Download - Mi vida contigo
Para Mj,
que siempre serás mi mejor protagonista,
y todo lo que necesito para sobrevivir.
Porque te quiero.
Gracias por existir.
Prefacio
I
Always love
Mi corazón a toda prisa.
Nosotros y el mundo.
Una luz en la penumbra.
Octubre sin ti.
La primera vez que eché a volar.
Deseos de media noche.
Navidad.
Sobreaviso.
Resistence.
Aunque sea un rato
Hacernos el amor bailando.
Prefacio
Pertenezco a algo exterior a mí. Y puedo decir, que sé su nombre y donde habita, que
es tierra de faros y sol, de encuentros y partidas. Y es que mis veintiún años no han
sido más que una sucesión de despedidas, pañuelos al viento y odiseas rumbo a mí
mismo que siguen inconclusas. Por suerte, en mi travesía cuento con mis dos únicos
motores imprescindibles, el Amor y la Música; y eso da vida a este intento de persona
y de mejorar lo que soy.
Estoy marcado con el estigma de Amelie. Descubrir los pequeños detalles que nadie
más ve, cultivar el gusto por los pequeños placeres...
Mi abuela, me dejó un legado en forma de carácter que he aprendido a aceptar, y hoy
debo confesar que, como ella, soy solitario, abstracto, soñador y pasional. La definición
de un alma inocente.
Sé que mi mayor miedo es la pérdida. El acercarme irremediablemente a mi fosa con
cada respiración. Crear es, más allá de mi inspiración, un modo de robar mi existencia,
de permanecer eternamente en palabras que adquieran forma de canción. Trago y
expulso notas musicales, sin más ambición que hacer inmortal mi historia y la tuya.
I
Le tiemblo a la vida. El corazón me da un vuelco interminable. No tengo palabras, ni
voz, ni aliento. Ojos arrugados, sangre desganada que viaja por las tuberías de mi
cuerpo. Estoy destruido, apenas empezaba a reconstruirme cuando me han golpeado
de nuevo.
No sé que tengo dentro. No sé si a caso me queda algo vivo.
Un último esfuerzo. – me digo continuamente-.
Entonces es cuando respiro. Y me encuentro…perdido.
Eso fue lo que D. escribió un 22 de Marzo. Recién empezaba todo. O más bien
continuaba, tras lanzarse de algún modo a la piscina meses atrás.
Él estaba atado a una vida llena de complicaciones, pero eso nadie lo sabía. Ni siquiera
él.
Disimulaba bien. De aquí para allá. Con media sonrisa entre dientes y unos ojos casi
siempre vidriosos. Pero detrás de todo esto, había mucho más escrito que lo que
pretendía hacer ver a los demás.
Llevaba un par de años saliendo a patinar y a montar en bicicleta por las calles de
aquella ciudad. Le gustaba perderse por los callejones, ir a toda velocidad, sentir
adrenalina colándose rápidamente en su cabeza mientras el aire le golpeaba fríamente
la cara.
Pasaba los días soñando en silencio y despierto. A veces, se quedaba callado, cuando
alguien le contaba algo. Con la mirada perdida. Cuando eso ocurría, D. se había
ausentado por segundos. Tal vez, un salto a aquel planeta donde podía imaginar esas
cosas que se moría por hacer con ella. Se transportaba continuamente a cualquier
parte. Ingenuo e inocente. De los que todavía creían que se podían sacar conejos de
una chistera si pronunciabas las palabras mágicas.
Amaba la música. Soñaba con llegar lejos algún día. Pero no se atrevía. No se veía
capaz de emocionar a nadie. Nadie sabía que cantaba y que tenía alguna que otra
canción compuesta por él, metida en el fondo de algún cajón. Hasta que llegó ella.
Odiaba tantas cosas…
Personas que no se equivocan, las prisas que matan, aquellas cosas que no sirven para
hacerte más fuerte.
Odiaba…a su padre. O eso quería creer. Casi nunca hablaba de él. No le
gustaba. Era un tema que le incomodaba y que le hacía daño. Detestaba escucharlo
gruñir. Y que nunca mostrara interés por aquello que le gustaba hacer. Nunca
preguntaba. Sólo hablaban para discutir.
D. no soporta a la gente que tiene casi una veintena de años, y en sus mentes existe tal
vacio que si le soplas por una oreja, notas como le sale el aire por la otra. La
indiferencia en exceso. Las casas con esas pareces tan finas, y con vecinos tan ruidosos
que escuchen “reggaemierda y kkopollas”. Odia la mala música. Y las vidas que ni
siquiera la tienen.
Odia las historias que empiezan y no acaban. Y las que acaban sin empezar.
Odia que el mundo esté lleno de copias. Que las personas crean que tienen menos
defectos que virtudes. Las injusticias.
Odia rotundamente que la gente fume. Y cualquier tipo de droga. Odia tener que
aguantar ese humo insoportable hasta cuando va andando por la calle. Odia el humo.
Los malos olores. Respirar contaminación. Odia echar de menos el aire limpio, puro.
Odia los gritos. Que el tiempo pase lento, cuando más rápido quiere que vaya.
Odia sentirla lejos y quererla cerca.
Odia los pepinillos y ese sabor amargo. Y la coliflor, ese olor que desprende cuando la
cueces. Los malos sabores. Los celos. Llorar y que lo vean.
Los trastornos bipolares. La macrovida, las multitudes. Las cosas frías. Las sorpresas.
Los días grises. A las personas que no sueñan. Que no tienen aspiraciones. Que lo
dejen a medio y por la mitad.
Pero D. no solo estaba lleno de odios. También quería. Quería mucho y bien. La
quería a ella y eso era lo mejor que le estaba pasando en aquel momento. Pero en
aquel entonces…ninguno de los dos era realmente consciente de cómo afloraban esos
sentimientos. De cuánto sentían. De cuánto se querían… y hasta donde llegarían.
Always love
I wait here forever just to, to see you smile.
Cause it's true, I am nothing without you...
And now,you've become a part of me, you'll always be right here...
Letras de canciones que cobraban sentido por sí solas. Bastaba con que se cruzaran sus
pensamientos. No tenían otra cosa en la cabeza. No paraban de pensarse. No
paraban…de pronunciar aquellas palabras mágicas.
Mi corazón a toda prisa.
Un giro peligroso hacia la derecha. Lentamente. Pero D. se ha acostumbrado a apreciar
los cambios sutiles, y cada milímetro que la aguja corre en el cuentakilómetros, lo
siente como si esa misma aguja se le clavara en la piel. Para ser alguien que vive
buscando momentos que dejen sin aliento, la carretera siempre produce en él el
mismo efecto.
Ciento veinte kilómetros por hora. D. se revuelve en el asiento, tratando de buscar una
postura en la que sus músculos no se tensen. Pero eso es imposible mientras sigue
observando la aguja. De forma que mira hacia el frente. Carretera desierta. Carretera a
oscuras. E intenta pensar en cualquier cosa. ¿Cuál fue la última vez que hizo algo
parecido? ¿Escaparse, quemar neumático, dormir en la calle, perderse…? ¿Lo ha hecho
alguna vez?
Quizá tendría que empezar a hacerlo, despojarse de ese miedo que le oprime con
tentáculos de hierro.
Ciento cuarenta. Su pulso se acelera. Sólo un poco. Pero él siente batir la
sangre contra las paredes de sus arterias. Acude a su mente, cuatro o cinco años. Una
familia “ilusionada”. Un viaje. Todavía podía recrear aquellos días, cuando tras las
puertas se escuchaban llantos y todos preguntaban “¿por qué?”. Desde entonces,
como ahora, cuando ve un coche se lo imagina volcado. Cuando mira por las
ventanillas, se las imagina hechas añicos. Aún así, permanece en el coche, con la
velocidad golpeándole las sienes.
La aguja pasa a ciento sesenta y él se estremece, pero se repite de nuevo, lo
que lleva diciéndose a sí mismo durante mucho tiempo. Que la vida es corta y dura.
Que no debes dejar que un sucedáneo trauma, haga que cierres los ojos cada vez que
percibes el peligro, que la velocidad aumente. En cualquier sentido, en la carretera, en
las decisiones, en los brazos de alguien.
Mientras la aguja se bate en retirada, resignada hacia la izquierda, mientras los
motores se van silenciando lentamente, mientras su respiración recobra el ritmo. D.
piensa que, después de todo, cerrar los ojos cuando percibes el peligro, no es tan
malo. Hay otras cosas a las que muchos temen, y ante las que él no siente miedo. Los
aviones. Las sonrisas. Querer(la).
Nosotros y el mundo.
Pasado, cosas tan lejanas como los comics, flores que se marchitaban en jarrones sin
miedo al epílogo de la muerte, inocencia auténtica, el rosa en las mejillas, manos
traviesas en el cine, sexo puro en el asiento trasero, la sencilla guitarra de Dylan y
canciones como all you need is love. Mirar y no tocar, óleos, acuarelas, impresionismo,
girasoles bronceándose de Van Gogh. La pluma de Shakespeare, Bukowski, Whitman,
Austen, escritores con pseudónimo y sin pan. Épocas doradas, espectáculo como
expresión. Olimpos de divas, de curvas, de caídas de ojos, de carne. Nuestros padres
en las calles. Movimiento, revolución, evolución. Todo estaba por llegar.
Presente, cosas que están de moda, me persiguen y me agotan desde miles de
millones de pantallas. Malditas pantallas que provocan dolor de retinas y de cerebro;
flores de plástico con aspiraciones de inmortalidad, falsa inocencia de la gente con
disfraz de cordero y dientes de lobo, maquillaje, manos expertas en callejón, puro sexo
en algún aseo, pseudomúsicos escudados tras la electrónica que son semilla de
discordia y opio de mortales. Hacer la guerra y no el amor. Basura que es arte, arte que
nadie entiende pero a todos gusta. Historias de tiradas millonarias, Moccia,
Crepúsculo, escritores con marca y sin moraleja. Épocas acartonadas, espectáculo
como enajenación. Inframundos de espectros, de maniquís, de colágeno, de sombra de
ojos, de hueso. A la mierda la naturalidad de las personas. La autenticidad. Nosotros
en el sillón. Parálisis, reforma, involución. Todo está inventado.
Futuro: cataclismo seguro, apocalipsis, mundo de mierda. ELLA.
Una luz en la penumbra.
Eh, ven. Vamos, te propongo algo.
Ven a ver las estrellas quemarse.
D. sabe que seguramente a ella le daba miedo saltar la tapia, pero nunca lo dirá,
porque a él también le daba miedo. Es uno de los muchos detalles que despertaron en
él la chispa de la más profunda curiosidad en ella, cuando descubrió que a ella no le
importaba que oliera a inocencia. D. siempre pensó que eso a ella le gustaba.
D. sentía a cada paso, como le gustaría ver el cielo de una noche boreal y besarla para
que ese cielo se tiñera de otro color.
—No quiero caerme—murmuraba a menudo. D. no se resiste cuando lo cogen de un
brazo y tiran de él hacia abajo.
D. no solía recordar lo que soñaba. Pero últimamente no le pasaba lo mismo. Era como
si esa parte de él hubiera cambiado. Un día tuvo un sueño, y cuando se levantó se
armó de papel y lápiz para escribirlo tal y como había sido. Antes de que por alguna
remota casualidad, pudiera distorsionarse y no describirlo tal y como ocurrió.
Soñó que estaba con ella, que jugaban a perderse entre la maleza y a protestar por los
arañazos de sus tobillos, y que poco a poco un boceto de alegría comenzaba a
perfilarse en sus comisuras, sin llegar a materializarse. Soñó que daban vueltas de
campana por el suelo, atados como un ovillo de lana. Que rodaban y rodaban sin
parar. Que sus labios se juntaban para sellar aquel momento. Para firmar ese… que
este momento no acabe nunca.
Las sonrisas de D. son tan milagrosamente efímeras que creo que un día ella cogerá y
las embotellará todas; así no le faltarán en épocas de más tristeza, y así podrá dar un
toque de vida a sus días monótonos con solo una de sus gotas, cuando él esté lejos.
Caminando cuenta lo que calla hablando; el balanceo de sus piernas y la caligrafía de
sus curvas son un idioma propio. Una pequeña y casi inapreciable nube de pecas
salpican un poco la nariz de ella, coronada por dos ojos azul cenicienta. En su sueño,
lleva la misma ropa fina con la que D. ha fantaseado, la misma camiseta de rayas de
colores, azul, verde, blanco y sus pantalones vaqueros. D. se pone a mil sólo de
pensarla cerca.
En su sueño, esos arrumacos y la quemazón en la garganta, le recuerdan a la vez que
se subió en una montaña rusa y se aproximaba a la primera caída.
Durante un minuto los dos contemplaban el firmamento, que parecía incendiarse
sobre sus cabezas como un manto en llamas. Deberían saber cuál es la causa del
naranja en degradado que rompe la noche cerrada. Pero en el sueño de D. eso no
aparecía. Tal vez algún páramo está ardiendo a lo lejos, o la contaminación ha llegado
a las nubes. Tal vez hoy se acabe el mundo y por eso tiene este color. El fin aquí, en
medio de la nada, no sería tan malo; al menos D. tendría un motivo para poder arder
en sus brazos.
Desde que la conoce, desde que sueña con ella, ha robado más de un centímetro de su
cuerpo en las noches en las que la piensa y se despierta con ella en mente.
El sueño de D. aún no ha terminado. Ella alzó uno de sus deditos y señaló la línea del
horizonte, donde bailan locamente las luces en el umbral de aquella ciudad, de la cual,
el único nombre que le pusieron, fue el de cualquier parte.
Ella, gira hacia D. sus ojos cenicientos y le regala su pequeña sonrisa de Amelie.
D. le devuelve la sonrisa y desvía su mirada hacia sus labios. Es esa sonrisa… se dice a sí
mismo. Y entonces… despierta.
Octubre sin ti.
Tres palabras pueden significar muchas cosas, pero aquellas significaron el resto de mi
vida.
Ese mes desvelaba ante los ojos de D. detalles de su alrededor que desconocía hasta su
comienzo. Uno de ellos fue descubrir que las hojas de un árbol, una vez caídas, no
tienen rumbo. Las hojas secas de entretiempo nunca fueron especiales hasta que le
recordaron a ella. Él era, como ellas, y también se marchitaba si entraba en contacto
con un clima demasiado áspero y grosero. Él, como las hojas crujientes, flotaba
nómada al son de una brisa desconcertante, a ras de acera y realidad. Aquel octubre
pasó más frío que nunca, pero se resistió a cubrirse con capas de tela, quería serle fino
y etéreo como el viento, así que ocultó sus defectos y temores bajo una camiseta que
si la mirabas mucho, se desintegraría de un momento a otro. Y aunque ya era tarde, el
apretaba los dientes fuerte y hacía de tripas corazón.
A veces, D. se dedicaba a pensar que no debería haber nacido.
Pero en el fondo, él sabía, que ella se alegraba de que no hiciera lo que debía.
Algunas estaciones dividen a las personas en dos clases, y octubre empujó a D. y a ella
hacia la minoría. Octubre los aisló de todos los demás, por eso nadie comprendió
nunca por qué se quieren y por eso todos le preguntaron extrañados por qué la eligió.
A D. le gusta imaginar que fue uno de esos milagros que sólo ocurren una vez.
Ella le trajo el resto de su vida.
La primera vez que eché a volar.
Nadie lo sabe, pero D. decidió volar a los ocho años. Y luego a los dieciséis. Su padre
había huido de casa preso de un ataque de locura–no importa el eufemismo con el que
lo empolven los médicos. Por aquel entonces no sabía nada, y en vez de dormir,
vigilaba fielmente el resquicio de la puerta desde la almohada, esperando el tintineo
de las llaves en la cerradura o la lámpara de su habitación encenderse. Siempre
esperaba que volviese.
A menudo llamaba a su madre para que me diera las buenas noches.
En ocasiones, cuando D. era pequeño, su madre se detenía y entraba, se sentaba en el
borde de su cama y le contaba fantasías extrañas, escenas tan llenas de vida para
proceder de una mente corriente, claro que su madre no era corriente. Tras unos
minutos, su padre interrumpía esos relatos y se la llevaba del brazo, contraído el
semblante por una mueca de disgusto.
¿Por qué te la llevas, papá? D. se enfadaba, y hacía huelga bajo el edredón, mientras
los murmuros nocturnos de su madre regaban el pasillo y acababan muriendo al
cerrarse la puerta de su dormitorio.
Su padre, los llevó alguna vez de viaje, para que D. y su hermana, se comportaran
como dos niños normales se comportan en un parque, sin el remordimiento de estar
encabezando una familia convulsa. Si hubiera reparado en sus juegos, habría adivinado
aquel mediodía que nunca serían comunes. D. interceptaba saltamontes y grillos, y
desmontaba sus extremidades con una inquietud anormalmente científica, como
diseñando un boceto de su futuro entre mecanismos y piezas. Su hermana le escupía
cada vez que le enseñaba alguna, y miraba a todas partes, buscando alguien que, como
ella, no perteneciera a aquel feliz rincón de jardín. El único ser vivo sensible a su
presencia era un pajarillo castaño, que parecía estudiarlos a escasos centímetros de
sus zapatos.
Nunca un pájaro se había aproximado tanto a ella, y D. pensó que tal vez tenía algún
mensaje, que había algo de embrujado en él. Sí, bueno, aún era un niño. Se acercó
lentamente para tomarlo entre sus manos, pero él se alejó. Solo un poco, pese a todo.
Así que se incorporó y caminó tras él, y aunque volaba, lo hacía a ras del suelo,
invitándole amable a escoltarlo hacia la arboleda, hasta que, una vez allí, batió alas y
se perdió entre sus copas. –No te vayas, pajarito–dijo a los árboles–. No quería
asustarle.
¿Me tenía miedo mamá, y por eso también se marchaba? Se preguntaba D. Cerró los
ojos y empezó a girar sobre su propio eje hasta marearse. Le encantaba hacer eso. Si
se elevaba del suelo, si se convertía en ave…
Su padre siempre se enfadaba con sus juegos. Era raro cuando sonreía. Siempre
pensaba que eran insolencias, cosas que estaban fuera de lugar. D. nunca supo
porqué. Ni siquiera lo supo cuando creció. Aunque más tarde, algo pudo comprender.
Le perdieron de vista unos minutos y antes de que le diera tiempo a preocuparse por
dónde se encontraba, lo distinguieron a lo lejos, planeando como un avión,
revoloteando como una hélice con los párpados apretados, confiando en que aquello
iba a transportarle lejos; tal vez a otro lugar. Pero eso nunca se lo he preguntaron.
Deseos de media noche.
Allí estaba D., en penumbra. Sin ensayos ni pétalos de rosa salpicando su cama de
amor.
D. quiere estar con ella. Sentirla latente en unas rótulas que oscilen ante el más
espontáneo contacto con sus vaqueros, que ella prenda su mecha con sólo pasarle el
tenedor en la cena y atrancar después la puerta de su dormitorio. Estudiar cada
ángulo, meditar el punto de partida, mientras el reparto de su película favorita los
vigilara desde las paredes.
D. quiere resucitar con ella momentáneamente; sugerirle con timidez, la forma de
quitarle la ropa. Cerrar sus ojos y esperar su señal. Y entonces darse cuenta. D. quiere
tiritar sin frío y temblar sin temor. D. quiere comenzar la ruta hacia su garganta, entre
tanto que su memoria vuele hacia atrás.
Volar tan alto que siga viéndola en la noche cerrada, en las dunas de sábanas. En la
yema de su dedo corazón y los bosquejos que trazara sobre su estómago... en su saliva
sabor deseo. Y que su mundo se redujese a la vela de olor que pondrán en su mesilla.
Como seres incandescentes, condenados al latido vacilante de las llamas solitarias.
D. quiere hacerle el amor hasta que amanezca.
Navidad.
La mañana de Navidad, D. miró por la ventana y se detuvo en el umbral, anulado en el
dolor de quien contempla lo irrecuperable. El invierno le despereza el pelo y se
estremece su jersey gris. El instinto le obliga a proteger su calor del mismo modo que
el recuerdo de su padre. Apártate de la corriente, dijo en voz alta, y entonces cayó en
la cuenta de que no tiritaba. Porque sólo la carne y el hueso reaccionan al viento y él
sentía que estaba hecho de ectoplasma.
Volvías para arañar la memoria de D. y cerciorarte de su presencia. No sufras. Se decía
a sí mismo. Aún se escucha el repique de sus zapatos corretear sin descanso por el
parqué. D. le sigue prefiriendo descalzo, colocando sus piececitos junto a sus colosales
plantas y llamándole gigante. De su padre no destierra ni sus viejos berridos en la mesa
del comedor. Ni la vergüenza que arrebolaba su rostro ante el asombro de los
invitados. Mucho le hizo meditar a D., sobre lo terrible de no tener calefacción, de la
masa de pizza quemada o del jarabe para la tos. Tanto meditó que su beso de buenas
noches cuando tenía seis años, dejó de compensarlo y lo dejó morir. Murió como
murió D. el día que despertó sin temer a los monstruos del armario. Como murió
cuando creció para castigarlo, y mirándose de igual a igual sin devoción de padre e
hijo.
D. debió comprender que de los dos el fantasma era él y que si existía era a través de
sus pulmones. Él, su sangre despojada de defectos. Desgarra no tener más que su
impronta, bebiendo de su taza favorita y encaramándose a su espalda. Qué
razonables, justos, perdonables, se le representaban sus caprichos ahora que era
incorpóreo. Ahora que ya no está.
Sobreaviso.
Si no puedes llorar, habla. Y si no puedes hablar, calla. Pero en fin, a veces, empezamos a
hablar, y nos ponemos a llorar. Y al llorar decimos lo que no hemos dicho al hablar. No sé si me
entiendes.
D. no se ha dado cuenta hasta ahora, de que el vaho lo cubre totalmente, como una cortina
que lo separa de todo lo demás. También se acaba de dar cuenta, de que fuera está lloviendo.
Pero él, tan solo es capaz de oír su respiración, mezclada de forma casi perfecta, casi al mismo
ritmo que su corazón.
Sin orden, sin planes, todo es caos, el más absoluto caos, y aún así, D. siente que en ese
absoluto caos reside la auténtica esencia de la paz. Una paz infinita, que lo libera de todo lo
que le mantiene preso.
Intentémoslo de nuevo. Dice D. con miedo. D. se siente capaz de morderla. No distingue las
barreras entre placer y dolor, entre sinceridad e ironía. Se siente capaz de abrazarla hasta
hacerse daño y despertar al día siguiente con la piel marcada.
Si D. no sabe qué decir, se queda callado. De sus labios no sale ni una sílaba. Se encoge como si
estuviera a punto de partirse en dos, rodea sus rodillas con los brazos, mira a algún punto
indefinido del horizonte. Y calla, siempre calla. Y si alguien le hace hablar, entonces alguna que
otra lágrima se le escapa, aunque la intente esconder girando la cabeza.
Estaba dispuesto a todo por intentarlo.
Resistence.
Hay cinco mil recuerdos de todo lo conseguido. Ojos rojos, de dónde sacan tanta agua.
Personas que le rodean. Estás bien. Qué te pasa. Cuéntalo. Por qué callas.
Por ti. Por los cinco mil recuerdos. Porque no solo eran recuerdos. Porque es real.
Porque tú no cierras los ojos. Así que llora. Llora pero después calla. Y sonríe. Y lucha.
Como puedas. Con el tiempo que te quede. Y vuelve a recordar. Y resiste. Sobre todo,
resiste.
Aunque sea un rato.
Las costillas de D. se han convertido en un hilo perpendicular a las comisuras de sus
palabras, y ahora tiene su ventrículo izquierdo tambaleándose como el peor
equilibrista del circo de los domingos. Ha querido planear cielos inalcanzables cuando
D. y ella siempre han sido de los que no utilizan paraguas, con los ojos cerrados y
hablando de sexo y amor solo cuando la madrugada es impar; de los magos baratos a
los que cuando se le presenta la magia de bruces y sin avisar, se les caen las cartas de
la manga; de los que buscan pupilas en las que coagular para poder seguir mirando.
De esos que escriben tratados sobre besos en sus espaldas, de los que caen en
sucesiones de vértices que completan constelaciones que quedan demasiado lejos
pero que no admiten parpadeo, de aquellos que solo dentro de las camisas de fuerza
se sienten agusto.
D. ha entendido ahora a aquellos que hablan de aleteos que provocan tsunamis, a los
corazones transplantados que siguen latiendo sin tener un cuerpo que los proteja.
A D. lo recorre un escalofrío y está tembloroso. “Aprovéchame” parece que le dice ella.
“Que los sueños nunca se repiten más de tres noches seguidas”. Ha conocido la magia
y ha comprendido que no se puede alcanzar a la gente que vuela; que hay destellos sin
fecha de caducidad que no están al alcance de nadie; que aunque los desequilibrios, y
el miedo y las ganas, se conviertan en un cóctel explosivo si se mezclan con su nombre,
se lo está bebiendo con el pulso en pause aunque ahora empiece a quemar. Ha
encontrado poesía en un hoyuelo escondido; en la obsesión de un lunar que
desaparece cuando más se le necesita, en metro sesenta de versos esperando ser
pulidos, en los salientes de los huesos de sus muñecas que incitan a ser arañados, en la
noche que soñó que le confesó que la nariz de ella, era la más bonita del universo y por
eso se moría por robarle un beso de gnomo; en heridas que no se quieren esconder y
que se mezclan con miles de detalles, retales que solo esperaban su momento,
cuando, de repente, abrió las palmas de su mano, y ahí los vió, esperando para ser
mordidos.
D. se queda desnudo completamente, sin piel, mientras ella le habla…y el reza por no
pestañear mientras ella esté delante, porque sabe que en un bostezo podría
desaparecer y el peso de sus manos se quedaría vacío.
D. solo sabe hablarle de remedios paliativos para el día que a ella le da el bajón, de
intentar hacerle ver que él necesita sus alas para sobrevivir, que es un torbellino lleno
de comas y que D. es alérgico a los puntos finales.
D. sabe que el cuerpo de ella guarda mil abrazos para él, y su cuello algo de dolor, y sus
pulgares piden besos a gritos ahogados desde sus bolsillos, de que los puños de su
jersey esconden algo más que sus manos, y que su vida está llena de impulsos e
improvisación porque ella es un espectaculo al que no se le puede imponer un telón.
De que su magia está envuelta en metáforas llenas de sinestesia. D. está aquí,
sujetando su sístole y su diástole para que no se le escapen y ella no pierda el rumbo
en sus aleteos.
Vuela mientras existe y eso la hace inalcanzable, y no lo sabe, y eso le vuelve
lejanamente cercana. Y D. se pregunta, en qué momento le confesó que no sabe jugar
si no es con los ojos vendados, que nunca aprendió a ganar y que perdería mil veces
con tal de que ella pudiera seguir maullando sus siete vidas.
D. no quiere que como buen sueño, ella desaparezca cuando se despierte.
Hacernos el amor bailando.
D. le arrancaría a mordiscos cada perpunte de su boca, que sus costillas merecen que
su espalda cruja mientras se arquea sobre su ombligo, y que el único punto que
pongan sea el G, y al contacto con su lengua convertirlo en miles de puntos
suspensivos que resbalen por su cuerpo.
Dibujaría un lunar solo con la humedad entre los labios, y jugaría toda la noche a
borrárselo a lametazos, y quizá, algún beso.
D. le diría, que las únicas secuelas que le van a quedar son las de sus dientes en sus
muslos y sus orgasmos en negrita trepando por sus manos.
Le confesaría que, no podrá evitar llevarla a una cascada de orgasmos y clavarle
cientos de suspiros ahogados en su boca mientras estallaran juntos volviendose
polvos.
Dejaría gramos de saliva por cada esquina de su cuerpo para volverla adicta y que su
mono desembocara en polvos salvajes , esos en los que la piel se desabrocha
empezando por los pies, y que todo acaba tan mojado que se zambulleran ellos
mismos, mientras los muebles piden ser empotrados contra sus espaldas.
Le diría que, la imaginación no alcanza a comprender lo que sería tenerla desnuda,
empapada, e inmortal debajo de su saliva, dispuesta a dejar que la lleve al cielo entre
terremotos de gemidos y temblores. Que serán sus dientes, o las ganas y el deseo de
tenerla de espaldas y sin protección para poder atacarle la clavícula.
Cómo besarla mientras lo llenara de sexo. Cómo quererla mientras le arranca a
mordiscos un agujero por cada duda. D. habla de hacerle el amor, de quererla
plenamente, de renacer con ella, de fundirse en su pecho, de volver poética la
pornografía, de llevarla al cielo y terminar en la luna enloquecido por sus astrolabios.
D. la quiere con todas sus fuerzas. Y sólo quiere que lo sepa. Porque si ella está con él,
se siente capaz de todo.
Así pues, como ambos remarcaron una vez:
We will find a place together and we can slide away…
¿Capaz o incapaz de intentarlo?
¿Capaz o incapaz de quererme para el resto de tu vida?
Daniel. R. H.