el aprendiz de ratero, el más menso de todos

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Entertainment & Humor


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Page 1: El aprendiz de ratero, el más menso de todos

El aprendiz de ratero, el más menso de todos

No recuerdo si fue en 1991 o en 1992, pero sí estoy seguro que fue durante mi etapa escolar. ¿Qué me ocurrió? Pues, señores y señoras, por aquellos años me convertí en aprendiz de ladrón. Así es, a mi corta edad había sido muchas cosas, sin embargo me faltaba ser un LADRÓN. Sucede que muchos de mis amigos lo eran y yo no quería quedar fuera del grupo ni del calificativo, por eso busque las formas posibles y honestas de poder convertirme en uno de ellos. Para ingresar a ese mundillo necesitaba ayuda, definitivamente no podía hacerlo solo. Entonces, no tuve mejor idea que pedírsela al mejor, a mi compañero de carpeta conocido por todos como “Chaira larga”. No me pregunten el por qué de su apelativo, es obvia la respuesta, ¿no? Bueno, guiado por este verdadero maestro y sus demás secuaces, expertos juveniles en el arte del “choreo”, ingresé al laburo del robo. Mis primeras incursiones fueron muy sencillas, solo requería que esté “mosca” y que sea veloz… muy veloz. “Tienes mucho potencial”, me decía mi maestro y yo me alegraba como perrito que se regodea cuando su amo le rasca la pancita.

Nuestras actividades empezaban cuando terminaba la escuela, o sea, a la salida. Pero, ojo, había una regla: “no te metas con la gente del barrio”. Eso significaba que no podíamos robar a gente de nuestro colegio porque corrías el riesgo de que tu víctima termine robándote a ti. Así de tajante era la cosa. Aquí debo hacer una aclaración, como podrán deducir mi escuela era pública y de muy buena enseñanza. Ahí había gente brava, “muy brava”, para los estudios, para “parar bronca”, para el choreo, para “el gileo” y para la palomillada. Había de todo “calibre”.

Hecha la aclaración, continuamos con el relato. Como nosotros queríamos robar, robar, robar, no por necesidad sino por moda, necesitábamos víctimas que reúnan los requisitos: tener plata, tener plata y tener plata. ¿Dónde las encontraríamos? Pues, en los colegios particulares cercanos donde abundaban los “pituquitos delicados”, como les llamábamos. Estos “caballeritos” eran nuestros elegidos porque a simple vistazo sudaban dinero: usaban zapatillas de marcas carísimas, relojes “fichazos”, mochilas bacanes, walkman… es decir, rebosaban en dinero. Nos sentíamos como pescadores en medio de un mar lleno de pececillos.

El trabajo era muy sencillo, al menos eso parecía. “Chaira larga” era un experto. Se acercaba disimuladamente a su víctima, con firmeza y seguridad le susurraba algo y luego su rostro mostraba una fiereza de temer. El resultado era inminente: la víctima terminaba por sacarse las zapatillas y se las entregaba. Sus secuaces aguardaban cerca por si acaso alguien se ponía bravo o quería huir. Yo, el aprendiz, el nuevo, era el “campana”, o sea, avisaba mediante un silbido en clave si aparecía un adulto, la policía o serenazgo.

En nuestra “mancha” estaba el popular “Fosforito”, no le decíamos así porque era colérico y explotaba fácilmente, sino porque era un muchacho blancón, de cabellera negra y tan, pero tan delgado que de lejos parecía un palito de fósforo. Este secuaz se encargaba de vender lo obtenido, venderlo y repartir entre todos el dinero. Aunque algunas veces no se vendía lo robado, éramos tan “conchudos” que usábamos lo obtenido frente a nuestra víctima.

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Pasado un tiempo prudente me dieron la oportunidad de dejar el trabajo de “campana”. Era el momento de que realice mis primeros robos. “Este es el día esperado, llegó tu turno. Ahora te toca a ti” me decía “Chaira larga”, mientras que “Fosforito” me increpaba que traiga solo cosas buenas y bacanes porque cada vez se le hacía más difícil vender la mercadería.

Caminé y caminé, escoltado por los “muchachos” hasta que divisé a mi víctima, quien deslumbraba por el brillo de su reloj. Sigilosamente me le acerqué y cuando estuve detrás de él me puse nervioso. ¡Hice todo al revés! En vez de pedirle que me entregué el reloj lo miré con cara de furia, pero como mi cara más parece de perro menso, por más que le inyecté furia solo atinó a robar una carcajada. Humillado por mi víctima regresé totalmente avergonzado donde estaban los secuaces. Ellos se rieron a morir y “Fosforito”, el más flaquito y enclenque me dijo que él lo haría. Busco a la misma víctima, se le acercó y de pronto estaba recibiendo el reloj sin peros que valgan.

“Intentemos de nuevo”, dije. Caminamos y caminamos hasta que encontramos una nueva víctima. Una chica flaquísima que caminaba distraída por la avenida La Marina portando un costoso Trapper Keeper, especie de maletín muy de moda por aquellos años. Esa era la oportunidad para reivindicarme. Me dirigí dispuesto a todo. Esta vez no diría nada, puesto que mi cara no asustaba ni a un bebé, solo iría hasta la chica, le arrancharía el botín y correría velozmente. El trabajo iba a ser sencillo, yo me sentía seguro y en cada paso me repetía que es lo que debía hacer para no olvidarme. Cuando estuve detrás de la víctima, a diez centímetros, le jalé el objeto deseado con toda mi fuerza, pero la chica era más fuerte que yo. Se volteó y me propinó una patada en el vientre, como si fuese el golpe de una comba. Yo, doblado de dolor, vi venir otra patada a mi rostro y… ¡puuum! Estaba doblegado. Sentí que me enfrentaba a la hija peruana de Bruce Lee. Cuando se disponía a saltar sobre mí, supongo para darme la estocada final, tuve una reacción felina y la esquivé. Me puse de pie y salí huyendo velozmente del lugar. Mis secuaces muy cerca de ahí observaban con grandes risotadas mi desgracia.

Después de esa experiencia se me fueron las ganas de querer ser un ladrón. Comprendí que no estaba hecho para ese laburo. Me sentía tan imbécil como “ojitos lindos”, aquel personaje de la legendaria “Banda del choclito”. Hoy por hoy soy un ser honrado, pero con la misma cara de perro menso.

Me olvidaba… ¿y mis amigos? Bueno, algunos repitieron de año, otros se cambiaron de escuela… les perdí el rastro.