Los Cuadernos de Cine
PANFLETO CONTRA
EL GIMP
A propósito de ciertas tendencias
del cine actual
Carlos Losilla
EL CINE DE LAS AUTONOMIAS
AUDIOVISUALES
Para ser objeto de un reconocimiento formal, a una autonomía política le basta con unas cuantas reuniones de señores bien trajeados y la proclamación de
un estatuto más o menos amplio. Una autonomía audiovisual, en cambio, necesita más infraestructura: medios tecnológicos, profesionales competentes, una televisión propia y -por encima de todo- una o varias películas que la legitiman como tal, que proclamen por las salas de cine la existencia de un Gurídicamente) nuevo grupo humano con leyes e imágenes propias. Una autonomía, una nacionalidad, no son nada hasta que se ven reflejadas a sí mismas en la sábana blanca de la pantalla cinematográfica o en las cada vez más profusas líneas del televisor. En este país, sin ir más lejos, la gente no se enteró de la existencia de un estado de las autonomías hasta que vio en las carteleras los nombres de Francesc Bellmunt o Imanol Uribe, y el tal estado no se consolidará, no tomará forma en la
mente de la masa audiovisual, hasta que todos esos pequeños grupúsculos autóctonos cuenten con una imaginería -incluso se podría decir una mitología- propia. Seguramente la Unión Soviética no sería lo que es si gente como Eisenstein o Pudovkin no hubieran plasmado en celuloide toda aquella colección de acorazados y madres revolucionarias que invadieron los cinematógrafos de los años 20. Y, sin ninguna duda, los Estados Unidos de América no disfrutarían de sus actuales privilegios de no haber contado con la mayor manufacturadora de imágenes jamás creada.
En abierta contradicción con lo que ocurre en el plano sociológico y político, buena parte del cine que se fabrica a finales de esta década parece obsesionado con la reivindicación de una ciudadanía diferencial, con la ostentación de lo exótico, entendiendo por ello como lo que sea distinto ( o incluso opuesto) a los arquetipos eternos del cine de Hollywood. Mientras se habla de una posible unión europea, Televisión Española se siente de súbito portavoz de la Madre Patria y bombardea a su audiencia casi semanalmente con películas confeccionadas al sur de Río Grande. Mientras se crea el espejismo de un mundo cada vez con menos fronteras, comunidades lingüísticas que nunca o muy pocas veces se habían asomado a la pantalla grande, lanzan al mercado una película-estandarte,-, algo que los identifique como Sujetos Independientes en el proceloso mundo de la exhibición cinematográfica. Nace en Galilée (1987), película de origen palestino con actores árabes y técnicos franceses, gana la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Un producto genuinamente irlandés, Reefer and the model (1987), se lleva el primer premio en el Festival de Barcelona, e in-
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cluso un certamen tan especializado como el de Cine Fantástico de Sitges reserva sus más selectos aplausos para la primera película de la historia hablada en lapón, El guia del desfiladero (Ophelas, 1987, también conocida como Pathfinder), una estólida epopeya de iniciación y nieve, mucha nieve. Ni siquiera los tradicionalísimos señores de la Academia de Hollywood se salvan de la epidemia: el último osear a la mejor película extranjera ha ido a parar a manos de una producción que esta vez no es ni italiana, ni francesa, ni alemana, ni siquiera española, sino nada más y nada menos que danesa ( cuando ya todo el mundo creía que después de Dreyer, el diluvio) y además rodeada en Jutlandia, Elfestin de Babette (Babette fast, 1987).
Y eso no es todo. Incluso las carteleras españolas se van viendo progresivamente invadidas por títulos procedentes de las más extrañas latitudes y/o lenguas. Uno de los éxitos más refulgentes y menos esperados del pasado año fue Sorgo rojo (Hong gaoliang, 1987), una película china de Zhang Yimou, pero también se estrenaron Crazy !ove (Crazy love, 1987), con diálogos en flamenco; La luz (Yeelen, 1987), una producción de la República Malí dirigida por Souleymane Cisse; y, para redondear la serie con un título patrio, El vent de l'illa (1987), una solemne celebración balear hablada en menorquín. El hecho es que el cine comercial, el que suelen frecuentar los ciudadanos cada fin de semana, está tomando nuevos y sorprendentes derroteros. Películas españolas como Diario de invierno (1988) no aguantan más de dos semanas en cartel y, en cambio, E/festín de Babette o Sorgo rojo sortean los meses con una facilidad pasmosa. lQué ha pasado para que el típico cinéfilo-de-arte-y-ensayo prefiera las nieves danesas (e inclu-
so laponas) y las llanuras chinas a las ascéticas estepas castellanas, que tanto furor causaban en las películas de Saura o Martín Patino durante el franquismo?
Sencillamente, se ha producido un cambio en el concepto de lo exótico o, mejor dicho, de lo maravilloso en cine. A nadie le impresionan ya las inabarcables praderas norteamericanas, entre otras cosas porque puede verlas por la televisión casi cada sábado alrededor de las cuatro de la tarde. En cambio, todo el mundo parece experimentar una fascinación casi enfermiza (y repentina) por los cuentos chinos como Sorgo rojo o las mezclas de qualité y recetas gastronómicas a lo Babette. El esteticismo, que siempre ha gozado de tanta audiencia en el ámbito cinematográfico, se ha trasladado desde lo interior hasta lo exterior: antes eran los grandes caserones mesetarios y las atestadas mansiones italianas, Erice y Bolognini; ahora son las puestas de sol de la República Popular y las abrumadoras nevadas nórdicas. Pero en el fondo se trata de la misma técnica: dejar entrever más de lo que en realidad se ofrece. El esteticismo decorativista utilizaba alfombras y candelabros para dar la impresión de que los melodramas encerrados entre sus cuatro paredes eran más densos, turbulentos y pasionales de lo normal. El esteticismo turístico recurre a lo exótico para disfrazar historias y discursos tan antiguos como el cine mismo, para vender lo de siempre con la máscara de algo nuevo, encomendándose de paso a la reivindicación de lo nacional, de lo característico. Películas que se pretenden representativas de un modo de vida auténtico y distinto acaban siendo así tan irrealistas como la más desatada de las fantasías hollywoodienses.
Sorgo rojo parece contar algo totalmente «ori-
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ginal», la peripecia de una muchacha que, partiendo de una situación de completa opresión (su padre la vende a un hombre enfermo pero rico para que se case con ella) acaba participando en una gesta de liberación (la lucha contra la invasión japonesa), una historia indiscutiblemente indígena adornada con sudorosos cánticos y encendidas estampas de la vida rural china. Sin embargo, el director Zhang Yimou no encuentra su estilo ni en el vigor de la narración ( en apariencia épica, en realidad desmayada) ni en el rigor de la descripción, sino en la composición de imágenes «bonitas», que parezcan a la vez expresivas de su intransferible idiosincrasia y mayoritariamente identificables (en el sentido cultural del término) para un público universal: el principio del coito entre el sorgo mecido por el viento, los trabajadores agradeciendo mediante canciones la calidad de su cosecha, la batalla final apocalípticamente filmada durante un eclipse, etc. Es lo mismo que sucede con El festín de Babette o El guía del desfiladero. A primera vista se ofrecen como películas que sólo podrían fabricarse en y a propósito de la nacionalidad que las ha producido, pero cuando se encienden las luces de la sala se tiene la impresión de haber asistido a un espectáculo déja vu,sólo que con distintos escenarios como fondo. El festín de Babette adopta la apariencia de un cuento típicamente nórdico para adultos, una parábola moral acerca de la mezquindad y la generosidad, una metáfora sobre el enfrentamiento entre ascetismo y hedonismo. Con estos mismos materiales ideológicos, Dreyer filmó hace más de 45 años una película que sólo una mentalidad nórdica podía concebir, Dies !rae (Vredens Dag, 1943). E/festín de Babette, por el contrario, podría estar dirigida por un uruguayo y
los resultados serían los mismos. Lo que importa a Gabriel Axel no es la disección de esa dualidad fatal, sino los exquisitos manjares franceses que prepara la cocinera Stéphane Audran, filmados con tanto primor que una parte de la sala deja escapar un resignado suspiro de admiración cada vez que uno de ellos aparece en pantalla. Y El guía del desfiladero no es muy distinta, sólo que aquí los gadgets no son codornices y botellas de vino, sino flechas, persecuciones y amuletos; otro cuento tradicional (en este caso lapón) que quiere ser un canto a la libertad autonómica y acaba siendo una especie de peplum esquimal provisto de un dinamismo más bien tosco y filmado con evidente torpeza.
Todo eso no quiere decir que cualquier película procedente de una nacionalidad considerada «distinta» deba presentar una visión rigurosa y auténtica de la vida y las costumbres de su país de origen. Se trata de una simple constatación: en la época de la homogeneidad audiovisual se necesita mucha astucia y mucho tacto para pintar una cierta idiosincrasia cultural sin caer en la asimilación, en la absorción de una cultura por otra, lo cual es una trampa que debería empezar a considerar intolerable. Lo que resulta entonces patético en películas como Sorgo rojo o El guía del desfiladero no es que no acierten en su presentación de un material intransferiblemente propio, sino que lo intenten, y sobre todo que lo intenten con tanta ligereza. La luz es el ejemplo opuesto: aquí no se quiere poner en primer término la singularidad de los malienses (sino narrar una historia maliense, que es muy distinto), y sin embargo cada gesto, cada plano, revelan la existencia de un código común a los personajes de la película y por completo extraño a los espectadores de la platea. El
El Festín de B b El Festín de Babette. a ette.
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intento es radical, y los resultados un poco ariscos, pero no hay ni rastro del doble juego que sustenta los otros films, ni de la identificación gratificante que se esconde tras la fingida originalidad.
NOTICIAS DEL GRAN IMPERIO
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, las cosas no son tan distintas. Dejando de lado las típicas películas destinadas anualmente a la cosecha de los osear, en lo que se refiere a los géneros tradicionales la cinematografía americana parece alinearse de manera estratégica junto con los productos de su periferia. «El Gimp es la técnica -decía Manny Farber en un memorable texto de 1952 (reproducido en Arte Termita contra Arte Elefante Blanco, Barcelona, Anagrama, 1974)- de realzar lo ordinario con una dimensión diferente, sensacional y sin embargo aparentemente creíble.» Toda Sorgo rojo, toda El festín de Babette y demás compañeras de fatigas son un puro gimp, una pirueta en el aire destinada a otorgar credibilidad a lo artificioso, a adornar lo vulgar con oropeles. Parte del cine americano realizado durante los últimos dos años (aunque la cosa se remonta mucho más allá) también juega esta baza. Los argumentos son los de toda la vida, las puestas en escena se refugian en el más tradicional de los academicismos para disfrazar una alarmante falta de ideas, pero el look exterior parece siempre distinto, con lo cual se intenta también conceder un aura diferente a lo que contiene.
La casa de Carroll Street (The house on Carroll Street, 1988), de Peter Yates, es uno de los últimos y más contundentes ejemplos de este nuevo cine de qualité. La película podría ser per-
fectamente uno de esos subproductos que se dedican a imitar a Hitchcock y acaban por lo general en la estantería de un videoclub sin haber pasado jamás por una sala de cine. Pero varios detalles la delatan y la condenan a ser uno-delos-éxitos-de-la-temporada: a) transcurre en la época del maccarthysmo, lo que convierte las más bien anodinas aventurillas de sus protagonistas en un Gran Tema; b) en lugar de ceñirse a la acción, recurre al decorado, al vestuario y a la fotografía para crear un ambiente de época y añadir un plus de «elegancia» al producto; y c) utiliza dos actores con carisma (Kelly McGillis y Jeff Daniels) de manera «distinta» a como han venido siendo utilizados en sus anteriores trabajos con el fin de delinear el espejismo de la interpretación-de-calidad. Lo que diferencia esta socorrida técnica del gimp del que hablaba Farber es que ahora no se intenta salpicar el film con toques de autor, sino envolverlo en papel de plata y presentarlo así ante los deslumbrados ojos del espectador. Es una evolución lógica. En los años 50 aún estaba de moda el psicoanálisis y la sociología barata post-segunda guerra mundial, mientras que ésta es la era del diseño, de las formas, de lo que entra por los ojos y no por la mente. Lo que antes se disfrazaba con frases rimbombantes y subrayados visuales a base de imposibles movimientos de cámara, ahora se vende gracias al maquillaje y los fuegos de artificio más o menos disimulados.
La evolución de un director como Ridley Scott es, desde este punto de vista, representativa de los derroteros que ha ido tomando el cine americano «de autor» a lo largo de la década que está terminando. Dio por concluidos los setenta con Afien, el octavo pasajero (Alien, 1979), una intrigante muestra de terror espacial con toques
KELLY McGILLIS. JEFF DANIELS
EmilyGranesalió de su casa una mañana
Y entró en una pesadilla ..•
• • • una pesadilla que acabará en
LA CASA DE ÍARROLL STREÉf
KELLY ,ll(GJLUS. /EFF D,l.\l[LS l'N FIL.\\ Di l'ETER \.\TfS Till tiú\ 'Si L1\ l.\RROLL STREET JF:SSICA TA\'íl\' > .\1:\:\DY P-\TH'-,'KL\' \H '>lt \ r11 Gf::ORGES Dt-:l.ERLT
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de Conrad, el cine gótico y la fantasía científica.Empezó los ochenta con Blade Runner (BladeRunner, 1982), que se ha convertido ya en unapelícula de culto gracias a su sabia combinaciónde futurismo tenebrista y reflexión casi filosófica. Continuó con Legend (Legend, 1985), su filmmás radical e incomprendido, es decir, su momento álgido como autor, como creador de unmundo propio (válido o no, ésa es otra cuestión). Y finaliza por ahora con La sombra del testigo (Someone to watch over me, 1988), una caída en picado que no tiene nada que envidiar aLa casa de Carroll Street. En otros términos: delcine de género al cine de género-qualité pasando por la reivindicación de sí mismo. Lo que separa Afien de La sombra del testigo es lo que separa el cine americano de finales de los setentadel cine americano de finales de los ochenta. Protagonizada también por dos actores con glamour (Tom Berenger y Mimi Rogers), la películase niega sistemáticamente a explorar los temasque ella misma plantea desde un principio, decidiéndose por recrearse en los contraluces de uninmenso apartamento o en las miradas sin vidade dos personajes que simulan una pasión inexistente. La trama, una vez más, desdeña todanovedad para disfrazar el vacío de clasicismo, todo lo contrario de lo que ocurre con el estilo,que enmascara la desorientación mediante laapariencia de md>dernidad. En este sentido, elsímbolo que m
�·or resume el estatuto de La
sombra del testig es su propio inicio: bellísimaversión a cargo d Sting del clásico de Gershwinque le da título, tkiientras la cámara se pasea porencima de los rascacielos a través de la nocheneoyorquina. El rodeo, el movimiento en apariencia elegante (no hay quien discuta la impecable ejecución de esos travellings aéreos) pero
Blue Iguana.
en el fondo inane, sin rumbo, es la base sobre laque se apoya todo lo que viene después de estadeslumbrante imagen inicial.
No hace falta comparar todo esto con la pericia de que hacía gala Blade Runner para comprender el alcance de la transfusión sufrida porel cine americano más ambicioso durante los últimos años. Resulta más ilustrativo recurrir aotros ejemplos para dejar bien claro que se tratade un síntoma general, de una dolencia al parecer epidémica. Obsérvese, si no, La última tentación de Cristo (The last temptation of Christ,1987), del casi siempre inspirado Scorsese, queahora pretende desnudar su eterno discurso sobre la redención con una película donde lo quemás importa -aunque sea a pesar de Scorsesees su fallida reconstrucción arqueológica y su confuso discurso moral, una penosa vulgarización de Malas calles (Mean streets, 1972) o Toro salvaje (Raging bull, 1980). O véase El hombre y
su sueño (Tucker, 1988), de Francis Ford Coppola, una mera caricatura visual de Corazonada(One from the heart, 1982) que pretende remedar a Capra y a N orman Rockwell y se queda enuna exaltada autocelebración del propio Coppola, el Gran Cineasta enfrentado a los PoderesMalignos que dominan la industria cinematográfica, al igual que Prestan Tucker se enfrentaba a las grandes majors del automovilismo. O incluso El siciliano (The sicilian, 1987), de Michael Cimino, donde la imagen surrealista deuna cabina al borde del mar pretende llenar elvacío dejado por una puesta en escena ampulosa y hueca, a modo de importante repetición delos hallazgos estéticos de El cazador (The deerhunter, 1979) o La puerta del cielo (Heaven'sGate, 1982). Así pues, el gimp ya no es tan sólopatrimonio de los géneros tradicionales ni de los
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áprendices de bru�o el estilo de Peter Yates, sino que ha alcanzado también a las grandes luminarias del nuevo (?) Hollywood, a los «cachorros» que un día fueran la esperanza del cine americano. Su arma es ahora la reducción ad absurdum de su propio estilo hasta convertirlo en algo reconocible que no es más que un puro esqueleto, la herencia de sí mismos.
El relevo de estos hijos de los setenta no parece tampoco demasiado estimulante. Una de las películas más celebradas del último Festival de Cine de Barcelona parece ser la abanderada de los nuevos movimientos, The Blue Iguana(1987), de John Lafia. Este trabajo, que se pretende rabiosamente moderno y desmitificador, congrega en torno a sí los tópicos más desmelenados de lo que, según algunos, debe ser el cine de los 90: desorbitada melé de géneros (del western al cine negro, todo ello abrillantado con un barniz de screwball comedy), distanciamiento irónico del director con respecto a su material, predominio de la acción sobre la reflexión, creación de un estilo visual propio que se base en la tradición pero que a su vez la supera, espíritu descreído y marginal, etc. Como dice el propio Lafia: «Todas las formas de cultura popular, sin olvidar las más rastreras, forman un todo, una tradición de mito popular, un «flujo de conciencia» como decía Joyce. Y lo que hay que hacer es no censurarse a uno mismo en absoluto a la hora de saquear.» (Dirigido por ... n.º 161). Pero a veces, como en el caso de Lafia, la falta de censura puede desembocar en una falta de estilo, en un atropellado entrechocar de imágenes cuyo ensamblaje chirría por todas partes. The BlueIguana intenta ser tan posmoderna que esa misma condición se vuelve en su contra y se convierte en coartada, en gimp. Cuando no sabe có-
mo resolver una secuencia (toda la parte final, por ejemplo) recurre a la exageración, a la mueca, a la aplicación de esa «ironía devastadora» que muchos confunden con la grosería visual y narrativa. Cuando los personajes, desorientados, no saben cómo alcanzar una mínima densidad, les hace apoyarse en el distanciamiento para subrayar aún más esa falta de adecuación, para disfrazarla bajo la rúbrica de un «rasgo de estilo». Rizando el rizo de la qualité, The Blue Iguana intenta otorgar entidad a lo que quiere mostrarse como carente de ella.
LA ULTIMA AVANZADILLA
Pero volvamos por un momento a Manny Farber, nuestro Virgilio particular, y comparemos estas palabras con las intenciones de John Lafia: «Las obras de calidad suelen surgir cuando los creadores no parecen mostrar ambición por la cultura de oropel, sino que se comprometen en una especie de empresa temerario-conservadora que no tiende a nada ni a ninguna parte. Un rasgo peculiar del arte termita-solitaria-hongo-musgo es el de avanzar siempre devorando sus propios confines y, tal vez sí, tal vez no, sólo deja a su paso las huellas de una actividad afanosa, diligente, desaliñada.» (1962) Esta especie de creatividad nihilista y despreocupada es también el fundamento de The Blue Iguana,pero algo debe de fallar cuando los resultados son tan distintos de los que anuncia Farber, cuando el cine «posmoderno» termita no sólo devora sus propios confines, sino también a sí mismo.
Se ha hablado aquí de mezcla de géneros y de distanciamiento. Aparantemente, ambas tendencias parecen opuestas, y así ocurre en The
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Blue Iguana, donde su choque provoca una explosión irrevocable. En efecto, mientras la mezcla de géneros supone tanto un homenaje a la tradición como una vuelta a la identificación del espectador con lo que ocurre en la pantalla (los géneros son formas narrativas eminentemente populares), el distanciamiento implica una actitud casi cínica, individualizada, aislada del exterior por una cortina de autoconfianza: nada puede dañarme ... ni emocionarme. El acercamiento entre ambas técnicas se produce cuando la mezcla
fe géneros pierd
� su carácter de hqmenaje y
cua do el distancia iento se des-radicaliza, olvid su procedencia ntelectual para c�nvertirse en na postura a la vez objetiva y participativa: no es más que cine, pero qué emocionante. Todo ello implica, por supuesto, el abandono de cualquier pretensión cultural (sea moderna, posmoderna o de qualité) y la adopción de la «modestia estética» como emblema estratégico. Se trata de mezclar géneros con fluidez y no con premeditación, de adoptar un cierto distanciamiento a través de la propia película y no a supesar, de basar la acción en la arquitectura de las imágenes y no en su acumulación, y de llevar el descreimiento hasta sus últimas consecuencias, es decir, hasta el momento en que la película, presentándose como un trabajo serio, no se toma en serio ni a sí misma.
La aparente contradicción reside en una paradoja: una película seria nunca debe recurrir a la Seriedad de la cultura oficial y establecida, sino ir siempre contracorriente, explotar la ambigüedad, no erigirse en representante de nada excepto de sí misma. Es lo que hacían las películas de serie B y algunas de serie A en los años dorados de Hollywood ( de Edgar G. Ulmer a Howard Hawks, de Joseph H. Lewis a Alfred Hitchcock)
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y lo que hacen ahora algunos films que suelen pasar desapercibidos para los conaisserus, como una mancha despreciable en una cartelera repleta de Coppolas, Rudolphs, Carroll Streets, meriendas de negros confeccionadas por Babette y amaneceres inequívocamente chinos. El gimp(la trampa de la nacionalidad, de la qualité, de la modernidad ... ) desaparece para dejar paso al apetito voraz de las termitas. Varios de los estrenos más interesantes que se han producido últimamente pertenecen a este tipo de cine demole
¡or y ateo. Junglm de cristal (Die l)ard, 1988),
d John McTiernarl. y protagonizad� por el impa able Bruce Willis, propone un perverso cruce entre las fantasías selváticas de Rambo y los infiernos decadentistas de El coloso en llamas(The towering inferno, 1974), pero su resolución es mucho más original que todo eso. Convierte un rascacielos en una jungla indonesia y deja caer allí en medio, como quien no quiere la cosa y sin ningún tipo de rubor, a un individuo en camiseta que aniquila uno por uno a todos los miembros de una banda de terroristas que secuestran el edificio. La película se presenta como un simple track de acción, pero a medida que transcurre el humor y la ironía Uamás explícitos, como ocurría en The Blue Iguana) van socavando el componente épico del guión hasta dejarlo reducido a cenizas, pero -atención, atención- sin desvirtuarlo, manteniéndolo incólume para quien quiera disfrutar de él. Esta ambigüedad, esta riqueza y densidad de proposiciones, se produce además con una frenética facilidad narrativa, sin recurrir a postizos ni a dobles juegos. Huida a medianoche (Midnight run, 1987), de Martin Briest, aunque menos arriesgada y más convencional, cuenta con dos devastadoras interpretaciones (a cargo de Robert de Ni-
Good Morning, Vietnam.
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ro y Charles Grodin) y un continuo cambio de registros ( de la comedia al thriller, de la road movie al pseudowestern) que le otorgan un tono peculiarísimo, como si Sam Fuller estuviera dirigiendo un guión de Wim Wenders. No en vano estas dos películas han sido incluidas entre las mejores del año por algunos de los críticos de Cahiers du Cinéma, lo cual no es una garantía pero sí un consuelo.
El más conspicuo batallador en este terreno del cine modesto y combativo responde al nombre de Barry Levinson y podría confundirse, a primera vista, con uno de esos insolentes practicantes de la qualité. Sus películas carecen de la dinámica fluidez de Oculto (The hidden, 1987) o de la densidad casi ulmeriana de Best seller,(1987), por citar dos piezas maestras de esta tendencia, pero poseen otras cualidades quizá más sutiles. Levinson, por ahora, no está preocupado por ser un autor, y eso le permite adentrarse en cualquier tipo de argumento o género y «saquearlo» a placer. Pero sus botines no son como los del cuervo Lafia, ni como los del pavo real Scott, ni siquiera apelan a ningún sentimiento nacionalista, aun siendo americanos de los pies a la cabeza. Sus dos últimas películas estrenadas entre nosotros, Dos estafadores y una mujer(1987) y Good Morning Vietnam (1988) son reflexiones sobre su país, pero realizadas desde una perspectiva ajena, casi de entomólogo aficionado. Lo que importa en ellas es el propio film, no la reflexión, que va surgiendo a medida que transcurre la narración. Dos estafadores y unamujer es una comedia apacible y esquinada que tiene todos los números para convertirse en la reina de la coartada cultural: un tema «respetable» (un retrato de la sociedad americana en una época de gran expansión económica pero tam-
bién de patética sordidez), una ambientación propensa al envoltorio vistoso, una historia en tono de farsa ideal para el distanciamiento y la ironía más facilones, etc. Pero Levinson, afortunadamente, no es Y ates ni Lafia, y deja de lado cualquier tentación para construir sin más una agridulce mirada retrospectiva donde lo que domina el panorama es la propia viñeta que lo constituye, no su referente ni la idea estética que lo sustenta. Es algo que se ve más claro en Good Morning Vietnam: cuando Levinson habla de un locutor de radio destinado en Vietnam habla de un locutor de radio destinado en Vietnam, y no simula estar hablando del papel de la intervención norteamericana en aquel país asiático, ni pretende montar toda una farsa «posmoderna» alrededor/por encima/a través de la puesta en escena, el montaje y la dirección de actores. En todo caso, lo primero es una reflexión que, a posteriori, puede hacer con libertad cualquier espectador, sin sentirse coaccionado por la unidireccionalidad de las imágenes. Y lo segundo queda convertido en una irreverente incursión de la comedia en el terreno del cine bélico-político, enfrentamiento entre códigos que es el que le concede esa distancia irónica que, a su vez, se ve contrarrestada por la inmediatez de los planteamientos. Sólo así se logra una cierta complejidad de miradas, de puntos de vista sobre la materia del film, sin duda la esencia y el punto común en el que conver- �gen todos estos guerrilleros-francotira- � �dores-kamikazes del cine de ahora. �
Vietnam.