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XIII Certamende literatura «Miguel Artigas»
Manuel Arriazu Sada
Este fue el texto con el que justifiqué la leyenda de la yaya Blanca.
«La yaya Blanca.
Esta leyenda, según tengo entendido, procede de un pueblecito perdido entre montañas, prácticamente
inaccesible y olvidado que se llama Guayuna. Se encuentra próximo al valle de San Jerónimo, en
Perú, a considerable distancia de la carretera que une Chiclaya con Chachapoyas, alejado de todo
vestigio de modernidad. Existe en Guayuna una leyenda ancestral que habla de esta yaya Blanca que
despertaba para regir los destinos de su familia, en realidad la práctica totalidad de sus habitantes.
Habla también de su final inesperado. El pueblecito hace ya tiempo que dejó de ser y el tiempo va
borrando la memoria de las gentes y de este modo va borrándose también la memoria de la yaya
Blanca, que parece como si jamás hubiera existido. El tío Ceferino Rojas, que se dice descendiente
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lejano de aquella yaya olvidada, me la contó tal y como yo se la cuento. Al menos tal y como yo
recuerdo que él me la contó.»
Si alguien busca no encontrará el pueblecito del que hablo. Simplemente no existe. Existen otras
partes que se citan, allá por Perú, pero se añadieron con el único fin de dar verosimilitud a lo que se
iba a narrar. Tampoco existe Ceferino Rojas (Rulfo tenía su tío Celerino) y toda la historia es pura
ficción. Todo es puro cuento. La yaya Blanca, en todo caso, es la historia del olvido paulatino de
nuestras raíces.
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La yaya blancaHipólito Esperado
Nadie recordaría años más tarde haber sido testigo del momento en que Blanca Domitila del Dulce
Nombre de Jesús, la yaya Blanca, mi tatarabuela, vieja y centenaria ya, sufrió aquel ataque de apo-
plejía que hizo pensar a todos en su final. Ni siquiera don Lucio Lagua, el médico, que solía girar
visita muy de cuando en vez por la aldea, casi siempre a causa de alguna enfermedad inoportuna y
persistente para la que raramente traía remedio, supo jamás explicarse la naturaleza intermitente de
su sueño. Porque más que un mal que le aquejase y amenazara seriamente su salud, parecía eso, un
sopor tranquilo en el que quedó sumida y del que, sin aviso previo ni señal alguna que indicara que
estaba a punto de suceder, despertaba para recuperar la conciencia y la lucidez. La que nunca per-
dió a pesar de la edad y los achaques. En realidad, don Lucio Lagua había conocido a doña Blanca
Domitila del Dulce Nombre de Jesús ya encamada y nunca fue testigo de uno de aquellos episodios,
por lo que jamás creyó a quienes le hablaron de aquel extraño fenómeno que le hacía despertar cada
cierto tiempo para caer al poco, tan inesperadamente como despertó, en un sopor profundo. Aunque,
por otro lado, ni siquiera se atrevía a cuestionar nada a causa del sorprendente fenómeno que de por
sí representaba ya que anduviera aún con vida. Si aquello era vivir. Nadie se arriesgaba tampoco a
aventurar la verdadera edad de la yaya Blanca porque llegó un momento en que nadie había vivo en
la aldea con la edad suficiente como para recordar haber oído hablar de su nacimiento. Nadie recor-
daba haber conocido a la yaya en un estado diferente al de la postración en la que se hallaba. Para
entonces los archivos de la parroquia donde los sacerdotes anotaban cuidadosamente los bautizos
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y bodas se quemaron. Ardieron como la yesca en un incendio que arrasó el templo y desplomó el
techado. Nada quedó de ellos. Ni rastro. Nos quedamos sin su memoria de tinta.
Recuerdo a la yaya Blanca, a doña Blanca Domitila del Dulce Nombre de Jesús, de la que doy por
supuesto que fue mi tatarabuela, por poner entre ambos un parentesco, ya que seguro nada hay,
siempre acostada en su cama de madera de nogal oscurecida por el paso del tiempo, con su cabezal
de balaustres torneados, su cabeza hundida entre almohadones de lana y fundas de lino de un blanco
crudo, su pelo blanco azulado, como una corona de fuego frío, su rostro chupado y exento de color,
los ojos cerrados. Su alcoba se hallaba siempre sumida en una penumbra cálida, como empapada en
una niebla oscura que descendiera del techo y que sólo se viera vencida en las proximidades de la
ventana, con sus cuarterones permanentemente entornados y su visillo de encaje filtrando los esca-
sos rayos de sol que lograban burlar tanta prevención hacia la luz. Su cuerpo se hallaba consumido
igual que una candela. Apenas si era una piel transparente pegada a su cuerpo magro. Puritita piel y
hueso. Ya nadie se preguntaba la razón de su longevidad, del mismo modo que todos aceptábamos
el fenómeno de sus pérdidas y regresos de conciencia como algo tan normal como un nuevo ama-
necer; aunque nadie supiera explicarse qué podía ser lo que lo activaba para hacerle despertar de su
letargo, ni la razón por la que, casi sin sentir, se iban espaciando más en el tiempo, aunque no siem-
pre. Simplemente sucedía. Su despertar ya no provocaba espanto. El espanto que por fuerza hubo
de provocar en las primeras ocasiones. No era de extrañar. Pero ya no. De pronto, en mitad de la
noche, abría los ojos y se escuchaba su voz reclamando atención. «Francisco José, Francisco José»,
llamaba. Pero aquel a quien reclamaba no podía acudir a su requerimiento. Si acaso, el primero en
acercarse y dar la luz de la alcoba de la yaya Blanca, que acababa de despertar, le informaba de que
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Francisco José no estaba, no estaba ya, hacía mucho tiempo que partió. Todos en la casa sabíamos
que debíamos hacerlo así. Aunque eran muchos también quienes ignoraban quién podía ser ese
Francisco José cuya presencia requería la yaya Blanca apenas despertaba de su trance. Y a pesar
de la hora intempestiva, la casa se convertía de pronto en un hervidero de gentes que se afanaban
en las tareas más diversas que del despertar intempestivo de Blanca Domitila del Dulce Nombre de
Jesús se derivaban. Pero antes que nada, cada cual sabía que debía pasarse por la alcoba de la yaya
con el fin de darle la bienvenida. Ella no decía nada. Se limitaba a mirar y a sonreír levemente. Lo
primero de todo la acicalaban. Nos recorría con la mirada, viéndonos pasar frente a sí, asintiendo.
Mira yaya, dijo mi madre aquella primera vez, este es Julián Jesús. Todos querían saludarla. Al
final, por razones de orden que todos comprendían, una de las mujeres de más edad de la casa era
la encargada de, mientras pasaban, ir recordando a la yaya Blanca la identidad de toda su parentela,
pues solía ser frecuente, cada vez más, que no la recordara. Se sentaba a su cabecera, y con la yaya
Blanca apenas incorporada sobre los almohadones, iba desgranando su retahíla de nombres y paren-
tescos. Mira yaya, éste es Alfonso Aventino, hijo de Justo Manuel Pablo y Leonora María, nieto de...
Hasta que la yaya Blanca caía en la cuenta, o hacía que caía con tal de no entorpecer el flujo de los
que esperaban a la puerta amplia de su alcoba. «Ya», decía. Extendía su mano y ya reconocido se
acercaba todo lo posible para depositar su beso en el pergamino transparente del dorso de la mano
leve de la yaya Blanca, recorrido por toda una geografía de ríos como de tierra fértil, un beso que
en los labios sabía a frío. Ella siempre hacía un comentario. «Has crecido». «Te pareces a tu padre».
«Qué guapa». Siempre había alguien para el que era su primera vez. Entonces la presentación se
demoraba más allá de lo estrictamente necesario. Mira, le decían, esta es tu yaya Blanca Domitila
del Dulce Nombre de Jesús. Y ella le pedía, «Acércate». Y cuando lo tenía a su altura la yaya Blanca
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realizaba su imposición de manos, con las palmas abiertas sobre su cabeza, mientras le miraba a los
ojos escudriñando en las facciones de su rostro, como si de este modo lo aprehendiera, lo hiciera
suyo. Después le decía, «Ya».
Blanca Domitila del Dulce Nombre de Jesús despertaba de su trance como si en realidad lo hiciera
de un sueño apacible cuya duración no hubiera ido más allá de unas horas, nada extraordinario o fue-
ra de lo normal. Era capaz a partir de ese momento de pasarse las horas muertas recibiendo la visita
de todos y cada uno de sus parientes, de los habitantes de esta casa que siempre fue suya. Una vez
cumplido este trámite inevitable, a la yaya Blanca le asaltaba un hambre atrasada que todos sabían
habría que satisfacer de inmediato. Esa era la razón por la que la cocina, a partir de su despertar, se
convertía en un bullir de gentes que se afanaban en conseguir y preparar los guisos más inverosí-
miles, aquellos que sabían agradaban más a la yaya Blanca, condimentados al modo tradicional, ya
en desuso, cuya memoria se conservaba en aquella casa con el único fin de complacerla a ella. Se
preparaban caldos de carne, sustanciosos y densos, locro de papas, encocados de camarón, pescado
encebollado, fritada quiteña, empanadas de viento y de morocha, pan de yuca, sancocho, dulce de
tres leches, mermelada de higo... todo con tal de satisfacer su apetito y sus preferencias. Ella iba
probándolo todo, aunque sólo comiera de aquellos que más le satisfacían. Parecía traer un hambre
de siglos, un hambre atroz que llevaba horas calmar. Porque aún así, la yaya Blanca comía despacio,
muy despacio, casi con parsimonia y, conforme lo hacía, el color de la piel le iba regresando y se
tornaba de un rosa desacostumbrado.
Para entonces amanecía ya y comenzaban a llegar a la casa los parientes de la yaya Blanca que
vivían en otras aldeas, algunas lejanas. Llegaban familias enteras, montados en acémilas, en carri-
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coches tirados por borricos, andando los más. Nos hemos enterado, decían, y nos hemos puesto en
camino. Traían algunos presentes para ella, lo primero que les vino a mano, porque querían agasa-
jarla y sabían también que no había tiempo que perder si querían hallarla despierta, cosa del todo
imprevisible. De modo que el ritual de la presentación seguía sin que la yaya Blanca pensase en
interrumpir su comida. A nadie se le hubiera ocurrido echárselo en cara. En la habitación se amonto-
naban regalos de todo tipo, salvo aquellos cuya naturaleza perecedera hacía lógico fueran llevados a
la cocina para convertirse en guiso, pues sabían también que aquella multitud permanecería allí por
unas horas, tal vez días, y habría muchas bocas que alimentar.
Como podían se iban acomodando en el patio exterior, bajo el cubierto, al abrigo de las tapias,
en espera de que fuera ella quien les hiciera llamar a su presencia. No siempre sucedía, pero no
acudir presto a su llamado se hubiera tomado como una desconsideración hacia ella, mucho más
una ofensa. La yaya Blanca no merecía algo así. Afuera el ambiente de fiesta era contagioso. Todos
aprovechaban para saludarse, para interesarse por cómo les iba a los demás. La ocasión propiciaba
todo tipo de encuentros y presentaciones y el bullicio era tan grande que era frecuente que desde
el interior de la casa mandasen callar, que allí no había quien se entendiera y la yaya Blanca podía
enfadarse, un poco de consideración podían tener, hombre. Todos hacían caso. Si algo molestaba
a la yaya estaba claro lo que debía hacerse. Pero aunque tenían voluntad de enmienda, al poco el
griterío era el mismo que antes. Sólo la aparición en el patio de las ollas con la comida, sobre las
largas mesas montadas, hacía que las conversaciones se moderasen ya que las bocas andaban a
otro entender. Al poco, el sopor de la siesta hacía posible una paz que hasta entonces se hubiera
antojado imposible.
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Era a media tarde cuando alguien asomaba desde el interior de la casa para anunciar que la yaya
Blanca estaba dispuesta a escuchar las demandas de quienes desearan hacerle partícipe de ellas. En
realidad eran legión. Todos esperaban este momento. Sólo unos pocos podían permitirse el lujo de
ponerse en camino y regresar a sus hogares tras saludar a la yaya, sin esperar a nada más. El que
más y el que menos, tenía siempre una petición que hacerle, una queja que presentarle, un ruego,
un consejo que pedirle... siempre había algo. Esperaban, además, porque no era infrecuente que la
yaya Blanca terminase por anunciar algún hecho trascendente para todos, alguna premonición que
siempre acababa por cumplirse. Sus predicciones tenían la virtud de venir hilvanadas en palabras
que a veces era necesario interpretar; y la interpretación de lo que la yaya Blanca había dicho, o
lo que alguien decía que la yaya Blanca había dicho, o lo que cada cual había oído decir a la yaya
Blanca, que no siempre coincidía, o lo que todos creían que la yaya Blanca había querido decir, cosa
en la que siempre aparecían diferencias de parecer, significaba siempre un reto que todos estaban
dispuestos a asumir, sin importarles que otros pudieran sospechar que andaban arrimando el ascua a
su sardina, puesto que todos lo hacían.
Blanca Domitila del Dulce Nombre de Jesús se sometía entonces a una audiencia interminable de
asuntos ajenos que ella tomaba en consideración como propios. “A ver, Bonifacio, en qué te puedo
ayudar”. Y Bonifacio se lo explicaba, la cabeza gacha, porque intuía que la yaya Blanca recibiría
aquella tarde pedidos imposibles. Como Bonifacio, un ciento. Unas veces era la disputa con otro
pariente a causa de asuntos de las lindes de un campo, la promesa que alguien hizo y que se quedó
sin cumplir, una deuda negada que nadie pensaba abonar, un préstamo cuya devolución alguien exi-
gía en el peor momento, la compra de un hatajo de vacas, la venta de las mismas vacas, el permiso
para una boda que el padre no daba, dónde construir una casa, si vender la vieja o conservarla, cómo
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arreglárselas para dar estudios al chico que valía, qué sembrar la próxima cosecha, cómo salir de un
apuro, que siempre los había,... en fin, mil temas que la yaya Blanca escuchaba con atención y para
los que, igual que un oráculo, impartía su sentencia. A quién se le ocurría, pelear con los suyos, y me-
nos por cuatro tormos de tierra, no tenía sentido exigir el cumplimiento de lo que alguien prometió
si jamás pensó hacerlo, exigir con paciencia, pagar lo que se debe, cobrar lo que a uno se le adeuda,
confiar en quien te promete, desconfiar de quien nos ablanda el corazón y más tarde nos niega, com-
prar a precio tasado, vender con ganancia justa, escuchar la voz de los mayores, hacer caso a la voz
del corazón, buscar terreno firme, conservar la casa de tus mayores, no reparar en venderla ante la
necesidad, sacrificarse por el que saldrá adelante y tiene posibilidad de progresar, sembrar frijoles, o
habas, luchar contra corriente... Los consejos de la yaya Blanca eran siempre los mismos, y siempre
se escuchaban como si en realidad fuera la primera vez que se pronunciaban. En raras ocasiones la
voz de la yaya tomaba un tono recriminatorio, sólo en casos excepcionales. Era curioso constatar
que todos parecían conocer de antemano la opinión de la yaya, pero necesitaban oírla de sus labios
para estar seguros de no errar el camino. Al final del día la yaya Blanca parecía exhausta. Sin em-
bargo no dormiría, aún no. Nadie conocía el momento en que le había de sobrevenir de nuevo aquel
sopor que la haría permanecer en su limbo silencioso durante otro periodo de tiempo cuya duración
nadie se atrevía a pronosticar.
Acomodar a tanto huésped para pasar la noche significaba un problema de intendencia que sólo
en la buena voluntad de todos podía hallar solución. Cada cual se las valía. Las camas de todas las
habitaciones de la casa representaban un lujo escaso que los afortunados no podían sentir sino con
un algo de remordimiento a causa de una suerte que, de modo tácito, solía recaer en los más débiles.
Aunque no siempre. Antes de anochecer los suelos de las alcobas, de los pasillos, de los graneros,
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se habían convertido en dormitorios generales en los que, caso de urgir una necesidad inaplazable
e imperiosa, tenía uno que andar con cien ojos para no poner los pies allí donde más dolía. A media
noche la yaya Blanca era la única capaz de seguir despierta y velar por todos. Era entonces cuando,
sin necesidad de que nadie se lo pidiese, pronunciaba en voz alta algunas frases que repetiría durante
toda la noche, con ligeras variantes, a intervalos de tiempo también impredecibles. Durante toda la
noche su voz las repetía. De modo que no era extraño que cada cual le hubiese escuchado decir algo
igual y distinto al mismo tiempo, dependía sin más del momento en que uno se desvelase, aturdido
por el rumor monótono de su voz. La última vez que la escuché repetía una y otra vez una palabra
«agua» y varias mujeres le acercaron un vaso y una jarra creyendo que pedía de beber, pero la sed
de la yaya nada tenía que ver con el agua. Finalmente tomó uno de los vasos que se le ofrecían y lo
aproximó a sus labios, mojándolos apenas.
Al amanecer había ya quien barajaba interpretaciones de todo tipo y condición para lo escuchado.
Pero allí, a pesar de que seguían llegando parientes rezagados, todo había terminado para la mayo-
ría. Todos comenzaron el regreso a sus casas, con la seguridad de haber cumplido algo mucho más
importante que un deber. Poco a poco la casa fue quedando vacía y los que nos quedamos tratamos
de poner un poco de orden en todo aquello. A media mañana una de las mujeres salió a toda prisa de
la alcoba de la yaya Blanca y todos comprendieron lo que pasaba porque la oyeron decir: «Ya está,
ocurrió de nuevo.» La yaya Blanca Domitila del Dulce Nombre de Jesús acababa de entrar una vez
más en el sueño apacible de quien nada teme, ni siquiera a la muerte. «Se acabó, ya está», repetía, «la
yaya duerme de nuevo.» Y todos sabían que nada existía capaz de hacer regresar a la vida a Blanca
Domitila del Dulce Nombre de Jesús.
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A veces ocurría que, rezagados por mil razones, aparecían entonces otros parientes que acudían al
reclamo de su despertar. Llegaban, solía suceder, de lejanos lugares, muchos días de camino, o era
simplemente que no se enteraron hasta un par de días atrás. Todo eran lamentos. Pero nada podía
hacerse ya. Tendrían que regresar por donde llegaron, con el alma triste por no haber conseguido
hallarla despierta todavía, de haber llegado tarde para saludar a la yaya, para pedirle consejo, para
escuchar su voz, sus palabras, aquellas a los que algunos atribuían cualidades proféticas. Y no era
lo mismo enterarse por boca de otros. No señor, no era igual. Tendrían que darse la vuelta y esperar
la siguiente ocasión. Si sucedía de nuevo. Esa ocasión que, de suceder, nadie conocía ni el día ni la
hora en la que se había de producir. Podían transcurrir meses antes de que sucediera, tal vez un año,
tal vez más. Quién podía saber. Porque cada vez tardaba más en despertar la yaya Blanca.
Meses más tarde de aquella última ocasión, todo seguía igual. La yaya Blanca dormía aquel sueño
profundo igual que una sima del que nadie en la casa podía aventurar sino dudas y suposiciones.
También conjeturas. Ninguna certeza. Sólo que en esta ocasión comenzó a ser obvio que su sopor
se prolongaba más allá de lo que era de esperar. Seguía su respiración acompasada, apenas un hilo
de aliento, sin dar muestras de ir a abrir los ojos nunca más. Transcurrió tanto tiempo que nadie
esperaba ya que volviera a suceder jamás. Don Lucio Lagua, el doctor, dejó de interesarse por su
estado. Ni siquiera preguntaba ya por ella. De modo que todos comenzamos a olvidar que la yaya
Blanca seguía allí. Si acaso a alguien se le ocurría entreabrir, por curiosidad o equivocación, la
puerta de su alcoba, cerrada desde hacía tanto tiempo, la cerraba de golpe con la certeza de haber
trasgredido alguna norma no escrita de la casa. Y, si acaso, todo lo más, caía en la cuenta y por un
instante recordaba.
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Aquella primavera el cielo se abrió en canal para llover sobre los campos, sobre los bosques, sobre
las cimas de los cerros altos del norte del valle, un mar que buscó los cauces y los hizo salir de madre
hasta alcanzar las tierras de labor y las aldeas. Semanas duró aquel llover. Llovió, seguía lloviendo,
como jamás nadie recordaba que lo hubiera hecho, sin dar respiro ni tregua. Hasta que una tarde
apareció en el pueblo, montado en su acémila, Teodoro Coronel, que, calado hasta su piel de rana,
chorreando agua su sombrero, rebosando las botas, completamente aterido bajo su capa empapada,
llamó a todas las puertas gritando, que llegaba el torrente, que la corriente había hecho restaño en
el puente de los escorrederos, tres leguas aguas arriba, hasta cegarlo, y el agua se había entibado,
que no aguantaría por mucho más tiempo, que había que salir de allí. ¿Salir? ¿A dónde? A la loma
del Batidero, a la cueva de Dosmadres, no quedaba otra. Y todo el pueblo se puso en marcha, de-
prisa, deprisa, porque no había tiempo que perder, el justo para tomar cualquier ropa que protegiera
del aguacero y enfilar el camino del monte, hacia la loma del Batidero, hasta alcanzar la cueva de
Dosmadres, antes de que reventara el entibo y los arrastrara a todos corriente abajo, hasta el río
Taburé, ancho y lento, con su caudal teñido de rojo a causa de las tierras que arrastra en las avenidas.
Tal fue la urgencia con que abandonamos todo que aún no anochecía cuando todas las almas de
la aldea invadimos el interior seco y protector de la cueva de Dosmadres, estupefactos y a salvo.
Desde allí escuchamos con temor y con alivio el retumbar del agua rompiendo su presa, qué otra
cosa podía producir aquel bramido sino el agua que lo invadía todo y se precipitaba sobre el valle.
Y si por la mente de alguno de los habitantes de la casa pasó la idea de haberla olvidado allí, en su
lecho, a la yaya Blanca, calló. Y si alguien se atrevió a mencionarlo en un susurro, las manos a la
boca, los demás hicieron que no oían. Qué decía, ¿pues no murió hacía tiempo ya? Porque muchos
ni recordaban ya su último despertar. La yaya Blanca habitaba de pronto ese lugar de la memoria en
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el que nunca se sabe a ciencia cierta si algo ocurrió. Tal vez por eso no hubo testigos, aunque todos
lo imaginaron, de cómo el agua turbia y densa como el chocolate inundó el pueblo, entró por la calle
larga y derrumbó los portalones del patio de la casa. Después fue conquistándolo todo, estancia tras
estancia, y abrió de par en par la puerta de dos hojas de la alcoba de la yaya Blanca. El nivel del agua
subió, esta vez sin violencia, como si se hubiera olvidado de la prisa, y la cama de la yaya Blanca
comenzó a flotar y la corriente que entraba por la ventana, también abierta, la empujó al exterior,
con la yaya dormida, todavía, empapando la lluvia su pelo blanco, las colchas, los almohadones y
las sábanas, arrastrándola corriente abajo. Me contaron años más tarde, gentes que habitaban otras
aldeas aguas abajo, allí donde las aguas se aquietan justo antes de verterse en la paz del Taburé, que
la vieron pasar, en su cama de madera, igual que un barco fantasma, con sus manos cruzadas sobre
el pecho y la lluvia lavando su rostro apergaminado, los ojos cerrados. La vieron flotar por mitad de
la corriente, camino del mar, hasta perderle de vista. Claro que nadie les creyó porque estaba claro
que para entonces la yaya Blanca hacía tiempo que ya no estaba, que murió, ¿no?
Fue preciso reconstruir el pueblo entero y nadie echó a faltar la cama de madera maciza y balaustres
torneados de Blanca Domitila del Dulce Nombre de Jesús porque en realidad la riada lo había lleva-
do todo. Más tarde, cuando la vida recuperó su curso, ocurría a veces que alguien se llegaba hasta la
casa preguntando por ella, ya ves, por la yaya Blanca. Acudían allí como perdidos en el tiempo, sin
rumbo; habían oído decir, alguien les contó qué. Pero en la casa siempre se limitaban a responderles
lo que todo el mundo sabía, que la yaya Blanca ya no estaba allí. Ya no. Desde hacía mucho tiempo.
Mucho tiempo ya desde que la yaya Blanca nos abandonó. Tanto que había quien comenzaba a dudar
que en realidad hubiera existido alguna vez. Ya ven.