Gabriel volvió a asomarse. Una buena parte de Jerusalén podía verse desde la ventana de su habitación. Cualquier otro edificio
de la ciudad era insignificante comparado con el Templo, tan blanco,
que de día alumbraba la ciudad como si fuera un segundo sol. Miró la explanada, ahora desierta y pensó en los miles de
judíos que todos los días la transitaban orándole a Yahvé y, de paso,
admirando la gigantesca construcción donde Él moraba. Luego
levantó la vista y tras los muros, vio la torre Antonia, la insolente fortaleza donde se acuartelaban los invasores romanos. Pero esta vez
no la contempló con disgusto porque ahí estaba la estrella, tras siglos
de ausencia. El astro que alumbrara el nacimiento del rey David, el monarca más grande de los judíos, había regresado y brillaba con la
misma majestad de ese anterior Mesías que liberó a los judíos e hizo
de Israel un reino magnífico. La señal era inequívoca, tanto como la
Profecía de la Alianza que la había anunciado. Entonces el sacerdote, que tenía el mismo linaje de aquel
monarca, se puso su capa negra y salió de su habitación.
Escabulléndose en la oscuridad, fue sorteando pasillos, patios y recintos hasta que, con la respiración agitada, llegó a la caverna
donde se guardaba el antiguo cofre de oro y madera de acacia. Sin
quitar su vista de dos querubines de oro macizo que, posados sobre su tapa lo custodiaban, fue acercándose a la reliquia. Y cuando
estuvo frente a esta, se quitó el collar que ocultaba bajo sus ropas.
De este pendía una estrella de seis puntas.
Contempló unos momentos ese símbolo, hecho también de
oro; y respirando profundo, lo insertó en la ranura que había en el milenario cofre. Tras una serie de solemnes movimientos; sin
equivocaciones o no viviría para contarlo, el sacerdote escuchó el
ruido que le indicaba que ya podía retirar la tapa. Cuando lo hizo, el ancestral conocimiento atesorado dentro quedó ante sus ojos.
Pensó en sacar las doce tablillas y volverlas a extender en el
suelo. Quizás esta vez lograría encontrar una manera distinta de agruparlas y así cambiar el futuro que éstas le vaticinaban. Llevaba
cientos de noches en vela haciéndolo y, como fuera que las ubicara,
su porvenir era siempre el mismo. Pero como no tenía sentido
desperdiciar su última noche en esa desesperante tarea, decidió dejarlas dentro del cofre. Y cuando estuvo a punto de cerrarlo,
resolvió que al menos leería el manuscrito que también se atesoraba
allí: El ocaso de mi vida ha llegado. Pero antes de ir a
encontrarme con mi dios, quiero dejarle a mi sucesor estas
palabras. Quizás así logre evitar el final que la Profecía le ha
vaticinado…
Con su habitual avidez, Gabriel continuó leyendo: Era demasiado dolor para una sola vida y aquella última
noticia fue la estocada final. Mi esposa predilecta, la que más amé, estaba muerta. Ya no tenía nada más que perder… salvo mi vida.
Por más que intentaron convencerme, sabía muy bien que no había
sido la peste. Los sacerdotes del dios Amón-Ra habían entrado a su
palacio y la habían torturado hasta arrancarle una confesión.
Seguramente ya sabían que yo no estaba muerto y tarde o temprano
me encontrarían. Mi única escapatoria estaba en ese símbolo que,
cada noche desde la funesta noticia, me asaltaba en sueños. Al
principio creí que era un ankh, señal de la vida eterna.
¡Y cuánto hubiera dado porque fuera así! Pero no. Este
signo era mucho más sencillo. Tan sólo dos líneas que se cruzan.
Pero tenían tanto poder, que me expulsaban del sueño y me
arrojaban en mi lecho, agitado y con el cuerpo bañado en sudor.
Después quedaba insomne, contemplando el cielo en busca de esa
respuesta que me diera sosiego.
Finalmente, en una de mis tantas noches en vela, apareció
una estrella que no reconocía. Entonces recordé que ellos me
dijeron que esa sería la señal.
Frenéticamente, hurgué entre mis viejas pertenencias, hasta
que encontré el símbolo de oro que me dieran años atrás. Una
estrella de seis puntas.
En ese mismo instante, todo comenzó a cobrar sentido. El
ankh, la estrella, la cruz…
No lo dudé. Debía volver allí, donde todo había comenzado. Reuní a mis discípulos y les dije que mantuvieran su fe en mí. Había
llegado el momento de cumplir con la promesa de libertad que les
hiciera cuando era poderoso. Dejé las tierras donde los esclavos
hebreos me protegían tras mi ocaso y navegué por el Nilo. Después
de varias jornadas de a pie, llegué a la ciudad de Gizeh.
Cubierto con una túnica vieja y polvorienta, caminaba
velozmente. Debía llegar a la Gran Pirámide, la de Keops, antes del
amanecer.
La imponente Esfinge de piedra, me salió al cruce. El Señor
del Miedo, como se la conoce desde tiempos inmemoriales, quiso
interponerse en mi camino. Me detuve frente a ella y la desafié con
mi mirada… y también con lo que quedaba de mi corazón. ‘Miedo. Ese es el significado que te otorgan los malditos sacerdotes de
Amón-Ra’, le dije con una sonrisa y la Esfinge me devolvió una
mirada de complicidad. «Siempre pensarán que eres un enorme
vengador que algún día cobrará vida y engullirá a quien halle en su
camino… ¡Si supieran que en tus entrañas ya no hay más que
piedras y arena!»
Seguí caminando y sólo me detuve cuando estuve frente a la
pirámide. Mientras la observaba, repasé por última vez el sueño
tantas veces repetido. Ahora el significado estaba muy claro para
mí: ese reino perfecto… todo oro, jaspe y fruta. Sin dolor. Rebosante
de vida y gloria infinitas… no era otra cosa que el más allá. Entonces, la cruz tenía que representar el cruce de caminos entre los
dos mundos: el terrenal y el divino. La estrella había sido la señal
que me había conducido hasta aquí y la pirámide me conduciría a…
Una súbita felicidad me invadió. «¡La eternidad me
espera!», pensé.
Traté de ver la punta de la Gran Pirámide, pero no pude.
Estaba muy arriba, lejana.
Y luego de cerciorarme de que nadie me veía, comencé a
escalarla. No necesité subir mucho para sentir que los años también
habían pasado por mi cuerpo. Ya no era aquel joven y desafiante
faraón que un día conociera a cuatro sabios que venían de muy
lejos.
«Los sabios», repitió Gabriel, melancólico. «¡Cuánta
falta nos harían ahora!», pensó. Luego siguió con el relato escrito por Akenatón:
Habían venido a contarme la verdad sobre la Esfinge. Una
verdad que cambió mi reinado… y mi vida. Gracias a ellos accedí a
un conocimiento oculto por miles de años y comprendí que sólo
había un único y omnipotente dios, cuyo verdadero nombre es
impronunciable. Pero para que los hombres pudiésemos alabarlo,
decidí llamarlo Atón y en honor a Él, yo cambié mi nombre. Y desde
ese momento, Egipto me conoció como Akenatón. Como los sacerdotes de las otras deidades se negaron a
creer en Él, cerré sus templos y los despojé de las riquezas que
habían amasado gracias a sus falsos dioses. ¡Ni siquiera la
poderosa casta del dios Amón-Ra se salvó de mi castigo!
Un nuevo orden nacía en Egipto y yo lo regía, como Faraón
y como Sumo Sacerdote.
Pero los sacerdotes no se quedaron de brazos cruzados y
mientras estuve en Tebas, la capital de Egipto, ellos me hicieron la
vida imposible.
…Y cuando todo parecía perdido, Atón me iluminó con su
sabiduría una vez más.
Con las riquezas que les expropié a los sacerdotes, construí una nueva capital, lejos de Tebas y su corrupción. ¡Que ellos se
quedaran allí, como gusanos que se alimentan de la pudrición!
La segunda revelación de aquellos cuatro sabios, fue que
Atón hizo iguales al hombre y a la mujer.
Entonces, bajo la mirada réproba del pueblo, hice que mi
esposa reinara conmigo y Egipto volvió a la senda de la prosperidad
y me amaron… Nos amaron.
Pero los sacerdotes de Amón-Ra nunca se dieron por
vencidos. Con la certeza del áspid y la paciencia de la araña fueron
tejiendo la tela de mi ocaso. Primero asesinaron a mis sabios. Sólo
uno logró escapar y se llevó la tablilla más importante, la de Luz y Sombra. Luego quemaron todos los papiros de mi biblioteca. ¡Pero
nunca pudieron encontrar el Arca! Si lo hubieran hecho… «Este mundo sería un páramo oscuro y desolado», susurró
Gabriel, imaginando las consecuencias. Luego le echó una mirada al
cofre y le pareció que los querubines cobraban vida. El vello de los
brazos se le erizó, pero aún así decidió continuar con la lectura: Con el miedo que ellos sembraron, el caos brotó junto con
las espadas levantadas en nombre de ambos dioses. Y mientras mi Atón retrocedía ante los embates de Amón-Ra, el dolor y la miseria
avanzaban sobre mi pueblo.
«La paciencia de Amón-Ra se acaba y pronto despertará a
la Esfinge… ¡Aquél que no crea en nuestro dios, conocerá su
venganza!», amenazaban los malditos sacerdotes. Aquello fue
suficiente para que corrieran los rumores que ésta revivía por las
noches. «¡Con un solo zarpazo! ¡Donde había un hombre, quedaba
un charco de sangre! ¡Lo engulló de un bocado! ¡No le dio tiempo ni
a gritar!», murmuraba mi asustado pueblo.
Mis enemigos comenzaban a multiplicarse y sabía que tarde
o temprano acabarían con mi vida. Pero mi amada Nefertiti tuvo
una gran idea. Todavía recuerdo que, cuando terminó de contarme su plan, lloró tan profundo como el pozo que contiene toda la
tristeza del mundo. La única manera de salvarme de los sacerdotes
sería usando sus mismas artimañas. Primero corrió el rumor de que
yo agonizaba, enfermo de un mal incurable. Tras asegurarse de que
la noticia se había esparcido lo suficiente, Nefertiti se presentó ante
ellos y les dijo que Amón-Ra me estaba haciendo pagar por mi
herejía. Entonces, para evitar que la ira del dios también se
descargara sobre ella y nuestro pequeño hijo, se arrepintió frente a
los sacerdotes. Después de unos días, los más largos de su vida,
anunció mi muerte. Para que le creyeran, exhibió una momia que
ella misma adornó con mis joyas faraónicas. Ellos nunca estuvieron convencidos del todo y vigilaban cada uno de sus movimientos.
«¿De qué le sirvió? A mi pobre heredero, Tut-ankh-Amón,
lo mataron cuando apenas empezaba a reinar. Y ella terminó sus
días recluida en un palacio. ¡Si hubiera visto el futuro…!», pensé,
con mis ojos llenos de lágrimas.
«Yo sé que ella nunca perdió la fe en Atón, en cambio
yo…», y mi corazón se agrió. Había tenido que pagar demasiadas
consecuencias por ese dios a quien tanto le diera a cambio de nada.
Cuando volví a preguntarme si Atón existiría, un hilo de duda quiso
filtrarse, pero no se lo permití. «¡No!», me respondí en voz baja. Si
Él hubiera existido, mi magnífica capital no estaría en ruinas,
Nefertiti y mi hijo estarían vivos… y yo no sería el fugitivo en que me había convertido.
A pesar de que el desánimo quiso torcer mi voluntad,
continué escalando la Gran Pirámide. Su cima me estaba esperando
y ya no tenía vuelta atrás. Recordé entonces una leyenda que decía
que quien intentara escalar esta pirámide moriría y -en ese mismo
instante- mi raída túnica me entorpeció y casi caigo al vacío. Tuve el
impulso de quitármela y arrojarla con furia, pero me contuve.
«Esta leyenda es tan cierta como la existencia de Atón, de
Amón-Ra y de cualquier otro dios», pensé. «Los dioses no existen.
Cada hombre es el dios de sí mismo», concluí. Aquel razonamiento hizo que me sintiera libre por unos
momentos, pero luego, una espantosa sensación de vacío me trituró
el alma.
Mis manos, que comenzaban a acalambrarse, me obligaron
a hacer una pequeña pausa. Mientras las descansaba, sacudiéndolas
y abriéndolas y cerrándolas en rápidas intermitencias, pensé que
tenía que estar equivocado.
…Y en ese momento sentí que mi amada me acompañaba,
dándome unas fuerzas que nunca hubiera creído tener.
Respiré hondo y continué ganando altura, frenéticamente,
clavando mis ya maltrechos dedos en las hendiduras que iba
encontrando en la piedra. Cada resbalón dejaba un arañazo púrpura en la aún caliente superficie… pero el dolor ya me era
ajeno. Cuando llegué a la cima estaba extenuado. Mi vista estaba
nublada y mi corazón era un tambor a punto de despedazarse. Con
mis brazos temblorosos, me aferré a la cúspide y así me quedé.
Apenas recuperé el aliento, me paré sobre aquella
minúscula plataforma. Recuerdo que apenas podía separar mis pies.
Una violenta ráfaga de aire intentó arrojarme al vacío,
pero sólo pudo arrebatarme la túnica, dejando mis viejos atuendos
de faraón al descubierto. «Si voy a morir, que sea como tal», pensé.
Desde donde estaba, la vista era bellísima. Incluso la
esfinge parecía brillar con luz propia. Poco a poco fui tomando confianza y cuando por fin estuve
seguro, cerré mis ojos. En ese momento, sentí un impulso y abrí mis
brazos, bien extendidos y en línea con los hombros. Ahora yo era
una cruz ¡Una cruz viviente! Entonces, una sensación que creía
olvidada volvió a mí, pero esta vez era más intensa. Aquella delicia
que se apoderaba de mi cuerpo cuando yo entraba en mi amada,
ahora se había multiplicado y mi goce no conocía otro límite que el
de la eternidad. Comenzaba derramándose sobre mi cabeza y de allí,
hacia cada rincón de mi ser. Tenía la potencia de una catarata y a la
vez era tan inconsistente como el aire. ¿Frío, caliente; seco,
húmedo?, no lograba percibirlo. Quizás era todo eso a la vez.
Repentinamente, mis ojos se abrieron de manera
involuntaria. Imágenes de mi vida comenzaron a sucederse
vertiginosamente. Primero mi infancia. Luego mi juventud y así
hasta llegar al mismo instante que estaba viviendo. Mi mente quedó
en blanco, mi cuerpo se tensó y comencé a temblar. Finalmente, el
futuro corrió frente a mí, con la velocidad de los dioses. Me ví en
perspectiva, minúsculo y solo, pero a la vez pleno como nunca antes. Tras un primer parpadeo, sentí el impulso de arrojarme al
vacío. Al siguiente, incontrolables deseos de volar. Luego, de reír;
después, de llorar… cada abrir y cerrar de ojos me arrastraba de la
emoción más desesperante a la más sublime a un ritmo que apenas
podía soportar. Cuando las imágenes de mi porvenir cesaron sentí
que, después de tantos años, Atón me había hablado.
Llevé una mano a mi pecho y la puse sobre la estrella de
oro que aún estaba ahí. La aferré con fuerza y le grité
«¡Ilumíname!» a ese dios en el que había dejado de creer. Miré al
cielo y allí estaba Él, revelándome el horizonte con sus rayos
solares.
Recordando la Profecía, miré hacia abajo. Y como me vaticinaron las tablillas, ví la cruz de mis sueños. Tallada en la
piedra, era la señal que desde tiempos remotos había aguardado por
mí.
La agitación volvió a mi mente, pero ahora, la lucidez se
apoderaba de mí como nunca antes. El ankh, la estrella, la cruz…
¡Todo cobraba sentido! Y lo celebré con una carcajada que agitó mi
pecho. Nunca me había sentido tan poderoso.
Entonces no lo dudé y pensando que «como es arriba será
abajo», me dejé caer. Podía sentir cómo mi cuerpo iba golpeándose
contra la pirámide, pero no me importaba. Lo había visto todo.
Pasado, presente y futuro eran un solo cordel de la madeja que acababa de desenredar.
…Antes de estrellarme contra el suelo, Atón me ordenó que
gritara el nombre de mi sucesor.
La última imagen que tuve fue la de mis discípulos. ¡Ellos
habían venido por mí!
«Como es arriba será abajo», me dijo mi dios,
conmoviendo mi alma con su voz de trueno.
…Y como vaticinaba la Profecía, ambos sellamos la
Alianza…
Gabriel interrumpió la lectura. Hubiera querido seguir, pero
el Maestro esenio llegaría en cualquier momento.
Mientras guardaba el milenario manuscrito dentro del cofre, pensó que era cierto. La historia se repetía y ahora era a él a quien le
tocaba dar otro paso, aunque no el definitivo.
«Para salvar a todo un pueblo, él cometió la osadía más grande», pensó mientras volvía a poner la tapa sobre el milenario
cofre. Luego, volvió a insertar la estrella en la ranura y cuando
escuchó el suave crujido, suspiró aliviado.
«Esta vez, para salvar a Israel, quizás necesitemos una hazaña aún mayor», les susurró a esos dos querubines que quedarían
ocultos por muchos años en las sombras.
Y un escalofrío lo recorrió desde la cabeza a los pies…
El líder esenio, el Maestro, llegaba finalmente al lugar de encuentro. Su caminar sigiloso y su túnica de inmaculado blanco le
conferían un aspecto angélico.
Al final del largo y oscuro túnel lo esperaba Gabriel, el sacerdote.
—¿Está todo listo? —le preguntó el esenio cuando estuvo
frente a él.
—Sí. Finalmente. Aunque debo decir que no me será sencillo.
A pesar de que la respuesta era esperable, el Maestro se
relajó. Ambos coincidían en que lo que estaban por hacer no era nada fácil.
Gabriel no dejaba de pensar en la inesperada complicación.
«Si él lo supiera…» Aún así, prefirió callar. El futuro de los judíos
estaba en juego. Era hora de acabar con la opresión de Roma. Pero para eso,
Israel necesitaba de un Mesías, un rey magnífico que liberara a su
pueblo del yugo invasor… Un nuevo David que sería concebido como aquél, mediante el Matrimonio Sagrado y bajo la misma
estrella que lo vio nacer.
Como el sacerdote que era, Gabriel sabía muy bien que ese ritual herético estaba terminantemente prohibido. ¡Y celebrarlo en el
Templo, era como meter la cabeza del cordero en las fauces del león!
Pero Israel agonizaba. Y si nadie se arriesgaba a desobedecer
los preceptos, el futuro de los judíos…
—La estrella ha aparecido en el cielo —dijo el esenio.
—Sí, la he visto.
—Es la señal, así está escrito. Sólo estará nueve lunas y al final de la novena brillará como nunca. Luego desaparecerá… y con
ella, la oportunidad de nuestro pueblo.
—¿Y si la Profecía de la Alianza estuviera equivocada? Recuerda que falta una tablilla…
—¡No Gabriel! Tú y yo comprobamos que eso es finalmente
una leyenda. Las tablillas son doce, como las tribus de Israel —le
respondió—. Y sino señálame algún momento de la historia en que esta se haya equivocado.
Hizo una pausa, pero como el sacerdote no pudo contestarle
nada, el Maestro continuó: —¡Confía Gabriel! Esa es la estrella que mil años atrás
alumbró el nacimiento de nuestro glorioso David. Si ha aparecido en
el cielo, es porque nos indica que es el momento de invocar al nuevo
Mesías. ¡Debes celebrar el Matrimonio Sagrado! —Lo haré, aunque sepa que…
—No es bueno lo que te sucederá —le interrumpió el esenio
al cabizbajo Gabriel—. En tu lugar sentiría lo mismo. Pero sólo alguien que lleva la sangre de David en sus venas, como tú, es capaz
de ejecutar el mandato de la Profecía.
—No es que me preocupe morir. Lo sabes bien. De lo contrario, no me habría enfrentado a los saduceos. Si Anás no me ha
matado aún, es porque sabe que Judas de Gamala es mi aliado y no
querría a un zelote abriéndole el cuello con su afilada sica.
Descubrirme esta herejía sería un regalo del cielo para él. Simplemente convocaría al Sanedrín y, de acuerdo a la Ley,
ordenaría mi lapidación. Así me quitaría definitivamente de su
camino, sin ensuciarse. —¿Entonces a qué le tienes miedo?
—A lo que le pueda suceder a ella. No quisiera que pague las
consecuencias. —¡No pienses en eso! Tú, tu futura esposa y tu hijo también
estarán bajo nuestro cuidado. Y si para lograrlo tuviésemos que
olvidar nuestras diferencias y aliarnos con los zelotes, así lo
haríamos. – y sin poder con su genio agregó— ¡…aunque ellos sean unos bandidos sin rostro ni nombre!
—Ser tan radical te ciega. Ellos, al igual que nosotros,
buscan la libertad de Israel.
—Sí, es cierto. ¿Pero cómo confiar en alguien a quien nunca le has visto el rostro? ¡Ni siquiera sabemos si Judas de Gamala es su
verdadero nombre!
—Si te sirve de consuelo, muy pocos conocen su verdadera identidad. Además, ¿cuántos saben que tú y yo estamos aquí
reunidos, en esta parte del Templo que sólo nosotros conocemos?
¿Será que por buscar el bien de todos a veces debemos ocultar ciertas
cosas? Esta vez fue el maestro quien quedó en silencio. Gabriel
quizás tenía razón.
—Podríamos discutir el resto de la noche – agregó el sacerdote —pero Israel espera. Si esta es mi misión, ¡así la cumpliré!
Sólo les pido que cuiden de ellos. Si algo me pasara, hablen con mi
hermano José. Ha enviudado hace poco y no es bien visto que un
hombre rico esté sin mujer. Él sabrá cuidarla. Además, ustedes saben que los sacerdotes saduceos, que manejan con sus garras el Templo,
tienen especial afinidad con la gente próspera – y le hizo una sonrisa
cómplice. —Tienes nuestro juramento de que nada les ocurrirá. Gracias
a ti, Israel volverá a ser como antes. Ha llegado el momento de que
celebres el ritual. Tu linaje te llama. ¡Yahvé esté contigo! El sacerdote asintió con un silencio tan opaco como lo que
avizoraba…
Mientras el Maestro esenio se perdía en las sombras, una sensación de absoluto desamparo invadió a Gabriel. Si algo fallaba,
ni esenios ni zelotes podrían evitar el zarpazo definitivo de Anás, el
Sumo Sacerdote. «¿Y cuándo fue distinto? La historia siempre se repite». Ese
pensamiento lo acompañó en su camino hacia el dormitorio de la
escuela del Templo. Allí descansaba su prometida junto a los demás
alumnos. En la escuela del Templo sólo podían estudiar los hijos de las
familias nobles, cuyo linaje se remontaba a esas doce tribus que,
junto a Moisés, escaparon de Egipto y vinieron a la Tierra Prometida de Israel.
Los varones que estudiaban allí serían sacerdotes o doctores
de la Ley. Las mujeres podían permanecer hasta los catorce años, a
menos que «sangraran» antes. En ese mismo instante dejaban de ser niñas y, siendo impuras, debían alejarse de la casa de Yahvé.
En ese momento el Templo se encargaba de casarlas con
hombres de importante posición: sacerdotes, doctores de la Ley o cualquiera cuya riqueza y linaje fuera satisfactorio.
Antiguamente, a la rama davídica le correspondía ejercer el
cargo de Sumo Sacerdote por descender del gran héroe de Israel, el rey David. Pero cuando los judíos regresaron del exilio impuesto por
Babilonia, su segundo opresor, la rama saducea rompió la tradición y
se apropió de ese derecho.
Gabriel había intentado recuperar el cargo con el apoyo de
los zelotes, pero sólo logró ganarse la enemistad irreversible de
Anás. Y si aún no lo había castigado, era porque tenía temor de las represalias de «estos criminales», como solía llamarlos.
Tras atravesar el patio más amplio del Templo, Gabriel se
detuvo a mirar la estrella. Le pidió que le diera el coraje suficiente para no torcer los últimos pasos que lo separaban del dormitorio y
siguió caminando.
Por estas horas todos dormían, excepto él… y Caifás, un
aspirante a sacerdote. El joven venía del dormitorio, con expresión de saciedad. Acababa de cobrarle su silencio a una alumna que hoy
había cometido una falta. «Nada más sublime que una niña
temblando de miedo», pensaba, mientras recordaba con deleite el coito forzado.
Al ver que Gabriel venía en su dirección, Caifás se ocultó
tras una enorme columna. Si el sacerdote lo descubría, estaría en
problemas. “Veo que no soy el único que anda a estas horas por aquí”, pensó mordazmente mientras lo veía pasar.
Cuando Gabriel llegó al dormitorio, golpeó la puerta muy
suavemente y enseguida salió una de las qdeshas, mujeres consagradas al Templo que se encargaban de los quehaceres
domésticos.
El sacerdote y la mujer se apartaron unos pasos de la entrada y comenzaron a conversar. Miraban a su alrededor, cerciorándose de
que no hubieran testigos y, de tanto en tanto, ella se asomaba al
interior del recinto. Estaban tensos y parecían hablar de algo delicado
en extremo. Pero Caifás, por más que se esforzaba, sólo lograba captar un ininteligible murmullo.
Finalmente, la qdesha entró para regresar luego con la
prometida del sacerdote. Gabriel la tomó gentilmente del brazo y se marcharon.
Al aspirante, la situación comenzaba a parecerle extraña y
decidió que los seguiría. Cuanto más tuviera para contarle a Anás, mejor para sus aspiraciones.
Cuando Gabriel y la alumna habían recorrido un buen trecho,
ella se detuvo, temerosa. Acababa de reconocer hacia donde se
dirigían…
Las mujeres tenían prohibido el acceso al Lugar Santo y por ello, María estaba paralizada por el temor. La restricción se perdía en
la oscuridad de los tiempos y teñidas de esa misma oscuridad, serían
las consecuencias para la osada. —No tienes nada que temer —le dijo Gabriel. Y tomándole
la mano, agregó—: Confía en mí, pronto seré tu esposo. Si no me
crees ahora…
…No sólo que no pudo articular ni una palabra más, sino que se arrepintió de haber dicho esto último.
Afortunadamente para él, su prometida estaba demasiado
asustada como para hablar de algo. Una súbita tristeza le anudaba la garganta a Gabriel. Toda su
vida había evitado el sufrimiento de enamorarse, parapetándose tras
murallas de conocimiento. Pero finalmente, como si fuera un castigo
divino, el amor golpeaba a sus puertas en el peor momento. Si había aceptado casarse, era porque así estaba escrito. Todo
cambió cuando las qdeshas le señalaron a quien sería su prometida.
Ahí supo que la pantomima del casamiento le sería mucho más difícil de lo que había pensado. Ya no se trataba de desposar a la
mujer que sería la madre de su hijo; y así cumplir con la Profecía de
la Alianza. Desde el mismo momento en que la vio, su corazón había
dado un vuelco. La juventud que no había tenido tiempo de vivir,
parecía ofrecerle una nueva oportunidad. Sus días se tornaron más
frescos, brillantes, perfumados. Si no fuera por el entorno, podría
darse el lujo de recuperar la inocencia que debió perder desde niño,
cuando su padre le mostrara por primera vez aquel milenario baúl y
su contenido. Una punzada en el alma lo volvió a la realidad.
Si las tablillas del Arca estaban en lo cierto, hoy sería la
última vez que la vería. Sólo él sabía de sus noches en vela, buscando la alternativa salvadora. Pero la Profecía de la Alianza era
tan antigua como inevitable.
Repentinamente, el miedo de ella y el dolor de él los
encontraron abrazados. Cuando se percataron, se miraron a los ojos y sonrieron ruborizados. Un hilo de cosquillas tejía en sus vientres la
sensación de que el peligro los había sumergido en un juego muy
excitante. Ella sintió una extraña atracción por él. Era la primera vez
que estaba a solas con quien dentro de dos días, tras la boda,
compartiría el resto de la vida. Un calor en sus pechos le exigía que
esta noche se dejara llevar por sus impulsos. Mientras seguían caminado, volvió a mirarlo furtivamente,
como siempre desde hacía años. Conocía cada rincón del rostro del
sacerdote y había visto cómo el tiempo se le iba asentando sin que pudiera mermar la belleza que desde niña la cautivaba.
¡Yahvé por fin había escuchado sus ruegos y la entregaba a
las manos de su hombre anhelado! Sintiendo que el miedo le daba paso a una seguridad que
nunca antes había experimentado, ella sondeaba su interior, sin dejar
de asombrarse por la forma en que su vida había cambiado de la
noche a la mañana. Desde que él decidiera desposarla, había dejado de ser una
alumna más y en el Templo volvían a llamarla por su nombre, María.
Además, la señalaban como la prometida del sacerdote más importante después de Anás, el Sumo Sacerdote.
Finalmente ingresaron al Lugar Santo, el edificio que estaba
en el centro del Templo. Sin detenerse, se dirigieron al Velo Sagrado, con el eco de sus pasos poblando la espaciosa sala.
Cuando cruzaron la inmensa cortina, varias veces más alta
que ellos, el ambiente cambió.
Una atmósfera, tan pesada como la oscura tela del Velo, reinaba en esa pequeña sala que se ocultaba detrás.
El Lugar Santísimo, como se conocía, era el sitio más sacro y
prohibido del Templo. Sólo el Sumo Sacerdote podía cruzarlo una
vez al año, durante la Fiesta del Perdón. Caifás, que aún los seguía, quedó desconcertado. Según las
Escrituras, la ira de Yahvé se descargaba sobre quien profanase aquel
lugar. «¡Si ellos pudieron cruzarlo, yo también lo haré!», pensó.
Pero se detuvo. ¿Y si la muerte no fuese instantánea? Se sentó en un
rincón muy oscuro, desde donde podía observar sin ser descubierto.
«¡Mátalos pronto! ¡Haz que estos herejes sientan tu castigo!”, le pidió a Yahvé con su pensamiento. Detrás de un
profundo y sostenido bostezo, intentó ocultarle al dios sus
intenciones: “Así tendré más que contarle a Anás…» e imaginaba la cara de sorpresa con la que el Sumo Sacerdote lo escucharía por la
mañana…
Tras el Velo, la habitación era muy sencilla y despojada.
Sólo había un bloque de piedra que oficiaba de altar y una menorah,
el candelabro de siete brazos que representaba la perfección de Yahvé.
Sobre ese altar de hosca piedra, reposó alguna vez el Arca de
la Alianza que Moisés trajo durante el Éxodo. En el interior de ese cofre se atesoraban las tablas que Yahvé le entregara con los diez
mandamientos, base de la Torah, la Ley.
Un día, el objeto sagrado desapareció misteriosamente.
Algunos decían que el rey Salomón le había regalado el cofre en secreto a su amante predilecta, la reina de Saba. Otros
argumentaban que ella se había llevado una copia y el original siguió
en el Templo hasta la invasión de los babilonios. Ellos lo habrían tomado como botín de guerra. Como fuere, los judíos habían perdido
su rastro.
Gabriel, al ver la decepción en el rostro de María, le dijo: —Te imaginabas otra cosa.
—No lo sé, puede ser. ¡Es que se cuenta tanto de este lugar!
—Aquí en el Templo, nada es lo que parece —le contestó,
irónico. Sonrieron nerviosamente. La sensación de lo prohibido les
ahondaba los latidos del corazón.
—Hay algo que quiero mostrarte. Pero debes jurarme que esta noche no existirá en tu memoria —agregó el sacerdote.
Hipnotizada por esa mirada, tan amenazadora como cargada
de deseo, María asintió con su cabeza y él comenzó a deslizar el altar. Una entrada en el piso quedó al descubierto.
María quedó boquiabierta. Gabriel, que la observaba, sentía
que la luna le arrojaba un manto de luz y la convertía en una diosa
asombrada. Cuando miró hacia la pequeña ventana de donde provenía la
luz, el sacerdote se emocionó. ¡La estrella de la Profecía estaba allí
animándolo a seguir! Se acercó a María y le preguntó: «¿Ves allí?». Mientras le
señalaba ese punto brillante en el cielo, le rodeó con el otro brazo su
cintura, tímidamente. Hubiera querido contarle tantas cosas acerca
del astro; debió contenerse y decirle:
—Allí está tu hijo. Al oírlo, una extraña felicidad se apoderó de María,
haciéndole brotar una lágrima. Comenzaba a sentirse mujer y la
sensación era deliciosa. «Que Yahvé bendiga nuestra unión», pensó Gabriel y
volviéndole a tomar una mano, que temblaba como un ave atrapada,
la ayudó a bajar por la angosta escalera.
Con las rodillas flojas por tanta ansiedad, fueron bajando los escalones hasta que en el último Gabriel le pidió que se quedara allí.
Usando la lámpara de aceite que traía, fue cortando la oscuridad
hasta llegar a la antorcha que estaba en una de las paredes. La encendió. Un gradual fulgor fue revelando la magnitud de
la cueva, cuyas paredes parecían susurrar un mensaje que databa de
tiempos remotos.
Con avidez, María recorría la inmensa cavidad con su mirada, hasta que un árbol, tallado en la piedra, le llamó la atención.
Sabiendo lo que ella contemplaba, Gabriel encendió un
enorme incensario de oro. Enseguida, el aroma dulzón se apoderó de la atmósfera,
envolviéndolos en un sutil mareo.
Mientras el sacerdote seguía con preparativos que parecían de un ritual, ella lo observaba en silencio. Cuanto más lo hacía, más
se agitaban sus entrañas. Sus pechos comenzaban a endurecerse y un
calor que nunca había sentido, cubría su pubis.
Las mariposas que revoloteaban en su vientre eran cada vez más; ya no podía dejar de desear que Gabriel la rodeara, no con un
solo y tímido brazo, como arriba, sino con los dos… y que la
estremeciera. Ya no podía estarse quieta. El humo dulzón le zarandeaba la
cabeza y las entrañas; y el murmullo de mujer que sentía salir del
árbol, la empujaba al desenfreno. —¿Qué significa? —le preguntó ella, señalándoselo.
Gabriel se volvió hacia María y notando que lo estaba
provocando con la mirada, le contestó.
—A este lugar lo descubrió Salomón. Era una cueva donde
se le rendía culto a Ishtar. Por eso es que está tallado el árbol. Es el
símbolo de la diosa. —¿¿¿La diosa de la fertilidad??? —exclamó María, entre
asombrada y horrorizada.
—Al rey le pareció que, si bien esa diosa no existía y su culto era una herejía, su mito de traer vida y fertilidad era hermoso –
justificó—. Ya demasiada muerte y castigo tenía su pueblo con el
justo de Yahvé —terminó ironizando.
Aquella respuesta le arrancó una sonrisa a María, que se quedó pensativa. Por algo Salomón había sido tan sabio, concluyó.
—«Debajo de un manzano te desperté…» —dijo ella y se
tapó la boca, avergonzada por el descuido. —¡Con que conoces «El cantar de los Cantares»! – exclamó
Gabriel, con una mirada cómplice—. No te preocupes, nadie debería
haberlo prohibido. Salomón le escribió al amor hasta el final de sus
días. Este era su lugar preferido. Aquí venía a concebir sus hijos y a componer sus versos… También a recordar un tiempo en que el
amor implicaba libertad y no castigo. ¿Quieres que te recite mi parte
preferida? —¡Sí!
—«Hermosa eres tú, oh amiga mía, como Tirsa; /De desear,
como Jerusalén; /Imponente como ejércitos en orden. /Aparta tus ojos de delante de mí, /Porque ellos me vencieron. /Tu cabello es
como manada de cabras /Que se recuestan en las laderas de Galaad.
/Tus dientes, como manadas de ovejas que suben del lavadero,
/Todas con crías gemelas, /Y estéril no hay entre ellas…» Mientras María lo escuchaba, su respiración se aceleraba.
Empezaba a experimentar el deseo carnal. Ahora comprendía aquello
que las qdeshas decían a escondidas: «El deseo es más fuerte que cualquier palabra de Yahvé».
Él podría haber seguido recitando. Pero la boca entreabierta
de su prometida, como jugosa fruta madura, le pidió sin palabras ese beso ávido que los envolvió y ninguno quería acabar.
Cargándola, con las piernas de ella envolviéndole su cintura,
Gabriel la llevó hasta el lecho que había preparado horas antes. Se
dejaron caer, con suavidad, en el mullido territorio del deleite.
Montados en desbocados caballos de pasión, recorrieron cada rincón
de sus cuerpos con instinto primitivo.
«Es cierto» pensó él en un momento, mientras un torrente de placer bullía en su interior, «Yahvé habita en este lugar y hoy me
muestra su mayor gloria».
Finalmente, ambos quedaron rendidos y un dulce sopor los durmió abrazados. Fue por poco tiempo…
Un ruido constante le arrebató el sueño a Gabriel. Muy suavemente, fue apartándose de María hasta que pudo
incorporarse sin despertarla. Cuidando de no hacer ruido, fue
siguiendo el eco de aquella respiración profunda. Venía de arriba.
Subió la escalera y cuando cruzó nuevamente el Velo
Sagrado lo encontró, durmiendo en un rincón.
Lo conocía bien, era Caifás, uno de los peores alumnos de la escuela. Las quejas sobre él ya lo tenían harto, pero éste siempre se
las ingeniaba para evitar su expulsión del Templo.
Mientras Caifás dormía plácidamente, la cabeza de Gabriel era un torbellino. Pensó en matarlo, pero sería peor. La sola idea de
un asesinato en el Lugar Santo le provocó un escalofrío.
De ninguna manera debía hacerlo. Lo que ahora ocurría
estaba escrito en la Profecía de la Alianza. Lo acababa de recordar. De repente, sus ojos se abrieron de par en par. Sólo había
algo que podía hacer. Era mínimo, pero aún así significaría desafiar a
la misma Profecía, algo que nadie se había atrevido. Mientras analizaba si lo haría o no, se puso en movimiento.
Tenía que actuar rápido o se arruinaría todo.
Regresó por su prometida. Debía sacarla cuanto antes de allí. Nadie debía saber de la Cámara de Salomón. Su existencia era un
secreto conocido por tres personas además de él… y ahora cuatro
con María. Demasiada gente para su gusto.
Mientras caminaba a paso largo, volvió a mirar hacia la
ventanilla del Lugar Santísimo. La estrella aún estaba allí y con su
parpadeo parecía pedirle auxilio desesperadamente. «No será aquí, en esta vida, que yo sea feliz», pensó. Se dejó
de lamentos. Ahora lo importante era salvar la vida de María.
Cuando por fin llegó hasta el lecho donde habían retozado, vio que ella continuaba durmiendo.
Contemplándola en silencio, volvió a pensar: «No será en
esta vida». Y esas palabras, como gélidas astillas, se clavaron en su
corazón. Todo lo que ocurría estaba vaticinado, lo sabía, ¡pero cómo
le dolía!
Como si quisiera despertarla sin hacerlo, Gabriel le tocó el hombro suavemente. Igualmente ella despertó sobresaltada,
recordando partes de un mal sueño.
Salieron del Lugar Santo escabulléndose entre los últimos
jirones de la noche, mientras Caifás seguía durmiendo profundamente.
Tan rápido como pudo, Gabriel dejó a María en el dormitorio
de las alumnas y luego fue al suyo. Una vez dentro, cerró la puerta y respiró profundo. Se acercó
a la amplia ventana y miró hacia afuera. Como siempre, admiró la
magnificencia del Templo, pero esta vez lo hizo con gesto opaco. Hoy sería la última vez que lo hacía.
Pero su vida nada valía en comparación con la de miles que
se salvarían.
La libertad de los judíos estaba en juego y la Profecía de la Alianza era el único recurso que tenían.
Meditando sobre ello, rezó una plegaria. Sacó una pequeña
vasija de un mueble. Se acercó nuevamente a la ventana y con su pensamiento le habló a Yahvé:
—Yo no sé si has permitido que mi semilla haya sido
sembrada hoy —comenzó a decirle mientras quitaba el tapón del recipiente—. Y si bien sé que nadie puede alterar la Historia que
escribes, al menos te ruego que me dejes cambiarle algunas palabras.
—De un solo trago bebió todo el contenido—. Confía en mí como
confío en Ti —concluyó. Y arrojó la pequeña vasija con todas sus fuerzas.
Siguiendo la trayectoria, su vista se topó con la Torre
Antonia.
—Sé que caerás —le dijo entre dientes al vecino bastión de la Bestia romana, lamentando no poder gritárselo.
Cuando Gabriel vio que la vasija había traspasado la muralla
del Templo, sintió su último y más grande alivio. Yahvé le había dicho que sí.
En un instante, su vista se nubló y a los tanteos pudo llegar
hasta su cama, donde cayó pesadamente.
Los dolores eran cada vez peores. Y a pesar de que debía seguir apretando sus dientes para no gritar, una sonrisa se asomaba
de tanto en tanto.
Acababa de hacer algo que no estaba predicho en la Profecía de la Alianza. Quizás no habían sido tan en vano las noches que trató
de encontrar un orden distinto en las tablillas.
***
En ese mismo momento, María daba vueltas en su cama.
Aún era temprano para comenzar el día y trataba de dormir, pero no podía. El sueño que había tenido en la Cámara de Salomón
volvía a su mente una y otra vez.
Esa cruz era mal presagio…