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En este volumen se recogen un buen número dcuentos macabros de Ambrose Bierce, verdaderacrónicas del lado tenebroso del Universo, dondacecha lo abominable: el más despiadado y crue
humor negro ( El clan de los parricidas), formade vida inconcebibles ( El engendro malditodimensiones psíquicas inconcebibles (Unaufragio psicológico, El Reino de lo Irreal
dimensiones físicas inconcebibleDesapariciones misteriosas), la pesadilla oníricLa muerte de Halpin Fraser ), los espectros ( L
elocuencia de los fantasmas, Algunas casaencantadas)…
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Ambrose Bierce
El Clan de los Parricidas
y otras historiasmacabras
ePub r1.0Titivillus 31.05.15
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Ambrose Bierce, 1994Traducción: Javier Sánchez García-Gutiérrez
Editor digital: TitivillusePub base r1.2
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Aceite de perro
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honesto
en uno de los más humildes caminos de la vida: mpadre era fabricante de aceite de perro y mi madrposeía un pequeño estudio, a la sombra de lglesia del pueblo, donde se ocupaba de los n
deseados. En la infancia me inculcaron hábitondustriosos; no solamente ayudaba a mi padre procurar perros para sus cubas, sino qufrecuencia era empleado por mi madre pareliminar los restos de su trabajo en el estudio
Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mnatural inteligencia, porque todos los agentes dey de los alrededores se oponían al negocio de m
madre. No eran elegidos con el mandato doposición, ni el asunto había sido debatido nunc
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políticamente: simplemente era así. La ocupacióde mi padre —hacer aceite de perro— ernaturalmente menos impopular, aunque los dueñode perros desaparecidos lo miraban a veces co
ospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, emí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dode los médicos del pueblo, que rara vez escribíauna receta sin agregar lo que les gustaba designa
Oil Can. Es realmente la medicina más valiosa que conoce; pero la mayoría de las personas eeacia a realizar sacrificios personales para lo
que sufren, y era evidente que muchos de loperros más gordos del pueblo tenían prohibid
ugar conmigo, hecho que afligió mi joveensibilidad y en una ocasión estuvo a punto d
hacer de mí un pirata.A veces, al evocar aquellos días, no pued
ino lamentar que, al conducir indirectamente mis queridos padres a su muerte, fui el autor ddesgracias que afectaron profundamente mi futuro
Una noche, al pasar por la fábrica de aceitde mi padre con el cuerpo de un niño rumbo a
estudio de mi madre, vi a un policía que parecí
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vigilar atentamente mis movimientos. Joven comera, yo había aprendido que los actos de upolicía, cualquiera sea su carácter aparente, soprovocados por los motivos más reprensibles, y l
eludí metiéndome en la aceitería por una puertateral casualmente entreabierta. Cerré en seguid quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya s
había retirado. La única luz del lugar venía de l
hornalla, que ardía con un rojo rico y profundbajo uno de los calderos, arrojando rubicundoeflejos sobre las paredes. Dentro del caldero e
aceite giraba todavía en indolente ebullición empujaba ocasionalmente a la superficie un troz
de perro. Me senté a esperar que el policía sfuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodilla le acaricié tiernamente el pelo corto y sedosoAh, qué guapo era! Ya a esa temprana edad m
gustaban apasionadamente los niños, y mientramiraba al querubín, casi deseaba en mi corazón dque la pequeña herida roja de su pecho —la obrde mi querida madre— no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río qu
a naturaleza había provisto sabiamente para es
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fin, pero esa noche no me atreví a salir de laceitería por temor al agente. «Después de todo»me dije, «no puede importar mucho que lo pongen el caldero. Mi padre nunca distinguiría lo
huesos de los de un cachorro, y las pocas muerteque pudiera causar el reemplazo del incomparablOil Can por otra especie de aceite no tendrámayor incidencia en una población que crece ta
ápidamente». En resumen, di el primer paso en ecrimen y atraje sobre mí indecibles penuriaarrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresami padre, frotándose las manos con satisfacción
nos informó a mí y a mi madre que había obtenidun aceite de una calidad nunca vista por lomédicos a quienes había llevado muestras. Agregque no tenía conocimiento de cómo se habí
ogrado ese resultado: los perros habían sidratados en forma absolutamente usual, y eran dazas ordinarias. Consideré mi obligació
explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habríparalizado si hubiera previsto las consecuencia
Lamentando su antigua ignorancia sobre la ventaj
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de una fusión de sus industrias, mis padreomaron de inmediato medidas para reparar e
error. Mi madre trasladó su estudio a un ala deedificio de la fábrica y cesaron mis deberes e
elación con sus negocios: ya no me necesitabapara eliminar los cuerpos de los pequeñouperfluos, ni había por qué conducir perros a s
destino: mi padre los desechó por completo
aunque conservaron un lugar destacado en enombre del aceite. Tan bruscamente impulsado aocio, se podría haber esperado naturalmente qume volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. Lagrada influencia de mi querida madre siempr
me protegió de las tentaciones que acechan a luventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay
que personas tan estimables llegaran por mi culpa tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para snegocio, mi madre se dedicó a él con renovadasiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niñonoportunos: salía a las calles y a los caminos ecoger niños más crecidos y hasta aquello
adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre
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enamorado también de la calidad superior deproducto, llenaba sus cubas con celo y diligenciaEn pocas palabras, la conversión de sus vecinoen aceite de perro llegó a convertirse en la únic
pasión de sus vidas. Una ambición absorbente arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazen parte la esperanza en el Cielo que también lonspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizuna asamblea pública en la que se aprobaroesoluciones que los censuraban severamente. S
presidente manifestó que todo nuevo ataque contra población sería enfrentado con espíritu hosti
Mis pobres padres salieron de la reuniódesanimados, con el corazón destrozado y creque no del todo cuerdos. De cualquier maneraconsideré prudente no ir con ellos a la aceiterí
esa noche y me fui a dormir al establo.A eso de la medianoche, algún impulsmisterioso me hizo levantar y atisbar por unventana de la habitación del horno, donde sabíque mi padre pasaba la noche. El fuego ardía ta
vivamente como si se esperara una abundant
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cosecha para mañana. Uno de los enormecalderos burbujeaba lentamente, con un misteriosaire contenido, como tomándose su tiempo pardejar suelta toda su energía. Mi padre no estab
acostado: se había levantado en ropas de dormir estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por lamiradas que echaba a la puerta del dormitorio dmi madre, deduje con sobrado acierto su
propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nadpude hacer para evitar o advertir. De pronto sabrió la puerta del cuarto de mi madreilenciosamente, y los dos, aparentementorprendidos, se enfrentaron. También ella estab
en ropas de noche, y tenía en la mano derecha lherramienta de su oficio, una aguja de hojalargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse e
último lucro que le permitieran la poca amistosactitud de los vecinos y mi ausencia. Por unstante se miraron con furia a los ojos y luegaltaron juntos con ira indescriptible. Luchaba
alrededor de la habitación, maldiciendo e
hombre, la mujer chillando, ambos peleando com
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demonios, ella para herirlo con la aguja, él parestrangularla con sus grandes manos desnudas. Né cuánto tiempo tuve la desgracia de observar es
desagradable ejemplo de infelicidad doméstica
pero por fin, después de un forcejeparticularmente vigoroso, los combatientes separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madr
mostraban pruebas de contacto. Por un momento scontemplaron con hostilidad, luego, mi pobrpadre, malherido, sintiendo la mano de la muerteavanzó, tomó a mi querida madre en los brazodesdeñando su resistencia, la arrastró junto a
caldero hirviente, reunió todas sus últimaenergías ¡y saltó adentro con ella! En un instantambos desaparecieron, sumando su aceite al de lcomisión de ciudadanos que había traído el dí
anterior la invitación para la asamblea pública.Convencido de que estos infortunadoacontecimientos me cerraban todas las vías haciuna carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a famosa ciudad de Otumwee, donde se ha
escrito estas memorias, con el corazón lleno d
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emordimiento por el acto de insensatez quprovocó un desastre comercial tan terrible.
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Una conflagración imperfecta
Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné
mi padre, acto que me impresionó vivamente eesa época. Esto ocurrió antes de mi casamientocuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mpadre y yo estábamos en la biblioteca de nuestr
casa, dividiendo el producto de un robo quhabíamos cometido esa noche. Consistía, en smayor parte, en enseres domésticos, y la tarea duna división equitativa era dificultosa. Nopusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas
cosas parecidas, y la platería se repartió casperfectamente, pero ustedes pueden imaginar qucuando se trata de dividir una única caja dmúsica en dos, sin que sobre nada, comienzan ladificultades. Fue esa caja musical la que trajo e
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desastre y la desgracia a nuestra familia. Si lhubiéramos dejado, mi padre podría estar vivahora.
Era una exquisita y hermosa obra d
artesanía, incrustada de costosas maderacuriosamente tallada. No sólo podía tocar gravariedad de temas sino que también silbaba comuna codorniz, ladraba como un perro, cantab
como el gallo todas las mañanas, se le diercuerda o no, y recitaba los Diez MandamientoFue esta última maravilla la que ganó el corazóde mi padre y lo llevó a cometer el único actdeshonroso de su vida, aunque posiblement
hubiera cometido otros si le hubiera perdonadése: trató de ocultarme la caja aunque yo sabímuy bien que en lo que le concernía, el robo habíido llevado a cabo principalmente par
conseguirla.Mi padre tenía la caja de música escondidbajo la capa; habíamos usado capas como disfraMe había asegurado solemnemente que no la habíomado. Yo sabía que si, y sabía algo que
evidentemente, él ignoraba: O sea, que la caj
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cantaría con la luz del día y lo traicionaría si mera posible prolongar la división de bienes hastesa hora. Todo ocurrió como yo lo deseabaCuando la luz de gas empezó a palidecer en l
biblioteca y la forma de las ventanas se vioscuramente tras las cortinas, un largo cocorocalió de abajo de la capa del caballero, seguido d
algunos compases del área de Tannhauser
finalizando con un sonoro clic. Sobre la mesaentre nosotros, había una pequeña hacha de manque habíamos usado para penetrar en lnfortunada casa; la tome. El anciano, viendo qua de nada servía esconderla por más tiempo, sac
a caja de música de entre su capa y la puso sobra mesa.
—Córtala en dos si así la prefieres —dijo—He tratado de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música ocaba la armónica con expresión y sentimiento.Dije: —No discuto la pureza de sus motivos: serí
presunción de mi parte querer juzgar a mi padre
Pero los negocios son los negocios; voy a efectua
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a disolución de nuestra sociedad a menos quusted consienta en usar en futuros robos ucascabel.
—No —dijo después de reflexionar u
momento— no, no podría hacerlo, parecería unconfesión de deshonestidad. La gente diría qudesconfías de mí.
No pude dejar de admirar su temple y s
ensibilidad; por un momento me sentí orgullosde él y dispuesto a disimular su falta, pero uvistazo a la enjoyada caja de música me decidió, como ya lo dije, saqué al anciano de este vall
de lágrimas. Una vez hecho sentí una pizca d
desasosiego. No sólo era mi padre —el autor dmis días— sino que sin duda el cadáver serídescubierto. Era ya pleno día y en cualquiemomento mi madre podía entrar a la biblioteca
Bajo tales circunstancias consideré que lprudente era suprimirla también, cosa que hicePagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conto que había hecho y le pedí consejo. Me hubier
esultado muy penoso que los acontecimiento
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omaran estado público. Mi conducta hubiera sidunánimemente condenada y los periódicos lusarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargde gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de esto
azonamientos; él era también un asesino damplia experiencia. Después de consultar con euez que presidía la Corte de Jurisdicción Variabl
me aconsejó esconder los cadáveres en una de la
bibliotecas, tomar un fuerte seguro sobre la casa quemarla. Cosa que procedí a hacer.En la biblioteca había una estantería que m
padre comprara recientemente a un inventochiflado y que no había llenado de libros. E
mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a esoantiguos roperos que se ven en los dormitorios quno tienen placard, pero se abría de arriba abajcomo un camisón de señora. Tenía puertas d
vidrio. Había amortajado a mis padres y yestaban bastante rígidos como para mantenerserectos de modo que los puse en la biblioteca qua que había sacado los estantes. Cerré la puert
con llave y pinché unas cortinitas en la
portezuelas de vidrio. El inspector de la compañí
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de seguros pasó media docena de veces frente amueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi pólizaprendí fuego a la casa y, a través de los bosque
me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, edonde me las arreglé para encontrarme en emomento en que la alegría estaba en su punto máalto. Con gritos de aprehensión por la suerte d
mis padres me uní a la multitud y llegué con elloal lugar del incendio unas dos horas después dhaberlo provocado. La ciudad entera estaba alcuando llegué precipitadamente. La casa estabcompletamente consumida, pero en el extremo de
echo de encendidas ascuas, enhiesta e incólume sveía esa biblioteca. El fuego había quemado lacortinas, dejando a la vista las puertas de vidrio, ravés de las cuales la fiera luz roja iluminaba e
nterior. Allí estaba mi querido padre, «igualito cuando vivía» y a su lado la compañera de pesare alegrías. No tenían ni un pelo chamuscado y la
vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran laheridas de sus cabezas y gargantas, que en l
prosecución de mis designios me había vist
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obligado a infligirles. La gente guardaba silencicomo en presencia de un milagro. El espanto y eerror habían atado todas las lenguas. Yo mism
me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando loacontecimientos aquí relatados se habían borradcasi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudaa pasar algunos bonos americanos falsos. Ciert
día, mirando distraídamente una mueblería, vi léplica exacta de mi biblioteca.La compré por una bicoca a un inventor qu
abandonó el oficio, como me explicó el vendedoDecía que era a prueba de fuego porque los poro
de la madera fueron rellenados a presióhidráulica con alumbre y el vidrio está hecho dasbesto. No creo que sea realmente a prueba dfuego… se la puedo dar al precio de un
biblioteca común. —No —le dije— si usted no puede garantizaque es a prueba de fuego, no la llevaré. Y le di lobuenos días.
No la hubiera llevado a ningún precio, m
despertaba recuerdos sumamente desagradables.
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Mi crimen favorito
Después de haber asesinado a mi padre e
circunstancias singularmente atroces, fui arrestad enjuiciado en un proceso que duró siete años. A
exhortar al jurado, el juez de la Corte dAbsoluciones señaló que el mío era uno de lo
más espantosos crímenes que había tenido quuzgar.A lo que mi abogado se levantó y dijo: —Si Vuestra Señoría me permite, lo
crímenes son horribles o agradables sólo po
comparación. Si conociera usted los detalles deasesinato previo de su tío que cometió mi clienteadvertiría en su último delito (si es que delitpuede llamarse) una cierta indulgencia y una filiaconsideración por los sentimientos de la víctima
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La aterradora ferocidad del anterior asesinato erverdaderamente incompatible con cualquiehipótesis que no fuera la de culpabilidad, y de nhaber sido por el hecho de que el honorable jue
que presidió el juicio era el presidente de lcompañía de seguros en la que mi cliente tenía unpóliza contra riesgos de ahorcamiento, es difícestimar cómo podría haber sido decentement
absuelto. Si Su Señoría desea oírlo, parnstrucción y guía de la mente de Su Señoría, estnfeliz hombre, mi cliente, consentirá en tomarse erabajo de relatarlo bajo juramento.
El Fiscal del Distrito dijo:
—Me opongo, Su Señoría. Tal declaraciópodría ser considerada una prueba, y loestimonios del caso han sido cerrados. L
declaración del prisionero debió presentarse hac
res años, en la primavera de 1881. —En sentido estatutario —dijo el juez—iene razón, y en la Corte de Objeciones
Tecnicismos obtendría un fallo a su favor. Pero nen una Corte de Absoluciones. Objeción denegada
—Recuso —dijo el Fiscal de distrito.
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—No puede hacerlo —contestó el Juez—Debo recordarle que para hacer una recusaciódebe lograr primero transferir este caso, por uiempo, a la Corte de Recusaciones, en un
demanda formal, debidamente justificada codeclaraciones escritas. Una demanda a ese efectohecha por su predecesor en el cargo, le fudenegada por mí durante el primer año de est
uicio. Oficial, haga jurar al prisionero.Habiendo sido administrado el juramento dcostumbre, hice la siguiente declaración, qumpresionó tanto al juez debido a la comparativrivialidad del delito por el cual se me juzgaba
que no buscó ya circunstancias atenuantes, sinque, sencillamente, instruyó al jurado para que mabsolviera. Así abandoné la corte sin manchalguna sobre mi reputación.
»Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, dpadres honestos y honrados, uno de los cuales eCielo ha perdonado piadosamente, para consuelde mis últimos años. En 1867, la familia llegó California y se estableció cerca de Nigger Head
estableciendo una empresa de salteadores d
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caminos que prosperó más allá de cualquier sueñde lucro. Mi padre era entonces un hombreticente y melancólico, y aunque su crecient
edad ha relajado un poco su austera disposición
creo que nada, fuera del recuerdo del tristepisodio por el que ahora se me juzga, le impidmanifestar una genuina hilaridad.
»Cuatro años después de haber puesto e
ervicio nuestra empresa de salteadores, lleghasta allí un predicador ambulante, que neniendo otra manera de pagar el alojamient
nocturno que le dimos, nos favoreció con unexhortación de tal fuerza que, alabado sea Dio
nos convertimos todos a la religión. Mi padrmandó llamar inmediatamente a su hermano, eHonorable William Ridley, de Stockton, y apenalegó le entregó el negocio, sin cobrarle nada po
a licencia ni por la instalación… esta últimconsistente en un rifle Winchester, una escopeta dcañón recortado y un juego de máscaras fabricadocon bolsas de harina. La familia se trasladentonces a Ghost Rock y abrió una casa de baile
Se le llamó “La Gaita del Descanso de lo
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Santos”, y cada noche la cosa empezaba con unplegaria. Fue aquí donde mi ahora santa madradquirió el apodo de “La Morsa Galopante”.
»En el otoño del 75 tuve ocasión de visita
Coyote, en el camino a Mahala y tomé ldiligencia en Ghost Rock. Había otros cuatrpasajeros. A unas tres millas más allá de NiggeHead, unas personas que identifiqué como mi tí
William y sus dos hijos, detuvieron la diligenciao encontrando nada en la caja del expresoegistraron a los pasajeros. Actué honorablement
en el asunto, colocándome en fila con los otroevantando las manos y permitiendo que m
despojaran de cuarenta dólares y un reloj de oroPor mi conducta nadie pudo haber sospechado quconocía a los caballeros que daban la funciónUnos días después, cuando fui a Nigger Head
pedí la devolución de mi dinero y mi reloj, mi tí mis primos juraron que no sabían nada del asunt afectaron creer que mi padre y yo habíamo
hecho el trabajo, violando deshonestamente lbuena fe comercial. El tío William llegó
amenazar con poner una casa de baile competidor
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en Ghost Rock. Como “El Descanso de los Santose había hecho muy impopular, me di cuenta de qu
esto sin duda alguna terminaría por arruinarla y sconvertiría para ellos en una empresa de éxito, d
modo que le dije a mi tío que estaba dispuesto olvidar el pasado si consentía en incluirme en eproyecto y mantener el secreto de nuestra sociedaante mi padre. Rechazó esta justa oferta,
entonces advertí que todo sería mejor y máatisfactorio si él estuviera muerto.»Mis planes para ese fin se vieron pront
perfeccionados y, al comunicárselos a mis amadopadres, tuve la satisfacción de recibir s
aprobación. Mi padre dijo que estaba orgulloso dmí y mi madre prometió, que aunque su religión lprohibiera ayudar a quitar vidas humanas, tendrío la ventaja de contar con sus plegarlas para m
éxito. Como medida preliminar con miras a meguridad en caso de descubrimiento, presenté unolicitud de socio en esa poderosa orden, lo
Caballeros del Crimen, y a su debido tiempo fuecibido como miembro de la comandancia d
Ghost Rock. Cuando terminó mi noviciado, se m
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permitió por primera vez inspeccionar loegistros de la Orden y saber quién pertenecía
ella, ya que todos los ritos de iniciación se habíalevado a cabo enmascarados. ¡Imaginen m
orpresa cuando mirando la nómina de asociadoencontré que el tercer nombre era el de mi tío, quen realidad era vicecanciller adjunto de la OrdenEra ésta una oportunidad que excedía mis sueño
más desenfrenados: ¡al asesinato podía agregar lnsubordinación y la traición! Era lo que mi buenmadre hubiera llamado “un regalo de lProvidencia”.
»Por entonces ocurrió algo que hizo que m
copa de júbilo, ya llena, desbordara por todoados en una cascada de bienaventuranzas. Tre
hombres, extranjeros en esa localidad, fueroarrestados por el robo a la diligencia en el que y
había perdido mi dinero y mí reloj. Fueroenjuiciados y, a pesar de mis esfuerzos parabsolverlos e imputar la culpa a tres de los máespetables y dignos ciudadanos de Ghost Rock, ses declaró culpables en base a las pruebas má
evidentes. El asesinato de mi tío sería ahora ta
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njustificable e irrazonable como podía desearse.»Una mañana me puse el Winchester a
hombro y, yendo a casa de mi tío, cerca de NiggeHead, le pregunté a mi tía Mary, su esposa, s
estaba él en casa, agregando que había venido matarle. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisaque tantos caballeros lo visitaban con esntención y que después se iban sin haberl
ogrado, que yo debía disculparla por dudar de mbuena fe en el asunto. Dijo que yo no daba lmpresión de ir a matar a nadie, así que, com
prueba de buena fe, levanté mi rifle y herí a uchino que pasaba frente a la casa. Ella dijo qu
conocía familias enteras que podían hacer cosaemejantes, pero que Bill Ridley era caballo d
otro pelo. Dijo, sin embargo, que lo encontraría aotro lado del pueblo, en el solar de las ovejas,
agregó que esperaba que ganara el mejor.»Mi tía Mary era una de las mujeres mámparciales que he conocido.
»Encontré a mi tío arrodillado, esquilanduna oveja. Viendo que no tenía a mano rifle n
pistola no tuve ánimo para disparar, así que m
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acerqué, lo saludé amablemente y le di un buegolpe en la cabeza con la culata del rifle. Tengbuena mano y el tío William cayó sobre ucostado, se dio vuelta sobre la espalda, abrió lo
dedos y tembló. Antes de que pudiera recobrar euso de sus miembros, cogí el cuchillo que él habíestado usando y le corté los tendones. Ustedeaben, sin duda, que cuando se cortan los tendone
de aquiles, el paciente pierde el uso de su piernaes exactamente igual que si no tuviera piernaBien, le seccioné los dos y cuando revivió estaba mi disposición.
Tan pronto como comprendió la situación
dijo:»—Samuel, has conseguido vencerme
puedes permitirte ser generoso. Sólo quierpedirte una cosa, y es que me lleves a mi casa
me liquides en el seno de mi familia.»Le dije que consideraba éste un pedidperfectamente razonable y que así lo haría si mpermitía meterlo en una bolsa de trigo; sería máfácil llevarlo de esa manera y si los vecinos no
vieran en camino provocaría menos comentario
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Estuvo de acuerdo y yendo al granero traje unbolsa. Ésta, sin embargo, no le iba bien; era mucorta y mucho más ancha que él, así que le doblas piernas, le forcé las rodillas contra el pecho
así lo metí, atando la bolsa sobre su cabeza. Era uhombre pesado e hice todo lo posible poponérmelo a la espalda, pero anduve a los tumboun trecho hasta que llegué a una hamaca qu
algunos chicos habían colgado de la rama de uoble. Aquí lo deposité en el suelo y me sentobre él a descansar; y la vista de la soga m
proporcionó una feliz inspiración. A los veintminutos, mi tío, siempre en la bolsa, se hamacab
ibremente en alas del viento.»Yo había descolgado la soga y atado u
extremo en la boca de la bolsa, pasando el otrpor la pierna, levantándole a unos cinco pies de
uelo. Atando el otro extremo de la soga tambiéalrededor de la boca de la bolsa, tuve latisfacción de ver a mi tío convertido en u
hermoso y gran péndulo. Debo agregar que él nestaba totalmente al tanto de la naturaleza de
cambio que había experimentado en relación co
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el mundo exterior, aunque en justicia al recuerddel buen hombre, debo decir que no creo que eningún caso hubiera dedicado demasiado tiempo un vano agradecimiento.
»El tío William tenía un carnero que erfamoso como luchador en toda la región. Vivía eestado de indignación constitucional crónicaAlgún profundo desengaño de su vida anterior l
había agriado el carácter y había declarado lguerra al mundo entero. Decir que embestícualquier cosa accesible es expresar muevemente la naturaleza y alcance de su activida
militar: el universo era su rival, sus métodos lo
de un proyectil. Luchaba como los ángeles con lodemonios: en medio del aire, hendiendo latmósfera como un pájaro, describiendo una curvparabólica y descendiendo sobre su víctima en e
ángulo justo de incidencia que más rendía a svelocidad y su peso. Su impulso, calculado eoneladas cúbicas, era algo increíble. Se lo habí
visto destrozar un toro de cuatro años con un solgolpe dado en la nudosa frente del animal. No s
conocía cerco de piedra que resistiera la fuerza d
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u golpe descendente; no había árboles bastantpesados para aguantarlo: los convertía en astillas profanaba en la oscuridad el honor de sus hojaEste bruto irascible e implacable, este truen
encarnado, este monstruo de los abismos, habívisto yo que descansaba a la sombra de un árboadyacente, sumido en sueños de conquistas y dgloria. Con miras de atraerlo al campo del hono
uspendí a su amo de la manera descrita.»Completados los preparativos, impartí apéndulo de mi tío una suave oscilación yetirándome a cubierto de una piedra contiguaancé un largo grito estridente cuya nota fina
decreciente se ahogaba en un ruido como el de ugato protestando, ruido que emanaba de la bolsanstantáneamente el formidable lanar se paró sobrus patas y comprendió la situación militar de u
vistazo. En pocos minutos más se había acercadpiafando hasta unos cincuenta metros de distancidel oscilante enemigo, que, ora avanzando, oretirándose, parecía invitarlo a la riña. De pront
vi la cabeza de la bestia inclinada hacia tierr
como abatida por el peso de sus enormes cuerno
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uego el carnero se prolongó en una franja confus blanca directamente dirigida desde ese luga
horizontalmente en dirección a un punto situado unos cuatro metros por debajo del enemigo. Al
golpeó vivamente hacia arriba y, antes de que shubiera borrado de mi mirada el lugar de dondhabía arrancado, oí un terrible porrazo y un gritdesgarrador, y mi pobre tío fue disparado haci
adelante con un cabo suelto más alto que emiembro al que estaba atado. Aquí la soga se pusensa de un tirón, deteniendo su vuelo y fu
enviado atrás otra vez, describiendo, sin resueltouna curva de arco. El carnero se había caído —u
ndescriptible montón de patas, lanas y cuernos—pero rehaciéndose y esquivando el vaivédescendente de su antagonista, se retiró sin ordeni concierto, sacudiendo alternativamente l
cabeza o pateando con sus patas traseras. Cuandhabía retrocedido a más o menos la mismdistancia que la que había usado para asestar egolpe, se detuvo nuevamente, inclinó la cabezcomo en una plegaria por la victoria y otra ve
alió disparado hacia adelante, confusament
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visible como antes, un prolongado rayblanquecino, con monstruosas ondulaciones erminado en un vivo ascenso. Esta vez el curs
del ataque dio en el ángulo exacto, comparado co
el primero, y la impaciencia del animal era tagrande que golpeó al enemigo antes de que éstlegara al punto más bajo del arco. E
consecuencia, mi tío empezó a volar dand
círculos horizontales de un radio igual a la mitade la longitud de la soga, que he olvidado decirloera de unos seis metros de largo. Sus alaridocrescendo al ir hacia adelante y diminuendo aetroceder, hacían que la rapidez de su
evoluciones fuera más evidente para el oído qupara la vista. Era evidente que aún no habíecibido ningún golpe vital. La postura que tení
dentro de la bolsa y la distancia del suelo a qu
estaba colgado, obligaba al carnero a dedicarse us extremidades inferiores y al final de sespalda. Como una planta cuyas raíces haencontrado un mineral venenoso, mi pobre tío sba muriendo lentamente hacia arriba.
»Después de asestar el segundo golpe, e
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carnero no había vuelto a retirarse. La fiebre de lbatalla ardía fogosamente en el corazón deanimal, su cerebro estaba ebrio del vino de lcontienda. Como un púgil que en su ira olvida su
habilidades y pelea sin efectividad a distancia dmedio brazo, la bestia enfurecida se empeñaba poalcanzar su volante enemigo cuando pasaba sobrella, con torpes saltos verticales, consiguiendo
veces, en realidad, golpearlo débilmente, pero lamás de las veces caía a causa una ansiedad madirigida. Pero a medida que el ímpetu se fuagotando y los círculos del hombre fuerodisminuyendo en tamaño y velocidad, acercándol
más al suelo, esta táctica produjo mejoreesultados, produciendo una superior calidad d
alaridos que disfruté plenamente.»De pronto, como si las trompetas hubiera
ocado tregua, el carnero suspendió lahostilidades y se marchó, frunciendo desfrunciendo pensativamente su gran naraguileña, arrancando distraídamente un manojo dpasto y masticándolo con lentitud. Parecía cansad
de las alarmas de la guerra y resuelto convertir l
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espada en reja de arado para cultivar las artes da paz. Siguió firmemente su camino, apartándos
del campo de la fama, hasta que ganó una distancide cerca de un cuarto de milla. Allí se detuvo, d
espaldas al enemigo, rumiando su comida y eapariencia dormido. Observé, sin embargo, un girocasional, muy leve de la cabeza, como si sapatía fuera más afectada que real.
»Entretanto los alaridos del tío Williahabían menguado junto con sus movimientos, ólo provenían de él lánguidos y largos quejidos,
a grandes intervalos mi nombre, pronunciado eonos suplicantes, sumamente agradables a m
oído. Evidentemente el hombre no tenía la máeve idea de lo que le estaba ocurriendo y estabnefablemente aterrorizado. Cuando la Muertlega envuelta en su capa de misterio es realment
errible. Poco a poco las oscilaciones de mi tídisminuyeron y finalmente colgó sin movimientoFui hacia él, y estaba a punto de darle el golpe dgracia, cuando oí y sentí una sucesión de vivochoques que sacudieron el suelo como una serie d
eves terremotos, y, volviéndome en dirección de
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camero, ¡vi acercárseme una gran nube de polvcon inconcebible rapidez y alarmante efecto! A undistancia de treinta metros se detuvo en seco y deextremo más cercano ascendió por el aire lo qu
primero tomé por un gran pájaro blanco. Sascenso era tan suave, fácil y regular que no puddarme cuenta de su extraordinaria celeridad y mperdí en la admiración de su gracia. Hasta hoy m
queda la impresión de que era un movimientento, deliberado, como si el carnero —porque taera el animal— hubiera sido elevado por otropoderes que los de su propio ímpetu y sostenido eas sucesivas etapas de su vuelo con infinit
ernura y cuidado. Mis ojos siguieron suprogresos por el aire con inefable placer, mayoaún por contraste, con el terror que me habícausado su acercamiento por tierra. Hacia arriba
hacia adelante navegaba, la cabeza casi escondidentre las patas delanteras echadas hacia atrás, y laposteriores estiradas, como una garza que semonta.
»A una altura de trece a quince metros, segú
pude calcular a ojo, llegó a su cenit y pareci
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quedar inmóvil por un instante; luego, inclinándosepentinamente hacia adelante, sin alterar l
posición relativa de sus partes, se lanzó haciabajo en pendiente con aumentada velocidad, pas
muy próximo a mí, por encima mío con el ruido duna bala de cañón y golpeó a mi pobre tío casexactamente en la punta de la cabeza. ¡Taespantoso fue el impacto que no sólo rompió e
cuello del hombre sino que también la soga, y ecuerpo del difunto, lanzado contra el suelo quedaplastado como pulpa bajo la horrible frente demeteórico carnero! La sacudida detuvo todos loelojes desde Lone Hand a Dutch Dan, y e
profesor Davidson, distinguida autoridad easuntos sísmicos, que se encontraba en lvecindad, explicó de inmediato que lavibraciones fueron de norte a sudeste.
»Sin excepción, no puedo dejar de pensar quen punto a atrocidad artística, mi asesinato del tíWilliam ha sido superado pocas veces”.
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Una tumba sin fondo
Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho
ogró patentar un invento para fabricar granos dcafé con arcilla. Era un hombre honrado y no shubiera comprometido él solo en la fabricaciónPor esta razón, era moderadamente rico: la
egalías de su valioso invento apenas le dejaban luficiente para pagar los gastos del pleito contros bribones culpables de la infracción. Fue as
que yo carecí de muchas de las ventajas de gozaos hijos de padres deshonestos e inescrupuloso
de no haber sido por una madre noble y devotquien descuidó a mis hermanos y a mis hermana vigiló personalmente mi educación), habrí
crecido en la ignorancia y habría sido obligado asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de un
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mujer bondadosa es mejor que el oro.Cuando yo tenía diecinueve años, mi padr
uvo la desgracia de morir. Había tenido siempruna salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hor
de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendianto como a él mismo. Esa misma mañana l
habían notificado la adjudicación de la patente du invento para forzar cajas de caudales po
presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe dPatentes había declarado que era la más ingeniosaefectiva y benemérita invención que él hubieraprobado jamás. Naturalmente, mi padre previuna honrosa, próspera vejez. Es por eso que s
epentina muerte fue para él una profunddecepción. Mi madre, en cambio, para quien lpiedad y la resignación ante los designios deCielo eran virtudes conspicuas de su carácte
estaba aparentemente menos conmovida. Hacia efinal de la comida, una vez que el cuerpo de mpobre padre fue alzado del suelo, nos reunió odos en el cuarto contiguo y nos habló de est
manera:
—Hijos míos, el extraño suceso que ha
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presenciado es uno de los más desagradablencidentes en la vida de un hombre honrado, y le
aseguro que me resulta poco agradable. Os ruegque creáis que yo no he tenido nada que ver en s
ejecución. Desde luego —añadió después de unpausa en la que bajó sus ojos abatidos por uprofundo pensamiento—, desde luego es mejor questé muerto.
Dijo estas palabras como si fuera una verdaan obvia e incontrovertible que ninguno dnosotros tuvo el coraje de desafiar su asombrpidiendo una explicación. Cuando cualquiera dnosotros se equivocaba en algo, el aire d
orpresa de mi madre nos resultaba terrible. Udía, cuando en un arranque de mal humor me toma libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simple
palabras: «¡John, me sorprendes!», fueron para m
una recriminación tan severa que al fin de unnoche de insomnio, fui llorando hasta ella yarrojándome a sus pies, exclamé: «¡Madreperdóname por haberte sorprendido!».
Así, ahora, todos —incluso el bebé de un
ola oreja— sentimos que aceptar sin preguntas e
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hecho de que era mejor, en cierto modo, qunuestro querido padre estuviese muertoprovocaría menos fricciones. Mi madre continuó:
—Debo deciros, hijos míos, que en el cas
de una repentina y misteriosa muerte, la ley exigque venga el médico forense, corte en pedazos ecuerpo y los someta a un grupo de hombrequienes, después de inspeccionarlos, declaran a l
persona muerta. Por hacer esto el forense recibuna gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosformalidad; eso es algo que nunca tuvo laprobación de… de los restos. John —aquí mmadre volvió hacia mí su rostro angelical—, t
eres un joven educado y muy discreto. Ahorienes la oportunidad de demostrar tu gratitud poodos los sacrificios que nos impuso su educaciónohn, ve y mata al forense.
Inefablemente complacido por esta prueba dconfianza de mi madre y por la oportunidad ddistinguirme por medio de un acto que cuadrabcon mi natural disposición, me arrodillé ante ellalevé sus manos hasta mis labios y las bañé co
ágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco
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había eliminado al médico.De inmediato fui arrestado y arrojado a l
cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fumposible dormir a causa de la irreverencia de mi
compañeros de celda, dos clérigos, a quienes lpráctica teológica había dado abundantes ideampías y un dominio absolutamente único deenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, e
carcelero que dormía en el cuarto contiguo y quien tampoco habían dejado dormir, entró en lcelda y con un feroz juramento advirtió a loeverendos caballeros que, si oía una blasfemi
más, su sagrada profesión no le impediría ponerlo
en la calle. En consecuencia moderaron sobjetable perversación sustituyéndola por uacordeón. Así, pude dormir pacífico y refrescantueño de la juventud y de la inocencia.
A la mañana siguiente me condujeron ante euez Superior, un magistrado de sentencia, y se mometió al examen preliminar. Alegué que no tení
culpa, y añadí que el hombre al que yo habíasesinado era un notorio Demócrata. (M
bondadosa madre era Republicana y desde m
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emprana infancia fui cuidadosamente instruido poella en los principios de gobierno honesto y en lnecesidad de suprimir la oposición sediciosa). Euez, elegido mediante una urna Republicana d
doble fondo, estaba visiblemente impresionadpor la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció ucigarrillo.
—Con el permiso de Su Excelencia —
comenzó el Fiscal—, no considero necesariexponer ninguna prueba en este caso. Por la ley da Nación se sienta usted aquí como juez d
Sentencia y es su deber sentenciar. Tantestimonio como argumentos implicarían la dud
acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplcon su deber jurado. Ése es todo mi caso.
Mi abogado, un hermano del Médico Forensfallecido, se levantó y dijo:
—Con la venia de la Corte… mi docto amigha dejado también y con tanta elocuenciestablecida la ley imperante en este caso, que sólme resta preguntar hasta dónde se la ha acatadoEn verdad, su Excelencia es un magistrado penal,
como tal es su deber sentenciar —¿qué?—, éste e
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un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejada su propio arbitrio, y sabiamente ya hdescargado usted cada una de las obligaciones qua ley impone. Desde que conozco a Su Excelenci
no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted hentenciado por soborno, latrocinio, incendi
premeditado, perjurio, adulterio, asesinato… cadcrimen del código y cada exceso conocido por lo
ensuales y los depravados, incluyendo a mi doctamigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su debede magistrado penal, y como no hay ningunevidencia contra este joven meritorio, mi clientepropongo que sea absuelto.
Se hizo un solemne silencio. El Juez sevantó, se puso la capa negra y, con voemblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a libertad. Después, volviéndose hacia m
consejero, dijo fría pero significativamente: —Lo veré luego.A la mañana siguiente, el abogado que m
había defendido tan escrupulosamente contra ecargo de haber asesinado a su propio hermano —
con quien había tenido una pelea por unas tierra
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— desapareció, y se desconoce su suerte hasta edía de hoy.
Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre habíido secretamente sepultado a medianoche en lo
fondos de su último domicilio, con sus últimabotas puestas y el contenido de su fallecidestómago sin analizar.
—Él se oponía a cualquier ostentación —dij
mi querida madre mientras terminaba de apisonaa tierra y ayudaba a los niños a extender una capde paja sobre la tierra removida—, sus instintoeran domésticos y amaba la vida tranquila.
El pedido de sucesión de mi madre decía qu
ella tenía buenas razones para creer que el difuntestaba muerto, puesto que no había vuelto a comea su casa desde hacía varios días; pero el Cuervdel juez —como siempre despreciativamente l
lamó después— decidió que la iba de muerte nera suficiente y puso el patrimonio en manos de uAdministrador Público, que era su yerno. Sdescubrió que el pasivo daba igual que el activoólo había quedado la patente de invención de
dispositivo para forzar cajas de seguridad po
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presión hidráulica y en silencio, y ésta habípasado a la propiedad legítima del JueTestamentario y del Administrador Público, commi querida madre prefería decirlo. Así, en uno
pocos meses, una acaudalada y respetable familifue reducida de la prosperidad al delito; lnecesidad nos obligó a trabajar.
Diversas consideraciones, tales como l
doneidad personal, la inclinación, etc., noguiaban en la selección de nuestras ocupacioneMi madre abrió una selecta escuela privada parenseñar el arte de alterar las manchas sobre laalfombras de piel de leopardo; el mayor de mi
hermanos, George Heriry, a quien le gustaba lmúsica, se convirtió en el corneta de un asilo parordomudos de los alrededores; mi hermana Mar
María, aceptaba pedidos de Esencias d
Picaportes para condimentar fuentes minerales deProfesor Pumpernickel, y yo me establecí comajustador y dorador de vigas para horcas. Lodemás, demasiado jóvenes para trabajacontinuaron con el robo de pequeños artículo
expuestos en la vidriera de las tiendas, tal com
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habían sido enseñados.En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestr
casa a los viajeros y enterrábamos los cuerpos eun sótano.
En una parte de este sótano guardábamovinos, licores y provisiones. De la rapidez con qudesaparecían nos sobrevino la supersticioscreencia de que los espíritus de las persona
enterradas volvían a la noche y se daban un festínAl menos era cierto que con frecuencia, dmañana, solíamos descubrir trozos de carneadobadas, mercaderías envasadas y restos dcomida ensuciando el lugar, a pesar de que habí
ido cerrado con llave y atrancado, previendo todntromisión humana. Se propuso sacar la
provisiones y almacenarlas en cualquier otro sitiopero nuestra querida madre, siempre generosa
hospitalaria, dijo que era mejor soportar lpérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si lofantasmas les era negada esta insignificantgratificación, podrían iniciar una investigación quecharía por tierra nuestro esquema de la divisió
del trabajo, desviando las energías de toda l
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familia hacia la simple industria a la cual yo mdedicaba: todos tendríamos que decorar las vigade las horcas. Aceptamos su decisión con filiaumisión, que se debía a nuestro respeto por s
abiduría y la pureza de su carácter.Una noche, mientras todos estábamos en e
ótano —ninguno se atrevía a entrar solo—ocupados en la tarea de dispensar al alcalde d
una ciudad vecina los solemnes oficios deentierro cristiano, mi madre y los niños pequeñoosteniendo cada uno una vela, mientras qu
George Henry y yo trabajábamos con la pala y epico, mi hermana Mary María profirió un chillid
se cubrió los ojos con las manos. Estábamoodos sobrecogidos de espanto y las exequias de
alcalde fueron suspendidas de inmediato, mientraque, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamo
que nos dijera qué cosa la había alarmado. Loniños más pequeños temblaban tanto que sosteníaas velas con escasa firmeza, y las ondulanteombras de nuestras figuras danzaban sobre la
paredes con movimientos toscos y grotescos qu
adoptaban las más pavorosas actitudes. La car
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del hombre muerto, ora fulgurando horriblementen la luz, ora extinguiéndose a través de algunfluctuante sombra, parecía adoptar cada vez unnueva y más imponente expresión, una amenaz
aún más maligna. Más asustadas que nosotros poel grito de la niña, las ratas echaron a correr emultitudes por el lugar, lanzando penetrantechillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscur
opacidad de algún distante rincón, meros puntos duz verde haciendo juego con la pálidfosforescencia de la podredumbre que llenaba lumba a medio cavar y que parecía la visibl
manifestación de un leve olor a moribundo qu
corrompía el aire insalubre. Ahora los niñoollozaban y se pegaban a las piernas de su
mayores, dejando caer sus velas, mientras qunosotros estábamos a punto de ser abandonados e
a total oscuridad, excepto por esa luz siniestrque fluía despaciosamente por encima de la tierrevuelta e inundaba los bordes de la tumba com
una fuente.Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre l
ierra extraída de la excavación, se había quitad
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as manos de la cara y estaba mirando con ojodilatados en el interior de un oscuro espacio quhabía entre dos barriles de vino.
—¡Allí está! ¡Allí está! —chilló, señaland
— ¡Dios del cielo! ¿No podéis verlo?Y realmente estaba allí: una figura human
apenas discernible en las tinieblas; una figura que balanceaba de un costado a otro como si s
fuera a caer, agarrándose a los barriles de vinpara sostenerse; dio un paso hacia adelantambaleándose y, por un momento, apareció a luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego srguió pesadamente y cayó postrada en tierra. E
ese momento todos habíamos reconocido la figuraa cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto esto
diez meses y enterrado por nuestras propiamanos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado
horriblemente borracho!En los incidentes ocurridos durante la fugprecipitada de ese terrible lugar; en laniquilación de todo humano sentimiento en esumultuoso, loco apretujarse por la húmeda
mohosa escalera, resbalando, cayendo
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derribándose y trepando uno sobre la espalda deotro, las luces extinguidas, los bebés pisoteadopor sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a muerte por un brazo maternal; en todo esto n
me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mhermana mayores y yo escapamos; los otroquedaron abajo, para morir de sus heridas o de serror; algunos, quizá, por las llamas, puesto qu
en una hora, nosotros cuatro, juntandapresuradamente el poco dinero y las joyas queníamos, y la ropa que podíamos llevancendiamos la casa y huimos bajo la luz de lalamas, hacia las colinas. Ni siquiera no
detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madrdijo en su lecho de muerte, años después en unierra lejana, que ése había sido el único pecad
de omisión que quedaba sobre su conciencia. S
confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajales circunstancias, el Cielo le perdonaría sdescuido.
Cerca de diez años después de nuestrdesaparición de los escenarios de mi infancia, yo
entonces un próspero falsificador, regres
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disfrazado al lugar con la intención de recuperaalgo de nuestro tesoro, que había sido enterrado eel sótano. Debo decir que no tuve éxito: edescubrimiento de muchos huesos humanos en la
uinas obligó a las autoridades a excavar por máEncontraron el tesoro y lo guardaron. La casa nfue reconstruida; todo el vecindario era undesolación. Tal cantidad de visiones y sonido
extraterrenos habían sido denunciados desdentonces, que nadie quería vivir allí. Como nhabía a quien preguntar o molestar, decidgratificar mi piedad filial con la contemplaciónuna vez más, de la cara de mi bienamado padre,
era cierto que nuestros ojos nos habían engañado estaba todavía en su tumba. Recordaba además quél siempre había usado un enorme anillo ddiamante, y yo como no lo había visto ni habí
oído nada acerca de él desde su muerte, teníazones como para pensar que debió haber sidenterrado con el anillo puesto. Procurándome unpala, rápidamente localicé la tumba en lo quhabía sido el fondo de mi casa, y comencé a cava
Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies d
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profundidad, la tumba se desfondó y me precipité un gran desagüe, cayendo por el largo agujero du desmoronado codo. No había ni cadáver nastro alguno de él.
Imposibilitado para salir de la excavaciónme arrastré por el desagüe, quité con ciertdificultad una masa de escombros carbonizados de ennegrecida mampostería que lo obstaculizaba
salí por lo que había sido aquel funesto sótano.Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosque fuera lo que le había provocado esdescompostura durante la cena (y pienso que manta madre hubiera podido arrojar algo de lu
obre ese asunto) había sido, indudablementeenterrado vivo. La tumba se había excavadaccidentalmente sobre el olvidado desagüe hastel recodo del caño, y como no utilizamos ataúd
us esfuerzos por sobrevivir habían roto lpodrida mampostería, cayendo a través de ella escapando finalmente hacia el interior del sótanoSintiendo que no era bienvenido en su propia casapero no teniendo otra, había vivido en reclusió
ubterránea como testigo de nuestro ahorro y com
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pensionista de nuestra providencia. l era quien scomía nuestra comida; él quien se bebía nuestrvino; no era mejor que un ladrón. En un momentde intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad d
compañía, que es el único vínculo afín entre uborracho y su raza, abandonó el lugar de sescondite en un momento extrañamente inoportunoacarreando deplorables consecuencias a aquéllo
más cercanos y queridos. Un desatino que tuvcasi la dignidad de un crimen.
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El hipnotizador
Algunos de mis amigos, que saben por casualida
que a veces me entretengo con el hipnotismo, lectura de la mente y fenómenos similares, suele
preguntarme si tengo un concepto claro de lnaturaleza de los principios, cualesquiera qu
ean, que los sustentan. A esta pregunta respondiempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. Noy un investigador con la oreja pegada al ojo da cerradura del taller de la Naturaleza, que trat
con vulgar curiosidad de robarle los secretos de
oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan pocmportancia para mí, como parece que los mío
han tenido para la ciencia. No hay duda de que los fenómenos e
cuestión son bastante simples, y de ninguna maner
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rascienden nuestros poderes de comprensión sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefier
no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmentomántica y obtengo más satisfacciones de
misterio que del saber. Era corriente que se dijerde mí, cuando era un niño, que mis grandes ojoazules parecían haber sido hechos más para semirados que para mirar… tal era su ensoñador
belleza y, en mis frecuentes períodos dabstracción, su indiferencia por lo que sucedía. Eesas circunstancias, el alma que yace tras elloparecía —me aventuro a creerlo—, siempre mádedicada a alguna bella concepción que ha cread
a su imagen, que preocupada por las leyes de lnaturaleza y la estructura material de las cosaTodo esto, por irrelevante y egoísta que parezcaestá relacionado con la explicación de la escas
uz que soy capaz de arrojar sobre un tema quanto ha ocupado mi atención y por el que existuna viva y general curiosidad. Sin duda otrpersona, con mis poderes y oportunidadeofrecería una explicación mucho mejor de la qu
presento simplemente como relato.
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La primera noción de que yo poseía extrañopoderes, me vino a los catorce años, en la escuelaHabiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzomiraba codiciosamente el que una niñita s
disponía a comer. Levantó ella los ojos, que sencontraron con los míos y pareció incapaz depararlos de mi vista. Luego de un momento d
vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y si
una palabra me entregó la canastita con su tentadocontenido y se marchó. Con inefable encanto alivimi hambre y destruí la canasta. Después de lo cuaa no volví a preocuparme de traer el almuerzo: l
niñita fue mi proveedora diaria; y no si
frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mencilla necesidad, combiné el placer y e
provecho, obligándola a participar del festín haciéndole engañosas propuestas de viandas que
eventualmente, yo consumía hasta la última migajaLa niña estaba persuadida de haberse comido todella, y más tarde, durante el día, sus llorosoamentos de hambre sorprendían a la maestra
divertían a los alumnos, que le pusieron e
obrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de un
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paz más allá de lo comprensible.Un aspecto desagradable de este estado d
cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era lnecesidad de secreto: el traspaso del almuerzo
por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de lenloquecedora muchedumbre, en un bosque; y muborizo en pensar en los muchos otros indignoubterfugios producto de la situación. Como po
naturaleza era (y soy) de disposición franca abierta, esto se iba haciendo cada vez máfastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancide mis padres a renunciar a las obvias ventajas denuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo
alegremente. El plan que finalmente adopté paribrarme de las consecuencias de mis propio
poderes, despertó un amplio y vivo interés en esépoca, aunque la parte que consistió en la muert
de la niña fue severamente condenada, pero estno hace a la finalidad de este relato.Después, durante unos años, tuve poc
oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeñontentos que hice estaban desprovistos de otr
premio que no fuera el confinamiento a pan y agua
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a veces, en realidad, no traían nada mejor que eátigo de nueve colas. Sólo cuando estaba po
abandonar la escena de estos pequeñodesengaños, realicé una hazaña verdaderament
mportante.Me habían llevado a la oficina del director d
a cárcel y me habían dado un traje de civil, unrrisoria suma de dinero y una gran cantidad d
consejos que, debo confesarlo, eran de muchmejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba eportón hacia la luz de la libertad, me di vuelta dúbito y, mirando seriamente en los ojos a
director, lo puse rápidamente bajo mi control.
—Usted es un avestruz —le dije.El examen post mortem reveló que s
estómago contenía una gran cantidad de artículondigestos, la mayor parte de metal o madera
Atragantado en el esófago, un picaporte, lo quegún el veredicto del jurado, constituyó la causnmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tant
iempo había estado separado, no pude evita
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ecordar que todas mis penas surgían como uarroyuelo de la tacaña economía de mis padres eaquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razóalguna para creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y SuAsfixia hay unas tierras donde existió unedificación conocida como rancho de PetGilstrap, en donde este caballero solía asesinar
os viajeros para ganarse el sustento. La muertdel señor Gilstrap y el desvío de casi todos loviajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismiempo que nadie ha podido decir aún cuál fu
causa y cuál efecto. De todos modos las tierra
estaban ahora desiertas y el pequeño rancho habíido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie
Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mpadres, camino de la colina. Habían atado la yunt
almorzaban bajo un roble, en medio de lcampiña. La vista del almuerzo revivió en mí lodolorosos recuerdos de los días escolares despertó el león dormido en mi pechoAcercándome a la pareja culpable, que en seguid
me reconoció, me aventuré a sugerir qu
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compartiría su hospitalidad. —De este festín, hijo mío —dijo el autor d
mis días, con la característica pomposidad que ledad no había marchitado—, no hay más que par
dos. No soy, eso creo, insensible a la llamhambrienta de tus ojos, pero…
Mi padre nunca completó la frase: lo quequivocadamente tomó por llama del hambre n
era otra cosa que la mirada fija del hipnotizadoEn pocos segundos estaba a mi servicio. Unopocos más bastaron para la dama, y los dictadode un justo reconocimiento pudieron ponerse eacción.
—Antiguo padre —dije—, imagino que yentiendes que tú y esta señora no son ya lo queran.
—He observado un cierto cambio sutil —fu
a dudosa respuesta del anciano caballero—quizás atribuible a la edad. —Es más que eso —expliqué—, tiene qu
ver con el carácter, con la especie. Tú y la señoron, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.
—Pero, John —exclamó mi querida madre—
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no quieres decir que yo… —Señora —repliqué solemnemente, fijand
mis ojos en los suyos—, lo es.Apenas habían caído estas palabras de mi
abios cuando ella estaba ya en cuatro patas yempujando al viejo, chillaba como un demonio y lenviaba una maligna patada a la canilla. Unstante después él también estaba en cuatro pata
eparándose de ella y arrojándole patadaimultáneas y sucesivas. Con igual dedicaciópero con inferior agilidad, a causa de su inferioengranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismoSus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de l
más sorprendente manera; los pies se encontrabadirectamente en el aire, los cuerpos lanzados haciadelante, cayendo al suelo con todo su peso y pomomentos imposibilitados. Al recobrars
eanudaban el combate, expresando su frenesí coos innombrables sonidos de las bestias furiosaque creían ser; toda la región resonaba con sclamor. Giraban y giraban en redondo y los golpede sus pies caían como rayos provenientes de la
nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban haci
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adelante y retrocedían, golpeándose salvajementcon golpes descendentes de ambos puños a la vez volvían a caer sobre sus manos, como incapace
de mantener la posición erguida del cuerpo. La
manos y los pies arrancaban del suelo pasto guijarros; las ropas, la cara, el cabello estabanexpresablemente desfigurados por la sangre y lierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabi
atestiguaban la remisión de los golpes; quejidogruñidos, ahogos, su recepción. Nada máauténticamente militar se vio en Gettysburg o eWaterloo: la valentía de mis queridos padres en lhora del peligro no dejará de ser nunca para m
fuente de orgullo y satisfacción. Al final de estodos estropeados, haraposos, sangrientos quebrados vestigios de humanidad atestiguaron dforma solemne de que el autor de la contienda er
a un huérfano.Arrestado por provocar una alteración deorden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado ea Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde
después de quince años de proceso, mi abogad
está moviendo cielo y tierra para conseguir que e
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caso pase a la Corte de Traslados de NuevaPruebas.
Tales son algunos de mis principaleexperimentos en la misteriosa fuerza o agent
conocido como sugestión hipnótica. Si ella puedo no ser empleada por hombres malignos parfinalidades indignas es algo que no sabría decir.
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Los sucesos nocturnos en el
barranco del muerto
Un relato que es falso
Hacía una noche especialmente fría y clara, comel corazón de un diamante. Las noches claraienen la peculiaridad de ser perspicaces. En l
oscuridad puedes tener frío y no darte cuenta; siembargo, cuando ves, sufres. Esa noche eruficientemente sagaz para morder como unerpiente. La luna se movía de modo misteriosras los pinos gigantes que coronaban la Montañ
del Sur, haciendo que la dura corteza de la niev
produjera destellos y subrayando contra el negr
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Oeste los contornos fantasmales de la Cordillerde la Costa, más allá de la cual se extendía ePacífico invisible. La nieve se amontonaba en loclaros del fondo del barranco, en las extensa
ierras que subían y bajaban, y en las colinadonde parecía que el rocío manaba y sdesbordaba. Rocío que en realidad era la luz deol, reflejada dos veces: una desde la luna, y otr
desde la nieve.Sobre ésta, muchas de las barracas deabandonado campamento minero aparecíadestruidas (un marinero podría haber dicho que shabían ido a pique). La nieve cubría a intervalo
rregulares los altos caballetes que una vez habíaoportado el peso de un arroyo al que llamaba
«flume»; porque «flume», claro está, viene dlumen. El privilegio de hablar Latín se cuent
entre las ventajas de las que las montañas npueden privar al buscador de oro. Éste, aeferirse a un compañero muerto dice: «Se ha id
“flume” arriba», que es una bonita forma de deci«Su vida ha retornado a la Fuente de la Vida».
Mientras se ponía la armadura contra lo
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ataques del viento, la nieve no había descuidadninguna posición estratégica. Cuando eperseguida por el viento, la nieve no es mudistinta a un ejército que se repliega. En camp
abierto se alinea en grados y batallones. Si puedganar una posición, opone resistencia; dondpuede refugiarse, lo hace. Detrás de un trozo dpared derruida pueden verse pelotones completo
de nieve encogidos de miedo. La vieja carreterortuosa, excavada en la ladera de la montañaestaba llena de ellos. Un escuadrón tras otro shabían afanado por escapar por este flanco, perel hostigamiento había cesado de repente. E
mposible imaginar un lugar más desolado espantoso que el Barranco del Muerto en unnoche de invierno. A pesar de ello, Mr. HiraBeeson, su único habitante, eligió vivir allí.
En la ladera de la Montaña del Norte, muarriba, su pequeña cabaña, construida con troncode pino, proyectaba un delgado rayo de luz desdel único cristal de la ventana, y parecía uescarabajo negro sujeto a la ladera con un flamant
luminoso alfiler. En el interior, Mr. Beeson s
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entaba delante de una lumbre que ardía cofuerza, con la vista clavada en el foco candentecomo si nunca hubiera visto una cosa igual en todu vida. No era un hombre atractivo. Tenía el pel
cano y su atuendo estaba raído y sucio. La carenía un aspecto pálido y ojeroso, y los ojos l
brillaban con excesiva fuerza. En cuanto a su edadi alguien hubiera intentado adivinarla, primer
podría haber dicho que rondaba los cuarenta iete, después corregiría y diría setenta y cuatroEn realidad tenía veintiocho. Estaba demacradoquizás, hasta donde podía arriesgarse, pues eBentley’s Flat había una funeraria muy necesitad
en Sonora un forense muy emprendedor. Lpobreza y el celo son como las piedras superior nferior de un molino. Es peligroso colocar unercera en esa especie de «sandwich».
Mientras Mr. Beeson permanecía allí sentadocon sus raídos codos apoyados sobre unas rodillaaún más raídas y sus esqueléticas mandíbulahundidas entre sus esqueléticas manos, sin ningunntención aparente de irse a la cama, parecía qu
el más ligero movimiento podía dejarlo hech
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añicos. Sin embargo, durante la última hora habípestañeado no menos de tres veces.
Entonces se oyeron unos golpes secos en lpuerta. Esto, a aquella hora de la noche y co
aquel tiempo, podría haber sorprendido cualquier común mortal que llevara viviendo doaños en el barranco sin ver una cara humana y quepor tanto, no podía desconocer que la zona estab
ntransitable; pero Mr. Beeson ni siquiera apartó lvista del fuego. Incluso al abrirse la puerta, simitó a encogerse un poco más, como quie
espera algo que preferiría no ver. Se puedobservar este gesto entre las mujeres, en un
capilla mortuoria, mientras se coloca el féretro eel pasillo que hay junto a ellas.
Pero cuando un anciano alto envuelto en ucapote, con la cabeza rodeada por un pañuelo y l
cara prácticamente oculta por una bufanda, coanteojos verdes y un color de tez (donde se podíapreciar) de una blancura deslumbrante, entrigilosamente en la habitación y colocó una manígida y enguantada sobre el hombro de M
Beeson, olvidó sus buenos modales hasta el grad
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de levantar la vista y poner una expresión dconsiderable asombro; fuera quien fuera aquél quien estaba esperando, evidentemente no contabcon encontrarse a alguien semejante. A pesar d
ello, la visión de aquel inesperado invitadprodujo en Mr. Beeson la siguiente secuencia: unensación de asombro; después un sentimiento d
gratificación, y, por último, una impresión d
profunda buena voluntad. Levantándose deasiento, retiró aquella mano nudosa de su hombr la estrechó con un fervor inexplicable, pues e
aspecto del anciano no tenía nada de atractivo y smucho de repulsivo. Sin embargo, la atracción e
una característica demasiado general para que nea compartida por la repulsión. El objeto má
atractivo del mundo es el rostro qunstintivamente cubrimos con un paño. Cuando s
hace incluso más atractivo, fascinante, echamoiete pies de tierra sobre él. —Amigo —dijo Mr. Beeson soltando l
mano del anciano, que al desplomarse contra smuslo produjo un golpe seco—, hace una noch
muy desagradable. Por favor, tome asiento; m
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alegro mucho de verle.Mr. Beeson habló con un tono bastant
educado, un tono que uno nunca habría esperadeniendo en cuenta la situación. Realmente, e
contraste entre su aspecto y sus modales fuuficientemente sorprendente para ser uno de lo
fenómenos sociales más comunes en las minas. Eanciano dio un paso adelante, hacia el fuego, qu
e reflejaba sobre los anteojos verdes como en uncaverna. Mr. Beeson añadió: —¡Ya lo creo que me alegro!La elegancia de Mr. Beeson no era mu
efinada; había hecho razonables concesiones a
gusto local. Hizo una pausa y recorrió con la vistdesde la embozada cabeza de su invitado, pasandpor la hilera de enmohecidos botones que cerrabau capote, hasta sus verdosas botas de cuer
manchadas de nieve, que había empezado fundirse y escurría por el suelo formandpequeños regueros. Hizo un inventario de aquepersonaje y quedó satisfecho. ¿Y quién no habríquedado? Entonces prosiguió:
—La comida que puedo ofrecerle está, po
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desgracia, en relación con mis posibilidades; perme sentiría tremendamente agraciado si se dignara aceptarla en vez de buscar algo mejor eBentley’s Flat.
Con un especial refinamiento de humildahospitalaria, Mr. Beeson hablaba como si lestancia en su cálida cabaña una noche comaquélla, comparada con una caminata de catorc
millas con la nieve hasta el cuello y un mendrugen el bolsillo, fuera una desgracia insoportable. Eespuesta, el invitado se desabrochó el capote. E
anfitrión echó leña seca al fuego; después barrió ehogar con una cola de lobo y añadió:
—Aunque creo que sería mejor que sargara.
El anciano tomó asiento junto al fuego y, siquitarse el sombrero, acercó las grandes suelas d
us botas a las llamas. En las minas sólo se quituno el sombrero si también se quita las botas. Simás comentarios, Mr. Beeson se sentó en una sillque había sido anteriormente un tonel y que, por scarácter original, parecía haber sido diseñada par
ecoger sus cenizas cuando quisiera desmenuzarse
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Durante un rato no hubo más que silencio; luegodesde algún lugar entre los pinos, llegó el fuertgruñido de un coyote y, simultáneamente, ecrujido de la puerta en el marco. Entre los do
ncidentes no había otra relación que la aversiódel coyote por las tormentas y el alboroto deviento; sin embargo, parecía existir una especie dconspiración sobrenatural entre los dos, y M
Beeson se estremeció con una imprecisa sensacióde terror. En un momento se recuperó y volvió dirigirse a su invitado:
—Aquí ocurren cosas extrañas. Voy contárselo todo, y si decide marcharse l
acompañaré durante el primer tramo del caminohasta donde Baldy Peterson disparó contra BeHike; seguro que conoce el sitio.
El anciano asintió con ampulosidad, como s
diera a entender que no sólo conocía el lugar, sinque lo conocía de verdad. —Hace dos años —comenzó Mr. Beeson—
otros dos compañeros y yo ocupamos esta casapero cuando todo el mundo se marchó haci
Bentley’s Flat, nosotros nos fuimos con ellos. E
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diez horas el barranco quedó desierto. Aquellarde, sin embargo, me di cuenta de que habí
olvidado una pistola muy valiosa (ésa) y volví poella; pasé la noche solo aquí, tal y como he hech
odas las noches desde entonces. He de explicaque unos cuantos días antes de que nomarcháramos nuestro criado chino tuvo ldesgracia de morir cuando la tierra estaba ta
helada que era imposible cavar una tumba de lmanera habitual. Así que el día de nuestrprecipitada partida cavamos ahí, en el suelo, y lenterramos como pudimos. Pero antes de hacerlouve el mal gusto de cortarle la coleta y clavarl
obre su tumba, en aquella viga donde usted la vahora; o mejor dicho, ahora que el calor le ha dada usted la oportunidad de verla.
»¿He dicho ya (creo que sí), que el chin
murió por causas naturales? Por supuesto, yo nuve nada que ver con eso, y volví, no por unatracción irresistible o por una fascinaciómorbosa, sino sencillamente porque habíolvidado la pistola. Esto queda claro ¿verdad
amigo?
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un miembro. Entonces, clavando los ojos sobre lque podía ver de la cara impasible de quien lescuchaba, Mr. Beeson estalló, casi con fiereza:
—¿Dársela? Mire, no tengo ninguna intenció
de molestar a nadie pidiéndole consejo sobre estasunto. Usted me perdonará, estoy seguro (aquí smostró especialmente persuasivo), pero me harriesgado a sujetar con clavos esa coleta y h
asumido, en cierto modo, la onerosa obligación dconservarla. Por tanto, me es imposible llevar cabo su considerada sugerencia.
»¿Es que me toma usted por un pelele? Nada podría superar la repentina ferocida
con que hundió este reproche indignado en el oídde su invitado. Era como si le hubiera golpeado ea cara con un guantelete de acero. Se trataba d
una protesta, pero también de un desafío. Se
confundido con un cobarde, ser tomado por upelele: estas dos expresiones son la misma. Aveces es un chino. «¿Es que me toma usted por uchino?», es una pregunta que se hace cofrecuencia a los que mueren bruscamente.
La bofetada de Mr. Beeson no tuvo ningú
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efecto, y tras una pausa durante la cual el vientestuvo resonando en la chimenea como si echaraerrones de tierra sobre un ataúd, prosiguió:
—Aunque, como usted dice, está acaband
conmigo. Siento que mi vida durante los doúltimos años ha sido un completo error, un erroque se corrige a sí mismo; ya ve cómo. ¡La tumba
o; no hay quien la cave. El terreno también est
helado. Pero sea usted bienvenido. Aunque no emportante, puede usted decirlo en Bentley’s. Sfue difícil cortarla: suelen colocar seda trenzaddentro de sus coletas. Uaagh.
Mr. Beeson hablaba con los ojos cerrado
mientras paseaba de un lado a otro. Su últimpalabra fue un ronquido. Al cabo de un ratoespiró hondo, abrió los ojos haciendo un esfuerz, tras un simple comentario, se qued
profundamente dormido. Lo que dijo fue liguiente: —¡Están robando mis cenizas!Entonces el extraño anciano, que no habí
dicho una palabra desde su llegada, se levantó de
asiento y, pausadamente, se quitó la ropa d
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abrigo, dejando ver una figura en ropa interior dana tan delgada como la de la difunta Signorin
Festorazzi, una mujer irlandesa de seis pies daltura y cincuenta y seis libras de peso, que solí
exhibirse en camisola ante la gente de SaFrancisco. Luego, después de haber situado uevólver a mano según la costumbre de la regióne metió en uno de los camastros. Lo había cogid
de una repisa, y era el revólver que Mr. Beesohabía mencionado y por el que había vuelto abarranco dos años antes.
Mr. Beeson se despertó al cabo de un rato yal ver que su invitado se había retirado, hizo l
mismo. Pero antes se acercó al largo y trenzadmechón pagano y le dio un fuerte tirón parasegurarse de que estaba bien sujeto. Las docamas (meras tablas cubiertas con mantas no mu
impias) estaban situadas una frente a la otra eendos extremos de la habitación, y la pequeñrampilla cuadrada que daba acceso a la tumba de
chino quedaba entre ellas. Ésta, por cierto, estabatravesada por una doble fila de clavos. En s
esistencia a lo sobrenatural, Mr. Beeson no habí
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olvidado tomar precauciones materiales.El fuego había languidecido y sus llama
azuladas y mortecinas centelleaban de vez ecuando proyectando sombras espectrales en la
paredes; sombras que deambulabamisteriosamente, separándose o juntándose. Siembargo, la sombra de la coleta, suspendida deejado en el extremo más alejado de la habitación
permanecía melancólica y distante, como si fueruna llamada de admiración. El susurro de lopinos en el exterior había aumentado hastalcanzar la dignidad de un himno triunfal. En lomomentos de pausa el silencio era espantoso.
Fue precisamente en uno de esos momentocuando la trampilla del suelo comenzó evantarse. Se iba alzando lenta perninterrumpidamente, del mismo modo que l
embozada cabeza del anciano se elevaba decamastro para verla. Entonces, con un golpetazque estremeció la casa hasta los cimientos, fuanzada completamente hacia atrás y se quedó coas puntas de los clavos, horrorosas
amenazantes, hacia arriba. Mr. Beeson se despert
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, sin levantarse, se tapó los ojos con los dedoTemblaba; los dientes le rechinaban. Su invitaddescansaba sobre un codo mientras observaba levolución de los hechos con los anteojos, qu
elucían como lámparas.De pronto, el bramido de una ráfaga de vient
e precipitó por la chimenea, desparramandcenizas y humo en todas direcciones y dejando l
habitación a oscuras durante un rato. Cuando efuego de la chimenea volvió a iluminar lhabitación, se pudo ver, sentado calladamente eel borde de un taburete que había junto al hogar, un hombre pequeño, de tez morena, aspect
agradable y vestido con buen gusto, que asentía edirección al anciano con una sonrisa amigable impática. «De San Francisco, claro está», pens
Mr. Beeson, que había conseguido recuperarse de
usto e intentaba buscar una solución a aquelloacontecimientos nocturnos.Pero en ese momento apareció otro actor e
escena. Desde el negro agujero cuadrado quhabía en medio del suelo surgió la cabeza de
difunto chino que, con ojos vidriosos
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concentrado en la coleta que pendía sobre édirigió desde sus pronunciadas hendiduras lmirada hacia arriba con un gesto de ansiedandescriptible. Mr. Beeson emitió un gemido
volvió a cubrirse la cara con las manos. Un suavolor a opio inundaba la habitación. El fantasmavestido sólo con una corta túnica azul de sedacolchada, cubierta del moho de la sepultura, s
ncorporó lentamente, como impulsado por udébil resorte. Tenía las rodillas a nivel del suelcuando, tras dar un rápido salto hacia arribemejante al de una llama que arde de repente
estiró el cuerpo, agarró la coleta con las do
manos y mordió la punta con sus horribles dienteamarillos. Así quedó colgado, con aparente frenes sin emitir sonido alguno; gesticulaba de un mod
espantoso, saltando y hundiéndose una y otra ve
en sus esfuerzos por desenganchar su propiedad da viga. Era como un cadáver convulsionadartificialmente por medio de una batería eléctricaEl contraste entre su actividad sobrehumana y silencio resultaba horroroso!
Mr. Beeson se encogió en la cama. E
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hombrecillo de tez morena descruzó las piernadio con impaciencia unos cuantos golpes con lpunta de la bota y consultó su pesado reloj de oroEl anciano se incorporó y cogió el revólver co
igilo.¡Bang!Como un cuerpo que se desploma en la horca
el chino se hundió pesadamente en el agujer
oscuro, con la coleta entre los dientes. Lrampilla giró y se cerró de un fuerte golpe. Ehombrecillo de San Francisco dio un ágil brincdesde su taburete, atrapó con el sombrero algo eel aire, como un niño caza una mariposa,
desapareció por la chimenea como si hubiera siduccionado.
A través de la puerta abierta, desde algúugar lejano en la oscuridad llegó un grito débil
distante, un lamento de sollozos, parecido al de uniño estrangulado en el desierto, o al de un almperdida capturada por el Adversario. Aunque pudhaber sido el coyote. Durante los primeros días da primavera siguiente, un grupo de mineros que s
dirigía hacia las nuevas explotaciones pasó por e
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barranco y, al recorrer las cabañas abandonadaencontró en una el cuerpo de Hiram Beesonendido sobre un catre, y con un agujero de bala e
el corazón. La bala había sido disparada
evidentemente, desde el otro extremo de lhabitación, pues en una de las vigas superiores doble había una pequeña abolladura de color azua bala había dado en un nudo de la madera y s
había desviado posteriormente hacia abajo hastalcanzar el pecho de la víctima. Sujeto fuertementa la misma viga, se encontraba lo que parecía seel extremo de una trenza de pelo de caballo, quhabía sido segada por la bala en su trayectoria. N
e descubrió nada más de interés, salvo unas ropamohosas y estrafalarias, de las que varias prendafueron después identificadas por testigoespetables como las que llevaban cierto
ciudadanos del Barranco del Muerto cuandfueron enterrados años antes. Pero no es fáccomprender cómo pudo ocurrir eso, a menos queclaro está, las prendas hubieran sido utilizadacomo disfraz por la misma Muerte, lo que result
difícil de creer.
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Un naufragio psicológico
En el verano de 1874 me encontraba en Liverpoo
donde había ido