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[Reference published in Revista Archivos N 1, Universidad Metropolitana de Ciencias de
la Educación (Santiago, 2006), Lost Copy.]
Nihilización del nihilismo.
(Comentarios en torno al libro de Willy Thayer “La crisis no moderna de la universidad
moderna”, Edit. Cuarto Propio, Santiago, 1996.)
Sergio Villalobos‐Ruminott
Amicus Plato, magis amica Veritas.
Louis Althusser.
I.‐ Del objeto.
La dificultad de comentar un libro como éste, titulado: “La crisis no moderna de
la universidad moderna” e, inmediatamente, subtitulado “(Epílogo del conflicto de las
facultades)”, así, entre paréntesis, tiene que ver, entre otras cosas, con delicadas
cuestiones de distancia y objeto. Dicha dificultad, sin embargo, debiera ser ella misma,
una oportunidad para reflexionar más allá de las fronteras académicas y los nichos
universitarios. Sobre todo cuando esto último, la cuestión de la universidad, es
precisamente el objeto del libro de Thayer.
Pero no se trata de un objeto sin más, que repite en la querella infinita de las
tesis académicas, el prurito de la novedad y el adoso estilístico para presentar supuestas
radicalidades, que inexorablemente caen al depósito temático de los saberes a mano. Se
trata, por el contrario, de un libro que problematiza la misma relación de saber, en
cuanto relación objetivante y, por lo mismo, estaríamos ante un libro que aparecería sin
objeto, toda vez que su pretensión es la de cercar las construcciones categoriales,
indicando su procedencia universitaria.
Esta sería la primera señal de ruta: advertir en la operación objetivante una
manía categorial, indefectiblemente universitaria, pues, por más extrauniversitaria que
se quiera dicha operación, sigue siendo, en lo esencial, y en cuanto operación categorial,
rendimiento productivo de la tradición universitaria moderna. Sobre todo cuando el
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mismo libro parte por señalar la convergencia entre universidad y contexto, en tiempos
de Capitalismo Mundial Integrado y Mercado Lingüístico.
Y esto último no sería un asunto menor, toda vez que desde la perspectiva del
pensamiento crítico, en cualquiera de sus manifestaciones actuales, la producción de un
objeto politizante, problematizante, inter o post‐disciplinario –y no sólo académico‐
aparecería como garantía de una cierta eficacia epistemológica y política.
Entonces, nos encontramos con un pensamiento en pausa, que desconfía de
toda eficacia crítica, porque hace habitar su inquietud, ya no sólo en una sospecha
simple, relativa a la procedencia o a la circulación de los saberes, sino en un
cuestionamiento de fondo, de la misma lengua, como lengua dispuesta, categorial y
capitalistamente, en el menú universitario globalizado.
El autor advierte: “Nuestro intento por teorizar la actualidad de la universidad,
en el sentido de hacer visibles sus condiciones invisibles, estaría caracterizado por la
impotencia lingüístico‐categorial” (46). Y lo que enuncia dicha impotencia es, por de
pronto, mucho más complejo que una ausencia de imaginación crítica. Lo que enuncia,
de una u otra forma, tiene que ver con una coincidencia total, ya no sólo entre
universidad y mercado, sino entre producción e intercambio. En esta coincidencia, el
momento de la circulación habría quedado indiferenciado en la automatización del
proceso de capitalización, lo que implica indiferenciación entre valor de uso crítico de un
insumo cultural, y valor cambiario de este mismo insumo, en el mercado intelectual. La
impotencia lingüístico‐categorial, no sería una limitación del capitalismo, sino su plena
realización, es decir, estaríamos ante un fin capitalista de la división del trabajo, donde
ya no es posible distinguir entre trabajo manual y trabajo intelectual. Y, aunque esto
último, aún puede dar pie a lecturas optimistas, como las tesis de la autovaloración y la
constitución de un intelecto general (Negri, Virno), lo cierto es que el énfasis puesto por
Thayer quisiera restarse de tal tono emancipatorio, no para converger en su opuesto
inmediato: el tono catastrófico de fin de milenio, sino para, manteniendo rigurosamente
la pausa, llevar al extremo la problematización de la universidad, y con ello, del
pensamiento crítico en general.
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No obstante, aún queda la pregunta por la posibilidad de un pensamiento más
allá del objeto. Y aunque las complejidades epistemológicas que encierra esta pregunta
son inabarcables en su detalle, lo cierto es que el libro no intenta agotar
reconstructivamente este dilema. No se trata de un intento politizador del objeto, en
sentido simple, ni de una “objetivación del sujeto objetivante”, según la sociología
lingüística de Bourdieu. No se trata de una investigación temática sobre la universidad,
ni de una presentación investida con la urgencia de una cierta demanda de sentido,
pues en todo ello aún habita el proyecto universitario moderno y su demanda categorial
de sentido. Un pensamiento más allá del objeto alude a la diferencia, poco advertida,
entre un pensar objetivante y un pensamiento que problematiza la referencialidad. Más
aún cuando: “En todo hablar temático sobre la universidad, la que habla es la
universidad misma. Sociología e historiografía hablan temáticamente de la universidad”
(47).
Y es esta diferencia la que permite comprender como el gesto del libro va más
allá de una clausura pesimista, suerte de tono apocalíptico tan común en el reverso aún
universitario, de la universidad moderna.
II.‐ De la distancia.
Una problematización de la objetivación conlleva, necesariamente, a una
pregunta por la inscripción del libro. Se trata, por un lado, del diagrama de tesis o
proposiciones que reconstruye o simula reconstruir, para tomar partido, hacerse parte,
entrar al espacio, previamente dibujado, de la discusión y, por otro lado, apela no tanto
a la intención de su escritura, ni a la política, manifiesta o no, administrada o no, de su
referencialidad, sino a un dejarse leer. Pues todo libro comparece a su nacimiento,
obligado a dejar oír su mensaje, inteligiblemente. El acto de bautizo tiene que ver con el
reconocimiento de su temática, su método y su relevancia, en determinado contexto.
De lo contrario, se denuncia su irrelevancia, su improcedencia, peor aún, su extranjería.
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Para tal efecto, todo libro supone una cierta relación a la distancia, y en dicha
relación se juega, crucialmente, su escena de lectura. Sea como aceptación, sea como
negación, no habría momento anterior a la traducción: o se es reconocido en la
legitimidad demandada, o se es depuesto como incómodo ruido filosofante. En ambos
casos, el libro ha sido traducido, y de manera más o menos obvia, se lo hace hablar, con
artilugios de ventriloquia, el mundano lenguaje de una escena.
En este sentido, el establecimiento de los límites y alcances de cualquier
investigación, sea en el terreno sustantivo de la verdad, sea en el terreno acotable de la
factualidad, es la primera condición para la puesta en forma de un sistema categorial,
aplicable, una vez establecida cierta distancia. La objetivación supone un protocolo a
seguir. Supone cierta seriedad que reconocemos bajo la apelación a la cuestión de la
distancia crítica. Es ella la que dota al pensar crítico de su pretendida potencia y
predominancia por sobre la factualidad. Y es por esta misma distancia, que se cree
evitar el océano de la incertidumbre (Kant); el mundo del prejuicio y los dogmas
(Durkheim); el veleidoso y anárquico mundo de la gramática natural (Hobbes); el
sentimental ornamento de la lengua madre (Nietzsche); e incluso, el ilógico mundo de la
metafísica (Círculo de Viena).
Ello nos entrega una segunda señal de ruta: si este libro hace difícil su
capitalización, eclipsando la objetualidad, hace más difícil aún su inscripción, cuando
prefiere evadirse de la legitimidad que otorga ostentar una cierta distancia. Aquí mismo,
si la tenencia de un objeto posibilita la eficacia crítica, el manejo de la distancia reviste la
investigación de una cierta tonalidad respetable. Entonces, Thayer adultera el protocolo
de la distancia, simulando, parafraseando y citando in‐familiarmente. Por ello, este libro
no habita ni en un centro institucional a resguardo de la mundaneidad, ni en un utópico
afuera extrauniversitario, contaminado con la incesante cotidianeidad y su demanda de
sentido. El libro está puesto en el límite de la misma universidad. Y será necesario
advertir que la cuestión del límite del pensamiento universitario implica una lectura
extenuadora de la tradición, lectura que parafrasea la reconstrucción argumental y la
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logicidad causalista, para esconder, en un nivel menos obvio, una comparecencia
generalizada de la crisis de la universidad a la crisis del pensamiento moderno.
La extenuación de la tradición, en tal caso, no equivale a su prolija
reconstrucción, sino a su paráfrasis. Se trata de un efecto de sistema, y no de una
arquitectónica refundacional, y esta diferencia es capital a la hora de leer su extraña
ironía, su cinismo, su subtitulado. Este libro no habla una lengua ajena a la universidad,
porque parte por asumir la imposibilidad de tal afuera; pero también por que su
proyecto tiene que ver con mostrar a todo afuera, ya caído a la mundialización de la
“universidad electrónica”.
Y aún así, todavía podría leerse el libro como una fundamental actualización del
debate sobre universidad. Partiendo de la demarcación entre la universidad medieval y
moderna, el proyecto cartesiano, la organización de la universidad nacional y
profesional napoleónica, la universidad kantiana como conflicto de las facultades, la
universidad reflexiva de Berlín, e incluso, la universidad genealógica. Pues, se reunirían
aquí los aspectos centrales en la construcción de tal edifico conceptual. Empero, una
lectura como ésta desatendería un aspecto central de la conformación del argumento, a
saber, la de hacer comparecer la crisis actual, mediante el expediente de la telemática,
el mercado lingüístico y la realización del capitalismo a escala planetaria, y en relación
con las condiciones “transicionales” de la Universidad de Chile, a un concepto de crisis,
ya no sólo inscrito en el barrio universitario, sino que por el contrario, extendido
informáticamente a la totalidad de la experiencia moderna.
III.‐ De la crisis.
Por todo lo anterior, es una obviedad afirmar que el libro desarregla la operación
de lectura, en cuanto ejercicio revelador y descifrador, pues no ofrecería ni objeto, ni
distancia, ni método. Y, aún así, tampoco se autodeclara origen ni fuente de un nuevo
modo de pensar o hablar. Por el contrario, en uno de los momentos álgidos de su
recorrido, el autor expone la desazón fundamental de su caligrafía:
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Dificultad poética del idioma de la crítica, que arriesga reponer, en lo que
“dice”, lo que quiere desdecir. ¿Cómo, en qué idioma, no hablar
contextualmente del contexto? ¿Cómo, en que idioma, no hablar
categorialmente de las categorías universitarias? ¿Cómo, en que lengua,
leer la lengua universitaria? ¿Cómo, en que idioma, no hablar la lengua
universitaria y ser escuchado por ella? ¿Cómo no hablar, por último, y ser
oído? ¿Y cómo hacerse oír sin dejarse asimilar, ni siquiera por uno
mismo? ( 65).
Si ya no hay palabras inapropiables por el hablar universitario, estaríamos en un
momento de plena convergencia entre universidad y contexto. No habría un afuera de
la universidad, precisamente porque no habría un adentro universitario. La vieja tensión
entre lengua madre y lengua universal‐universitaria, habría perdido su condición tensa,
y se presentaría como articulación eficaz: el curriculum habría perdido su carácter
selectivo, abrazando, con inquietud progresista, todos los contenidos mundanos, ya no
sólo para ponerlos en forma, sino que para estudiarlos en su mera ocurrencia. El genio
maligno no lleva más las vestimentas del pre‐juicio, ha devenido pensamiento
categorial, universitario. Ahí mismo, la universidad ya no piensa, pues ha llegado a la
confrontación con la ilimitación de la actualidad, aquel lugar donde todo resulta
relevante, a condición de una pérdida generalizada de la relevancia.
Tener que ver, llegar a entreverarse con un libro tal, supone un cierto tono
reflexivo, un tono para el que será necesario algo más que un oído académicamente
educado. Sobre todo porque esta puesta en crisis de las operaciones referenciales del
pensamiento moderno implica, inevitablemente, una cierta relación con la cuestión
misma de la crisis, una relación que no agote su promesa en la reiteración de un
diagnóstico epocal. Se trata de la relación entre crisis y tono, relación capital para un
pensamiento ya no de la crisis, sino, él mismo en crisis.
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Ello nos depara una tercera señal de ruta: la crisis enunciada por el libro se
presenta a sí misma como una puesta en crisis de la, demasiado cristiana, demasiado
Occidental, hermandad entre crisis y crítica. La crisis no moderna equivale, en tal caso, a
la crisis de la crisis misma. Y con ello, a una suspensión de la ansiedad redentora con la
que, modernamente, se ha pensado la solución: Sistema, Ideología, Ciencia, Proyecto,
Programa, Agenda, etcétera. Por eso, la cuestión de la crisis en cuanto crisis no moderna
tiene un potencial reflexivo poco advertido hasta ahora. En cierta forma, la llamada
crisis moderna puede ser entendida de acuerdo a dos momentos diferenciados; el
primero, relativo a la aceptación a‐problemática del diagnóstico de una cierta situación
crítica, parte por un enunciado sencillo, que encierra toda una operación de lectura
universitaria: “estamos en crisis” funcionaría, entonces, como el común denominador
de un tono epocal transido por un trascendental epistémico compartido, urbe et orbes.
Y la verdad es que no es muy relevante, desde esta perspectiva, la adjetivación anexada
a la palabra crisis: del Sujeto, de la Historia, del Saber, de la Universidad, de la Política,
de la democracia, etcétera. Por otro lado, en lo que llamaríamos un segundo momento
en la comprensión moderna de la crisis, se haría evidente una cierta disposición
pragmática del pensamiento moderno, una pre‐disposición indispuesta con el pensar
mismo, y también caracterizable según otro enunciado común: “¿Qué hacer?”. Ante
estos dos enunciados, la aceleración del dispositivo universitario se expresa como
producción y reproducción inagotable de ofertas de sentido crítico, con sus respectivas
técnicas y metodologías de intervención.
La disposición pragmática del pensamiento moderno se haría obvia, entonces, en
el paso casi automático que va desde la condición originaria de un “estar en crisis”,
hacia la disposición resolutiva del “¿Qué hacer?”. Y es esta misma pregunta la que se
muestra como común denominador entre, por un lado, el redentorismo formalmente
secularizado de las apelaciones trascendentales, desde las cuales la crisis aparece como
crisis normativa, deontológica y, a la vez, necesariamente, como crisis
antropológicamente comprendida. Y por otro lado, el pragmatismo inherente a toda
comprensión técnica de ella, que la reduciría al plano de la gestión. Es decir, sea en el
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ámbito trascendental, sea en el ámbito de la gestión pragmática, la crisis siempre
supone una antropología filosófica de la que el pensamiento moderno, en cuanto
pensamiento universitario, no habría podido escapar.
Y no será necesario, por ahora, aludir a la tragedia local o regional de las
universidades bajo dictadura, pues en ellas se opera, de manera mucho más brutal y
directa, una política de reforma y modernización institucional y curricular, que las
faculta para componer un nuevo eje de la “transformación productiva”, que es el
requisito de la transición del capitalismo estatal, al capitalismo de mercado global.
Entonces, la cuestión de la “crisis de la crisis”, una de las claraboyas centrales del
libro, parece contradecir los ánimos más concitados de buena parte de la discusión
académica. El autor nos dice:
La característica de la crisis actual radicaría en la imposibilidad de una
“nueva”, más moderna y progresista institución de relevo. En este
sentido la crisis actual habría que nombrarla como “crisis” de la crisis
moderna tal como se había venido dando hasta ahora (36).
Se trata de un momento sin síntesis, sin restitución y sin origen señalable. La crisis actual
de la universidad es, más que un tropiezo en su proyecto expansivo, su realización
efectiva. Lo que equivale a decir que, ante la imposibilidad de una nueva institución
categorial de relevo que predomine por sobre la eclosión contemporánea de imágenes
del mundo, la pre‐potencia del pensar universitario actual implica, no el fracaso de la
universidad, sino su más rotunda realización, en cuanto institución destinada a la
absorción, traducción, y puesta en forma de los saberes extrauniversitarios. El que la
universidad haya llegado a resolver su desacuerdo con los incómodos saberes
genealógicos, es signo, no de una arremetida democratizadora en la institución, sino de
su flexibilidad para prescindir de diseño. Tal prescindencia supone un elogio de la
diversidad –multiculturalismo, políticas de la identidad, estudios de minorías y
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diferencias, etcétera‐, pero un elogio que vacía a la “otredad” de toda performatividad,
ruido o remanente, que pudiera adulterar la tecno‐utopía de la traducibilidad total.
Ahí mismo, todo pareciera indicar la imposibilidad de escapar a esta lógica
indiferenciadora. Telemática, Capitalismo Mundial Integrado, crisis categorial, en tal
sentido, aparecerían otra vez, en una lectura apresurada, como recientes
monumentalizaciones del poder. Si la crisis actual implica una intrascendencia del
pensamiento crítico, entonces, cualquier paquete categorial que intente repensar la
actualidad, estaría esencialmente destinado a repetir el más moderno tic del
pensamiento: caer en la lógica productiva del saber critico‐restitutivo, cuyo valor es
capitalizable en la lengua universitaria. Quizás esta sea la formulación más radical del
libro de Thayer, pues si es cierto que el pensamiento crítico está, en su condición de
pensamiento universitario, totalmente alojado en la división del trabajo, entonces:
“Carecemos de categorías para analizar el acontecimiento de la crisis de las categorías –
incluida la categoría de crisis, tan recurrente en este escrito‐” (45).
IV.‐ Del Capitalismo.
Pero, si ya hemos sugerido las implicaciones relativas al proceso de circulación,
su automatización, el predominio del valor cambiario y la imposibilidad de establecer un
meta‐lugar crítico con respecto a la división del trabajo; todavía es necesario enfatizar
que el fin de la división del trabajo del que habla este libro, no está referido a la llamada
“división tecnológica del trabajo”. Con esto ocurre algo parecido que con la cuestión de
la crisis universitaria, pues, es fácilmente argumentable que hoy, es la universidad, en
este caso metropolitana, uno de los pocos recintos ajenos a la sensación epocal de
crisis: aumento de matrículas, aumento de demanda, expansión de su cobertura,
flexibilidad curricular que admite, incluso sin reservas, los otrora postergados saberes
críticos. La universidad, al igual que la división tecnológica del trabajo, estaría en una
fase de indesmentible expansión‐intensificación, una fase de excelencia.
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Aún más, ¿habría otra universidad que la metropolitana?, Difícil cuestión, más
aún cuando es obvio esperar como contra‐argumento la indicación de las longevas
tradiciones universitarias no metropolitanas. Pero, no se trata de una cuestión
reivindicativa simple, sino de diseño, de ideología; la misma que señala al recinto
universitario como pieza clave para la incorporación de la provincia al conjunto de
problemas de la historia universal. Toda universidad es, de suyo, universal, aunque no
metropolitana. Y sin embargo, las consecuencias de la llamada crisis no moderna de la
universidad moderna, son totalmente atingentes a lo que genéricamente llamamos
globalización: fin de la moderna articulación entre universidad nacional y Estado
nacional, y siendo este el caso, entonces cualquier reivindicación de la especificidad
nacional, con respecto a la metrópolis, sigue presa del patrón de acumulación imperial,
ya fácticamente desplazado por la misma globalización. Desde la “periferia” se trabaja
no contra la división universitaria del trabajo, sino en ella, con su venia y su legitimidad.
Para Thayer, si el fin capitalista de la división del trabajo nombra la
indiferenciación y el predominio de la intercambiabilidad, la crisis no moderna de la
universidad moderna, nombra la imposibilidad de soportar, curricularmente, un
pensamiento crítico que haga de recambio en la larga tradición de re‐emplazamientos
modernos. Se trata de una comparecencia total a la irrelevancia del presente, de un
efecto de simultaneidad facilitado por las flexibilidades institucionales, pues si hubo un
tiempo en que el pensamiento crítico podía contar, más depurada o más
esquemáticamente, su historia aludiendo a la arquitectónica, la dialéctica, el marxismo,
la genealogía, el psicoanálisis, la teoría crítica, el estructuralismo, etcétera, y con una
cierta convicción de progreso; hoy, en cambio, la mentada simultaneidad no sólo hace
posible la traumática reiteración, totalmente alojada en la universidad, de
sorprendentes “descubrimientos” –lo que no se entendió en Hegel, lo que no se ha
dicho de Spinoza, por ejemplo‐ sino que, a la vez, obliga, como efecto de su absoluta
presencia, a enormes trabajos reconstructivos que, incuestionables en su
responsabilidad y urgencia, no se detienen a reflexionar el acendrado tono
emancipatorio, revelador y aún humanista, con el que, más programática que
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sustantivamente, se dirigen a reponer la cartografía del mundo contemporáneo. La
universidad contemporánea tiene como función la producción de una imagen depurada
del complejo mundo actual y, por ello, habita la dimensión metafísica en que el pensar
se presenta como una nueva, más sofisticada, imagen del mundo.
En tal caso, la crisis no moderna de la universidad, no se refiere ni al ámbito
sociológico de su gestión, ni al ámbito del curriculum o diseño institucional. Tampoco se
trata de una crisis de la función, el rol o el destino de la universidad, su falta de
investigación, de recursos o, lo que desde otra perspectiva no sería una crisis, la
contaminación de las aulas y los programas de estudio con la estigmatizada segunda o
tercera generación de deconstruccionistas, de post‐estructuralistas o de, algo muy
vulgarmente enunciado, postmodernistas. La crisis no moderna de la universidad se
refiere al impasse del pensamiento crítico contemporáneo y a la imposibilidad de echar
mano a una “nueva, más moderna” conceptualización de relevo.
Y ello nos lleva a una cuarta señal de ruta: la crisis de la universidad es la crisis
del pensamiento crítico moderno, en momentos de plena realización de la universidad
como instancia de articulación de los lenguajes naturales, de los saberes genealógicos,
subalternos. Y su realización implica, desde el punto de vista de la historia del capital, su
efectiva universalización.
La crisis de la universidad sería un dividendo de la crisis de la
universalidad. La universidad, según esto, sería la piel de la universalidad,
su “puesta en escena”, en cada caso (78).
Pero, si la crisis de la universidad es “una puesta en escena” de la crisis de la
universalidad, deberá entenderse esto último, como una crisis del soporte ideológico
que predisponía la realización de dicha universalidad –jurídico‐política‐, en tanto
destino, objetivo y fin de la modernidad. Lo que vulgarmente se denomina globalización,
apunta precisamente a una realización de la universalidad burguesa, pero sin soporte
ideológico, sin fundamento, sin política. Se trata de un predominio fáctico de la
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universalidad capitalista, en la que se hace intrascendente, sino innecesaria, cualquier
apelación a un límite sustantivo de la explotación intensiva del planeta.
Un capitalismo sin Estado, sin lucha de clases, sin revolución. La
transición, entonces, como final capitalista de la historia de la división
social del trabajo, donde el capitalismo es lo que se queda y la revolución
lo que se va (177).
Y, dadas estas condiciones, lo que el libro, sin definir, supone, está relacionado con la
exigencia de una teoría crítica del valor adecuada a la desvalorización del trabajo crítico
o, lo que es similar, a la rápida valorización de toda instancia productiva, para ser
inscrita, vertiginosamente, en la esfera espacializada de la circulación de mercancías.
Pues, la realización universal del capital, sin contrapeso, ni exigencia de legitimación, sin
programa o política definida, implicaría una espacialización de la temporalidad en la que
la promesa moderna del porvenir, se mostraría, ella misma, totalmente colonizada por
un tiempo técnicamente administrado, detenido en la inmutabilidad horrorosa de un
presente absoluto, del que cuelgan, a pedido, sendos archivos ilustrativos de su historia.
Sin embargo, la posibilidad de una teoría crítica del valor, o de los procesos de
valoración asociados con la indiferenciación del trabajo crítico intelectual, es, por ahora,
sólo una advertencia, pues en tanto posibilidad, encierra toda la dificultad de no contar
con una lengua inapropiable por el hablar universitario, una lengua crítica que no sea,
en cuanto crítica, un ejercicio valorativo propiamente moderno, y por ello, inadecuado a
las exigencias de la crisis no moderna. He aquí un límite en la formulación de Thayer, un
límite sin embargo que hace de su libro un ejercicio riguroso y honesto, sin caer en la
tentación corriente de apelaciones emancipatorias vulgares. Este límite es, como tal, el
aporte de Thayer, y en él se requiere habitar sin apuros.
En otras palabras, el fin capitalista de la división del trabajo es, precisamente, el
fin idealista de la historia, en el que queda de manifiesto el predominio de la
intercambiabilidad y la circulación total, o, en el reverso de la elipsis nietzscheana, la
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circularidad absoluta del presente. Esto implicaría una espacialización del tiempo, en la
que toda apelación a un tiempo otro, ajeno a la circulación capitalista, quedaría
evidenciado en su condición de frágil utopía. Estaríamos frente a un predominio casi
absoluto de relaciones espacializantes, en las que el mismo espacio, representado como
mundialidad del modo de producción capitalista tardío, quedaría totalmente adosado a
la lógica de la producción. No se trata de afirmar que el pensamiento no ha tenido lugar,
como cuando se espera su advenimiento, se trata de enfatizar su no lugar (casi
jurídicamente: “su no ha lugar”). Ni utopía ni distopía, sino sencilla atopía,
acategorialidad, en cuanto suspensión de la realización actual de la potencia; entonces,
no se trata de impotencia, sino, como diría Agamben, tan sólo de potencialidad.
En tal sentido, no habría una mecánica del movimiento que sea capaz de
soportar una promesa tan moderna como la de “transición”, menos aún, la de
“ruptura”. Y esto último está lleno de consecuencias para pensar la misma comprensión
moderna de la temporalidad, pues buena parte de la legitimidad con la que se inviste la
auto‐comprensión moderna de la actualidad, descansa en la posibilidad de una
pregunta por el presente, en la que, el mismo presente se manifiesta como resultado de
una inédita forma de ser de la historia. Ruptura y novedad como claves del movimiento
de la historia, harían posible comprender a la modernidad como una época vertiginosa e
indeterminada en su decurso. Entonces, si la crisis de la crisis es también, la
imposibilidad de una apelación categorial al porvenir, Thayer renuncia a una auto‐
comprensión modernista y genealógica de la modernidad.
V.‐ De la transición.
Si este libro, como hemos sugerido, se resiste a una rápida inscripción en alguna
escena de discusión, no por ello debemos pensar que está escrito en un lenguaje
impronunciado hasta ahora. En tal caso, se trata de un libro que también problematiza
la escena natural de su inscripción, a saber, el tiempo de post‐dictadura en el Chile de
los años 90s.
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Y esto último resulta crucial para comprender la soterrada política de su ruta
argumental. Se trata de un libro que, pensando la crisis universitaria, se distingue de las
ingenierías de la reforma, tan vigentes, no sólo en Chile, para pensar la solución a la
llamada crisis de la educación. Para ello, el autor nos advierte: “La sociología llama
transición no al periodo de translatio del Estado moderno al mercado post‐estatal
(cuestión que acontece con guerras y dictaduras y calamidades varias); sino al periodo
de post‐dictadura, es decir, donde no hay ya translatio alguna” (176).
Es en esta imposibilidad de traslatio, donde se hace más evidente la
espacialización del tiempo; prueba de ello da toda la ideología local de legitimación de
lo post‐dictatorial, en tanto dictadura a perpetuidad, según el expediente de la
modernización y la “ahora sí”, “por fin”, incorporación definitiva del país, al mercado
mundial, a la modernidad. Es imposible sacar ahora todas las consecuencias de esta
lectura, sin embargo, nótese la absoluta pertinencia de la formulación de Thayer para
pensar la discusión sobre el estatus de la modernidad en América Latina, desde Octavio
Paz, hasta José Joaquín Brünner, pasando por Pedro Morandé y Bolívar Echeverría.
Nótese además como el común denominador de estos autores sigue siendo la cultura,
todavía demasiado referida al modelo de articulación moderno: Estado‐Cultura‐Nación,
o Lengua‐Historia‐Región. En Thayer, por otro lado, ya está presente la sospecha de una
nueva forma de operación del poder, en la cual la cultura ‐y con ello la universidad
nacional‐ estaría siendo desplazada en la formación de hegemonía, por una
virtualización que prescinde de la referencialidad moderna en su articulación: una
biopolítica a‐cultural y, por sobre todo, no culturalista.
Si el malestar del pensamiento “regional” se reflejó en un “llegar tarde” o no
llegar aún, a la modernidad Occidental, nos encontramos ahora, en el corazón de la
universalidad capitalista, donde los sueños de modernidad y democracia son
superfluamente equiparados con un lenguaje macroeconómico que realiza el dispositivo
técnico del saber universitario. Por ello, las batallas de post‐dictadura, legítimas y
pertinentes, se darían en un momento posterior a la transición definitiva del Estado al
mercado, trabajo ejemplar de la dictadura. En dicho momento, la informatización de la
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memoria que, de paso, ha convertido el problema de la violencia dictatorial en archivo
jurídico de nombres e instituciones, cuando no de “errores lamentables”, hace posible,
de manera insólita, una hipoteca de todo pensar rememorativo, a las claves de una
modernización que se viste con los ropajes del éxito, la solución, y la configuración de
un archivo en el que se disponen monumentales saberes progresistas, universitarios.
“La crisis no moderna de la universidad moderna. (Epílogo del conflicto de las
facultades)”, sería un libro que ha desestimado la eficacia del pensar universitario; ha
suspendido la relación entre crisis y crítica, desconfiando de cualquier institución
categorial de relevo; ha parafraseado la distancia crítica, en cuanto fuente de la
predominancia y legitimidad del saber y, ha hecho comparecer el afuera universitario a
la expansión de la universidad electrónica, en tiempos de Telemática y Capitalismo
Mundial Integrado. Y todo haría pensar que estamos frente a un libro nihilista. Un libro
que, aludiendo a la enfermedad y al debilitamiento, al fin de la épica y al predominio del
aburrimiento, se instala, para repetir las microfísicas monumentalizaciones del poder,
en relación con la crisis universitaria. Pero, una lectura como ésta no advertiría, en la, a
veces distópica, a veces cínica, conformación de la ruta escritural del libro, una
problematización que va más allá de las urgencias impuestas al pensamiento crítico.
Eso nos da una última señal de ruta: Thayer tensiona la relación, casi natural,
entre crisis y crítica, para suspender el ánimo redentorista que está a la base de una
oferta categorial diagnosticante del presente y, con ello hace manifiesta la convergencia
entre antropología trascendental y antropología técnica, en cuanto ambas parten de un
presupuesto pragmático, característico del pensamiento moderno universitario. Pues,
sea en la apelación a un criterio normativo trascendental o, sea en la apelación a una
decisión pragmática contingente, en ambos casos, la responsabilidad de la decisión
queda subordinada a un reconocimiento, y en tanto tal, a las taras del pensamiento
humanista‐emancipador moderno. En el primer caso, al reconocimiento de una
irrenunciable tradición de “progreso moral de la humanidad”; en el segundo caso, al
reconocimiento, en la desición contingente, de una comunidad de habla. (Ni Habermas,
ni Rorty)
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Estamos frente a un libro que inscribe su dispositivo, indisponiendo su potencia.
Un libro que nihiliza el nihilismo, toda vez que pone en pausa, suspende y habita en una
paradoja en la que arriesga su propia pertinencia.
Entonces, ¿qué sería la nihilización del nihilismo sino una suspensión de todo
pensamiento restitutivo de certezas? Se trata de un libro que se quiere a sí mismo
instantáneo, inapropiable, improductivo, o como él mismo dice, clip, a‐categorial. Un
pensamiento diferidor, es decir, en diferencia insobornable con a la lógica moderna de
la relación entre identidad y diferencia.
Ahí mismo, se trata de un libro que cita, pero ya no sólo infamiliar o
extemporáneamente. Este libro es una cita, una escritura remomerativa y reunidora de
un cierto tono del pensamiento moderno, que existe, habita en la universidad, pero se
haya, en su misma ineficacia e improductividad, ajeno al “interés”, ajeno a la
apropiación capitalizante. Pues no sería pertinente suponer al mismo libro de Thayer,
operando según una cierta teología negativa, según una ruptura invertida o, un
decadentismo de nuevo tipo. Crisis de la crisis, agotamiento, enfermedad, pensamiento
débil, desastre, nombran en tal caso, no una tradición alternativa, ni una sinonimia
absoluta. Nombran una incomodidad del pensamiento con su inscripción moderna,
universitaria.
La manera más moderna de tratar este pensamiento, fue la de derivarlo al
depósito de los nihilismos. Operación ella misma nihilista, precisamente porque su
demanda de certezas, su acendrado redentorismo, su oferta de sentido categorial, su
eficacia productiva, impidieron una comprensión no antropológica de la crisis. Por todo
ello, “La crisis no moderna” debe ser leída y abandonada, aunque este abandono,
propugnado por su autor, simule un escepticismo sin renuncia. A ello le hemos llamado
nihilización del nihilismo, y por si no se entiende: nihilista es el ánimo de nuestros
tiempos de post‐dictadura, de capitalismo universal, de irrefrenable búsqueda de
certezas, pues pensar es desasosiego.
Fayetteville, 2006