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Enredados en el enjambrede Byung-Chul Han (II)Hablan los alumnos… y comenta elprofesor
por Juan Pablo Serra
Cuando se es joven o principiante, preparar una asignatura por primera vez
puede ser estresante: se estudia toda la materia y no se quiere dejar nada al
azar porque, admitámoslo, lo que uno quiere demostrar es… lo mucho que
sabe. En su entretenido e instructivo The Forum and the Tower (2011), Mary
Ann Glendon recuerda que políticos e intelectuales comparten una misma
pasión, una cualidad de carácter que los griegos llamaban thymos, y que
libremente podría traducirse como el deseo de ser reconocidos, que a unos
les conduce al foro público y a otros a la búsqueda del conocimiento.
En el ámbito pedagógico y entre profesores más del tipo “maestro” se suele
despreciar ese afán o directamente se lo considera un vicio, un rasgo de mal
profesor. A veces, con razón: enseñar es indicar, no auto-enseñarse. No
obstante, a mi me parece que con el paso de los años esa pasión narcisista
se atempera pero no necesariamente desaparece.
Tal como contaba en la primera parte de este artículo, mientras preparaba
la Antropología filosófica para los alumnos de Ingeniería Informática, opté
por darle un tono de reflexión sobre la tecnología, primero, a través de un
mini-seminario sobre Meditación de la técnica (José Ortega y Gasset) y,
segundo, de un seguimiento tutorizado de la lectura de las primeras ocho
entradas de En el enjambre (Byung-Chul Han).
El resultado de esta última iniciativa superó mis expectativas, pues, aunque
el tono del libro a priori pusiera a los alumnos en contra de su autor, en
cambio supieron reconocer la solidez de sus razonamientos y la actualidad
de los problemas que aborda. Trabajar a un filósofo contemporáneo que,
además, no tiene ningún inconveniente en escribir como contemporáneo (es
decir, cuyas referencias bibliográficas son fundamentalmente de los últimos
250 años) puede ser difícil, pues al pensamiento moderno le falta la
autoridad religiosa y moral que — aunque cuestionada y vilipendiada — aún
retiene el pensamiento antiguo y medieval. Eso significa que, por lo general,
con los autores contemporáneos es más frecuente encontrarse objeciones
del tipo “no me parece bien”, “no entiendo a cuento de qué dice esto” o
“eso no es así”, pero también con incoherencias como “me gusta lo que
dice, pero no estoy de acuerdo”, “es interesante e incomprensible” o
pronunciamientos efusivos sobre ciertos pasajes y desaprobación de otros
que, en realidad, son parte de un mismo argumento. No es que ante
pensadores antiguos, medievales o renacentistas no puedan surgir las
mismas contrariedades. Pero, como regla general, a más antigüedad, las
palabras se recubren de un aura que las protege del cuestionamiento o lo
hacen más difícil, pues exigen conocer más a fondo el contexto histórico e
intelectual para poder formular esas críticas de un modo seguro.
Trabajar a un contemporáneo, por tanto, supone no sólo discutir sus ideas
sino también — y esto es más importante de lo que parece — tomar el pulso
Conocido por “Los viajes de Gulliver”, Jonathan Swift (1667–1745) fue un escritor
satírico que, en su fábula “La batalla de los libros” , empleó la metáfora de Esopo de las
abejas (que van de flor en flor y producen algo nuevo) y las arañas (que sólo atrapan y
excretan) para comparar a los antiguos y los modernos. Su crítica era más acerada
con los modernos, pero la imagen de la araña que extrae el hilo de su propio cuerpo es
muy elocuente del modo en que conviene leer a los modernos y entender su recepción.
a los alumnos/lectores sobre cómo reciben afectivamente lo que leen, cómo
les afecta — si es que lo hace — en aquello que viven y qué situaciones
pueden imaginar que les evoque la lectura en cuestión.
Todo ello, en fin, explica el esquema de partida con el que tutoricé la
lectura de En el enjambre (Herder, Barcelona, 2014). Los resultados, creo,
pusieron de manifiesto una verdad esencial que sólo el diálogo
interpersonal es capaz de revelar, a saber, que sabemos más entre todos que
en solitario, por más sonora que sea la soledad de la mesa de estudio. A
continuación, por tanto, transcribo cómo leyeron mis alumnos a Han, pero
también cómo contesté yo a su lectura (en cursiva), con el deseo de que,
quizá, podamos ampliar la conversación a cualquier lector potencial.
1. Comenta la experiencia de leer el texto (actualidad del libro,
relevancia de su postura, interés de sus afirmaciones, pros y contras,
aspectos positivos y negativos).
La primera impresión de los alumnos es que se trata de un libro actual,
aunque no por sus planteamientos de fondo, sino por los ejemplos reales de
los cuales está plagado. De hecho, admitían también, se trata de un libro
que a veces resulta difícil de leer, tanto por su estilo — hiperbólico a ratos,
mezcla frases directas con otras menos comprensibles, no parece
“centrarse” hasta la tercera entrada — como por su visión contraria al
mundo global e interconectado de hoy — que Han ve como un lugar donde
cada cual va por su cuenta — .
En este punto, la percepción de los alumnos no dista mucho de la de algunos
críticos de Han o incluso de la impresión que el mismo autor puede producir (más
o menos inaccesible y alejado del partoleo virtual). Hay en Han una cierta visión
romántica del mundo que, sin duda, permea todo lo que escribe en este libro: por
más que, literalmente, hable de la necesidad de actuar y de actuar juntos, la
importancia que — por contraste — concede a la intimidad y la libertad
individuales dejan mucho más poso en el lector.
Algún alumno añadía que es un libro interesante, aunque no siempre se
comparta todo lo que dice y hasta pueda parecer que no es lógico en su
cometido (¿por qué criticar la tecnología si gracias a ella estamos aquí?). Y,
por lo general, casi todos entendían que se trata de un libro eminentemente
interpretativo. Ahora bien, ¿qué es lo que Han interpreta sobre nuestra
situación contemporánea y las tecnologías que empleamos? Por un lado,
que vivimos con ilusión de libertad: hoy todos creen que pueden hacer lo
que quieren, cuando lo cierto es que esa (supuesta) libertad está más sujeta
a control. Por otro lado, una tecnología que propicia una comunicación sin
intermediarios. Por último, un aislamiento alarmante donde, al mismo
tiempo que estás más conectado, estás solo.
Indagar la recepción del libro se pone interesante aquí, al intentar ir más allá de
la primera impresión, pues hacerlo exige una “segunda navegación”, más
reflexiva, donde nos preguntamos por nuestra propia identificación — o no — con
el texto en su conjunto. Lo cual, por cierto, y menos en un texto como este, no es
fácil, ya que: ¿es posible adoptar una postura ante un fenómeno — el de la
comunicación digital — tan cambiante? En lo intelectual es harto complicado.
Pero, quizá, en lo afectivo no lo sea tanto. Al fin y al cabo, los jóvenes son quienes
— mejor o peor, esa es otra cuestión — más emplean estas tecnologías. A lo mejor
no saben ni pueden juzgarlas adecuadamente, pero sí pueden conocer con
seguridad sus propias vivencias y sentimientos en relación a las tecnologías. La
clave educativa consiste en ayudarles a juzgar esos sentimientos y a reconocer su
valor cognitivo.
Al principio, la mayoría de alumnos se alinean afectivamente con la crítica de
Han a la (presunta) capacidad aisladora de la tecnología digital. Ahora bien,
ninguno estaría dispuesto a dejar de mensajear por móvil, subir fotos a internet,
ver vídeos en sus tabletas y optimizar su perfil en la web. ¿Es esto contradictorio?
No necesariamente. ¿Por qué habrían de hacerlo? Que la tecnología pueda
alienar, a lo mejor, debería llevarnos a otro tipo de soluciones: aprovechar las
posibilidades de cooperar entre nosotros por internet, tantear usos alternativos de
la web, ser quizá más vigilantes con los grandes proveedores… Mi impresión es
que la capacidad alienante de la tecnología digital es directamente proporcional a
nuestra pasividad y falta de iniciativa personales. Algunos dirán que esa pereza es
justamente lo que producen los nuevos medios, pero ¿realmente estamos tan
determinados por nuestros dispositivos? Es posible atacar la tecnología con
tecnología incluso si estamos sometidos a ella. Lo que no cabe es imaginar otra
cosa. Ahora bien, ¿no son los argumentos románticos, utópicos, religiosos,
filosóficos y ficcionales que pueden plantearse en relación a la tecnología
justamente la demostración de que sí cabe imaginar otra cosa?
2. ¿Qué es y qué incluye el “paradigma digital”? ¿Cómo lo valora Han?
¿Por qué?
En torno a la primera pregunta, los alumnos entienden que el paradigma
digital que Han presenta en el libro se refiere, sobre todo, a una auto-
imagen de quienes somos, creada a partir de nuestras tecnologías y
dispositivos. Más secundariamente, entienden que incluye un modo de
comunicarnos propiciado por la tecnología, que es la que, según Han,
determina el modo en que comprendemos hoy nuestra sociabilidad.
La escritura de Han funciona muy bien cuando juega al contraste. En La
sociedad del cansancio, hablaba del paso de un “paradigma inmunológico” a un
“paradigma neuronal” para describir la actual sociedad capitalista, pero también
del paso de una “sociedad disciplinaria” a una “sociedad del rendimiento”; en La
sociedad de la transparencia, jugaba con el contraste entre la negatividad típica
de una sociedad ordenada y jerarquizada y lo positividad de una sociedad que
alaba la hipercomunicación y el marqueteo de uno mismo. A lo largo de todo En
En los ejemplos a favor de las posibilidades que abre la tecnología digital (“los
dispositivos móviles tienen el poder de hacer de la ignorancia una cosa del pasado”,
dicen en Worldreader), resuena cierto utopismo basado en la creencia moderna en el
Progreso. Sin embargo, ¿en donde nos reconocemos más? ¿En la creatividad y la
capacidad de indagar posibilidades o en la aceptación de lo que hay y su crítica?
el enjambre planea un nuevo contraste, que podríamos simplificar en “sociedad
analógica” y “sociedad digital”. No suena tan novedoso como los otros, pero
resulta rico por las consecuencias que Han extrae de dicho contraste.
Por otro lado, si bien Han no dice textualmente que el paradigma digital incluya
lo que los alumnos dicen que incluye, sí es cierto que esa idea determinista de que
es la tecnología, y no nosotros, lo que nos programa y cambia flota por varios
pasajes del libro, que no por casualidad aparece textualmente prologado (p. 11)
por una cita de Marshall McLuhan.
Al hilo de otros pasajes, los alumnos entienden que, en la sociedad digital,
se facilita la unión entre las personas, pero no siempre se trata de una
unión verdadera, ni libre ni, sobre todo, sentida.
Esto sí lo dice Han textualmente: vigilancia y control son inherentes a la
comunicación digital (p. 101).
Por último, y cerrando el
catálogo de rasgos de esta
sociedad digital, los alumnos
incluyen también: una política
distinta, la incapacidad de actuar
(pero sí de teclear), una
tendencia a no pensar (o a no
pensar por nosotros mismos) y,
en general, una amalgama de
tendencias conductuales
negativas (dependencia, huida
de lo real)… si bien, matizan, eso
ocurría también en el
“paradigma analógico”.
En torno a la segunda pregunta, la respuesta es unánime: Han valora
negativamente el paradigma digital.
Lo interesante es caer en la cuenta del por qué de su juicio negativo, en parte para
ver que se trata de razones más bien comunes, en parte para ver que nosotros
mismos necesitamos investigar y profundizar para juzgar esas razones.
Entonces, ¿por qué, para Han, la sociedad digital no es buena? ¿Qué razones
tiene u ofrece para afirmarlo?
Primero, porque no ayuda al hombre a realizarse en su totalidad. Por
ejemplo, en su mirada y en su incapacidad de pasar a la acción, tanto
individual como colectivamente.
Sin embargo, quizá quepa matizar esto último, que intuitivamente puede sonar
acertado pero que no encaja del todo con los hechos. Desde que se independizaron
de Rusia, por ejemplo, las repúblicas bálticas (Estonia, Lituania) han optado por
digitalizar la administración del Estado y, en ese sentido, se podría pensar que
han sido y son pioneras del “paradigma digital”. ¿Ha habido inacción como
resultado? Al menos, no en el campo de los negocios, donde gracias a estas
medidas se han creado muchas empresas y generado productos de gran éxito.
Incluso cabría pensar que el sistema impositivo estonio (simple y online) deja
tiempo libre para la acción —importante si tenemos en cuenta que, según
Hannah Arendt, es la acción lo que permite que haya novedad en el mundo — .
Segundo, porque el paradigma
digital corta la sociabilidad. Un
modo en que Han intenta probar
esto es mediante el contraste
entre aislar (lo propio, según él,
de los medios digitales) y
congregar (típico de los medios
tradicionales).
En este punto, buscamos juntos
contraejemplos que debilitaran esta
afirmación, por otro lado tan
recurrente en el debate público. Por
ejemplo, pareciera que un periódico
no se puede “compartir” hasta que no lo has leído (sin embargo, que nos guste
leerlo primero o en soledad no significa que no se pueda leer, a la vez, por dos o
más personas). Lo analógico congrega, entonces. ¿Y lo digital? ¿No hay
tecnologías “compartidas”, por decirlo de alguna manera? ¿Serían las wiki un
ejemplo de tecnología digital que permite trabajar juntos en algo, aunque estemos
separados por la distancia? Otro ejemplo, dicho por los alumnos, resultaba aún
más revelador: internet permite que fenómenos minoritarios se conviertan en
masivos, lo que revela que — pese al marketing que sin duda hay muchas veces
detrás — todavía queda en el sujeto actual un anhelo de vinculación y unidad con
otros.
Tercero, el paradigma digital sería perjudicial porque disminuye las
relaciones “reales” — donde hay una historia personal — por los contactos —
que no “narran” sino que se “cuentan”, se suman o añaden — .
Una foto similar circuló como meme en
redes sociales hace algún tiempo, con una
pregunta dirigida al tecnófobo que venía a
decir algo así como: “atrévete a decir que
sólo los dispositivos digitales aíslan”
Si bien, decían ellos, en internet puedes encontrar más gente con intereses
comunes que en el mundo real. O, quizá habría que matizar, puedes encontrar esa
gente con más facilidad y menos esfuerzo físico que en el mundo real.
Cuarto, por la eficiencia y la comodidad de la comunicación digital, que nos
lleva a evitar “cada vez más el contacto directo con las personas reales, es
más, con lo real en general” (p. 42).
Pero incluso aunque esto fuera cierto, se preguntaba una alumna, ¿no sirven
Skype y Twitter para la comunicación? Sí, ciertamente. El tema es qué tipo de
comunicación permiten o propician. Tal como decía otro alumno, tanta relación y
comunicación constantes hacen que pienses que no hay nada de qué hablar
cuando te juntas con tus amigos en el mundo offline. Nuevamente, añado yo, son
nuestras opciones personales (hablar o no hablar, y de qué hablar, en este caso)
las que marcan el tipo de relaciones que tenemos; el uso que hacemos de la
tecnología para comunicarnos hoy en día simplemente hace más cansado
mantener offline el mismo tipo de relaciones que manteníamos antes.
Quinto, para Han el paradigma digital empobrece nuestra inteligencia
porque las pantallas ciegan para percibir las cosas como son, para ver “más
allá” de la pantalla.
Abundan las anécdotas de niños que tocan con el dedo fotos de papel pensando
que van a “pasar” a otra imagen, o de adultos que expresamos con las manos
ideas cuya forma, en realidad, está extraída del interfaz informático. Pero
conviene no olvidar que internet es como el mundo, es más, es una extensión del
mundo: no se puede cortar del todo el vínculo externo.
Sexto, porque nos hace más
dependientes: los teléfonos
inteligentes, dice Han, generan
la coacción de la comunicación y
la coacción de tener que trabajar
en todas partes (p. 59).
Este punto sí que es más
inquietante, pues se trata de una coacción de la que uno no se puede librar solo o
simplemente apagando el teléfono: requiere disciplinar a los demás para que
entiendan que no coger el teléfono o no contestar inmediatamente un e-mail
no son sinónimos de vagancia, desinterés, animadversión o desprecio. Hace falta
mucha paciencia, serenidad y sobriedad para entender esto, sobre todo en un
ambiente de comunicación instantánea y conversación ininterrumpida y sin
fronteras claras.
Séptimo, el paradigma digital sería nocivo porque nos hace más
conformistas.
Si bien, replicaba un alumno, lo digital no puede apagar nuestro inconformismo
ni nuestra imaginación: el propio internet necesitó de imaginación para estar ahí.
Ahora bien, a la vista de los “inventos” del último año, ¿no cabría tomar en serio
a Han — o, también, a Ortega y Heidegger — cuando hablan o evocan la falta de
imaginación del sujeto actual? Pensémoslo: ¿realmente algo de lo que se “inventó”
el año pasado fue novedoso o fueron, más bien, optimizaciones de lo que ya había?
Hasta aquí, por tanto, lo que hice con los alumnos fue recoger su primera y
segunda impresiones. Lo cual, como decía al principio, creo que tiene
mucho sentido hoy en día, en un contexto de cultura emocional que
impone sus códigos sobre la reflexión serena, y que obliga a comprender los
términos en que los seres humanos recibimos afectivamente lo que vemos y
leemos y a saber juzgarlo adecuadamente.
Que el sujeto moderno vea el mundo desde el yo no significa que aquello que
ve esté viciado de origen. La realidad siempre la percibimos de un modo
mediado. El reto educativo, más bien, consiste en hacer que el alumno
distinga que lo que dice y piensa puede surgir de sus emociones, sí — como
la araña que extrae el hilo de sí misma — , pero que esas mismas emociones
son respuesta a algo que está fuera de ellas y que, de hecho, nos informan
de cómo quedamos afectados por algo que no somos nosotros, pero que
podemos conocer y valorar, con limitaciones e imperfecciones, pero
también con verdad.
El seguimiento tutorizado de En el enjambre terminaba con un análisis, una
observación más detenida de algunos fragmentos del libro que, justamente,
tuviera más en cuenta la atención del alumno a lo leído que su impresión
general sobre el libro y su identificación (o no) con la propuesta del autor.
De eso trata la tercera parte de este artículo.
En 1947, Gregorio Marañón pronunció un
discurso sobre Ramón y Cajal en la Real
Academia de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales. Allí alababa el esfuerzo por
describir las cosas que se ven “para que los
demás, sin verlas, las entiendan como si las
estuvieran viendo”, convencido de que “los
hechos, cuando se han visto y se han
descrito exactamente, se incorporan a la
eternidad de lo creado”.