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I

Me llamo Álex Faber. Mi padre solía repetirme que le-vantara la cabeza. Mi madre solía decir que cada hombre ha venido al mundo a luchar una guerra —entiendo que lo había leído en un calendario.

Yo, indudablemente, nunca leí aquel calendario, pero lo mismo perdí mi guerra. Fui un traidor, fui traicionado. Fui tiroteado y sufrí además el largo acoso que se depara a los proscritos. Llevo encima las marcas de un disparo, de unos dientes y de una desazón inagotable —porque tam-bién perseguí y acosé, también manché la punta de mi bota con la sangre de los hombres y reconozco haber co-metido incluso la menor de las vilezas.

De la guerra perdida haré, pues, mi tema. De ella me piden que escriba pese a que soy el tes-

tigo menos simpático que se podría elegir para narrar la captura, la prisión, el despellejamiento del país y la muer-te de mis amigos: durante demasiado tiempo mi nombre ha sido equívoco —y lo es todavía en cierto modo— y no conozco al hombre capaz de restaurarle la limpieza —¿Limpieza? ¿Limpieza? ¿Pero de qué hablo?

El remordimiento, como se verá, no me elude. Sin em-bargo, me han invitado a escribir con razones demasiado

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sólidas para desoírlas sin más —hablo, por supuesto, de algún dinero—. Por ello he preferido esta confesión al frasco de tranquilizantes que acostumbro.

Cederé. Ya he cedido.Mi mérito no consiste en la —incierta— rectitud, sino

en la —confiable— singularidad: yo soy el único de los testigos ciertos de esta historia que se atreverá a contarla, a menos que la caída se revierta y se abran las prisiones y la dictadura que medra en casa se derrumbe. Pero si todo prosigue —y la vileza suele arreglárselas para prosperar y aún más en los tiempos oscuros—, estas páginas conten-drán la única versión de lo que ocurrió distinta a las que pergeñan, cada día con más exageración, el dictador y sus escribas. Mi historia será quizás épica y ruin, como las de ellos; confío en que resulte menos embustera.

Para leerla con algún provecho —me refiero al inte-rés y no a las moralejas—, suplico ante todo —¿Supli-co a quién? ¿Pero de qué hablo?— eludir la fácil emotividad de los vencidos. Resulta inútil preguntarse una y mil veces la razón de que hayamos sido abatidos y nos arrastremos ahora sobre el vientre y las rodillas. Resulta absurdo que algún cándido se afane en conservar el orgullo de su par-tido, porque ese partido no existe más. La derrota nos ha devuelto la individualidad y sus tormentos.

Arrojen, pues, la bandera nacional al cesto y callen de una vez las consignas y canciones. Perdimos la guerra y el exilio nos ha sido deparado. Como los demonios de Mil-ton, hemos de razonar los pasos que nos llevaron a la ca-tástrofe y tramar nuestra venganza en tinieblas extranjeras.

No volveremos al sol de la patria ni pasearemos, siquie-ra en algún futuro —hipotético de tan lejano— por los melosos prados de la reconciliación. Con la dictadura no

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existe acuerdo posible; de su parte, esperemos tan sólo el olvido o el tiro en la nuca y después el silencio.

Me llamo Álex Faber, decía. Tengo casi treinta años y es fácil deducir que soy un exiliado, pero no frecuento a ninguno de los grupos de desterrados de la fea ciudad ex-tranjera en donde vivo —apenas frecuento a nadie: soy un apestado—. Recordemos: escribo estas líneas a sueldo de un editor, sin más esperanza que obtener, acaso, la im-pertinente atención de sus clientes —debí decir «sus lecto-res», pero el lenguaje prostibulario me asalta con facilidad.

He traicionado a unos cuantos hombres y sin embargo sé que no merezco que me saluden al grito de «Aquí, puer-co» con que me están saludando. Quien me llama así no es, por fortuna, un sicario de presto revólver, cabello grasoso, mirada pandillera. Es sólo el editor, la puntual Marta, un atlético eunuco en mallas deportivas que da un pequeño brinco para abrazarme en mitad del centro comercial don-de nos hemos citado.

La Marta era el travestido más culto allá, en mi país —criticaba lo mismo cuadros que novelas, instalaciones que sinfonías, cantatas que performances con rayos láser—. Ante mí, ahora, luce con garbo sus hinchados bíceps de pesista y su bronceado estupendo. Me toma del brazo y ca-minamos. Los paseantes me obsequian miradas de compa-sión: les devuelvo sonrisas. Nos detenemos en un café y él destripa sus bolsas para mostrarme todo un bazar de bisu-tería, poliésteres, sedas, lanas, preservativos. Soy débil. Le pregunto, como siempre, por el hogar.

—Aquello está peor, Faber. Como una tabla gimnástica de cien millones de personas.

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La gente ya no fuma, dice él, la gente saluda a la ban-dera y corre, se toca mutuamente los deltoides, compara el grosor de sus miembros y entona canciones tradicionales en las esquinas. El país entero se adiestra con histeria para unos inimaginables Juegos Olímpicos y levanta un rostro belicoso, que nunca tuvo, en busca de contendientes.

—Necesito visitar menos aquel lado, ¿sabes?, necesito darme un respiro. Allá todo huele a masa. Y aquí sobra el dinero, ¿no? Veo próspera a esta gente. Así que escribe. Y yo cobro. Y tan felices.

Retoca su maquillaje, pestañea a cinco centímetros de mi nariz y fuma.

—Éste es mi número de teléfono. Si respondo y no me conoces la voz, no cuelgues. En el teléfono tengo voz de locutor. Llámame en cuanto tengas algo. Pero llámame.

Su tono es casi declamatorio y apenas afeminado. Arro-ja la ceniza de su tabaco al suelo, procura no mancharse el enorme escote postizo —que contiene pectorales cuadricu-lados y no senos apetecibles como frutas.

Las decenas de paseantes, rubios y castaños y morenos, hablan o ríen o compran o caminan o tosen o lamen sus barquillos de helado. Y veo entre ellos chicas adorables y mujeres bofas, pero no les entiendo una palabra, no me in-teresan sus caras ni sus vientres ni sus traseros; los extran-jeros son tan entrañables para mí como un grupo de patos en el televisor y preferiría cambiar de canal porque no en-tiendo. No entiendo nada.

La Marta me escucha apenado, muerde el bolígrafo y sacude su vaporosa cabellera.

—Ay, Álex. No sé cómo acabamos así. Pero mira: al menos cruzaste la frontera, la cruzaste con un puño de tierra levantado sobre la cabeza, como se debe. Deja de pensar.

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Los países son lo que son. No necesitamos uno. Vamos mejor a tomar café y a planear tu libro. Yo pago esta vez.

Le sonrío tontamente a la Marta. Tampoco es que pue-da hacer otra cosa.

Tarde, mucho más tarde, me marcharé a casa y me sen-taré a escribir.

El agente del segundo piso escuchó sin interés el míni-mo estruendo del vidrio roto.

El agente del primer piso ya estaba muerto entonces: le habían dado un tiro en la nuca.

El agente del segundo piso no escuchó el disparo y tampoco concedió más atención al ruido, concentrado en la lectura de una historieta.

El agente del primer piso no llegó a desenfundar su pis-tola ni quizás a enterarse de que lo mataban.

Eran las diez de la mañana. El Museo de Arte Moderno acababa de abrir sus puertas. Creo que fue entonces cuando comenzó.

Fue un conserje quien se topó con los dos sujetos en la sala principal. Eran jóvenes, morenos, vestidos con más pobreza que gusto. Uno, el Flaco, le sonrió sin humor, como avergonzado de encontrarse allí. El Gordo, entre-tanto, se afanaba en destrozar uno de los cuadros expues-tos, uno particularmente aparatoso. Pisoteaba sus restos con parsimonia de elefante. El conserje dejó caer su trapea-dor al piso. El policía muerto, boca abajo en su negra san-gre, lo asombró más que los trozos de vidrio diseminados a los pies del Gordo.

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El cuadro fue despedazado con minuciosidad. Los agre-sores contemplaron sin lástima sus restos durante unos segundos. El Flaco, un tipo lampiño y de movimientos fe-briles, obtuvo de su pantalón una hoja de papel. La desple-gó y anotó en ella con un diminuto lápiz mordisqueado. El Gordo fumaba. La pistola le sobresalía del bolsillo de la chaqueta; sin prisa y con un cortés movimiento, que tuvo un poco de reverencia, se la entregó al conserje.

El primer visitante del día, una estudiante de grandes gafas, asomó en aquel momento al salón. Al descubrir frente a ella el cadáver del guardia —la cabeza agujereada de mala manera por el disparo—, comenzó a gritar. Tras la muchacha caminaban algunos de sus compañeros. No intentaron detenerla y sólo se detuvieron a mirar —la chi-ca corría y manoteaba a ciegas, como un pollo decapitado.

El oficial del segundo piso bajó al fin, sin otro motivo aparente que desentumecerse. Cuando apareció por el sa-lón, los sujetos habían puesto ya las manos en alto y el con-serje, muy turbado, sostenía la pistola homicida —por el cañón— con una mano, y con la otra, la hoja de papel que le había entregado el Flaco.

«Somos dos jóvenes creyentes. Nadie nos obligó a ve-nir ni nos envió, nadie más que nuestra propia voluntad, pues el cuadro titulado Santa atenta contra nuestra fe y ofende a todos los que la profesan. Queremos pedirle a la autoridad que impida que cuadros como éste sean exhibi-dos de ahora en adelante.»

El texto de la hoja había sido escrito a máquina y los acentos agregados a lápiz. «Usamos este medio para expre-sarnos pues ambos somos sordomudos. Muchas gracias.»

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Abajo, con lápiz también, aparecía la aclaración aña-dida por la letra indecisa del Flaco: «Lamentamos muchísi-mo haber disparado contra el señor oficial. Que el Padre se apiade de él y de nosotros».

El oficial del segundo piso había sido excedido por la pesadilla del primer piso —le faltaba la respiración, un dolor agudísimo le perforaba el costado— y no reparó en el papel que colgaba de la insegura mano del conserje. Desenfundó con ímpetus de cowboy y apuntó un poco ha-cia todas partes con su arma. Se había puesto rojo. Sudaba.

Los sordomudos, muy sonrientes, extendieron las ma-nos hacia el frente, alistándolas para ser esposadas. La chi-ca con gafas, arrinconada tras una enorme escultura de bronce —un ángel que sostenía sobre la cabeza un con-solador a modo de espada flamígera—, se cubrió el rostro con los brazos como una plañidera. El conserje dio una mirada a la pistola culpable y palpitante que sujetaba en la mano y se estremeció.

Ésa fue, aproximadamente, la historia como me la con-tó Manú Martínez.

—El cardenal Galindo —explicó Manú, pintándose las uñas con laca brillante— no nació en la ciudad, pero estudió el seminario aquí y hace treinta años que opina so-bre lo que sea. Yo iré con él porque a ti no te conoce, pero necesito que vayas a la comandancia de policía y entrevis-tes a los tipos que rompieron el cuadro. Pide un fotógrafo, llévate un auto y no tardes.

Era sábado al mediodía, la ciudad dormía la siesta y en la habitualmente apretujada redacción de El Futuro un

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solo reportero distraía el tedio dando vueltas alrededor de la máquina del café.

El reportero era yo. Me aburría de tal modo que esta-ba dispuesto, Dios me perdone, a salir a la calle y traba-jar. Cuando la policía llamó para avisarnos que un par de vándalos sordomudos había destruido un cuadro «blasfe-mo» en el Museo de Arte Moderno, le sugerí —le supli-qué— a mi editora que me enviara a entrevistar al cardenal Galindo.

Sabíamos que el cardenal Galindo aplaudía —o que, más probablemente, pagaba— los ataques contra el «arte blasfemo» en la ciudad. Sabíamos que el cuadro destroza-do representaba el décimo ataque de sus huestes en el año y que esos ataques habían aumentado en las ciudades cer-canas. Pero Manú, la editora de la sección Crimen, se re-servaba el guisado y me dejaba siempre la sopa. Se cubrió sus pechos enormes con un gabán y salió de la redacción, con un veloz deleite de caderas, para entrevistar a Galin-do. Galindo era suyo.

Me resigné a sus órdenes. Solicité un automóvil a Vigi-lancia y luego llamé a Fotografía.

Mi fotógrafa se llamaba Sony Chávez. Era una chica morena, delicada, desarrapada, con la boca pintada de rojo y los ojos pintados de azul. Su cabello cortado en agudos mechones negros y la argolla en su nariz nos distinguían de inmediato: yo era pálido y adocenado.

Me contempló sin afecto. Fingí tomar notas mientras me habituaba a su mirada de recelo. Sony manejaba con brusquedades de camionero. La rosada punta de una dimi-nuta lengua le asomaba por una comisura.

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—¿Por qué te encargaron esto a ti? Resentí su hostilidad.—Manú me ordenó venir.—¿Sí?—De verdad.—Bueno.—…—…Sony habría podido despintar un auto con aquella per-

sistente lengua. La comandancia olía a desinfectante. Tuvimos que afa-

narnos en demostrar que éramos quienes decíamos ser, que trabajábamos en el diario en el que decíamos traba-jar y que nuestro interés era entrevistar a los destructores de Santa y no contrabandearles armas, estimulantes, sexo, una lima metálica dentro de un pastel.

Si mis zapatos negros y camisa blanca los tranquiliza-ron, la breve camiseta y las enormes botas de Sony les pa-recieron a los agentes del escritorio toda una insolencia. Tuve que llevarme aparte al encargado de prensa y meterle un billete en la bolsa para que nos franquearan el paso. Que Sony entrara con la cámara costó un billete más.

Una sucesión de pasillos confusos, alargados por la inep-ta luz de bombillas mortecinas, nos condujo ante la celda. Era sucia, estrecha, iluminada por cuatro reflectores. Nues-tro guía, un viejo celador mal rasurado, señaló a los tipos con una inclinación de cabeza.

Les habían quitado sus ropas de calle pero conserva-ban las sonrisas de querubines, que daban un aire de ines-perada felicidad a sus rostros. Al vernos se pusieron de pie sin dudar que la visita les incumbía —éramos el segundo diario en peregrinar a su adoración, confirmó el celador

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obsequiándoles un gargajo a mis zapatos— y se acercaron a la reja.

—Los cabrones son muditos, pero ya viene su aboga-do. Él los interpreta —murmuró el celador.

Sony extrajo la cámara del estuche y comenzó a retra-tarlos.

—No les gustan las fotos, mami —advirtió una voz crepitante.

Un hombre menudo con un traje feo pero bien corta-do nos encaró. Tenía las manos mojadas y las secó alisando una cabellera blanca, ondulante y sólida, como esculpida en hueso.

—No los fotografíe, por favor. Se ponen nerviosos. Compréndalos un poquito.

Su voz era sosegada hasta el pasmo. Tendió una mano lacia que apenas me permitió estrechar.

—Soy Cortina, el defensor. Imagino que vienen a entrevistarlos.

El abogado hizo las gesticulaciones correspondientes y los sordomudos respondieron con mansedumbre.

—Se llaman David y Joel. Joel es el gordito. Viven en un barrio humilde, muy pobrecito, cerca de la terminal de autobuses. Los dos pertenecen a un grupo de simpatizan-tes religiosos que se llama Amigos y Hermanos. El grupo no tiene que ver con este incidente.

—Sólo le paga a usted.Cortina dio un paso hacia atrás. Asintió lentamente,

sin despojarse de la sonrisa. Todos sonreían. Los sordomu-dos y su abogado, el celador y la fotógrafa. Sonreí también.

Sony pasó por alto los ruegos del abogado y no dejó de disparar la cámara. David y Joel parpadeaban y se cu-brían los ojos de la luz del flash pero no interrumpían su

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manoteo, que complementaban con expresivos gemidos. La entrevista fue larga y estéril. Yo hacía preguntas y Cor-tina traducía con rápidos gestos.

—Los muchachos —vertió Cortina— estaban calien-tes por el contenido «diabólico» del cuadro. Pasaron la no-che orando. En sus casas, vea usted, en sus casas y no en una de las casas de Amigos y Hermanos. Por la mañana le compraron el arma a un sujeto del barrio, de quien ya he-mos dado los generales a la policía, y se presentaron en el museo a la hora de apertura.

—¿Por idea de quién? A través de la voz salivosa de Cortina, los sordomudos

aseguraron que no había más autor intelectual del ataque que el mismísimo Padre de los hombres.

—Hicieron esto para que la gente deje de ser tan blan-da y defienda su fe, para que no permita que la humille cualquier tipo que pinte o que dibuje porquerías. Fue como hacer sonar una campana —explicó el abogado, tomán-dose, imagino, alguna libertad literaria.

—Mataron a un guardia. ¿Cómo se sienten con eso?David, abandonados los ojos al resplandor del flash, sa-

cudió la cabeza.—Se sienten mal por la muerte, pero bien por su fe.—Le dispararon por la espalda.Cortina hizo un simple ademán, quizá deliberado. El

puño de Joel, el gordito, pasó por entre los barrotes y me golpeó en mitad de la cara.

El celador ensayó una carcajada que acabó en escupita-jo. Sony recuperó mi grabadora del piso.

—Le advertí que estaban nerviosos —sentenció el abo-gado, sombrío—. No debieron retratarlos. No les gusta.

Registró su saco y me entregó un trozo de papel para

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que me limpiara la sangre. Era un papel impreso y raspa-ba. Sony me ayudó a llegar a la calle. Cuando subíamos al automóvil, advertí que la improvisada compresa que me había proporcionado Cortina era el pasquín que anun-ciaba una plática: «Lo invitamos a Ud. a asistir a la confe-rencia “Las trampas de la razón”, a cargo de la empresaria Guadalupe Garza».

La conferencia había sido dictada en el Club de Indus-triales un par de noches atrás. Quizá sólo hubiera reparado en el nombre de la mujer y el sangriento rastro marrón que le había añadido, pero el pasquín tenía impresa a modo de decoración una cruz celta. Una perfecta cruz celta, con los dos mástiles del mismo tamaño y un círculo ciñéndole el centro, una cruz como la que usábamos en Los Republica-nos. Volví a doblarlo y lo metí a mi bolsillo.

Mi labio latía.—¿Te duele? —preguntó con cautela Sony. Tragué la sangre con orgullo.—Nada. Algo en mi aspecto debía ser lastimoso porque aceptó

con la cabeza y luego condujo el automóvil con respeto, co-mo si transportara un niño o animal enfermo.

Nunca fui un buen reportero. Escribía apenas lo ne-cesario. No me agradaba involucrarme con los grandes te-mas —los grandes temas me provocaban bostezos, jaqueca y abatimiento general— y todos en el diario sabían que había sido parte de Los Republicanos antes de entrar a la universidad.

Los Republicanos, debo decir, no habían sido más que un grupo de fachas ultranacionalistas —cabezas afeitadas,

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camisetas negras, botas altas, puños inquietos, cuchillos lar-gos—, que se reunían a ejercitarse y dar aullidos más o menos extremistas en una pobre casa rural.

Un día, recuerdo, cuando volvía a mi casa después de clases —cursaba yo los primeros semestres del bachi-llerato—, un sujeto con la cabeza rapada y un gran tajo partiéndole la mejilla se me acercó de pronto en la calle, observándome con desacostumbrada simpatía.

Antes de que reflexionara en lo que estaba a punto de suceder —cuántas veces recordé esa sonrisa inmensa que le formaba la cicatriz y cuántas me pregunté por qué no vaciló en acercárseme, como si el propio Belcebú quisiera enrolarme en su hueste—, el tipo me dio un panfleto que invitaba a un «campamento para reclutas» en un lugar de las afueras llamado La Casa del Bosque. El panfleto tenía pintada una cruz celta.

Mi hermano solía apuntarse a todas las buenas cau-sas del planeta —daba clases a indígenas analfabetos y li-beraba tortugas en el mar antes de que los pescadores las hicieran sopa—, pero mi hermano era odioso. O quizás era que me sentía interesado en la arbitrariedad y el cri-men que prometían las consignas carniceras del panfleto —pero eso lo pienso ahora, justificándome o pretendien-do hacerlo.

Me presenté en La Casa del Bosque, me vanaglorié de mi ascendencia extranjera y el color pálido de mi piel y desconcerté a la media docena de rapados reunidos en el lugar declarando que deseaba ser un filósofo tan agudo como Nietzsche y un poeta tan guapo como Byron. El hombre de la cicatriz me contemplaba con placer.

Esa misma semana comencé a corregir la ortografía de sus panfletos y a esmerarme en hacerlos parecer coherentes

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—y apenas luego paseaba por avenidas y callejones mi cabe-za recién rapada y presenciaba las palizas que mis compa-ñeros asestaban imparcialmente a muchachitos morenos, travestidos de esquina o putas de barrio.

Hubiera podido llegar a jefe, quizá, pero me fatigaba al correr y demostré con persistencia ser inútil para cualquier tipo de combate físico y por ello fui condenado a la «reser-va», una asamblea de cuarentones ventrudos que debatían infinitamente sobre toros —por eso y no por alguna clase de remordimiento acabé por renunciar.

Claro: aquella parte de la historia no le hubiera inte-resado a nadie en el diario, incluso si yo hubiera querido contarla.

Dejé Los Republicanos meses antes de comenzar mis estudios de periodismo —había elegido la carrera al azar, un día que mi padre mencionó durante la comida su espe-ranza o deseo de que me inscribiera en la escuela de admi-nistración.

Yo había sido un niño retraído y puritano pero en Los Republicanos me habitué a las interjecciones y al alcohol; incluso luego de abandonar el grupo seguía reuniéndome con mis antiguos compañeros, de tanto en tanto, para beber y maldecir a los políticos en boga —pese a todo lo que me fastidiaban los libros de autoayuda que me hacían llegar y pese a la atroz obligación dominical de acompañarlos al templo.

Cuando comenzaron mis cursos universitarios aquello se terminó. Yo no era un mal alumno. No compartía los afanes subversivos de mis compañeros —y con más pre-sunción que fe citaba a san Agustín en las tareas—, pero

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me fui aficionando a sus fiestas, a sus conversaciones pe-dantes y a las discusiones ideológicas con desconocidas en cineclubes baratos.

Inevitablemente la convivencia con mujeres —las com-pañeras de escuela que formaban mi pequeño coto de caza femenino eran todas chicas liberales y el coqueteo es la mejor oportunidad de calibrar con justicia lo detestable que es uno y lo que requiere cambiar antes de llegar a plantarse con posibilidades frente a una mujer— y el pu-dor que la instrucción produce me fueron limando los col-millos y las garras y suavizándome el pelaje.

Mi cabeza comenzaba a mostrar indicios de calvicie; mi celo político —que tampoco era para tanto— se des-tiñó; mi creciente fastidio religioso devino en la feliz cos-tumbre de eludir el templo en domingo lo mismo que en martes.

Para Los Republicanos, que yo estudiara periodismo equivalía a profesar de ateo, progresista y judaizante y yo encontraba algún orgullo en defraudarlos. Y así llegó el día en que dejé de verme con los viejos amigos del grupo.

Mis nuevos amigos eran universitarios indolentes, mú-sicos sin guitarra, pintores becados por el gobierno, de-pendientes de café o de bar, periodistas de escasa o nula fama; mis nuevos amigos, piadosamente, no me recorda-ban rapado.

Quizás el asunto con Los Republicanos hubiera termi-nado por convertirse en otra de tantas actividades que me excluyeron —el taekwondo, la informática, la administra-ción— sin dejarme mayores recuerdos que algún moretón perdurable o un par de libros ilegibles y jamás leídos. Cuando la policía infiltró y desintegró al grupo, me con-vertí en víctima.

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Había dejado de verlos, había dejado de pensar en ellos. En la ducha, cantaba el viejo himno de batalla con agrega-dos obscenos. Incluso me presenté a las oposiciones para una plaza como reportero en la sección de Política de El Futuro, el diario más progresista de la ciudad. Y debo decir que pocos en la universidad se sorprendieron cuando ob-tuve el puesto —apenas dos o tres punks semirretardados reconocían al facha bajo las ropas de estudiante e incluso ellos se limitaban a decirme linduras como «facha de mier-da» si nos topábamos en los pasillos de la escuela.

Llevaría dos meses en el diario —trabajaba bajo la tu-tela de uno de los reporteros estelares, un sujeto llamado Jorge Ameca— cuando sucedió aquello.

Los Republicanos, que se habían ido desgranando a medida que sus afiliados encontraban empleo o escuela o novia o un perro que los quisiera, decidieron reavivar su lucha con una demostración insólita de poder y dieron el mayor golpe de su historia.

Doce de ellos —los últimos doce apóstoles— se pre-sentaron en la sala de cine donde se exhibía la cinta Cris-to no fue terrícola —en la que un chico rubio interpretaba al Señor y redescubría Sodoma de un modo que es ocio-so mencionar— y le prendieron fuego. Cinco maricas, una taquillera y la vendedora de palomitas de maíz se ros-tizaron antes de que los bomberos lograran controlar el incendio.

Uno de los detenidos era el hombre que me había in-vitado al reclutamiento tiempo atrás, el tipo de la enorme cicatriz. Se llamaba Mario Larios, pero en el grupo siem-pre lo habíamos conocido como el Carabina. El Carabina

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ofreció a la policía un listado con los nombres de todos aquellos que alguna vez marchamos con Los Republicanos, vestimos su camiseta negra con la cruz celta y cantamos el himno bélico Volveré y conmigo el fuego.

La lista llegó a manos de Jorge Ameca, mi jefe. Mi nom-bre aparecía casi el último pero lo reconoció: Alejandro Fa-ber, reserva. El progresismo de Ameca me resultaba risible; gracias a él —que intervino a última hora, con la tesis de que mi trabajo en el diario podría funcionar como alguna clase de reinserción social— no fui despedido. Sólo recibí malas caras, un interrogatorio excesivo y desatinado y mi traslado de la sección Política a la de Crimen, es decir, de la cancha principal al banquillo de los castigados.

Con una lógica que aún me maravilla, mis superiores decidieron que, arrinconado en Crimen, el facha de Faber no causaría más problemas.

«Soy un tipo religioso. No es broma. Yo soy creyen-te. Cuando pinté Santa tenía muy claro que la imagen era provocativa, tanto quizá como una cruz. Sólo que la gente está acostumbrada al hombre sangriento clavado a un ma-dero, mientras que una mujer dando de mamar a un vie-jo le repugna.»

Hugo Navarro, el autor del cuadro destruido por los sor-domudos, era un sujeto joven, espasmódico, con la frente abombada y las sienes deprimidas más de lo conveniente y parecía feliz de exponer aquellas frases ampulosas —que impulsaba desde el fondo de su gañote con disparos de es-pesísima saliva que le rezumaba luego por las comisuras de la boca—. Vestía con sobriedad, aunque de su cuello col-gaba un oneroso crucifijo con incrustaciones.

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Santa representaba a una virgen en el momento de abrir su escote y ofrecer el pecho a un anciano de labios agrieta-dos que guardaba alguna semejanza con Marx.

«Para mí, significa la compasión. Me interesaba jugar con el concepto de que también hay menesterosos sexua-les y su miseria es tan abyecta como la otra. Pero una vir-gen no es un icono que puedas convertir en una tipa con las piernas abiertas. Por ello ofrece el pecho, que es sexo y es alimento. El título me permitió, además, el uso del do-ble sentido: la puta santificada…»

Navarro solía usar una cuidada barba y una brillante melena rubia. Sus pies eran delicados y los enfundaba en sandalias de buen cuero. Aunque era uno de los persona-jes más estúpidos de la pintura local, la destrucción de su cuadro mereció los habituales desplegados de repudio a la censura y las rutinarias cartas abiertas al gobierno, marchas sobre las embajadas y turbias murmuraciones en los cafés.

Sólo el cardenal Galindo se atrevió a defender a los des-tructores, llamándolos «muchachos bienintencionados» y sufragando de su bolsa la fianza con la que salieron de pri-sión una semana después.

El asesinato del policía del museo provocó un ostento-so debate sobre la mala preparación y mal armamento de sus camaradas todos en el país y, a consecuencia de ello, éstos comenzaron a ser dotados con poderosos fusiles y a recibir cursos de artes marciales, antiterrorismo y, un poco más sorprendentemente, de combate acuático.

A mí me asignaron otro asunto a los pocos días: el ase-sinato de los destructores de Santa.

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El forense, rechoncho y arrugado como una res, pare-cía incapaz de parpadear. Sony manejaba su cámara con desgano y rezongaba. Frente a nosotros, los cuerpos muer-tos de David y Joel, los muditos que habían destrozado el cuadro en el Museo de Arte Moderno, invitaban a la contemplación: quietos, apacibles, abierta la carne entre la garganta y las ingles y vuelta a coser sin miramiento al-guno. Sus grises y diminutos genitales, replegados sobre sí mismos, causaron la hilaridad de la fotógrafa. El forense permaneció en silencio; le habíamos pagado bien por per-mitirnos tomar unos retratos impublicables.

Levanté el puño de Joel, el puño que me había reven-tado la boca pocos días atrás. No tenía ninguna marca, el golpe no le había significado nada. «Pero yo estoy vivo, gordito, estoy mirando tus diminutos testículos y podría verte el esternón si quisiera», pensé.

—Estaban dormidos, con seguridad. Las marcas de cuerda en las muñecas y los tobillos aparecieron cuando ya estaban muertos. No hay violencia. Ni un arañazo. Ni siquiera se los cogieron…

—¿Alguien se coge a los muertos? —preguntó Sony no sé si con aplomo.

El médico mostró su encía. Tardé en comprender que aquello era una sonrisa.

—A esta plancha pocos llegan limpios. Les pasan co-sas. No se asuste.

—No me asusto. A mí no hay modo de hacerme al-guna cosa que no conozca —respondió Sony, mascando su goma.

Los sordomudos llevaban colgadas del pescuezo un par de cruces celtas de alpaca.

El exterior del anfiteatro gozaba de un solemne gusto

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a carroña. Sony propuso que comiéramos mariscos en un tenderete cercano. Descubrí, con azoro, su entusiasmo por los asesinatos.

—Qué rápido. Pensé que iban a llegar vivos al juicio.La miré sin comprender. —No me mires. Hay fuerza, Faber, hay fuerza para

detener a tipos como éstos. La elección era interrogarla o aceptarle un coctel de

pulpo. Tenía hambre. Subimos al automóvil.

Eres Faber. Eres Álex Faber. No vienes de una academia ni terminarás en una corporación, en una religión, en un pedestal. Serás un caballero: serás un caballero y no tendrás más amigos que aquellos que no se hastíen de escuchar tus malas bromas. Pa-searás por los salones aunque los odies. Serás un caballero, o serás nada: un hipócrita, un funcionario, un sociólogo maleducado, un administrador impotente, un becario del gobierno, un mucha-cho pintoresco que chocará su vaso con desconocidos y tus libros serán pasto de reseñas.

El enjuague calcinaba mi boca. Escupí al lavabo con veloz alivio. Terminé de rasurarme y escapé del Faber en el espejo. Recelaba de sus ojos, su calvicie y el desvergon-zado parecido con su padre. Desayunaba cuando sonó el teléfono.

—¿Faber? Tienes que venir al diario. Te necesito aquí ahora mismo.

Manú jamás preguntaba si había yo dormido bien, si me apetecía ser enviado a otro sitio que no fuera mi si-lla de la redacción. Obedecí. Media hora después estaba

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sentado frente a ella —toda rubia, alta, escote acechante, dedos amarillentos por el tabaco— adivinándole la ropa interior bajo el vestido.

—Pasa esto. En Guzmán hay una clínica de abortos. Privada. Discreta. Anoche intentaron incendiarla. No su-cedió gran cosa pero la policía recordó a tus amigos del incendio en el cine, los que rostizaron a los maricas que miraban Cristo no fue terrícola. Quiero que vayas a Guzmán. Y cuando regreses, quiero que platiques con alguno de tus cuates.

Esa mañana, como todas, yo estaba dispuesto a la resig-nación. Ni siquiera esgrimí una mueca cuando vi a Sony, otra vez, al volante de mi automóvil. Cargamos combustible y en un autoservicio nos procuramos galletas y botellines de agua. Descubrí que la voz estruendosa y el perfume atlé-tico de Manú me habían ocasionado una erección, que es-condí bajo un diario adquirido a propósito.

Sony me pareció ojerosa, el cabello recogido muy sen-cillamente y los labios brillantes pero despintados. Olía a cama y a yerba. Imaginé un pleito nocturno con un mari-do aunque Sony era demasiado olímpica, pensé entonces, para permitirse ser vapuleada por un simple marido. No intimé, dejé que manejara y escuchara su extraña música y le ofrecí cigarros. Sonrió.

Abrí el diario. Lo primero que encontré fue una en-trevista a plana completa con Guadalupe Garza, la confe-rencista anunciada en el pasquín del abogado Cortina, a quien ahora se identificaba como «la controversial dirigen-te del Movimiento Nacional Manos Limpias, un agresivo frente contra la legalización del aborto».

Garza se escandalizaba por la clínica instalada en Guz-mán y ladraba: «Más pronto que tarde, el pueblo va a reac-

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cionar contra ese crimen que es el aborto y seguramente con violencia».

En el retrato, la mujer aparecía en un despacho de apa-riencia suntuosa. Era mofletuda y rotunda. Advertí la cruz celta en su cuello hinchado. Tosí en silencio. La carretera a Guzmán estaba desierta.

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