Download - Lecturas para segundo ciclo
LECTURAS PARA SEGUNDO CICLO
SEMANA DEL 18 AL 22 DE ENERO 2016
17/01/2016
EQUIPO DE BIBLIOTECA
Esta semana dedicaremos las lecturas a leyendas tradicionales españolas, algunas aparecerán por
provincias, otras son generales de España.
Sugerimos como actividades:
1º comprensión lectora.
2º Localizar las provincias de donde son originarias.
3º Calcular la distancia desde Montoro al lugar de referencia.
Estas actividades son sugerencias, si realizáis alguna otra, la comentáis.
Extraída de la Antología de Leyendas de la Literatura Universal seleccionadas por D. Vicente García de Diego
para Ed. Labor - Barcelona. 1953
El último rey godo, Don Rodrigo
LECTURAS PARA EL LUNES.
El último rey godo, Don Rodrigo - Leyenda española -
Estaba mediada la primavera, habían llegado los grandes calores y el jardín del
palacio del rey Rodrigo estallaba de verdor. Desde una ventana contemplaba
Rodrigo la dulce alegría de las plantas y la claridad de un estanque, que bajo un
espesor de arrayanes y jazmines espejeaba al sol. De pronto, una alegre
algarabía de voces frescas le llamó la atención. Por uno de los senderos de la
huerta, entre pensiles de espadañas y lirios, venían unas doncellas. Llegaron al
estanque, dejaron caer sus vestiduras y los cuerpos bellísimos resplandecían
llenos de gracia y de luz. Pero era la Cava, doncella hija del conde don Julián, la
que atraía sobre todo, la mirada de Rodrigo que, suspenso, la contemplaba. Salió
el Rey por una puertecilla al jardín, se aproximó al estanque y entre unas hiedras
y bojes se ocultó para ver más a su sabor. Salió la Cava del agua y sacudiéndose
las gotas, gritó a las compañeras para que vinieran con ella a reposar. El Rey
sentía estremecerse su cuerpo como abrasado por un loco deseo. Y de esta
suerte, enamorado perdidamente de aquella belleza henchida de dulces
promesas, regresó a sus estancias.
Vanamente trató de dominar su anhelo. Y así, como encontrase después de lo
contado a la Cava, le declaró su amor: «Desde que os he visto no vivo ni duermo
pensando en vos. Dad remedio a mi mal y pensad que la voluntad del Rey ha de
cumplirse siempre». Pero ella, burlando discretamente, rechazaba las amorosas
razones de Rodrigo y procuraba acortar las entrevistas. Estos fracasos
aumentaban la tristeza de don Rodrigo, cuyo ánimo estaba preocupado por algo
que le sucediera poco tiempo antes de haber conocido a la Cava.
Había, en efecto, tenido gran osadía al romper una secular prohibición.
En Toledo existía un palacio encantado, del cual se dijo siempre que era la Cueva
de Hércules. Rechazando los consejos de sus íntimos, el Rey entró en tal lugar.
Allí vio unos extraños y bellos tapices que tenían figuras de gente con trajes
extraños, amplias vestiduras y lienzos enrollados en la cabeza. Eran figuras de
árabes, bien los conoció don Rodrigo. Su ánimo había estado admirado, mas
pronto la admiración se convirtió en tristeza cuando leyó una inscripción en la
cual se decía que cuando alguien hubiese penetrado en aquella estancia, España
sería entregada al pueblo al que pertenecían aquellas gentes, así representadas
en los tapices.
Tal era la congoja que atormentaba a Rodrigo. Y a ella se unía el deseo de poseer
a la Cava. Al fin, una tarde bochornosa, estando tendido en su lecho, envió a
buscar a la linda muchacha. Esta llegó confiada en que el Rey no pasaría más allá
de las ocasiones anteriores. Mas, ¡ay, que se equivocó! Y cuando, pasada una hora,
salió la Cava de la estancia real, su semblante había perdido aquella dulzura
pueril que encantaba a la gente, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su
voz ronca por los reproches que hiciera al Rey, por los gemidos que exhalara.
Todo había sido inútil y su pureza se tronchó por la fuerza del loco deseo de don
Rodrigo. ¿De quién fue la culpa? ¿De ella, que no evitó antes la mala ocasión, o de
la voluntad malévola del Rey?
La Cava perdió su belleza. En su cámara lloraba y maldecía a quien tan duramente
le quitara la flor de su juventud. Y llena de rencor, escribió cartas a su padre, el
conde don Julián, que en Ceuta era gobernador de los godos, a fin de que
vengase la ofensa que se le había hecho. Grandes fueron el dolor y la ira de don
Julián al recibir las cartas de su hija; mas su venganza fue mala y traicionera,
porque tramó la destrucción de España. ¡Ay España, tierra hermosa, la más ufana
de todas! ¡España de los valles y los trigales, rica en veneros y filones, henchida
de óleo dulce y suave, deleitosa de frutales, bien guarnecida de castillos,
alegrada por el azafrán, ardiente de proezas! ¡Por un traidor serás destruida! El
conde don Julián escribió cartas al Rey moro diciéndole que si quería le
entregaría España. Y en España había también traidores como don Opas, que
odiaba a Rodrigo. Y así, de aquella fatal ocasión en que la Cava lucía su cuerpo,
¡maldito sea!, al aire cálido de la tarde, vino la ruina de España.
Dormía una noche don Rodrigo; a su lado, la Cava. Contrarios eran los vientos y
en un cielo profundamente oscuro brillaba la luna con triste resplandor. Soñó el
rey Rodrigo que dormía en una tienda de hermosos lienzos, sostenidos por
trescientas cuerdas de plata. Dentro, sentadas en el suelo, habla cien doncellas:
cincuenta tañían, cincuenta cantaban. Sus voces e instrumentos de extraño son
eran; el tono profundo, triste, como si un aire de callados lamentos viniera de
todos los campos de España. Y una doncella llamada Fortuna habló así:
«Despierta si duermes, rey Rodrigo. ¡Malos hados se ciernen sobre ti! ¡Ay, que
veo muchedumbre de gentes extrañas que caen como bandadas de cuervos sobre
los campos de tu nación! ¡Ay, que avanzan sus escuadrones destrozando a tus
gentes, matando a tus caballeros! ¡Despierta y ponte en guardia! ¡Es el conde don
Julián, por venganza de la deshonra que sobre su hija has echado, quien ha
abierto las fronteras!». Despertó lleno de congoja el rey Rodrigo y de pronto
llegaron mensajeros que le comunicaron que los enemigos estaban cerca. Montó
don Rodrigo a caballo y salió a combatir.
Junto al río Guadalete fue la batalla. Como las olas del mar chocan contra las
aguas del río en que en él desembocan, así chocaban los miles de árabes contra
los godos. Don Rodrigo, con la armadura abollada y la espada casi partida, subió a
un cerro y vio con dolor cómo apenas le quedaban guerreros: sus banderas,
rotas, desgarradas, tendidas por tierra. Y llorando amargamente, exclamó:
«¡Ayer era rey de España, hoy no lo soy de una villa!» Y cuando la noche hubo
llegado, el desdichado Rey huyó sin saber a dónde.
Huyendo de su desdicha, vagaba el Rey por campos y montañas. No quería entrar
en villas ni ciudades, no quería la sombra del encinar, ni el descanso junto al río.
Pasó entre trigales agostados, entre aradas secas, sobre prados sin rebaños;
pasó entre roquedales y llegó a las montañas más espesas, cerca de Viseo. Allí
encontró a un humilde pastor, a quien preguntó si habría cerca algún monasterio
en donde reposar. «No hay ni monasterio ni convento, contestó el pastor; tan
sólo una ermita cuidada por un santo varón. Está en lo alto de ese cerro». Y hacia
allí dirigió su cansado caballo el pobre peregrino. El pastor, compadecido al ver
su extremo estado de necesidad, le dio un poco de cecina y un trozo de pan duro,
que don Rodrigo comió llorando: recordaba los tiempos en que gozaba de buenos
manjares.
Llegó al fin a la ermita y se prosternó ante el ermitaño, que contaba más de un
siglo de edad. Hizo confesión de sus culpas, y el santo hombre, espantado, no se
atrevió a absolverle. Pero de los cielos bajó una voz que dijo: «Da la absolución a
ese penitente, mas en su misma sepultura». Entonces el ermitaño condujo a don
Rodrigo a una sepultura honda que habla allí cerca; dentro de ella se hallaba una
espantable sierpe de tres cabezas. El ermitaño metió al Rey en la sepultura y la
cerró. Cada día después le preguntaba: «¿Cómo te va, penitente». Y el Rey
contestaba entre terribles dolores: «Ya me come por donde más pecado había».
Al fin murió don Rodrigo, y en el mismo instante que expiró se oyó una alegre
sinfonía de campanas celestiales mientras las de la ermita tañían también solas.
Y el ermitaño comprendió que Dios había perdonado al último rey godo, y que el
alma del desdichado don Rodrigo subía a los cielos.
LECTURAS PARA EL MARTES.
La tragantía
- Leyenda de Jaén, España -
Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron los puertos del Muradal
con carros, cruces y caballos, el rey de Cazorla supo que iban a arrasar sus
posesiones y que todo intento de resistir por las armas el ataque de los
cristianos, resultaría inútil.
Desde el alto mirador del castillo, el monarca musulmán miraba cómo sus gentes
huían cargando en carros los enseres más valiosos. Bien preveía la suerte que
aguardaba a su pequeño reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los
cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran
rapiñar. Talarían árboles y viñedos, incendiarían el pueblo, arrasarían los
sembrados, cegarían los pozos y las acequias, y regresarían a sus tierras
cargados con el botín y arrastrando cautivos.
Por ello, el monarca había permitido el éxodo de sus súbditos hacia tierras más
seguras, de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. En poco
tiempo el reino de Cazorla quedó despoblado.
El último día, los hombres de la escolta real aguardaban impacientes en el patio
del castillo la orden de partida. Temían que las avanzadas de los cristianos
alcanzasen el valle antes de que ellos hubieran tenido tiempo de ponerse a salvo.
El castillo se hallaba completamente vacío y, sin embargo, el Rey se demoraba
dentro. Nadie sabía que el desdichado tenía un motivo para retrasar la salida:
había decidido que su hija permaneciera allí dentro, oculta en unas secretas
habitaciones, cuya existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de
alimentos y lucernas de aceite, así como de todas las cosas necesarias para que
no sintiera incomodidad alguna durante los pocos días que duraría su reclusión, el
atribulado anciano no acababa de resignarse a partir.
Cuando finalmente atravesó a galope tendido el puente de madera del castillo,
seguido por media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea
que humeara y la quietud era absoluta. Sus vasallos estaban a salvo.
Él no. Un certero lanzazo lo alcanzó en el cuello, derribándolo al suelo. En ese
mismo instante, del herbazal de la ribera surgió un grupo de ballesteros
apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Antes de expirar, el Rey quiso
inútilmente decir algo.
Era el día de San Juan.
Contrariamente a lo previsto, los cristianos no devastaron el valle. Se
establecieron en él y trajeron colonos de lejanas tierras, que le dieron nueva
vida.
En el silencioso y húmedo subterráneo del castillo, el silencio era casi perfecto.
Sólo lo quebraba el apagado gotear de las abundantes filtraciones de agua.
Envuelta en tinieblas, la princesa ignoraba la sucesión de días y noches.
Estremeciéndose de angustia cada vez que creía escuchar algún ruido, vagaba de
una estancia otra con una pequeña candela la mano.
A la zozobra de los primeros días sucedió la resignación y, luego, cuando se hizo
patente que el mundo se había olvidado de ella, la desesperación y el desvarío.
Las provisiones se agotaron, la lumbre se extinguió. Llegó el invierno y el frío se
hizo insoportable. Entonces la desgraciada muchacha se dispuso a morir bajo las
mantas de su oscuro lecho.
Lentamente cayó en un profundo y largo sueño.
Cuando se despertó, afiebrada, sintió las piernas heladas y doloridas. Quiso
frotarlas con las manos y se encontró con una piel áspera y escamosa, que le hizo
estremecerse de asco.
Con el tiempo dejó de sentir hambre y frío y una extraña resignación se
apoderó de su espíritu. Dormía casi permanentemente, sin moverse del lecho. Y,
poco a poco, sin terror ni angustia, aceptó el hecho de que sus extremidades
inferiores adquirieran un aspecto serpentino... hasta que comenzó a reptar a lo
largo del tenebroso subterráneo y a anillarse, entre silbos, en los pilares que
sostenían el techo.
Así fue como la desdichada princesa andalusí se transformó en la Tragantía.
En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de
hierro, que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada al
subterráneo donde el Rey ocultó a su hija, y se llega a él después de descender
por una larguísima escalera angosta. Juan Eslava Galán. Leyendas de los Castillos de Jaén.
Publ. Caja Rural Provincial de Jaén. Jaén, 1981.
LECTURAS PARA EL miércoles.
El gallo que canta después de asado
- Leyenda de La Rioja, España -
En la época de la gloriosa Reconquista española, cuando los cristianos luchaban
incesantemente contra la invasión árabe, para expulsar de nuestro suelo a los
enemigos de la religión, los soldados fieles que tenían la desgracia de caer
prisioneros de los moros invocaban en su cautiverio a Santo Domingo de la
Calzada, abogado de cautivos, que con su intercesión los libraba milagrosamente
de las cadenas, sacándolos de sus lóbregos calabozos y restituyéndoles su
libertad. Así lo atestiguan las numerosas argollas y cadenas de hierro que,
colgadas de los muros del monasterio, sirvieron para demostrar a las
generaciones venideras los milagros obrados por aquel Santo en favor de los
soldados cristianos.
Sucedió que en un encarnizado combate librado en tierras de Castilla, en la
Rioja, entre cristianos y moros, quedó prisionero de éstos un soldado español de
vida intachable y gran rectitud de conciencia. El prisionero fue conducido al
campamento moro y encerrado en un oscuro calabozo; allí le sujetaron con
gruesas argollas de hierro el cuello, las manos y los pies, cerraron la puerta de la
prisión con fuertes cerrojos y pusieron centinelas para que el preso no pudiera
evadirse.
El cautivo, desde el momento en que cayó en poder de los moros se encomendó
con gran confianza a Santo Domingo, invocándole para que le alcanzara su
libertad; constantemente repetía el nombre del Santo, llamándole en su ayuda,
sin recatarse para ello de sus guardianes.
Oyeron los moros cómo a gritos llamaba al Santo pidiéndole la libertad, y
quedaron intranquilos pensando que en realidad pudiera venir a librarle.
El jefe moro, acompañado de otros guerreros, alegremente se puso a comer,
saboreando exquisitos manjares, cuando llegó uno de los guardianes del cautivo a
comunicar al jefe sus inquietudes, diciendo: «Mucho me temo, mi señor, por las
continuas preces del prisionero a Santo Domingo, que el Santo venga a sacarle
de la cárcel y a devolverle la libertad».
El jefe se rió sarcásticamente al oírle y comunicó a sus comensales el absurdo
temor de aquellos guardianes que temían por la seguridad del preso, que estaba
tan bien guardado que era imposible se escapase. Y dirigiéndose a él, le dijo:
«Tranquilízate, que el preso no puede escapar; le he asegurado tan bien con
fuertes hierros, que es más fácil que el gallo que está asado en esta cazuela
cante, que no que el prisionero logre su libertad».
En aquel momento el gallo asado empezó a cantar fuertemente, mientras salía de
la cazuela y remontaba el vuelo. Los comensales, que habían oído las palabras del
jefe, quedaron aterrados ante aquel suceso sobrenatural, sin atreverse a
moverse ni a pronunciar palabra. Al instante llegó un centinela que con voz
trémula anunció que las puertas de la prisión se habían abierto por sí solas y el
prisionero había desaparecido.
Todos atribuyeron a Santo Domingo la milagrosa libertad del preso que con
profunda fe le invocara, convirtiéndose así al cristianismo algunos de los moros
oyentes, ante el prodigio obrado por Santo Domingo de la Calzada.
LECTURAS PARA EL JUEVES.
LA VIRGEN Y EL BANDOLERO.
Leyenda de la “Virgen de Zamarrilla”
Por José Antonio Molero
na de las figuras más controvertidas del bandolerismo malagueño es,
sin duda alguna, la de Cristóbal Ruiz, el “Zamarrilla”. Las fechorías que
se le atribuyen contrastan notablemente con los actos de caridad que se
le reconocen, y la trayectoria de su vida toma rumbos divergentes según quien
la refiera. En nada de cuanto se cuenta de este forajido, ni siquiera en la
forma como murió, hay unanimidad. Sin embargo, como contrapunto, la
azarosa vida del “Zamarrilla” se nos presenta indefectiblemente vinculada a
un portentoso suceso de cuyo protagonismo es creencia generalizada entre los
malagueños.
En efecto, el sorprendente
acontecimiento del que paso a
daros cuenta en las líneas que
siguen, está presente en el
sentir general de todos los
malagueños, aunque no exista
testimonio alguno que lo avale
fehacientemente; nada está
documentado, salvo escasas y
poco fiables referencias que
datan de años muy posteriores
a la vida del personaje, todo lo
cual induce a pensar, por consiguiente, que este insólito prodigio es hijo de la
prolija imaginación de las gentes, un caso más de un fenómeno cultural de
transmisión oral y que, como todo lo que se transmite de boca en boca, su
rigor histórico es cuestionable. No obstante, Cristóbal Ruiz, el “Zamarrilla”,
existió, de igual manera que existe la leyenda, y de esta realidad soy, como
U
Barrio de la Trinidad.
(Foto antigua)
malagueño, el primero en dar fe.
I
“Zamarrilla”, el bandido
Cristóbal Ruiz Bermúdez, el más temible y sanguinario bandolero que se
recuerda, vino a la vida un día de 1796 en Igualeja, pequeño pueblo escondido
entre los múltiples montes, cerros y colinas que conforman la Serranía de
Ronda, la espina dorsal de la provincia de Málaga.
Es fama que el “Zamarrilla” capitaneaba una cuadrilla de bandoleros de
similar calaña y que, bien armados de arcabuces, pistoletes y navajas, vivían
entregados al asalto de caminos, saqueando diligencias y robando a todos los
transeúntes que se les ponían al alcance, en la más absoluta impunidad.
Según cuentan los más viejos haber oído a sus abuelos, a pesar de sus
múltiples e indecibles desafueros, aquel bandido era un hombre humanitario
y menos sanguinario de lo que afirman los que no son de esa comarca. Se dice
que el “Zamarrilla” atracaba y robaba a los propietarios de grandes cortijos
para luego socorrer a los más menesterosos. Sus detractores aseguran, por el
contrario, que, en realidad, la ayuda que normalmente prestaba era sólo para
comprar el silencio de aquellas sencillas gentes, a quienes tenía amedrentadas
y de quienes se valía para aprovisionarse del necesario avituallamiento.
Asalto a una diligencia.
Sea como fuere, el “Zamarrilla”, además de asesinar a unos, robar a
otros y atemorizar a muchos, llegó a convertirse en una pesadilla de
alguaciles, ministriles y corchetes, a quienes provocaba continuamente con
sus temerarias fechorías, de ahí que todas las fuerzas oficiales de la época lo
persiguieran con afán y apareciese continuamente reclamada su cabeza en
pasquines a cambio de una considerable suma de doblones.
Además de la Serranía de Ronda, otras zonas de la provincia, como las
de Estepona, Marbella, Cártama, Grazalema, Cuevas del Becerro y Coín,
fueron testigos de extorsiones en sus haciendas y de secuestros de personas
adineradas o altos funcionarios de la administración pública, con el fin único
del cobro de un rescate.
En definitiva, gracias al instinto de felino y a la agilidad de ardilla de que
estaba dotado, no había ocasión en que el bandolero no lograse llevar a cabo
sus desmanes, sin que los agentes de la autoridad lograsen darle captura. No
había quien pudiese con el “Zamarrilla”.
Pero, como era de esperar, llegaron los momentos difíciles. El año de
1844 va a suponer un duro revés para el bandolerismo español: el mariscal de
campo Duque de Ahumada es encargado de organizar la Guardia Civil, nuevo
cuerpo creado para combatir la delincuencia.
II
¡Acorralado!
El “Zamarrilla”, nombre con que tradición recuerda a Cristóbal Ruiz,
debe ese apodo a una cruz, un hito que antes había en un punto del llamado
camino de Antequera, que los primeros habitantes del barrio de la Trinidad
habían levantado al final de la calle Mármoles, en una amplia zona
despoblada en la que crecía la zamarrilla, planta silvestre de escasa altura y
de flores blancas o encarnadas y muy aromáticas, similar a la manzanilla
campestre. Era tal la exuberancia de zamarrillas en ese terreno que los
antiguos lugareños bautizaron a la cruz con ese nombre, la Cruz de
Zamarrilla, nombre que luego heredaría la ermita que se levantó en el mismo
lugar para la veneración de la Virgen de la Amargura y con el que todavía se la
conoce en nuestros días.
Con la creación de una nueva institución para combatir el bandidaje,
hubo un tiempo en que el “Zamarrilla” y sus hombres se vieron tan acosados
y perseguidos por los miembros del nuevo Instituto, que la banda fue poco a
poco deshaciéndose. Los que no fueron aniquilados por el fuego de las
carabinas de los agentes del Gobierno en las quebradas de la sierra se
acogieron a las medidas de gracia concedidas por las autoridades, y el
bandolero se vio abandonado a su suerte y vagando en solitario. Cuando el
hambre le apremiaba, se veía empujado hacia las cercanías de la misma
Málaga, en cuyo barrio de la Trinidad tenía una novia, la cual, de noche, y
procurando no ser vista, proveía al perseguido de algún alimento.
La comandancia de la Guardia Civil de la ciudad de Málaga y de sus
comarcas no cejaba en seguir su pista y la Justicia, en aumentar el precio de
su cabeza: «La alimaña debía ser exterminada a toda costa», se oyó decir a
más de uno de estos funcionarios.
Cierto día en que, al amparo de las penumbras de la noche, acudía
confiado el “Zamarrilla” a la necesaria entrevista con su novia, alguien lo vio
correr a hurtadillas por aquellas apartadas casas de Málaga, hecho que puso
en conocimiento del comandante del acuartelamiento de la Guardia Civil.
Algo debió presentir el bandolero cuando, aquella misma noche, había
confiado a su novia la intención de ocultarse por un tiempo en algún
inaccesible escondrijo, durante el cual le pidió juramento de fidelidad, al que
ella, enamorada, respondió con la simbólica entrega de la rosa blanca que
adornaba su cabello.
Puesta sobre aviso, la Benemérita
Institución emprende de inmediato su
captura: «¡Vivo o muerto!», atajaba la orden.
Se movilizó una sección bien pertrechada,
que, a las órdenes de un teniente, se dirige a
donde se encontraba el forajido.
En medio de la más absoluta oscuridad
nocherniega, los agentes van tomando
sigilosamente una a una las solitarias
callejuelas trinitarias. Viéndose perdido, hace
un primer intento de romper el cerco
retrocediendo hacia la sierra que siempre lo
había ocultado tan generosamente. Pero esa
escapada era ya imposible: no había más solución que adentrarse en la
ciudad y perderse en el vericueto de sus callejas, ocultándose en alguno de
Enfrentamiento a tiros entre bandoleros y la Guardia Civil.
sus muchos callejones.
Pero el bandolero estaba acorralado. Sus perseguidores se veían muy
cerca. La situación era tan angustiosa que el desenlace fatal parecía
inevitable. No había salida posible para el “Zamarrilla”, el azote de los
caminos, diligencias, cortijos y ricos hacendados. Dentro de poco, el peso de la
Justicia caería implacablemente sobre él y pagaría con la horca todas las
fechorías que había cometido a lo largo de su atrabiliaria vida.
En una frenética y veloz carrera, sube por el atajo que lleva a la ermita,
se refugia en ella y se oculta donde se veneraba la sagrada imagen de la
Virgen de la Amargura. Era la primera vez en su vida que aquel desalmado
pisaba un sitio sagrado. Pero ya fuese por temor a la horca o movido quizá por
no se sabe qué irresistible fuerza, aquel hombre se postra de hinojos ante la
venerada imagen de la Virgen y le ruega, suplicante y temeroso, que le salve
de sus perseguidores.
Una última esperanza de fuga le hace mirar a uno y otro lado del sagrado
recinto, buscando infructuosamente una ventana o puerta por donde escapar.
Es entonces cuando, sin pensarlo, decide esconderse debajo del maternal
manto de la Madre de Dios.
En esos instantes, irrumpen apresuradamente en la ermita los agentes
de la Guardia Civil, que, meticulosamente y con toda clase de precauciones,
registran el recinto palmo a palmo, por todas partes, incluyendo el manto de
la imagen de la Virgen Dolorosa.
La sorpresa de los representantes de la Ley era inefable: a pesar de su
convencimiento de que el “Zamarrilla” había entrado en la ermita, no lograban
encontrarlo en ningún sitio. Parecía haberse esfumado junto a las lenguas de
humo que salían de las velas que iluminaban los pies de la Virgen. Era como
si se lo hubiese tragado la tierra. «¡No puede ser! ¡Es imposible!», clamaban
una y otra vez los funcionarios.
Cansado ya de su infructuosa búsqueda y seguro de la imposibilidad de
que el bandolero se hallase oculto en aquel santo lugar, el oficial al mando dio
la orden de abandonar la ermita.
III
El milagro
Convencido el “Zamarrilla” de que los miembros de la Benemérita se
habían marchado, sale de su escondite todo emocionado y tembloroso. Mira
detenidamente la sagrada imagen y, sin articular palabra, deja hablar a lo
más íntimo de su corazón, y, con las manos unidas y lágrimas en los ojos, le
da las gracias a aquella Virgen que lo había salvado de sus perseguidores.
Dos perspectivas de la Virgen de la Amargura: con la rosa blanca en el pecho (a la
izquierda), y con la rosa roja (a la derecha). Málaga no quiere olvidar el misterioso portento
que aconteció a aquel temido bandido.
(Ilustraciones: www.malagapenitente.blogspot.com | www.cofradesmalaga.com)
Y como persona agradecida, coge la rosa blanca que llevaba guardada, y,
con el ánimo entrecogido como nunca antes había sentido en su desaforada
vida, aquel temible bandolero, aquel facineroso sanguinario, despiadado y
duro de corazón hinca la rosa en su puñal y, poniéndose a la altura de la
Virgen, lo clava con suavidad en el pecho de la imagen para que la rosa blanca
se quedara sujeta. El alba flor ha quedado prendida en el pecho de la Madre
de Dios.
Con el corazón henchido de emoción y gratitud, reza de la manera que
nunca había hecho, clavando su mirada en los ojos de la imagen de María
Santísima de la Amargura. Se sintió confortado, con una paz interior
que jamás en su vida había sentido. El “Zamarrilla” experimentó en lo más
profundo de su espíritu una brisa fresca y purificadora que en ese momento le
hizo sentir la necesidad prioritaria de cambiar de vida, de ser mejor, un
hombre nuevo.
Es entonces cuando aquel hombre, que aún no había salido de esas
primeras emociones, contempla, entre el asombro y el miedo, que la rosa
blanca que un momento antes había prendido en el sagrado pecho de la
imagen... ¡se va tiñendo lentamente de un rojo tan intenso como la sangre!
Sobrecogido por lo que está viendo, toca la imagen pensando que se
había tornado humana. Con inusual ternura, le acaricia el rostro y
comprueba que sus lágrimas son simples gotas de transparente cristal y su
talla, de madera. Todo en ella es rígido armazón, nada hay de humano en ella.
Pero la flor, aquella rosa que hasta hace unos instantes tenía la blancura de
la nieve, continúa sangrando hasta... ¡quedar convertida en una esplendorosa
rosa roja!
Se dice que el “Zamarrilla” llegó a la firme convicción de que la Virgen
había cambiado el color blanco de la rosa por un color rojo vivo para hacerle
partícipe también a él del perdón de los pecados por la muerte de Cristo en la
cruz, pues ese color rojo era el símbolo de su redención de la sangre
derramada por sus víctimas.
IV
Penitencia y muerte
La tradición añade que el
“Zamarrilla” se entregó a la
Justicia y que asumió
convencido la condena
marcada por la Ley, pero que
no llegó a cumplirla
totalmente, porque fue ejemplo
de buena conducta para todos
sus compañeros durante el
tiempo de su encarcelamiento.
Los jueces, sabedores del
hecho milagroso de que había
sido objeto y atendiendo a su
buen comportamiento en
presidio, trataron de favorecerle en el gran deseo que éste manifestaba de
recluirse en un convento para el resto de sus días, entregado de pleno a la
oración y al cuidado de pobres y enfermos.
Y así se dice que aconteció. El arrepentido bandolero profesó en un
convento muy cercano al lugar en donde aquella Virgen recibía culto, y una
vez cada año, en el aniversario de su contrición, el que antes había sido un
temido malhechor salía, con el permiso de su prior, de su voluntario claustro,
bajaba por el antiguo camino de Antequera y se dirigía al oratorio de la
Señora, a cuyos pies depositaba una rosa roja de las que él mismo cultivaba
en el pequeño huerto del convento.
Una tarde, ya casi anochecido el día, cuando el “Zamarrilla” iba
caminando por la vereda que lo llevaba, como cada año, hasta la Virgen de la
Amargura, fue interceptado por unos salteadores, que, al no hallar en el fraile
dinero ni objeto de valor alguno, lo apuñalaron hasta darle muerte.
Alarmada al día siguiente la comunidad por su inusual tardanza, y
temiendo que le hubiese ocurrido alguna desgracia, salieron en su busca,
hallando el cuerpo del desdichado fraile todo ensangrentado en medio del
camino. Entre sus manos aún estaba la rosa de su ofrenda anual, que,
milagrosamente, había cambiado su color rojo por un blanco tan
resplandeciente que ni la sangre había manchado. Cristóbal Ruiz, el
Ermita de Zamarrilla.
(Ilustración: www.guiasemanasanta.com)
“Zamarrilla”, había culminado plenamente su expiación.
V
"La Virgen de Zamarrilla"
Todavía existe la ermita.
Hoy ha quedado,
prácticamente, en el centro de
la ciudad, y se la puede visitar
en cualquier momento, en la
seguridad de que se estará
acompañado de un buen
número de fieles a todas horas
del día y en continuo rezo,
muchos de ellos implorando
intercesión a la Madre del Cielo
para solventar un problema o
mitigar el dolor de algún mal
del cuerpo.
En más de una ocasión, por fechas de la Semana Santa, algunos fieles
devotos de la Virgen afirman haber visto, en medio de las flores rojas que
ornamentan el camarín de la Virgen, una rosa de extraordinaria blancura, sin
que nadie haya sabido dar una explicación de cómo pudo haber llegado allí.
En Semana Santa, en la noche del Jueves Santo, salen de este pequeño
templo los cofrades ataviados de capirotes rojos y túnicas blancas, tal vez en
memoria de los simbólicos colores de esa rosa blanca convertida en roja. Y
presidiendo el cortejo procesional, radiante ante la multitud de devotos, con
su espléndido manto y sobre un trono maravilloso que portan sobre sus
hombros dos centenares de malagueños, se eleva como flotando en el éter la
sagrada imagen de la Virgen de la Amargura, la «Virgen de Zamarrilla». En el
pecho luce una maravillosa rosa roja, sostenida por un puñal, evocando la
portentosa conversión de aquel temido y sanguinario bandolero.
Trono de María Santísima de la Amargura,
la "Virgen de Zamarrilla".
LECTURAS PARA EL VIERNES.
EL MAL DE OJO,
¿MITO O REALIDAD?
Por Diana Berbén Melgar
ojos son, quizá, la parte más expresiva del rostro humano y, desde tiempo inmemorial, han sido fuentes generadoras de numerosas supersticiones que
atañen tanto a su color como a la manera como se utilizan para mirar. En este escrito vamos a ocuparnos del aspecto que incuben a la mirada. A los órganos
de la vista en el hombre y los animales, no sólo se les reconoce la cualidad de transmitir los sentimientos más ocultos e íntimos de las personas, sino que ha sido y es creencia en todas las culturas que se conocen que también son capaces
de ejercer el aojamiento o la fascinación; es decir, lo que todos conocemos como el mal de ojo.
En efecto; en todos los lugares del planeta hay personas que creen que todo lo que les rodea (animales, plantas, personas) puede ser afectados por el mal de ojo. Pero ¿qué es el “mal de ojo”?
Una primera acepción del término nos dice que mal de ojo es la “enfermedad que se atribuye a la vista de alguno que mira con
ahínco o con ojos atravesados”; en principio, pues, el mal de ojo no es otra cosa que una
patología que afecta al órgano de la vista y que podría identificarse con el ‘estrabismo’. Pero quizá por el efecto de incomodidad (o rareza, si
se quiere) que produce en nosotros la mirada de un bizco, las gentes han extendido también la aplicación de dicho término (y así se recoge en el
DRAE) al “influjo maléfico que, según vanamente se cree, puede una persona ejercer sobre otra
mirándola de cierta manera, y con particularidad sobre los niños”. Así entendido, hablamos de una suerte de encantamiento, embrujo o hechizo que
algunos individuos ocasionan con su mirada a las personas, animales, plantas o cosas.
Según los terapeutas especializados en mecánica vibracional, el mal de ojo es una
enfermedad mental pasajera, resultado de la unión de las creencias personales con la falta de
propósitos en la vida y la depresión. Por otra parte, el científico ruso Alexander Gurvitch, en la década de los treinta del siglo pasado, llegó a la conclusión de que la mirada emite
una serie de rayos invisibles que afectan a las personas a las que va dirigida; de esta manera, con sólo mirar a una persona a los ojos, podemos sentir su poder, su malicia o, por el contrario, su ternura, candidez o bondad.
Por su parte, los seguidores de las artes mágicas y los muy dados a la
fenomenología paranormal afirman que el mal de ojo puede provocarse por medio de una formulación ritual, con el objetivo de que el afectado pierda interés por todo lo que le rodea, incluso por la vida, y llegue al extremo de verse avocado al suicidio.
La tradición nos ha dejado constancia de una creencia que afirma que el mal de ojo también puede llevarse a efecto a través de la relación sexual, cuando la
L
El mal de ojo es una suerte de encantamiento, embrujo o hechizo que algunos individuos ocasionan
con su mirada a las personas, animales, plantas o cosas.
víctima lleva a cabo el coito con una persona capaz de hacer maleficios. Desde muy antiguo, también se cree que una persona puede verse afectada de
aojamiento por medio de la mirada de una mujer jorobada, estrábica y embarazada.
El aojamiento y otras supersticiones de este tipo hallan un caldo de cultivo propicio en la creencia de muchas personas en la ‘mala suerte’, en nuestro natural
temor al infortunio o a la falta de una explicación o razón que justifique un mal acaecido.
Rasputín, un caso paradigmático de aojamiento
Un caso que suele argüirse como paradigma de este fenómeno maléfico podemos encontrarlo en la Historia, concretamente en el caso Rasputín, un monje
ortodoxo de la época de la Rusia zarista. Es conocido de todos el poder que este monje ejercía sobre todas las personas que lo miraban a los ojos, personas que caían, de inmediato e inevitablemente, bajo su influjo; estas personas eran
fascinadas por el clérigo de tal manera que quedaban desposeídas de su capacidad de libre decisión y albedrío. A título de ejemplo podemos traer a colación el
extraordinario control que tuvo sobre los últimos zares de Rusia, Nicolás y Alejandra, particularmente sobre esta última. En puridad, las razones de esta nefasta influencia habría que buscarlas en cuestiones de personalidad y otros motivos que ahora no vienen al caso.
El mal de ojo en la historia del mundo
El aojamiento es una creencia cuya
universalidad puede constatarse tanto en el espacio como en el tiempo. El conocimiento de este influjo maléfico
nos llega desde múltiples lugares del planeta (China, India, Filipinas,
Estados Unidos, Italia y España). Generalmente, el término es más conocido en las zonas litorales que en
las interiores, particularmente en las mediterráneas. Además, ha estado y
aún está muy presente en comunidades cerradas y marginales; así, por ejemplo, entre los gitanos no
integrados esta creencia se vive a flor de piel.
En cuanto al tiempo, se tiene constancia escrita de que este mal era
ya conocido en las civilizaciones aztecas y mayas. Además, algunos pueblos precolombinos afirmaban que
una persona podía ejercer mal de ojo a un enemigo si lo miraba masticando los
El ojo de la Luna que Set robó a Horus y que luego le fue devuelto por Tot, también llamado ojo de
Wadjet, era un amuleto popular muy utilizado como protección contra el mal de ojo.
granos de maíz que había depositado previamente en la boca de un cadáver.
En algunas zonas amazónicas, cuando el sacerdote o hechicero conjuraba a los demonios, los individuos miraban hacia el suelo para evitar que el mal cayese sobre ellos.
En el antiguo Egipto estaba tajantemente prohibido mirar a los ojos del faraón para así protegerlo de cualquier efecto maléfico con que se pretendiera dañarlo, y, como medida preventiva, se usaba el ojo de Horus como amuleto para impedir las malas influencias de los aojadores.
En la Roma clásica colgaban hojas de eucalipto a la entrada de sus casas para impedir ser víctimas de este maleficio y la tradición aconsejaba no mirar a un reo que estuviese sangrando a fin de evitar que su dolor y su rabia provocasen en ellos
el aojamiento. En Grecia, por su parte, se utilizaba aloe y mirra para combatir este mal.
En España, la creencia fue introducida en tiempos de la dominación árabe y aún pervive, particularmente en las zonas rurales y apartadas. En las grandes
urbes, esta creencia se abre paso con bastante dificultad y sólo afecta a niveles culturales muy bajos y a grupos marginales.
El mal de ojo en la literatura
Ciñéndonos someramente a la literatura española, podemos ver cómo algunos de nuestros autores se han hecho eco de este maleficio dejando testimonio de su
existencia y efectividad en alguna de sus obras. Así, en el Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita se habla de que el ojo de una zorra tiene propiedades curativas sobre la fascinación. En el Libro del aojamiento o fascinología de Enrique de
Aragón, Marqués de Villena, se expone un gran número de signos que presentan los afectados por el mal de ojo. Por contra, otros autores niegan su efectividad al
referirse al fenómeno; tal es el caso de Benito Jerónimo Feijoo, quien, en su obra El teatro crítico, niega la eficacia real del mal de ojo. Igualmente, Mariano
Benavente es autor de un tratado en torno a este maleficio en el que ridiculiza a todas las personas que creen en él.
¿Quiénes son los aojadores?
La tradición considera a las mujeres que están menstruando como aojadoras, lo cual guarda relación con la imagen que tenían los antiguos semitas de la mujer sin hijos, ya que la esterilidad era considerada como una gran desgracia e indicio de una maldición divina.
Otros afirman que los individuos portadores del maleficio presentan unas características especiales que permiten identificarlos. Así, los aojadores son envidiosos convulsivos, celosos en extremo, tienen deseos inconfesables y sienten
abominables tendencias; y las precauciones deben extremarse con ellos, pues son capaces de ejercitar sus malas artes simplemente mirando a alguien o a algo a la vez que lo alaban.
En la tradición oriental y en Andalucía se cree que la persona de ojos azules, o
la que tenga una vena en el entrecejo o dos pupilas en uno o ambos ojos está dotada para el ejercicio del aojamiento. Está muy extendida la creencia de que este
mal se inocula por el aliento, beso, tocamiento y mirada de algunos individuos, al tiempo que menciona unas palabras determinadas.
Antiguamente, se culpaba de este
mal a los diablos, a los duendes y a las brujas, pero en la actualidad, cuando ya parece que hemos
superado la creencia en estos seres y los tildamos de ficticios, les echamos
la culpa a ancianas que observan un comportamiento anómalo y a las gitanas. Es curioso que, en tiempos
pasados, se creyese que la luna era capaz de causar este mal.
Las aojadoras eran consideradas personas perversas y dignas de la
muerte por causar graves daños a los demás. En Europa, todas aquellas
personas a las que se les descubrían signos de aojadoras eran quemadas en la hoguera durante la Edad Media. A mediados del siglo XVIII, la Inquisición puso fin a la vida de la desaojadora Ana Muñoz, conocida como ‘la Rata’, oriunda de Teba (pueblo malagueño).
¿A quién afecta?
Como se ha dejado constancia al comienzo, los principales afectados por el
mal de ojo suelen ser los niños pequeños. Los síntomas que presentan son falta de apetito, desinterés por lo que les rodea, ensimismamiento, inmovilidad, sueño constante, llanto sin motivo, fracaso en sus relaciones sociales, dolor de cabeza fuerte y distracción en la escuela, entre otros.
Detección y tratamiento del mal de ojo
Para averiguar si una persona está afectada por el mal de ojo, podemos aplicar
varios procedimientos como examinar el pelo de la persona en cuestión, ‘pasar el agua’, hacer una ‘ahumada’ o la prueba del aceite y el agua. Consideremos estos
medios, pero téngase en cuenta que sólo puede llevarlos a cabo con eficiencia una persona dotada de de tal don, que, en Andalucía, normalmente, suele ser una mujer.
Para examinar el pelo, se echa un mechón de su pelo en un vaso de agua con
aceite. Si el aceite desaparece, es señal de que el mal está en él; procede, pues, ponerlo en conocimiento de una desaojadora para la sanación de la persona afectada.
El procedimiento de ‘pasar el agua’ o ‘agua del alicor’ ha de llevarlo a cabo una
desaojadora, la cual se santigua delante del enfermo y ordena que se vaya a los demonios que ocupan aquel cuerpo. A continuación, deja caer un trozo de alicor situado al borde de la jarra de baño en la que se encuentra el agua. Si se forman
burbujas rodeando dicho trozo, la persona estará afectada por el mal. Finalmente, si se confirma el aojamiento, se le dará el agua de alicor para que beba y pueda
Una pata de conejo blanco en un eficaz medio de
protección contra este maleficio.
sanar.
Hacer una ‘ahumada’ pone fin rápidamente al mal de ojo mediante la
inspiración del vapor que se desprende de la quema de granitos de pólvora, suela de zapatos viejos, ramas de laurel, estiércol (porcino) y granitos de mazorca.
En la prueba del aceite y el agua se echa aceite en una vasija con agua y se analizan las gotas formadas, cosa que
sola la persona desaojadora puede llevar a cabo.
Una vez que el afectado es diagnosticado, puede recurrirse a
múltiples remedios para su sanación; estos procedimientos puede ponerlos en
práctica cualquier persona, siempre que la aojadora así lo recomiende. Por ejemplo: poner un lazo rojo en la cuna del
bebé, colgarle un papel con un versículo del Evangelio en el cuello, arrojar a un
tejado una planta de torvisco en forma de cruz y del mismo peso que el afectado o solicitar las oraciones de las llamadas ‘saludadoras’ y ‘graciosas’. Es creencia que las mujeres así llamadas tienen este
don porque nacieron en Jueves o Viernes Santo, o son gemelas, o han nacido con una cruz bajo la lengua o lloraron tres veces durante su desarrollo fetal.
Prevención del mal de ojo
Si queremos prevenir el aojamiento, podemos llevar encima un amuleto, como puede ser una cruz de madera, metal, hueso o palma sujeta con un hilo rojo; si se intuye que alguien va a hacernos el maleficio o se presente que nos lo están
haciendo, la cruz se puede hacer con los dedos en ese mismo momento. Otro medio de protección consiste en llevar consigo una herradura usada; como medida
protectora de una casa, podemos fijar esa herradura en la puerta. Es muy eficaz también llevar consigo unas tijeras abiertas, una pata de conejo, alguna pieza de cristal y azabache, cuentas de ámabra, una rama de higuera, un cuerno de ciervo,
una mano de tejón o la llamada mano de Fátima. El Marqués de Villena, en su Tratado del ojo, recomienda un sinfín de remedios para evitar el daño causado por el mal de ojo.
En las líneas anteriores he hablado de recitar oraciones o ‘ensalmos’. Es curioso saber que las que recitan las aojadoras han sido aprendidas por transmisión oral, pasadas de madres a hijas, de una a otra generación, y, aunque
en ellas se hace referencia a la Virgen María, a la Santísima Trinidad y a todos los Santos, no son las canónicas, esto es, las que se aprenden en catequesis y las Iglesia nos enseña. Por otra parte, para que sean realmente efectivas, es condición
inexcusable que esta transmisión se haga el Jueves o el Viernes Santo de la Semana Santa.
Amuleto piramidal de mármol utilizado como protección contra el mal de ojo.