broma. Al principio,yo tampoco me lo creí, pero es

cierto. Hizo de todo parademostrármelo, incluyendocambiarme la vida, enseñarme a serfeliz de nuevo y encontrar marido.

Vamos, que hizo unos cuantosmilagros. Me dijo que podía llamarlecomo quisiera y me sugirió una listade nombres entre los que figuraban«Fuerza Universal», «Dios», «PoderSupremo», «Joe» y cosas por elestilo. Como soy lo que podríadescribirse como una «víctima de laescuela católica», le dije queprefería llamarle simplemente «Joe»,porque sonaba mucho menos

intimidante que los demás nombres.Él estuvo de acuerdo. Joe no hacíaalarde de su poder en absoluto y esome gustaba. De hecho, me enamoréun poco de él durante el tiempo quepasamos juntos, aunque todavía meda reparo admitirlo.

Por aquel entonces, Joe mehabía contado que se encontraba enuna especie de misión, durante lacual debía pasar un poco de tiempocon cada persona del mundo, en lugarde dirigirse a las masas, como habíahecho durante su larga y tristehistoria. Esos días, iba por ahí dando

a cada individuo una serie dedirectrices que sólo resultabanpertinentes para esa persona enconcreto. La última noche que lo vi,Joe había grabado mis directricespersonales en un pequeño amuleto deoro que me regaló justo antes demarcharse.

Años más tarde, cuando todavíaera un bebé, mi hija Gracie lo sacóde mi joyero. En un abrir y cerrar deojos, lo echó al váter y tiró de lacadena en un momento en que sesuponía que Jim debía estarvigilándola. Me partió el corazón, y

Jim no entendía por qué me apenabatanto por un amuleto de oro tanminúsculo. Como ya he dicho, nuncale había contado esto a nadie hastahoy porque seguramente habríanpensado que alucinaba y me habríanencerrado. Jim seguía preguntándomepor qué estaba tan disgustada, peroyo nunca se lo conté. Se ofreció acomprarme otro colgante, el quequisiera, para que dejara depreocuparme por el que habíaperdido y no siguiera haciéndolesentir mal. Le dije que nunca podríareemplazarlo y así quedó la cosa.

Ninguno de los dos lo volvió amencionar. Nunca pensé que vería aJoe de nuevo y, al no tener ningunaprueba tangible de su existencia,comencé a creer que quizá lo habíasoñado todo.

Joe siempre encontraba la formade hacerme seguir el caminoadecuado, y no podía creer queestuviera viendo de nuevo suprecioso y sereno rostro. Estaba tanimpresionante como siempre, alto ydelgado, con algunas canas plateadasen el pelo antes de un negroazabache, que todavía llevaba

elegantemente largo.Como la primera noche que lo

vi, me tendió la mano. La acepté contimidez e inmediatamente sentí unasensación que sólo puede describirsecomo de estar de nuevo en el hogar.Joe me besó dulcemente los dedos yme invadió una profunda alegría.

De repente, deseé que Joe meabrazara con sus poderosos brazos yme protegiera de todo lo que mehacía daño. Deseé fundirme con él,apoyar mi cabeza en su corazón yvolver a oír las olas del océano,como la noche en que nos conocimos.

Pero no me atrevía.No tenía ni idea de si sería

apropiado o no, así que decidíesperar y observar. Me quedé de piecon la mano felizmente acurrucada enla suya, esperando algún signo queme revelara que todavía podíaabrazarlo.

Entonces recordé algo y, poralguna extraña razón, de todo lo queme oprimía en la vida, lo primeroque le dije fue:

—¿Por qué no me has queridotraer las gasas que te he pedido?

—Ay, Christine —exclamó, tras

reír a mandibula batiente, sin darmuestras de enfado—

Todavía tienes mucho miedo ydesconfianza, ¿verdad?

—Bueno, tú también lo tendrías—me defendí—, si vieras todas lasenfermedades contagiosas con lasque me encuentro a diario.

—Lo sé —admitió Joe,comprensivo, después de otracarcajada—. Pero tienes que olvidartodo eso. Yo sé qué pasará con esascosas incluso antes de que ocurran.Sólo intentaba ahorrarte algo detiempo y preocupación. Eso es todo.

Sabía que Harry no tenía ninguno deesos... ay, ¿cómo lo llamáis?

—Factores de riesgo —leasistí. —Eso, factores de riesgo. —Ya, pero ¿cómo iba a saber yo quepodía fiarme de ti? —le solté. Me dicuenta de que había adoptado un tonodefensivo, pero continué de todosmodos—. Estaba ahí tirada en elsuelo, hablando a un montón de pies.Además, ahora tengo dos hijos y noquiero llevarles nada a casa, ¿sabes?—De acuerdo —concedió Joe—,haces bien en preocuparte. Me alegraver que el instinto maternal que

instalé en ti funciona bien. Por cierto,lo has hecho muy bien ahí dentro

—En realidad, me equivoqué —admití algo avergonzada—. Sesupone que antes de buscar el pulsohay que escuchar la respiración.Supongo que estaba un poconerviosa. En el trabajo eso me habríahecho perder puntos.

Joe levantó la vista hacia elcielo, y me soltó la mano y metió lassuyas en los bolsillos de losvaqueros. Vaciló un instante y luegome miró de frente a los ojos.

—Tienes razón —dijo

finalmente—. Que hayas salvado unavida ahí dentro no quiere decir quedebas permitirte ninguna negligencia,¿verdad?

Hice una mueca, porque sabíaadonde quería ir a parar. Nunca meha gustado congratularme demasiadopor nada. Por alguna razón (quesospecho que tiene que ver con mieducación en un colegio religioso),siempre me he sentido mejor con lascríticas que con los cumplidos. Teníala sensación de que Joe me lo iba areprochar.

—En serio, Christine —dijo,

sacando las dos manos a la vez—,¿nunca te cansas de vapulearte?

—Parece que no —reí.Se instaló entre nosotros un

pesado silencio, como una cortina deterciopelo. Como siempre, Joeesperó a que yo decidiera qué másquería decir.

—Oh, Joe —acabé por estallar,sacudiendo la cabeza—. Supongoque me siento fracasada.

—¿Por salvar a un hombre ahídentro?

—inquirió con ternura, y nohabía ni el más mínimo indicio de

sarcasmo en sus palabras.—No. Porque te he fallado —

confesé—. Porque he vuelto a lasandadas desde la última vez queestuvimos juntos. Quiero decir que,¿cuánta gente tiene al propio Dioscomo su mentor personal? E inclusocon esa enorme ventaja, me he vueltoa sentir miserable. Supongo que loque me pasa es que estoyavergonzada y ya está.

—Ya veo —dijo Joe, sincoincidir ni discrepar. Sólo «yaveo».

No le miré a la cara; no quería.

En lugar de eso, me centré en susmanos, cálidas, suaves, de un tamañodesproporcionado, aunque supongoque necesario para sostener losproblemas de la gente.

Vi que una bandada degorriones se posaba en el asfalto,justo detrás de él, y comenzaban acomer, sin ceremonias, de una bolsade palomitas tirada en el suelo.

Aunque algunos de losgorriones estaban a sólo unoscentímetros de los pies de Joe, noparecían sentirse amenazados por supresencia y se dedicaban a lo suyo,

sabiendo que podían bajar la guardiamientras estuvieran a su lado.

Conocía la sensación.—Hay algo más que necesito

decir —murmuré suavemente.Joe esperó pacientemente a que

descargara mis temores ypreocupaciones, y, la verdad, no ledecepcioné. Las palabrascomenzaron a brotar de mis labioscon tanta rapidez que hasta olvidabarespirar. Eran cosas importantes ytenía que sacarlas antes de perder losnervios.

—Temo que te canses de

ayudarme —comencé con voztrémula—. De verdad, puse enpráctica todos aquellos grandesprincipios que me enseñaste cuandotodavía era soltera, pero después mecasé con Jim y, antes de darmecuenta, llegaron los niños y, de algúnmodo, dejé esas importanteslecciones en el cajón y me olvidé deellas hasta que, al final, ya nisiquiera me parecían reales. —Enese punto tomé aire, pues lonecesitaba—. Por eso tengo miedode que te sientas defraudado eimpaciente conmigo —concluí—.

Porque soy una alumna muy lenta,¿sabes?

—Ya veo.Volvió a quedarse mudo, por si

había algo que yo quisiera añadir aesa pequeña diatriba.

Satisfecho al ver que noquedaba nada más, continuó.

—Me parece que la única quese muestra impaciente contigo eres túmisma —me dijo con verdaderasinceridad—. ¿Es que no te dascuenta?

—Se nota que no has habladocon mi ma rido y mis hijos, ya veo.

No lo pilló.—Christine, a tu capacidad de

aprendizaje no le ocurre nada —measeguró, sin hacer caso de mi últimocomentario—. La iluminaciónespiritual no es ninguna carrera niningún concurso. En realidad, esmucho más fácil recordar cómodebes cuidar de ti misma y cómopuedes ser feliz cuando tú eres laúnica persona de la que debespreocuparte. Cuando además de todoeso tienes una familia, la cosa esmucho más complicada. ¿No te dascuenta? Cumpliste muy bien con esos

principios mientras eras soltera, peroluego te pasé a un nivel con un retoligeramente superior. Debes verlocomo un aumento de categoría.

Me sentí como si me acabarande quitar cien kilos de encima. Debíhaber sabido que no encontraríacastigos ni críticas en Joe Era unacriatura buena y llena de amor, y meparecía que su principal prioridadera siempre hacerme sentir mejor.¿Entendéis ahora por qué meenamoro de este hombre cada vezque lo veo? ¿Dónde se encuentracompasión, comprensión y amor

verdadero? ¿Cómo podría haberalguien que no amara a este hombre?—Todo el amor es perfecto —afirmóJoe. Recordé que podía leerme elpensamiento. Cuando nos conocimos,eso me sacaba de quicio, pero estavez no me molestó. Supongo que esoera una muestra de progreso por miparte.

—Estoy muy asustada, Joe —me oí decir, y sin previo aviso rompía sollozar y las lágrimas empezaron aresbalar por mi rostro—. Sientohaber metido la pata tantas veces.Tienes razón, claro. Yo soy la que se

impacienta y se frustra, y no sóloconmigo misma. A veces me agobioy me enfado con los niños, y mesiento muy culpable... —dije,conteniendo las lágrimas—. Quieromucho a Joey y a Gracie, ¿sabes?,pero tengo miedo de que ellos no losepan porque siempre estoy tensa,cansada y

ajetreada.—Todo irá bien, Christine —

me dijo con una enorme confianza,sonriendo afablemente. Entonces mesorprendió, porque me acercó a él.Yo disfruté del instante y respiré la

esencia familiar de aquel hombrecomo si la hubiera estado ansiando, yde hecho, así había sido. Como lospequeños gorriones que tenía a lospies, me relajé por completo ante lapresencia tranquilizadora de Joe—.Confía en mí, ¿vale? —le oísusurrarme al oído.

Entonces sentí que algo meoprimía la boca del estómago. Eracálido, sobrenatural y maravilloso ala vez. Además arañó la puerta quedaba a mis recuerdos hasta querememoré la última vez que lo habíasentido. Era una sensación

únicamente atribuible a Joe. Dejéque los antiguos sentimientosrenacieran y me hicieran sentir denuevo guapa, tranquila y viva. Nopude evitar pensar si aquel exquisitoefluvio de emociones ysentimentalismo que estaba liberandopodía constituir una posibleinfidelidad por mi parte. ¿Estabasiendo adúltera? No paraba depreguntármelo.

—¿Puedes parar de sentirteculpable, por favor? —Oí que medecía Joe. Me reí.

—Escucha —dije, levantando la

cabeza para mirar su bello rostro—,me muero de ganas de preguntartealgo.

—Pregunta —me invitó.—Es sobre aquel guiño que me

hiciste hace diez años, ¿sabes de quéte hablo?

Se tomó su tiempo y reflexionóun momento.

—¿Te refieres a la noche queconociste a Jim y os largasteis en suHarley?

—Sí, eso es —reconocí conentusiasmo—. Nos paramos en elsemáforo en rojo y yo miré fijamente

la medalla que Jim llevaba en elcuello. Entonces supe que él era elhombre que debía elegir.

—Sí. Me acuerdoperfectamente.

—Bueno, es que siempre me hepreguntado si no me equivoqué aqueldía —confesé, y advertí que habíasonado algo sumisa. Odiaba ponermetan sensiblera e insegura.

—¿Por qué? —preguntó Joe, sinhacer caso de mi repentinainseguridad.

Ahora fui yo la que vaciló antesde contestar. —Bueno, yo pensé que

tú me dabas tu aprobación. Ya sabes.Pensé que me estabas diciendo queJim Ma Guire era el hombreadecuado para mí. Ya sabes, mi almagemela y todas esas cosas. ¿Estabaen lo cierto?

—Quizá —respondió Joe,dibujando una sonrisa.

—Bueno, pues creo que a lomejor te equivocaste —barruntéinexpresivamente.

—¿Ah? —fue todo lo que dijo,con cara de sorpresa.

De nuevo, las lágrimas se meagolparon en los ojos, pidiendo ser

liberadas. Diez años de dudas,decepción y rabia en mi matrimonioquedaron instantáneamente licuados ycorrieron mejillas abajo. Lo que mesalió por la boca después mesorprendió tanto como a Joe.

—Ya no quiero a mi marido —balbuceé— y te he rezado duranteestos diez años para que me ayudarasde algún modo, pero nunca me hicistecaso. No me escuchabas, ¿verdad?

Joe pareció algo dolido y mesentí inmediatamente arrepentida porhaber sido tan dura con él. Hasta esepreciso momento, no me había dado

cuenta de que había estadoacarreando un terrible rencor contraJoe y contra mi marido, los doshombres más importantes de mi vida.Pero ya no había vuelta atrás. Habíadicho lo que tanto había temido decirdurante todo aquel tiempo y no habíamanera de retroceder. Y en realidadtampoco quería.

—¿De verdad piensas eso,Christine? —preguntó Joe con calma—. Después de todo lo que te heenseñado, ¿todavía piensas que noestaba contigo? —Por primera vez,no esperó a que le contestara—. Yo

estaba y tú lo sabes —insistió—.Siempre estuve a tu lado, si no teimporta que te lo diga, pero túestabas tan ocupada en tu universoque ni siquiera me viste.

Eso tenía toda la pinta de sercierto, pero no estaba dispuesta aadmitir mi culpabilidad tan pronto,así que me quedé allí de pie,respirando ruidosamente,lloriqueando y gruñendo, sin deciruna palabra. Quería volver a estarsegura de su amor por mí.

—Estuve ahí el día de tu boda—continuó Joe—. Y sé que entonces

lo sabías. ¿Me equivoco?—Muy bien. Sí, de ese día me

acuerdo —coincidí—. Ese día notétu presencia.

—Y también estuve ahí cuandodiste a luz al pequeño Joey y, dosaños más tarde, a Grade —añadió.

—Pues no lo parecía —dije,poniéndole morros—. Ésas dosfueron las ocasiones en las que meconvencí de que no me escuchabas.

—¿Cómo no iba a escucharte?—rió—. Recuerdo que gritabas minombre con todas tus fuerzas.

Aunque me sentí un poco

avergonzada, todavía necesitaba máspruebas, como siempre.

—Vale, muy bien, sí queestabas —cedí—. Pero, ¿y el dinero?¿Y mis dolores de espalda, misjuanetes y mi fatiga crónica? Yencima tengo que ir a ese odiosotrabajo para sobrevivir. Qué pasacon todo eso, ¿eh?

Joe se quedó mudo tanto ratoque me pregunté si me había pasadode la raya. Sin embargo, justo cuandoiba a disculparme, me abrazó entresus brazos fuertes y tiernos. Mesorprendió lo poco que me costaba

pasar de ser una adulta enfadada yacusadora a ser una niña asustada yconfusa que necesitaba consuelo.

—Tu actual estilo de vida quizárequiera que trabajes en el hospitaluna temporada —susurró suavementeen mi oído—, pero no tienes quesentirte desgraciada por eso.

Por supuesto, tenía razón, perono sabía cómo encajar un trabajo queerosionaba lentamente mi espíritualtruista, o lo que quedaba de él.Además, en aquel momento, erademasiado inestable para pensar conclaridad. Sólo quería consuelo y

esperaba que Joe lo entendiera.No me decepcionó. Antes de

que yo pudiera volver a la carga conmás acusaciones de negligencia, Joevolvió a acercarme a él con un gestoprotector. Apoyé la cabeza en supecho, y él me acarició el pelo conternura, consiguiendo que volviera asentirme como una niña pequeña.

—Pensaba que todo esto ya lohabíamos solucionado hace diez años—dijo, y suspiró—, pero supongoque un pequeño refuerzo no te vendrámal. —Entonces me abrazó aún másfuerte—. Deja que te cuente algo de

lo que he presenciado de tu vidadurante estos diez años —sugirió— yluego decides si te he estadoescuchando o no, ¿vale?

Asentí en silencio y empezó arecitar con su voz profunda toda unaletanía de sucesos, algunos de loscuales ni siquiera yo habría podidorecordar con precisión.

Me avergoncé cuando mencionóque yo había estado marcando ensecreto las botellas de whiskydurante años para saber cuánto bebíaJim en una noche. Me habló de lasdepresiones posparto que sufrí las

dos veces que di a luz, y de cómo lashabía ocultado a mi marido y a miscompañeros de trabajo. Sabía queuna noche me había puesto el abrigoy me había ido de casa porque losniños me estaban volviendo loca,pero me recordó que simplemente mehabía quedado bajo la ventana y quelos había estado observando,llorando en silencio entre los setoscubiertos de nieve. Él comprendíaque aquella noche yo había llegado ami límite y me felicitó por habermetomado un «descanso», en lugar dedecir o hacer algo que tal vez

después hubiera lamentado.Como si aquello no bastara, Joe

continuó explicándome que me sentíacelosa de mi propia hija. Abrí laboca para protestar, pero me calléporque sabía que estaba en lo cierto.Me dijo que, aunque yo sólo queríalo mejor para Gracie, tambiénenvidiaba las oportunidades de lasque ella dispondría y con las cualesyo jamás había contado. A diferenciade las generaciones de mujeres quela habían precedido, la vida deGracie estaría llena deposibilidades, sin limitaciones

debidas a su sexo.Tanta sinceridad me estaba

provocando dolor de cabeza, peroJoe no paraba. Pasó a hablarme deltrabajo y me hizo ver que me sentíainferior por ser una simple«enfermera de planta». Él sabíaperfectamente que deseaba trabajaren la UCI, en quirófano, o en algunaunidad de alta tecnología quemereciera más respeto. Ni siquieraintenté contradecirle.

Después me habló de las vecesque había renunciado a ir a la playaporque no soportaba verme a mí

misma en bañador. Y lo que es peor,estaba enterado de que no habíavuelto a ir al club a escuchar a Jim ya su banda porque temía que susjóvenes admiradoras se preguntaranqué había visto Jim Ma Guire en mí,el adefesio estropeado y obeso de suesposa.

Entonces Joe sacó la artilleríapesada y comenzó a repasar mimatrimonio. Me dijo que estabaresentida con el talento artístico deJim, porque estaba convencida deque yo no tenía ningún don similar.Joe sostenía que yo, además de

envidiar el talento de mi marido,envidiaba que disfrutara tanto de sutrabajo, mientras que yo cada díadebía realizar un gran esfuerzo paracumplir con mi turno en el hospital.Me maravillaba el hecho de que eltono de Joe no denotara el menoratisbo de reproche mientrasenumeraba todos esos defectos de micarácter. De hecho, notaba que de élno emanaba más que puro amor,comprensión y hasta compasión.

Finalmente, Joe mencionó unúltimo resentimiento que yo nisiquiera me había atrevido a

expresar con palabras. No pudereprimir una mueca de dolor al oírledecir que me asustaba que los niñosquisieran más a su padre que a mí.

Esta última declaración meimpresionó realmente. Y no sóloporque fuera cierta, sino porque erala observación más dolorosa que Joeme había hecho jamás. Mis hijos sonlo más importante del mundo paramí. Sin embargo, todo el tiempo quepaso lejos de los niños hace quesienta que estoy perdiendo laconexión con ellos. Eso esprecisamente lo que me aterra. La

cuestión es que, a causa de nuestroshorarios disparatados, Jim puedepasar más horas con ellos, mientrasque yo gasto toda mi energía en elúnico trabajo que en realidad nosmantiene a todos. Aunque para serjustos, debo admitir que Jim sueleser mucho más divertido que yo ytambién acostumbra a estar de mejorhumor.

Debería haber sabido que nopodría ocultar a Joe esos dolorosossentimientos. A pesar de misprotestas, había logrado penetrar enlo más profundo de mi ser y me había

arrancado mis más oscuros secretos.Me sorprendió darme cuenta de quecompartir todos esos miedos,privados y ocultos, con otra personahabía hecho que empezaran a sermenos importantes. De repente, mesentía mucho mejor.

Joe había creado un entornoseguro para que pudiera sincerarmeconmigo misma. De alguna manera,había dado voz a todos mis fallos y atodo mi resentimiento, a todas laspalabras irritadas que nunca habíapronunciado y que todavía teníaatragantadas, a todas las dagas que

permanecían clavadas en mi corazónpor las duras palabras que Jim y yo aveces intercambiábamos. Cuandohubo terminado, Joe me abrazó ensilencio y me acarició el pelo.

—No pasa nada —metranquilizó—. Todo mejorará,Christine. Te lo prometo.

—Pero es que es desesperante—sollocé con la cabeza apoyada ensu hombro—. Es demasiado, Joe.Tengo que cambiar demasiadascosas. No creo que pueda.

—Claro que puedes —refutó él,riendo. Una chispa de irritación se

me encendió en el estómago cuandome dijo aquello. No tenía ningunagracia. Me sentía abrumada ante lainmensidad de los retos que meesperaban y apenas confiaba en micapacidad de arreglar todos losfallos que él había enumerado.

—Ya veo que todavía estamosun poco susceptibles —dijo Joe condulzura.

—No puedo, Joe —afirmérotundamente, levantando la cabezapara mirarle de frente—. Todavíalucho contra los mismos tresproblemas contra los que he luchado

toda mi vida, pero en mayor escala.Mis relaciones, mi trabajo y mi pesoson todavía los tres mayoresobstáculos para alcanzar la felicidad,y todo indica que no soy capaz desuperarlos. Ni siquiera sé por dóndeempezar.

—Quizá superarlos no sea lomejor —sugirió con tacto—. Quizásaceptarlos tal como son sea un buenprincipio —continuó—. Y a partir deahí, intenta hacer cosas que te ayudena cambiar.

Entonces me separébruscamente de él, a pesar de que

todavía no sé muy bien por qué.—Joe, ahora mismo todo esto es

demasiado, ¿vale? —espeté—. Estoycansada, soy demasiado sensible ytengo que hacer un millón de cosasen las próximas dos horas. No puedoquedarme sentada y «aceptar lascosas tal como son».

Joe pareció herido por uninstante, pero no tardó enrecuperarse.

—Si me lo permites —comenzóeducadamente—, no me parece quehayas empleado toda esasensibilidad haciéndole el boca a

boca al viejo Harry.—Bueeeeno, no —dije

lentamente, ordenando las ideas paradefenderme—. ¿Qué esperabas? Soyuna profesional.

—Ah, claro —dijo, asintiendo—. Una profesional.

Se produjo un silencio tenso yya no supe qué decir. Sabía que mireacción había sido excesiva y quehabía actuado mal, pero necesitabadesesperadamente que me escucharany me comprendieran, y aquella habíasido la primera oportunidad que seme había presentado en mucho

tiempo. Me maravillaba al ver quepor testaruda que me mostrara con él,Joe nunca se ofendía. ¡Cuántodeseaba ser como él!

Sabía que tenía que volver acasa a despertar a los niños para ir alfútbol y prepararles el desayuno,pero no quería dejar las cosas en unpunto tan doloroso como aquél.Supongo que Joe debió de leerme elpensamiento otra vez, porque mearrebató las llaves con dulzura y meabrió la puerta del coche.

—Oye, ¿todavía tienes aquelpequeño amuleto que te regalé? —

preguntó, resplandeciente—. Yasabes, el que llevaba grabadas tusseis directrices.

—No —confesé con el corazónen un puño—. Lo siento, pero no.Gracie lo tiró al váter cuando teníados años.

No pareció entristecerse.—¿Por casualidad te acuerdas

de cuál era la número tres? —mepreguntó, aunque yo no estaba segurade si era una pregunta trampa o unapetición sincera.

—¿La número tres? —repetí,haciendo tiempo—. Hum, era esa que

decía algo de reducir el ego, ¿no?—No —respondió, sacudiendo

la cabeza. De repente, parecía muchomás animado, atormentándome conacertijos como solía hacer en losviejos tiempos.

—Bueno —rogué, sonriendosumisamente—, no me tengas en vilo.

—«Cuida de tu persona, antetodo y sobre todo» —enunció—. Esoes lo que decía.

Esperé una explicación másextensa, puesto que la experiencia mehabía enseñado que ésta no iba atardar en llegar. Sin embargo, lo que

dijo después, me dejó sin aliento.—¿No lo ves, Christine? —

insistió Joe con evidente sinceridad—. No has dejado de querer a tumarido; es a ti a quien has dejado dequerer.

Esas palabras me golpearon elalma como una bola de demolición ehicieron añicos todas mis teorías ymis anteriores convicciones. ¿Seríacierto? ¿Todavía había esperanza desalvar mi matrimonio? Y lo que eramás importante, ¿era yo la única quetenía la clave para hacerlo?

Cerré los ojos y volví a

regañadientes al presente. Joe seguíasujetando la puerta del coche y meinvitaba a subir. Como en un trance,me senté en el asiento del conductor,con la sensación de no tener ni unsolo hueso en el cuerpo.

A cámara lenta, introduje lallave en el contacto, y Joe se inclinóhacia mí.

—Enamórate de ti misma,Christine —susurró—, y verás comotodo vuelve a su cauce. Y digo todo.

Sin saber muy bien cómo, meencontré saliendo del aparcamiento yen dirección a casa. Me sentía muy

alterada. Lo único que pude musitarmientras el coche avanzaba hacia eleste, hacia el sol naciente de agosto,fue un profundo y prolongado«guau».

CUATRO

Jim y los niños ya se habíanlevantado cuando llegué.Estabansentados ante desayunos a medioconsumir. Joey y Gracie ya estabanvestidos con el uniforme azul yblanco en el que se leía «Liga deFútbol de Neptune City» conenormes letras azules en la partedelantera y «Ma Guire» con letrasperfectamente bordadas sobre suspequeñas espaldas. Jim, que todavíatenía los ojos hinchados de sueño, o

quién sabe si de demasiadas copasde la noche anterior, servía zumo denaranja y repartía las servilletas congran destreza.

Lo observé durante un momentodesde la puerta, y me pregunté porqué me importaba tanto lo quehubiera bebido la noche anterior. Suadicción al alcohol no me afectabapara nada. «El es quien tiene quesufrir la resaca», pensé. Con todo,todavía me preguntaba cuántas copashabía tomado y, lo que era másimportante, con quién.

Joey fue el primero en reparar

en mi presencia.—Hola, mami —me dijo, con la

boca llena de cereales—. ¿Te hasacordado de comprar tortas de maíz?

—¿Qué? ¿Tortas de maíz? —respondí despistada—. Creo que sí.¿Por qué no vas al coche y traesalgunos paquetes, cariño?

—Bueno, espero que te hayasacordado del regaliz rojo —mascullóGracie—. Me lo prometiste ¿teacuerdas?

Noté que Jim me observaba.—¿Estás bien, Christine?

Pareces un poco... rara.

—Ah, sí. Sí, estoy bien —mentí—. Es... que... siento haber llegadotan tarde —añadí.

No estaba dispuesta hacomentar mi encuentro con Joe,porque era algo demasiado personal.El cerebro me iba a mil por horamientras pensaba en algunaexplicación creíble para mi tardanza.En el peor de los casos, usaría lo delboca a boca. No sería exactamenteuna mentira, sería sólo lo que lasmonjas solían calificar de «pecadode omisión».

—No llegas tarde, Chris —dijo

Jim, confuso—. Llegas comosiempre.

Miré el reloj y, cierto, eran sólolas seis y cuarto, mi hora habitual dellegada. Eso significaba que todavíame quedaba tiempo para darme unaducha y llegar a las siete al trabajo.¿Qué estaba sucediendo? Pensé quela conversación con Joe había tenidoque durar por lo menos veinte otreinta minutos, y recordabaperfectamente haber mirado el relojdel coche y haber visto que eran lasseis y diez. ¿Cómo es posible que eltiempo que había pasado con Joe no

existiera?—¿Seguro que estás bien? —

insistió Jim—. Te veo... diferente.—Sólo estoy cansada —

contesté por inercia.Hábilmente, Jim cazó al vuelo

una tostada que acababa de salir dela tostadora.

—¡Vaya una novedad! —murmuró para el cuello de su camisa.

Me preparé para replicarle conalgún comentario sarcástico.Comencé a reunir frases en micabeza sobre lo mucho que trabajaba,lo poco que dormía y el derecho que

tenía a estar cansada. Pero, derepente, me di cuenta de algoabsolutamente increíble: ¡no estabacansada en absoluto! Quizás era laprimera vez que no me sentíacompletamente exhausta desde queJoey había nacido, nueve años atrás.En realidad, me sentía muy bien. No,fantásticamente; me sentía genial,llena de energía y hasta un pocoeufórica. ¿Qué me pasaba? No eranormal.

Corrí de cabeza al baño,dejando a Jim perplejo y confuso.Encendí la potente luz del techo y me

miré detenidamente en el espejo. Loque vi me impactó.

Christine Moore me estabamirando, con un rostro fresco,tranquilo y sin arrugas, a pesar deestar bajo una bombilla de 120vatios. Después, el dolor crónico enla región lumbar desapareciómisteriosamente, igual que el dolorsordo de mis juanetes.

No me cabía la menor duda deque Joe tenía algo que ver con todoeso.

Como los amantes que aprietanlas manos contra el cristal que los

separa en la sala de visitas de unaprisión, coloqué mis dedos decuarenta y ocho años con todadelicadeza sobre aquella maravillosaimagen de mi juventud que estaba alotro lado del espejo. El reflejo alzóunas manos que eran blancas ysuaves, llenas de juventud. Sinembargo, en mi lado del espejo, lasmanos estaban cubiertas deminúsculas arrugas secas y de unapiel transparente que dejaba ver losnudillos prominentes y las venasazules. Hipnotizada, me incliné paramirarme todavía más de cerca.

—¿Dónde has ido a parar? —susurré, dejando un pequeño círculode vaho en el cristal.

—¿Christine? —Jim mellamaba desde el vestíbulo—. ¿Estásbien?

Antes de que pudieracontestarle, se plantó en la puerta yla maravillosa figura del espejo seesfumó con la misma rapidez con laque había aparecido.

—Sí, estoy bien —contesté—.Nunca había estado tan bien.

Preocupado, Jim me miró de lacabeza a los pies e hizo un gesto de

incredulidad.Mientras me duchaba, pensé en

todo lo que me había sucedidoaquella mañana y en mi conversacióncon Joe. A pesar de mi ferozresistencia, una sutil semilla deesperanza y optimismo trataba dearraigar de nuevo en mi corazón. Meencantaba la sensación, aunque no meatrevía a confiarme. Me daba miedopensar que las cosas podían mejorar,pero me asustaba aún más pensar quequizá no mejoraran.

Lamentaba no haberle hechomás preguntas a Joe. Por ejemplo, me

preguntaba si todavía llevaba unaHarley. No lo vi llegar ni irse, asíque no lo sabía seguro, aunqueesperaba que sí. Había algo en suimagen sobre esa magnífica máquinaque irradiaba libertad, autenticidad ypoder personal: todo aquello que Joerepresentaba.

Sin embargo, lo que peor mesupo fue no haberle preguntado cómopodría contactar con él o cuándo lovolvería a ver, si es que iba a volvera verlo. Me pregunté si Joe mellamaría a casa, e inmediatamentecomencé a preocuparme por si lo

hacía. ¿Qué pensaría Jim sidescolgara él el teléfono? ¿Qué lediría Joe? ¿Qué le diría yo? ¿Y porqué me sentía culpable si no habíahecho nada malo?

Pasó una semana entera sinnoticias de Joe. Aun así, encontrabapruebas de florecientes milagros encosas en las que nunca habríareparado. Por ejemplo, mi ansia porcomer dulces empezó a desaparecer.Cuando veía a Gracie sentadadelante de la tele, devorando suregaliz rojo, no sentía ni la másmínima tentación de quedarme con

unas cuantas tiras. A decir verdad, loencontraba repulsivo, lo que no dejade ser extraño, porque era una de misgolosinas preferidas.

Entonces, por pura casualidad,encontré la vieja placa dorada quecompré después de graduarme en laescuela de enfermería para llevar minombre en la bata. Lo consideré otropequeño milagro, porque no sabíaque todavía la conservaba. Ladescubrí enterrada en el fondo de unviejo joyero que le iba a dar aGracie y a sus amigas para quejugaran. Hacía diez años que no la

veía y la sostuve en la mano connostalgia mientras leía la inscripción.«Christine Moore, E. D»., decía, yrecordé con qué orgullo había lucidoaquellas iniciales junto a mi nombre.

De aquellos días hasta hoy, lapolítica y los procedimientos habíancambiado drásticamente en el CentroMédico Metropolitano, yprobablemente también en los demáshospitales. Ahora las enfermerasdiplomadas de nuestro hospitaltienen que llevar la misma tarjeta deplástico que todos los demás,incluidos los técnicos de rayos X, los

ordenanzas y hasta el servicio delimpieza. En la etiqueta figuraba ellogotipo del hospital, una fototamaño carné y sólo el nombre depila del empleado, seguido de unpequeño eslogan que decía:«Compañeros en asistencia». Ya nose indica ni el título académico ni elpuesto, todos son «compañeros enasistencia».

A mí me parecía que eso daba alos pacientes una falsa sensación deseguridad y hacía que asumieranerróneamente que todo el queparticipaba en su «asistencia» estaba

igualmente cualificado. Algo que,por supuesto, le convenía al CentroMédico Metropolitano.

Metí rápidamente la vieja placadescolorida en un recipiente conlimpiador de metales y la froté conun trapo suave hasta que le saquébrillo. Cuando fui a trabajar al díasiguiente, hice algo completamenteimpropio de mí. Mi coloqué la placade oro reluciente y lucí m «E. D».con actitud desafiante. Lo increíblídel caso es que nadie, ni siquiera elauxiliar ad ministrativo amargado demi planta, se atrevio a decirme nada:

otro pequeño milagro.A consecuencia de mi encuentro

con Joe tengo que admitir quecomencé a encontrar excusas para iral Shop-Well más a menudo de loestrictamente necesario. Meacordaba de que necesitábamos lecheu olvidaba deliberadamente comprarcereales, para volver a la mañanasiguiente. Pese a que sólo me llevabauno o dos artículos cada vez,recorría todos y cada uno de lospasillos en una especie de misión dereconocimiento, con la esperanza devolver a tropezarme con Joe.

Jim cada vez estaba máspreocupado por lo que a él le parecíaun estado de distracción alarmante. Apesar de que estaba absolutamenteimpresionado con toda aquella nuevaenergía en mí, me percaté de susmiradas suspicaces y de las malascaras que me ponía cada vez queanunciaba que tenía que hacer otroviaje al supermercado.

También comencé a arreglarmeun poco por la mañana, antes de salirhacia el Shop-Well. Tampoco es queme esforzara demasiado, pero meparaba a maquillarme y me cepillaba

el pelo antes de recogerlo en unacoleta. Un par de veces vi que Jimolisqueaba el aire mientras dormía,después de que yo me hubiera echadounas gotitas de perfume. Sonreí.También comencé a ponerme unpañuelo de colores en la coleta, enlugar de dejar que la goma elásticarealizara sola su función. Al fin y alcabo, Joe había dicho algo de que mecuidara más, ¿no? Además, ¿cómopodía enamorarme de mí misma sime exhibía en público tal como melevantaba de la cama?

Tras la segunda semana de

infructuosa búsqueda entre lospasillos del Shop-Well, donde noencontré ninguna pista de Joe,comencé a darme cuenta de lo tontaque estaba siendo. Por experiencia,sabía que si Joe quería que lo viera,no tendría ningún problema paraencontrarme.

Pasó otra semana y me sentíacon tanta energía que un día me llevélas zapatillas de deporte alsupermercado, para así poder correrpor la playa después de haber hechola compra. Llevaba años sin correr yme avergonzaba que me vieran en el

paseo entablado, donde loscorredores serios iban a realizar susejercicios matutinos. Supuse que nosería tan humillante si evitaba elpaseo entablado por el momento, porlo menos hasta que me encontrara enmejor forma.

Decidí correr por la arenamojada y compacta de la orilla, quecasi nadie utiliza por miedo aarruinar las caras zapatillas dedeporte con el salitre del agua. A miszapatillas tanto les daba, porque yales había hecho un corte para que seadaptaran a mis juanetes. Era la

única forma de poder correr sin tenerque soportar un dolor insufrible.Cuando era joven, no tenía queutilizar esta clase de trucos, perotampoco estaba en tan mala forma.

Inicié mi nueva rutinaesforzándome tanto como mepermitieron mis músculosaletargados. Me planté delante de laorilla y realicé una tímida sesión deestiramientos. Después de esospreparativos, ya estaba lista.

La mañana era agradable y elcielo del color de los pomelosrosados. Inspiré profundamente y

comencé a correr despacio. La brisamarina alimentaba una niebla frescaque flotaba sobre la cresta de lasolas y me salpicaba con surefrescante humedad. Me sentía cadavez más despierta a medida quellenaba los pulmones con el aire delocéano. Había decidido no medir lasdistancias, sólo controlaría el tiempoe intentaría correr de forma constantedurante veinte minutos.

Me costó mucho más de lo quehabía pensado. Al cabo de sólo cincominutos, reparé en la dolorosaexistencia de ciertos músculos que

no habían cobrado vida en más deuna década. El sudor me empapabala frente y me atacó el flato, peroseguí adelante, inasequible aldesaliento.

Otro corredor solitario se cruzóconmigo y me saludó con la cabeza.Conseguí controlar la respiraciónpara dar la falsa impresión de quecorrer no me causaba problemas. Porsupuesto, justo después de quepasara, bajé la marcha y solté ungruñido.

Transcurridos los veinteminutos, me detuve de golpe y

comencé a caminar en pequeñoscírculos, con las manos en lascaderas, jadeando y sudandoprofusamente. Me detuve y meincliné hacia delante, intentandocontrolar la respiración y calmar eldolor en el costado.

No me di cuenta de que, a solounos pasos, había un hombre de pelolargo sentado sobre una Harley-Davidson.

—No es imprescindible sufrirpara perder peso —dijo una vozmelodiosa.

Aunque el tono era tranquilo,

me sacó de mi estado absorto y di unrespingo.

—Joe —exhalé, pasmada anteaquella visión.

Tomé un poco más de aire. Noestaba segura de si me había quedadosin aliento por el ejercicio o por lasorpresa de volver a verlo. Susrasgos eran más suaves, como si loestuviera mirando a través de la lentede una cámara especial, con la caratan radiante como el mar centelleantey ligeramente iluminado por elresplandor rosado del cielo matinal.

—¿Qué te parece el amanecer?

—me preguntó, levantando la miradahacia el cielo incandescente quetenía a mi espalda.

Una brillante línea carmesíiluminaba el horizonte, como unpreludio del sol naciente.

—Es precioso —suspiré—.Verdaderamente magnífico.

—Pues tú también, Christine —dijo simplemente. —¿Qué?

—Digo que exactamente comotú —añadió tras una breve pausa—.No te mates con el ejercicio ni connada por el estilo. Eres preciosa entodas tus etapas, Christine... como el

amanecer. Intenta disfrutar delproceso.

Estaba a punto de llorar, meardían los ojos. Había pasado unmontón de años desde la última vezque un hombre me dijo que era bonitay, hasta ese preciso momento, ni yomisma era consciente de lo muchoque había deseado que volvieran adecírmelo.

Esta vez no me paré a pensar.Corrí hacia Joe y le lancé los brazosal cuello. Él me acogió con un abrazodulce y cálido.

—Las cosas no son tan difíciles

como quieres que parezcan, Christine—me susurró al oído—. Todo esmucho más fácil de lo que parece.

. —Vale, intentaré recordarlo—le prometí, levantando la cara paraver sus ojos color caoba—. Lo quepasa es que todo me superaenseguida ¿sabes? Me preocupo porlos niños, por el dinero, por Jim ypor mí, y por lo que puede suceder sino consigo arreglar nuestra relacióny...

—Shhhh —susurró Joe con unasonrisa, poniéndome el dedo en elhoyuelo del labio superior—. Deja

que te enseñe una manera de sabercuál debe ser tu prioridad del día,¿vale? ¿Estás preparada?

—Dime. —Tragué saliva.—Mira el espejo —comenzó—.

En serio. Es así de simple —insistió,con sus manos envolviendo mi rostro—. Si quieres saber lo que tienes quehacer, mira el espejo y lo que veasen él será en lo que quiero quepongas especial cuidado ese día.

—Pero si siempre veo lo mismo—protesté—. A mí.

—Pues ahí está —contestó.—Pero...

—Esa es la clave —meinterrumpió—. Si quisiera que fuerascontando las copas que tomó Jim lanoche anterior o con quién se lastomó, en el espejo verías reflejada lacara de Jim. Pero no la ves, ¿verdad?Y eso es porque el que tiene quecuidar de Jim es Jim y la que tieneque cuidar de ti eres tú. ¿Entiendes?

—Pero...—Pero nada —me cortó Joe,

con una carcajada—. ¿Por quésiempre te cuesta tanto aceptar laslecciones más simples? Te di estecuerpo y esta vida para que hicieras

lo que quisieras, pero no puse en tusmanos el control de la vida de nadiemás. ¿Lo comprendes?

En ese momento no dije nada.Joe tenía razón, claro. Pero es que nome imaginaba cómo iban a ir lascosas si no me mantenía alerta y nocontrolaba personalmente losaspectos económicos y prácticos delcuidado de la familia.

—Y, por cierto —añadió conuna sonrisa maliciosa—, controlar eluniverso es mi trabajo; no el tuyo,¿vale? ¿Queda claro?

Estaba asustada. Joe parecía

pedirme que dejara de intentarcontrolar todo lo que, de todasmaneras, tampoco conseguíacontrolar. Supongo que queríaenseñarme que mis sensaciones depoder y eficiencia eran sólo unailusión.Sin embargo, no podía pararde preguntarme qué pasaría si lodejaba todo al azar. ¿Quién haríatodo el trabajo de casa? ¿Quiénprepararía la comida para los niños?¿Quién la compraría? Y lo que eramás importante aún, ¿de dondesaldría el dinero?

No, me dije, Joe se había

equivocado por completo en eso.Alguien tenía que asumir laresponsabilidad de llevar una casa, yese alguien tenía que ser yo. Esindiscutible que Jim es un soñador yun artista, mientras que yo soypráctica, sensata y realista. Séhacerme con el control de lasituación y lo avalan mis veinte añosde enfermera. No me cabía la menorduda de que yo debía asumir elcontrol. Abrí la boca paraexplicárselo, pero Joe ya habíacomenzado a hablar.

—¿Dónde ha quedado el

romanticismo de tu vida, Christine?—me preguntó, y la pregunta mesorprendió—. Y ya que estamos,¿dónde está tu sentido del humor? ¿Ytu creatividad? ¿Y tus ganas dedivertirte? ¿Y tu pasión?

Tenía la ligera impresión de quemi boca seguía abierta pero, aunquesea raro en mí, no salía de ella ni unapalabra.

—Mira —murmuró Joesuavemente, mientras apuntaba alhorizonte, detrás de mí.

Obediente, me volví y lo que vime hizo ahogar un grito de asombro.

El cielo era una mezclaindescriptible de tonos rosados ydorados, donde se recortabanbellamente las siluetas de los botesque navegaban a lo lejos. Unregimiento de delgadas nubes delcolor de las llamas escoltaban almajestuoso sol de oro, que, alzadosobre el océano, derramaba unasuave luz dorada sobre la playa.

—Ay, Joe —logré balbucear,incapaz de apartar los ojos deaquella espectacular vista—. Cuántarazón tienes. ¿Dónde está elromanticismo de mi vida?

Esperé su sabia respuesta.Como no llegaba, me volví y mesorprendió ver que, salvo por lashuellas recientes de los neumáticos,la playa estaba completamentedesierta.

CINCO

Las preguntas de Joe meobsesionaron durante unos cuantosdías. No podía dejar de pensar encómo podían redescubrirse aspectostan intangibles como elromanticismo, la diversión, la pasióny la creatividad. ¿Por dóndeesperaba que empezase? Además,cualquier persona razonable quesupere los cuarenta sabe que eso soncosas que suelen desaparecer cuandose entra en la mediana edad. Si

tuviera que decir algo, diría que losperdí en las mismas misteriosas yoscuras cavernas de mi mente quetambién se habían tragado elentusiasmo, el idealismo y laesperanza por un futuro mejor.

La supervivencia y la seguridadeconómica habían reemplazadoinsidiosamente las frivolas metas dela juventud, y quizá sea así como sesupone que debe ser. Quiero decirque, cuando se tiene una familia, haymuchas más cosas por las quepreocuparse que las pasiones y ladiversión. Al menos, eso era lo que

yo siempre había creído. Si ésa erala manera, como siempre indirecta,en que Joe me indicaba que debíatomar un nuevo rumbo, me parecióque lo mismo me podía haber pedidoque sacara un conejo de una chistera.Simple y llanamente, no podíahacerlo.

Me quedé sentada en el coche,reflexionando sobre todo eso,mientras esperaba delante de laescuela de karate a que los niñosacabaran su clase. Pensaba llevarlosa casa para que cenaran rápido yJoey se pusiera con los deberes.

Luego llevaría a Gracie a su clase deballet. Pero entonces ocurrió algoextraño. Joey salió como untorbellino por la puerta de la escuelay se metió de cabeza en el coche, conuna cajita de cartón llena de hierba ytrozos de lechuga. Sin darme tiempoa preguntar nada, Gracie apareciócon un conejito escuálido acurrucadoentre sus bracitos rechonchos.

Supongo que no deberíahaberme sorprendido.

—¡Mami! —exclamó Joey conla excitación propia de los niños denueve años—. ¡Gracie ha encontrado

un conejo! ¿Nos lo podemos quedar?Por favor, mamá. No daráproblemas. ¿Podemos? Por favor.

—No sabes si él es un conejo—reprochó Gracie a su hermano—.Podría ser una coneja, ¿verdad,mami? —dijo, sosteniendo altembloroso animal contra el pecho—. ¿Nos la podemos quedar? Porfavor, ¿podemos? Ya le he puestonombre. Se llama Jersey.

Entonces ocurrió otra cosaextraña. Me oí decir «sí», a pesar desaber que sería yo la que acabaríacuidando de aquel débil animalillo.

En aquel momento, no era conscientede que aquel conejo medio muerto dehambre que sostenía mi hija sería elcatalizador de algunos importantescambios en la dinámica de nuestrafamilia.

Gracie decidió que no quería ira su clase de ballet esa noche y,aunque sé que debí darle un sermónsobre la responsabilidad y sobreacabar lo que se empieza, la verdades que sentí un gran alivio. No teníaganas de conducir más, y eso por nomencionar que así podría preparar laverdura y la pasta que había

comprado por la mañana en una demis excursiones diarias al Shop-Well.

Nunca imaginé que llegaría aestar ansiosa por cocinar, pero, porraro que parezca, al disponerinesperadamente de un rato libre, meentraron ganas de cocinar unaauténtica cena casera para mis hijos.Jim tenía un par de clasesapalabradas en la escuela primariade Bradley Beach y luego unaactuación con su banda en elHarold's, así que no llegaría a casahasta mucho más tarde. Por algún

motivo, eso también me quitó un pesode encima. Supongo que me sentí unpoco más libre para experimentar enla cocina. Y no es que Jim se hubieraquejado nunca. Supongo que sólotenía miedo de que se quejara algúndía.

Me sorprendí tarareandomientras ponía a hervir el agua parala pasta y comenzaba a cortar lostomates, las cebolletas y los ajos.Entonces capté un sonido muyextraño procedente del salón, dondeJoey y Gracie jugaban con su nuevamascota. Se trataba del maravilloso y

característico sonido de lasconversaciones. Por increíble queparezca, su entusiasmo infantil porJersey les había hecho olvidar susentretenimientos habituales, esto es,la tele, los videojuegos y los cedes.Por primera vez, no se oía nada másque las risillas sofocadas y loscomentarios emocionados de mis doshijos. Sus risas y sus chillidos deplacer me acariciaban los oídos y,por un momento, dejé de cortar laverdura y me quedé escuchándoloscon una enorme sonrisa que nacía delo más profundo de mi ser.

Cenamos en la mesa, juntos, sinmirar el reloj y sin el parloteoincesante del televisor. Meavergüenza admitir que ni siquierarecordaba la última vez quehabíamos cenado así. Los niños mecontaron que Gracie habíaencontrado el conejo en el patio delcolegio. Joey la había ayudado acapturarlo, y la maestra de Gracie leshabía explicado los pormenores de ladieta de un conejo. Nos reímos,charlamos, comimos.. . Y tuve lavaga impresión de que un rincónhambriento de mi alma encontraba,

por fin, alimento.Gracie y Joey jugaban a pillar

en el jardín mientras yo lavaba losplatos y los observaba desde laventana de la cocina. La tarde deseptiembre, en los últimos días delverano, era todavía cálida yagradable. Hasta el irritante ruido dela puerta mosquitera, que no parabade dar portazos, me traía recuerdosagradables de los díasdespreocupados de mi infancia y medi perfecta cuenta de que meacababan de hacer un regaloprecioso.

Los chicos se sentaron en lamesa de la cocina e hicieron susdeberes, mientras yo les preparabalos bocadillos para el almuerzo deldía siguiente. Estaba concentrada conel bote de mantequilla de cacahuetecuando Joey me preguntó si queríahacer un «test de inteligencia». Ledije que sí y él me hizo unas cuantaspreguntas simples, que yo respondísin pensarlo entre fruta, pan, tarros yenvoltorios. Gracie y Joey se reíande mis respuestas. No entendí qué leshacia; tanta gracia hasta que, en ladécima pregunta, Joey me dedicó una

mirada maliciosa y me dijo: —Gracias por hacerme los deberes,mami. Por lo que fuera, no se meocurrió darle uní sermón sobrehonestidad y, en lugar de eso, me reíde mí misma. Para sorpresa mía,reírme me hacía sentir mucho mejorque sermonear.

Después de que se bañaran, nosreunimos todos en la habitación deGracie, donde se pusieron lospijamas y se prepararon para ir a lacama. Esa noche, los dos queríandormir con el conejo, así quedecidimos que Joey dormiría en el

plegatín que había en la habitaciónde Gracie para que el conejo «no sesintiera solo». Los dos me dieron unbeso de buenas noches y luegocorrieron a la caja de cartón quehabíamos dejado en un rincón de lahabitación y le dieron las buenasnoches a Jersey.

—Mamita —dijo Joey, cuandoya salía de la habitación. Hacíasiglos que no me había llamado así.Por lo general, decía «mami» o«mamá», pero nunca «mamita».

—¿Qué pasa, cariño? —pregunté desde el umbral.

—Esta noche me lo he pasadomuy bien.

—Yo también —admití con unasonrisa.

—Y yo —añadió Gracie desdesu cama.

Pero Joey no había terminado.—¿Crees que podríamos hacer

esto todos los días si Gracie dejarael ballet y dejáramos también elkarate? —preguntó—. Me gustamucho más estar contigo que con elprofesor de karate.

—Y a mí —corroboró Gracie.Menos mal que estaba oscuro y mis

hijos no vieron las lágrimas queasomaron a mis ojos. Desanduve mispasos y me senté en un lado de lacama de Joey, en la oscuridad. Loabracé y besé la suave piel de sumejilla.

—Me parece una buena idea —dije, con la esperanza de que mi vozno reflejara la profunda emoción queme embargaba. Me levanté y besétambién a Gracie—. Ya hablaremosde esto por la mañana, ¿de acuerdo?

Cuando los niños se hubierondormido, salí al jardín con mi vieja yoxidada silla de playa. Me dejé caer

en ella y miré fijamente el cielooscuro, aspirando los últimosefluvios del aire veraniego, cargadode olor a flores. Levanté la vistahacia las estrellas y comencé abuscar las constelaciones que habíamemorizado de pequeña. Cuandoapenas había tenido tiempo paraidentificar la Osa Mayor, sentí elcalor de una mano sobre la mía, quetenía apoyada en el brazo de la sillade playa. Podía

haberme asustado, pero no tuvemiedo. Sabía quién era.

—Esta noche has estado

maravillosa —dijo Joe con dulzura.—Gracias —murmuré, todavía

con la vista en las estrellas.—¿Eres feliz? —preguntó.—Tiene gracia que lo preguntes

—respondí con una sonrisasatisfecha—. Hacía años que no eratan feliz. No sé si acabo de entenderpor qué, pero tampoco me lo planteo.Simplemente disfruto de mifelicidad.

—Bien.Entonces me di cuenta de cuánto

me había costado encontrar lafelicidad donde debía. Hasta

entonces solía buscarla en el fondode un helado de medio litro o en miinforme laboral anual o en la balanzao en mi sueldo. Me di cuenta de queme sentía satisfecha sin tener ningunarazón en particular. Normalmente, aesa hora, estaba exhausta y asaltabala nevera en busca de consuelo,energía o cualquier otra cosa. Que yorecuerde, era la primera vez que notenía hambre a esa hora. Pensé queun poco de té aromático me sentaríabien, pero no quería nada más.

—Me alegra que vuelvas acomunicarte con tu cuerpo —

sentenció Joe—. Eso siempre vabien.

Como por arte de magia, elviejo velo que me había hecho verlas cosas de forma confusa durantecuarenta y ocho años comenzólevantarse. Entonces me di cuenta deque había vivido cerebralmente, sinescuchar a mi cuerpo. Había tratadoa mi ser físico como si no tuviera vozni voto. Sin duda, llevabademasiados años luchando contra mipeso. Siempre medía lo que podíacomer y jamás escuchaba lo que teníaque decir mi cuerpo.

—¿De verdad es todo tansimple, Joe? —pregunté, conevidente turbación—. Nunca me paroa pensar en cómo me siento. Quierodecir, cómo me siento de verdad.Siempre estoy con dietas y visitandoa supuestos expertos para que medigan lo que mi cuerpo necesita. Perono es su cuerpo, es el mío. Lo quepasa es que nunca le he prestadodemasiada atención ¿no? —Eso es.

Estaba lanzada y no podía pararde hablar. —Esta noche me hepermitido experimentar sensacionesque hacía años que no sentía y, de

golpe, no tengo nada de hambre. Esosí que es un verdadero progreso,¿sabes? Ayúdame a recordarlo,¿vale? ¡No quiero volver asepararme de mi cuerpo nunca más!

Estaba convencida de que Joese alegraba por mí, pero aun así loveía pensativo.

—¿Estás ya preparada para darun paso más? —me preguntófinalmente.

—Sí, claro. Por su puesto —mentí.

Un solo progreso al día era másque suficiente para mí, pero esa

noche Joe estaba envuelto en un aurade tristeza, y yo quería que fuera tanfeliz como yo. Cuando se ponía así,lo único que parecía animarlo erapoder darme dolorosas lecciones.Por eso no me importaba en absolutoseguir profundizando voluntariamenteen mi vida.

—¿Has pensado en nuestraúltima conversación? —quiso saber—. La del romanticismo, la diversióny la creatividad...

—Claro —contesté con orgullo—. ¿Es que no me has visto estanoche? ¿Acaso no has visto el plato

de pasta que he preparado? ¡Eso síes creatividad!

Pero Joe no se rió, y eso measustó.

—Hablemos de tu relación conJim —sugirió—. ¿Qué tal va?

—Supongo que bien —tanteé—.Vamos, es que tampoco lo veodemasiado y, bueno, supongo que vabien.

Joe me estrujó la mano y seinclinó para mirarme a los ojos.Había en él una intensidad y unafuerza que nunca antes había visto.

—Pues no es suficiente,

Christine —dijo—. Tienes queexigirte más por lo que respecta a lasrelaciones. Tienes que volver aavivar el fuego. Tienes que recuperarlos sentimientos. ¿Lo entiendes?

No me gustó que toda laresponsabilidad de la salud denuestro matrimonio tuviera querecaer sobre mis hombros. Quierodecir que, seguramente, yo tengoparte de culpa y quizás hayacometido algunos errores, pero Jimtambién. Al fin y al cabo, cualquierrelación necesita de la participaciónde dos personas. ¿Por qué me

cargaba a mí con todo el peso?Esperaba con todo el corazón que nome dijera que no estaba poniendo losuficiente de mi parte, porque si lohacía, acabaríamos discutiendo. Yotrabajaba en casa como una esclava,por no mencionar que tambiénganaba la mayor parte del dinero,mientras que Jim se sentaba en un bara tomar unas copas y tocar con subanda. Ah, no. Iba a ser inflexible eneste punto.

—No, Joe —respondí—. No loentiendo. Para devolver la chispa auna relación hacen falta dos —añadí

—. Sabes perfectamente que nopuedo hacerlo sola.

—Te equivocas, Christine —mecorrigió, sin poner ni una brizna dereproche en su voz—. Para encontrarel romanticismo con tu pareja,primero debes ser romántica. Tienesque ser capaz de vivir con turomanticismo.

—¿Ah, sí? —exclamé,boquiabierta.

—Tienes que hurgar en tuinterior para encontrar tu espírituaventurero, recordar qué hay quehacer para pasarlo bien y reavivar

tus pasiones. El romanticismoconsiste en eso. Tiene muy poco quever con la persona que comparte lavida contigo y muchísimo con laforma de verte a ti misma. Si norecuerdas qué es el verdaderoromanticismo, mira a tus hijos,porque ellos son el vivo ejemplo. Silos observas con detenimiento, temostrarán cómo debes comportarteen cada momento.

Entonces me asaltó un terriblepensamiento. —¿Estás a punto devolver a irte, Joe? —pregunté con lamayor ternura con que jamás había

preguntado nada—. Porque yotodavía no estoy preparada. No tengoni idea de cómo voy a reconstruir mivida. Todavía te necesito, Joe.

—Ya lo sé —respondió—. Nome voy a marchar tan pronto. Lo quepasa es que quiero que tú... y el restodel mundo... consigáis arreglar esteasunto del amor.

Suspiré aliviada. Por lo menostendría asegurado un respirotemporal.

—Sabes que lo intento, Joe —insistí—. Pero si quieres pondré másempeño. Sólo necesito unos cuantos

consejos más, ¿vale?—Vale. Muy bien —respondió,

resplandeciente—. Dime, ¿qué fue loprimero que te atrajo de Jim? Tienesque ser totalmente sincera, Christine.

—Eso es muy fácil —contesté—. Su música. Me encantaba lo queera capaz de hacer con su saxofón.

—¿Y qué más? —me presionó,para conocer más detalles—. Intentarecordar.

—Bueno, me encantaba la ideade estar enamorada de un músico —admití como un corderito, einmediatamente me avergoncé de

tener tan poco carácter—. Eraemocionante, ¿sabes? Veía que lasdemás chicas me envidiaban. Quierodecir que Jim podía haber elegido acualquiera, pero me escogió a mí yeso me hacía sentir muy especial.

—Todo el mundo quieresentirse especial —apuntó Joe condulzura—. Pero cuéntame más cosasde por qué te enamoraste de Jim.

No estaba segura de qué andababuscando, pero sabía que Joesiempre perseguía la verdad, porestúpida que pareciera. Sin perder devista esa idea, continué hablando.

—Una vez, cuando creía que nole miraba, vi que daba la mitad de subocadillo a un vagabundo —acabédiciendo—. Me caló muy hondo.

—Ya me acuerdo —dijo Joe,con una sonrisa—. A mí también mecaló.

—... Y era una de las personasmás alegres que he visto en la vida—añadí—. ¿Sabes? Cuando selevantaba, lo primero que hacía debuena mañana era comenzar a cantaro a silbar. ¿Cuánta gente conoces quese levante así?

Me detuve un momento y me

paré a pensar en todo aquello. Derepente, me di cuenta de que hacíauna eternidad que no escuchaba lossilbidos ni los cantos desenfadadosde Jim, y me invadió una enormetristeza.

—Y ahora dime qué pasó —meinstó, poniendo la directa—. ¿Dóndefue a parar tanto amor? —preguntó—. Y, sobre todo, ¿qué es lo quetanto te preocupa?

No quería contestar a esaspreguntas. Ponerme bajo aquelmicroscopio cósmico a través delcual Joe quería observarme era

doloroso. Estaba a punto de negarme,pero al mirar sus ojos, sinceros einquisitivos, supe que no podíadecepcionarlo.

—El poder —admití con vozrota—. Me da miedo que Jim puedatener algún poder sobre mí.

—¿Y por qué?—Porque entonces lo tendría

todo —respondí—. Y yo estaría ensus manos.

—Ay, cielos —susurró Joe—.¿Por qué sigues temiendo servulnerable? ¿Por qué todavía teintimida tanto esa parte tierna y

femenina que llevas dentro?—¿Qué? —protesté, incrédula

—. No me asusta mi feminidad —insistí con cabezonería—. Me asustaperder terreno a manos de... unhombre... de alguien a quien quiero.

Joe negó con la cabeza ylevantó la vista a las estrellas. Sequedó observándolas en silencio,mientras yo luchaba a solas con mispensamientos. Tuve la extrañasensación de que Joe y yo habíamosentablado una especie de guerrasilenciosa e invisible.

Tras lo que me pareció un largo

rato, Joe volvió a hablar, y su tonoera tan cálido y suave como la propianoche de verano.

—La única razón por la que teasusta dejar que Jim se te acerque esel miedo a que lo que encuentre ledecepcione..., porque tú estás unpoco decepcionada contigo misma.¿No es así, Christine?

Mi primer impulso fueprotestar, pero sabía que sería envano. Desde el preciso momento enque pronunció esas palabras, supeque eran ciertas. Nunca habíaquerido que Jim descubriera que sólo

era una más del montón.Estaba condenada a ser una

asalariada para toda la vida, atrabajar a la sombra de alguien, sinluz propia con que brillar. Muchotiempo atrás me había dado cuenta deque en este mundo de carreras decaballos purasangre, yo era una mulade carga y siempre lo sería. ¿Quiénpodía culparme por no querercompartir esa información con mimarido?

Joe me sujetó las manos entrelas suyas.

—Christine, eres una artista del

más antiguo y noble linaje —dijo,con dulzura—. ¿No lo sabías?

—¿Ah, sí? —vacilé, respirandohondo—.

Pues tú dirás.—No eres una más del montón.

Tú curas a la gente —explicó, y yoladeé la cabeza como un perritoávido de caricias y esperé a quecontinuara—. Educar y curar formaparte de tu destino,independientemente de cómo te ganesla vida —dijo—. A las personascomo tú las llamaban chamanes ygozaban de un gran prestigio en la

sociedad. Tú eres una descendientedirecta de ese linaje. Sin dudaalguna, por eso elegiste la profesiónde enfermera. Pero la medicinamoderna ya no valora tus talentos nitu preciosa intuición en esa área. Poreso debes encontrar otro camino quete permita brillar con luz propia.

Me quedé pasmada. Sin habla.Y halagada.

—¿Y sabes qué? —añadió.Incapaz de contestar, me limité

a negar con la cabeza.—Todas las personas del

mundo son artistas y especiales a su

modo —me explicó—, pero no todosse dan cuenta. Jim tiene suerte. Es laclase de artista que los demástambién reconocen. A los bomberos,las madres, los científicos, lascamareras, los maestros y loscontables les resulta mucho másdifícil reconocerse como los artistasque son. El truco está en encontraruna forma de expresarse mediante eltrabajo que se tiene. Debes descubrirel fin y la belleza de todas esaspequeñas cosas que creas al cabo deldía, ya sea un plato de pasta, unaoperación de reanimación hecha, un

hogar armonioso o una nota demúsica, un bonito cuadro o un juegocon tus hijos. Todo eso mejora lacalidad de vida.

Cuando finalmente entré parairme a la cama, todavía estabadesconcertada por las palabrasprofundas y sinceras de Joe. Miré amis hijos y les di un beso suave ensus mejillas de satén, sindespertarlos. Me sentía como siestuviera flotando.

Antes de meterme en la cama,algo me empujó hacia la cocina,donde hice algo que no había hecho

en muchos años. Saqué mimaravilloso plato de pasta de lanevera y lo dejé al lado delmicroondas. Entonces me acerqué alarmario de la vajilla, saqué uno demis platos favoritos pintados a mano,que casi nunca uso, y lo coloquésobre la mesa de la cocina.Finalmente, dejé una nota para Jim enun Post-it rosa. Escribí:

Si tienes hambre, esta muestrade mi arte es para ti.

Me desperté ligeramente en misueño cuando Jim regresó de suactuación en el Harold's. Estaba

demasiado cansada para abrir losojos y sólo era vagamente conscientedel rumor reconfortante delmicroondas y el ruido de cubiertos alo lejos.

Entonces mi marido entró depuntillas en la habitación, se deslizóa mi lado y me besó con gran ternuraen el hombro desnudo. Sin avisar, mecaí de cabeza al vacío, tal comohacía diez años atrás, y me dejéllevar por adormilados recuerdos denuestro antiguo amor.

SEIS

Además de estrechar el contactocon mis hijos, también comencé aentregarme más a mis pacientes. Alfin y al cabo, era una artista y cuandoestaba en el trabajo, el pie de lacama era mi lienzo. Comencé ahablar con los pacientes y descubríque la gente mayor tenía historiasfascinantes que contar si alguien sepermitía un poco de tiempo paraescucharlas. En el Centro MédicoMetropolitano, yo no me lo podía

permitir, pero, aun así, losescuchaba. En lugar de rellenar elpapeleo en el silencio estéril de lasala de enfermeras, me llevaba losformularios a las habitaciones de lospacientes, me sentaba en una cómodasilla y los animaba a hablar mientrasyo preparaba mis informes de turno,levantando la cabeza de vez encuando para compartir una sonrisacon ellos.

Comencé a sentirme enfermerade nuevo. No, a sentirme una chamán.Me encantaba ese término y hastaconsideré añadirlo a mi placa de

identificación. Iba mejorando cadadía, hasta que nuestro auxiliaradministrativo, sólo preocupado porlos horarios y los números, me llamóaparte. Me dijo que pasabademasiado tiempo junto a las camas,en lugar de hacerme cargo de otrastareas importantes como las facturasde suministros o la preparación delos informes para que las mutuasmédicas nos pagaran.

Me reí.Él no.—En mi opinión, cuidar y

consolar al paciente es trabajo de

enfermeras —repuse con decisión,sorprendida de que un administrativoque nada tenía que ver con lamedicina se creyera con derecho acriticar mis décadas de experiencia yaptitudes.

Desgraciadamente, tenía todo elderecho. El sistema sanitario actualdel Centro Médico Metropolitano leconcedía ese inmerecido privilegio,y yo no podía hacer nada porevitarlo. ¿O sí?

—Aguantarles la mano no sirvepara que las terceras partes nospaguen —me replicó, ajeno por

completo a la estupidez que acababade pronunciar—. Tú eres unaenfermera diplomada con un sueldomuy alto —continuó—. Deberíastener ocupaciones mejores.

—Tienes toda la razón —dije—. Y las tengo. En ese pasillo hayuna mujer a la que se le acaba deimplantar una prótesis de cadera y ala que le da un miedo terriblemoverse. Necesita que alguien ledevuelva la confianza y hasta ledibuje lo que se le ha hecho para queempiece a aceptar esa nueva parte desu cuerpo —espeté, y me levanté

para marcharme—. Si me permites,tengo que hacerme cargo de muchaspersonas, y no de tanto papel.

Giré sobre mis talones y volvícon mis pacientes, convencida de queno tenía nada que perder, excepto untrabajo que odiaba hacer como memandaban. Estaba segura de que Joetenía razón al decirme que era unaartista y una chamán, y no pensabanegarlo. Decidí hacer mi trabajo talcomo sabía que debía hacerse y dejarque las cosas cayeran por su propiopeso. Era una enfermera, no unamáquina de rellenar papeles, y esa

idea me satisfacía enormemente.Me di cuenta de que me había

acostumbrado a aceptar lamediocridad, y no sólo en el trabajosino también en mi matrimonio. Siquería ser sincera, sabía que tendríaque centrarme en lo que estabapasando entre Jim y yo. En las pocasocasiones en que compartía misdesgracias maritales con otrasmujeres, lo que siempre acababasaliendo en la conversación era laestupidez de que debía dar graciaspor tener compañía a mi edad. ¿Porqué siempre dicen eso? Como si

después de los cuarenta lo único quese pudiera pedir a una relación fueraestar bien acompañado. Pues yoquería algo más. Quería amor,pasión, emoción y romanticismo, yno esa estupidez de «estaracompañada». Había silenciado missentimientos manteniéndome ocupadaun montón de años, mientras lasdemás facetas de mi vida se poníanen punto muerto. No tenía ningunaintención de continuar en esa especiede limbo ni un segundo más. Ya erahora de poner las cosas en su sitio.

Acabé mi turno y salí a la cálida

y dulce tarde de septiembre. Habíallovido hacía poco, pero el solvolvía a brillar con sólo algunapincelada de otoño en el claro cielo.

Mientras me dirigía alconcurrido aparcamiento donde teníael coche, me asaltaban multitud depensamientos y preguntas sobre cómodebía reorganizar mi vida. Sentía queya habían empezado a producirsealgunos cambios importantes,especialmente desde que habíacomenzado a sentirme más cerca demis pequeños hijos, y me preguntabasi debía sentirme satisfecha sólo con

eso.—La autocomplacencia nunca

es la meta —dijo una voz familiar,pero no me sorprendió lo másmínimo encontrar a Joe sentado en suHarley, al lado de mi Toyota.

—¿Qué tiene todo el mundo encontra de la comodidad? —dije,muerta de risa.

—Mientras no olvides seguircreciendo cuando estás tan ocupadaen comodidades... —bromeó.Entonces golpeó el asiento de piel desu moto—. Vamos, ven a dar unpaseo conmigo —me invitó.

No me lo esperaba y me puse unpoco nerviosa.

—¿Qué? No, no, Joe, no puedo.; —Claro que puedes —me retó conuna sonrisa picarona—. Jim recogehoy a los niños en el colegio y, si mepermites, tienes suficientesprovisiones para alimentar a unejército. —Pero...

—Pero a menos que tengas algomejor que hacer que buscar elsentido de la vida —me interrumpió—, me parece que es un buenmomento para realizar una seriaintrospección en tu alma —dijo,

mordiéndose el labio inferior paraocultar una sonrisa burlona, mientrasesperaba mi respuesta.

No muy convencida, agarré elcasco que me tendía y me subí detrásde él.

Salimos del aparcamiento delhospital ante las miradas atónitas delos visitantes que llevaban flores ylos empleados que cambiaban deturno. Supongo que aquella reacciónno debería haberme sorprendido.

En un hospital digno yconservador como aquél, Joe y yoformábamos una extraña pareja: una

enfermera cuarentona con la ropa delhospital, de paquete en unamotocicleta con un tipo de pelo largoy aspecto extravagante, que saludabacon la cabeza y sonreía a todo el quese le cruzaba. Lo curioso del caso esque la situación me pareciódivertida.

Aceleramos un poco y nosdirigimos hacia el norte por OceanAvenue, con la brisa húmeda del marbañándome la cara. Mientrascorríamos entre casas, puestos deperritos calientes y restaurantes, mevacié del aire putrefacto del hospital

y me llené los pulmones de aireoceánico, fresco y limpio.

—¿Adonde vamos? —grité aloído de Joe.

—A Sandy Hook —respondiópor encima del rugido del motor.

Sandy Hook era una pequeñapenínsula de Jersey que penetra en elocéano como un garfio. Las playas deesa península no están edificadas ytienen una belleza tosca. Cuando elcielo está claro, algo habitual aprincipios del otoño, se veManhattan desde la orilla.

Joe condujo unos cuantos

kilómetros más, hasta la punta delgarfio, y se detuvo en el últimoaparcamiento. Desmontamos ycolgamos los cascos del manillar,como una pareja de curtidosmotoristas. Me quité los zapatos y,con ellos en la mano, nos acercamosal agua.

Mientras caminábamos, echéuna mirada furtiva a Joe y mesorprendió su extraordinarioatractivo físico.

La brisa del mar le revolvía lamelena y el sol iluminaba las canasplateadas. Aunque no era de portada

de revista, tenía un aura de serenidaden el rostro que lo hacía irresistible.Pero lo que más me gustaba de éleran sus labios, carnosos y con unaligera inclinación hacia arriba enambos extremos, como si fuera asonreír a la primera ocasión.

Habían pasado años desde laprimera vez que observé todos esosrasgos y, de repente, sentí unapunzada de culpabilidad. ¿Cómopodía encontrar a ese hombre tanincreíblemente atractivo si estabacasada y era madre de dos niños?¿Cómo podía ser tan frivola? ¿Por

qué no había evolucionado losuficiente para dejar de lado laatracción física y poder centrarme entodas las cosas maravillosas que Joepodía enseñarme? Diez años atrás,cuando lo vi por primera vez, ya meencontré con ese problema, y ahíestaba de nuevo, comportándomecomo si todavía fuera unaquinceañera en busca de una estrelladel rock.

Joe debió de notar mi angustia.—¿Estás bien? —preguntó comoquien no quiere la cosa, aunque yosabía muy bien que él nunca

preguntaba nada porque sí. Joe nuncasacaba a relucir una cuestión sin unpropósito claro y definido y, además,yo sabía que no me dejaría escurrirel bulto.

Estaba de pie en la orilla y dejéque una ola me mojara los piesdesnudos.

—Ay, Joe —suspiré—. Yavuelve a torturarme lo mismo. Mesiento muy culpable por estar aquícontigo.

—¿Y eso por qué? —preguntó,sin demostrar ninguna emoción.

—Porque estoy volviendo a

enamorarme de ti —admití, abatida—. Ya sé que nuestra relación sesupone que es pura, inocente, casta ytodas esas cosas —conseguí añadir—, pero comienzo a sentir algo por tique no es tan casto

—dije, sin acabar de creer quele hubiera soltado aquello. Me sentíafatal—. Soy una mala persona, Joe—continué—. No dejo de pensar porqué Jim no puede parecerse más ati... y ser amable, paciente, sabio eimparcial.

—¿Y cómo sabes que no es así?—me preguntó con calma.

—Porque estoy casada con él—espeté, aunque creo que lo hicedemasiado deprisa. Debí sospecharque Joe me estaba lanzando elanzuelo, que, por otra parte, parecíasu método preferido de enseñarme loque quería que aprendiera en cadamomento.

Joe apoyó la espalda en unaroca del espigón y, al verloiluminado por el sol tenue y doradode la tarde, se me subió el corazón ala garganta. .

—En primer lugar —comenzóJoe—, todos esos sentimientos que

están despertando de repente y teestán invadiendo no tienenabsolutamente nada que ver con unaatracción física hacia mí.¿Entiendes? Así que deja de sentirteculpable, ¿vale?

—¿Entonces, qué puede ser? —pregunté.

—Es el amor que vuelve a tucorazón —explicó pacientemente,mientras otra ola me mojaba los piesy se extendía por la arena—. Lo queocurre es que estás confusa porquehace mucho tiempo que cerrabas elpaso al verdadero amor.

—Ah. —Fue lo único que pudedecir, ya que me había quedado sinpalabras.

—Y sobre eso de que tegustaría que Jim fuera mejor —continuó Joe—, puedes ayudarlerelajándote y convirtiéndote en unapersona más feliz. Deja de querersolucionarle la vida y concéntrate enti. Déjale el espacio que necesitapara demostrarte quién es enrealidad. Deja de contar las copasque bebe, de mirar el reloj y deimaginarte qué estará haciendo porahí —prosiguió. Los dos estábamos

quietos y las olas seguían mojándomelos pies—. Deja de controlarle lavida, Christine —me recomendó, yyo, aunque me dolía, sabía que teníarazón.

A medida que habían idopasando lo años, en lugar de intentarmejorar las cosas, me había vueltomás rígida y controladora, y estabadestruyendo nuestra relación.

No sé cómo pude darme cuentade aquello en tan sólo un segundo,pero así fue. Quizá fue osmosis oalgo parecido. . —¿Sabías que Jimreza por ti cada noche? —me dijo

Joe en un tono tan apagado que casino se le oía.

Esas palabras me llegaron muyadentro e inmediatamente noté quealgo se movía físicamente en micorazón, como si se produjera uno deesos movimientos tectónicos queproducen los terremotos.

—¿Ah, sí? —pregunté con unhilo de voz—.

¿Qué dice?—Eso es información

confidencial.—Perdona. Es sólo que... —

comencé, pero no pude continuar

porque la emoción se hinchaba comoun globo dentro de mí y menguaba micapacidad de hablar.

—Dime —me animó Joe.Comencé a llorar.—Es sólo que no sabía que

todavía se preocupara tanto por mí—sollocé—. Es que es lo más dulcey romántico que ningún hombre hayahecho jamás por mí.

Joe permaneció en silenciomientras yo meditaba. Imagínate, unhombre que reza por su mujer, poruna mujer que lo critica y loatormenta con infinidad de cosas

insignificantes.Estaba sorprendida, pero aún

me rondaba algo por la cabeza.No todo lo que me preocupaba

era trivial o irrelevante y, aunquerezara por mí, también había hechocosas que me habían heridoprofundamente.

Para mí era difícil, por no decircasi imposible, olvidar algunos deesos episodios. ¿Qué se suponía quedebía hacer con toda esa carga?

—¿Qué hago con todo miresentimiento, Joe? —pregunté contimidez. El rostro de Joe se endulzó,

lleno de compasión, mientras yo leformulaba la pregunta más difícil—.¿Cómo me deshago del rencoracumulado por las cosas que me hizoen el pasado?

Sin palabras, Joe extendió lasmanos dócilmente y yo se las tomé.

—Cárgame con tu resentimiento—murmuró dulcemente—. Es laúnica manera de deshacerse de él.Sólo tienes que susurrármelo al oído,aunque pienses que no estoyescuchando, y yo me haré cargo deél.

—¿En serio? ¿Así de sencillo?

—pregunté esperanzada—. ¿Quieresdecir que no lo he echado todo aperder? ¿Quieres decir que todavíahay esperanza para que las cosasvayan bien entre Jim y yo?

—No se han estropeado tantocomo crees —dijo Joe, con astucia—. Lo que pasa es que te dejastellevar por el papel de «esposa». Teabandonaste y comenzaste apreocuparte de todos los demás, yespecialmente de sus defectos, enlugar de centrarte en ti. Eso siempreha sido tu mayor problema.

—¿Y qué debo hacer? Dime

algo concreto, ¿eh? —le supliqué.—Vale —aceptó, después de

reírse—. Para que las cosas mejorentienes que encontrarte a ti misma.Quiero que vuelvas a casa y tereserves un hueco en cualquier parte.Ya sé que la casa es pequeña, perono necesitas una habitación entera,sólo necesitas un rincón, un espacioque sea sólo tuyo. Personalízalo concosas que aprecies, ya sabes, con laalfombrilla azul que tanto te gusta, eljarrón pintado a mano que te dio tuhermana, o incluso tu cofia deenfermera, si es que la encuentras.

—¿Y eso de qué va a servir? —puse los ojos en blanco.

Como de costumbre, Joe semostró infinitamente pacienteconmigo.

—¿Te acuerdas de cuandotrabajamos juntos hace diez años? —preguntó—. ¿Te acuerdas de cuandote hice hacer limpieza en tu armario ytu no parabas de quejarte por ello?

Pensar en ello me provocódolor.

—¿Cómo quieres que lo olvide?—admití, soltando un suspiro—.Tenías razón, tenía que abandonar un

montón de cosas que medesordenaban la vida y no medejaban hacer lo que debía —concedí—. Pero ya no es el caso.

—Ya lo sé —dijo—. Ahora loque quiero es que refuerces un pocotu espacio vital. No quiero queabandones tus cosas con facilidad.En lugar de vivir en nombre delmatrimonio, tienes que reservar unpoco de tiempo y de espacio para tisola. Jim lo entenderá. Es un buenhombre. Sólo tienes que volver aponer un poco de fe en él. Siéntate aobservar en qué se convierte en el

espacio que le dejes. Supongo que note decepcionará.

—¿Supones? —lo provoqué—.¿Tienes que suponerlo? ¿No sabescómo reaccionará Jim?

Joe pareció herido de veras yno era difícil adivinar el motivo.Había vuelto a dudar de él y supongoque estaba harto de tantadesconfianza. Comencé a reformularla frase, pero Joe ya habíacomenzado a hablar.

—Aquí entra en juego algollamado «libre albedrío» —explicó—. Me gustaría que la gente intentara

recordarlo. Yo no lo controlo todo.Sólo estoy disponible para ti y paratodo el mundo, como una especie deservicio de rescate que enseña lasalida a los que se han perdido, peronadie dice que sea obligatorioseguirme. Lo único que digo es quese trata de una decisión personal.

—Lo siento, Joe —murmuré—.Te insulto constantemente, cuando loúnico que intentas es ayudarme. ¿Meperdonas?

Joe tardó en contestar. Seseparó de la roca en la que se habíaapoyado y caminó por la arena que la

marea había alisado. Recogió unpalito y comenzó a escribir.

—Haré algo mejor queperdonarte —anunció, con unasonrisa—. Te escribiré unos cuantosrecordatorios —añadió, grabando laspalabras sobre la arena—. Ya sabes,algunas cosillas a las que tienes queprestar especial atención.

Observé atónita cómo escribíacon el trazo más exquisito que hevisto nunca:

Receta de Christine para elromanticismo

1. Recuerda que no has dejadode amar ni a tu marido ni a tu trabajo.Has dejado de amarte a ti misma.

2. Si quieres saber cuál es tuobjetivo, mira en el espejo.

3. Esfuérzate por no volver asepararte jamás de tu cuerpo.

4. Deléitate sabiendo que eresuna artista, una chamán, unasanadora.

Eran palabras profundas y tratéde memorizarlas mientras las olasamenazaban con borrarlas.

—Joe! —exclamé—. ¿Por qué

lo has escrito en la arena? ¡El océanolo borrará!

Impávido, Joe retrocedió yobservó cómo las olas barrían hastael último trazo de sus preciosaspalabras.

—La seguridad no existe —afirmó, con una sonrisa—. Esotambién debes aprenderlo.

SIETE

En los días que siguieron,empezaron a producirse un buennúmero de cambios, algunos sutiles,otros más obvios. Sin que yo lesdijera nada, Joey y Gracieescogieron el jueves como día en elque no realizarían actividadesextraescolares, porque estar en casaera mucho más «divertido». ¿Os loimagináis? Me planteé si aquellorespondía al hecho de que llevabaunos días más relajada y quizá se

hacía más fácil estar conmigo. Erauna posibilidad.

Jim y yo también introdujimoscambios en nuestros horarios parapoder pasar esa tarde juntos enfamilia. Elegíamos distintas opcionespara cenar: a veces cocinábamosjuntos y otras optábamos por ir abuscar comida rápida. En ocasionessacábamos juegos de mesa despuésde la cena y, otras veces nosquedábamos viendo la tele juntos.Una noche, mientras observaba a mifamilia bajo el resplandor de lapantalla del televisor sin que ellos lo

supieran, me invadió una poderosasensación de felicidad. Aquellaescena tan agradable era un milagroque había anhelado durante muchotiempo y que por fin se estabaproduciendo en el salón de mi casacada jueves por la noche. Aunquesólo fuera un día a la semana, por elmomento ya me bastaba.

En un ataque de optimismodesenfrenado, acepté la oferta de Jimde hacer la compra entre clase yclase. Nunca había confiado en quetrajera la marca correcta de lejía olas verduras suficientes, pero, por

alguna razón, comencé a darmecuenta de lo insignificantes que eranesos pequeños detalles. Por una vez,había decidido despreocuparme delas compras y aceptar un poco deayuda por parte de mi pareja. Quizáno parezca gran cosa, pero en elcontexto de mi familia, representabauna enorme concesión por mi parte.

Me avergüenza admitirlo, peroa veces Jim traía a casa marcastotalmente distintas que, además deser más baratas, eran mucho mejoresque las que yo solía comprar.Demostró además ser un comprador

mucho mejor que yo, y ahorraba concupones más de lo que yo creíaposible. Sin embargo, lo que meimpresionó por encima de todo, fueque jamás dijo nada al respecto. Lodescubrí al repasar las cuentas y, pordecirlo de algún modo, aquello meencandiló. Si hubiera sido alcontrario... bueno, pues no sé sihabría sido tan generosa.

También comencé a dejar que elmontón de la ropa sucia creciera, enlugar de forzarme a liquidarlo a altashoras de la noche, cuando ya estabacompletamente exhausta después de

todo un día de trabajo y familia.Comencé a no poner la lavadoracada día y hacía la colada por latarde temprano. Cuando sacaba laropa de la secadora, dejaba que losniños me ayudaran y hacíamos unjuego de clasificarla y doblarla. Meparecía increíble que antes no mehubiera fiado de nadie para haceresas tareas. Estaba aprendiendo a serun poco más flexible y me dabacuenta de que la vida se me hacíainfinitamente más fácil. Me admirabaal ver que no se acababa el mundo silas toallas o las sábanas no estaban

dobladas tal como me habíaenseñado mi madre y que se dormíaigual de bien en una cama que noestuviera tan bien hecha como las delhospital. No entendía cómo no mehabía percatado de todas esas cosasantes.

Por la noche, después de queJim saliera a tocar con su banda, mesentaba en el sofá con Gracie y Joeyy les leía cuentos antes de que sefueran a acostar. Aunque los dos eranlo bastante mayores para leer solos,encontrábamos algo reconfortante eincluso mágico en el hecho de

compartir aquel ritual tranquilo yrelajante. Parecía darles unasensación de seguridad que, además,estrechaba mis lazos maternales conellos.

Hasta el trabajo se me habíahecho más soportable. Por una parte,había descubierto que centrarme enlas partes de mi trabajo que todavíame aportaban algún tipo desatisfacción, me ayudaba a minimizarmi disconformidad con la burocracia.Volqué la mayor parte de mi energíaen explicar a los pacientes algosobre sus enfermedades o dolencias,

pero siempre sin dejar deescucharles. Eso no aligeraba lacantidad de papeleo y estupidezadministrativa que había que cursar,pero contribuía a que no repararatanto en ello. A medida que meimplicaba más con los pacientes denuestra unidad, también me percatéde que algunas enfermeras másjóvenes me pedían consejo. Meestremecí al pensar que antes mehabía mostrado reacia a compartircon ellas mi experiencia, porquetenía mi tiempo demasiado ocupadopara preocuparme por ellas.

Al verme como una sanadoraantes que como una empleada, eramucho más generosa con mi tiempo.Después de más de dos décadas deprofesión, acabé por estarcompletamente segura de quién era ycuál era mi misión, y eso era lo únicoque importaba. Si a los burócratas noles gustaba, era su problema. Logracioso es que cuanto más firme yconvencida me mostraba, la genteque solía meterse conmigo comenzóa dejarme en paz. Era fascinante.

Incluso la comida me parecíacada vez menos importante, quizá

porque ya no me sentía tan vacía. Lagente empezó a darse cuenta de queestaba perdiendo peso, incluso antesque yo, y eso sí era un verdaderomilagro. Por lo general, erapenosamente consciente de todas ycada una de mis fluctuaciones depeso, pero en esos momentos no meparecía algo tan importante.

Paradójicamente, cuanto más meolvidaba de la balanza, másadelgazaba. Me preguntaba si Joe sehabría referido a eso cuando me dijoque no era imprescindible sufrir paraperder peso. Ya que no me

obsesionaba con las dietas, lascalorías y el peso, disponía de unainusual fuente de energía que podíadestinar a otros propósitos muchomás productivos.

Decidí destinar mi renovadovigor a buen fin. Un viernes por lanoche que Jim tocaba con su banda ylos niños habían ido a casa de unosvecinos para pasar la última nochedel verano con sus amigos, tuve laagradable sorpresa de disponer detoda una noche para mí sola. Estabainspirada, así que decidí construiraquel espacio personal que Joe me

había recomendado con tantainsistencia.

Hice una rápida excursión a latienda Pier One y compré un pequeñoescritorio blanco muy barato y unasilla a juego, para colocarlos en unrincón del comedor que nunca seutilizaba. Después, revolví el garajehasta que encontré el biombo de sedaque utilizaba de soltera y lo coloquétapando el escritorio, paraasegurarme un poco de intimidad.También encontré la alfombrilla azulque había mencionado Joe y lacoloqué al lado de la silla. Añadí un

par de velas perfumadas, un preciosodiario intacto que me habíanregalado hacía tres años, y un par denovelas para las que intentabaencontrar tiempo desde 1994.Recuperaba partes de mi pasadocompletamente olvidadas y lasvolvía a reunir, me sentía como unrompecabezas.

El tiempo pasó volandomientras buscaba objetos importantesde mi vida y los añadía a misantuario particular. En el estantesuperior del armario, oculta tras unaspolvorientas cajas de zapatos y

monederos pasados de moda,encontré mi cofia de enfermera. Erala que recibí en la ceremonia degraduación, en la prehistoria. Latomé con ternura entre mis manos yexaminé aquel pequeño trozo deorgandí como si se tratara de un fósilque pudiera evaporarse al másmínimo roce. Aunque parecía unmolde para magdalenas yseguramente no llegaría a pesar nitreinta gramos, en una ocasión tuvomucho peso para mí.

Las cosas habían cambiadomuchísimo desde entonces, y sin

previo aviso. Habíamos vivido enuna era diferente en la que el dineroy los seguros médicos ni siquieraconstituían un pequeño punto ennuestra agenda, mientras que elbienestar de nuestros pacientes era laprioridad indiscutible de todohospital. ¿En serio había existidoaquella era de la inocencia? Una olade nostalgia me invadió y tuve quecerrar los ojos. Sentí que eratransportada al pasado, a un pasadoen el que algo tan simple

como una cofia de enfermerahabía constituido un símbolo de

orgullo, un rito, un tributo a unanoble profesión.

De repente, volví a aquella salatenuemente iluminada en la quecincuenta estudiantes de enfermeríapermanecían arrodilladas, con lacabeza gacha, sosteniendo en susjóvenes y temblorosas manos unavela blanca. Aunque, en realidad,estaba en el dormitorio quecompartía con mi marido, sentí lamisma sensación que aquella nochelejana, como si no hubiera pasado eltiempo. Habría jurado sentir el pesode la cofia de organdí al tocarme la

cabeza, cuando la fijaron a mi pelocastaño.

—El pasado siempre parecemucho mejor en retrospectiva —dijoalguien desde la distancia y, al abrirlos ojos, descubrí a Joe frente a mí—. Pero tampoco hay que querervolver atrás —añadió—, porqueentonces se elimina la idea deprogreso.

—Pero es que antes todo eramucho mejor —susurré, como sitodavía me encontrara en medio de laceremonia de graduación.

—No necesariamente —replicó

Joe con nostalgia—. Simplementeera distinto. Y quizá más simple.Pero eso no quiere decir que fuera«mucho mejor».

—¿Dónde has estado? —solté,sin mostrar ningún interés por lo quehabía estado diciendo—. Te heechado de menos.

—Ya lo sé —admitió, sin quesonara presuntuoso. Siempre quisesaber cómo lo conseguía.

—Quiero hacerte una pregunta—dije, recordando súbitamente latarde que pasamos en Sandy Hook.

—Dispara.

—¿Por qué sólo me diste cuatroinstrucciones en lugar de seis comola otra vez? ¿Y a qué venía todo esode que la seguridad no existe? No loentendí. ¿Te importaría explicarte?

A Joe le pareció divertido. Sesentó sobre la cama. Sin saber porqué, me dejé caer en el suelo y mesenté a sus pies, como un niño queadora a un adulto. Por algún motivo,me sentía muy cómoda.

—Escucha con atención,Christine —comenzó Joe, mientras suvoz tomaba un cariz un tanto sombrío—. Cuanto más te desarrollas, más

generales son los principios quedebes recordar. Mira, a medida quelas personas van creciendo y se vansintiendo más cómodas con suespiritualidad, las fronteras entreindividuos empiezan a difuminarse, yeso es bueno, Christine. Ya estás muycerca de entender que, en esencia,todos somos uno. La primera veztuve que darte instrucciones másconcretas, porque todavía no estabaspreparada para comprender lo que heintentado enseñarte esta vez.

Intenté captar la magnitud de laspalabras de Joe en silencio.

—¿Habrá una próxima vez? —quise saber.

—Quizá sí —dijo en un tonopoco comprometido—. ¿Lo ves? Aeso me refería al decir que laseguridad no existe, Christine.Existe, pero no como la mayoría dela gente la concibe. No hay quebuscar la seguridad en las cosas, enel dinero o en las promesas, porquese encuentra en el corazón, en laforma de vivir cada día para hacerlovalioso, y también en los demás, yasea ayudándoles o dejando que teayuden. Siempre estamos en las

mismas. La buena voluntad entre laspersonas es la máxima expresión deseguridad.

—Pero ¿qué ocurre entoncescon la gente que no se hadesarrollado lo suficiente? —meinteresé—. ¿Qué pasa con la genteque piensa que robar, matar y causarproblemas es divertido?

—A eso es a lo que yo llamo«libre albedrío malogrado» —respondió Joe, con tristeza—. Creéel libre albedrío para incitar la buenavoluntad, pero tal como has dicho, notodo el mundo piensa de la misma

manera —añadió.Fijó la vista en la ventana y

miró las estrellas durante un buenrato, algo raro en él—. Y la gente meculpa por dejar que ocurran cosasmalas —continuó, como si nohubiera existido ninguna pausa en eldiálogo—. En realidad, la gentepiensa que yo provoco las catástrofesy se preguntan qué clase de «Dios»es capaz de hacer esas cosas. Lamayoría todavía no ha entendido queyo les regalé el don del librealbedrío sin pedir nada a cambio. Yohe depositado mi fe en vosotros y

confío en que todos y cada uno devosotros haréis lo que debéis,independientemente de las veces queos salgáis del camino o hagáis maluso de vuestro don.

No supe qué decir. Meinquietaba ver a Joe tan dolido ymolesto. Le miré a los ojos y mesorprendió ver que estabaconteniendo las lágrimas. De repente,lo único que quería en este mundoera consolar a aquel hombre que sehabía pasado toda su vidaconsolando y guiando a los demás.

Le puse la mano en la rodilla,

como una criatura confundida queintenta consolar a su padreangustiado.

—No volveré a culparte denada, Joe —le prometí—. Tiene queser terrible trabajar tanto para ayudara la gente y que luego todosacabemos dándote la espalda cuandollegan los problemas.

—Gracias, Christine —dijobajito. Un atisbo de sonrisa le curvólos labios. Entonces me acarició lamano, se levantó y se marchó.

OCHO

Después de que Joe semarchara, me quedé en el dormitorio,disfrutando de la paz y latranquilidad que había dejado tras desí. Qué ironía, para una vez quegozaba de toda la intimidad ysoledad que siempre había deseado,ya no quería estar sola. Entonces seme ocurrió algo. ¿Por qué no iba alclub donde tocaba Jim esa noche y ledaba una sorpresa? Me sentaría bienmostrarme como una mujer activa y

comprometida en lugar de la mujerdesaliñada, reglamentada y mediocreen que me había convertido en losúltimos años.

Saqué de mi armario una toallarosa de baño recién lavada, de lasque reservo por si vienen visitas, y lacoloqué en el toallero. Despuésrevolví el cajón superior hasta queencontré los jabones franceses queJim me había regalado por micumpleaños y que nunca había tenidohumor para estrenar. Bueno, pues esanoche sí estaba de humor.

Me entretuve en la ducha, todo

un lujo, y disfruté con el aroma floraldel jabón. Después me senté en unasilla y me embadurné de cremahidratante, una excentricidad quesiempre me negaba por falta detiempo.

Me encontré con la agradablesorpresa de que todo lo que tenía enel armario me iba demasiado grande,pero decidí no preocuparme por eso.Entonces recordé que hacía unosaños, en un momento en el queintentaba motivarme para perderpeso, me había comprado unosvaqueros varias tallas más pequeñas.

Los encontré arrinconados en elfondo del armario y me los puse.Todavía me quedaban anchos. Fueuna sensación fantástica. Despuésescogí una camiseta malva que habíaencogido increíblemente al lavarla yme estremecí al comprobar que mequedaba perfecta. Añadí un cinturónbrillante, unas sandalias a juego, unbrazalete de plata, un toque demaquillaje y... lista para mi primeraaparición en el club, después de unmontón de años.

Llamé a mi vecina y le dejé mimóvil por si los niños necesitaban

algo. Una vez hecho, memetamorfoseé mentalmente en unaespecie de versión más serena ymadura de Christine Moore, a puntopara pasar una magnífica noche encompañía de un músico guapo y contalento que siempre la había tenidoencandilada.

El Harold's estaba animado,lleno de humo y poco iluminado. Dehecho, era tal como lo recordaba. Loúnico realmente distinto era..., bueno,yo. Y, por supuesto, el hecho de quea los gorilas de la entrada ni se lespasaba por la cabeza la idea de

pedirme el carné. Esa parte era biendistinta, lo puedo asegurar.

Me gustaban los cambios queiba notando en mí. Mientras me abríapaso hacia una silla vacía, cerca delescenario, me sentí invadida por unarenovada confianza. Me encantódescubrir que entre tantos rostrossuaves y tersos y tantos cuerposperfectos, no me sentía nadaintimidada ni fuera de lugar. En lugarde sentirme ridicula o amenazada poraquellas jovencitas que flirteabandescaradamente con mi marido,sentía compasión por todo lo que

tendrían que pasar antes de llegar ala magnífica etapa de mi vida quefinalmente había conseguidoalcanzar. Bueno ¿y ahora qué?Christine Moore Ma Guire, deNeptune City, Nueva Jersey, estaba,por fin, después de tanto tiempo, enpaz consigo misma.

Después de todo, quizá la vidafuese justa. La banda estabaterminando un tema que no reconocíy, con toda discreción, tomé asientoentre la multitud. Vi que el teclista ledaba un codazo a Jim, y sonreítímidamente al ver que mi marido

tardaba en reaccionar al verme. Sindecir nada, Jim se sentó en eltaburete del centro del escenario ylas luces perdieron intensidad hastaquedar prácticamente apagadas.Tomó el saxofón y empezó a tocaruna impresionante versión de un temamuy poco conocido que había escritopara mí justo antes de casarnos.

Al reconocer la intimidad de loque Jim estaba expresando con sumúsica, sentí que se me arrebolabanlas mejillas. Era como si Jimproclamara su amor por mí ante unpar de centenares de extraños y me

sentí muy halagada. Sentía quebrillaba bajo la pálida luz de losfocos del escenario y mi corazón sehinchó de orgullo ante el increíbletalento de aquel hombre con el queestaba casada.

Me di cuenta de que hacía faltaser un artista para apreciar a otro.

Los chicos de la banda seofrecieron a recoger el equipo tras elcierre del local para que Jim y yopudiéramos marcharnos un pocoantes. Dejamos la camioneta de Jimen el aparcamiento para que suscompañeros la cargaran y volvimos a

casa en mi coche, como dosenamorados en su primera cita.

Yo me subí al asiento delcopiloto, contenta de ceder el volantea Jim, mientras buscaba una canciónapropiada en la radio. Unas gotaspesadas y enormes comenzaron amanchar el parabrisas justo cuandoentrábamos en la autopista y, paracuando llegamos al cartel de«Bienvenidos a Neptune City», lostruenos rompían el silencio de lanoche y los relámpagosresquebrajaban el espeso cielonublado.

Aparcamos en el camino deentrada y corrimos bajo la lluviapara refugiarnos a oscuras en elsalón. Un relámpago iluminó la salay yo, instintivamente, escondí lacabeza en el hombro de Jim. Alminuto siguiente Jim estabaacariciándome la cara con sus manosde músico y besándome de un modoque pensé que jamás volvería aexperimentar.

Entre juegos y risas, sugeríbajar el colchón de nuestra cama alsalón, para ver la última tormenta delverano. Y resultó ser una magnífica

idea.Hablamos hasta altas horas de

la noche, mientras los truenos y losrelámpagos salpicaban nuestraspalabras y nuestros pensamientosmás profundos. Había algoreconfortante en el manto deoscuridad que nos envolvía. A decirverdad, nos hizo más fácil lacomunicación, puesto . que nosaportaba el refugio necesario paralas dolorosas emociones que nosteñían la cara. Hacía muchísimotiempo que no hablábamos de aquelmodo y empecé a sentir que nacía

entre nosotros una nueva corriente deintimidad.

Protegida por la oscuridad,encontré fuerzas para bajar todas misdefensas y pedí perdón a Jim porhaber sido tan fría y controladora. Ledije que estaba comenzando aentenderme mejor a mí misma y quetoda mi tensión e irritabilidad habíansido fruto de mi propia infelicidadpersonal. Sabía que toda mifrustración tenía muy poco, o quizánada, que ver con sucomportamiento. Le prometí quedesde aquel momento, dedicaría más

tiempo a mis defectos y fallos que aproyectar automáticamente misfrustraciones en él.

Cuando acabé, se hizo un largosilencio y, hasta que no volvió abrillar otro relámpago en el cielo, novi que las lágrimas corrían por lasmejillas de mi marido.

Había llegado su turno. Esanoche descubrí cosas sobre Jim quejamás hubiera descubierto a plena luzdel día. Descubrí su temor ante midesaprobación, su miedo a nocumplir con mis expectativas comomarido y padre. Me sorprendió ver

que él también sufría inseguridadesmuy similares a las mías sobre sutalento, su capacidad de relacionarsey, lo más increíble, su atractivosexual. Se disculpó por su malogradacarrera artística y admitió que nopodía culparme por estar resentidacon el hecho de haber tenido quevolver a trabajar para mantener a lafamilia.

—Ya no me importa tener quetrabajar —le dije, y así lo sentía.

Estábamos los dos juntos,tranquilos, tumbados bajo los truenosy los relámpagos. Pensé en lo

desgraciados que habíamos sido porculpa de una delincuente cargada dealevosía llamada «falta decomunicación».

—He sido tan injusta contigo,Jim —me reproché con solemnidad—. ¿Cómo has podido aguantarme?En serio. ¿Qué te impidió hacer lasmaletas y largarte?

Noté que su mano agarraba lamía bajo la sábana y una extrañaexpresión le cruzó la cara. —Yonunca te dejaré, Christine —me dijocon una voz rota por la emoción.

—¿En serio? —insistí,

incrédula—. ¿Nunca? ¿Y por qué?Jim vaciló una fracción de

segundo. —Es que hay algo quenunca te he dicho —confesó—,porque temía que pensaras queestaba loco.

—Yo nunca pensaría eso —dije, con dulzura. —Hace unos diezaños, más o menos cuando te conocí—comenzó vacilante, trasestrecharme la mano—, conocí a untipo. Bueno, no era un tipocualquiera, ¿sabes? —añadió, e hizouna pausa—. Era Dios.

Carraspeé. No pude evitarlo.

Estaba desconcertada.—Sigue —lo animé, tratando de

mantener la voz calmada.—Bueno —continuó, lleno de

coraje, a pesar de la ansiedad que loembargaba—. Me dijo que tú eras lamujer de mi vida. Me dijo queseguramente ambos nos daríamoslecciones dolorosas, pero que tú erasla única mujer en el mundo con laque yo debía compartir el viaje de lavida. —Guardó silencio y esperó—.Eso es lo único que necesitaba saber—concluyó—. Y he estadoconvencido de ello desde entonces.

Se me había formado un nudo enla garganta y me había quedado sinhabla. Joe había ido a buscar a Jim.Eso es. Quién lo iba a decir,¿verdad?

De repente, sentí que renacía laantigua atracción, aquello que nohabía sentido desde hacía años pormi marido. Aparentemente, elsentimiento fue mutuo, porque Jim seinclinó para besarme. Cuando lo hizoel corazón se me abrió de par en pary el amor contenido durante diezaños salió a borbotones.

Luego, mientras observábamos

tumbados la tormenta, Jim me contóque un productor que estabatrabajando en un nuevo programa deespectáculos nocturno había estadoen el club aquella noche. Buscabauna banda que completara el cuadroanfitrión del espectáculo y, segúnparecía, le había gustado lo quehabía escuchado. Jim y su bandatenían concertada una audición parael día siguiente en Nueva York y, sitodo iba bien, les habían prometidoun sueldo que bastaría para hacerrealidad los sueños que Jim habíaaparcado muchos años atrás.

Lo irónico del caso es que esoya no importaba. Lo que importabaen ese momento era que volvía aquerer a mi marido, que teníamos dospreciosos hijos muy sanos, una casay una maravillosa vida compartida.Por una vez, el dinero no tenía ningúnsentido. Me quedé dormida en losbrazos de mi marido y, aldespertarnos, nuestros vínculos sehabían fortalecido.

La mañana era clara y brillante.No quedaba ni rastro de la tormentade la noche anterior.

Ese fin de semana libraba en el

hospital, de modo que Jim y yocompartimos un desayuno ocioso yluego lo dejé en la estación deBelmar. Le di un beso para desearlesuerte y me quedé en la plataformahasta que su tren desapareció en ladistancia, hacia el norte, hacia unabien merecida promesa de éxito.

Los niños no llegarían a casahasta las nueve, de modo que meparé a tomar un café y luego decidíque todavía me quedaba tiempo parauna agradable carrera por la playa.Aunque tendría que conducir un pocomás, quería correr por la arena de

Sandy Hook. Había algo en lainmensidad y la belleza intacta yagreste de aquel lugar que me atraíasobremanera. Al cabo de media hora,estaba haciendo estiramientos al ladodel coche, mientras observaba elhorizonte trémulo de una gloriosamañana de septiembre.

Empecé a correr pausada yregularmente, al tiempo queobservaba cómo las olas jugueteabanairosas contra la popa de unasolitaria barca de pesca, a escasadistancia de la playa. Todo era tanperfecto que no me extrañó en

absoluto escuchar el sonido de unaspisadas que avanzaban a mi mismoritmo. Ni siquiera tuve que mirar.Sabía que Joe volvía a estarconmigo.

—Buenos días —me saludó, sinresollar.

—Buenos días —respondí,sonriente.

—Estoy encantado de verte tancontenta, Christine —comentó sinmodificar su marcha—. Al parecer túy Jim habéis tenido la oportunidad dearreglar un poco las cosas, ¿no?

—Es cierto —dije, y me reí.

Entonces recordé lo que Jim mehabía contado por la noche y medetuve de golpe—. Así que tambiénfuiste a buscar a Jim, ¿eh? ¿Por quéno me lo dijiste?

Joe rió con inocencia.—Porque sabía que él te lo

diría a su debido tiempo.Me quedé inmóvil un momento y

escruté el bello rostro de Joe. Estabaradiante.

—Te veo muy bien, Joe —dije,con toda sinceridad—. De hecho,estás radiante.

—Ver a la gente unida de nuevo

alimenta mi espíritu —reconoció.Seguí observándole bajo la

dorada luz de la mañana para intentargrabar en la memoria la chispa, elentusiasmo y el amor que de élemanaba.

—Gracias por volver amostrarme el camino —murmuré condelicadeza.

—Ha sido un placer.—Ahora te marcharás, ¿verdad?

—pregunté, a pesar de que yaconocía la respuesta. No sé cómosupe que mi tiempo se habíaterminado, pero lo supe.

—Ahora ya puedes arreglártelassola, Christine —admitió, después deasentir con la cabeza—. Tengo fe enti.

Con eso, me tomó la mano, se lallevó a sus labios carnosos y meregaló un largo y cálido beso en losnudillos.

—¿Esta vez no me dejasninguna prueba física? —pregunté,esperando que me dejara algúnrecuerdo del tiempo que habíamoscompartido.

Joe se limitó a sonreír y aguiñarme el ojo. Lo vi alejarse por la

playa hasta su Harley. Me quedéquieta hasta que escuché el rugidodel motor, y vi que alzaba la mano ylevantaba el pulgar. Entonces, comouna estrella fugaz, se alejó delaparcamiento hacia el sur, tierraadentro.

Me volví hacia el mar y mequedé mirando fijamente losdestellos del agua con ciertamelancolía. Al final, reposé la vistasobre la arena esponjosa y mojada dela orilla. Había algo escrito, yaunque las olas se paseaban porencia, no habían conseguido

borrarlo. Llena de curiosidad, meacerqué y lo que vi me dejó sialiento.

Un enorme corazón con unaflecha atravesada con un mensaje ensu interior:

Joe ama a Christine. Parasiempre.

FIN

* * *

notes

Notas a pie de página * Tumba oceánica. (N. de la T.)

Table of ContentsDIOS EN UNA HARLEYDIOS EN UNA HARLEY:EL REGRESOJOAN BRADYCONTRAPORTADAUNODOSTRESCUATROCINCOSEISSIETE

OCHONotas a pie de página