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Arquitecturas Mnimas
de Marcos Xalabarder
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Arquitecturas Mnimas
Publicado por Marcos Xalabarder
gracias a Lulu.com.
2 edicin
Marcos Xalabarder Aulet, 1996
Todos los derechos reservados. Prohibida la
reproduccin total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimientos sin el permisoescrito del autor.
Registro de la Propiedad Intelectual num. B-19601
Portada: Arturo Xalabarder
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ndicePrlogo ...............................................................7
La Ovacin .........................................................9Compromiso ................................................... 19
Blando y hmedo ........................................... 23
Bucle ................................................................. 35
Corrientes ........................................................ 43
De la construccin de las pirmides ............ 49
De reojo ........................................................... 55
Detalles ............................................................ 65
Distracciones .................................................. 71
Dos hijos ......................................................... 75
Ejes ................................................................... 81
El ascensor ...................................................... 89
Equilibrio ....................................................... 101
Exploraciones ............................................... 109
Fricciones ...................................................... 115
Impulso .......................................................... 121
Inquietud ....................................................... 131
Un juguete ..................................................... 137
Aforismo........................................................ 143
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Prlogo
El libro que tienes entre tus manos se escribi a lo
largo de unos cuantos meses entre 1993 y 1998. Supublicacin ha sido posible gracias a la propuesta de
Lulu.com.
Estos son relatos que pertenecen a otra poca de mi
vida. A otra vida, de hecho. Oscuros y concentrados,
un tanto alambicados, estn escritos desde la ms
absoluta desconexin emocional con los dems. Son
paisajes destilados por una mente afectada por la
incomunicacin con el mundo que la rodeaba.
Afortunadamente esos tiempos han pasado.
Ahora, estos textos que en su da me sirvieron
para exorcizar tantas y tan agolpadas emociones
inexpresables, pueden al fin ver la luz en la forma
de un humilde libro de relatos. Siento una emocin
especial al releer estas pginas, que he procurado
no mejorar ni corregir para serle fiel al Marcos que
las escribi. Puedo verle sumido en su soledad, con
la imaginacin estirndose hasta las esquinas del
mundo para ampliar un poco su angosto espacio
vital. Si hoy veo este libro publicado, lo considero
un homenaje a l, que transit la parte ms sedienta
y solitaria de mi vida.
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Quiero dedicarle este libro a mis padres, a mi
hermana Mara y a toda mi familia. Tambin se lo
quiero dedicar a Ana, a quien le dije que le dedicara
el primer libro que publicara: Ana, donde quiera
que ests, ah va mi cario por nuestra amistad. Y
especialmente se lo quiero dedicar a Judith, conquien anduve algunos caminos difciles del alma,
pero siempre hacia la luz.
Marcos Xalabarder Aulet. Madrid. Diciembre 2006
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La Ovacin(premio Juan Benet de Relato Breve 1994)
A Care
La luz tambin. La luz tambin segua la
direccin de su mirada y descubra al final de ella
la imagen triste de la mujer del boticario, postradade enfermedad o de olvido sobre el escenario. Y
los dems actores, congregados ya en torno a ella,
anunciaban al pblico absorto el silencio que
precede a la muerte. Todos, en una tensin perfecta,
se dejaban desdibujar por la luz de los focos queslo atenda al camino entre los ojos del hombre y
los labios de la mujer, que murmuraban las trgicas
palabras del segundo acto. De pronto, un nuevo
actor irrumpi en el escenario y un sbito impulso
hizo estallar los aplausos entre el pblico.
El arrebato se inici al unsono en las
ltimas filas y, de inmediato, contagindose las unas
a las otras, las dems filas tambin se sumaron a la
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manifestacin de entusiasmo, aun cuando no tenan
tiempo de comprenderla. Las lneas del fondo que,
de tan alejadas, apenas podan entender lo que
suceda realmente en el escenario, perciban aquel
seguimiento como una aprobacin indudable de su
iniciativa, como un consentimiento de quienes lesprecedan en el espacio. Era una seal de acierto que
les invitaba a redoblar con energa los esfuerzos y a
proyectarlos en seguida hacia delante. El estruendo
ya se haba apoderado de tal forma de las voluntades
que ningn individuo pudo renunciar por su propiacuenta a incorporarse a la espontnea ovacin.
Pronto el teatro entero aplauda con un ritmo
creciente, imparable, en una aclamacin inmensa.
Cada lnea de espectadores pugnaba por ponerse
a la altura que las dems le exigan. Por detrs, el
fragor las espoleaba y las obligaba a engrandecer su
entrega. Por delante, la carrera de las palmadas se les
antojaba una gua que deban alcanzar si no queran
ahogarse en el entusiasmo que se abalanzaba sobre
ellos. El empuje y el ritmo cobraban forma y firmeza,
y la direccin de los aplausos se haca cada vez ms
ntida, hasta casi definirse como un solo camino
posible, como una orden.
La Ovacin
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El rugido, unnime, era un solo cuerpo del
que nadie poda sustraerse. Como una respiracin,
vena desde los laterales, se verta desde los
palcos hacia la platea y la inundaba hasta que los
aplausos -uno a uno, y todos juntos, como un mar
embravecido- se golpeaban entre s y emprendanel regreso en todas direcciones: hacia el techo,
hacia los vestbulos, contra el escenario. Ora una
columna constitua el eje de los aplausos y en torno
a ella, simtricas, se congregaban y disgregaban las
palmadas. Ora la orientacin cambiaba y el fragortrazaba un enorme crculo en cuyo centro se hunda
la presin acstica, para brotar ms tarde, con la
fuerza multiplicada, en alguna otra direccin.
Cuando se perciba un descenso leve del clamor
en alguna de sus latitudes, el empeo se arrojaba
enrgicamente hacia los transgresores y contra esa
esquina que ceda se proyectaban nuevos estmulos
para reconstruir la euforia debilitada. Entonces los
aplausos eran como pilares, como vigas de sostn
que procuraban resarcir todos los desfallecimientos,
cubrir los resquicios de una ingeniera aclamatoria
casi perfecta, dirigida por un impulso colectivo
inasible. Cualquier flaqueza poda poner en peligro la
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arquitectura del conjunto y de esta suerte convertirse
la euforia en mero estrpito y desorden. El pblico
senta que su integridad dependa de la forma de la
ovacin, del rigor de la ovacin, de la belleza de la
ovacin. Ya nada importaban la escena ni el actor
que haba encendido el impulso. No importaba la justificacin de aquellos aplausos, ni el estupor de
los actores. No haba ms que concentracin en
las propias palmadas. No haban ms miradas que
las fijadas en los propios dedos: entrechocando,
abrindose y cerrndose, estirndose y arandoseuna y otra vez.
En medio de aquel teatro levantado en
aplausos, slo el acoso contnuo de unos y otros
suscitaba un temor ntimo y recndito, como de
algo que se presenta pero a lo que era imposibleprestar atencin por el momento. En cada
individuo pugnaba un aviso, una alarma que no era
ms que un picor imposible de examinar mientras
se estaba entregado al fervor. En aquella extrema
concentracin, ni siquiera el ejercicio continuado de
las palmas y el dolor de los msculos repetidamente
excitados eran objetos de cuestin.
Intilmente, los estmagos plaan sus
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temores, incapaces de retener la atencin que se
pona exclusivamente en las manos y el tempo de
los golpes. Pero no existan resquicios para el alivio,
para el descanso o la razn. No haban voces, no
haban bravos que aadiesen o quitasen algo a la
ovacin. Haba, debajo de ella, el silencio ms sordoy absoluto: ningn apoyo, ninguna ayuda acstica
que alterase la cadencia adquirida de los aplausos:
nada que prometiese el consuelo de una distraccin.
El pblico slo obedeca al estmulo
incansable de su alrededor, porque Qu lnea deespectadores iba a negarse a compartir lo que con
tanta unanimidad y consenso estaba producindose?
Y qu individuo solitario iba a transgredir el ritmo,
a creer por un instante -un instante del que no
dispona pues no poda detenerse- que tena ms
argumentos que todos los dems para no aplaudir?
De dnde habra sacado el tiempo para la reflexin
estando como estaba atrapado en el fanatismo y,
an ms, de dnde la fe en s mismo para acometer
semejante empresa? Y si, por un brevsimo lapso,
algn individuo hubiera conseguido zafarse, aun a
pesar de la fuerza que sus manos deberan vencer para
calmarse, cunto habra resistido a los contnuos
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embates de los aplausos, que como golpes de viento
volvan una y otra vez a concentrarse en l hasta
conseguir de nuevo su adhesin? Y probablemente
tras el enorme esfuerzo, y tras el enorme fracaso,
aplaudira con ms rabia que antes, con mucha ms
furia, para que se le oyese por encima de los demso para marcar un comps duro, resentido y exigente
y ocultar as su soledad y su falta de energa a los
dems. Para no sentir la vergenza.
A medida que avanzaban los minutos, a
medida que la exageracin de aquella ovacin erams grotesca y ya sin retorno, un sentimiento comn
de horror iba unindose a la esclavitud individual del
pblico. Sabindose a merced de las corrientes que
indefectiblemente los traan y llevaban desde el fondo
del aplauso hacia los crescendos, los espectadoressentan ya el ntimo desagrado de su inexplicable
reaccin. Como una conciencia oscura, que nunca
acababa de manifestarse, se acumulaban densamente
el miedo y el asco en sus espritus.
La loca alegra del principio, el irreverente
entusiasmo de las primeras palmadas, se trocaron en
rencor. Los aplausos eran ahora agresivos, acreedores
y punitivos. Todas aquellas inteligencias, que en los
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momentos ya imposibles de la calma habran podido
evitar el estruendo o lo habran condenado, ahora,
definitivamente desposedas de la razn, proyectaban
al unsono su rabia y su celo contra el escenario,
contra el actor que los haba puesto en evidencia los
unos ante los otros. Pero tambin surga otro colorde las manos encarnadas: el dolor, el autocastigo.
Los aplausos eran golpes cada vez ms severos que el
pblico se propinaba para no tener que pensar, para
distraer con el sufrimiento la imbecilidad que estaba
protagonizando.
Y el tiempo ya se enajenaba, y slo cuando su
ltima nocin estaba por perderse en el sufrimiento
de la ovacin los espectadores comenzaron a soltar
lastre pesadamente. Hasta que, muy lentamente, conel tedio de saber que al silencio le seguira el juicio de
todo lo ocurrido, uno tras otro dejaron de aplaudir.
Cuando sobrevino milagrosamente la calma,
el pblico levanto la vista hacia el escenario. All,
desde las tablas, el actor les contemplaba asustado.
Sin mirarse, con la respiracin agitada, los
espectadores hincaban los ojos en la boca del actor.
Quizs se haban malinterpretado mtuamente.
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Acaso no se haban entendido y haban tomado la
accin del actor por lo que no era. Puede ser que l
los incitase, o que ellos se precipitasen. En cualquier
caso, ahora lo pagaban con el oprobio y con la
vergenza. Si hubiesen tenido un poco de tiempo,
pensaban, una sola oportunidad o un intervalomnimo durante el cual alguien con el carcter y la
fuerza de voluntad necesarios -y los haba entre el
pblico-, alguien dispuesto a la renuncia y al arrojo,
hubiese tomado las riendas de aquella locura y las
hubiese detenido a tiempo... Quiz habra podidodirigir aquellas palmas desbordadas hacia el silencio,
hacia la orilla de la salvacin, hacia una rendicin
digna. Y entonces hasta habra sido posible la adhesin
de uno, dos o quiz ms individuos dispuestos
a colaborar y a detener la deriva del teatro, por lo
menos como un signo de que se entraba en razn,
de que se comprenda a qu extremo se haba llegado
y de que as quera manifestarse pblicamente.
Si hubieran respirado una sola vez y hubiesen
logrado que el silencio se clavase por un instante
en el fragor... Con unos pocos intentos algunos
habran conseguido evadirse de aquella fiebre y
entonces habran podido organizar una operacin de
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emergencia, distribuyndose entre las filas y los palcos
y actuando para que otros muchos abandonaran por
fin la inoportuna e insensata ovacin.
Ya todo, sin embargo, haba sucedido. Se
escudriaban con perplejidad y con miedo, con
reproche y con odio tensado. En aquella densidad,en el recinto repentinamente angosto del teatro, un
sentimiento de humillacin sobresala entre todos:
la evidencia de que haban estado aplaudiendo sin
motivo, en una locura inexplicable suscitada por un
actor desconocido que todava no haba recitadosu papel. Haban agotado, adems, los aplausos
destinados a los dems actores. Qu sentido tendra
ya aplaudir al final de la obra? Y acaso podan
los actores reanudarla, como si nada se hubiera
perpetrado all abajo, ante ellos? Acaso podancreer que en adelante su trabajo conseguira distraer
al pblico del enorme escndalo en el que haba
cado?
El actor que haba irrumpido en el escenario
permaneca quieto. En silencio, en la inmovilidad
ms tensa, todos esperaban, pblico y dems actores,
a que aquel hijo de la gran puta dijera lo que haba
venido a decir.
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Compromiso
Dos hombres se dan un afectuoso apretn de
manos en una Convencin de Psicologa Epidrmica.
Se sonren y se miran a los ojos con alegra. Se sienten
cmodos con su mutua demostracin de afecto. De
pronto una voz interpela a uno de los dos hombresdesde un ngulo oblicuo y ste, sin soltar la mano
de su colega, distrae la vista y atiende a la llamada.
Mientras habla con el nuevo interlocutor, los dos
hombres siguen cogidos, pero ya no hay ningn
motivo para que continen as. ntimamente, sientenque el abrazo de sus dedos dura demasiado, pero
temen que si retiran la mano la comunicacin se
interrumpa bruscamente y sean groseros sin quererlo.
Por eso, el hombre que no habla espera a que el que
est distrado termine su inciso y vuelva a mirarle.Entonces apartarn sus manos al mismo tiempo.
Cuando por fin el hombre deja de hablar
con la voz, ambos reconocen al instante que llevan
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demasiado tiempo tomndose las manos. Durante
unos segundos de silencio sienten la impertinencia
de ese apretn prolongado, pero intuyen que si uno
retira la mano antes que el otro, todo el aprecio que se
tenan se trocar en incomodidad: porque de pronto
el inocente apretn se har improcedente, porqueser violento, porque habr un culpable. Son colegas
y se estiman. Por eso ninguno se decide a soltarse ni
tampoco a emprender ningn ademn que, por muy
sutil que sea, d a entender al otro que se est molesto
por su causa. As, no tratarn de reanudar el apretnpara zanjarlo, porque podra entenderse como una
intencin deliberada de desembarazarse del otro.
Tampoco aflojarn lo ms mnimo la presin de
sus manos porque significara dejar en la mano del
otro toda la responsabilidad de esta torpe situacin.
Ninguno quiere incurrir en un gesto artificial,
aunque les parece imposible recuperar la naturalidad.
Mientras siguen as, imaginan el consuelo de que
alguien venga en su ayuda y los desuna. Ensayan
unas sonrisas y, cada uno por su cuenta, sondea a
su alrededor en busca de una alianza que le ayude a
desembarazarse sin perjudicar al amigo. Sin embargo,
su situacin es tan ntima a los ojos de los dems, que
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nadie se atrevera a interrumpirlos. Por eso ambos
no tardan en regresarse el uno al otro. Improvisan.
Y si se arriesgan a abrazarse calurosamente? Podran
intentarlo, aun siendo conscientes de que lo haran
para separarse de inmediato. Sera digno darse
unas palmaditas en la espalda, todava sonriendo, yalejarse luego henchidos del sentido de la educacin
y el buen hacer. Pero podran quedar as pegados y
volver a sentir que no pueden deshacer el abrazo. Y
aunque pudieran recuperar sus distancias, todava no
habran resuelto la mutua prisin de las manos: la
alta temperatura que han alcanzado las palmas no
dejara pasar sin violencia la ms nfima incursin
del aire exterior.
Como en un duelo, ambos se miran a
los ojos. Se escudrian seriamente para no dejarse
sorprender. Quin desenfundar primero la mano?
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Blando y hmedo
Sonri antes de volver a su lectura. Le haba
parecido muy divertida la simptica conversacin
de dos mujeres mayores en el pasillo. Una explicaba
con gestos frescos y espontneos que cmo haba
cambiado la vida en su barrio, que si su nieto, el de
las melenas, haba tenido un tropiezo con la polica
pero que pronto sentara la cabeza y se buscara una
buena moza. Su risa, cortada, rpida y franca. Sus
gestos, encantadores. Sus trajes oscuros y sencillos. El
chico pens por un momento en levantarse y ceder
su asiento a una de ellas pero desisti preveyendo
un exceso de movimientos y desplazamientos que
podran causar mucha ms molestia que favor:
sentado como estaba junto a la ventana, habratenido que pasar por delante de la chica que haba
a su lado y cuidar hasta el fin del viaje de sus cosas
colocndolas aqu y all. Por eso se limit a sonreir
ante la encantadora escena y a volver a su lectura
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despus de contemplarla un momento. De pronto,
la seora dej de hablar, lo mir fijamente y escupi
desde el cerco de sus dientes un tremendo esputo
que golpe la sien del muchacho.
Y all se qued casi ingrvido, el esputo,
parcialmente prendido de la patilla. Desconcertado,el joven palideci y se volvi hacia la seora al tiempo
que dudaba de si deba o no dirigir su mano hacia la
sien para palpar qu haba en ella.
Su ngulo de visin se entorn de pronto,
estrecho como el ojo de una aguja insolente ydolorosa. Frente a l slo vea dos ojos que se
parapetaban tras los prpados terriblemente grandes
y entornados de la seora que le sentenciaban con
severidad por algn incomprensible motivo. Los
rasgos de la mujer parecan converger hacia aquellas
pupilas de veredicto inapelable, provenientes de la
barbilla, de la frente surcada y del espacio sideral
de sus cabellos enfriados por las canas. Con los
labios apretados le miraba enojada, aunque ningn
detalle en el gesto demostrase que lo estaba. Un
terror blando y hmedo se apoder de l, repentino
monigote de vud en manos de algn nio siniestro.
Entonces, sin que el tiempo transcurrido importase,
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la mujer dej de mirarle y continu hablando con su
amiga de lo que cuestan hoy los hijos. En ese mismo
momento el ngulo de visin del muchacho, antes
tan indeciblemente agudo, se abri con violencia
casi con el mismo ruido que un batir de puertas y
capt todo su alrededor, desde la coronilla hasta lanariz.
Qu asco!
La muchacha que se sentaba a su derecha
formul as en voz alta lo que estaba en la mente de
todos los viajeros. El chico se aturdi, porque slo
unos minutos antes se haban mirado y l hubiera
jurado que se haban gustado. Ahora el sudor era
abundante y senta hmedos los ojos, las manos, la
espalda y las nalgas. Trat de mirar lo que le haban
escupido pero ya lo senta demasiado, fro, como para
querer verlo. Todos en el vagn y se le ocurra que
incluso desde los coches delanteros y traseros le
observaban, nunca compasivos, sino profundamente
disgustados. Not en un instante cmo la chica setapaba los ojos usando la mano como una pared;
cmo el seor y la seora que se sentaban enfrente
mudaban su gesto, antes de una amable indiferencia,
y volvan un tanto la cabeza contrayendo msculos
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sin comps; cmo el joven que estaba de pie en la
plataforma se volva de repente hacia el otro lado;
cmo dos estudiantes rean sin ritmo; cmo el revisor
se haca el distrado con la maquinita de expender
billetes; cmo varios nios se ponan a dar vueltas
como locos cerca de las puertas; cmo el mundoentero se hincaba en la blandura de sus sienes.
El chico slo acert a poner la mano en
forma de cuenco e intentar cubrirse el esputo.
Pero ste amenazaba con resbalar y posarse en su
palma, cosa que l no quera de manera alguna. Segir tambin para dar la espalda a toda esta gente
que pensaba que qu asco, que el muchacho poda
haberse trado un pauelo, que el chico no serva
para nada, que siempre sudando, que se acordaran
toda la vida de l y que le recordaran en el futuro,entre bromas, lo cochino que haba sido entonces.
Permaneci unos momentos en una postura extraa,
terriblemente asustado, lamentndose de su suerte y
de su destino, que era el matadero de los marranos. Y
en unos segundos de reflexin acab por admitir quela seora aquella haba hecho lo que tena que hacer,
que tena incluso todo el derecho a escupirle.
Saba que lo mereca de alguna forma.
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Quiz por sonreir como un imbcil cuando nadie se
lo haba pedido, quiz por haber querido colocarse
al margen de aquella gente, como un espectador
privilegiado, como un contemplador que de todo
puede sustraerse. Cuando, en verdad, l no era un
espectador, sino el mismo espectculo de la memezpor creer por un momento que con esa sonrisa era
alguien y poda dar algo de s, o siquiera sentirse
satisfecho.
O bien no, y el motivo estaba en su forma
de volver al libro, en ese gesto que por leve habacredo posible ejecutar sin despertar sospechas.
Haba pretendido servirse del sutil movimiento con
la ingenua esperanza de que slo l lo disfrutara y de
que nadie lo notara. Haba querido adjudicarse una
actitud suficiente o indulgente que nadie en el vagn
haba pasado por alto, pues a ninguna inteligencia
se le ocultaba que aquel joven mamarracho era un
pedante o tan solo un presuntuoso gilipollas. l
no tena el menor derecho a tomar a aquella gente
respetable por una mera ancdota que poda tomar
y dejar a su albedro, de la cual poda desprenderse
como si nada, de la cual poda enajenarse como si
estuviera por encima del bien y del mal, slo porque
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l no era quin para hacerlo y para cualquier persona
decente aquella pretensin era un insulto evidente
que la seora benditamente atenta no le haba
perdonado y por eso le haba escupido para bajarle
los humos a ese cabrn. Y l tena que aprender
necesariamente de aquella leccin y hacerse evidentesu impertinencia junto con su lamentable debilidad,
para que todos en el vagn respirasen un poco y
aquietasen su indignacin al contemplarlo por
fin reprendido, aunque estaban todos lejos, como
era lgico, de sentirse todava satisfechos con elcastigo que aquella buena y honesta seora le haba
propinado. El muchacho segua agredindoles con
aquel libro abierto, de pginas blancas e hirientes
como referencia ineluctable para todos de su intento
de superioridad. Quiz slo quera impresionar a
la chica de su lado, pero sta ya haba entendido
la falacia de aquel gesto y no haba dudado en
corresponder con su asco a la indignacin y el rechazo
unnime y justo de los dems. Por eso no importaba
que se arrepintiese que se hubiera arrepentido,
como crea haber hecho, una milsima despus de
sonreir, porque la idiotez ya estaba consumada y
castigada.
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Con la mano izquierda procuraba evitar a los
dems la visin de aquello y con la derecha palpaba
los bolsillos en busca desesperanzada bsqueda
de un pauelo. Senta con insistencia la humedad
de su frente y de su entrepierna y apretaba los ojos
al pensar en la marca que dejara en el asiento allevantarse y que todo el mundo vera y que a lo peor
provocaba que nadie quisiera pudiera sentarse
hasta que el sudor se evaporara y un equipo especial
de limpieza efectuara una desinfeccin a conciencia.
Pareca que la estacin no iba a llegar nunca y que liba a tener que estar as durante el resto de sus das,
si no en la realidad, s en la mente de todos los otros
y en las de aquellos que recibiran como un chiste la
ancdota.
Pens que si se decida a limpiarse aquello
con la manga del jersei la gente lo vera y redoblara
su asco hacia la peculiar situacin. Pens tambin
que recogerlo con la mano era harto repulsivo y que
no soportara tocarlo. Adems no habra resuelto el
problema y todos le interrogaran en silencio sobre
su siguiente paso. Mir brevemente a su alrededor
suplicando con los ojos ayuda: qu s yo, un cleenex
o un trapo. Pero lo hizo rpidamente porque ya saba
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que no tena derecho a pedir eso, pues era l quien
haba provocado todo y ya haba causado bastante
desagrado en todos.
Estaba en estos pensamientos cuando la
muchacha de su lado no debi resistirlo ms y se
levant. El ferrocarril se detuvo y ella baj en laestacin. El chico solt tmidamente la vista por la
ventana, pero ella ni se volvi ni le mir. Fuera haca
fro, sin duda, y la noche se deshaca en neblinas.
Por un momento estuvo tentado de levantarse y
bajar tambin, para resolverlo todo en los lavabos dela estacin. Pero habra tenido que utilizar las dos
manos, dejando al descubierto aquello, y hacerse
camino entre tanta gente, lo cual, por cierto, no le
habra costado mucho esfuerzo pero s vergenza. Por
eso se qued quieto como estaba no por orgullo,sino por execrable cobarda.
Una mujer de unos cuarenta aos ocup el
sitio que haba dejado libre la muchacha. Tena un
bolso verde en el regazo y en l revolva algo. El chicola mir de reojo desde su rara postura y vio cmo
sacaba un paquetito de pauelos de papel. Tembl
unos instantes y consider muy velozmente esto:
poda pedirle uno, porque la seora no sabra para
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qu estara destinado, ya que no haba sido testigo detodo o de lo contrario no estara all; por otra parte,
los dems viajeros no le diran nada, puesto que lo
que ms deseaban ahora era olvidar ese lamentable
incidente. Y luego, con las manos libres, podra
recogerlo todo y salir apresuradamente de all, sinmirar a nadie. Con estas premisas el chico mir un
ratito a la seora. Tena que girar mucho la cabeza,
porque estaba puesto con el tronco de lado en el
asiento, hacia la ventana donde contemplaba en
los tneles sus ojos angustiados. Entonces, con unhilo de voz, le susurr algo ininteligible. La seora no
se dio por aludida y el chico tuvo que intentarlo de
nuevo. Esta vez la mujer se volvi un tanto extraada
pero sonriente. El muchacho le pregunt que si
tena un cleenex y, al darse cuenta de la obviedad
de la pregunta, aadi a trompicones que si poda
darle uno, que lo necesitaba urgentemente. La seora
volvi a sonreir y le dijo que s. Sac un pauelo de la
bolsita y se lo dio. El chico volvi a pensar; y esta vez
pens cmo le estara viendo la mujer: con el cuerpo
as torcido, mirndola de soslayo, tapndose la sien
con una mano cncava y tomando el pauelo con la
mano ms distanciada. Tambin crey ver a travs de
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aquellos ojos femeninos el sudor de su propia frente
y el que iba dejndose en el asiento, as como oler a
travs de la nariz de la mujer el poderoso hedor de su
cuerpo histrico. Pero tom rpidamente el pauelo
y, despus de abrirlo con los dedos, se cubri con l
la mano izquierda. A sabiendas de que era objeto detodas las miradas trat de ocultar en lo posible el
esputo. Pero al retirar la mano de debajo del pauelo,
ste se desliz un poco y la seora, que lo haba estado
mirando con disimulada curiosidad, pudo contemplar
por unos instantes aquello. Su reaccin fue inmediata:se llev las manos a los ojos acompandolas de un
gesto de profundo disgusto. El chico hizo un esfuerzo
sobrehumano para abreviar la evidencia, que ya
duraba demasiado para todos. Se pas el pauelo por
la sien varias veces, doblndolo por la mitad despusde cada repasada. Entonces busc sin xito un lugar
donde deshacerse del pauelo, que ahora enarbolaba
sin poder evitarlo como una bandera de oprobio y de
vergenza. Se levant preso de una debilidad cada vez
mayor. Sus vecinos de asiento, aquellos que no habantenido la audacia de levantarse y marcharse, acaso por
un filantrpico sentido de la compasin, movilizaron
sus rodillas al unsono para abrirle camino. Queran
Blando y hmedo
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facilitarle al mximo que emprendiera su marcha a la
puta mierda. Aturdido, sosteniendo en un equilibrio
inverosmil el pauelo a la vez que su cartera, sus
carpetas y la chaqueta que haba tenido que rescatar de
la estantera del tren, el muchacho se desliz entre los
ojos de los viajeros soportando la intolerable imagende otras sonrisas lejanas que se agrandaban justo
antes de desaparecer tras las puertas de una ventana.
Atraves el estrecho pasillo como un reo que en su
trayecto al patbulo portara para su propio escarnio
el objeto de su crimen. El tren pareci aminorarla marcha, quiz regodendose en la dilatacin de
su miseria. Antes de detenerse en una fra estacin
todava exager aun ms la lentitud de su circulacin
hasta el punto de que fue muy viva la impresin del
joven de que el tren lo miraba con atencin para noolvidar su cara.
Las puertas se abrieron impacientes y por
fin sinti el chico la helada indiferente de un andn
desconocido. Una brisa fra fue el nico aliento ajeno
al calor del vagn y al ardor de sus dedos, donde
todava yaca el pauelo de papel. A sus espaldas, el
tren se haba dado prisa en desaparecer.
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Bucle
Era la nonagsima vez que se quitaba la
vida. Su ltimo periplo humano haba sido el peor
de todos con diferencia. Los fracasos cotidianos no
le haban impulsado, como en otras ocasiones, a
matarse en cuanto asomaran los primeros visos deautonoma, a los cuatro o cinco aos; ni tampoco
haba llegado a un grado notable de placer que
pudiera interrumpir sin remordimientos antes
de experimentar un solo desasosiego. Su intento
nmero noventa haba sido el ms tedioso y agotador.
Durante los 35 aos que dur esta prueba no vivi
ms que de expectativas siempre insatisfechas. El
aburrimiento de todo y el hartazgo de s mismo se
haban manifestado a una edad muy temprana. La
imperceptible conciencia que le una a sus otras
vidas sugera desde el principio que aquella no iba
a ser su experiencia ms gloriosa. No tena por qu
esperar para suicidarse de nuevo.
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Poda haberlo hecho en infinidad de
momentos en los que la incomodidad le sobrevena.
De hecho, nunca haba tolerado tanta incomodidad
en sus otras vidas. Antes hubiera echado mano de la
bolsa de plstico o del revlver, como de costumbre.
Precisamente el sentido de tantas autoinmolacionesestaba en una antigua determinacin de no consentir
jams una vida donde lo desagradable afectase a su
felicidad. Si iba a vivir hasta el final, no poda ser
renunciando a la mejor de las existencias posibles.
Pero esta vez haba nacido con alguna tara,seguramente. Algo as como una banal esperanza:
un deseo sutil pero firme de algo lejano, un deseo
indefinido que se proyectaba inexorable hacia el
futuro, que le exiga toda su paciencia prometindole
a cambio que sus insatisfacciones adquiriran unsentido pleno al cabo de los aos. Haba prestado
crdito a una voz interior que le garantizaba que el
ltimo da justificara y compensara plenamente
todos los dems.
A causa de esa quimera se haba dejado
llevar. Haba dejado que le inundase el sudor, que lo
acosaran los granos y las espinillas, que lo humillase el
sentimiento de inferioridad y la propia conciencia en
Bucle
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esta ocasin desarrollada hasta un extremo antinatural-
; haba soportado la carencia de todo atractivo fsico
e intelectual, a unos padres mezquinos y a unas
amistades aburridas que nada tenan, por ejemplo,
de la genialidad de aquellas que le acompaaron en
su experiencia sesenta y ocho. Haba tolerado serespectador de la gloria ajena y soportado la indiferencia
ms escandalosa a su alrededor. Elementos todos cuya
mnima concurrencia en otras existencias habra
bastado para que se arrancase esa vida imperfecta y la
tirase a la basura.Y todo porque algn estpido msculo de su
organismo palpitaba rogando paciencia, despertando
sueos grandilocuentes que tenan tanta fuerza como
probabilidades de inclumplirse. Sueos que, por
otra parte, tenan la fea costumbre de abandonarle
a cada instante entregndole al asco de s mismo y
que slo volvan oportunistas, lamedores, cuando
estaba a punto de finalizar con todo. Eran esperanzas
que aspiraban a la supervivencia y que se servan de
tretas para transformar su vieja y romntica tendencia
suicida en una vergonzosa renuncia. Todos los
motivos de los que otrora se habra servido para irse
al otro barrio sin pestaear eran ahora instrumentos
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de edificacin de un ego supuestamente heroico quele necesitaba mantener con vida.
Aun as, cada da lo acosaba la firme
determinacin de su hbito suicida, contenida
con solo un pice ms de fuerza por ese deseo de
vivir hasta el da siguiente, el da en que todas susdecepciones se transformaran en algo brillante y
necesario para construir por fin una gloria ms grande
y redentora. A veces estas expectativas lo llevaban a
la exasperacin, por su ridculo planteamiento, por
su imbecilidad.
A estas alturas se haba dado mltiples
plazos: hasta los 10 aos, hasta los 16, hasta los 20,
los 25... pero hasta los 35 no consigui zafarse de
aquella reticencia poderosa. Y fue sta la muerte mstriste que tuvo, porque temblaba pensando que el da
siguiente a su muerte podra haber sido el sealado
para su eterna felicidad.
Antes de ingerir las cajas de barbitricos,
y durante la agona, se remiti con ira a sus otras
vidas. En una haba estado convencido de que era
la mejor vida posible de todas las que haba tenido
y tendra. Todo se haba desarrollado con un acierto
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divino: una infancia inconsciente y alegre, un
crecimiento sin traumas y repleto de protagonismos
sin competidores que le hicieran sombra-, una
adolescencia brillante y gozosa, aos de entusiasmo
de s mismo y de xito... Pero tuvo que quitarse la
vida precipitadamente cuando su tribu fue atacadapor unos salvajes canbales.
Y haba sentido tanta rabia, otras veces...
alguna vida haba sido ms desagradable de lo normal
y no se haba dado cuenta a tiempo o haba vivido
demasiados aos en un cuerpo defectuoso o en uncontexto engaoso. Entonces se haba cabreado tanto
que se haba matado hasta seis y siete veces seguidas
antes de nacer de nuevo. Y acaso haba sido entonces,
en uno de esos arrebatos, cuando haba pasado de
largo el nmero exacto, el momento preciso en queel destino le haba deparado la mejor de las vidas
posibles. Y quiz se haba saltado, por culpa de un
capricho, su nica oportunidad de hallar la verdadera
felicidad.
Su existencia, ya que no slo su vida, era
un encadenado lleno de indignacin. Su propia
furia acababa con l la mayora de las veces, antes
incluso de nacer. Apareca a travs de las edades, con
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su fijacin enfermiza y de imposible tratamiento.
Volva a decepcionarle su presente, como si hubiera
albergado siempre la semilla de una amargura que se
le presentaba una y otra vez en un mnimo detalle.
Por eso quera aventurarse de nuevo al vaco, con la
esperanza de que se le concediera un lugar pacfico laprxima vez.
Pero aun en el caso de que se encontrase de
nuevo en una existencia maravillosa, la inquietud
no le abandonaba: cul era el objetivo ltimo de
esa bsqueda? Y si fallaba un solo da? Y si sufraun solo encuentro con la desolacin...? Esto haca
que la mayor parte del tiempo se concentrara en las
preocupaciones ms inmediatas, esto es, en estar
atento, con un cuchillo sobre las venas, al primer
signo de infortunio.
Con todo, nunca haba estado tan inseguro
como en su nonagsimo suicidio. Jams haba
experimentado como entonces el caprichoso deseo de
seguir viviendo, a pesar de todo. Se arrancaba la vidacontra su deseo. Se mataba cuando ms quera vivir:
para llegar al da siguiente, para vencer los aos hasta
el ltimo da, para perseguirlo, darle caza y vivirlo
con todo el derecho. Cuntas oportunidades ms
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tendra para alegrarse tanto de sobrevivir semanas
enteras? Habra ms cuerpos que le pidiesen
renunciar a su enfermiza costumbre?
La muerte, tantas veces visitada, le tentaba
ahora de otra manera, sin la voluptuosidad ni la
lujuria de siempre. Esta vez vena seria, parca y lenta.Y tena una infinita desgana en la comisura de los
labios.
Al tiempo que las drogas arrasaban su
estmago y su cerebro, el suicida nato miraba al techo
blanco que pronto dejara de protegerle. Estiraba las
manos hacia arriba, a sabiendas de que mora, pero
sin ganas ya de seguir practicando nunca su juego.
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Corrientes
Tan slo acertaba a verle la frente que
montaba las cabezas fugitivas de la Rambla. Detrs
de la florista, la construccin flamante que regentaba
tena la elegancia de una mansin empequeecida
o de un mausoleo de la nobleza, en funcin de losramos que uno escogiera mirar. Armando se levantaba
sobre las puntas de sus zapatos para vislumbrar los
ojos de aquella mujer menuda y preciosa que extenda
los ramos de orqudeas, amapolas y crisantemos
dentro de los jarrones y las cestas de mimbre. Querareencontrarse con la rotundidad de sus pechos, con el
olor de los cabellos vivos de rosas y lirios que acababa
de sentir al pasar casualmente delante de ella. Y por
efecto de la ansiedad que le haba obligado a darse la
vuelta y a buscarla con todos sus sentidos, Armando
se la haba imaginado desnuda, ofrecindole violetas e
invitndole a besarla.
Armando, que se haba visto empujado
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por la multitud pasajera de la Rambla a la orilla
opuesta de la florista, adivinaba su sonrisa joven
a travs de los pedacitos de espacio que el espeso
muro de carne humana fabricaba y deshaca. Por
fin, despus de mantenerse de puntillas respirando
devocin, se dej caer sobre las plantas de sus pies.Toda aquella blandura de pieles lisas y blancas sin
inters, desapasionadas y flccidas, se le antojaba la
cauterizacin de una herida hecha de clulas muertas
que pronto se desprenderan. Y al otro lado de la
barrera continente la sangre viva, clida, el ruborapasionado de la florista. Era necesario empujar,
cortar loncha a loncha las masas intiles de ropas y
de huesos; era necesario atravesar la corriente y no
dejarse arrastrar sin haberla mirado, al menos, una
vez ms a los ojos.
Tom impulso y se meti entre las clavculas
y las muecas, entre narices y pantorrillas, a travs de
las barrigas y mejillas prximas y desagradables. En
cuanto logr situarse en medio de la multitud se vio
empujado metro a metro hacia abajo. A penas poda
concentrarse en otra cosa que no fuera recuperar
pedazos de espacio perdido y tena que prestar mucha
atencin para no alejarse demasiado de su objetivo.
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Si antes de penetrar en la corriente haba sufrido con
la perspectiva de unos momentos de angustia fsica e
incluso de nusea por el contacto insistente con los
cuerpos annimos y de dudosa procedencia, ahora
ya poco le importaban las faltas de respeto de los
transentes, que parecan considerarlo un elementoextrao al conjunto y no escatimaban esfuerzos para
echarlo de su lecho. Para colmo, Armando deba
ser la nica persona que no quera subir o bajar por
la Rambla, sino atravesarla. Nadie con un mnimo
sentimiento de dignidad estaba dispuesto a accederfcilmente a esta voluntad transgresora. Casi en
consenso los paseantes se turnaban ora los que
vienen, ora los que van- para empujar a Armando y
hacerle rodar en crculos intiles y desorientadores que
por momentos conseguan extraviarle. El bramido, lafuerza de golpes decididos e intencionados, consegua
sacar a Armando de la corriente. Lo hicieron salir
tres veces y tres veces ms Armando penetr en el
tumultuoso paseo para encontrarse con la florista
que lo esperaba al otro lado.
Esta determinacin alert seguramente a los
transentes, que se dieron cuenta de que persegua
alguna cosa. La Rambla no estaba dispuesta a consentir
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la impertinente insistencia, a ratos violenta, de una
sola persona a la que ya haba tratado de disuadir
amablemente. Es que acaso aquel hombrecillo
pretenda imponerse a la mayora? Aunque no le
viesen, los paseantes lo notaban movindose entre sus
filas. No era suficiente con mostrarle cordialmenteel camino de regreso a su orilla. Armando empujaba
cada vez con ms rudeza, tanta que la corriente no
consegua hacerlo retroceder sino, como mucho,
obligarlo a caminar en diagonal. Despus de muchos
intentos, la Rambla solo haba logrado retrasarlo unosmetros de su objetivo final.
Al tiempo que Armando luchaba por
cada metro con el gento, lanz una mirada a la
casita de la florista. Ella estaba all, repartiendo
flores a placer a las personas que con suerte haban
conseguido detenerse por unos segundos antes de
verse arrastradas de nuevo. Armando haca gestos
enormes y esfuerzos para reconquistar terreno. La
florista, que hasta entonces haba permanecido
distrada con las gardenias, mir hacia l y se qued
observndolo. Vea que se mova con dificultad de
aqu para all. l, que se haba dado cuenta de esto,
ensayaba sonrisas y se secaba el sudor como poda.
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La florista regres a sus gardenias y luego continu
mirndolo con curiosidad. Armando se arrojaba
hacia delante, venciendo centmetros con mucha
dedicacin. Se encontraba muy cerca de la orilla de
la florista, pero una lnea intransigente de viandantes
le impeda acercarse. De pronto, la direccin de lacorriente cambi y lo oblig a caminar hacia arriba
con mucha rapidez, de manera que pas de largo a
la florista sin dejar de mirarla a los ojos. Ella le vea
fluctuar una vez y otra, alargando siempre la mano,
estirando los dedos con una intencin desconocida,abriendo los ojos con la ansiedad de un enfermo. Al
final se cans y se dedic a sonrer a los clientes que
se detenan brevemente a las puertas de su pequeo
palacio engalanado. Les enseaba las flores y les
hablaba de sus gardenias y de que era el tiempo de
los lirios y que los gladiolos estaban a muy buen
precio. Mientras ella se hallaba distrada Armando
aprovech un pequeo remolino de gente que se
haba formado, dio una vuelta y cay justo delante de
la florista interrumpiendo sus explicaciones. Casi sin
tiempo para sobreponerse a la alegra que le produjo
su xito, Armando ensay una sonrisa amplia y
llena de satisfaccin. La florista, sin embargo, le
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miraba a los ojos, seria y severa: Quiere algo?, le
pregunt con dureza. A Armando le sorprendieron
estas palabras. Tan solo quera verla, encontrarse con
sus ojos negros, acercarse a su olor pero no haba
pensado qu poda querer de ella ni de sus flores. No
saba qu decir. Ella le miraba duramente, como si lahubiese ofendido y todava pretendiese alguna cosa
que no fuera su desprecio. Qu es lo que quiere?,
pregunt de nuevo. Armando iba hundindose en
una pesadumbre densa y gruesa, una angustia arenosa
que se emplastaba y se endureca entre el cuello y el
esternn. Baj los ojos y en seguida la florista dedic
los suyos a otro cliente que le haba pedido un ramo
de margaritas.
Una oleada repentina devolvi a Armando,inmvil y abrumado, dentro de la muchedumbre. La
corriente le hizo rodar, Rambla abajo, hacia donde
comienza la mar.
Corrientes
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De la construccin de las
pirmides
El monarca de Egipto es la VIDA. Ungido
por los dioses y venerado por su pueblo, el faran ha
congregado a sus sbditos ante el palacio para revelar
una inspiracin divina que ha alumbrado su espritu
durante la noche: Una Gran Obra se elevar hacia
Ra. Se erigir una magnfica cmara de la muerte que
se hincar en el cielo y el cielo ser mi templo.
El monarca transmite a sus ingenieroslas indicaciones del magno proyecto. Ante sus
extraordinarias dimensiones, los constructores
levantan repetidamente las manos sobre sus cabezas.
Sin embargo, el deseo del faran es firme y ordena
que se emprendan las obras cuanto antes, poniendoen marcha todos los recursos disponibles.
Incapaces de comprender el motivo de
tamao designio, los esclavos comienzan a sembrar
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los cimientos de la morada divina. Al pueblo le aflige
no entender los extraos deseos de su joven rey, los
ingenieros entrechocan sus frentes una y otra vez
cuando examinan los planos de la pirmide que
deben construir, por doquier se alzan voces que
claman al cielo. Pero el faran se muestra inflexibley Egipto se entrega a la obra. Durante aos, el
pueblo sufre penalidades sin nombre a causa de la
inmensa tarea. El sufrimiento araa las frentes de
los hombres y no les deja alzar la vista y ver con la
misma clarividencia que tiene el Faran el sentidode lo que edifican. Para combatir su ignorancia
el pueblo responde con una mayor dedicacin y
capacidad de padecimiento. Pero a medida que
los esfuerzos se multiplican, a medida que la arena
golpea las espaldas de los obreros y les obliga aentornar los ojos, a medida que las piedras de
lejano origen se elevan en la aridez del desierto,
el pueblo va inteligiendo la magnitud y la gloria
de lo que construye. El tiempo y el desierto traen
la conciencia al pueblo, que por fin, un da, se dacuenta de la trascendencia infinita de la Gran Obra
y decide que se sacrificar por ella.
A partir de este momento los constructores
De la construccin de las pirmides
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viven slo para la Obra y se inmolarn en el empeo;
los esclavos viven slo para la Obra y a sus pies
hallarn la muerte; superando las expectativas del
faran, todo el pueblo se entrega en cuerpo y alma
para terminar la Construccin lo antes posible.
Ahora que han comprendido toda su dimensin,no pueden permitir que tarde en consumarse.
Una vez terminada, la Obra se quedar
consigo misma y con todo lo que le pertenece. De
hecho, el pueblo no puede permitir que el Faran
la sobreviva demasiado tiempo. Sera ir contra laObra. Sera negarla. Se le habr de conducir, pues,
lenta y ceremoniosamente, para que ocupe su lugar
en la pirmide, para acelerar su reencuentro con las
divinidades del Nilo. Por eso el pueblo, que antes
pereca a ciegas para cumplir una orden que noentenda, ahora, del todo partcipe, ha tomado la
iniciativa y se mata a conciencia para adelantar las
obras.
El reino, mientras tanto, loa al faran, queve cmo las obras crecen en intensidad y ritmo, cmo
el pueblo inmola no slo a sus mejores esclavos,
sino que tambin encomienda a sus primognitos
y a los varones ms fuertes. Cuanto ms elevados son
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los cnticos, tanto ms rpido se eleva la Obra, cuyo
vrtice se apresura a cerrarse. Pronto el calendario
previsto inicialmente se ve desbordado ante el nuevo
impulso de las obras, que aceleran por diez y por
veinte el ritmo de trabajo. Alarmado por la repentina
y exagerada dedicacin de su pueblo, el piadoso reyintenta detener el frenetismo y el esfuerzo que ste
dedica da y noche a la consagracin de la Obra,
que avanza inexorable hacia su fin. Trata en vano
de detenerlos escanciando ofrendas, ofreciendo
distracciones, ensayando duros castigos. Pero ya sonfamilias enteras las que continan extenuando sus
almas a los pies de la pirmide mientras glorifican
a Ra y al Faran. Y por cada uno que perece, llegan
muchos ms egipcios dispuestos a dejarse la piel sin
contemplaciones para terminar la gran Obra antesde la prxima luna llena, segn es ahora el deseo de
los fieles sacerdotes del rey, que acaso han tomado
con demasiado celo sus deseos.
La vspera de la coronacin de la pirmide
pueden orse las oraciones que emanan de lostemplos. Los sacerdotes preparan la inhumacin
de su joven rey, que lleva das encerrado en su
palacio sin querer ver a nadie. Afuera, las fiestas se
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multiplican en todo el reino. Todo Egipto celebra
con prisa el inminente viaje del Faran al reino de
los muertos.
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De reojo
Entre los miembros de la Asamblea haba
uno especialmente desagradable. Se sentaba junto a
mi colega de la derecha. Yo ni le mir en toda la
reunin porque ya me haba fijado vagamente en
l antes de entrar y me pareci un don nadie. Perocada vez que yo intervena poda sentir sus ojos
sobre m, observndome fijamente, no tanto como
si estuviera interesado en todo lo que yo deca, sino
ms bien como si le hiciera gracia alguna cosa de m.
Pongamos que le haca gracia verme hablar no spor qu, ya que soy un hombre serio y contenido -.
Incluso cuando yo ya no hablaba aquel individuo
insista en mirar hacia mi perfil y me daba la
impresin de que sonrea. Hice un gesto brusco hacia
su lado y supongo que se dio por aludido porque ya
no continu hacindolo. Ahora, en cambio, cada
vez que yo tomaba de nuevo la palabra l fijaba
la vista en mi compaero directo, de manera que
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poda verme de reojo casi con la misma nitidez que
antes. No entiendo por qu mi compaero toleraba
aquella impertinencia. Es posible que se hubiera
dado cuenta del juego y que no quisiera tomar
partido. Por mi parte, decid que no consentira que
aquel hombrecillo adquiriese la menor importanciapara m. Le negara toda mi atencin y, en adelante,
evitara por todos los medios aceptar su presencia.
l se debi enterar de mi determinacin
porque, ms tarde, en los pasillos del Congreso, pas
media docena de veces por delante, esforzndose porsaberse visto por mis ojos. No s bien qu buscaba
aquel hombre, pero bajo ningn concepto estaba
dispuesto a concedrselo. Yo no poda evitar que su
imagen borrosa se deslizase por mi retina y formase
parte de mi campo visual. Lo tena presente en algn
rincn de mi vista aunque hiciera lo imposible por
impedirlo. Notaba que se mova a un lado y a otro
de mi ngulo de visin, como si fuera consciente
de que lo invada. En aquellos momentos habra
deseado disponer de esas piezas de cuero que llevan
los caballos en los costados de los ojos, pero habra
significado, adems de una ostentacin ridcula, un
reconocimiento abierto del xito de sus propsitos.
De reojo
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Durante unos das me mantuve al resguardo
de su impertinente presencia porque no lo vi. Quiz se
haba ido de viaje, o bien se ocultaba tranquilamente
detrs de mi espalda, mirndome con impunidad.
En realidad yo no estaba dispuesto a darme la vuelta
y concederle la victoria en su enfermiza ansia depertenecer a mi consciente. Pero result que, en un
momento de comprensible distraccin yo no poda
pasarme las cinco horas que estaba en el Congreso
concentrndome en no encontrarlo -, estuve a
punto de topar directamente con sus ojos. Surgide improviso por una puerta lateral y chocamos
ruidosamente en uno con el otro. No es necesario
que explique los esfuerzos que tuve que hacer para
omitirle, para cortar de raz toda posibilidad de
dilogo o comunicacin. Baj la vista tan pronto
como intu que se trataba de aquel mismo individuo
que combata con tanta insensatez mi resistencia.
Habra significado una prdida considerable si
llego a enfrentar mis ojos con los suyos. El tipo
habra tenido una evidencia incontestable de que
haba logrado penetrar mi indiferencia. En cuanto
chocamos y lo reconoc en la informidad de su figura
hu apresuradamente, aunque todava poda sentirle
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clavndome los ojos, vencidos, eso s, en el cuello de
mi chaqueta.
Aprend a defenderme de su ambicin
insaciable de ganarse un lugar en mi atencin. Pude
disimular mi disgusto hasta el punto de que poda
pasar por su costado sin sugerir ni remotamente queera consciente de su existencia, si bien de ninguna
manera consegua apartarlo del todo de los rincones
ms desenfocados de mi vista. Con todo, l esto
no lo saba y seguramente yo ya estaba minando
del todo su deseo y su confianza en adquirir unaposicin preferente en mi percepcin. A veces,
cuando yo caminaba decidido hacia alguna sala de
reuniones y me cruzaba con l, siempre inmvil
junto a los pasillos, lo senta mirarme con cierta
desesperanza, convencido de que no haba manerade que yo reparase en l. Con esta sensacin yo
pasaba aun ms triunfante delante de l, blandiendo
mi suprema indiferencia sobre su sombra minscula
ya casi disuelta del todo. Puedo afirmar que cuando
cruzaba la puerta del despacho ya no lo recordaba en
absoluto.
Dos das despus, sin embargo, me top con
una penosa contrariedad. Me diriga a la cafetera
De reojo
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para encontrarme con un colega del trabajo. Desde
la puerta le distingu. Estaba sentado en una mesa,
al fondo del recinto. Hablaba animadamente con
alguien a quien yo no poda identificar con claridad.
Cuando me aproxim, al tiempo que dejaba vagar
la mirada distradamente por otras mesas, dej caerlos ojos sobre los brazos distantes de mi colega, que
se movan sin cesar empujados por la conversacin.
De pronto intu la presencia de aquel don nadie
justo delante de mi amigo. En efecto. A medida
que me acercaba sin apartar los ojos de las manosde mi amigo, iba recomponiendo la figura nebulosa
del otro individuo. Poda reconocerle las facciones
frgiles, los cabellos aplastados, la nariz delgada que
me haba apuntado tantas veces con insolencia. No
quise acudir a su encuentro. Cmo habra podido
enfrentarme a ello? Yo ya lo crea vencido. Imaginaba
que haba desistido de su voluntad de interesarme.
Pero ah estaba de nuevo, frente a m, sirvindose de
toda su astucia para atravesar la lnea discriminadora
de mi vista y meterse de lleno en la nitidez de
mi conciencia. Haba encontrado una forma de
coaccionarme. Si no poda conseguir que le mirase
limitndose a pasar delante de m, al menos me
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condicionara mezclndose con la gente con la quetrataba y deba tratar, imponindome su presencia all
donde yo deba actuar. Y no poda ir y hacer como si
nada porque exista el peligro de que se presentase o
me lo presentasen y que, tcitamente, yo tuviera que
reconocer que me haba ganado la partida, porquetendra que mirarle a los ojos y los dos sabramos que
l haba conseguido penetrarme, abatir mi esforzada
indiferencia, y que todo aquello a lo que habamos
estado jugando hasta entonces adquirira su sentido
y el sentido sera mi derrota. Me alej, abrumado,rumiando otro momento para compartirlo con mi
amigo sin la presencia de aquel hombre.
Los das de trabajo se me hicieron mucho
ms difciles desde entonces. No poda dar cuatro
pasos y ya me encontraba a ese individuo coartando
mi libertad a unos metros de m. Siempre lo hallaba
hablando con esta o con aquella persona, el trato con
las cuales era fundamental en mi profesin. Y tena
que esperar, sin dejar de aparentar jams que lo haca
libremente, que no variaba el orden de mis gestiones
por su culpa, que no dejaba para el ltimo momento
asuntos de la mxima urgencia por su causa. A veces
me vea obligado a pasar de largo a altos cargos
De reojo
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con los que deba tratar temas de importancia
importancia que aquel hombrecillo impertinente ni
siquiera deba sospechar tan slo porque el tipo
estaba bromeando con ellos.
Lo haca con toda la alevosa del mundo.
Se fijaba en la direccin de mis ojos para saber haciadnde tena que correr. Yo trataba de despistarlo,
pero era intil porque a l le daba igual ir hacia
un lado o hacia otro insistentemente y sin otro
propsito que avanzarse a mis pasos. Con toda la
informacin que mis intenciones le proporcionarondurante aquella semana hubo suficiente como para
que llegara un momento en que ya no necesitara
escrutar mi mirada para adivinar mis gestiones.
Aprendi quin era la gente importante y con quin
mantena una simple amistad. A nadie le extraabaaquel mamarracho que iba arriba y abajo, dando
saltitos delante de m como un perrito. Era un
imbcil previsible y, si no le miraba, si le ignoraba
a pesar de su descompuesta pero indeleble presencia
en mi campo visual, conseguira hacerlo retroceder.Un tipo as no tena nada que hacer con la gente
importante y ellos mismos se cansaran de l.
Pero con todo no poda barrer la sensacin
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de que l prosperaba entre MIS amistades. Durante
los ltimos das, cuando yo ya avanzaba por el pasillo
fijando la vista en un punto infinito, se filtraba por el
rabillo de mi ojo su figura desdibujada, que hablaba
con algn compaero mo a quien yo ya no poda
ni siquiera reconocer. Y me pareca, al pasar junto aellos, que ambos detenan la conversacin y se giraban
para mirarme, sonrindose de algo, como si supiesen
que yo no poda hacer nada para evitar su invasin,
su violacin. E incluso hacan algn gesto como
agitar la mano o levantar las cejas, para enviarmela seal inequvoca de que se saban dentro de m,
que saban que yo no los poda ignorar. Y les haca
gracia mi obstinacin en aparentar que no me daba
cuenta de nada cuando en realidad aquellas figuras
borrosas de segundo plano eran mi nico universo,un universo mnimo en torno al cual yo revoloteaba
ansiosamente, incapaz de deshacerme de l.
Un da que yo no podra determinar con
exactitud se produjo una ruptura sutil entre el
individuo y yo. A medida que fue acostumbrndose
al trato con mis colegas; a medida que este trato era
ms estable y no slo una excusa, su espacio, y en
consecuencia el espacio del que yo deba apartarme,
De reojo
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se hizo muy grande, inmenso. Poco a poco su
omnipresencia se extendi hasta el punto de que yo
me vea obligado a moverme en un margen cada vez
ms insignificante para no rozarla. Tuve que evitar
sistemticamente ciertos pasillos por los que l ya se
mova con soltura. Y ms tarde fueron combinacionesmltiples de trayectos que ya no poda seguir
con seguridad sin temer su aparicin. Si antes era
suficiente con torcer ligeramente la mirada, ahora
slo era posible evitarlo corriendo lejos, muy lejos
de sus dominios crecientes. Ms all del Congreso,ms an de las calles, de las ciudades, de cualquier
lugar donde un da, a causa de una indeseable
negligencia, pudiese verle de reojo mirndome,
tragndose mi figura minscula y relegndola al
fondo inconmensurable de sus ojos.
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Detalles
Esta mujer, pens, es atractiva. Observndola,
al principio, no lograba determinar cul de sus rasgos
le seduca, cul de sus gestos eran el que lograba aferrar
su inters. Quera darles un nombre, conjurar lo que
fuera que ataba su atencin a cada uno de sus sentidos.Quera reconocer aquel punto indefinido que jugaba
con l y lo atrapaba en la imagen de aquella mujer.
Siempre, desde que era un nio sin curiosidades ni
fantasas, haba necesitado desentraar los misterios
mnimos y ms inadvertidos para desenmascarar sufuerza, para desnudar su poder. Quera baarlos de
comprensin para que le abandonase el estpido
plpito de su estmago, el vulgar e insufrible
temblor de sus ojos. Quera extraer de los objetos
su mecnica secreta, aunque poco le importaba su
sentido. Exiga que se explicasen, que justificaran el
reparo que tan generosamente depositaba l en ellos.
Si algo tena la osada de tensar su inquietud, de
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molestar la clarividencia con que todo transcurra,
entonces diriga al culpable toda la fuerza de su
inspeccin para someterlo y arrancarle los motivos
que no consegua aprehender por las buenas. Y luego,
por fin conocidas las claves y muerta la curiosidad,
poda volver a su calma y olvidarse de la insultantepresencia del objeto, que desapareca por fin de su
nimo y de su universo imperturbado.
Ahora miraba a aquella mujer que se
sentaba a tan slo unos pasos de l en el tren. La
interrogaba en silencio sobre su poder. Querasaber por qu el vaco de su alrededor tena que
interrumpirse precisamente en aquella silueta,
por qu tiraban aquellos cabellos, aquellas manos
cruzadas y aquellos ojos de los suyos, por qu se
despertaban de repente en l las ganas arbitrariasde mirar en aquella direccin y no en otra. Se
puso a escrutarla framente. Cedera la confusin
a la inteligencia, localizara por fin el detalle que
lo dominaba y podra acabar con l sin mayores
problemas y volver a su tranquilo viaje.
Se detuvo primero en sus manos. Ella las
posaba sobre un bolso de piel negra. Traz una
mirada inquisitiva mientras se refugiaba mediante
Detalles
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complicadas estrategias para disimular su examen.
Intent primero observarla a travs del reflejo de los
cristales oscuros. Pero las formas se desvanecan en
cada extremo y las lneas que la ventana seleccionaba
eran las ms inanes y sin vida. Tuvo que esforzarse
para espiar su verdadero cuerpo sin que ella se dieracuenta. Observ sus manos sin descubrir nada que
le atrajera y dej continuar su mirada brazos arriba,
primero. Al llegar al pecho condujo bruscamente
los ojos a las caderas y a las piernas, donde crea
haber percibido el origen de la atraccin. Luego,decepcionado por los resultados, volvi a ascender
hasta reencontrarse con su pecho. Algo le indicaba
que se aproximaba al centro de todo aquel encanto.
Slo ahora se impuso una observacin ms minuciosa
y detallada. Conoci su busto, centmetro por
centmetro. Su cuello esbelto y su barbilla elegante,
el nmero y los tonos de sus cabellos, las graciosas
curvas del lbulo, el recorrido de su nariz y el de
sus mejillas. Examinaba, en una diseccin perfecta,
cada rastro de su anatoma facial. Era necesario
ir eliminando los rincones de su aspecto que no
podan evocarle, aisladamente, ningn placer. Acot
lentamente los mrgenes de su belleza. Fue dibujando
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la lnea breve que estaba seducindole hasta que
recort sus prpados del resto del cuerpo. Haban
estado confundindose arriba, con las cejas unas
cejas que ahora, desprovistas de aquel soporte, eran
particularmente antipticas-, y por debajo con sus
ojos solitarios, vulgares sin el manto sublime de losprpados-. Tenan, slo ellos, el corte esplndido de
la gracia y la belleza. Eran los prpados ms hermosos
que jams rostro alguno hubiera merecido. Solo una
cara, una imagen sublime, los haba vestido ya, haca
mucho tiempo. En cada milmetro de los prpadosque miraba reconoci la vida de aquellos otros que
recordaba. Era aquella fina lnea todo el centro de su
poder. Todo lo dems en la mujer converga y resurga
en ese punto. La mujer, falaz, pretenda engaarle
hacindole creer que su belleza era absoluta cuandoen realidad se trataba slo de los prpados que
ostentaba ilegtimamente. l los haba visto en otra
mujer cuyo esplendor s haba sido total. Pero esa
infeliz que tena delante crea poder conmoverle por
entero mediante uno solo de sus atributos. Evocabapausadamente la mujer en quien los haba visto
cerrarse. Fue la primera que lo arranc de su plcida
inmovilidad. Tambin entonces tuvo que escrutarla
Detalles
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para desentraar su misteriosa llamada. Descubri
en ella no slo sus prpados, sino tambin unas
manos dulces y el anuncio de unos senos sublimes.
Cada parte de una mujer que haba visto le remita
a otras mujeres. Y en stas haba hallado detalles
de otras muchas. Supuso que todas las mujeres lehaban robado algo a una mujer primitiva, antigua
y mtica, de cuya belleza innombrable provena el
aliento de todas las dems. Saba que cualquier cosa
que le atrajese de una mujer provena de la primera
y nica. Y por eso, adems de por otras razones, se
entregaba a esos exmenes, para que no le cupiese la
duda de que podra haber otra belleza que l no fuese
capaz de gobernar con su recuerdo.
Volvi a mirarla de pies a cabeza, tratandode apreciar el conjunto. Pero ya fue imposible que
aquella figura le sedujera. Toda su belleza se haba
visto descubierta en unos prpados. Haba localizado
y aislado su nico atractivo y ahora la mujer ya
no poda conmoverle. Poda regresar a su calma
tranquila y muerta, rodeada de objetos conocidos
y domesticados, incapaces de provocarle la menor
inquietud.
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Distracciones
Cuando golpeo a mi hermano lo hago
con rabia. No escatimo las demostraciones de furia
ni los deseos de herirle. Quiero que experimente
en su carne todo el odio que intento comunicarle
y que de ninguna manera permanezca indiferentea mis ataques. Por eso busco siempre ser lo ms
duro posible con l. Si me pongo encima trato
de hincarle el puo en los costados o en el plexo,
porque quiero hacerle dao de verdad -no un dao
irreparable, se entiende-. Intento descubrir susflancos, tarea difcil. Con su cara no cometo excesos:
le propino cachetes y capones o le caliento las orejas
o le pellizco. Normalmente, por defectos de nuestra
postura habitual, me concentro en la parte de su
cuerpo que va de la cintura a la cabeza, excluyendo
del todo la espalda. De vez en cuando le apualo
los muslos, pero nunca ms abajo ni ms adentro.
Por lo dems, trato de conseguir que se resienta un
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poco: que note que le he estado pegando. l sueledefenderse recogiendo las piernas y alzando el brazo
hacia m. Tiende a encogerse instintivamente y mis
puetazos no tienen a veces ningn efecto o acaso
slo un efecto anecdtico. De hecho, muchas veces
me invade cierta lasitud y tengo la viva impresin,mientras disputamos, de que los nudillos que clavo
en su carne slo sirven para tenerme derecho. Por
otra parte, l nunca me devuelve los golpes. Es ms,
yo creo que se deja pegar.
No lo hace siguiendo un instinto masoquista,sino como algo que entiende que debe cumplir de
alguna manera. l cree que debe dejarse pegar de
vez en cuando y participa ofrendndose cuando se
tercia -jams dira que lo hace a conciencia, pero s
noto una predisposicin. Siempre solemos forcejear
al principio, a lo que sigue una toma de posiciones:
yo encima, l debajo. Entonces se somete al juego,
no exento de odio, que l entiende tan bien como
yo aunque nunca hayamos explicitado las reglas.
Tengo por costumbre enfadarme mucho mientras
peleamos. Mi rabia va creciendo a medida que se
desarrolla la lucha -mi lucha-. Al mismo tiempo,
su relajacin aumenta casi hasta la euforia y cuando
Distracciones
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la supera el juego est por terminar. Entonces melevanto compungido y me marcho.
Pienso que en el fondo es l el que dicta
la intensidad y la duracin de cada enfrentamiento.
Sabe decidir cundo se termina. Slo muchas
sesiones despus he empezado a alarmarme al
respecto. Mientras me agito sobre su enorme barriga
le ofrezco numerosos puntos dbiles, lo cual me hace
pensar que si l quisiera podra derribarme con slo
abofetearme. Adems, un da puede decidir que no
hay juego y levantarse y marcharse -y es algo que yo
no puedo impedir dada su corpulencia-, y toda la
certeza de la que yo haya hecho acopio hasta entonces
viene a significar nada o, si acaso, un pedazo de
humillacin que debo tragar.Pero l no quiere eso. Eliminara de golpe
todas mis ganas de arrojarme sobre l y mi estpida
confianza en inflingirle dao. Si mantiene mi
esperanza y mi rabia tiene garantizada la continuidad
del juego. Le basta con un instrumento: la sonrisa.
Con esa sonrisa supera todo el dolor que yo pueda
producirle -que es en verdad escaso- y consigue que
mis acciones punitivas acaben por dirigirse contra m
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mismo. l me mira directamente a los ojos, sereno.
Observa cmo mi rabia va acentundose, cmo mi
tranquilidad va quebrndose y cmo mis ojos se
vuelven ms vulnerables a medida que los invaden
las lgrimas. Al cabo de un rato, ya tiene ante s toda
mi debilidad debatindose de la forma ms pattica.Es esto lo que le complace: mi impotencia. Entonces
se sonre y desde detrs de mis golpes me mira como
si estuviese viendo claramente algo de m. No: como
si CONOCIESE algo de m. l sabe, mientras
que yo no consigo entender nada respecto a l. Esaevidencia que l percibe tan felizmente le mueve a la
risa, ms sonora cuanto mayor es el mal que quiero
que sufra.
Digo todo esto porque ltimamente siento
con ms claridad que nunca que ni siquiera soy yoquien suscita las peleas. Veo a mi hermano caminar
tranquilamente arriba y abajo de la casa, pensando.
Entonces repara en m en un lugar del saln donde
antes ni siquiera me haba sentido. Me provoca con
un gesto y yo acudo repitindome una y otra vez quevoy a darle su merecido.
Distracciones
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Dos hijosA Judith
Soy vieja y me falla la vista. Por mi edad y por
mis frecuentes males debo guardar un gran reposo en
este silln. Paso aqu casi todas las horas posibles. A
muchas de esas horas las veo dilatarse de tarde entarde. Tanto, que a veces temo que les est doliendo
lentamente. Mi soledad podra ser insoportable pero,
por suerte, tengo dos hijos maravillosos que pasan
mucho rato sentados junto a mis rodillas. Uno est
a mi derecha y otro a mi izquierda. A travs de ellosconozco el mundo.
Se acurrucan los dos a sendos lados de mi
camisn y abren mucho los ojos para que nada
que pueda interesarme se escape a su atencin. El
de mi izquierda es atento y nunca se distrae de m.
Me aprieta la mano entre las suyas y susurra en mi
palma todo cuanto ve. Puedo sentir todo lo que
l mira, porque es sangre de mi sangre y nuestra
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comunicacin es perfecta. Con sus ojos yo entiendo
que la luz cambia en el inmenso saln, que la noche
es cerrada o slo entornada, que el polvo se destaca
ms en uno o en otro rincn, que en el alfizar de la
ventana cerrada parece que se pos una paloma de
color. Cuando quiero saber qu sucede junto a laspuertas de caoba es decir, cercionarme de que nada
sucede- o cuando quiero admirar el retrato de mi
difunto marido que hay sobre la chimenea, emprendo
un levsimo ademn sobre los cabellos de mi hijito y
l se pone de inmediato a observar estos detalles. Losiento respirar junto a mi rodilla y, a veces, cuando
su aliento es ms entrecortado, adivino que necesita
un descanso y le invito con suavidad a soltarme de
la mano y a retirarse. Pero casi nunca quiere dejarme
y se aferra con ms fuerza hasta que cae, rendido, yse duerme.
El hijo que tengo a mi derecha, en cambio,
me trata con muy poca consideracin. No quiere
acariciar los dedos que apoyo sobre su cabeza.
Se muestra con frecuencia reacio al tacto de mi
mano arrugada y es muy difcil que la tome y me
comunique lo que l ve por su parte. Siento as un
gran vaco a mi diestra. Adems no se deja conducir
Dos hijos
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por mis deseos ntimos yo slo puedo aspirar a ser
intuida, porque mi voz es inaudible. A veces quisiera
ver por su bando la luz en la ventana pero l, que
siente mi deseo, gira obstinadamente la cabeza y
pierde su atencin en algn punto indefinido y
borroso de la habitacin. Mi corazn viejo y agotadono puede entender, con todo su amor, por qu mi
hijo derecho no me deja percibir nada a travs de
sus sentidos. Me da por pensar que es un egosta.
No quiere transmitirme sus observaciones porque
las quiere slo para l. Pero a veces, despus de unvaco muy prolongado, he llegado a alarmarme por
la salud de sus ojos. Acaso es un enfermo y en l
se consumen, como un relmpago, las impresiones.
Pobre. En el fondo es posible que slo desee sentir
como yo, aunque jams lo consigue y se limita amirar y a mirar, a dilatar y a contraer sus pupilas
sin memoria para entender. Y en l mueren todas las
luces y las sombras. Slo a veces, muy levemente y
como por accidente, me acaricia el dorso de la mano
y vuelvo a obtener alguna sensacin que aleja de mtodas estas sospechas.
Con frecuencia me desorientan entre los
dos con sus disputas silenciosas. Temo que haya
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habido algn problema de celos sin que yo me haya
dado cuenta y que el resultado sea la testarudez de
mi hijo derecho y el excesivo celo del izquierdo.
Del uno temo que me deje algn da del todo, sola
y desamparada. Del otro, que me obligue a ver
incluso lo que preferira no sentir: cuanto mayores mi deseo de que se desprenda de m ante una
sensacin desagradable, tanto ms se aferra a mi
mano, como si quisiera liberarse rpidamente de lo
que est viendo y dejrmelo todo a m. Yo soy buena,
pero debo imponer cierto orden en sus conductas oacabarn por afectar a mi salud y descanso. Cuando
percibo que se miran, que se desafan o que se estn
odiando, les tiro fuertemente de los cabellos y les
obligo a mirar de nuevo hacia delante. Entonces
siempre suceden unos minutos de cierta dejadez, enlos que no logro saber nada de mi alrededor y todo
permanece borroso y hmedo.
Hace mucho que he perdido la sensibilidad
en la mayor parte de mi cuerpo. Mis manos ancianas
es la nica parte de mi cuerpo por la que siento
circular la sangre. A lo peor a mis hijos, por ser
sangre de mi sangre, les ocurre lo mismo y son tan
invidentes como yo. No s de qu extraos asuntos se
Dos hijos
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ocupan ah debajo, entrelazados a mis rodillas. A lo
mejor ellos mismos se toman de las manos y los tres
imaginamos en crculo un mundo que no existe.
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Ejes
La responsable de mi departamento est
como un tren. Tiene una forma muy particular de
observar a sus empleados -entre los que yo me cuento-
mientras trabajan. No se insina, es demasiado
independiente para eso. Se limita a mirarnos con undeje de condescendencia, casi acaricindonos cual
nios con sus ojos. Creo que le gusta la armona que
suscita nuestra rectitud en el trabajo y nuestro silencio.
Si no fuera as, probablemente se enfadara y fruncira
el ceo, con lo que no volveramos a sentir el placerde ser objetos de su mirada durante mucho tiempo.
En este sentido, hay un comn entendimiento entre
todos los empleados: para procurarnos su permanente
atencin evitamos cualquier conflicto que pueda
disgustarla.
Pero no es fcil. Aunque todos colaboramos
con nuestra aplicacin en la tarea de complacerla,
no podemos evitar, en lo ms ntimo, la rivalidad.
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Somos quince trabajadores diferentes. Quince
personas. Quince HOMBRES. Y todos desearamos
para nosotros la exclusividad de su vigilancia. En
el fondo nos cuesta mucho acostumbrarnos los
unos a los otros y siempre discurre entre las mesas
de trabajo un caudal de sutilezas que nos enfrenta,aunque hacemos esfuerzos para que nuestras disputas
silenciosas no trasciendan hasta la patrona.
En apariencia los empleados de las primeras
filas tienen ms ventaja y es contra ellos que se
organizan a menudo estrategias de minimizacin.Decidimos en consenso que las primeras filas son las
menos importantes. Aceptamos como obvio que ella
les presta menos atencin, porque al estar tan cerca
no tiene tanta necesidad de ejercer su control. Por
extensin, sus tareas son las menos dificultosas, ya
que no requieren un grado tan alto de responsabilidad
ni el mismo nivel de preocupacin por parte de la
patrona. Aunque esto no sea cierto -poco sabemos
del trabajo de los dems- nos consuela pensar que
es as, especialmente a m, que me siento al fondo
de la oficina. Quiero creer que ella me mira con ms
frecuencia, porque soy ms susceptible de requerir
su supervisin, estando como estoy tan lejos del
Ejes
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Arquitecturas Mnimas 83
centro de actividad. Aun as, mi imaginacin no es
suficiente. Hay un obstculo que me impide creer
con calma en mi privilegio: mi compaero.
Junto a m slo hay otro oficinista. Es
un hombre de edad indefinible y de aspecto ms
bien desagradable. Es pulcro, pero hay en l algodifcil de localizar que le impregna de fealdad. No
sabra decir quin es ms antiguo en la oficina, pero
ambos asistimos a la llegada de la responsable del
departamento, ambos dejamos entonces nuestro
trabajo para escuchar con atencin a la nueva jefacuando nos recit las nuevas directrices y creo que
luego ambos nos miramos y nos sonremos contentos
-aunque esto puede ser slo una percepcin. As que,
para ella, los dos somos igualmente veteranos. Cuando
mira hacia aqu, necesariamente nos mira a los dos.Por eso, porque no tengo la exclusividad de mi zona,
me hallo a veces en el trance de la insatisfaccin. De
alguna manera estoy ligado a mi compaero y la
idea que la jefa se haga de m y de mi trabajo estar
condicionada por l.
A veces me disgusta ver la indolencia y
el abatimiento con que ejecuta su trabajo, porque
redunda en m y en la impresin del conjunto. Sin
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quererlo, los dos formamos un equipo y podramosquedar fuera de juego respecto a todos los dems.
S de sobra que no puedo dedicarme a animarlo.
Como mucho, he invertido parte de mi tiempo en
reflexionar sobre l para intentar comprender su
hasto. Pero esto, que de ninguna manera podrallevarme a abordarle -sera una obstruccin a
nuestras mutuas obligaciones-, no ha hecho ms que
distraerme de mi propia tarea. Incluso es posible que
me excediese: ahora lo tengo siempre presente, como
una referencia ineluctable, y no puedo desprendermede la sensacin de su presencia mientras trabajo.
Esta sensacin es especialmente molesta cuando la
jefa alza la vista -siempre estamos preparados para
verla levantar la cabeza hacia nosotros-, porque
soy consciente de que l est junto a m. En estasocasiones, hago esfuerzos por afirmar mi absoluta
independencia. Digamos que intento trazar una
lnea divisoria entre los dos con el nimo de evitar
que asocie el aspecto cansino de mi compaero con
mi absoluta dedicacin.
ltimamente, sin embargo, mis esfuerzos
en este terreno han aumentado en proporcin a
su inutilidad. Cuando ambos alzamos la vista -sin
Ejes
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dejar de escribir- casi lo hacemo