Editor: José Manuel Azuela E.
Primera edición, 2006
Portada: Imagen de la Virgen de los Dolores
Todos los derechos reservados para todos los países
©Esperanza E. De Azuela
I.S.B.N.
D.L.
Impreso en México
Capítulo 1
La Boda
El día 24 de agosto de 1917, se engalanó la bella
Parroquia de la Inmaculada Concepción del alegre pueblo de
Yurécuaro, Michoacán, pues en una misa solemne se llevaba a
cabo la elegante boda de don Ramón R. Espinosa y de la
señorita Juanita Hernández Vívanco. Asistieron muchos
parientes y amigos vestidos de gala.
La iglesia estaba adornada con grandes luces y flores y
al toque de la marcha nupcial, los esposos salían del templo
tomados del brazo, llenos de felicidad pues acababan de unir
sus vidas para siempre. Tras ellos salían los papás de Juanita,
don Ramón Hernández y doña Pomposa Vívanco de
Hernández. Enseguida, venían los padrinos don Ezequiel
Echegoyén y doña Ramoncita Hernández de Echegoyén,
hermana mayor de Juanita y sus otros hermanos, Beatricita
Hernández Vívanco; la famosa “tía Chucha”, alegre y elegante;
María, su hermana más chica, alegre y bullanguera y su
caballeroso y elegante hermano José Hernández Vívanco.
Únicamente don Ramón, el novio, se veía solo, pues
había venido desde la ciudad de León, Guanajuato, a contraer
matrimonio con Juanita, de quien estaba muy enamorado.
Muchos amigos los acompañaban, pues eran muy
queridos.
Don Ramón R. Espinosa, lucía unos 50 años, muy
elegante de bombín y de bastón, con la bonita leontina de su
reloj que llevaba en el chaleco. Era un hombre mucho muy
caballeroso y podía traslucirse su educación refinada.
Juanita, ahora doña Juana H. de Espinosa, era alta,
blanca, muy bella y bondadosa, lucía un hermoso vestido
blanco, tachonado de azahares hechos por ella misma.
Al salir del templo, les aplaudieron y los llenaron de
abrazos y felicitaciones. El banquete se llevó a cabo en una
hermosa granja.
Esa noche, los novios partieron en tren de “luna de
miel” rumbo a Guadalajara. La familia se quedó triste por
Juanita, pues iban a tardar en volverlos a ver, pues al regresar
de su luna de miel ya no volverían a Yurécuaro, seguirían hasta
León, donde sería su residencia.
Don Ramón había enviudado en dos ocasiones, por lo
que su boda con Juanita era su tercer matrimonio; el primero
fue cuando tenía 17 años de edad, con una jovencita de Jalpa de
Cánovas, desgraciadamente, enviudó al año de casado, pues su
esposa murió al dar a luz a su niña, quien después se hizo
religiosa.
Un año más tarde contrajo matrimonio con doña
Herminia de la Torre, aristócrata y guapa mujer de Tepatitlán,
Jalisco. Bonito matrimonio que Dios bendijo con 14 hijos y
fueron muy felices. Luego, en la Revolución de Villa y
Carranza, dispararon un cañonazo a unas personas que pasaban
frente a la casa de don Ramón, éste atravesó la pared y la
balacera que se desató luego hirió a casi toda la familia; a doña
Herminia una bala le traspasó el corazón y cayó muerta.
Nuevamente, don Ramón volvió a quedar viudo con 15 hijos,
14 de doña Herminia y con María, la hija religiosa de su
primera esposa, quien por ese tiempo ya estaba en el convento
de las Madres Adoratrices en Ciudad Juárez, Chihuahua. Como
hermana mayor, sus hermanos la querían y la respetaban y ella
les escribía a todos dándoles consejos.
A los 6 meses de viudo, don Ramón conoce a la bella
Juanita Hernández Vivanco y se enamora de ella. En ese
tiempo Juanita residía en Yurécuaro, Michoacán.
Cuando don Ramón y Juanita regresaron a León de su
luna de miel, en la estación del ferrocarril se encontraban
esperándolos dos de los hijos de don Ramón, Heliodoro y
Augusto Espinosa de la Torre, elegantemente vestidos, muy
educados y caballerosos. Al bajar del tren los recibieron con
afectuosos abrazos, dándoles la bienvenida y muy contentos y
satisfechos de ver tan feliz a su padre con su guapa esposa,
ellos lo amaban tiernamente.
Llegaron a su casa por las calles de Obregón, frente al
Colegio del Estado. Allí los esperaban otros tres hijos de don
Ramón, entre ellos la señorita Conchita, hija mayor de don
Ramón, de su matrimonio con doña Herminia de la Torre; Jesús
y Ramón el más chico, los recibieron muy atentos y amables…
así. Tomaron posesión de su casa; como ésta era muy grande,
les prepararon dentro de la misma un amplio departamento.
Todos los hijos amaban y respetaban a su padre y lo que
deseaban era verlo feliz.
Don Ramón era boticario, tenía su farmacia con la que
sostenía a su familia. Algunos de sus hijos estudiaban y su hijo
Augusto lo ayudaba en la farmacia, que se llamaba “Farmacia
Occidental” y se encontraba ubicada en la esquina de las calles
20 de Enero y Josefa Ortiz de Domínguez.
Y así, empezaron su vida de casados don Ramón R.
Espinosa y doña Juanita H. de espinosa, llenos de amor y
comprensión.
Capítulo II
La santísima Virgen de los Dolores
Al llegar a León, doña Juanita quiso primero ir a la
Catedral para visitar a la Santa Patrona y poner su matrimonio
bajo su protección. Buscó la capilla de la Dolorosa Señora de la
Soledad, que tanto se venera. Cuando estuvo frente a la
dolorosa imagen, se postró ante ella. Llena de fervor y amor le
dio las gracias por haberle permitido casarse con el hombre que
tanto amaba y le pidió que le concediera algún día tener una
imagen de la Santísima Virgen de los Dolores, porque ese había
sido su sueño toda la vida; desde niña soñaba con tener la
imagen dolorosa y ese día le pidió que le ayudara a encontrar a
un escultor que se la pudiera hacer:
- Por favor virgencita ponme a la persona indicada, que pueda
esculpirte bella; bella como yo deseo y ayúdame a ahorrar lo
más que pueda para llevar a cabo ese sueño de mi vida. Yo
vendré a visitarte seguido Madre mía y también iré a cualquier
templo donde se encuentre tu imagen dolorosa.
Y salió de la Catedral llena de felicidad y de paz.
Al siguiente día habló con su esposo y le contó su deseo
de tener en casa a la virgencita. Su esposo la animó y le dijo
que contaba con toda su ayuda para que llevara a cabo su
deseo. Conversaron con varios sacerdotes y gente muy piadosa,
informándose de cualquier santero para mandarla a hacer. Un
sacerdote de la Tercera Orden les comentó que él conocía a una
pareja de santeros escultores que hacían preciosidades, pero
que tenían un gran defecto:
- Trabajaban muy bien y luego los dos se dan al vicio de tomar
y olvidan el trabajo durante meses, pero al volver a trabajar, te
entregan imágenes hermosísimas y lo peor de todo es que son
herejes y no creen en nada, pero si les tienen paciencia, al final
les entregarán algo muy bello.
Inmediatamente, ella y su esposo salieron en busca de
los famosos santeros y se arreglaron con ellos. Los escultores
santeros les dijeron que lo que les iba a costar más caro eran los
ojos, porque se los hacían en Italia y tardaban tres meses en
llegar. Para esto les pidieron que tuvieran listos $90.00 pesos,
que era lo que costaba en esos años “20” y, además, debían
dejarles un adelanto regular. Don Ramón y doña Juanita
aceptaron gustosos.
En seguida, los santeros los pasaron a ver los trabajos
que estaban terminando, eran encantadores y le dieron a Juanita
un catálogo para que escogiera los ojos, y el matrimonio con
fervor eligió unos preciosos.
Salieron felices y los santeros les prometieron que al
siguiente día empezarían a trabajar duro. Juanita y don Ramón
confiaron ciegamente en ellos, pues eran los escultores que
Dios les enviaba.
- La única pena que tengo Ramón, es que son herejes y no
creen en nada.
- Eso que importa – contestó Ramón - ellos son grandes
artistas, pues ya con lo que nos enseñaron sabemos que son
admirables. Confiemos en Dios y nosotros solamente
dediquémonos a ahorrar y que Dios haga lo demás.
Doña Juanita no quería molestar mucho a su esposo,
pues él tenía mucha familia. Ella tenía sus ahorros y también
los usaría.
Don Ramón era un hombre de alta moral cristiana. Al
morir sus padres se quedó huérfano de 12 años con 4 hermanos
menores que él. En ese tiempo vivían en Jalpa de Cánovas y el
señor cura, que era muy altruista, se los llevó a todos a vivir
con él y le enseñó a Ramón a trabajar. También lo educó en
estudios de química y otras cosas más.
Ramón le ayudaba en el templo y llegó a ser el brazo derecho
del señor cura, quien, además, le enseñó medicina. Así fue
creciendo y educándose, hasta que puso su primera farmacia
cerca del templo. Más tarde llegó a ser un gran boticario.
Capítulo III
Doña Juanita, Maestra de Flores
Doña Juanita, visita a don Ramón en la farmacia. Él la
recibe con alegría.
- Ramón, necesito hablar contigo de algo muy importante,
quiero contarte una historia de mi vida. Mira, mi padre, don
Ramón Hernández que en paz descanse, fue un hombre de
dinero, muy trabajador. Tenía su hacienda en Arandas, Jalisco y
era introductor de ganado. En ese tiempo, mi padre no podía
mandarnos a estudiar a Arandas, porque estábamos chicas y mi
madre, doña Pomposita, era su mano derecha. Entonces,
contrató a varios maestros para que fueran a nuestra hacienda a
darnos clases de instrucción primaria y también estudios de
guitarra, de mandolina, de música, de cocina y de flores. De los
estudios que tuve, a mí me encantó hacer flores en todos los
estilos.
Ahora, te pregunto, si no te molestaría que yo diera
clases de flores en institutos y colegios, así podré ahorrar más
para los gastos de la virgencita, pues vamos a necesitar más
dinero y no quiero molestarte tanto. ¿Tú que dices?
Don Ramón, después de contemplarla con amor, muy
fino y amable como siempre, le contestó:
- Mira Juanita, lo que tú desees y quieras hacer yo lo acepto.
Juanita lo abrazó y le dio las gracias. Escribió a
Yurécuaro, a su hermana Chucha, para que viniera a León a
acompañarla a visitar institutos. Vinieron sus dos hermanas,
Chucha y María. ¡Qué gran gusto le dio ver llegar a sus dos
hermanas!
Al día siguiente, empezaron a visitar colegios e
institutos y tuvieron mucho éxito, pues consiguió dar clases en
3 colegios a distintas horas.
Juanita, sólo hablaba de: “cuando ya esté lista mi
Virgen…” Era una alegría de ensueño la que sentía por su
virgen.
Después de una linda temporada que pasaron muy
contentas sus hermanas junto a Juanita, decidieron regresar a su
pueblo. Al partir ellas, doña Juanita empezó a sacar su caja de
herramientas para hacer flores; tenía una gran cantidad de
moldes para las de papel y las de pétalos con telita de cascarón
de huevo, que eran preciosas.
Pronto, los grandes colegios de León, le hicieron un
lugarcito para ella, era muy querida, sobre todo, en el Colegio
de las Madres Guadalupanas y en El Sagrado Corazón, así
como en varios institutos. Ella se sentía realizada y don Ramón
la dejaba ser feliz.
Un día, al ir a visitar a los santeros, sufrió una fuerte
decepción. Por primera vez, después de 8 meses, no encontró a
los santeros, pero, doña Juanita y don Ramón ya estaban
advertidos por el sacerdote, que se los había recomendado.
Juanita sintió una gran tristeza que le invadió el alma.
Don Ramón la notó agobiada y la calmó, pidiéndole que tuviera
paciencia y esperara con calma cristiana.
En ese momento de desencanto, Dios que es tan grande,
le mandó también una gran alegría. El médico le anunció que
sería madre. Estaba ya en el tercer mes de embarazo y le pedía
tranquilidad y muchos cuidados. Don Ramón intensificó sus
cuidados y atenciones con ella, pidiéndole que dejara de pensar
en los santeros y pensara más en su niño, que iba a nacer muy
lindo, como ella.
De todos modos, frecuentemente, buscaban a los
santeros, pero nunca los encontraban y así pasaron casi 4
meses, hasta que un día volvieron a aparecer y ellos pidieron
mil perdones y entre súplicas, disculpas y promesas, volvieron
a empezar a trabajar con ahínco. Mientras tanto, Ramón y
Juanita, con mucha fe volvieron a aceptar y Juanita se sintió
muy tranquila y se dedicó con fervor a esperar la llegada de la
cigüeña, tejiendo y haciendo ropita.
Capítulo IV
Nacimiento de Enrique
Ese día había mucho movimiento en la casa del
matrimonio Espinosa-Hernández, pues se veían a varias
mujeres en la cocina corriendo de un lado para otro, hirviendo
agua, preparando toallas y sábanas. En eso llegó Romanita,
famosa partera, muy querida, bastante competente y
profesional. Todos esperaban con ansiedad el momento de la
llegada del bebé.
Muy pronto se escuchó con alegría el llanto de un recién
nacido, y alguien dijo con una voz fuerte: “varón”. Todos se
abrazaron y felicitaron a don Ramón y a doña Juanita. El recién
nacido, ocuparía en la familia Espinosa el lugar número 16 y en
la familia Espinosa-Hernández el número 1.
El matrimonio fue muy feliz con su primer hijo. Muy
pronto pasaron los 40 días de reposo de doña Juanita, quien
volvió a sus actividades normales.
Capítulo V
Tres años después…
Nacimiento de Esperanza Dolores
En esos días, los escultores tenían casi seis meses sin
aparecer de nuevo. Juanita había sufrido muchísimo, había
transcurrido ya tanto tiempo que creían que los santeros habían
muerto.
En esa pena se encontraban cuando el médico les
anunció que doña Juanita estaba esperando a su segundo hijo,
esto la tranquilizó mucho y se dedicó a atenderse bien para
recibir la llegada de su bebé.
Se ponía a orar con fe pidiéndole a la Santísima Virgen
que aparecieran los santeros, que les remordiera la conciencia y
que los convirtiera. Le pedía también a Dios que su bebé fuera
niña para poderle poner “Dolores” y, ojalá y esa fuera su
voluntad.
Llegó el día del nacimiento, Dios la socorrió con una
niña. Al oír Juanita a doña Romanita, la partera, decir con
alegría ¡es una niña!, se le llenaron los ojos de lágrimas y con
profunda emoción dijo: será Dolores y llevará tu nombre
Virgencita adorada.
Don Ramón tomó en sus brazos a su hija para
contemplarla con todo su amor, pero un poco pensativo y triste.
Su esposa lo observaba y le preguntó:
- Ramón, veo en tus ojos que estás algo preocupado y triste, ¿qué te
pasa?
Y sin esperar una respuesta, impaciente, Juanita se adelantó a
decirle:
- ¿Tú no querías una niña, verdad?, ¿querías un varón?
- No, dijo don Ramón, yo estoy muy feliz de que Dios nos haya
enviado esta bebita, para mi es grandioso pues de los 17 hijos que
tengo, ahora con esta niña, son 3 mujeres y 14 hombres.
- Esta niña es una bendición de Dios - le dijo doña Juanita-
¿entonces, por qué te veo desalentado?
- No, mira no estoy triste, es que yo también tenía la ilusión de otro
nombre, pero eso no importa, yo acepto con gusto el que tú quieras,
Lolita es muy bonito.
Juanita un poco angustiada le dijo:
- Dime Ramón, ¿cuál es el nombre que tu habías escogido?
Él tartamudeando un poco, le respondió:
- Pues mira, yo me puse a pensar que, si algún día llegábamos a
temer una niñita, le pondríamos Esperanza.
Juanita se quedó afligida por no poder darle gusto a su
esposo. Pero él la tranquilizó y le dijo:
- No te preocupes Juanita, que ya tendremos otra hija y le pondremos
Esperanza. Tú duérmete tranquila – la besó y alió de la habitación.
Y… ¡llegó el día del bautizo! Juanita quería confesarse antes
del bautizo y le platicó al sacerdote, amigo de ellos, su problema. Le
dijo que ella no podía echarse para atrás sólo para darle gusto a su
esposo, que la niña tenía que llevar el nombre de la Virgen de los
Dolores, porque así se lo había prometido.
El sacerdote sonrió y le dijo:
- Si tú quieres hija mía, esto tiene solución. En lugar de ponerle
Dolores, a secas, por qué no le pones María Esperanza de los
Dolores. A doña Juanita le encantó el nombre y le dijo que sí, que
aceptaba con gusto. Entonces, el sacerdote le pidió que guardara el
secreto y que, a la hora de ponerle el agua en el bautizo, le darían la
sorpresa a su esposo.
En el templo, el día del bautizo, el sacerdote les pidió que
pasaran a la pila bautismal y al ponerle el agua bendita dijo así:
- María Esperanza de los Dolores, yo te bautizo en el nombre del
padre, del hijo y del espíritu santo.
Don Ramón al oír este nombre, vio que era una bella
sorpresa, un regalo de Dios para él. Volteó a ver a su esposa y ella le
sonrió con amor y le dijo:
- ¡Qué hermoso es que nuestra hija sea Esperanza Dolores!, ¿no te
parece? Y salieron abrazados del templo con su hija, llenos de amor.
Al llegar a su casa, recibieron a los invitados, a los que les
ofrecieron una sabrosa cena de pollo y nieve con “puchas”.
Capítulo VI
De nuevo aparecen los santeros
Un día que doña Juanita se encontraba en el balcón de su
casa, en la calle de Obregón número…, donde vivían, cerca del
templo del Santuario de Guadalupe, observó que estaban llegando a
su casa a tocar dos personas. De pronto se le hicieron desconocidas;
estaban realmente irreconocibles, delgadísimas y pálidas, parecían
momias y, ¡cuál no va siendo su sorpresa al descubrir que eran los
escultores santeros!
Bajó las escaleras corriendo a abrirles la puerta y, ellos, casi
llorando y con mucha humildad le pidieron perdón por lo mal que se
habían portado y le rogaron que les permitiera seguir trabajando en la
imagen de la virgen. Le contaron a doña Juanita que se habían ido a
su pueblo y allá se les había acabado el dinero y no tenían para comer
y mucho menor para el pasaje. Que sufrieron tanto y que entonces
ellos, que eran herejes, le prometieron a la Santísima Virgen, que
estaban esculpiendo, que si los socorría para su pasaje la seguirían
modelando con mucho empeño.
- Y mire, doña Juanita, le vamos a contar nuestro testimonio:
nosotros hemos notado que cuando trabajamos a la Virgen, tenemos
dinero a manos llevas y cuando dejamos de hacerlo, nos viene una
pobreza tan terrible que no tenemos ni para comer y nadie nos da
trabajo, por lo que hoy venimos arrepentidos a pedir perdón.
Doña Juanita enternecida, inmediatamente les dio trabajo y
dinero para que se pusieran a esculpir, pero les advirtió que si se
volvían a emborrachar, se la daría a otros escultores para que la
terminaran.
Después de juramentos y promesas, los santeros salieron
contentos, prometiendo terminarla en poquísimo tiempo.
Así pasaron los días y los meses y ella, ya no dudó de ellos;
llena de fe, esperó con paciencia y, a ellos, se les veía trabajar con
ahínco.
Capítulo VII
¡Por fin entregan terminada a doña Juanita,
la bellísima imagen de la Santísima
Virgen de los Dolores!
Ese hermoso día de los primeros años 20’s, por fin se
presentaron los santeros llenos de júbilo y muy orgullosos con la
bellísima imagen ya terminada.
Era imponente, los ojos traídos de Italia se veían
encantadores y tristes, su hermosa cara blanca de porcelana, su pelo
negro, muy sedoso.
Ese día era encantador, la casa del matrimonio Espinosa-
Hernández se llenó de fiesta y alegría; doña Juanita, al verla, se
impactó llena de amor y felicidad; se extasiaba en contemplarla…no
lo podía creer, sintió que era el día más feliz de su vida, su esposo la
veía con amor.
Emocionados, se hincaron con devoción para dar gracias a
Dios por haber permitido, que, por fin, estos grandes artistas
terminaran la escultura. Antes de irse, los santeros contaron a todas
las personas que se encontraban ahí, con profunda devoción, su
testimonio final: dijeron que ellos ya no eran herejes, que la
Santísima Virgen los había tocado profundamente y que la amaban
con mucho amor y le daban las gracias por haberles abierto los ojos
para conocer a Dios. Todos los presentes les dieron un fuerte aplauso
y los abrazaron felicitándolos.
Acudieron a ver la imagen sacerdotes, amigos y parientes,
pero todavía no podían hacerle mucha reverencia, mientras no fuera
bendecida por la iglesia.
Para este propósito, doña Juanita tuvo que ponerse a trabajar
mucho. Empezó a hacerle vestidos, a bordarle mantos y a hacerle
flores, tocas y pañuelos. A doña Juanita le urgía que ya estuviera
bendita para el VIERNES DE DOLORES próximo. Todavía faltaban
como ocho meses y necesitaba todo ese tiempo para terminar su
vestuario y hacerle un altar digno de ella.
Inmediatamente, se pusieron todas a trabajar, la señorita
Conchita, hija de don Ramón, empezó a coser en su máquina vestidos
y refajos y a bordar sus mantos.
Doña Juanita, su hermana Chucha y su prima, doña
Carmelita Hernández, empezaron a elaborar bonitas flores de papel:
amapolas, azucenas, alcatraces, rosas y muchas variedades más.
Manuelita, Cuca y Cristinita, sembraban macetitas de maíz y lentejas
y, al mismo tiempo, las pintaban dejándolas muy bellas.
Por fin se fijó la fecha para la bendición de la imagen.
Después de tres meses, el vestuario bordado estuvo terminado, así
como una gran cantidad de flores.
¡Llegó el día de la solemne bendición! Esta ceremonia se
realizaría a las 7 de la tarde, allá en su casa de la calle de Obregón. El
padre Capellán de la Tercera Orden, vendría a bendecirla, ya que
Don Ramón era franciscano y el padre de ese templo era su amigo.
Ese bello día, desde temprana hora, todo el mundo se veía en
movimiento y muy entusiasmado poniendo el altar; todos querían
ayudar y pronto quedó listo.
La virgen lucía muy hermosa. Con sus ojos, tristes y su
pañuelo en la mano como si fuera a llorar. Tachonada de flores:
amapolas, claveles y gardenias y con sus 7 velas significando sus 7
dolores, en candelabros con adornos morados. Había infinidad de
veladoras parecían un jardín, se veía que todo estaba hecho con
mucho amor.
Desde temprana hora, empezaron a llegar vecinos, parientes
y amigos y eran más de diez personas las madrinas, que entregaban, a
doña Juanita, hermosos regalos para la Santísima Virgen: mantillas y
española, vestidos, refajos, mantos bordados, tocas, pañuelos y
collares. También llevaron bonitos ramos de flores.
A las 7 en punto de la tarde, llegó el sacerdote y empezó la
solemne bendición. Después se rezó el rosario cantado con su bonita
letanía y, enseguida, el padre dijo hermosas palabras sobre la pasión
de Cristo y sobre el sufrimiento de la Virgen de la Cruz.
Enseguida, hubo un pequeño convivio donde se sirvieron
nieve y pastas. El sacerdote se despidió dando bendiciones. Muchas
personas se quedaron orando todavía con sus velas encendidas. No
habían pasado 10 minutos de la partida del sacerdote, cuando entre
las personas que seguían rezando, se levantó una señora con su vela
prendida y se acercó a la imagen para besarle los pies y pedirle
alguna gracia; al besárselos, no se fijó que, por el otro lado, acercaba
la vela al manto y al tocar la ropa, inmediatamente empezó a
incendiarse.
Se oyeron gritos de espanto, de dolor y de angustia. Todos
corrían a traer agua para apagarle el fuego y no se logró nada. Toda
la Virgen se quemó, pero, ¡oh milagro!, a la cara con sus ojos
italianos, no le pasó nada, a pesar de tantas llamas. Se oyeron llantos
y gritos de dolor, ¡fue una terrible desgracia! Doña Juanita pegó un
grito profundo y se desmayó. Don Ramón trató de volverla en sí y
consolarla. Otras mujeres corrieron a avisarle al sacerdote, que
apenas había caminado dos cuadras y regresó angustiado.
Al entrar, contempló un momento a la Virgen y luego, con
cristiana calma, volteo, se quedó viendo a todos y les dijo con
serenidad:
- En primer lugar, calmémonos todos; contemplemos y
reflexionemos por qué causa pasó esta tragedia. Aquí no se trata
solamente de que se quemó la Virgen; aquí hay que reflexionar por
qué se quemó y usted señora – se dirigió a la señora que no paraba de
llorar, a la que se sentía culpable de que hubiera pasado esa
desgracia-:
- Usted no tuvo ninguna culpa señora. Ya no llore, no sufra. Esto fue
algo que no le pareció a la Santísima Virgen. Es por lo que los invito
a reflexionar a todos. Hagamos un minuto de silencio y todos
pensemos ¿qué pasó?
Después de un minuto de silencio, en el que todas las
personas con los ojos cerrados pensaban ¿qué pasó?, ¿Por qué?, el
sacerdote, siempre con serenidad, volvió a tomar la palabra:
- Queridos hermanos: ¿no sería que por tanto amor de todos, hubo
exagerado lujo?, ¿demasiadas madrinas, bastantes mantillas
españolas, bastantes vestidos, etc…, etc…? ¿No les parece, hijos que
esto ha sido?, pues recordemos que la Santísima Virgen, en vida fue
muy sencilla. Ella, por si ustedes no recuerdan, fue hija de un santo
muy rico: el señor San Joaquín y Santa Ana fue su madre. Ellos la
criaron en el templo, entre sedas y tenía lo que quería pues era hija
única. Pero al casarse, - el matrimonio iba a ser en el Palacio de
Zacarías e Isabel – y después de que acudieron más de 20
pretendientes, entre ellos un príncipe, María escogió al más pobre, al
más puro y sencillo que es el señor San José. El día que se casó era
huérfana, estaba a cargo de su prima Isabel y para no humillar a San
José, no volvió a tocar sus heredades, sus riquezas; guardó sus
hermosos vestidos de seda y se puso vestidos toscos y humildes y
mantos baratos, para estar a la altura de su grandísimo esposo, el
señor San José.
Ella nos pide en esta desgracia, que seamos humildes y sencillos y,
esta desventura que nosotros vemos como tragedia, no es así, es una
lección que ella quiere darnos para que seamos sencillos y humildes.
Según veo, el arreglo de esta imagen es laboriosa, pero sencilla, en
manos de esos grandes escultores que la crearon, ya que a su hermosa
cara no le pasó nada. Ellos sabrán como dejarla igual o mejor.
¡Tengamos fe, mucha fe!, si queremos volverla a ver como estaba.
Don Ramón se puso de pie y dijo:
- Si, yo estoy de acuerdo con el sacerdote, que lo que sucedió fue por
el lujo y la exageración de todo. De hoy en adelante le prometemos a
la Virgencita ser sencillos; vestirla bien, a su altura, pero sin
exagerados lujos. Así es que todos tranquilos, yo acompaño al padre
y después de dejarlo, oré de nuevo por los santeros, tengamos fe en
Dios.
Besó a su esposa pidiéndole calma y salió con el sacerdote.
Todos se quedaron tranquilos con las palabras del sacerdote y, doña
Juanita, se levantó con fuerza y mucha fe, y junto con su familia,
empezó a limpiar y a poner todo en su lugar.
No hubo ni un comentario más. Doña Juanita abrazó y besó
con cariño a la persona que había acercado involuntariamente la vela
a la virgen.
Capítulo VIII
Viernes de Dolores
Pasaron 120 largos días cuando, ¡oh sorpresa!, se presentaron
de nuevo los santeros, trayendo a la Santísima Virgen más bella que
nunca.
No cabe duda que estos grandes artistas, desde que se
convirtieron, Dios los lleva de la mano.
Para doña Juanita, para don Ramón y para todos, fue una
bellísima sorpresa. La casa se llenó de fiesta, los santeros se sentían
felices y orgullosos; se les veía el rostro lleno de satisfacción. Todos
los felicitaron por tan perfecto trabajo.
Después de acompañar un buen rato a la familia y convivir
con ellos, despidieron muy contentos por tantas felicitaciones y
aplausos. Se avisó a los sacerdotes, a los amigos y parientes; en
cuanto todos se enteraron, la vinieron a ver y se pusieron muy
contentos y todos se felicitaron.
Al día siguiente, todo el mundo se puso en movimiento; don
Ramón y doña Juanita se dedicaron a diseñar el altar de Dolores.
Mientras tanto, las hermanas de Juanita y la señorita
Conchita, empezaron a trabajar haciendo los vestidos de la Santísima
Virgen: refajos, mantos y todo lo que se necesitaba. La vistieron de
azul y blanco con su manto, su toca y su pañuelo. Rápidamente la
dejaron lindísima. El matrimonio escogió un lugar de honor para
ponerla, que fue en una esquina de la sala principal, ahí estaría
siempre. Doña Juanita le prendió el primer milagro en su ropa,
porque los santeros la volvieron a dejar más hermosa que nunca.
Se rezó un Rosario solemne para darle la bienvenida y
empezaron a trabajar con el diseño que el matrimonio había hecho,
para celebrar la Semana de Dolores.
Este diseño consistía en un Calvario con una Cruz como de 2
metros y la sábana Santa colgaba doblada. La Santísima Virgen
estaría al pie de la Cruz viendo hacia arriba. Otras personas pintaron
peñas en papel estraza, con colores verde, café, rojo y amarillo. Don
Ramón empezó a armar la cruz de tejamanil, que forró con papel
crepé café y doña Juanita, como siempre, con sus hermanas hicieron
amapolas, alcatraces y gardenias.
Cuca y Cristinita, hermanas de don Ramón, prepararon las
macetitas de maíz para el Altar de Dolores. Así pasaron los días y los
meses y ellas seguían preparando todo. Llegó la cuaresma y los
preparativos seguían adelante.
¡Por fin llegó la Semana de Dolores! El jueves empezaron a
poner mesas en el comedor, que era muy grande. Colocaron cajones
encima de las mesas y los cubrieron con sabanas. Acomodaron un
bote con arena para meter la Cruz y la pusieron en medio del Altar y,
a la Santísima Virgen, la acomodaron al pie de la Cruz.
Empezaron a prender con alfileres las peñas, acomodándolas
de tal forma que semejaran piedras o rocas encendidas. Fue un
trabajo muy elaborado y el Calvario quedó como se esperaba: las
peñas acomodadas, las macetitas de maíz con lenteja y los
candelabros entreverados con las flores y las peñas, todo el piso lucía
macetones y yerbas olorosas.
El calvario quedó muy hermoso. Se incluyeron las siete velas
y muchas veladoras, además, se acomodaron sillas alrededor para las
personas que vinieran a visitarla, porque en León, en Guanajuato, en
Guadalajara y en muchas partes, se acostumbraba orar por la noche y
visitar los altares. Los anfitriones obsequiaban nieve y aguas frescas.
En cada casa, donde las familias seguían esta tradición,
acostumbraban hacer siete ollas o cántaros grandes de agua fresca de
chía y de cebada.
En estos tiempos ya no es igual como en los años 20, pero
todavía se acostumbra.
Con muchas alabanzas y rezos, la Santísima Virgen pasó en
esta casa su primer viernes de Dolores. Doña Juanita, don Ramón y
toda la familia, dieron las gracias a Dios porque por fin, después de
sufrir tantos años deseando tenerla con ellos, tendrían a su virgencita
acompañándolos siempre en su casa toda su vida. Doña Juanita se
sentía realizada y feliz.
Capítulo IX
Muchos años después
Y pasaron los días, los meses y los años… muchos años. El
matrimonio Espinosa-Hernández fue feliz por mucho tiempo, era un
matrimonio ejemplar. Llevaban una vida de paz, sana y muy blanca,
al igual que sus hijos.
Salían los domingos de paseo. En ese tiempo, se
acostumbraba pasear dando un circuito en el tranvía. El paseo era de
la calle primera de Pino Suárez hasta la estación del ferrocarril, que
era donde estaba la vía porque otras calles aun no las tenían. Los
domingos, todo el mundo se sentía feliz de abordar y llegar a la
estación, donde la gente acostumbraba a pasearse por el andén, sobre
todo la juventud, como si fuera serenata.
Vendían muchas lechugas y las personas las compraban en
abundancia y las saboreaban muy placenteramente, por eso a los de
León nos dicen los “panzas verdes”.
Al anochecer, se acostumbraba comprar la “fruta de horno”,
que eran unos pastelitos muy sabrosos. Sin que los niños dejaran de
saborear los algodones azucarados y, al compás de la música que
solían tocar, se hacía ese alegre paseo los domingos.
En semana Santa, también se acostumbraba lo mismo, así
como estrenar vestidos y ropa bonita para visitar, el jueves santo, los
siete altares y el viernes santo, las tres caídas vivientes en el templo
de la Soledad y en el Calvario y en el alegre sábado de Gloria, en
todas las esquinas se colgaban grandes Judas para quemarlos después
de la Misa de Resurrección, que se celebraba a las 9 de la mañana, en
todos los templos.
Otro paseo era ir al parque Hidalgo, que tiene hermosas
fuentes y estaba lleno de flores, también con su romántica serenata
desde las 6 de la tarde y, a esa misma hora, en la calzada de los
Héroes, que en ese entonces era bellísima con sus altos árboles llenos
de pájaros, se escuchaban lindas serenatas.
En el Coecillo, se visitaban sus Oficios en el templo de San
Francisco, Su bello jardín lleno de música y fiesta y por la noche, los
buñuelos, el atole, los tamales y el pozole y también en San Juan del
Coecillo, se seguían las mismas tradiciones.
Otro barrio que se visitaba, era el Barrio Arriba, para
saborear las exquisitas y tradicionales nieves y San Miguel, con su
hermoso templo de los Tres Arcángeles, donde se veneran a San
Miguel, San Rafael y San Gabriel; su gente alegre y bullanguera con
sus animadas serenatas y la quema de sus castillos llenos de colorido.
El jardín principal de León, era el punto de reunión después
de visitar altares y donde las bellas mujeres de la ciudad, lucían sus
hermosos vestidos y bonitas mantillas y rebozos estampados. En su
kiosco, la banda municipal tocaba música de 6 a 10 de la noche, tanto
los domingos como los jueves. Su palacio Municipal iluminado y sus
bellos arbolitos repletos de foquitos que parecían estrellas.
Cuando todavía no había zona peatonal, los coches hacían
sus combates de flores, que eran una lluvia de gardenias, de coche a
coche fuera del jardín y dentro del jardín; el combate de flores lo
hacían muchachos y muchachas intercambiando gardenias y confeti.
¡Qué serenatas! ¡Que hermosos tiempos aquellos de los años 20, 30 y
40! Ahora… ya no queda nada de esa tradición, en que los jóvenes,
tanto hombres como mujeres, muy blancos de alma y muy sanos en
ese tiempo, gozaban la vida sin drogas, sin bebida. Ahora ya la vida
cambió. Aquella vida, a las nuevas generaciones se les hace aburrida
y el tiempo sigue su curso pasando lentamente.
Capítulo X
Grandes historias, tristes y alegres
de toda una época
Y así corrieron lentamente los años treinta y empezaban los
cuarentas, que abarcaron toda una época.
Ahora, ya la familia es muy poca, faltan muchos de sus seres
queridos, unos murieron, otros se fueron. Don Ramón murió, más
tarde sus hermanas Cuca y Cristianita, cada una en su tiempo y un
año más tarde, también voló al cielo Víctor Manuel, el sufrimiento de
doña Juanita era profundo, su amado hijo Víctor Manuel, tan joven,
tenía 17 años y era seminarista, ¡que dolor!, ¡que terrible y triste
dolor para todos, para todos!...
Y llega el año 41, Esperanza Dolores contrae matrimonio con
un joven culto, varonil y trabajador, de Lagos de Moreno, quien era
telegrafista de los Ferrocarriles Nacionales de México. Se sentía
emocionada, vivía bien y casada; su esposo era muy atento y bueno
con ella.
Por su parte, doña Juanita se sentía vacía y muy triste, sus
hermanos en la ciudad de México quisieron llevársela de León una
temporada, para pasearla por varios lugares y llevarla a visitar a toda
su familia y así olvidara tanto dolor.
Aunque ya nada era igual en la familia Espinosa-Hernández,
a doña Juanita todavía la acompañaba su querido hijo Francisco, de
16 años, a quien adoraba y con quien viviría mucho tiempo.
Francisco amaba a su madre y la atendía y le velaba el pensamiento,
en ella se veía.
Doña Juanita aceptó la invitación de Chucha y Beatricita, sus
queridas hermanas, mayores que ella. Un día anunció su salida a
México pero, antes de partir, llamó a sus hijos Esperanza Dolores y
Francisco para decirles que el día que ella faltara, los nombraba
herederos de la Santísima Virgen de los Dolores, para que ellos dos
nunca la abandonaran, que en sus manos la ponía. Ellos juraron
cuidarla y le agradecieron, prometiéndole honrar cada año a la
Virgen a la que no le faltarían las flores, las velas y todo su amor. Así
siguieron haciéndole cada año su fiesta el Viernes de Dolores,
poniéndole su altar, sus flores y sus velas.
Capítulo XI
Y partió doña Juanita
a la ciudad de México
El tren partió con doña Juanita y con su hijo Francisco.
Esperanza Dolores se quedó muy triste, pero tranquila,
viendo que el objeto de este viaje era que doña Juanita descansara de
tanto sufrimiento y cambiara de la tristeza a la alegría. Sus hermanas
la esperaban entusiasmadas y deseosas de distraerla y pasearla.
También visitarían Yurécuaro, allí se encontraba doña
Ramoncita Hernández de Echegoyén, casada con don Ezequiel
Echegoyén, ella era la mayor de las hermanas, por lo que las
orientaba, las consolaba y ellas, la obedecían y la amaban
entrañablemente. Después viajarían a Guadalajara para visitar a otros
familiares.
Mientras tanto, la señorita Conchita, media hermana de
Esperanza Dolores, le prestó un departamento dentro de la casa
paterna, para que allí vivieran ella y su esposo y estuvieran al
pendiente de la Santísima Virgen y de la señorita Conchita.
Conchita y Esperanza siguieron poniendo el altar los viernes
de Dolores. En una ocasión, su hermano Francisco llegó de la ciudad
de México a León para visitarlas y estar con la virgencita y así,
acompañar a sus hermanas en este gran día de Dolores.
Capítulo XII
Y la vida siguió
con sus espacios y sus tiempos
Un día, la señorita Conchita también faltó, a la edad de
setenta años. Esperanza Dolores tuvo una gran pena, pues ella fue
como su segunda madre; la apoyaba en su matrimonio, le enseñó a
dirigir la casa y a cocinar. También la dirigió moralmente en su vida
y la ayudaba en todo, era su brazo derecho.
Esperanza vivía con su esposo y dos niñas que Dios le había
dado, Lupe Licha y Estela y visitaba a su madre en México cada dos
meses.
Así pasó el tiempo y la familia empezó a crecer y a aumentar,
no obstante, ella nunca dejó de cumplir con su amada Virgencita,
llenándola diariamente de flores.
Pero, llegó el día en que Esperanza Dolores y su esposo
tuvieron que salir de León, pues la Empresa de Ferrocarriles
Nacionales de México, lo mandó como jefe de Estación a hacer una
serie de interinatos en muchos lugares, que iban a durar mucho
tiempo, hasta que le dieran una estación de planta; para este
propósito, él había solicitado la Estación de León, pensando en su
familia, en su esposa y en la devoción de ella por su Santísima
Virgen. Algún día, Dios tendría que darle de planta, la Estación de
León.
Esta salida fue un gran problema para Esperanza Dolores.
¿Qué hacía con la Santísima Virgen mientras ella regresaba del viaje?
Dios la iluminó y decidió dejarla en el convento de las
Madres Capuchinas, que se encontraba en la calle de Donato Guerra,
donde Lupe Orozco, una íntima amiga de ella, que era como su
hermana, había ingresado con el nombre de Sor María del Espíritu
Santo.
Cuando Sor María del Espíritu Santo habló con las madres,
ellas aceptaron de inmediato llenas de gusto, y dijeron que la
recibirían en depósito por el tiempo que fuera necesario. Así, la
Virgencita de los Dolores fue trasladada al convento de las
Capuchinas; todas las monjas reunidas llenas de alegría, la recibieron
con los brazos abiertos.
Desde que Esperanza Dolores era niña, la Virgencita de los
Dolores habitó en la sala de su casa, por lo que sentía una gran pena
de tener que dejarla, además de que su madre, doña Juanita, se la
había encargado pero, así tenía que ser, pues cuando Dios ordena una
cosa, así tiene que ser. La Santísima Virgen de los Dolores se volvía
peregrina.
Esperanza Dolores procuraba ir al convento cada vez que
llegaba su hermano Francisco de México, quien venía muy seguido,
por lo que le hacían muchas visitas durante el año y eso sí, nunca
fallaron los viernes de Dolores.
Las madres Capuchinas la amaban entrañablemente, la tenían
vestida siempre elegantemente, con terciopelos, rasos finos, mantillas
y adornaban su altar con flores e inciensos. Así permaneció la Virgen
de los Dolores durante varios años.
Capítulo XIII
La Virgen Peregrina
La vida siguió su curso. Un viernes de Dolores en que
Esperanza Dolores y su hermano Francisco llegaron al convento de
las Capuchinas, tuvieron una triste noticia: la Santísima Virgen de los
Dolores no se encontraba. Esperanza y Francisco se pusieron serios y
las madres con gran pena, les dijeron que habían tenido de visita al
Reverendo Padre Fidencio Tecanhuehuec Cadmy, de Cholula Puebla,
quien les dijo que el Sr. Obispo de Irapuato lo mandaba a terminar el
templo de la Divina Providencia, en la ciudad de Irapuato, y cuando
vio a la Santísima Virgen de los Dolores, le encantó y dijo que se la
llevaba para peregrina al templo que estaba en construcción en esa
ciudad, para ponerla al lado izquierdo del altar, y así, la limosna que
les dieran sirviera para terminar la construcción del templo.
A las madres les dio pena decirle a él que no y accedieron;
pero por otro lado, estaban afligidas y temerosas de que los hermanos
Espinosa se disgustaran pero, tanto Esperanza Dolores como
Francisco, fueron comprensivos y aceptaron la voluntad de Dios y se
fueron a Irapuato para visitar al padre Fidencio Tecanhuehuec.
El sacerdote muy sincero y simpático, salió a recibirlos y les
habló al corazón, pidiéndoles que no se opusieran para que él pudiera
terminar el templo de la Divina Providencia; ellos con gusto
aceptaron. Comprendieron que no era el sacerdote, sino la Santísima
Virgen de los Dolores la que quería estar en el templo de la Divina
Providencia de Irapuato.
Desde ese día, se dedicaron a visitarla todos los viernes de
Dolores y a llevarle flores y veladoras. La señora Pachita Aguilar de
Espinosa, esposa de Francisco, se dedicó a coserle y enviarle desde la
ciudad de México, su guardarropa cada año, que incluía vestidos,
mantos, tocas y ropa interior.
Capítulo XIV
El templo de la Divina Providencia
terminado
El padre Don Fidencio Tecanhuehuec, terminó gustoso su
gran templo, con la limosna que le concedió la Santísima Virgen por
medio de las personas que cooperaron. El templo de la Divina
Providencia quedó bellísimo, muy grande de tres naves y lucen
imponentes su gran congregatorio y sus confesionarios.
Desde entonces y con la ayuda de varios vecinos encargados
de vestirla, cada año la Santísima Virgen de los Dolores sale a la
ciudad en la Procesión del Silencio.
El entonces joven Socorro Ramírez quien volvió con el padre
Fidencio Tecanhuehuec desde la edad de 10 años y aprendió del
padre a amar a la Santísima Virgen, y le ayudó a hacerle sus
festividades y a atenderla bien cada año, hoy que ya es un hombre
casado y con hijos, sigue representando a Esperanza y a Francisco, ya
que ella radica en León, Guanajuato y él, en la ciudad de México
(q.e.p.d.).
El padre Fidencio Tecanhuehuec falleció el 24 de Mayo de
1974 y luego, lo sucedió el Reverendo Padre Alfonso Guzmán Lara,
que es hoy capellán del Templo de la Divina Providencia de Irapuato.
Capítulo XV
Legado
Esperanza Dolores y Francisco Espinosa Hernández, son los
dueños legítimos de la Santísima Virgen de los Dolores, quienes la
heredaron de su madre, doña Juanita Hernández viuda de Espinosa,
primera dueña de la Santísima Virgen de los Dolores, quien la mandó
esculpir con grandes escultores.
A partir del presente año 2005, Esperanza Dolores, dona al
templo de la Divina Providencia a su Santísima Virgen de los
Dolores, ya que su hermano Francisco falleció y él también hubiera
hecho lo mismo, porque la Santísima Virgen de los Dolores fue quien
escogió este templo para vivir en él, y pide a la bondadosa
Hermandad del Señor, muy moral, de alto criterio y de grandes
personas piadosas, que ayuden al sacerdote y a Socorro Ramírez, a
amar a la Virgencita y a atenderla en todo lo necesario.
Actualmente, Esperanza Dolores y su hijo José Manuel,
quien siempre la ha apoyado y acompañado a Irapuato los Viernes de
Dolores, así como dos de las hijas de su hermano Francisco, Dulce
María y Georgina, continúan venerando a la Virgencita los viernes de
Dolores, con una ceremonia eclesiástica, flores y veladoras.
Esperanza Dolores, con su descendencia y la de su hermano
Francisco, desde León y desde la ciudad de México, están y estarán
al pendiente de la Virgen y no dejarán de asistir los Viernes de
Dolores para llevarle flores y veladoras.
La Santísima Virgen de los Dolores, estará en el templo de la
Divina Providencia, en la calle Degollado 660 de la ciudad de
Irapuato, Guanajuato, hasta que Dios lo disponga.
Fin.
Reseña Histórica
I.Nota histórica sobre la “Dolorosa”
Esta investigación fue proporcionada por el instituto religioso
diocesano ”siervas de los corazones traspasados de Jesús y María de
Miami Flo.
Muy recientemente todavía el editor de la Bibliografía mariana, G.
Besutti, señalaba: “La historia de la piedad cristiana con la virgen
María, que paree con su hijo al pie de la cruz, no ha sido escrita aún
por completo de forma que comprenda no sólo al oriente, sino a todas
las regiones de occidente. Hay muchos aspectos, incluso importantes,
que están más o menos diseminados por todas partes y que, si no se
han ignorado, al menos no han sido valorados debidamente”. Y en
este contexto refiere cómo en Herford (Paderborn) se fundó en 1011
un oratorio dedicado a “S. Mariae ad Crucem”. Esta cita revela cierto
interés, en cuanto que de alguna manera confirma las observaciones
de Wilmart: hay que poner antes del S. XII el nacimiento de esa
corriente piadosa que se inspira en la meditación compasión de María
al pie de la cruz. Sin embargo, todavía queda por precisar los tiempos
y los lugares en que maduraron las reflexiones de los primeros padres
de oriente y de occidente, las intuiciones poéticas y homiléticas, en
concreto bizantina (por ej., Romanos Melodas, que fueron poniendo
progresivamente en relación la espada profetizada de Simeón con la
compasión de la Virgen y su participación en la pasión redentora del
Hijo.
A lo largo del S. XIII se elabora la devoción a la Dolorosa,
precisándose a comienzos del s. XIV como devoción a los siete
dolores. Pero “el primer documento cierto sobre la aparición de la
fiesta litúrgica del dolor de María proviene de una iglesia local”; en
efecto, el 22 de abril de 1423 un decreto del concilio provincial de
Colonia introducía en aquella región la fiesta de la Dolorosa en
reparación por los sacrílegos ultrajes que los husitas habían cometido
contra las imágenes del crucificado y de la Virgen al pie de la cruz.
La fiesta llevaba por título “Commemmoratio angustiae et doloribus
Betae Mariae Virginis”, según el tenor del decretoconciliar, que
decía: “… Ordenamos y establecemos que la conmemoración de la
angustia y del dolor de la bienaventurada Virgen María se celebre
todos los años el viernes después de la domínica Jubilate (tercer
domingo después de pascua), a no ser que ese día se celebre otra
fiesta, en cuyo caso se transferirá al viernes próximo siguiente”.
En 1482 Sixto IV compuso e hizo insertar en el Misal romano, con el
título de Nuestra Señora de la Piedad, una misa centrada en el
acontecimiento salvífico de María al pie de la cruz. Posteriormente
esa fiesta se difundió por occidente con diversas denominaciones y
fechas distintas. Además de la denominación establecida por el
concilio de Colonia y la que se fijaba en la misa de Sixto IV, era
llamada también: “De transfixione seu martyrio cordis Beatae
Mariae”, “De compassione Beatae Mariae Virginis”, “De
lamentatione Mariae”, “De planctu Beatae Mariae”, “De spasmo
atque dolorigus Mariae”, “De septem doloribus Beatae Mariae
Virginis”, etc.
Mientras tanto, el 9 de junio de 1668 se les concedían a los Siervos
de María la facultad de celebrar el tercer domingo de septiembre la
“Misa de septem doloribus B.M.V.” con un formulario que se deduce
que es muy parecido al de 1482.
Esata misma es la que, con algunas ligeras modificaciones, se recoge
en el Misal de Pío V el viernes de la pasión. En realidad, la fiesta del
viernes de pasión, concedida el 18 de agosto de 1714 a la Orden de
los Siervos, se extendió, por petición de la misma orden, a toda la
iglesia latina bajo el pontificado de Benedicto XIII (22 de abril de
1727). Además, Pío VII, el 18 de septiembre de 1814 extendió al
tercer domingo de septiembre la fiesta de los Siete dolores con los
formularos para el oficio divino y para la misa que ya estaban en uso
entre los Siervos de María. Finalmente, con la reforma de Pío X, ante
el deseo de realzar el valor de los domingos, esta fiesta quedó fijada
el 15 de septiembre, fecha que estaba ya en uso en el rito ambrosiano,
que por no tener la octava de la Natividad de la Virgen, celebró ese
día los dolores de María.
La fiesta del viernes de pasión quedó reducida por la reforma de las
rúbricas de 1960 a una simple conmemoración.
El nuevo calendario promulgado en 1969 suprimió la
conmemoración del tiempo de pasión y redujo a la categoría de
“memoria” la fiesta de los siete Dolores que siempre bajo el nuevo
título de “Nuestra Señora la Virgen de los Dolores”.
II.El dolor de la Virgen en la infancia y en la pasión de su Hijo:
El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la
pasión y muerte de su Hijo es probablemente acontecimiento
evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la
religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Vía
crucis, Vía Matris…). Y, en proporción con los demás misterios,
también en la liturgia cristiana de oriente y de occidente. Es curioso
cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente unidas en
la liturgia de rito romano en el Stábat Mater, atribuido a Jacopone de
Todi, secuencia nacida en un contexto de intensa religiosidad
popular, utilizada de forma facultativa, presente en la liturgia de las
horas y en la liturgia de la palabra de la misa del 15 de septiembre de
la Virgen de los Dolores. Esta singularidad revela que las tres áreas
de piedad que hemos señalado, dejando aparte ciertas intemperancias
ocasionales, reflejan agudamente lo esencial del misterio evangélico.
Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la cruz
su primera y última significación, fue captado por la piedad mariana
también en otros acontecimientos de la vida
de su Hijo en los que la madre participó
personalmente. En general, se sueñe
considerar el dolor de la Virgen en la
infancia de Jesús y no sólo en su pasión. La
meditación cristiana captó y en cierto modo
fue codificando progresivamente a lo largo
de los siglos siete sucesos dolorosos, siete
episodios bíblicos en los que está
atestiguada expresamente o intuida por la
tradición la participación de María.
Se recuerda la subida al templo de José y
de María para presentar allí a Jesús a los
cuarenta días de su nacimiento con la
relativa profecía del anciano Simeón: “Una espada atravesará tu
alma” (Lc. 2, 34-35). Espada que es, “según parece, la progresiva
revelación que Dios le hace de la suerte de su Hijo”; espada que
penetrando en María le hará sufrir; espada símbolo del camino
doloroso de la Virgen, que en la tradición posterior será sumida como
signo plástico de los dolores sufridos por la madre del redentor y
representada luego en número de siete puñales clavados en el corazón
de la Virgen. El camino de fe de la Virgen se vio muy pronto
marcado por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con Jesús y
José (Mt. 2, 13-14). Y una vez más, durante la infancia de Jesús, el
suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda ansiosa y dolorida de
María y de José (Lc 2, 43ss), que se concluirá con el hallazgo del
Hijo en el templo, nuevo motivo de meditación y de interpretación
sobre la voluntad de Dios en el corazón de la madre. La
contemplación de la tradición ha querido descubrir en la subida de
Jesús con la cruz al calvario la experiencia síntesis del camino de fe
de la madre, y aunque os evangelios no mencionan nada de eso, la
piedad tradicional ve también la presencia de María en el encuentro
de Cristo con las mujeres (Lc 23, 26-27). Como ya se ha dicho, es en
el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado
primero y último de la Dolorosa: “Estaban en pie junto a la cruz de
Jesús su madre, María de Cleofas, hermana de su madre, y María
Magdalena, Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él
amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al
discípulo: He ahí a tu madre” (Jn. 19. 25-27a). Y una vez más la
devoción de los fieles quiso prolongar la participación amorosa de la
madre en la muerte redentora del Hijo recordando, como en un
díptico, la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de la cruz
(Mc 15. 42), acontecimiento objeto de atención particular por parte
de pintores y escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime
de su Hijo (Jn 19, 40-42a).
III.Situación actual en la doctrina y en la liturgia.
1.La-Doctrina:
La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de
María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar
en otros siglos que los veneraron por separado en la sensibilidad
teológica de nuestros días y también, al parecer, en la piedad de los
fieles, no se percibe como una división puntual de comportamientos
estancos, sino que, incluso en la especificación de los diversos
episodios, los dolores se relacionan armónicamente con el camino de
un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en comunión total con
el hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre. Tenemos
una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del
Vat II: “También la Virgen bienaventurada avanzo en esta
peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el hijo
hasta la cruz, ante la cual resistió en pie (Jn 19,25), no sin cierto
designio asociándose a su sacrificio con ánimo maternal,
consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella
había engendrado” (LG 58). En realidad es la comunión profunda,
que en cierto modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo,
comunión ligada no solamente a la generación, sino también a la fe,
lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús hasta el Calvario:
“Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo
al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz,
cooperó de un modo muy especial a la obra del Salvador, con la
obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para restaurar la
vida sobrenatural de las almas” (LG 61).
Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte “para
nosotros en madre en el orden de la gracia” (KG 61). La enseñanza
conciliar ha abandonado de hecho los problemas sutiles y las
objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de
las encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con
datos bíblicos y existenciales.
Por esta línea ha seguido la investigación, sirviéndose especialmente
de la profundización exegética que subraya como María junto a la
cruz, como hija de Sión, es figura de la iglesia madre a cuyo seno
están convocados en la unidad los hijos dispersos de Dios, con sus
relativas consecuencias, y cómo “en la pasión según Juan –de tan
altos vuelos teológicos-Jesús es el hombre de dolores, que conoce
bien lo que es sufrir (1s 53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37;
Zac 12,1). Y paralelamente su madre es la mujer de dolores… Ella
expresa también el modelo de perfecta unión con Jesús hasta la cruz.
Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es
una de las tareas más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse
con los que se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná) y llorar
con los que lloran (Rom 12,15; Jn 19.25: la cruz de Jesús)”.
Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de
profundización en las reflexiones de un episcopado como el de
Sudamérica: “En María se manifiesta preclaramente que Cristo no
anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo,
desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta
llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su
cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él
protagonista de la historia”. El misterio de la mater dolorosa, leído en
relación con Cristo y la iglesia, no sólo se convierte al conocimiento
de la historia salvífica, sino también como fuente singular de
consuelo y de esperanza para su vida cotidiana.
2.La liturgia:
a) 15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria.
En la exhortación apostólica Marianis Cultus, Pablo VI, después de
destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los misterios
del Hijo y las grandes fiestas marianas, presenta de este modo la
memoria del 15 de septiembre:
“Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las
celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los
que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como… la
memoria de la Virgen Dolorosa (15 de septiembre), ocasión propicia
para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para
venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la madre que comparte
su dolor”.
El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la
iglesia celebra la compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la
cruz. Esta memoria tiene un formulario propio (trozos bíblicos de
textos eucológicos) para la celebración eucarística y partes propias
para la liturgia de las horas. El contenido de la colecta nos puede
ayudar a captar el significado de esta celebración: el carácter
cristológico de la primera parte (la actio gratiarum) y el eclesilógico
de la segunda (la petitio) colocan inmediatamente la memoria del 15
de septiembre en un horizonte de solidez teológica y de amplia visión
conciliar. “Señor, tú has querido que la madre compartiera los
dolores de tu Hijo al pie de la cruz”. El comienzo de la oración alaba
al padre y le da gracias, porque en la hora de la redención quiso que
estuviera presente la madre de su Hijo y que participara de su obra.
La referencia tan clara al evangelio de Juan (19, 25; 3,14-15; 8,28;
12,32) da a las breves frases iniciales aquella luz de resurrección que
el evangelista quiso derramar en el relato de la pasión y muerte de
Cristo: la cruz, además de ser instrumento de esta luz. En efecto, la
liturgia del 15 de septiembre imprime un carácter de glorificación al
misterio del dolor de María (aclamación a evangelio; antífona de la
comunión; antífona al Ben.; antífona de vísperas y lectura breve). De
esta forma se sinterizan líricamente dos grandes temas de Juan: la
exaltación (3,14-15; 8,28; 12,32) y la hora de Jesús (7,30; 8,20;
12,20-28; 13,1; 16,13-14). La presencia de María encuentra para los
dos temas su lugar debido, el lugar querido por Dios.
En la colecta esta presencia se subraya por el sustantivo mater en
relación con el Filius: la hora de la exaltación en la cruz de Cristo es
el punto focal del tríptico “Caná-Calvario-Apocalipsis 12”, en donde
aparece con toda claridad el “ser madre” de la virgen. EN Caná (Jn
2,1-11) anticipó como madre la inauguración del misterio del Hijo,
invitándole a realizar el primero de los “signos”: origen de la fe en
los discípulos, a quienes hace reunirse junto con ella y con los
hermanos en torno a Cristo (Jn 2,12). Al mismo tiempo, María hizo
anticipar también con este signo, proféticamente, aquella hora que se
mostró en toda su luz cuando el Hijo del hombre reinó desde el
madero y derramo la salvación sobre toda la humanidad. Además,
aquella hora, en la que el hijo prescindió de su madre (Jn 2,4), la
virgen se reveló como madre de todos, como madre de la iglesia (en
este sentido hay que leer la oración sobre las ofrendas). Y una vez
más la simbólicamente en Juan los discípulos y los hermanos. En esta
fe contra toda esperanza experimenta profundamente la Virgen la
coparticipación en los sufrimientos del Hijo (“compatientem”, de
“pati-cum”, es el término latino de la “editio typica “del Misal
romano, traducido a veces impropiamente con “dolorosa”; lo mismo
puede decirse para la oración después de la comunión, en donde
“compassionem B. M.V. recolentes” se ha traducido: “al recordar los
dolores de la Virgen María”. No solo como madre está íntimamente
unida al dolor de Cristo, sino que, como ya hemos observado, lo está
como creyente bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su
fe con la pasión y la muerte. Al mismo tiempo lucha sufriendo,
esperando sólo en aquel que muere. Surge espontáneamente el
recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido “Una
espada, atravesará tu alma” (Lc 2,35, del que encontramos un eco en
la antífona inicial de la misa en el segundo pasaje evangélico ad
líbitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda liturgia de las horas sacada
del Sermones de San Bernardo), y el recuerdo de su vida de fe que la
había ido preparando para esta realidad: admirable expresión de los
futuros fieles auténticos, que aun en medio del sufrimiento esperan
únicamente en aquel que murió y resucitó. En apocalipsis 12 parece
estar clara la referencia a Jn 19,25-27. Por lo que se refiere a la
“mujer”, se sabe que los exégetas andan divididos. Sin embargo,
creemos que no está lejos la interpretación que ve en esta “mujer”
tanto a la iglesia como a María: en efecto, “la iglesia y María son
entre sí realidades complementarias, lo mismo que son las dos
complementos insustituibles del mismo Cristo”. La madre del Hijo de
Dios participa con él, y en la hora de la historia, en la generación
dolorosa de todos los vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del
hombre y participando en su glorificación por esta victoria.
En este sentido el bíblico “viventium mater” (Gén 3,20) es el título
perfecto de la nueva Eva. Madre espiritual y carnal de Cristo cabeza,
madre espiritual de todos los miembros, de todos los hombres. Esta
madre es la primera que ofrece su colaboración personal para
completar la pasión de Cristo en favor de la iglesia, tal como se
expresaba la Mystici Córporis refiriéndose a Col 1,24.
Deseo que la liturgia, en la oración después de la comunión, sugiere
que se actué también para la asamblea que ha celebrado la memoria
de la Dolorosa como fruto final. De esta forma la madre se convierte
para la ecclesia, que sigue luchando aún contra el dragón, esperando
la glorificación final, en signo de una esperanza cierta y en motivo de
estímulo.
La petición de la ecclesia es esencial: participar en la pasión de Cristo
con aquella que es su madre y su imagen anhelando ardientemente
llegar como llegó ella a la glorificación final: “Haz que la iglesia,
asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su
resurrección”. Estamos en el corazón de la liturgia del 15 de
septiembre, la utentica dimencion cristiana y el sentido último de lo
denso de la celebración, los mismos motivos que aparecen en el
Stábat Mater. Lo que se vislumbra al comienzo de la colecta
encuentra su petición consecuente en su segunda parte: pasión del
Hijo y de la madre (petición de conglorificación).
Estas dos peticiones piden lo esencial para la vida de la iglesia.
Respetan su ya y su todavía no. San Pablo nos ayuda a profundizar en
el sentido de estas súplicas. La comunión total con Cristo Señor nos
da la garantía de participar en su vida divina (también la antífona de
laúdes y vísperas). El espíritu que él no ha obtenido “da testimonio
juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si
hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo”
(Rom 8, 1-17). Cristo quiso libremente señalar el camino del hombre
participando en todo y para todo de la vida humana, viviendo un
período concreto de acontecimientos, alegrías y sufrimientos,
viviendo hasta el fondo la muerte por la vida. La comunión con él,
ser coherederos con su persona, como la conscientemente por la fe, la
vida de cada día en donde el limite propio del hombre, el sufrimiento,
es un elemento no accesorio: “Coherederos de Cristo, si es que
padecemos juntamente con él (Rom 8,17). La participación en la
pasión tiene dos perspectivas: persona y comunitaria. Es anhelo por
la continua liberación de toda forma de pecado, de mal, individual y
social. El volver a tomar día tras día la propia cruz (Lc 9,39) y aliviar
compasivamente la cruz de cualquier hombre que esté en nuestro
camino y la de la humanidad de que formamos parte (Lc 10,25-37; Jn
13,34). Pero esta pasión no es fin de sí misma, sino que es para la
vida: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo;
pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24); y es para la vida sin
fin “padecemos juntamente con él, para ser también juntamente
glorificados” (Rom 8,17); “si sufrimos con él, también con él
reinaremos” (2 Tim 2, 11). Se trata de la tensión escatológica hacia la
vida de toda la existencia cristiana. Se trata de la esperanza, que
sostiene el ya de la iglesia, mientras camina hacia el todavía no.
Esperanza que se centra esencialmente en la resurrección de Cristo,
el primero de los vivientes (Rom 8, 18-30).
b) Triduo-pascual.
Una serena meditación y lectura de la presencia de la Virgen a lo
largo del año litúrgico ha llevado a la constatación de que en el triduo
pascual de la liturgia romana la participación de la madre en la pasión
del Hijo, a pesar de ser un elemento intrínseco del misterio que se
celebra, no ha sido explicitada de ninguna forma. Sin embargo, la
tradición litúrgica de rito bizantino y de otros ritos orientales se
muestra sensible a esta dimensión celebrativa. En la liturgia propia de
la Orden de los Siervos de María, oficialmente aprobada, se ha
encontrado una forma específica que se sitúa ritualmente después de
la adoración de la Cruz el viernes santo. La sobria secuencia ritual
que señala cómo la virgen María está indisolublemente unida a la
obra de salvación realizado por su Hijo, fiel y fuerte hasta la cruz,
madre de todos los hombres, modelo de la iglesia, está compuesta de
una admonición a la que siguen unos momentos de oración en
silencio y el canto de algunas estrofas del Stábat Mater u otro canto
debidamente acogido. En el corazón de la celebración del misterio
pascual se pone de relieve discretamente la primera participación de
la humanidad en la pasión redentora: como la encarnación, también
la redención, en el sentido de Col 11,24.
c) Ejercicios-piadosos
1) Inspirándose probablemente en el uso de rezar el rosario, se
difundió en el S. XVII la Corona de la Dolorosa, mejor llamada
inicialmente de los Siete Dolores. En una de las primeras ediciones
impresas, dicha Corona se compone de elementos rituales que se
mantendrán esencialmente en vigor incluso en nuestros días:
Introducción; enunciación de un dolor, un Padrenuestro-siete
Avemarías “en veneración de las lágrimas que derramó la Virgen de
los Dolores”, finalmente una parte del Stábat Mater (más tarde se
recitó completo) con una oración para terminar.
2) La Via Matris Dolorosae. Para facilitar el modo de meditar los
dolores de María, de forma análoga al Vía Crucis, este piadoso
ejercicio recuerda a la mater dolorosa pasando de una estación a otra,
en la que se representa cada uno de los siete dolores principales. Su
origen parece remontarse al s. XVIII y se practicó inicialmente y en
particular en las iglesias de los Siervos de María de España. Uno de
los primeros testimonios escritos, conservados hasta hoy, donde se
refiere el método para celebrar la Via Matris, se remonta a 1842.
Normalmente este piadoso ejercicio se practica los viernes de
cuaresma. Desde 1937 hasta los años sesenta, bajo la forma de
novena perpetua, adquirió una importancia muy amplia en Chicago y
en las dos Américas.
3) La Desolada. También este piadoso ejercicio se desarrolló en el s.
XVIII. Nació de la consideración en cierto modo pietista, de que
María volvió el colmo de su dolor durante la sepultura de su Hijo: en
este período ella se vio realmente “desolada”; por eso, para “com-
padecer-la” algunos estaban en oración desde el atardecer del viernes
santo hasta las dieciséis del sábado santo, así como todos los viernes
del año.
d) Religiosidad-popular:
La imagen de la madre vestida de negro manto es una presencia casi
constante en las tradiciones populares que veneran a la Dolora, desde
el comienzo de la devoción hasta nuestros días. Sin embargo, no es
fácil encontrar una documentación exhaustiva que permita recoger
las diversas formas con que la religiosidad popular, entendida en el
sentido más amplio del término, ha expresado y sigue expresando su
devoción a la mater dolorosa. No cabe duda de que en occidente la
devoción a la Dolorosa, antes de encontrar su codificación litúrgica o
en los oficios “de compassione” (desde el S. XV) o en las misas
(desde comienzos del S. XV) encuentran un favor especial en las
expresiones populares.
La figura de madre enlutada sigue estando esencialmente ligada a
otra imagen pedagógicamente hegemónica, a su stare recogido,
inmóvil y mudo del evangelio de Juan o al contemplar velado en
lágrimas de Stábat. Lo mismo podemos decir de las formas religiosas
que se desarrollaron después del concilio de Trento, especialmente de
las procesiones dramáticas y escenificaciones presentes, sobre todo,
aunque no sólo en el sur de la península italiana y en España.
Probablemente hoy estas formas, no siempre administradas
directamente por la comunidad cristiana, son las únicas expresiones
periódicas que nos quedan de la religiosidad popular en que directa o
indirectamente se expresa la devoción a la Dolorosa.
IV. Conclusión.
La historia de esta devoción, como ya se ha observado y como se
deduce igualmente de estas notas, parece trazar una línea curva que
alcanza su apogeo en os periodos de codificación litúrgica. La
ósmosis entre lo popular y lo oficial, aun en medio de los reflujos
pietistas que es posible constatar, conduce a una intensidad difusa del
sentimiento de devoción hacia la mater dolorosa. Precisamente
cuando la ósmosis es mayor es cuando la intensidad aparece más
profunda. Pero es preciso subrayar que el progresivo replanteamiento
litúrgico a lo largo del S. XX, ayudado en este punto por la reflexión
bíblico-patrística, coincide con la “cualidad” de la meditación sobre
el misterio del dolor de santa María, insertándolo en un contexto más
amplio de historia de la salvación; no se contempla ni se venera a la
mater dolorosa solamente para participar conscientemente, en cuanto
personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su
resurrección, sino que además se hace esto para María, como imagen
de la iglesia, inspire a los creyentes de deseo de estar al lado de las
infinitas cruces de los hombres para poner allí aliento, presencia
liberadora y cooperación redentora.
Además, la Dolorosa puede recordar a los hombres de nuestro
tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las cosas, que
la confrontación con la palabra de la verdad y su manifestación pasa
ciertamente por la experiencia de la espada (Lc 2,35; 14, 17; 33,36;
Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4, 12; Ap 1,16), que traspasa el alma, pero
que abre también a una nueva conciencia y a una misión renovada (Jn
19,25-27), que va más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad
del hombre, puesto que brota de Dios (Jn 1,13).
Fuente:
*Nuevo Diccionario de Mariología. Ediciones Paulinas.
*Siervas de los corazones traspasados de Jesús y María.
Indice
Capítulo I
La Boda
Capítulo II
La Santísima Virgen de los Dolores
Capítulo III
Doña Juanita, maestra de flores
Capítulo IV
Nacimiento de Enrique
Capítulo V
Tres años después…
Nacimiento de Esperanza Dolores
Capítulo VI
De nuevo aparecen los santeros
Capítulo VII
¡Por fin entregan terminada a doña Juanita, la bellísima imagen de la
Santísima Virgen de los Dolores!
Capítulo VIII
Viernes de Dolores
Capítulo IX
Muchos años después
Capítulo X
Grandes historias, tristes y alegres
de toda una épocaCapítulo XI
Capítulo XI
Y partió doña Juanita
a la ciudad de México
Capítulo XII
Y la vida siguió con sus espacios
y sus tiempos
Capítulo XIII
La Virgen Peregrina
Capítulo IV
El templo de la Divina Providencia
terminado
Capítulo XV
Legado
RESEÑA HISTÓRICA