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EL JUICIO FINAL DEL DICTADORCarlos Saavedra Weise
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Desnudo, sin botas ni espuelas, temblaba ante el Creador. Una voz de trueno le dijo:
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–Nunca tuviste piedad, tu perversidad fue una constancia y, por encima, la cargaste de crueldad contra los que obstruian tus metas y propósitos o pensaban diferente.
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Nunca abriste los oídos para escuchar el lamento de tu pueblo, pero sí lo hiciste ante el adulo y los cantos de la vanidad.
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Sembraste huérfanos, desarraigaste a los padres y madres de muchos, dejándolos vagar como hojas secas por lejanos otoños.
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Nunca dijiste a nadie dónde encontrar a sus muertos, permitiendo que los deudos vivan sus vidas con la más cruel incertidumbre.
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Despilfarraste la riqueza de tu pueblo en alimentar tu ego ilimitado, tus apetitos y ostentación y, por encima de todo, no escuchaste ni apaciguaste, sino con sables y palos, cualquier quejido.
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Abonaste los campos de tu patria con sangre inocente. Cada paso tuyo, cada tintineo de tu bota era un eco de perversidad.
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Permitiste en silencio que te hicieran monumentos, estatuas y, aun peor, monedas de plata con tu rostro. Más que haber pecado, dejaste reinar a la perversidad y la miseria.
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Hasta la limosna que llegaba a tu pueblo con cada desastre o terremoto la disponías a tu albedrío, despojando de ella a los desvalidos, huérfanos y menesterosos; guardándote la mayor parte de ella y repartiendo el resto de los huesos entre los perros que ladraban en tu entorno.
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El hombre desnudo y algo encorvado escuchaba, pero mantenía su torva mirada.
El creador una vez más habló:
–Si hubieras llegado ante mí, aun viviendo sin Dios, pero honestamente, con caridad y respeto por tus semejantes, tu destino sería diferente. Pero te condeno a lo más profundo de las llamas del infierno por una eternidad y quebraré tu ego en lo absoluto, con la desmemoria de tu existencia ante el pueblo y el mundo, sólo quedara lo que tú labraste cada día: La malignidad de tu nefasta memoria.
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El general, tembloroso, cayó de hinojos. Se escuchó crujir y rechinar los goznes de arcaico portal del infierno, y fue engullido por sulfurosas llamas.
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*Paráfrasis de La sala del juicio de Oscar Wilde poeta y escritor irlandés (©)