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EDUCACIÓN EN MEDIOS Alfabetización, aprendizaje y cultura contemporánea Paidós Comunicación 158

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EDUCACIÓN EN MEDIOS

Alfabetización, aprendizaje y cultura

contemporánea Paidós Comunicación 158

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1. ¿Por qué enseñar los medios de comunicación

social?

¿Qué son los medios? Mi diccionario explica la palabra «medio» como «un utensilio, instrumento u operación intermedios»: es la cosa o acción que sirve o se utiliza para conseguir algo o transmitir información. Un medio es algo que utilizamos cuando deseamos comunicarnos con las personas indirectamente, es decir, sin que medie contacto personal o los interlocutores se vean cara a cara. Esta definición de diccionario nos dice algo fundamental sobre los medios, algo que constituye la base del currículo de la educación mediática. Los medios no nos ofrecen una ventana transparente sobre el mundo. Ofrecen cauces o conductos a través de los cuales pueden comunicarse de manera indirecta representaciones o imágenes del mundo. Los medios intervienen: no nos ponen en contacto directo con el mundo, sino que nos ofrecen versiones selectivas del mismo. Corno se verá por el uso que se hace de él en este libro, el término «medios» abarca todo el abanico de los medios modernos de comunicación social: televisión, cine, vídeo, radio, fotografía, publicidad, periódicos y revistas, música grabada, juegos de ordenador e Internet. Por textos mediáticos se han de entender los programas, filmes, imágenes, lugares de la red (etcétera) que se transmiten a través de estas diversas formas de comunicación. Al referirse a muchas de estas formas de comunicación se añade a menudo que se trata de medios de comunicación «de masas», lo que implica que alcanzan a auditorios muy amplios, aunque naturalmente algunos medios están pensados sólo para auditorios pequeños o especializados. Y no existe razón alguna para que ciertas formas más tradicionales, como los libros, no puedan considerarse «medios», dado que también ellas nos ofrecen versiones o representaciones «mediadas» del mundo. En principio, las cuestiones y los enfoques esbozados en este libro pueden aplicarse a todo el abanico de los medios: desde las costosas películas de éxito clamoroso hasta las fotografías instantáneas que hace la gente en diversos momentos de su vida cotidiana, y desde el último vídeo pop o juego de ordenador hasta las películas u obras de literatura «clásicas» más conocidas. Todos estos medios son igualmente dignos de estudio, y no existen razones lógicas para que los consideremos de manera independiente. La pretensión de que estudiemos «literatura» aislándola de otros tipos de textos impresos, o cinematografía con exclusión de otros tipos de medios que utilizan imágenes en movimiento, refleja claramente puntos de vista sociales ampliamente compartidos acerca del valor de estas diversas formas. Sin embargo, por institucionalizadas que puedan estar en el currículo, tales puntos de vista son cada vez más cuestionables. ¿Qué es la educación mediática? Los textos mediáticos combinan con frecuencia varios «lenguajes» o formas de comunicación: imágenes visuales (inmóviles o en movimiento), lenguaje auditivo (sonido, música o palabra) y escrito. Sin embargo, la educación mediática se propone desarrollar una competencia de base amplia, no relacionada exclusivamente con la letra impresa, sino también con estos otros sistemas simbólicos de imágenes y sonidos. Esta competencia aparece descrita a menudo como una forma de alfabetización; además, se sostiene que, en el mundo moderno la «alfabetización

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mediática» es tan importante para los jóvenes como la alfabetización más tradicional que les capacita para leer la letra impresa. Así pues, la educación mediática es el proceso de enseñar y aprender acerca de los medios de comunicación; la alfabetización mediática es el resultado: el conocimiento y las habilidades que adquieren los alumnos. Como mostraré más detenidamente en el capítulo 3, la alfabetización mediática implica necesariamente «leer» y «escribir» los medios. Por lo tanto, la educación mediática se propone desarrollar tanto la comprensión crítica como la participación activa. Esto capacita a los jóvenes para que, como consumidores de los medios, estén en condiciones de interpretar y valorar con criterio sus productos; al mismo tiempo, les capacita para convertirse ellos mismos en productores de medios por derecho propio. La educación mediática gira en tomo al desarrollo de las capacidades críticas y creativas de los jóvenes. La educación mediática tiene, pues, que ver con la enseñanza y el aprendizaje acerca de los medios. No deberíamos confundirla con la enseñanza por medio de o con los medios: por ejemplo, el uso de la televisión o de los ordenadores como herramientas para la enseñanza de la ciencia o de la historia. Naturalmente, estas herramientas educativas también nos ofrecen versiones o representaciones del mundo y, por ese motivo los educadores mediáticos han tratado a menudo de poner en tela de juicio el uso instrumental de los medios como «recursos didácticos». Esta llamada de atención es particularmente importante en relación con el entusiasmo contemporáneo por las nuevas tecnologías en la educación, donde los medios se ven a menudo como herramientas neutrales al servicio de la «información». Es evidente que, aunque puede mantener un diálogo crítico fructífero con estas áreas, la educación mediática no debería confundirse con la tecnología educativa o con los recursos pedagógicos. ¿Por qué la educación mediática? ¿Por qué deberíamos instruir a los jóvenes acerca de los medios de comunicación social? Cuando se pretende justificar racionalmente el estudio de la educación mediática, la mayoría de autores tiende a empezar acumulando datos estadísticos que demuestran la importancia de los medios en las vidas de los niños actuales. Las encuestas muestran una y otra vez que, en la mayoría de países industrializados, los niños pasan mas tiempo viendo la televisión que en la escuela, o en cualquiera otra ocupación de no sea dormir (véanse, por ejemplo: Livingstone y Bovill, 2001; Rideout y otros, 1999). Si a esto añadimos el tiempo que dedican al cine, a las revistas, a los juegos de ordenador y a la música popular, es evidente que los medios constituyen con mucho el pasatiempo más significativo de su tiempo libre. Estos hechos llevan a menudo a hacer afirmaciones más amplias acerca de la importancia económica, social y cultural de los medios en las sociedades modernas. Los medios representan grandes industrias, que generan beneficios y empleo; de ellos obtenemos la mayor parte de nuestra información acerca del procero político; y nos ofrecen ideas, imágenes y representaciones (tanto fácticas como imaginarias) que inevitablemente conforman nuestra visión de la realidad. Los medios son sin duda el principal recurso contemporáneo de expresión y comunicación culturales: quien pretenda participar activamente en la vida pública necesariamente tendrá que utilizar los modernos medios de comunicación social. Se sostiene a menudo que los medios han sustituido actualmente a la familia, a la Iglesia y a la escuela como principal fuente de influencia socializadora en la sociedad contemporánea. Naturalmente, esto no significa que los medios sean todopoderosos, o que necesariamente promuevan una visión única y coherente del mundo. Pero es evidente qué los medios son ahora omnipresentes e inevitables. Los medios han conseguido impregnar profundamente las texturas y rutinas de nuestra vida cotidiana, y nos proporcionan muchos de los «recursos simbólicos» para dirigir e interpretar nuestras relaciones y para definir nuestras identidades. Como sostiene Roger Silverstone (I999), los medios están ahora «en el centro de la experiencia, en el corazón de

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nuestra capacidad o incapacidad para encontrarle un sentido al mundo en que vivimos». Y, como él mismo sugiere, ésta es justamente la razón por la que deberíamos estudiarlos. En estas condiciones, por tanto, el razonamiento en favor de la educación mediática se reduce esencialmente a un razonamiento para hacer que el currículo sea relevante para las vidas de los niños fuera de la escuela, y para la sociedad más amplia. En la practica, sin embargo, muchos intentos de justificar teóricamente la educación mediática adoptan un enfoque mucho menos neutral. La educación mediática se contempla generalmente como una solución para un problema; y la relación de los niños con los medios no se ve como un hecho de la vida moderna, sino básicamente como un fenómeno perjudicial y dañino al que los educadores deben tratar de hacer frente. Como veremos más adelante, las razones por las cuales esa relación parece representar un problema —y, consiguientemente, la naturaleza de las soluciones que se proponen— son muy variadas. Para algunos, la preocupación central es la aparente falta de valor cultural de los medios, sobre todo si se los compara con los «clásicos» del arte o de la literatura; en cambio, para otros, el problema radica en las actitudes o formas de conducta indeseables que al parecer promueven los medios. Así pues, como cualquier otro ámbito educativo, la educación mediática se ha caracterizado por un ininterrumpido debate acerca de sus objetivos fundamentales y sus métodos. Son muy pocos los profesores que inicialmente hayan recibido una formación en educación mediática; es natural, por tanto, que tiendan a enfocarla partiendo de diferentes trasfondos disciplinarios, y con diversas motivaciones. Una manera de seguir la pista de estas diversas justificaciones racionales y motivaciones es a través de una perspectiva histórica. En los próximos apartados ofreceré un breve relato de la evolución histórica de los enfoques que ha recibido la educación mediática, concretamente en el Reino Unido, aunque las grandes líneas de este desarrollo se han repetido en otros lugares. Evolución de la educación mediática en el Reino Unido Trazar la historia del cambio educativo no es una tarea fácil. Es verdad que podemos echar mano de fuentes escritas —por ejemplo, de «manuales» para profesores, de materiales didácticos y documentos curriculares, y de publicaciones periódicas profesionales—, pero esta documentación sólo puede ofrecernos una comprensión limitada de las actividades que se desarrollan en el aula. De todos modos, al menos a partir de este material, estamos en condiciones de dividir la historia primitiva de la educación mediática en el Reino Unido en tres grandes fases (para más detalles, el lector puede recurrir a Alvarado y Boyd-Barrett, 1992; Alvarado, Gutch y Wollen, 1987; Masterman, 1985). DISCRIMINACIÓN El punto de partida más comúnmente citado en esta historia podemos ponerlo en la obra del crítico literario F. R. Leavis y su alumno Denys Thompson. La obra de ambos Culture aND! Environrnent: The Training of Critical Awareness (1933) representó la primera propuesta sistemática de objetivos para la enseñanza de los medios de masas en las escuelas. El libro, revisado y reeditado varias veces en el transcurso de las dos décadas siguientes, contiene una serie de ejercicios de clase a partir de extractos de periódicos, relatos populares y textos publicitarios. Este enfoque se vio posteriormente promovido por periódicos como Use of English, editado por el mismo Thompson, y finalmente fue recogido en varios informes oficiales sobre la educación. Leavis y sus colaboradores entendieron que su misión central era la salvaguarda del legado literario, del lenguaje, los valores y la salud de la nación que aquél parecía encarnar y representar. Los medios aparecían aquí como una influencia corruptora, como vehículos de placeres superficiales en sustitución de los valores auténticos del

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arte y la literatura con mayúscula. En este sentido, la enseñanza acerca de la cultura popular tenía por objetivo animar a los estudiantes «discriminar y resistir»: armarlos contra la manipulación comercial de los medios de comunicación de masas y, consiguientemente, reconocer los méritos autoevidentes de la cultura «superior». Este proceso de formación de los estudiantes en la «discriminación» y la «toma de conciencia crítica» ha sido descrito por críticos posteriores como una forma de «inoculación» o, en otras palabras, como un medio de protegerse contra e malestar (Halloran y Jones, 1968; Masterman, 1980). Lo que hoy sigue resultándonos llamativo en términos educativos es la extraordinaria autoconfianza que trasluce este proceso. Leavis y Thompson pretendían capacitar a los profesores para exponer lo que ellos veían como la cruda explotación y la barata falsedad emocional de la cultura popular. Ambos autores daban por sentado que, una vez expuesta, esta situación sería reconocida y condenada. ESTUDIOS CULTURALES Y ARTES POPULARES La siguiente fase en esta breve historia nos lleva a finales de la década de 1950 y primeros años de la década de 1960, y al momento fundacional de los «British Cultural Studies». De forma totalmente explícita en la obra de Raymond Williams (1958, 1961) y Richard Hoggart (1959), este enfoque ponía en tela de juicio el concepto de «cultura» de Leavis. La cultura no aparecía ya en este nuevo enfoque como un conjunto fijo de productos privilegiados —por ejemplo, un «canon» aprobado de textos literarios—, sino como «un estilo global de vida»; se admitía que la expresión cultural pudiese adoptar un amplio abanico de formas, desde las más exaltadas hasta las que reflejan la vida cotidiana. Este enfoque más amplio empezó así a cuestionar las distinciones entre cultura superior y cultura popular y, en último término, entre arte y experiencia vivida. El texto clave que se propuso difundir este enfoque entre los profesores de las escuelas fue The Popular Arts (1964), de Stuart Hall y Paddy Whannel. Esta obra ofrecía un amplio abanico de sugerencias para la enseñanza de los medios, en particular del cine. Este enfoque menos obviamente «inoculador» del estudio de los medios se vio reflejado también en materiales didácticos y en informes oficiales de la época. En un estudio que investigaba la situación en las escuelas secundarias, Graham Murdock y Guy Phelps (1973) comprobaron que el enfoque de Leavis perdía paulatinamente terreno a medida que profesores más jóvenes se esforzaban por reconocer las experiencias culturales cotidianas de sus alumnos y construir a partir de ellas. Con todo, este enfoque seguía manteniendo vigentes una serie de distinciones culturales fundamentales. Hoggart (1959), por ejemplo, distinguió claramente entre la cultura «viviente» de las clases trabajadoras industriales y la cultura «procesada», derivada de Hollywood. Sorprende el tono típicamente antiamericano, evidente también en la obra de Leavis. Por su parte, en Hall y Whannel (1964) y en el «Informe Newsom sobre la Enseñanza Inglesa», publicado el año anterior (Departamento de Educación y Ciencia, 1963), la distinción entre cultura superior y cultura popular no desaparece, sino que cambia en parte de sentido. De esta manera, mientras ahora los profesores se ven estimulados a prestar atención a las películas en el aula —eso sí, dando preferencia a las películas europeas o británicas—, la televisión, medio cada vez más dominante, continuaba quedando excluida del debate. SCREEN EDUCATION Y DESMISTIFICACIÓN En la década de 1970 podemos señalar otro cambio de paradigma, por influjo una vez más del mundo académico. El desarrollo clave en este caso fue el concepto de «teoría de Screen (Pantalla)», difundida a través de las páginas de los periódicos Sereen y Screen Education. Screen fue el vehículo más significativo de nuevos desarrollos en

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semiótica, estructuralismo, teoría psicoanalítica, postestructuralismo y teorías marxistas sobre la ideología. El difícil papel de Screen Educadon consistió en sugerir cómo estos enfoques académicos podían aplicarse a las aulas en las escuelas, a pesar de que sólo de forma intermitente abordó explícitamente esta tarea (véase Alvarado, Collins y Donald, 1993). El representante más influyente de este enfoque fue sin duda Len Mastennan (1980, 1985). En realidad, Masterman se mostró sumamente crítico con lo que él consideraba el elitismo académico de la teoría de Screen. Sin embargo, sus libros Teaching about Television (1980) y Teaching the Media (1985) compartían las preocupaciones centrales de la teoría por las cuestiones lingüísticas, ideológicas y de representación. En este caso, el objetivo fundamental era poner al descubierto la naturaleza constructa de los textos mediáticos, y consiguientemente mostrar cómo las representaciones mediáticas refuerzan las ideologías de grupos dominantes dentro de la sociedad. Mastennan rechazó enérgicamente el enfoque de Leavis y sus seguidores, por considerarlo de clase media y discriminador, aunque por otra parte reconocía que el enfoque que él criticaba continuaba prevaleciendo entre los profesores de inglés. En cambio, él promovió métodos analíticos tomados de la semiología, que parecían ofrecer la promesa de objetividad y rigor analítico. (Estos métodos serán analizados más detenidamente en los capítulos 5 y 7.) Tales formas de análisis debían combinarse con el estudio minucioso de la economía de las industrias mediáticas (Masterman, 1985). A los estudiantes se les exigía que dejasen de lado sus reacciones y gustos subjetivos y que se comprometiesen con formas sistemáticas de análisis que estarían en condiciones de poner al descubierto las ideologías «ocultas» de los medios, y consiguientemente «liberarlos» a ellos mismos de su influencia. De esta manera, la discriminación por razón del valor cultural se ha visto desplazada efectivamente por una forma de desmistificación política o ideológica. Democratización y actitud defensiva Esta breve historia pasa por alto inevitablemente algunos de los aspectos más complejos de la diversas posturas, así como los contextos históricos en que éstas fueron formuladas originalmente. Un análisis exhaustivo de la evolución de la educación mediática tendría que empezar situando estos enfoques en el cambiante clima social y cultural de sus épocas respectivas y, más en concreto, relacionarlos con las luchas permanentes por el control de la política educativa. Sin embargo, si no se pierden de vista estas reservas, es posible hacer una lectura de esta historia en función de dos tendencias contradictorias. Por una parte, el desarrollo de la educación mediática forma parte de un movimiento más amplio hacia la democratización; en virtud de este proceso democratizador las culturas extraescolares de los estudiantes son gradualmente reconocidas como válidas y dignas de consideración en el currículo escolar. En este sentido, la educación mediática podría verse como una dimensión de las estrategias educativas «progresistas» que empezaron a ganar un amplio número de adeptos en las décadas de 1960 y 1970. Por ejemplo, a los estudiantes de inglés se les animó cada vez con mayor insistencia a escribir acerca de sus experiencias cotidianas, a discutir el carácter poético de canciones populares, a participar en debates sobre cuestiones sociales contemporáneas. Con este tipo de estrategias se pretendía «validar» las culturas de los estudiantes y, al mismo tiempo, establecer conexiones entre las culturas de la escuela y las de los hogares de los alumnos y del grupo de pares. Este cambio reflejó el creciente reconocimiento de que el currículo académico tradicional resultaba inadecuado para una amplia mayoría de estudiantes, y de manera particular para los alumnos de clase trabajadora. Ya en la obra de Leavi y Thompson se reconoce sin dificultad que los profesores deben empezar trabajando con las culturas que los estudiantes llevan consigo a la clase, sin tratar de imponerles enseguida los valores de la cultura «superior». En fechas más recientes esta

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democratización del currículo terminaría viéndose también como parte de un cambio político más amplio, que se pone de manifiesto de múltiples formas en la obra de William y en el proyecto de Screen Education. La tentativa de incluir la cultura popular en el currículo representó una recusación directa del elitismo de la cultura literaria establecida y, en este sentido, el cambio fue inspirado implícitamente por una clase política más amplia. Por otra parte, sin embargo, esta historia es también un ejemplo de actitud defensiva. En ella se refleja una vieja sospecha que ha pesado sobre los medios y la cultura popular y que muy bien podría considerarse un rasgo definitorio de lo sistemas educativos modernos (Lusted, 1985). Aunque el currículo muestra una actitud de creciente apertura, todos esto enfoques tratan a su modo de inmunizar o proteger a los estudiantes contra lo que se tenía por efectos negativos de lo medios. Un enfoque de este tipo se basa implícitamente en idea de que, por una parte, los medios están en condiciones de ejercer una enorme influencia (casi siempre de carácter negativo) y que, por otra parte, los niños son particularmente vulnerables a la manipulación. Enseñar a los niños sobre lo medios —es decir, capacitarlos para analizar cómo están construidos los textos mediáticos y para comprender las funciones económicas de las industrias mediáticas— aparece en este contexto como una manera de fortalecerlos para que puedan rechazar tales influencias. En el proceso, se argumenta, los niños se convertirán en consumidores racionales, capaces de ver los medios de una forma «crítica» y distanciada. Esta actitud defensiva puede tener diversas motivaciones que adquieren diferente significado en diferentes épocas y en diferentes contextos nacionales y culturales. Particularmente en la obra de Leavis y sus seguidores, la actitud defensiva en el plano Cultural es muy fuerte. Es decir, estos autores tratan de proteger a los niños frente a los medios, en los que perciben una evidente carencia de valor cultural y, consiguientemente, se esfuerzan por ganar a los niños para formas superiores de arte y literatura. Si bien es verdad que en la actualidad han dejado de estar de moda en algunos círculos, tales motivaciones a menudo subyacen tras intereses, al parecer más «objetivos» o «políticos». Como en el caso de Leavis y Hoggart, semejantes posturas comportan con frecuencia una actitud de resistencia contra lo que se considera imperialismo cultural americano, que (por razones evidentes) es especialmente llamativa en algunos países de habla inglesa y, en cierto grado, en América Latina. Más recientemente, podemos identificar una forma de resistencia política, que resulta especialmente perceptible en la tercera perspectiva anteriormente esbozada. Aquí el objetivo es utilizar la educación mediática, y especialmente el análisis de los medios, como instrumento para desengañar a los estudiantes de falsas creencias e ideologías. En muchos países ésta continúa siendo una motivación de primer orden para los educadores mediáticos, aunque desde la década de 1970 la gama de asuntos abordados aquí ha abarcado formas cada vez más amplias de «política de identidad», particularmente en torno a cuestiones de género y etnicidad. Desde esta perspectiva, los medios son vistos como los responsables por excelencia de que los estudiantes se vuelvan sexistas o racistas. Y es precisamente a través del análisis de los medios como tales ideologías se verán desplazadas o superadas. Aunque menos evidente en el Reino Unido, en otros países los educadores mediáticos han contado con una poderosa motivación. Podríamos denominarla actitud de resistencia moral. Por ejemplo, en Estados Unidos la educación mediática está fuertemente motivada por el miedo, en primer lugar, a los efectos del sexo y la violencia en los medios y, de forma no tan pronunciada, al papel de los medios en el fomento del consumismo o materialismo. Una vez más, los medios son vistos aquí como responsables directos de inculcar una serie de falsas creencias o comportamientos: animar a los niños a creer que todos sus problemas pueden resolverse por medio de la violencia o acaparando bienes materiales. Y sólo mediante un riguroso entrenamiento en el análisis de los medios va a ser posible prevenir o superar tales peligros (Anderson, 1980).

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En cada caso, sin embargo, la educación mediática se propone como una forma de enfrentarse con algunos de los problemas sociales más amplios y complejos —y si los medios se identifican rutinariamente como la causa predominante de estos problemas, la educación mediática parece verse a menudo como la solución—. Mientras tanto, la necesidad de examinar cualquiera de las causas más espinosas de tales problemas —o formas más eficaces y potencialmente menos gratas de enfrentarse con ellos— se dejan hábilmente de lado. Por ejemplo, si podemos responsabilizar a los medios del aumento de violencia, la educación mediática se convierte en una alternativa razonable para el control de armas, o para hacer frente a problemas como la pobreza o el racismo. Consiguientemente, la educación mediática termina percibiéndose no como una simple forma alternativa para regular los medios —una alternativa liberal a la censura, tal vez—, sino como una herramienta para modificar actitudes y comportamientos más generales (véase Bragg, 2001). Como en la investigación mediática, estos argumentos tienden a reaparecer cada vez que entran en escena nuevos medios. Por ejemplo, la llegada de Internet ha puesto de nuevo sobre el tapete muchos de estos argumentos proteccionistas en el campo de la educación mediática. Muchos de los debates públicos acerca del uso que hacen los niños de Internet se han centrado en los peligros de la pornografía, en los pedófilos que acechan en las habitaciones donde se chatea, y en las seducciones de las ventas a través de la Red. Aquí, sin embargo, algunos ven una vez más en la educación mediática un tipo de vacuna: si no es posible mantener a los niños totalmente apartados de los medios, la educación mediática nos permitirá por lo menos evitar la contaminación. En este escenario, los beneficios y los placeres potenciales de los medios se dejan de lado y se insiste exclusivamente —y, en algunos casos, de forma claramente exagerada— sobre los daños que, según se supone, provocan esos mismos medios. Curiosamente, por diferentes que puedan ser estos intereses, las posiciones atribuidas aquí a estudiantes y profesores continúan siendo admirablemente coherentes. Por lo general, los estudiantes, además de estar especialmente amenazados por la influencia negativa de los medios, parecen incapaces de resistirse al poder de estos últimos; en cambio, se da más o menos por sentado que los profesores están en condiciones, por una parte, de mantenerse fuera de este proceso y, por otra parte, de ofrecer a los estudiantes las herramientas del análisis crítico que los «liberará». En uno y otro caso, la educación mediática se considera un instrumento destinado a contrarrestar la aparente fascinación y placer de los niños frente a los medios —y, consiguientemente, su fe en los valores que los medios parecen promover—. Se piensa que la educación mediática terminará llevando automáticamente a un mayor aprecio de la cultura superior por parte de los niños, a formas moralmente más sanas de comportamiento, o a opiniones más racionales y políticamente correctas. La educación mediática se ve nada menos que como un instrumento de salvación. Hacia un nuevo paradigma De alguna manera, todos los enfoques esbozados hasta aquí han continuado ejerciendo cierto influjo. Sin embargo, en la última década la educación mediática en el Reino Unido y en otros muchos países ha empezado a entrar en una nueva fase. Si bien es cierto que los puntos de vista proteccionistas están lejos de haber sido abandonados, se ha producido una evolución gradual hacia un enfoque menos defensivo. En general, los países que cuentan con sistemas educativos —especialmente en el campo de la educación mediática— más «maduros» —es decir, los países con la historia más larga y con las pautas de desarrollo más coherente— han abandonado ya claramente el proteccionismo. (Los lectores que quieran conocer con mayor detalle la evolución de la educación mediática en e plano internacional pueden consultar las siguientes obras: Bazalgette, Bévort y Saviano, 1992; Buckingham y Domaille 2001; Hart, 1998; Kubey, 1997; y Von Feilitzen y Carlsson

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1999.) Son varias las razones que explican este cambio. Hasta cierto punto, en él se reflejan los puntos de vista cambiante de las relaciones de los jóvenes con los medios, tanto en la investigación académica como de forma más general en el debate público. La idea de que los medios son portadores de un conjunto específico de ideologías y creencias —más en concreto, la visión de los medios como algo uniformemente dañino o carente de valor cultural— no se puede defender ya con tanta facilidad. Naturalmente, todavía existen límites significativos en la diversidad de los puntos de vista y formas culturales representados en los medios que marcan la pauta, pero el desarrollo de la comunicación moderna se ha traducido en un entorno más heterogéneo, incluso fragmentado, en el que las fronteras entre cultura superior y cultura popular se han vuelto sumamente borrosas. Por otra parte, la idea de que los medios son una todopoderosa «industria de la conciencia» —como si ellos pudiesen imponer por su cuenta falsos valores en sus pasivas audiencias— se ha puesto también en tela de juicio. La investigación contemporánea sugiere que los niños constituyen una audiencia mucho más autónoma y crítica de lo que convencionalmente suele admitirse, cosa que no dudan en reconocer cada día más claramente las mismas industrias rnediáticas. En cierta medida, este cambio forma parte también de un desarrollo más amplio en el pensamiento acerca de la regulación de los medios. Los cambios tecnológicos hacen que cada vez resulte más difícil impedir que los niños accedan a un material considerado dañino o inapropiado; esto sin Contar con que una regulación de este tipo podría restringir las oportunidades de que los niños participen activamente en los medios. Por lo que respecta a los reguladores mismos de los medios, en lugar de insistir en la censura hoy se inclinan claramente hacia el «asesoramiento del consumidor», del que la educación mediática se ve a menudo como una dimensión (Buckingham y Sefton-Green, 1997). Mientras tanto, entre los educadores se reconoce cada vez más que el enfoque proteccionista no funciona en realidad en la práctica. Especialmente tratándose de áreas en las que la educación mediática tiene un interés tan central —es decir, en aquellas cuestiones en que los estudiantes ven que están en juego sus propias culturas y posibilidades de disfrute—, no es raro que los alumnos se sientan inclinados a ofrecer resistencia o incluso a rechazar lo que les dicen los profesores. Hasta cierto punto, estos desarrollos podrían verse también como el resultado de un cambio generacional. Disponemos de pruebas de que en el momento actual los profesores más jóvenes, que ya han crecido con medios electrónicos, muestran actitudes más relajadas: es menos probable que estos educadores se vean a sí mismos como misioneros que denuncian la influencia de los medios y, por otro lado, se expresan con mayor entusiasmo acerca del uso que hacen los jóvenes de los medios como formas de expresión cultural (Morgan, l998a; Richards, l998a). Para esta generación, un enfoque meramente defensivo de la educación mediática estaría en contradicción con su propia experiencia como consumidores de los medios y los colocaría en una posición falsa, patemalista, como profesores. En conjunto, estos desarrollos están impulsando la aparición de un nuevo paradigma para la educación mediática. Esta no se opone ya automáticamente a las experiencias que los estudiantes tienen de los medios. No parte de la idea de que los medios son necesaria e inevitablemente dañinos, o que los jóvenes son simplemente víctimas pasivas de la influencia de los medios. Por el contrario, adopta una perspectiva más centrada en el estudiante; es decir, en lugar de partir de los imperativos docentes del profesor, tiene en cuenta el conocimiento y la experiencia de los jóvenes acerca de lo medios. No pretende blindar a los jóvenes frente al influjo de los medios, para a continuación seducirlos con la promesa de «cosas mejores». Se propone capacitarlos para que decidan por su cuenta con conocimiento de causa. La educación mediática no se contempla aquí como una forma de protección, sino como una forma de preparación.

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Desde varios puntos de vista, esta justificación racional parece más «neutral» que las descritas anteriormente. En sentido amplio, este tipo de educación mediática se propone un doble objetivo: en primer lugar, desarrollar la comprensión que tienen los jóvenes de la cultura mediática que los rodea y, en segundo lugar, la participación de esos mismos jóvenes en dicha cultura (Bazalgette, 1989). Los defensores de este enfoque subrayan la importancia de la educación mediática como parte de una forma más general de «ciudadanía democrática», aunque también reconocen que es importante que los estudiantes disfruten y gocen de los medios. Así pues, en términos generales, este nuevo enfoque parte —al menos intencionalmente— de lo que ya conocen los estudiantes, de sus gustos y maneras de disfrutar de los medios, sin dar por sentado en ningún momento que todo ese trasfondo sea inútil o meramente «ideológico». Este enfoque no trata de sustituir las respuestas «subjetivas» con otras pretendidamente «objetivas», ni de neutralizar el disfrute de los medios por medio del análisis racional. Por el contrario, intenta desarrollar un estilo más reflexivo de enseñanza y aprendizaje que permita a los estudiantes valorar atentamente su propia actividad como «lectores» y como «escritores» de textos mediáticos, y comprender los factores sociales y económicos más amplios que están en juego. El análisis crítico se ve aquí como un proceso de diálogo, y no tanto como una manera de alcanzar una posición mutuamente acordada o predeterminada. Desde esta perspectiva, la producción mediática de los estudiantes asume también mucha mayor importancia. Naturalmente, el objetivo primario de la educación mediática no es el entrenamiento de los futuros periodistas y productores de televisión: ésta es una tarea que compete a la educación superior y a las mismas industrias mediáticas. De todos modos, el potencial participativo de algunas de las nuevas tecnologías —especialmente de Internet— ha facilitado significativamente, por una parte, la participación de los jóvenes en la producción mediática creativa y, por otra parte, las iniciativas que en este mismo sentido puedan tomar los profesores con sus alumnos. Al subrayar el desarrollo de la creatividad de los jóvenes y su participación en la producción de medios, los educadores mediáticos están consiguiendo que sus voces se escuchen y, a la larga, están poniendo las bases para formas más democráticas e inclusivas de producción mediática en el futuro. Un paso adelante: enseñanza y aprendizaje Un objetivo importante de este libro es definir, explicar e ilustrar este enfoque más reciente de la educación mediática. En particular, la segunda parte ofrece una descripción sistemática y detallada del marco conceptual de la educación mediática, de sus estrategias típicas de aprendizaje, y de las posibilidades de la educación mediática en una gama de áreas curriculares. Además, el libro se propone explorar una serie de cuestiones y problemas todavía no resueltos en este campo y estudiar algunos de los nuevos desafíos, En cierta medida, estas cuestiones reflejan la «mayoría de edad» que ha alcanzado la educación mediática. A lo largo de la última década, ésta ha empezado a reflexionar cada vez más sobre su propia práctica, y a mostrarse más autocrítica al analizar la eficacia de su trabajo. Se ha prestado mayor atención a cuestiones relativas al aprendizaje de los estudiantes en la educación mediática. En cierta medida, estas cuestiones están estrechamente relacionadas con debates teóricos más amplios en los estudios académicos de los medios: debates, por ejemplo, sobre la relación entre disfrute e ideología, y sobre el lugar del análisis «racional». Sin embargo, también se plantean aquí cuestiones específicamente pedagógicas. ¿Cómo conseguiremos identificar los conocimientos previos de los estudiantes acerca de los medios? ¿Cómo adquieren los estudiantes comprensiones «críticas» o conceptuales? Los estudiantes, ¿cómo aprender a utilizar los medios para expresarse ellos mismos y para comunicarse con los demás? ¿Cómo relacionan el discurso académico del sujeto con sus propias

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experiencias como usuarios de los medios? Y, finalmente, ¿cómo podemos estar seguros de que la educación mediática es realmente diferente? En el estudio de estas y otras cuestiones con ellas relacionadas en la tercera parte del libro echaré mano de los resultados de la investigación didáctica realizada por mí y por algunos colegas a lo largo de la última década. Esta investigación pone en tela de juicio muchas de las pretensiones exageradas de anteriores enfoques de la educación mediática y, en cierto modo, refleja un cuestionamiento más amplio de las concepciones «modernistas» de la educación como medio para desarrollar formas de «conciencia crítica» o racionalidad. De hecho, hasta cierto punto, esta investigación surge de un repensamiento más amplio de algunos de los primitivos supuestos de la práctica educativa «progresista» (Buckingham, 1998). De todos modos, mi objetivo aquí no es simplemente echar por tierra las certezas de anteriores generaciones de educadores supuestamente radicales; pretendo, además, sentar la base de una concepción más coherente e inclusiva de lo que cuenta como aprendizaje. Un paso adelante: un cuadro más amplio A estas cuestiones más bien «internas», hay que añadir una serie de desarrollos más amplios que han tenido múltiples implicaciones para los educadores mediáticos. Hasta cierto punto, estos desarrollos demuestran lo urgente que es plantearse seriamente el terna de la educación mediática, aunque también sugieren que nuestro ámbito educativo necesita ampliarse —y tal vez repensarse. La proliferación de tecnologías mediáticas, la comercialización y globalización de los mercados mediáticos, la fragmentación de las audiencias masivas y la aparición de la «interactividad» son fenómenos que están contribuyendo, cada uno a su manera, a transformar fundamentalmente las experiencias cotidianas de los jóvenes con los medios. En este nuevo entorno, los niños se han convertido paulatinamente en un mercado apetecible para las industrias de los medios. En el momento actual, los niños pueden acceder —y de hecho acceden— a los medios de «adultos», a través de la televisión por cable, de los vídeos o de Internet, con mucha mayor facilidad de lo que lo hicieron nunca sus padres; además, los niños poseen sus propias «esferas mediáticas», tal vez cada vez más difíciles de penetrar o comprender para los adultos. Los medios digitales —y muy especialmente Internet— aumentan significativamente las posibilidades para la participación activa; sin embargo, para la gran mayoría de niños, que todavía no pueden disfrutar de estas oportunidades, el peligro de exclusión y de privación de derechos se deja sentir cada vez más. Sobre estos desarrollos, y sus implicaciones para los jóvenes, reflexionaré más detenidamente en el capítulo 2. De todos modos, conviene subrayar que su importancia no se deja sentir exclusivamente en el ámbito de los medios. En realidad, tales desarrollos reflejan tendencias mucho más amplias en el mundo contemporáneo, tendencias de las que un importante número de teóricos sociales se ha ocupado ya ampliamente en sus discusiones y debates. Al menos en los países occidentales, el cambio hacia una sociedad consumista «postindustrial» parece haber trastocado las pautas tradicionales relativas al empleo, la residencia y la vida social. Cada vez con mayor frecuencia vemos cómo se ponen en tela de juicio instituciones sociales establecidas, las reglas de conducta de la sociedad civil y determinadas concepciones tradicionales de la ciudadanía. Mientras tanto, la globalización económica y cultural está poniendo en crisis la legitimidad de la nación Estado y ha empezado a reestructurar las relaciones entre lo local y lo global. Muchos comentaristas sociales coinciden en afirmar que el mundo contemporáneo se caracteriza por su creciente fragmentación e individualización. Viejos sistemas de creencias y estilos de vida se ven hoy erosionados; determinadas jerarquías familiares se derrumban. La movilidad social y geográfica supone una amenaza para vínculos sociales tradicionales como los representados por la familia y la comunidad; la mayor parte de los jóvenes crecen actualmente en sociedades cada vez más heterogéneas y

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multiculturales, en las que coexisten concepciones muy diferentes de la moralidad y tradiciones culturales muy distintas. En este contexto, la identidad termina viéndose como una cuestión de elección individual, y no de derecho de nacimiento o de destino; además, se argumenta, en el proceso los individuos se han vuelto más diversificados aún —y en cierta medida más autónomos— en el uso y la interpretación que hacen de bienes culturales. No obstante, a pesar de las apariencias, estas nuevas sociedades son también más desiguales y más polarizadas que aquellas otras a las que parecen estar en trance de sustituir. Al parecer, estos desarrollos tienen también implicaciones perturbadoras para la educación (Usher y Edwards, 1994). Los educadores, se argumenta, ya no pueden verse a sí mismos como «legisladores» que imponen los valores y las normas de la cultura oficial. Lo mejor que pueden esperar es actuar como «intérpretes» que hacen accesibles «múltiples realidades» y diversas formas de percepción y conocimiento. Mientras tanto, la retórica misionera de la escolarización pública —su pretensión de «emancipar» a los estudiantes del poder y transformarlos en agentes sociales autónomos— ha sido condenada como otra ilusión de modernidad capitalista. La naturaleza y la extensión de estos desarrollos son sin duda objeto de debate, aunque no existen razones que nos permitan poner en tela de juicio el papel central de los medios —y de la cultura de consumo en sentido amplio— en la incesante transformación de las sociedades modernas. Hasta cierto punto, esto parecería reforzar la necesidad de la educación mediática, aunque no deja de plantear algunas cuestiones significativas acerca de sus formas y prácticas características. La «política de identidad» de la educación mediática contemporánea, con su insistencia en la racionalidad y las concepciones «realistas» de la representación, debe ponerse en tela de juicio, lo mismo que la retórica de la «ciudadanía democrática» en la que a menudo se basa aquélla. Los avances tecnológicos cuestionan las distinciones convencionales entre análisis crítico y producción creativa, pero a la vez pueden crear oportunidades para formas muy diferentes —y mucho más «festivas»— de práctica pedagógica. Y a medida que se cuestiona la legitimidad de la misma escuela como institución social, necesitamos valorar la contribución potencial de la educación mediática a nuevas formas de aprendizaje más allá del aula. Todos estos temas serán discutidos con mayor detalle en la cuarta parte de este libro. Una historia sin final La presente introducción nos ha ofrecido una panorámica de algunos de los temas y argumentos clave que serán discutidos más detalladamente en los restantes capítulos del libro. En el breve resumen de la historia de la educación mediática que contienen estas páginas, he procurado poner de relieve algunos de los factores que están en litigio en su ininterrumpido desarrollo. Sin embargo, he procurado evitar las tentaciones de un relato teleológico: como si las viejas ideas del pasado, ahora inadecuadas, debieran lanzarse simplemente por la borda en favor de las nuevas y más adecuadas ideas del presente. Si bien es verdad que este libro tratará de explicar y justificar el actual «estado del arte» en la educación mediática, también se propone cuestionario y sugerir cuál va a ser su futuro inmediato. Como toda forma de práctica educativa, la educación mediática necesita un modelo claro del currículo y una teoría coherente sobre el aprendizaje. Sin embargo, si pretenden mantenerse atentos a las nuevas circunstancias y a las cambiantes necesidades y experiencias de los estudiantes, los profesores mediáticos necesitan reflexionar también sobre su propia práctica y estar preparados para responder a nuevos desafíos. Por suerte, como mostrará claramente este libro, la evolución histórica de la educación mediática está lejos todavía de haber tocado techo.

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3. Alfabetizaciones en medios

Los defensores de la educación mediática han invocado menudo el concepto de «alfabetización» al tratar de definir y justificar su trabajo. El uso de semejante término en este contexto data como mínimo de la década de 1970, fecha en que se introdujeron en Estados Unidos una serie de currículos para la «alfabetización en el uso de la televisión», la mayor parte de los cuales tuvieron una vida efímera (Anderson, 1980). Por la general, en América del Norte se sigue utilizando la expresión «alfabetización mediática» con preferencia a «educación mediática». La referencia a la alfabetización se puso a la orden del día en el Reino Unido a finales de la década de 1980, en parte como consecuencia de los esfuerzos por incorporar la educación mediática dentro de la enseñanza del inglés (véanse, por ejemplo, Bazalgette, 1988; Buckingham, 1993b), Más recientemente, algunos educadores interesados básicamente por la enseñanza de la lengua y la literatura han terminado reconociendo (tal vez con cierto retraso) la importancia de enfrentarse con una gama más amplia de medios (por ejemplo, Marsh y Millard, 2000; Watts Pailliotet y Mosenthal, 2000). Esta orientación más reciente ha conducido además a la aparición del término «multialfabetizaciones» (multiliteracies: Tyner, 1998; Cope y Kalantzis, 2000). Por lo general, para estos autores las «nuevas» alfabetizaciones exigidas por los medios modernos son tan importantes como las «antiguas» alfabetizaciones exigidas por la imprenta. Naturalmente, la comunicación implica casi siempre una combinación de diferentes modalidades, tanto visuales como verbales. En todo caso, el desarrollo de nuevos medios de comunicación ha supuesto una grave amenaza para el predominio de la palabra impresa, y sin duda está cambiando fundamentalmente nuestra propia manera de utilizar el lenguaje. En el momento actual, se afirma, toda alfabetización es inevitable y necesariamente una alfabetización multimediática. En este sentido, las formas tradicionales de alfabetizar no son ya adecuadas. En cierto sentido, por lo tanto, este uso de la expresión «alfabetización mediática» podría verse como una afirmación polémica, y bajo este punto de vista tiene mucho en común con el uso a la moda del término en contextos como «alfabetización informática», «alfabetización económica» e incluso «alfabetización emocional». Se basa en una analogía entre las competencias que son pertinentes en áreas relativamente nuevas, o controvertidas, o de escasa entidad curricular (en este caso, los medios), y aquellas otras que se aplican en el área segura y no sometida a debate de la lectura y la escritura. La analogía se utiliza para reforzar ciertas afirmaciones acerca de la importancia —y sin duda la respetabilidad— de esta nueva área de estudio. Por otra parte, como es natural, la analogía en cuestión puede también hipotecar el futuro, por la sencilla razón que en ella se reconoce implícitamente la primacía del lenguaje escrito. El hecho de que la escritura se vea como la única modalidad «real» de comunicación nos obliga al parecer a describir todas las demás modalidades como formas de alfabetización (Kress, 1997). El concepto de alfabetización La expresión «alfabetización mediática» se refiere al conocimiento, las habilidades y las competencias que se requieren para utilizar e interpretar los medios. De todos modos, no resulta fácil definir exactamente qué se entiende por alfabetización mediática. Hablar de «alfabetización» en este contexto parecería implicar que, de alguna manera, los medios emplean ciertas formas de lenguaje, y que nosotros estamos en condiciones de estudiar y enseñar los «lenguajes» visuales y audiovisuales de manera parecida a como hacemos con el lenguaje escrito.

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Generalmente se atribuye al lingüista Ferdinand de Saussure la idea de aplicar métodos lingüísticos al estudio de otras formas de comunicación, lo que posteriormente se bautizaría como semiótica o semiología (es decir, el estudio de los signos). Los educadores mediáticos han empleado con frecuencia métodos o principios semióticos para analizar textos mediáticos (véase el capítulo 5). Sin embargo, para algunos, la analogía con el lenguaje escrito —y, por consiguiente, la expresión «alfabetización mediática»— es sencillamente demasiado imprecisa, o incluso positivamente engañosa. Algunos especialistas en alfabetización, por ejemplo, nos ponen en guardia contra este uso más bien impreciso y metafórico de la expresión, aduciendo que de esa manera se vuelven borrosas las distinciones necesarias entre lenguaje escrito y otras formas de comunicación (entre otros: Barton, 1994; Kress, 1997). Mientras tanto, algunos analistas mediátícos rechazan la idea de que nuestra comprensión de la comunicación visual esté basada en el dominio de convenciones culturales como las que se aplican en el lenguaje. Ellos sugieren, por el contrario, que en nuestra comprensión de las representaciones visuales y audiovisuales intervienen las mismas habilidades que utilizamos para interpretar el mundo cotidiano que forma nuestro entorno (Messaris, 1994). En último término, el valor de la analogía de la alfabetización depende de a qué nivel decidamos aplicarla. Como señala Paul Messaris (1994), las convenciones básicas del «lenguaje fílmico» tienen efectivamente que aprenderse; pero su aprendizaje resulta relativamente fácil y rápido, aunque sólo sea porque este tipo de convenciones remeda procesos familiares de percepción y comprensión. interpretar, por ejemplo, un movimiento de zoom o un fundido es algo relativamente sencillo, si uno tiene en cuenta la información contextual (las otras tomas utilizadas en la película, o el desarrollo del argumento). De hecho, las tentativas para desarrollar una teoría del «lenguaje fílmico» han tropezado con múltiples obstáculos: es muy difícil encontrar analogías entre los «elementos menores» de la película (tomas o movimientos de cámara, por ejemplo) y los elementos equivalentes en el lenguaje verbal (la palabra o el fonema), por no hablar de aspectos como los tiempos o las negaciones. Diversos analistas han llegado a la conclusión de que el filme no posee de hecho una sintaxis que nos permita distinguir entre enunciados «gramaticales» y «no gramaticales» (véase Buckingham, l993a). También las tentativas de los psicólogos por identificar las habilidades básicas que intervienen en la «alfabetización televisiva» han encontrado muchas dificultades. Al menos en principio, debería ser posible analizar qué es lo que un espectador competente necesita hacer para «comprender» un programa de televisión; no obstante, esto no se corresponde necesariamente con las formas de producción real de significados. Los rasgos formales concretos de la televisión no comportan significados fijos que puedan ser definidos objetivamente. Un movimiento de zoom de la cámara, por ejemplo, puede «significar» cosas diferentes en diferentes momentos; es más, en determinadas ocasiones ese mismo gesto puede «significar» lo mismo que un movimiento de rastreo de la cámara o un fotograma de primer plano. No puede afirmarse que tales elementos, básicos en apariencia, del lenguaje mediático son procesados automáticamente. Sin embargo, al menos momentáneamente, los espectadores tienen que decidirse activamente por determinadas opciones acerca de su significado (para una discusión más amplia, véase Buckingham, l993a, capítulo 2). De todos modos, conviene distinguir aquí entre interpretación en este «micronivel» y el «macronivel» del sentido textual. Por ejemplo,.la forma como nosotros interpretamos un película no depende sólo de la «lectura» que hagamos de de terminadas tomas o secuencias. Depende también de cómo esté organizado y estructurado el texto en su conjunto —por ejemplo, de su carácter narrativo—; de cómo se relacione con otros textos que nosotros mismos podamos haber visto (intertextualidad), o con géneros con los que estemos familiarizados; de cómo el texto se pronuncie acerca de —o se refiera a— aspectos de la realidad que nos sean más o menos familiares (representación); y de las expectativas que nosotros ponemos en ella, por ejemplo, como resultado de la

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manera como ha sido anunciada y distribuida. Una vez comprendidos, estos diferentes elementos pueden parecer otras tantas formas de «alfabetización», en el sentido de que todos ellos implican producción de sentido y de placer a partir de una cierta gama de signos textuales. De esta manera, la «alfabetización» a la que nos referimos generalmente cuando hablamos de «alfabetización mediática» es evidentemente algo más que una simple alfabetización funcional: la habilidad, por ejemplo, para descifrar las claves de un programa de televisión, o para utilizar una cámara. Por alfabetización no se entiende aquí simplemente una especie «juego de herramientas» cognitivas que capacita a las personas para comprender y utilizar los medios. Y, de esta manera, la educación mediática pasa a ser algo más que una especie curso de entrenamiento o prueba de competencia en las habilidades relacionadas con los medios. A falta de otra designación mejor, la alfabetización mediática es una forma de alfabetización crítica. Exige análisis, evaluación y reflexión crítica. Supone la adquisición de un «metalenguaje», es decir, de un medio que nos permite describir las formas y las estructuras de diferentes tipos de comunicación; e implica una compresión más amplia, por una parte, de contextos sociales, económicos e institucionales de comunicación y, por otra parte, de cómo estos mismos contextos afectan a las experiencias y las prácticas de las personas (Luke, 2000). La alfabetización mediática incluye sin duda la habilidad para utilizar e interpretar los medios, pero implica también una comprensión analítica mucho más amplia. Una teoría social sobre las alfabetizaciones Para los defensores de las «multialfabetizaciones» (Cope y Kalantzis, 2000) y para otros en este campo (Buckingham, 1993a; Spencer, 1986), la insistencia en la pluralidad de alfabetizaciones no tiene que ver exclusivamente con las múltiples modalidades o (medios) de comunicación. También está relacionada con la naturaleza intrínsecamente social de la alfabetización, y consiguientemente con las diversas formas que la alfabetización adopta en diferentes culturas, y más concretamente en el contexto de las sociedades de nuestro entorno, cada vez más multiculturales. La investigación sobre la alfabetización en la letra impresa muestra claramente que diferentes grupos sociales definen, adquieren y utilizan la alfabetización de muy diversas maneras, y que las consecuencias de la alfabetización dependen de los contextos sociales en que se utilizan y de los objetivos sociales que se persiguen con su uso (véanse, entre otros, Heath, 1983; Scribner y Cole, 1981; Street, 1984). Por este motivo, los investigadores en cuestión tienden a hablar de «prácticas alfabetizadoras» o «acontecimientos alfabetizadores», y no tanto de simple «alfabetización» por sí misma: en otras palabras, para esos investigadores la lectura y la escritura son actividades sociales, más que manifestaciones de un conjunto de habilidades cognitivas despersonalizadas. Desde este punto de vista, por lo tanto, no podemos hablar de la alfabetización aislada de las estructuras sociales e institucionales en que aparece ubicada. Esta es una teoría social que de hecho prescinde de un concepto único de alfabetización y lo sustituye por una idea de alfabetizaciones plurales, que aparecen definidas por los significados que producen y por los intereses sociales que promocionan. Esto implica que los individuos no crean sentidos cada uno por su cuenta, sino en virtud de su implicación en redes sociales, o «comunidades interpretativas», que promueven y valoran formas concretas de alfabetización. Por este motivo, el estudio de la alfabetización debería abordar cuestiones relativas a los contextos económicos e institucionales de la comunicación: por ejemplo, el tema de cómo diferentes grupos sociales gozan de diferentes tipos de acceso a la alfabetización, y de cómo el acceso y la distribución están relacionados con desigualdades más amplias dentro de la sociedad (Luke, 2000). Este enfoque implica, además, que el hecho de adquirir la alfabetización (de la forma que sea) abre la vía a formas concretas de acción social.

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La gente se capacita para hacer cosas, ya sea en su profesión, en su vida privada o en la sociedad civil; y las formas que adopta dependen de lo que se está haciendo. La acción social está inevitablemente relacionada con la actuación del poder en la sociedad; en este sentido, podemos decir que la alfabetización gira en tomo a la producción de significados simbólicos, que a su vez encarnan y representan determinadas relaciones de poder. Sin embargo, en el caso de la «alfabetización mediática», este enfoque sugiere que no podemos ver —o, desde luego, enseñar— la alfabetización como un conjunto de habilidades cognitivas que todos los individuos sin excepción llegan a «poseer». Deberíamos empezar reconociendo que los medios, además de formar parte integrante del entramado de la vida cotidiana de los niños, están incrustados en sus relaciones sociales. Deberíamos reconocer obligatoriamente que las competencias que contribuyen a dar sentido a los medios muestran una distribución social, y que diferentes grupos sociales manifiestan diferentes orientaciones respecto de los medios, y los utilizarán de diferente manera. En este sentido, es muy probable que los niños disfruten de diferentes «alfabetizaciones mediáticas» —o de diferentes modalidades de alfabetización—, tal como exigen las diferentes situaciones sociales que tienen que afrontar, y que dichas alfabetizaciones tendrán a su vez diferentes funciones y consecuencias sociales. Deberíamos reconocer también que los individuos tienen «historias» de experiencias mediáticas que pueden ser activadas de determinadas maneras en determinados contextos sociales, o gracias a determinados «acontecimientos alfabetizadores». Llegados a este punto, permítasenos dejar de lado por un momento esta discusión relativamente abstracta y considerar qué es lo que realmente queremos decir en la práctica cuando hablamos de «alfabetización mediática». ¿En qué medida definimos la alfabetización mediática de manera que realmente podamos enseñarla? ¿Es posible especificar las partes constitutivas de la alfabetización mediática e identificar cómo podemos esperar que los jóvenes la adquieran? En la siguiente sección, intentaré plantear todas estas cuestiones desde la práctica. Mapa conceptual de alfabetizaciones mediáticas Hasta ahora se ha intentado en diversas ocasiones definir cuáles son los componentes de la «alfabetización mediática» y prescribir cómo deben enseñarse esos mismos componentes a niños de diferentes edades (véanse, entre otros, Bazalgette, 1989; Brown, 1991; Tyner, 1998; Worsnop, 1996). El modelo de «alfabetización cinematográfica» del British Film Institute, propuesto por primera vez en el informe Making Movies Mctter (Film Education Working Group, 1999), es un ejemplo reciente. El modelo en cuestión se refiere específicamente a imágenes en movimiento, aunque gran parte de los aspectos identificados pueden aplicarse también a otros medios de comunicación social, incluida la imprenta. Y no hay nada que nos obligue a considerar que las imágenes en movimiento constituyen un caso aislado. El modelo británico descompone el campo en tres «áreas conceptuales»: «el lenguaje de las imágenes en movimiento», «productores y audiencias» y «mensajes y valores». (Estas áreas coinciden en realidad con las que yo mismo describiré en el próximo capítulo, aunque personalmente dividiré el área «productores y audiencias» en dos categorías diferentes.) El documento trata de ofrecer un modelo de «progresión del aprendizaje» que oriente la enseñanza sobre las imágenes en movimiento a niños de diferentes edades y niveles escolares. Además de precisar las «experiencias y actividades» que lo estudiantes deberían estar en condiciones de afrontar en cada nivel, también define los «resultados» que podrían esperarse así como las «palabras clave» que sugieren «las áreas y tipo de conocimiento que pueden corresponder a cada nivel». El recuadro 3.1 ofrece un ejemplo de los resultados que se especifican en una de las tres áreas, «mensajes y valores». A tenor del texto, el área en cuestión aborda

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múltiples cuestiones acerca de los «efectos» de los medios sobre las «ideas, valores y creencias», y se centra concretamente en la relación entre textos y realidad de la imagen en movimiento. (Esta área corresponde a la que yo he descrito detalladamente en el capítulo 4, bajo el término de «representación».) Merece la pena señalar que este modelo no está descrito en función de la edad sino teniendo en cuenta los niveles escolares. A pesar de todo no es casual que el Currículo Nacional del Reino Unido esté dividido actualmente en cinco «niveles clave», que se definen a partir de la edad. (De esta manera, nivel clave 1, corresponde a las edades de 5-7 años; nivel clave 2, a 7-11 años; nivel clave 3, a 11-14 años; nivel clave 4, a 14-16 años; nivel clave 5, a 16-18 años.) Aunque en el nivel 1 encontramos aquí algunos elementos «funcionales», éste es claramente un modelo de alfabetización «crítica», en el sentido descrito anteriormente. Esta es una característica del enfoque en su conjunto, y no justamente del área de «mensajes y valores». Este elemento crítico resulta tal vez menos evidente en el área del «lenguaje», pero está fuertemente destacado en la de «productores y audiencias». De esta manera, se espera que, en el área del «lenguaje», los estudiantes aborden los diferentes elementos del lenguaje cinematográfico, la interacción de imagen y sonido, la estructura narrativa, el papel de la tecnología y la evolución del «estilo fílmico». En el área de «productores y audiencias», los alumnos desarrollan su comprensión de la producción, de la organización económica, del mercado y distribución de los textos con imagen en movimiento, y de las posibles respuestas de las audiencias. Todas ellas son áreas clave de la educación mediática, de las que hablaré más detenidamente en el capítulo 4. Aunque los modelos de este tipo son probablemente necesarios, no dejan de plantear diversos problemas, tanto de detalle como de principio. El documento del British Film Institute no cita investigaciones relacionadas en esta área; en realidad, describe su modelo como «hipotético», y sugiere que las investigaciones todavía no se han llevado a cabo. Sin embargo, contamos con una considerable cantidad de investigaciones sobre estos asuntos, en el contexto de un amplio abanico de disciplinas académicas. Con el fin de

RECUADRO 3.1.

«Alfabetización cinematográfica»: mensajes y valores En el nivel 1, los estudiantes deberían ser capaces de:

• Identificar y hablar sobre diferentes niveles de «realismo» (por ejemplo, del drama naturalista por oposición a los dibujos animados).

• Referirse a elementos del lenguaje fílmico al explicar respuestas y preferencias personales (por ejemplo, toma, corte, zoom, primer plano, enfoque).

• Identificar órdenes como flashback, secuencias oníricas, exageración; y discutir por qué son necesarias y cómo se comunican.

En el nivel 2, los estudiantes deberían ser capaces de: • Identificar las diversas formas que tienen cine, vídeo

y televisión de mostrarnos cosas que no han sucedido «realmente», por ejemplo, acciones violentas o mágicas.

• Investigar las razones a favor y en contra de medidas como la censura, la clasificación por edades, y la «cuenca radioeléctrica».

En el nivel 3, los estudiantes deberían ser capaces de: • Explicar cómo aparecen representados en cine,

vídeo y televisión los grupos sociales, los acontecimientos y las ideas, utilizando términos como «estereotipo», «auténtico» y «representación».

• Explicar y justificar juicios estéticos y respuestas personales.

• Argumentar en favor de formas alternativas de representar un grupo, acontecimiento o idea.

En el nivel 4, los estudiantes deberían ser capaces de: • Discutir y valorar textos cinematográficos, televisivos

o de vídeo con fuertes mensajes sociales o ideológicos, utilizando términos como «propaganda», «ideología».

En el nivel 5, los estudiantes deberían ser capaces de: • Discutir y valorar mensajes ideológicos en textos

cinematográficos, televisivos y de vídeo representativos de la corriente principal, utilizando términos como «hegemonía» y «diégesis»..

• Describir y dar cuenta de diferentes niveles de realismo en textos cinematográficos, televisivos y de vídeo.

• Explicar las relaciones existentes entre estilo estético y significado social-político.

Fuente: Tomado con ligeras adaptaciones, de Moving Images in the Classroom, British Film Institute, 2000, Págs. 52-56.

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ilustrar algunas de las dificultades que plantea este tipo de mapas conceptuales de la alfabetización mediática, en los próximos apartados de este capítulo discutiré las grandes líneas de esta investigación y las diferentes interpretaciones que dicha investigación admite. En este asunto, mi interés se centra en un aspecto particular del campo, y en un medio, a saber, en cómo comprenden los niños la relación entre la televisión y el mundo real. Así pues, la discusión nos proporcionará un estudio de caso de algunas de las cuestiones de mayor alcance puestas en juego al tratar de definir la alfabetización mediática. Empezaré con una explicación evolutiva «clásica». Más allá de la ventana mágica A los bebés, la televisión debe parecerles sencillamente una selección al azar de formas, colores y sonidos. Sin embargo, a medida que desarrollan su capacidad de identificar formas tridimensionales y una vez que comprenden las funciones del lenguaje, los niños empiezan a desarrollar hipótesis acerca de la relación existente entre la televisión y el mundo real. Al principio, la televisión se percibe probablemente como un tipo de «ventana mágica», o tal vez como una caja de sorpresas dentro de la cual viven escondidos unas personas diminutas. Sin embargo, a la edad aproximada de dos años, los niños parecen haber comprendido que la televisión es un medio que representa acontecimientos que se están produciendo (o se han producido) en otro lugar diferente. La experiencia del vídeo les permite comprender también que la televisión puede grabarse y reproducirse después a voluntad, y que lo que vemos en ella no es necesariamente «en directo». A partir de los dos años de edad, los niños desarrollan también una comprensión del «lenguaje» de la televisión. Aprenden que sigue reglas o convenciones que no coinciden con las de la vida real (Messaris, 1994). De esta manera, los niños aprenden que cuando el zoom les presenta un primer plano ello no significa que el objeto en cuestión se haya hecho mayor, y que el hecho de que la cámara deje de enfocar un objeto y se centre en otro no significa que el primero haya desaparecido (Salomón, 1979). Aprenden a «llenar las lagunas» que puedan quedar al ser editado el filme, por ejemplo, cuando uno de los personajes deja una habitación y acto seguido lo vemos caminando por una calle (Smith, Anderson y Fisher, 1985). Los niños aprenden a reconocer el comienzo y el final de los programas, y a percibir las diferencias entre programas y anuncios publicitarios (Jaglom y Gardner, 1981) Entre los tres y los cinco años de edad, la diferenciación entre televisión y vida real se vuelve gradualmente más flexible. Son contados los niños muy pequeños que parezcan creer que toda la televisión es real; en cambio, los niños algo mayores pueden expresar justamente el punto de vista contrario. Sin embargo, a la edad aproximada de cinco años de edad, los niños dan generalmente respuestas más precisas, sugiriendo que la televisión unas veces es real y otras no (Messaris, 1986). Entre aproximadamente los cinco y los siete años, los niños empiezan a distinguir también entre diferentes tipos de programas de acuerdo con el grado de realismo con que ellos los perciben. Por ejemplo, es muy probable que a esa edad distingan entre dibujos animados, teatro de marionetas y acción en directo, y que consideren que ciertos acontecimientos reflejados en acciones dramáticas percibidas en directo o en las noticias son mucho más aterradores que acontecimientos parecidos mostrados en dibujos animados (Chandler, 1997; Dorr, 1983 Hawkins, 1977). Estas relaciones las elaboran a menudo en sus juegos relacionados con la televisión, en los que los niños experimentan activamente con las diferencias entre «vida real» y «simple simulación». Entre los ocho y los nueve años, los niños se vuelven más conscientes de las posibles motivaciones de los productores de televisión —y, para ser exacto, a menudo con muestras de absoluto cinismo acerca de los mismos—. Por ejemplo, pueden discutir cómo está organizado el esquema narrativo de un culebrón para que nosotros lo sigamos viendo, o cómo los anuncios publicitarios tratan de persuadirnos para que compremos (Buckingham, 1993a). También están muy interesados en cómo se

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producen los programas, y (entre los siete y los once año de edad) los juicios que emiten acerca de la cualidad de la actuación o del realismo de la decoración son cada vez más «críticos» (Davies, 1997; Dorr, 1983; Hodge y Tripp, 1986). Desde ambos puntos de vista, es más probable que los niños consideren la televisión una creación artificial, y mucho menos probable que la vean simplemente como un «trozo de vida». Entre los nueve y los doce años (paso de la infancia a la adolescencia), los niños demuestran también gradualmente una mayor comprensión social general en sus juicios sobre la televisión, señalando carencias y cuestionando lo visto (Hawkins, 1977). Por ejemplo, pueden comparar su propia experiencia de la vida familiar con las representaciones que de Ia misma ofrece la televisión, con el resultado final de que estas últimas son calificadas de menos realistas. Sin embargo, también pueden reconocer que en muchos casos, y por diversa razones, la televisión no persigue en primer lugar el realismo y que la necesidad de verosimilitud debe equilibrase con la necesidad de deleitar o entretener. De manera parecida, si bien es verdad que una escena concreta puede ser percibida como irreal desde el punto de vista empírico —por ejemplo, en géneros como la ciencia ficción o el melodrama—, puede interpretarse también como expresión de un «realismo emocional» que los niños están en condiciones de reconocer y encontrar atractivo (Buckingham, 1996a). Finalmente, a partir de los once o doce años de edad, los niños pueden empezar a reflexionar sobre el impacto ideológico de la televisión y los posibles efectos de las imágenes «positivas» o «negativas» de ciertos grupos sobre las audiencias, incluso hipotéticas. Empiezan a tornar conciencia del proceso de elaboración de «estereotipos», tanto en la vida real como en los medios. También están en condiciones de percibir las diferencias entre varios tipos de «realismo», así como de desarrollar una apreciación estética del poder que tiene la televisión de crear la ilusión de realidad de diferentes maneras (Buckingham, 1996a). Problemas de realidad Hasta cierto punto, esta explicación describe un proceso intrínsecamente educativo. Explícita o implícitamente, la televisión como medio enseña las competencias necesarias para encontrarle un sentido a la propia televisión, de la misma manera que los libros enseñan a los niños a leer y el significado de la lectura (Meek, 1988). Por ejemplo, buena parte de la televisión infantil se preocupa de «desmistificar» el medio, mostrando cómo se hacen los programas y jugando con las distinciones entre televisión y vida real, aunque a veces tales tentativas resulten contradictorias. Es más, padres y compañeros de edad se convierten en maestros informales de los niños siempre que ven juntos la televisión. Al afirmar o poner en tela de juicio la exactitud de las representaciones televisivas, al explicar y comentar las imágenes que aparecen en la pantalla, al asesorar acerca de si la televisión debería tomarse o no como modelo de comportamiento en la vida real, están ayudando a los niños a desarrollar una comprensión más compleja y matizada de las relaciones entre el medio y el mundo real (Alexander, Ryan y Muñoz, 1984; Messaris y Sarrett, 1981). De todos modos, esta explicación, sobre todo apoyada en la investigación psicológica a que ha dado lugar, plantea varios problemas. La secuencia identificada aquí puede representarse fácilmente recurriendo a un modelo piagetiano de desarrollo cognitivo (véase Dorr, 1986), que, como tal, corre el peligro de quedar reducido a una secuencia mecánica de «edades y niveles (o estadios)». Por otra parte, algunos críticos de la investigación psicológica sugieren que el modelo en cuestión tiende a adoptar una idea racionalista del desarrollo infantil, concebido como una progresión constante hacia la madurez y la racionalidad adultas. En los trabajos de investigación sobre los niños y los medios, este enfoque evolutivo tiende inevitablemente a potenciar determinados tipos de juicios (en concreto, los juicios racionales, «críticos») a costa de otros. De esta manera, una crítica distanciada de la inverosimilitud de la televisión se

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toma como señal de «madurez»; por el contrario, en ese mismo proceso, cualquier expresión de gozo o disfrute puede parecer positivamente ingenua. Pero, tal vez sea más importante recordar que este tipo de explicación corre el riesgo de descuidar las dimensiones sociales de los compromisos de los niños con la televisión. En lugar de considerar los juicios sobre la realidad de la televisión simplemente como fenómenos cognitivos, mi investigación sugiere que dichos compromisos pueden estar también al servicio de diversas funciones interpersonales (Buckingham, l993a). En el contexto del debate de grupo, el hecho de condenar determinados programas como «no realistas» ofrece una magnífica oportunidad para definir los propios gustos, y de esta manera afirmar una identidad social concreta. Por ejemplo, las frecuentes quejas de las muchachas sobre el carácter «irreal» de los argumentos o acontecimientos narrados en los dibujos animados de acción y aventuras reflejan a menudo el deseo de distanciarse personalmente de lo que ellas consideran gustos «pueriles» de los muchachos, con lo que al mismo tiempo consiguen proclamar su propia madurez (femenina). Por otra parte, el hecho de que los muchachos rechacen como «irreales» a los musculosos varones de una serie como Los vigilantes de la playa puede reflejar cierta ansiedad frente a la fragilidad de su propia identidad masculina. Siguiendo este razonamiento, tanto el rechazo del melodrama por parte de los chicos como la aversión hacia las películas de acción violenta por parte de las chicas pueden considerarse algo más que la aplicación mecánica de juicios formados sobre el gusto: por el contrario, ambas actitudes entrañan la exigencia activa de una determinada posición social. Dicha exigencia es a veces provisional e incierta, y en muchos casos admite ser puesta en tela de juicio por otros. Indudablemente, este tipo de discurso crítico produce considerable placer: ridiculizar la naturaleza «nada realista» de la televisión, especular sobre «cómo se ha hecho» un programa y traer a colación la relación entre televisión y realidad podrían tener la apariencia de importantes aspectos de la interacción cotidiana de la mayoría de los espectadores con el medio. No obstante, este tipo de discurso se basa evidentemente, al menos en cierta medida, en el rechazo del propio placer —o, respectivamente, disgusto— en el momento de ver un programa. Prestar atención a los efectos especiales en las películas de miedo, o soltar una carcajada ante ciertas sobreactuaciones de los culebrones, son hechos que al parecer dan una sensación de poder y control sobre experiencias que en su momento pudieron haber sido terroríficas o conmovedoras, y de esa manera ofrecen un placentero sentido de seguridad (Buckingham, l996a). Sin embargo, es importante subrayar que este tipo de discurso crítico cumple también determinadas funciones en el contexto del diálogo con otros. El contexto de investigación mismo es claramente crucial aquí. Cualquier adulto que plantee a los niños preguntas sobre la televisión —en particular en un contexto escolar, como ha sucedido generalmente en mi investigación— es probable que sugiera estas respuestas criticas. La mayor parte de los niños saben que muchos adultos desaprueban el hecho de que ellos vean «demasiada» televisión; por otra parte, estos niños están familiarizados al menos con algunos de los argumentos que demostrarían la influencia negativa de la televisión sobre ellos. En ciertos casos, estos argumentos se abordan directamente, aunque generalmente lo niños procuran quedar exentos de tales cargos: sus hermanos menores pueden tal vez copiar lo que ven, pero sin duda ellos mismos están libres de este tipo de acusaciones. De la misma manera que el adulto parece desaprobar los «efectos» de la televisión sobre los niños —con lo que se da a entender que lo adultos mismos no corren ningún peligro—, los niños tienden a sugerir que estos argumentos sólo se aplican a niños mucho más pequeños que ellos. En cierto sentido, los juicios acerca de la «irrealidad» de la televisión podrían dar la sensación de que desempeñan un función similar, aunque de forma más indirecta. Tales juicios permiten que el hablante se presente a sí mismo como un espectador

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sofisticado, capaz de «ver a través de» las ilusiones que ofrece la televisión. En realidad, tales juicios entrañan un exigencia de estatus social y más en concreto, especialmente en este contexto, la exigencia de ser «adulto». Si bien es verdad que tales exigencias pueden ir dirigidas, al menos en parte, hacia el entrevistador y hacia otros niños del grupo, a menudo parecen basarse en la necesidad de distinguir al hablante de algún «otro» invisible: de esos espectadores que se muestran tan inmaduros o estúpidos como para creer que lo que ve en la pantalla es real. Es significativo que a menudo se den aquí claras diferenciaciones en función de la clase social. En términos generales en mi investigación los niños de clase media se han mostrado más predispuestos a percibir el contexto de la entrevista en términos «educativos», y a articular convenientemente sus respuestas. Por el contrario, muchos niños de clase trabajadora han tendido a utilizar la invitación a hablar sobre la televisión como una oportunidad para afirmar sus propios gustos y para divertirse a su modo en favor del grupo de pares. Mientras los niños de clase media dirigen buena parte de su discurso hacia el entrevistador, con cuyo poder suelen mostrase deferentes, esto no es tan frecuente en el caso de los niños de clase trabajadora, para los cuales el entrevistador en ocasiones no pasa de ser una figura sin apenas relevancia. De esta manera, los juicios acerca de la realidad de la televisión representan un problema sobre todo para los niños de clase media. Las valoraciones de estos últimos son, tanto cuantitativa como cualitativamente, más complejas y sofisticadas que las de la mayoría de sus homólogos de clase trabajadora. No obstante, a partir de estos razonamientos nadie debería sacar conclusiones simplistas acerca de los niveles de «alfabetización mediática» de diferentes clases sociales. En realidad, todo parece indicar que tales discursos críticos les sirven a estos niños para cumplir determinadas funciones sociales, que al menos en parte tienen que ver con la definición de su propia posición de clase. Concretamente, para los niños de clase media representan un poderoso medio que les permite demostrar su propia autoridad crítica, y distinguirse de los «otros» invisibles —-la audiencia representada por la «masa»—, que como es lógico corren mayor peligro de sufrir los efectos nocivos de la televisión. En el capítulo 7 expondré con mayor detalle otras implicaciones de este uso del discurso «crítico». Límites de la valoración Esta incursión en la investigación sobre los niños y la televisión nos ayuda a comprender diversos temas más amplios directamente relevantes para la educación mediática. Por una parte, sugiere que un concepto sociológico como «representación» no es en modo alguno un tipo extraño de imposición académica sobre los estudiantes. Por el contrario, muestra cómo la comprensión que tienen los niños de esta cuestión deriva (al menos inicialmente) de sus esfuerzos cotidianos por encontrarle un sentido al medio, esfuerzos que comienzan en la temprana infancia. Sin embargo, también sugiere que las valoraciones acerca de la representación o realismo son frecuentemente muy complejas. Para establecer estas valoraciones, los niños se sirven de una variada gama de tipos de conocimiento, entre los cuales se incluyen su creciente conocimiento acerca de los procesos de producción mediática, su conocimiento del «lenguaje» de los medios, y su conocimiento del mundo real. Dada su complejidad, los juicios sobre la realidad están casi condenados a convertirse en foco de tensión y debate. Algunas personas (por ejemplo, los profesores en el aula) tal vez se consideren autorizados para imponer definiciones o versiones particulares de la realidad. En estos casos, como sugieren Hodge y Tripp (1986), es frecuente que el concepto de «realidad» sirva para expresar no cómo son las cosas, sino aquello que los niños deben pensar. Por esta razón, es muy probable que tales definiciones no sean aceptadas sin resistencia. Como mínimo, esto debería hacemos conscientes de las dificultades de tratar de instruir a los niños acerca de las «inexactitudes» y

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«tergiversaciones» de los medios, enfoque que, dicho sea de paso, sigue siendo ampliamente compartido por muchos currículo de educación medíática (Bragg, 2001). De todos modos, el punto clave en esta cuestión es que las valoraciones de los niños acerca de la realidad de lo que ellos ven en televisión no ha de considerarse un proceso puramente cognitivo o intelectual, ni tampoco un proceso puramente individual Por el contrario, al hacer valoraciones «críticas» de este tipo, los niños tratan de definir su propia identidad social, tanto respecto de sus compañeros como respecto de los adultos Asimismo, las afirmaciones —explícitas o implícitas— sobre los «efectos» de los medios reflejan inevitablemente puntos de vista más amplios acerca de la propia posición. Lo que nosotros consideramos que es «real» depende también en buena medida de lo que nosotros mismos deseamos que sea real, y por lo tanto del placer que determinadas representaciones puedan ofrecemos. La discusión de todos estos problemas en el aula representa, sin duda, un aspecto central de la educación mediática, aunque, por las razones que yo mismo he apuntado, es probable que esta tarea tope con grandes dificultades El aula no es un espacio neutral en el que, tras una desapasionada búsqueda científica, se pueda establecer fácilmente la verdad «objetiva». En realidad, el aula constituye un ruedo social en el que alumnos y profesores mantienen una lucha sin cuartel en torno al derecho a definir sentidos e identidades. Así pues, esta explicación ilustra la importancia de lo que yo he denominado una teoría social de la alfabetización mediática. Queda claro que para encontrarles un sentido a los medios no basta con conocer qué es lo que hay en la cabeza de los niños: es un fenómeno interpersonal en el que inevitablemente se ponen en juego intereses e identidades sociales. En este sentido, un modelo como el mapa de «alfabetización cinematográfica» del British Film Institute resulta sin duda excesivamente reduccionista. Por una parte, nos anima a valorar los «resultados» de acuerdo con declaraciones normativas de determinados estadios o niveles, definidos, al menos parcialmente, de acuerdo con la habilidad de los estudiantes para utilizar una serie de «palabras clave» (como «zoom», «estereotipo», o «hegemonía»). En cambio, no nos dice cómo podemos intervenir para que los alumnos mejoren su comprensión, y tampoco reconoce la dinámica social del aprendizaje en el aula. En último término, más que un modelo de «progresión en el aprendizaje» representa un modelo evaluativo. En los próximos tres capítulos analizaré más detenidamente los diferentes componentes de la alfabetización mediática, y describiré una serie de importantes estrategias docentes. Advierto de todos modos al lector que, en la tercera parte del libro, insistiré en algunas de las cuestiones más delicadas acerca del aprendizaje a la luz de la investigación basada en el aula. Sin negar el valor potencial de un modelo evolutivo, defenderé la necesidad de una comprensión más dinámica —y más social— del aprendizaje, que vaya más allá de la especificación mecánica de «edades y niveles (o estadios)». Al concluir este capítulo, sin embargo, me gustaría resumir los principales puntos de interés y las ventajas del enfoque basado en la «alfabetización».

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