El privilegio de acuñación zaragozano de 1706
Un documento de hace más de 300 años, la concesión de permiso a la ciudad de Zaragoza para acuñar moneda, ha vuelto a formar parte de la actualidad de nuestro Aragón merced a la acción del Juzgado de Instrucción número Siete de Zaragoza, que ha interrumpido su subasta y ha ordenado el depósito del mismo en el archivo de nuestra capital hasta que se clarifique si su propietario lo era legalmente o no.
Es otra de las muchas guerras que Aragón mantiene para recuperar su patrimonio cultural emigrado o expoliado. Conviene saber, pues, un poco más acerca de por qué los poderes públicos se están tomando tantas molestias con este documento, esto es: cuál es su significación.
Dinero aragonés de Carlos III de 1706
Retrocedamos al año 1706: Aragón es un país en guerra, en mitad de una conflagración general europea que se libra en numerosos frentes desatada por la disputa de dos pretendientes al trono de los reinos hispánicos: Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, y Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo I, ambos con el mismo grado de parentesco con el fallecido Carlos II. Se trata de un pretexto dinástico para un realineamiento de las relaciones de poder en Europa, en el que las coronas de Francia y España unidas podían convertirse en una potencia hegemónica frente a los demás estados europeos. En el plano hispánico, la actitud autoritaria demostrada por la dinastía de los austrias españoles, bien enraizada en la tradición política castellana, reforzada con el absolutismo centralista francés, intensificaba la amenaza que pesaba sobre la todavía poderosa autonomía política y constitucional de los estados de la Corona de Aragón. La causa de Felipe era fuertemente apoyada por la mayoría de las élites y de la sociedad castellana, deseosa de obligar a los demás estados de la corona a sostener las cargas que la política imperialista había impuesto sobre ella, mientras que la de Carlos lo era mayoritariamente por la población de la Corona de Aragón, desconfiada ante Francia y deseosa de garantizar su continuidad política mediante una continuidad dinástica.
Así pues, y habiendo conseguido Felipe V ser entronizado como rey en todos los países de la monarquía hispánica (1701), pronto surgieron los recelos y la desconfianza a medida que los intereses de la corte y su nuevo monarca
chocaban con los expresados por los parlamentos de Aragón, Cataluña y Valencia. A pesar de ello, la Corona de Aragón se movilizó al servicio del nuevo rey para la guerra que se desató en toda Europa. Aragón lo hizo especialmente desde el verano de 1705 cuando, al caer la mayor parte de Valencia y Cataluña en manos de Carlos de Austria, las tropas aragonesas acudieron a la defensa de sus fronteras orientales.
Sin embargo, el recelo de los aragoneses hacia Felipe V se transformó en descontento e ira a cuenta de la cruel represión que se ejerció sobre los austracistas de Aragón y las tropelías cometidas por las tropas francesas que, en su camino hacia el sitio de Barcelona, atravesaron el territorio aragonés en la primavera de 1706. El sitio de Barcelona acabó en fracaso y provocó la práctica desaparición de las tropas extranjeras de Aragón, abandonado a su suerte para organizar su defensa. Al mismo tiempo, una ofensiva austracista desde Portugal llegó a ocupar Madrid. En este ambiente la debilidad de los partidarios del borbón y bajo el clamor de las clases populares en la mayor parte de Aragón, se le abrieron las puertas del reino a Carlos de Austria, quien entró en Zaragoza para ser jurado como rey de Aragón (Carlos III) en la Seo el 18 de julio de 1706.
En ese tiempo se reorganiza el mando militar del reino que, además de las habituales milicias reclutadas en numerosas poblaciones, inicia el levantamiento de un regimiento de infantería (el llamado “de la ciudad de Zaragoza”) y otro de caballería (llamado “de Aragón) debidamente equipados, entrenados y pagados por la Hacienda aragonesa. Se trataba de un esfuerzo extraordinario, ya que, a diferencia de las milicias locales, estos regimientos (de unos 400 a 600 soldados cada uno) debían ser tropas de calidad, esto es, con una instrucción más concienzuda y profesional que les hiciese capaces de ser una fuerza de combate muy cualificada y no una mera tropa auxiliar, como así había sido el ejército aragonés durante el periodo de obediencia del reino a Felipe V. No en vano, su puesta en servicio al completo requeriría de más de medio año de espera antes de verles intervenir, vestidos con sus uniformes azules y amarillos (los colores habituales de los regimientos aragoneses), en los campos de batalla.
Soldado del ejército aragonés, comienzos del s. XVIII (por A. Manzano)
A pesar de este compromiso del reino, a lo largo del verano y otoño de 1706 Aragón se convertiría en el escudo que contendría los contraataques borbónicos contra la Corona de Aragón. De ello dieron fe los duros combates en las inmediaciones de Jaca, las Cinco Villas, Tauste, Mallén, Magallón, Borja, Daroca, Almazán, Soria, ribera navarra o en la batalla de Calamocha, librada victoriosamente para las armas de Carlos III el 16 de diciembre de ese año. Pero la retirada del ejército austracista del territorio castellano, que se había completado en octubre hacía pensar al estado mayor de los aliados de Carlos en la necesidad de incrementar el esfuerzo militar de los aragoneses para unir un regimiento de sus naturales al ejército internacional (ingleses, portugueses, holandeses y alemanes) que operaba en la península, de forma que aquéllos pudiesen combatir no solo dentro de las fronteras de Aragón, sino en cualquier otro país en el que su fuerza fuese precisa.
De ahí la concesión, firmada por Carlos el 1 de diciembre de 1706, de este privilegio al concejo de la más rica y poblada ciudad del país, Zaragoza, la única capaz de reunir en poco tiempo a los 1.000 soldados que necesitaba el rey para su servicio. Un regimiento organizado en 10 compañías, con sus oficiales, uniformados y armados con espadas, que estaría activo, según el propio privilegio de acuñación "hasta que llegue al trono [de Castilla, se entiende] y después durante cinco años más, siendo obligación de la Real Hacienda el dar a los soldados las demás armas que hubieren menester y el pan de munición".
Sin duda, se trataba de un esfuerzo grande, pero bien recompensado: la acuñación de moneda de oro, plata y vellón permitía a la ciudad controlar su política monetaria. En la tradición aragonesa de estabilidad monetaria, una moneda bien gestionada no debía ser devaluada con fines recaudatorios, como solían hacer los reyes, sino mantenerse estable para generar la confianza que atrae a los mercaderes y facilita su aceptación en las transacciones. En tiempos de guerra y penurias, lograr que a pesar de todo, el comercio mantuviese un buen tono merced a un “clima monetario” fiable era todo un balón de oxígeno para un país que acusaba los estragos de un conflicto que podía llegar a durar todavía bastantes años (como así fue).
Dineros o miajas aragonesas de Carlos III de 1709
No parece probable que se completase la recluta de este regimiento, ya que seis meses después, en mayo de 1707, tras la batalla de Almansa, las tropas aliadas se retiraron de Aragón y el país fue invadido de nuevo por las fuerzas de Felipe V. Se conservan todavía, no obstante, algunos dineros de vellón con la efigie de Carlos III, que se acuñaron entre 1706 y 1709, únicos vestigios de aquel breve episodio que, junto al documento citado, bien merece ser recordado y conservado como patrimonio de todas las aragonesas y aragoneses.
Miguel Martínez Tomey
Fundación Gaspar Torrente