editotal computación

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¡Mírame a los ojos! Tienes quince mil centímetros cuadrados de piel. Tu lengua posee medio millón de receptores esenciales a la hora de cantar un vino. No se descarta la maravillosa posibilidad de un intercambio sutil, culminación de la empatía amorosa: el beso intenso que se dan los ojos. Nuestra piel es sensible al tacto pero los humanos a no se tocan sino de un modo tosco, mediante insípidas salutaciones. ¿Te has observado alguna vez de cerca en el espejo? Mira tus ojos que miran tus ojos : es movimiento perpetuo, visión infinita. Son dos rueditas que dan vueltas hasta el vértigo. El iris, aquella membrana de color diferente, se dilata, se contrae según la intensidad de la luz o nuestro clima interior, se comporta como el diafragma de una cámara fotográfica. Un buen día, en vez del flash sale el flechazo. El amor se lee en las pupilas porque nos da una mirada especial, crea complicidad. Los párpados, de piel fina, atraen el beso sutil de ojos cerrados. Nos volvemos sensitivos, se movilizan las neuronas. De pronto la musculatura más fina de nuestra piel se contrae produciendo lo que llamamos carne de gallina. Puede ser el frío, una emoción especial, una música en particular. En el beso total, son los alientos, las almas que se mezclan más allá de la envoltura. Se respira con los pulmones de otra persona. Nuestras manos son herramientas: arman, desarman, agarran, destrozan, disparan, acarician, rasguñan, golpean, suplican, ruegan, se apartan, se juntan, rezan. La pulpa de nuestros dedos tiene un poder increíble cuando roza otra piel. Para conocer a un ser humano basta con fijarlo a los ojos, tocar su mano. La mirada se desvía, se entrega, se humidifica, se endurece como el acero, se ablanda, se apaga, se incendia. Las manos cálidas húmedas hablan de emotividad, dulzura íntima, ternura o temor. Somos así millones. Nuestra piel tiene un color diferente, también el iris de nuestros ojos. Más allá se encuentra nuestro ser verdadero con su potencial de amor, sus pecados inconfesables, sus debilidades, su fuerza, sus anhelos.

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Page 1: Editotal computación

¡Mírame a los ojos!

Tienes quince mil centímetros cuadrados de piel. Tu lengua posee medio millón de receptores esenciales a la hora de cantar un vino. No se descarta la maravillosa posibilidad de un intercambio sutil, culminación de la empatía amorosa: el beso intenso que se dan los ojos.

Nuestra piel es sensible al tacto pero los humanos a no se tocan sino de un modo tosco, mediante insípidas salutaciones. ¿Te has observado alguna vez de cerca en el espejo? Mira tus ojos que miran tus ojos : es movimiento perpetuo, visión infinita.

Son dos rueditas que dan vueltas hasta el vértigo. El iris, aquella membrana de color diferente, se dilata, se contrae según la intensidad de la luz o nuestro clima interior, se comporta como el diafragma de una cámara fotográfica. Un buen día, en vez del flash sale el flechazo.

El amor se lee en las pupilas porque nos da una mirada especial, crea complicidad.

Los párpados, de piel fina, atraen el beso sutil de ojos cerrados. Nos volvemos sensitivos, se movilizan las neuronas. De pronto la musculatura más fina de nuestra piel se contrae produciendo lo que llamamos carne de gallina. Puede ser el frío, una emoción especial, una música en particular. En el beso total, son los alientos, las almas que se mezclan más allá de la envoltura. Se respira con los pulmones de otra persona.

Nuestras manos son herramientas: arman, desarman, agarran, destrozan, disparan, acarician, rasguñan, golpean, suplican, ruegan, se apartan, se juntan, rezan. La pulpa de nuestros dedos tiene un poder increíble cuando roza otra piel. Para conocer a un ser humano basta con fijarlo a los ojos, tocar su mano. La mirada se desvía, se entrega, se humidifica, se endurece como el acero, se ablanda, se apaga, se incendia. Las manos cálidas húmedas hablan de emotividad, dulzura íntima, ternura o temor. Somos así millones. Nuestra piel tiene un color diferente, también el iris de nuestros ojos. Más allá se encuentra nuestro ser verdadero con su potencial de amor, sus pecados inconfesables, sus debilidades, su fuerza, sus anhelos.

Nada es tan hermoso como el encuentro de unos ojos, sin que importe la edad, la condición social. Tomamos unas manos entre las nuestras, fusionamos miradas, penetramos en el santuario de otro ser ; bajamos defensas, abrimos fronteras.

Puede suceder a la hora íntima del amor, pero también en aquellos instantes en que compartimos el dolor de un amigo. Suele llamarse empatía, una manera de ponernos en la piel de nuestros semejantes. Quien no mira a los ojos o escribe sin tener la valentía de firmar con su nombre es cobarde, no merece que le prestemos interés.

La época actual contaminó la atmósfera, los ríos, el mar, también las miradas. Lo peor sucede cuando un hombre no puede sostener la de su esposa, sus hijos. Los seres humanos temen mezclar su alma con la de los demás. Evitan contactos visuales intensos, salutaciones efusivas, abrazos largos. Se encierran en su burbuja. Por eso me gusta tanto mirar los ojos de un bebé en el supermercado, en la calle, donde sea. Es el mundo de Dios antes de que lo ensucien los humanos.