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1 EL CONTEXTO SOCIOPOLÍTICO DE LA CRISIS ECONÓMICA: LÍMITES INTITUCIONALES Y PROTESTA SOCIAL Luis Enrique Alonso 1 “Crece la sensación de que los actores político-institucionales están cada vez más encerrados en su nivel autosuficiente y en su dependencia en relación a los intereses privados más poderosos. Las reservas de legitimidad de la democracia se va agotando, justo cuando su aparente hegemonía como único sistema viable y aceptable de gobierno parece mayor que nunca” Joan Subirats (2011: 22) Introducción: La genealogía de una crisis o la “Cultura de la Transición. Los socialistas tienen más autoridad moral para pedir sacrificios a la inmensa mayoría del pueblo, que son los trabajadores. Lo que no se puede en una situación de crisis tan profunda como la actual es pensar en exigir sacrificios solamente a una pequeña parte de la sociedad, la parte más rica. Hay que pedir sacrificios a toda la sociedad inevitablemente. Los socialistas no se distinguen porque no pidan sacrificios a los trabajadores, porque eso es imposible. Los socialistas se caracterizan por pedir los sacrificios inevitables, no más, y por evitar que la carga de la crisis esté injustamente repartida” (Miguel Boyer en El País, 14- 10-1984) Es difícil desarrollar en el espacio limitado de estas páginas un análisis lo suficientemente amplio y complejo sobre la crisis del modelo económico y político erigido durante la transición del país a la democracia y que ha sido el marco de referencia dentro del período democrático más largo que ha vivido el país. De alguna manera, este modelo no sólo había construido una determinada arquitectura institucional que modernizaba y democratizaba (sólo en parte) el viejo aparato estatal franquista, sino que había visto complementado dicha reforma estatal con la emergencia de lo que algunos autores han denominado recientemente, de forma a nuestro juicio más que acertada, una auténtica “Cultura de la Transición” (Martínez, 2012), una suerte de sui generis pensamiento hegemónico, de alguna forma, proporcionaba una narrativa en relación no solamente a la lectura política de la transición, tremendamente complaciente con la misma, y que impregnaba de un cierto optimismo los distintos avatares por los que transcurrían los primeros años de la naciente democracia en España. De este modo, 1 Este artículo ha sido escrito en colaboración con Rafael Ibáñez Rojo y Carlos J. Fernández Rodríguez dentro del grupo de trabajo GT·30 de la Universidad Autónoma de Madrid sobre “Trabajo y ciudadanía” y cuenta con la financiación del Ministerio de Economía y Competitividad , proyecto CSO2011-29941.

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1

EL CONTEXTO SOCIOPOLÍTICO DE LA CRISIS ECONÓMICA: LÍMITES

INTITUCIONALES Y PROTESTA SOCIAL

Luis Enrique Alonso1

“Crece la sensación de que los actores político-institucionales están cada vez más

encerrados en su nivel autosuficiente y en su dependencia en relación a los intereses

privados más poderosos. Las reservas de legitimidad de la democracia se va agotando, justo

cuando su aparente hegemonía como único sistema viable y aceptable de gobierno parece

mayor que nunca”

Joan Subirats (2011: 22)

Introducción: La genealogía de una crisis o la “Cultura de la Transición”.

“ Los socialistas tienen más autoridad moral para pedir sacrificios a la inmensa mayoría del

pueblo, que son los trabajadores. Lo que no se puede en una situación de crisis tan profunda

como la actual es pensar en exigir sacrificios solamente a una pequeña parte de la sociedad,

la parte más rica. Hay que pedir sacrificios a toda la sociedad inevitablemente. Los

socialistas no se distinguen porque no pidan sacrificios a los trabajadores, porque eso es

imposible. Los socialistas se caracterizan por pedir los sacrificios inevitables, no más, y por

evitar que la carga de la crisis esté injustamente repartida” (Miguel Boyer en El País, 14-

10-1984)

Es difícil desarrollar en el espacio limitado de estas páginas un análisis lo

suficientemente amplio y complejo sobre la crisis del modelo económico y político

erigido durante la transición del país a la democracia y que ha sido el marco de

referencia dentro del período democrático más largo que ha vivido el país. De alguna

manera, este modelo no sólo había construido una determinada arquitectura institucional

que modernizaba y democratizaba (sólo en parte) el viejo aparato estatal franquista, sino

que había visto complementado dicha reforma estatal con la emergencia de lo que

algunos autores han denominado recientemente, de forma a nuestro juicio más que

acertada, una auténtica “Cultura de la Transición” (Martínez, 2012), una suerte de sui

generis pensamiento hegemónico, de alguna forma, proporcionaba una narrativa en

relación no solamente a la lectura política de la transición, tremendamente complaciente

con la misma, y que impregnaba de un cierto optimismo los distintos avatares por los

que transcurrían los primeros años de la naciente democracia en España. De este modo, 1 Este artículo ha sido escrito en colaboración con Rafael Ibáñez Rojo y Carlos J. Fernández Rodríguez

dentro del grupo de trabajo GT·30 de la Universidad Autónoma de Madrid sobre “Trabajo y ciudadanía”

y cuenta con la financiación del Ministerio de Economía y Competitividad , proyecto CSO2011-29941.

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los gobiernos de la UCD y el PSOE desarrollaron importantes reformas legales,

políticas y económicas que convirtieron a España en un Estado de derecho, una

monarquía parlamentaria cuya ley fundamental sería la Constitución refrendada vía

referéndum el 6 de diciembre de 1978 y que se consideró, desde el discurso oficial de

esta “Cultura de la Transición”, modélica en forma y fondo, explicada como el resultado

de una suerte de contrato social lockeano entre los españoles que había permitido

superar viejas diferencias (lo que suponía no sólo un rechazo al autoritarismo franquista,

sino también y de manera explícita al desorden republicano) y consagraba un régimen

democrático “moderno” que reivindicaba su capacidad de ofrecer grandes cosas a una

ciudadanía que había clamado desde finales de la década de los sesenta por un cambio

político y social: modernización, respeto al pluralismo y las identidades de los distintos

pueblos, estabilidad institucional, crecimiento económico mediante la liberalización de

los mercados (con el contrapeso de una política social gestionada desde un Estado del

Bienestar a la europea) e incorporación definitiva al sueño europeo (convertirse en

miembro de la entonces reducida CEE). Para ello, se construyó, sobre la base del estado

franquista, un sistema parlamentario de separación de poderes en el que se primó la

gobernabilidad y la estabilidad institucional, siendo la propia Constitución, la figura del

monarca y el bipartidismo parlamentario (UCD/PSOE, PSOE/PP y anteriores marcas de

este) las representaciones políticas definitivas y definitorias de este modelo, que de

alguna forma alcanza su hegemonía tras el coup d’etat fallido del 23F y que va a ser

central en la narrativa de la historia de la democracia española hasta la crisis actual.

Es importante recalcar que la emergencia del nuevo modelo político se hizo mediante

una estrategia reformista basada en un “pacto de silencio” (Del Águila y Montoro

1984), lo que implicó que una parte sustancial de las estructuras heredadas

(institucionales, pero también económicas y sociales) permaneciesen más o menos

inalteradas; no obstante, los supuestos éxitos posteriores contribuyeron a silenciar esta

realidad, permitiendo la aceptación de una suerte de amnesia histórica o al menos

dulcificación del relato al pasaje a la democracia que será sometida a algunos retoques

hasta completar el discurso oficial de la Transición que seguirá siendo la referencia

durante el período democrático. La instauración del nuevo modelo democrático, que

había estado acompañada, durante los años de la Transición, por un clima reivindicativo

notable, va a derivar, sobre todo tras el 23F, en un análisis triunfalista de la transición y

desarrollo de la democracia española, presentada como un ejemplo de madurez del

pueblo español y una herramienta esencial para los posteriores éxitos del país: una

democracia estable, con un crecimiento notable del nivel de vida medio de los

españoles, la incorporación plena a las grandes instituciones internacionales (la deseada

CEE, luego UE, pero también la OTAN), la modernización del país a nivel material

pero también cultural. Recordemos que durante esa época se construyen los

fundamentos del Estado del Bienestar español, a contracorriente en una época dominada

por el thatcherismo (Alonso, 2007; Harvey, 2007). Esta visión se recogerá en los mass

media de la época, particularmente en el diario El País (la referencia dominante, como

la denominaron Imbert y Vidal-Beneyto, 1986) pero también la radiotelevisión pública

y la mayoría de cadenas y periódicos. Desde mediados de la década de los noventa y a

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lo largo de una larga década, este triunfalismo se transformará, progresivamente, en un

discurso chauvinista en el que se ha glorificado desde la expansión de las

multinacionales españolas hasta los éxitos deportivos, con la incorporación a la moneda

única y el notable crecimiento del PIB como telón de fondo.

Esta hegemonía discursiva tendrá como correlato no solamente una política dirigida a la

desmovilización de los nuevos movimientos sociales (mediante cooptación de sus

cuadros por parte de los partidos políticos o la administración, establecimiento de un

amplio y complejo sistema de subvenciones públicas en los ámbitos de la cultura, el

asociacionismo, etc.), sino el silenciamiento o marginación de diferentes voces críticas

que van a quedar fuera del establishment, con escasa atención real a los principales

problemas del país (desmantelación del tejido industrial, desempleo estructural

elevadísimo, creciente precariedad laboral, escaso gasto público en servicios sociales,

etc…) y abandonando la posibilidad, que quizá estuvo alguna vez al alcance de la mano,

de desarrollar en España un proyecto de Estado socialdemócrata a la nórdica, una

referencia que parecía importante en el imaginario de la izquierda e incluso el centro

político español a principios de la década de los ochenta. Singularmente, España

avanzará por otro camino, en el que se articulará una peculiar síntesis entre lo

premoderno y lo postmoderno, mientras su economía se ancla cada vez más en las redes

globales. España se presentará como el resultado de un consenso, obviando las

extraordinarios desequilibrios de poder que van a ser decisivos en la configuración de

las políticas de empleo (Fernández Rodríguez y Martínez Lucio, 2013) o sociales

(Navarro, 2006). El proceso de desmovilización política y social, intensificado durante

las décadas de los ochenta y los noventa durante los gobiernos del PSOE liderados por

Felipe González, implicará que la señalada “Cultura de la Transición” (liberal,

juancarlista que no monárquica, postmoderna) convivirá plácidamente con un modelo

cada vez más duro de gestión neoliberal de la economía, con la irrupción del fenómeno

de los nuevos yuppies en un escenario de reconversión industrial y reformas laborales

cada vez más despiadadas con los colectivos más vulnerables, deteriorando la base de la

ciudadanía laboral (Alonso, 2007).

1. La arquitectura institucional o la memoria del desencanto

Con sentidos y objetivos políticos muy diversos, en los últimos años parecen haberse

extendido diferentes discursos en torno al agotamiento del diseño institucional que fue

planificado durante los primeros años de la transición postfranquista (y habría que

añadir, durante los últimos del propio régimen franquista). Comprender no sólo las

bases materiales que han abierto el camino a esta crisis institucional (entre las que la

profunda crisis económica ha sido sin duda el detonante final), sino especialmente el

contexto ideológico que puede alimentarla, requiere recuperar la memoria del medio

plazo histórico y de la al menos relativa re-escritura que está teniendo lugar en torno a

lo que significó para los pueblos y los ciudadanos del actual Estado español el proceso

de la transición postfranquista. Si pensamos en el contexto ideológico más general en el

que debe ser encuadrado este agotamiento del marco institucional del postfranquismo,

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tras todo el proceso se esconde la larga marcha de la ofensiva liberal contra la gestión

pública, orientada a reprimir la discusión política sobre los derechos básicos y las

necesidades y riesgos que deben ser cubiertos por las instituciones estatales, bajo el

techo del imperativo económico de la competitividad. Sin embargo, si el marco

institucional de nuestra actual democracia puede sentirse realmente amenazado, ello se

debe precisamente a que dicha ofensiva ideológica está perdiendo parte de su eficacia.

Pero para comprender si realmente puede tener lugar una puesta en cuestión global de

las reglas de nuestro actual sistema democrático, será preciso recuperar la memoria del

desencanto y repensar cuáles fueron las bases sobre las que se construyeron dichas

reglas hace ya casi cuarenta años.

Resulta sin duda significativo que el relativo cierre de la dinámica de consolidación de

la democracia, el aplastante triunfo electoral del PSOE en las elecciones generales de

1982, coincidiera con el momento de mayor desmovilización social y laboral desde

1975. La victoria electoral del PSOE suponía el cierre de un ciclo y simultáneamente el

comienzo de un largo camino hacia la transformación socioeconómica del país y hacia

una profunda desideologización tras el breve periodo de apertura política de los

primeros años de la transición. No debemos olvidar que los pactos entre las cúpulas de

las organizaciones políticas y los poderes fácticos, tuvieron lugar no tanto bajo la

amenaza de una posible involución política —magnificada por las propias elites

políticas y por los medios de comunicación, y a la que el fallido y esperpéntico golpe de

Tejero parecía representar— sino bajo la amenaza real y cotidiana de una aguda y ya

prolongada crisis económica. Porque las bases mismas de nuestro sistema democrático

se crearon bajo una situación de crisis que impondría el realismo y el pragmatismo

político para fijar los límites a los cambios y los futuros posibles para la sociedad

española, y especialmente para la clase obrera.

Mientras el corporatismo europeo había supuesto la forma social de distribuir

ordenadamente los frutos del crecimiento económico, en España, por el contrario,

empezaba sirviendo para imponer la austeridad debido, por una parte, a la subordinación

de la acción sindical a la debilidad inicial del marco político democrático, y, por otra

parte, a la construcción del modelo sindical español en tiempos de estancamiento y

recesión (Alonso y Blanco 1995: 405). Ambas cosas obligaron a que los sindicatos, y

con ellos el movimiento obrero, asumieran en esos tiempos el papel de agentes

subalternos de la democracia política —los Pactos de la Moncloa se firman sin

presencia sindical directa— y que su entrada en el “intercambio político” tenga la forma

de concertación corporatista subordinada2. Sin duda alguna, las nuevas clases medias

funcionales van a ocupar el lugar simbólico central del proyecto modernizador de la

socialtecnocracia en los años 1980 (Ortí 1989). El trabajador, ligado todavía a una

identidad obrera e industrial muy fuerte, pasa a convertirse en una figura minoritaria y

progresivamente marginada, dentro de un discurso donde la idea de una ciudadanía

abstracta —afín a la propia democracia electoral— desplaza paulatinamente la imagen

2 Una crónica casi opuesta del proceso de institucionalización y consolidación sindical en España puede

ver en las obras de Ilse Marie Führer (1996) y Holm-Detlev Köhler (1995).

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de una estructura social fracturada en clases sociales. El impulso modernizador y

tecnocrático de los años 1980 sólo podía llevarse a cabo enterrando los mitos

tradicionales constitutivos de la conciencia obrera, diluyendo los restos de la conciencia

de clase —en el proyecto de salida de la crisis de la economía semiperiférica española—

hacia el futuro de las clases medias funcionales3. Construyendo así una narrativa capaz

de articular los viejos mitos de la modernización y la europeización, con los nuevos

mitos del progreso tecnológico.

La eficacia del discurso modernizador se había asentado en un imaginario optimista (en

el que participaron activamente las elites políticas de los partidos de izquierda) que

enfatizaba la representación antioligárquica de los conflictos fundamentales de la

sociedad española durante el proceso de la transición política. Una forma de concebir

los conflictos en la que estas clases medias estaban todavía dotadas de una capacidad

casi infinita de absorción de los —llamados entonces— estratos sociales más

desfavorecidos. Esta visión progresiva del desarrollo histórico ocupa un lugar no poco

importante en la aceptación y acomodación ideológica al consenso inter-elites hacia el

que fue conducido el proceso de la transición postfranquista. Sin necesidad de pensar

que esa visión progresiva de la historia fuera intencionadamente utilizada por las elites

de los partidos de izquierda, sí podemos considerar que ha funcionado para desplazar las

críticas a la situación del momento y la sensación de retroceso y fracaso, así como para

mitigar las motivaciones para la movilización. Precisamente por ello, el proceso político

de la transición y la legitimación de los pactos inter-elites que la dieron forma, exigían

enterrar la memoria de la posguerra y enterrar la memoria de una clase social cuya

cultura y espacio autónomo de elaboración y reflexión ideológica fue brutalmente

aniquilado y asfixiado por la guerra civil y las décadas de dictadura franquista. Diluidos

todos sus símbolos, todos los referentes culturales y organizacionales, destruida y

fragmentada a sangre y fuego por la contrarrevolución franquista, el papel de la clase

obrera podrá ser rápidamente marginado y subordinado en la narrativa política

dominante de la socialdemocracia española, enterrando un conflicto latente y un

contrapoder cuya presencia habría sin duda orientado la acción estatal hacia dinámicas

de crecimiento económico más equilibradas.

La política de modernización económica impulsada por los sucesivos gobiernos

socialistas sólo fue posible gracias a los límites no sólo institucionales, sino

fundamentalmente ideológicos que la idealizada transición postfranquista se había

encargado de establecer. Pues el efecto real y el sentido concreto de la política de

«reconciliación nacional» adoptada para generar una mínima cohesión ideológica en el

amplio frente de oposición al franquismo, fue hacer patente la confluencia de intereses

entre las elites que conformarían la nueva clase política. Un sentido que sólo pudo

mantener oculto la carga idealista —que denegaba cualquier consideración de las

posiciones objetivas de los recién llegados al antifranquismo— contenida en la imagen

3 A pesar de ello, tal y como señala Alfonso Ortí (1987), la imagen del cambio propulsado por el PSOE

logrará representar la alianza entre las nuevas clases medias funcionales (orientadas hacia el desarrollo

tecnológico y la inserción internacional de la economía española) y las viejas clases medias patrimoniales.

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del amplio e interclasista bloque prodemocrático. Un efecto que traería como

consecuencia casi inmediata una identificación muy débil de las masas populares

respecto a sus representantes y respecto a las propias reglas del funcionamiento

democrático, pues al evitarse la emergencia y reprimir —cuando era necesario— los

conflictos sobre las distintas formas sustantivas de la democracia —para reducirla ella

misma a una forma—, la propia democracia llegará así a ser reconducida hacia un muy

limitado bipartidismo.

La transición supone el nacimiento de la «política» para la inmensa mayoría de la

sociedad española, pero de una política que queda inmediatamente reducida a un

estrecho espacio destinado al reparto de los deshechos del régimen y a la circulación de

las elites en la reasignación de los lugares de poder para la modernización institucional

del país. Si alguna huella dejará esta profunda identificación entre democracia y crisis

económica, es una imagen del ámbito político instituido por la transición postfranquista

como un espacio reducido a la gestión de unas dinámicas y unas relaciones

socioeconómicas estructurales que están antes y están por encima del propio espacio —

impotente— de la política —en la monarquía parlamentaria realmente instituida—. Es

decir, a una imagen de la democracia cuya gestión económica no podía poner en

cuestión las posiciones de poder y las desigualdades heredadas de los últimos años del

desarrollismo franquista, y donde el único intercambio posible con la ciudadanía —

mediante garantía de rentas y servicios sociales— estuviera subordinado a los ciclos de

actividad económica.

En este sentido, sobre la memoria del desencanto se instituyó una democracia que

exigía profundos sacrificios desde su mismo nacimiento y que proyectó un discurso

culpabilizador sobre una sociedad —pero muy especialmente sobre sus trabajadores

industriales ligados a procesos de reconversión—, a la que exigía la adaptación a los

nuevos cánones económicos y laborales de la competitividad internacional y la

integración en Europa. En el año 1985 el entonces ministro de Industria y Energía,

Carlos Solchaga, anunciaba a los empresarios que la reconversión había finalizado y

que en adelante el gobierno pondría el acento en la reindustrialización e introducción de

nuevas tecnologías. Y anunciaba, según recoge el diario El País (27/04/1985), el sentido

concreto del programa de racionalización y modernización ideológica impulsado desde

el gobierno: “Ideas como que pese a su coste social y político era imprescindible un

saneamiento drástico de sectores enteros; que había que acostumbrar a la opinión

pública a dejar de considerar los puestos de trabajo como un bien adquirido para

siempre —o en todo caso conservable mediante la presión social—; o que era imposible

seguir ilimitadamente con una política económica basada en el permanente recurso al

Estado para salvar empresas inviables, forman parte hoy, en opinión de Solchaga, de las

ideas comúnmente aceptadas por los ciudadanos”.

Por ello, la legitimidad de la democracia española se ha asentado en su capacidad para

ofrecer redistribución mediante el crecimiento económico. Y la legitimidad del discurso

mesocrático en el que fueron diluidas las desigualdades sociales, se consolidó

precisamente con la relativa socialdemocratización de las políticas sociales tras las

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movilizaciones de 1988, garantizando el apoyo de esas clases medias funcionales a las

reglas y los límites del bipartidismo mediante el acceso al sistema público de bienestar y

a una mínima orientación redistributiva del gasto público en un contexto de crecimiento

económico. La nueva racionalización y privatización del sector público impulsada en

los años 1990 pudo sostenerse en el ciclo de crecimiento especulativo que fue

alimentando la burbuja inmobiliaria. Pero simultáneamente fue minando las bases de

estabilidad que habían asentado la relación salarial, pese a todas las deformidades del

desarrollo propio de un modelo productivo desindustrializado y profundamente

especulativo.

El “milagro Aznar” consistió fundamentalmente en confiar el crecimiento económico a

un modelo basado en cuatro pilares: privatización de las empresas públicas y activos

estratégicos del país, con el fin de alcanzar la convergencia con los criterios de

Maastricht y unirse al euro; alimentación de una notable burbuja inmobiliaria que

favorecía además la creación de un gran número de empleos y que generaba una

sensación artificial de riqueza que cambió no sólo estilos de vida sino los paisajes de las

costas; reducción de los costes laborales a partir de un aumento de la inmigración que

presionaba a la baja los salarios, al ser este un colectivo relativamente más desprotegido

ante los abusos patronales; y una expansión del crédito sin precedentes, con elevadas

tasas de endeudamiento privado (de familias pero también de empresas, bancos y cajas

de ahorro) que no suponía más que el endeudamiento masivo de la economía española

en un entorno de creciente financiarización de las relaciones económicas (Alonso y

Fernández Rodríguez, 2012).

2. ¿Democracia sin crecimiento económico?

El modelo pareció en un primer momento ser muy bien acogido por los mercados, pues

la financiación internacional de la burbuja fue más que considerable, atrayendo a un

importante colectivo inmigrante en busca de numerosos empleos de baja cualificación;

y la política económica ejecutada permitió la incorporación de España al euro; las clases

medias y trabajadoras españolas, en su creciente conservadurización, lo acogieron

mejor, otorgando la mayoría absoluta en las elecciones del 2000. Además, durante este

período (que el añorado Vázquez Montalbán denominó “aznaridad”) se vivieron las

primeras grietas en el discurso oficialista de la Transición, en buena medida por el

autoritarismo creciente del gobierno (con la sombra de las nuevas políticas post-11S

como telón de fondo) y su lectura parcial, conservadora y dogmática en la

reivindicación de la Constitución con el ruido etarra de fondo, y la proliferación de

autores revisionistas vinculados a la nueva “derecha sin complejos”, que es capaz de

conquistar la agenda mediática contribuyendo a generar un clima más enrarecido en el

debate político.

El modelo económico heredado del período Aznar fue mantenido y profundizado por el

posterior gobierno del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero hasta su traumático pero

no por ello menos predecible colapso (López y Rodríguez, 2010). Durante este período,

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la denominada “crispación” del debate político continuará, acrecentada por debates en

torno al encaje territorial y sobre todo el terrible atentado del 11-M. Sin embargo, la

economía todavía creció hasta 2007, en buena medida ante la financiación sin límites

del sector de la construcción y la demanda interna, que lleva a un endeudamiento con el

exterior que supera el doble del PIB. Es la época de los grandes fastos, la construcción

de trenes de alta velocidad, de aeropuertos sin aviones y de soterramientos de

autopistas, en un país cuyo presidente sitúa en la Champions League de la economía

europea. Sin embargo, con la llegada del credit crunch de 2007 y sobre todo la crisis

financiera de 2008 posterior a la caída de Lehman Brothers el mayor ciclo de

crecimiento de la economía española en su historia llega a su fin. Todo lo sólido se

desvanece en el aire, ciertamente, y en el contexto del capitalismo financiarizado esto

no podría ser más cierto. La crisis abocará al país a una espiral destructiva que

pulverizará la supuesta fortaleza de la economía española, provocando la abrupta caída

del modelo económico español post-transición y, con él, de la infraestructura

institucional y superestructura cultural que lo acompañaba. En este caso, lo que se vivirá

es una pérdida drástica de confianza en la clase política española y buena parte del resto

de instituciones del Estado.

Desde este punto de vista del medio plazo histórico podemos considerar que la actual

crisis económica (por su duración y por un pesimismo inédito sobre las posibilidades de

una recuperación que alcance niveles similares a los ciclos anteriores) ha abierto el

espacio ideológico necesario para recuperar la memoria de los límites a la participación

y a la construcción de alternativas del modelo actual de democracia. No hay espacio

aquí para repasar todo el conjunto de dimensiones que han ido minando la legitimidad

institucional y que van ocupando cada día un mayor espacio tanto en los medios de

comunicación como en los discursos sociales (desde la crisis de la monarquía hasta la

cuestión territorial, pasando por la visibilización del poder financiero y de las puertas

giratorias entre los intereses públicos y privados, la subordinación a la “dictadura” de

los mercados y a la disciplina europea, hasta la extensión de las prácticas de corrupción

y despilfarro en todos los niveles de la administración pública, etc.).

En este sentido, si bien con muchas ambigüedades, la dureza, intensidad y prolongación

de la crisis, ha generado efectos directos e indirectos para una progresiva (aunque

relativa) repolitización de la cuestión social, y a la necesidad de abrir un nuevo periodo

constituyente en el que las alternativas y los fines a medio y largo plazo tengan cabida

de nuevo en el debate político. Es decir, está teniendo lugar una crisis que, a diferencia

de las anteriores, parece incapaz de construir un discurso de progreso, pues carece de

nuevos mitos (como el que las nuevas tecnologías desempeñaron para imponer los

sacrificios en los años 1980) a los que la exigencia de nuevos «ajustes» pueda agarrarse

para lograr cierta eficacia ideológica.

En análisis anteriores hemos tratado de mostrar cómo el estallido de la crisis

desencadenó un primer movimiento por el que trató de imponerse un discurso en el que

la ciudadanía asumiera su culpa por los derroches y la deformación de nuestro modelo

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productivo, achacable a la singularidad de la (in)cultura española (Alonso, Fernández e

Ibáñez, 2011). Este primer movimiento habría agudizado el esfuerzo de los grupos

dominantes por redibujar en sus discursos una estigmatización de clase, según la cual

los años del boom habrían roto con una lógica retributiva, jerarquizada pero asumible,

en que la distribución funcional de los estratos salariales recogía su centralidad para la

reproducción del sistema y el crecimiento económico. Un discurso sintetizado desde un

primer momento en el ya tan manido eslogan de que los españoles habían vivido por

encima de sus posibilidades. Un eslogan que buscaba un doble efecto disciplinario:

cuando el sujeto de la enunciación era Europa, debía asumirse que España había querido

alcanzar un lugar en los centros de poder económico (con el sueño permanente de

incorporarse a las cumbres de las principales economías del mundo, con su influencia en

política internacional, con un poder creciente en la UE) que estaba muy lejos de

merecer; cuando el sujeto de la enunciación eran las clases dominantes españolas, el

mensaje se dirigía hacia esos sectores populares, emborrachados por el boom

inmobiliario y la sensación de riqueza patrimonial, que no habrían hecho más que

acelerar la quiebra a través del endeudamiento familiar y el consumismo irresponsable.

Pero dentro de este proceso acelerado de cambios en las condiciones materiales y en el

contexto ideológico y discursivo determinado por la percepción de una crisis

interminable, parece estar teniendo lugar un segundo movimiento capaz de resignificar

el resurgir de los discursos culpabilizadores que tuvo lugar durante las primeras etapas

de la crisis. El ciclo reciente de movilizaciones en defensa de la sanidad, la educación,

etc. indicaría que se ha alcanzado un límite en la deslegitimación de los servicios

públicos y en la subordinación de los objetivos políticos a la racionalización económica

permanente. Pues las décadas de democracia no han logrado borrar las huellas de una

memoria en la que el Estado español sólo administraba y garantizaba la reproducción de

los recursos y privilegios de los grupos sociales más acomodados. Y en este sentido, el

descrédito de lo «público-estatal» funciona como una pesada herencia histórica difícil

de revertir, pero que en la actualidad coincide con la percepción del derrumbe global del

marco y la arquitectura institucional pactada en el postfranquismo. De forma que, si por

una parte se ha generalizado un consenso sobre la necesidad de defender la red de los

derechos fundamentales que protegen contra los riesgos de la exclusión social; por otra

parte, se ha extendido la desconfianza hacia las instituciones que deben ser su soporte

material. Probablemente esta contradicción sólo pueda ser superada por una reforma

global del marco constitucional del Estado y de las reglas formales del actual sistema

democrático. Algo de lo que son perfectamente conscientes las bases militantes más

conscientes de estas movilizaciones, tal y como se ha reflejado desde un primer

momento en la influencia de los métodos aprendidos de las asambleas y el espíritu del

15M, así como en los recelos expresados hacia las organizaciones, partidos y sindicatos

tradicionales.

La crisis ha desnudado varios problemas graves de la estructura institucional y política

española. En primer lugar, la falta de calidad de la democracia del país, con un sistema

que favorece el bipartidismo y las listas cerradas, favoreciendo el desarrollo de la ley de

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hierro de las oligarquías. Esto tiene como resultado la profesionalización de la política a

la americana, con líderes acartonados y dominados por los rictus del marketing,

incapaces de generar ilusión o de contar con una mínima preparación (aunque las

puertas giratorias los conduzcan a retiros dorados), y cuyos compañeros de partido

terminan fagocitando los puestos directivos de la administración o mezclándose en

procesos opacos donde la corrupción campa a sus anchas) y por supuesto la falta de

representatividad. La mala imagen de la clase política es realmente llamativa, y junto a

ella se ha instalado una visión muy negativa de la institución más protegida por la

Cultura de la Transición, la monarquía, en la que el deterioro físico del monarca y

diversos escándalos han llevado a que esta institución aparezca suspendida en los

últimos años por su valoración ciudadana, como han mostrado las encuestas (los

barómetros particularmente) del CIS, pasando de más de un 7 sobre 10 a mediados de la

década de los noventa a menos de la mitad de esa puntuación en fechas recientes. La

mala imagen de la política se complementa con otras críticas añadidas como la

politización de la justicia, la ineficacia de algunos ministerios en el control de la

rendición de cuentas, el exceso de niveles de administración, empresas públicas,

fundaciones subvencionadas o cargos de confianza, la mala administración y el

despilfarro en obras públicas faraónicas e innecesarias, y su colaboración necesaria en la

génesis y mantenimiento de la burbuja inmobiliaria en comandita con las instituciones

financieras. En este sentido, parece que para una parte sustancial de la ciudadanía la

situación actual no es insostenible en el tiempo, y que el marco institucional debe

afrontar en breve algún tipo de reforma.

Y es que, a principios de 2014, son muchas las voces que ya alertan que estamos ante un

fin de ciclo. Los datos demoscópicos parecen señalarlo con vehemencia: los principales

actores en el desarrollo de la democracia española en estas décadas, los representantes

políticos y la monarquía, se encuentran hundidos en las encuestas. La profundísima

crisis económica que asola el país desde hace ya más de seis años ha deteriorado

progresivamente las instituciones del país, mostrando de forma apabullante que los

cimientos del régimen post-transición eran más endebles de lo que daba a entender el

antiguo discurso oficialista, hoy denostado hasta por algunos de sus intelectuales

orgánicos (ver Muñoz Molina, 2013). Entre las preocupaciones de los españoles hoy se

sitúan cuestiones como la corrupción, el descrédito de la monarquía, el desprestigio de

la política y sobre todo de los grandes partidos, las tensiones territoriales nunca

solventadas, la creciente desigualdad (ampliada por las nuevas políticas de austeridad,

pero ya impulsada desde tiempo atrás por la política económica neoliberal dominante en

la administración del país en las últimas tres décadas), y problemas ya endémicos como

el alto nivel de desempleo y la precariedad laboral, que invitan a reflexionar

críticamente sobre el modelo productivo del país. No existe consenso a la hora de

definir una salida a esta situación, lo que ha generado un extraordinario desencanto con

los logros del período democrático, cuya narrativa se ha empezado a poner en solfa y

discutirse de forma cada vez más visible.

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A día de hoy, en amplios sectores de la sociedad (los más comprometidos política y

socialmente), el modelo actual parece perfilarse como insostenible en el futuro, lo que

hace necesario replantear un cambio en profundidad de las estructuras institucionales

del país que se adivina difícil ante la rigidez del modelo actualmente existente. Y

ciertamente entre la población parece cundir un desánimo notable ante el

empobrecimiento y el crecimiento de la desigualdad, la aplicación de medidas duras de

ajuste y de prácticas neoliberales diversas, y el ahogo de una perspectiva de futuro

condicionada por altos niveles de déficit y deuda, y un declive real del nivel de vida y

de la capacidad de consumir (lo que es relevante una vez que esta última, de alguna

manera, se había convertido en el eje ideológico y cultural de la España democrática).

Tras una primera fase de culpabilización dirigida a la sociedad española en su conjunto

por vivir por encima de sus posibilidades, recogiendo el discurso oficial (tal y como

recogimos en Alonso, Fernández Rodríguez e Ibáñez Rojo, 2011), la cólera y la

indignación se han dirigido fundamentalmente (o así lo muestran las encuestas más

recientes y otros trabajos en curso) contra la clase política, fundamentalmente los

representantes de los dos grandes partidos, PSOE y PP (que los activistas más críticos

agrupan en un único acrónimo, PPSOE), percibidos además como los más eximios

representantes de esa “Cultura de la Transición”.

A todo esto va a acompañar una crisis aún más espectacular del significante más

atractivo que había tenido este período para una parte importante de la opinión pública:

la idea de Europa. Como se ha apuntado en algunos trabajos (Fernández Rodríguez y

Martín Martín, en prensa), la idea de Europa se había asociado, de manera casi

automática, con la modernización y las connotaciones positivas que esta trae. Lo cierto

es que la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea fue percibida en

su momento como un gran éxito de la joven democracia española, permitiendo que el

nivel de inversiones en España se multiplicase y facilitando que el país se uniese a un

club que representaba uno de los grandes bloques económicos del planeta. Durante casi

dos décadas, España, como parte del grupo de socios más pobres, fue un receptor neto

de ayudas europeas, que contribuyeron de forma decisiva al crecimiento y mejora de sus

infraestructuras. Al mismo tiempo, las directivas de la UE eran interpretadas por la

mayoría de los ciudadanos como políticas realistas que desafiaban los intereses creados

de la clase política española y obligaban al país a acometer las reformas necesarias para

la modernización de su economía, sociedad y cultura. La UE actuaba como antídoto a

posibles populismos y autoritarismos, marcando las líneas rojas de actuación política.

Esta confianza en la tecnocracia de Bruselas se mantuvo en el tiempo, convirtiendo a la

ciudadanía española en una de las más pro-europeas en sus actitudes, estando el país

siempre a favor de políticas de profundización de la unión (desde Schengen hasta el

euro pasando por el programa Erasmus).

Sin embargo, la gravedad de la crisis económica (que en Europa se transformó en crisis

de deuda) y la línea política y económica dura impuesta a partir de 2010 por parte de las

autoridades europeas (Comisión Europea, BCE, los gobiernos de los distintos países con

el alemán a la cabeza) en colaboración con las internacionales (FMI) han deteriorado de

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forma significativa esa percepción. Los movimientos de protesta más recientes han

hecho énfasis en la dependencia española de los grandes poderes financieros y de las

políticas de austeridad en boga, dictadas desde centros de poder inaccesibles al control

de la ciudadanía (Bundesbank, Comisión Europea). El euro, que tantos beneficios había

prometido traer4, pasó de un día para otro a convertirse en una trampa monetaria que

impedía tomar decisiones de ajuste a la vieja usanza, obligando a afrontar políticas muy

impopulares como las devaluaciones salariales, y alineando la política monetaria

española con la de otros países con estructuras productivas dispares que profundizan en

tendencias pro-cíclicas impidiendo cualquier política de recuperación. En tiempo de

crisis, ello ha obligado así a recortes masivos que han dañado de forma severa la calidad

de la vida de la mayoría de la población. Además, la Unión Europea actual ha perdido

su impulso social, haciendo hincapié en reformas económicas regresivas y desplegando

una agenda muy conservadora en la que la redistribución de la renta ha quedado

minimizada en el debate político, en el que los estereotipos de corte casi racista han sido

mal acogidos por las poblaciones de los distintos países. La entrada en la UE de países

pertenecientes al antiguo bloque del Este ha tenido además impactos significativos en la

posición de España dentro de la UE, pasando a recibir muchas menos ayudas. Por lo

tanto, Europa ya a no es ese locus de modernidad ante el que los españoles perdían el

pelo de la dehesa y se convertían en ciudadanos de primera en el mundo; por el

contrario, ahora la política europea es la Europa de los mercaderes, que obliga al

sacrificio de la ciudadanía ante el altar de los mercados (Alonso y Fernández Rodríguez,

2013), hasta el punto de forzar a reformar la Constitución para situar como prioritario

del pago de la deuda externa.

Ambas crisis, la de la percepción de la democracia española y la de la imagen de la

Unión Europea como fuente de progreso social y económico, han contribuido a generar

un clima casi noventayochesco de reflexión sobre la dirección de los destinos del país,

implicando que de alguna manera la España ideal del marco constitucional y el

consenso juancarlista ha dejado, simplemente, de funcionar. La gestión de la crisis

financiera ha sido muy criticada: se ha salvado al sistema financiero (más o menos),

pero a costa de la salud de la economía real: la reducción del crédito y la desviación de

los flujos de dinero público condujeron a una enorme destrucción de la actividad

económica productiva, que tuvo como consecuencia el desempleo masivo y la ruina de

numerosas familias. Se ha percibido que los recursos públicos de movilizan para salvar

a los acreedores privados, redistribuyendo la riqueza de la ciudadanía a las oligarquías.

Así, y en contraste con el crash de 1929 (donde se hablaba de una ola de suicidios entre

los inversores de Wall Street de aquella época, aunque ello fuera probablemente una

leyenda urbana), el colapso financiero que inauguró la Gran Recesión se ha

caracterizado por la impunidad que han disfrutado sus artífices y responsables. En la

crisis actual, salvo algún caso aislado, los ejecutivos y gerentes de la banca apenas han

sufrido las consecuencias de sus poco ejemplares comportamientos, a excepción del

4 Es importante señalar que entre las clases populares las quejas ante las subidas de precios asociadas a la

entrada del euro habían sido generalizadas, aunque limitándose al ámbito privado.

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peculiar caso islandés donde parece que sí se van a juzgar a algunos banqueros y

políticos por su responsabilidad en el hundimiento de la economía del país. De hecho, la

ciudadanía ha sido testigo de cómo los ejecutivos responsables de quebrar las

compañías seguían cobrando bonus, incluso financiados por dinero público en el caso

de las empresas intervenidas. En el caso español, las malas prácticas de gestión han sido

frecuentes entre los directivos de las cajas de ahorros intervenidas (en muchos casos con

la complicidad de cargos institucionales), a lo que hay que sumar la extraordinaria

visibilidad de una corrupción política fuertemente asociada al modelo de

enriquecimiento rápido propio de la burbuja inmobiliaria. Si añadimos la impopularidad

de los ajustes sociales y los recortes del Estado del Bienestar, tenemos el caldo de

cultivo perfecto para la protesta.

3. La emergencia de la contestación social y los límites de la racionalización

económica

La percepción por parte de la ciudadanía de que los recortes reparten injustamente los

costes de la crisis ha provocado un despertar las conciencias y una generalización del

malestar, que ha derivado en una serie de acciones de resistencia y contestación social.

Una serie de nuevos movimientos sociales se han puesto en marcha en algunos de los

países más afectados por la crisis económica en los que se trata de expresar el

descontento con la situación actual. Todo el conjunto de movilizaciones que arrastran

las mareas ciudadanas han situado la politización de los derechos ciudadanos básicos

como eje fundamental de sus reivindicaciones. Tras el carácter ofensivo y orientado a la

profundización democrática del sistema político que llegaron a condensar las

concentraciones y asambleas del 15M, las mareas —aunque el origen organizativo se

sitúe años atrás— surgen con un carácter defensivo frente a lo que comienza a ser

visualizado como el desmantelamiento final del Estado del Bienestar. De forma que la

nueva reivindicación de “lo público”, sobre la que se asienta la fuerza de las

movilizaciones, parece estar rompiendo con el tradicional desapego que hacia ello

habría existido en la cultura política de la población española (cuyas raíces se hunden en

la larga dictadura franquista y en las limitaciones ya comentadas del proceso de

transición). Y a ello sin duda está contribuyendo la visibilización mediática de las elites

políticas y económicas, de sus prácticas corruptas sistémicas, de la unidad real de sus

intereses, de la irracionalidad e inmoralidad de sus comportamientos, etc. La separación

creciente, que esta visibilización hace posible, entre “los políticos” (y las elites

económicas) y “lo público” permite precisamente el auge de los discursos que subrayan

el agotamiento del modelo institucional actual —incapaz de poner freno a los viejos

privilegios e incapaz de sancionar a quienes de forma más evidente han pervertido la

utilización de los recursos públicos— para construir sobre nuevas bases la legitimidad

del sistema democrático.

Si pensamos otra mediación necesaria para comprender estas movilizaciones, muchos

analistas acentúan el protagonismo de unas supuestas «clases medias», relativamente

heterogéneas, en su desarrollo. Clases medias sobre cuyo protagonismo también se

había legitimado, tal y como hemos intentado señalar, el auge tecnocrático y

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desideologizante del largo dominio del bipartidismo. Si bien son movilizaciones que en

gran medida giran en torno a la escasez y a la cobertura de las necesidades más

elementales, no puede sostenerse que hayan sido movilizaciones estrictamente

populares, o sostenidas en los barrios más deprimidos y por los sectores de la población

en situaciones más precarizadas. En este sentido, la larga y lenta agonía de las clases

medias —agudizada y dramáticamente acelerada por la crisis pero sostenida en un

modelo patrimonialista de crecimiento en el medio y largo plazo— ha construido otro

elemento del caldo de cultivo de estas movilizaciones y de la puesta en cuestión de los

límites del actual sistema democrático. La introducción de una lógica competitiva en la

distribución de los recursos públicos —con los discursos y las reformas tendentes a

premiar la excelencia y deteriorar los servicios supuestamente menos «productivos» o

eficientes—, supone una tendencia a jerarquizar y segmentar los servicios públicos para

responder a una sociedad que estaría siguiendo ese mismo camino. Es en este ámbito

donde tiene lugar una convergencia más potente entre el discurso liberal y el

conservador. Mientras el primero argumenta en torno a la eficiencia de la gestión

privada y la libertad de elección, el segundo aprovecha el hueco de la privatización para

imponer el regreso a mecanismos desigualitarios, excluyentes y jerarquizadores en el

diseño tanto del sistema sanitario como del sistema educativo.

Sin embargo, esta orientación de las reformas en los criterios para la distribución del

gasto público, contrasta y se enfrenta con una sociedad donde la percepción de la

«desestabilización» está prácticamente generalizada. La percepción de un riesgo

compartido, la cercanía de un futuro cada vez más azaroso y arbitrario sentido por

amplios sectores sociales —tradicionalmente «acomodados» o simplemente con

expectativas estables— permite aglutinar una reacción contra el deterioro de ese límite

protector de una vida digna representado por determinados servicios públicos, y

especialmente por aquellos más identificados con un derecho universal. En este sentido,

las movilizaciones han desarrollado también un rechazo instintivo hacia los mecanismos

de jerarquización que implican la excelencia, la productividad y el cumplimiento de

objetivos al menor coste. Y de esta forma han impulsado, por supuesto todavía con

sentidos muy ambiguos y abiertos, un cuestionamiento de los criterios globales que

imperan en la administración pública y han contribuido a la exigencia de una re-

democratización del marco institucional del Estado español.

En este sentido, uno de los más mediáticos e impactantes ha sido quizá el movimiento

español 15-M, que se ha considerado por parte de algunos autores (Apps, 2011) como

una de las fuentes de inspiración de los movimientos Occupy norteamericano y

británico. Este movimiento ha supuesto una importante reactivación del discurso crítico

dentro de la sociedad española en relación a las causas de la crisis y la forma de

gestionar la salida de ésta (Taibo, 2011). Inspirados por el éxito de las movilizaciones

de la Primavera Árabe, las luchas de los ciudadanos griegos en contra de las medidas de

austeridad impuestas por la UE y el FMI y protestas juveniles desarrolladas con gran

éxito en Portugal, el 15-M ha supuesto un soplo de aire fresco en un escenario político y

social acogotado ante el miedo a una crisis de proporciones catastróficas. Su aparición

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no es sorprendente, si tenemos en cuenta que se construye sobre la base de un conjunto

de grupos de activistas que ya llevaban años expresando su insatisfacción con la senda

de crecimiento económico española antes citada en la que se denostaban apuestas

productivas basadas en la investigación y el desarrollo a favor de prácticas

especulativas. Muchos de los miembros del 15-M habían participado en los

movimientos estudiantiles anti-Bolonia y en las concentraciones a favor de una vivienda

digna a lo largo de la segunda mitad de la década pasada. Sin embargo, la sorpresa del

15-M va a ser su éxito en conseguir atraer una atención mediática sin precedentes, al

articular un discurso que recoge las frustraciones de importantes sectores de la

población española, particularmente los más jóvenes: esto es, su indignación.

El 15-M comenzó con una manifestación convocada por una serie de movimientos

sociales heterogéneos ((¡Democracia Real Ya!, #No les Votes, Juventud sin Futuro)

cuyo lema “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros” reflejaba de

alguna forma el malestar de una parte de la sociedad española con el deterioro de las

condiciones sociales, políticas y económicas a lo largo de los últimos años. La

elevadísima tasa de paro (más del 20% de la población activa, alcanzando casi el 50%

entre los jóvenes), la incertidumbre económica y laboral, las masivas ayudas a las

instituciones financieras, el número creciente de desahucios y las incontables noticias

sobre casos de corrupción a gran escala contribuyeron a que, tras algunos intentos

previos, se convocase una manifestación exitosa el 15 de mayo de 2011. Sin embargo,

lo que lleva a las portadas de los medios de comunicación al movimiento es la posterior

sucesión de ocupaciones de plazas públicas (Puerta del Sol en Madrid, Plaça Catalunya

en Barcelona, y muchas otras), en un intento de recuperar el debate democrático de la

polis a través de una recuperación de la calle y de las asambleas (Corsín y Estalella,

2011; Limón López, 2013). Bautizados como indignados gracias al éxito que en ese

momento está teniendo el librito de Hessel (2011), el movimiento pillará por sorpresa a

las autoridades políticas. Tras las primeras semanas de ocupaciones, los debates se

trasladarán a los barrios, recuperando un activismo social que parecía desaparecido en

España desde principios de la década de los ochenta. En las asambleas se tratará de

discutir la forma de organizar la vida (la política, la sociedad, la economía) al margen de

las instituciones consideradas responsables del desencanto general: los grandes partidos,

los sindicatos mayoritarios y la banca. La Spanish Revolution utiliza de forma extensiva

e intensiva las nuevas tecnologías para desarrollar acciones organizativas puntuales

(abucheos a políticos, cortes de calles, etc.) pero a la vez reivindica la democracia

participativa como modelo de participación política (Taibo, 2011). Va a representar una

llamada a la recuperación de la ética en la vida política y pública, demandando un

respeto a los valores democráticos fundamentales que, en el caso español, se han visto

claramente erosionados por el régimen partitocrático vigente.

En este sentido, el 15-M, aunque no ha articulado un programa político consensuado

entre sus miembros, solicita fundamentalmente una remoralización de la democracia, de

forma que los intereses económicos se supediten a los intereses generales. Hay una

apelación a un cierto keynesianismo que implique una racionalización de la vida

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económica en la que primen valores como la solidaridad pero también la meritocracia y

el respeto a la autonomía personal. Se cuestiona el modelo productivo español por

cuanto contribuye a fomentar los sectores de bajo valor añadido, dejando a los jóvenes

formados con menos oportunidades. Se critican las apolíticas de austeridad de la época

euro por cuanto son el resultado de políticas equivocadas en tiempos de bonanza de los

que pocos han sacado partido. Reclama, de alguna manera, que España se reincorpore

de forma definitiva a la modernidad dejando atrás los vestigios del corrupto franquismo,

concibiendo esa modernidad como un modelo de capitalismo regulado y meritocrático

en el que el Estado actúa como garante de la igualdad de oportunidades y proveedor de

servicios de bienestar (y no como un simple Estado workfare que protege los intereses

de las oligarquías políticas y financieras). Expresa, en resumen, un auténtico malestar

con la cultura neoliberal actual, algo que comparte con el resto de movimientos Occupy.

Está, así, lejos de ser un movimiento radical, tal y como algunos de los representantes

de la derecha política y mediática han tratado de etiquetarlo: sólo reclama la vuelta del

ideario de una socialdemocracia real, evaporada del programa de la mayoría de los

partidos socialdemócratas. El hecho de que se lo considere radical es tan sólo un

síntoma del impulso contrarreformista de nuestros tiempos, que alcanza tales cotas que

pronto los derechos de asociación y huelga van a parecer subversivos y prescindibles (y

desde luego la última legislación que se está discutiendo parece adoptar ese ángulo).

El 15-M sirvió para dar fuerza a otros movimientos sociales que han tenido un impacto

social considerable. Uno de ellos ha sido la Plataforma de Afectados por la Hipoteca

(PAH), cuya actividad y presencia mediática (gracias a su portavoz Ada Colau) ha sido

notable en una situación extraordinaria como ha sido y es la del fenómeno de los

desahucios, triste coda a los excesos de la burbuja inmobiliaria española. La Plataforma,

que nació en 2009 de un conjunto de asociaciones que luchaban por proteger a los

inmigrantes afectados por estafas y abusos en la concesión de hipotecas, se ha

convertido en ha sido capaz de generar nuevas formas de movilización y protesta como

la resistencia física de sus activistas ante la ejecución de desahucios o los populares

escraches a políticos, lo que la han situado como vanguardia en la miríada de

movimientos de resistencia que se han ido generando al calor de la crisis. Reclamando

la dación en pago, el alquiler social o unas condiciones más asequibles de acceso a la

vivienda, la PAH pone de manifiesto uno de los problemas más graves de la sociedad

española en el período democrático: la imposibilidad de acceso a la vivienda para los

colectivos más vulnerables, situación que ya había sido denunciada previamente por

otros movimientos de protesta anteriores como el de V de Vivienda. Los enormes

intereses creados (de inmobiliarias, constructoras y entidades financieras, con la

complicidad pasiva del Estado) han impedido legislar hasta la fecha mediante iniciativas

destinadas a que la vivienda cumpla la función social que tiene en otros países europeos,

o que reformasen al menos las condiciones leoninas de las hipotecas bancarias. No

obstante, una sentencia de la UE ha calificado las hipotecas españolas como “abusivas”,

lo que puede traducirse en cambios futuros. No obstante, la PAH se encuentra ante un

escenario complicado, ante la estrategia de criminalización de sus actividades que

parecen haber adoptado las autoridades.

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La lluvia reciente de reformas en el sector público La percepción de que ciertos

servicios sociales esenciales como son la educación y la sanidad van a ser notablemente

degradados a través de estas medidas (como “chivos expiatorios” de los problemas del

sector financiero; ver Alonso y Fernández Rodríguez, 2013a) han derivado además en

una movilización sin precedentes por parte de los colectivos de trabajadores públicos (y

no solo ellos) más afectados, lo que va a dar lugar al surgimiento de nuevas formas de

protesta: las denominadas “mareas”. Existe, hasta el momento en que se redactan estas

líneas, poca literatura sociológica en relación a este fenómeno de las “mareas”,

quedando reducida la reflexión en relación a las mismas al espacio periodístico. Es a

través de la prensa y algunos trabajos aislados (entre los que destaca el de Sánchez,

2013) donde podemos rastrear la génesis y trayectoria de algunos de estos movimientos

de protesta.

La “marea verde” nace en el verano de 2011 como reacción a cambios en la política de

profesorado en la Comunidad de Madrid, que a través de un decreto veraniego había

decidido incrementar el horario de dedicación lectiva del profesorado en los centros de

enseñanza secundaria obligatoria (dos horas más para cada profesor, cuya carga docente

pasaba de dieciocho a veinte horas semanales). Tal incremento tenía consecuencias

importantes por cuanto reducía la necesidad de contratación de profesorado interino, lo

que tenía repercusiones evidentes sobre el empleo de dicho colectivo, e implicaba una

menor atención por parte de los docentes a aspectos relacionados con actividades de

refuerzo en la labor docente. Los docentes de la comunidad autónoma interpretaron la

medida como un intento gubernamental de degradar deliberadamente la educación

pública, y basta un acontecimiento específico (una profesora es sancionada por el uso de

una camiseta reivindicativa) para que la protesta emerja con fuerza. En el otoño del

mismo año derivan en una movilización generalizada en el sector educativo español

madrileño (desde el nivel infantil hasta el universitario) y, a partir del año siguiente, a

otras Comunidades Autónomas (Sánchez, 2013). Esta movilización se caracteriza por el

uso de símbolos específicos (la famosa camiseta verde con el lema “Escuela pública de

tod@s, para tod@s”), paros y manifestaciones en las que no solamente participan los

profesores sino en las que se busca involucrar a alumnos y familiares. La protesta goza,

al igual que otras similares, de ciertas intermitencias (de forma que la categorización de

“marea” parece más que acertada), cobrando nuevos revulsivos ante la promulgación de

nuevas leyes que amplían los recortes y reorientan la política educativa. La marea verde

se va a caracterizar por una movilización sostenida a través de una serie de Plataformas

(la más reciente la Plataforma Estatal por la Escuela Pública) que coordinarán las

acciones a realizar, generalmente huelgas (dos de ellas generales, en mayo de 2012 y

octubre de 2013) pero también otras vías (encierros, ocupación del espacio público con

las acciones de “Aulas en las calles”) y en la que participan sindicatos y otros actores

del sector educativo, con una pretensión interclasista y captando apoyos por parte de

intelectuales y figuras conocidas, buscando adquirir un impacto mediático. En este

sentido, el recurso a las redes sociales será continuo, con el establecimiento de blogs,

webs y grupos que han servido para impulsar de forma notable otras formas de

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movilización –en noviembre de 2013 la Plataforma Estatal por la Escuela Pública había

recogido 1,7 millones de firmas para impedir la aprobación de la LOMCE—.

Siguiendo una dinámica parecida, la marea blanca supone una movilización sin

precedentes de los profesionales del sector sanitario (con el apoyo de otros colectivos)

frente a una serie de políticas de ajuste (algunas incluyendo una privatización de la

gestión) puestas en práctica por parte de los gestores de la Comunidad de Madrid, y

cuya seña de identidad será las batas que visten los manifestantes en las distintas

movilizaciones. De nuevo una medida legislativa interpretada como lesiva para los

intereses no solamente de los trabajadores del sector pero también de los usuarios sirve

para espolear el movimiento: la incorporación de la gestión sanitaria privada a los

Presupuestos la Comunidad de Madrid de 2013, por la que siguiendo la estela de otras

zonas del país (Valencia, Cataluña), se daba entrada a actores privados en la gestión del

sistema de salud regional mediante concesiones administrativas. El impacto del anuncio

de la medida es inmediato, y genera la rápida emergencia del movimiento, que denuncia

fundamentalmente que el objetivo de las medidas del ejecutivo regional es el de

privatizar la sanidad pública y convertirla en un negocio. La redefinición de las

funciones del Hospital de la Princesa (no afectado por la nueva política de

externalización de la gestión) inaugurará un período de movilización muy intenso, con

numerosas huelgas, encierros y manifestaciones a partir del otoño de 2012, aunque en

este caso focalizado particularmente en la Comunidad de Madrid. En el caso de los

profesionales sanitarios, el movimiento destaca por su notable carácter interclasista,

particularmente ante la participación de los médicos en las movilizaciones,

tradicionalmente descolgados de los conflictos anteriores en el sector y que parecen

haberse involucrado significativamente en las huelgas convocadas. Como en el caso de

la marea verde, se ha optado por recoger apoyos mediáticos -mediante manifiestos de

distribución pública- de personalidades del mundo de la cultura, científicos,

intelectuales, etc… La marea blanca consiguió además llevar adelante iniciativas que

incorporaban a los usuarios en las acciones de protesta (“Abraza tu hospital”) y una

consulta ciudadana de recogida de firmas en las que prácticamente el 100% del millón

de firmas recogidas rechazaban la política regional de gestión sanitaria. El esfuerzo en

las movilizaciones se ha visto acompañado por la paralización judicial de las medidas

del ejecutivo regional, redundando en una victoria del colectivo muy significativa al ser

capaz de parar el proceso en su integridad.

En definitiva, nos encontramos en términos generales con una situación compleja en la

que la narrativa de la Transición modélica y la imagen de democracia exitosa se han

terminado encontrando con sus límites, tanto internos como externos. Los límites

internos han sido el resultado de la escasa profundidad y calidad de dicha democracia,

que nos retrotrae a los orígenes del modelo actual, resultado de un pacto desigual que

mantenía los desequilibrios de poder del franquismo e impedía el desarrollo de un

sistema más igualitario y participativo. Así, tras décadas de vernos como modernos (o

más bien postmodernos), lo que empieza a aparecer es un sentimiento de que, en

realidad, nos quedamos en la premodernidad, y el régimen actual empieza a ser visto

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como una especie de versión actualizada de la Restauración canovista, aunque sin sus

elecciones amañadas (aunque eso sí, perciben sus caciques, aunque hoy más bien

vinculados a los negocios inmobiliarios). Por otra parte, por límites externos debemos

hacer referencia obligada a la nueva orientación de las políticas europeas, que en el

comienzo del siglo actual han apostado por un cambio radical en el que el proyecto

socialdemócrata se ha dejado de lado definitivamente para optar por un neoliberalismo

agresivo e intervencionista, que en el caso español ha pasado a dictar la política

económica futura a partir de la filosofía de la austeridad. La crisis del modelo es, de este

modo, una situación coherente quizá con la imposición a nivel mundial de esa nueva

“razón del mundo” (Laval y Dardot, 2013) que domina la política económica

internacional, y que se está encontrando, en el caso español, con resistencias sociales

muy notables, que han terminado llevando a la arquitectura institucional heredada de la

Transición a una crisis sin precedentes.

Conclusión: ¿hacia una posdemocracia a la española?

En las páginas anteriores hemos visto como han cambiado las relaciones entre el

sistema económico y el sistema político en el contexto de los últimos decenios de la

sociedad española. Además esta evolución hay que situarla a su vez en una dinámica

general de transformación (o quizás de degradación) de las democracias occidentales,

viviendo éstas, épocas de zozobras, presiones, dudas, malestares o incluso crisis abiertas

que colocan el propio concepto clásico de democracia en la actualidad en un espacio de

hecho, confuso, paradójico y difícil de mantener5. Para los países periféricos del sur de

Europa las dificultades han aumentado con la crisis de su deuda en los últimos años,

perdiendo sus sistemas de gobierno claramente autonomía y soberanía a mano no sólo

de los grandes poderes políticos que dominan la Unión Europea, sino también las

presiones de los grupos financieros internacionales que condicionan las políticas de las

administraciones de todos los niveles. Por fin, el caso español está lleno de

particularidades históricas y diferencias específicas; debilidades y retrasos

institucionales que todavía han aumentado más la vulnerabilidad de la democracia

española a las turbulencias de gobierno inducidas por el frenazo al crecimiento

económico y las políticas de austeridad, desprotección social y recorte de derechos

asociados convencionalmente al largo, pero acelerado en los últimos tiempos, declive

del modelo europeo de economía mixta, social y de fuerte peso del sector público.

En cuanto al concepto de democracia, podemos decir que la actual crisis financiera

internacional ha acrecentado y ha llevado casi hasta el límite la polémica sobre la propia

pertinencia del concepto para describir nuestras actuales formas de gobierno, donde

evidentemente se mantienen como principios sagrados el sufragio universal, el sistema

competitivo de partidos, la elección de los representantes políticos indirectos y la

5 Revisiones actuales sobre el estado de malestar y limitaciones del concepto clásico de de democracia

están recogidos en obras recientes de gran interés como las de Flores d’Arcais (2013), Galli (2013) y

Ortega (2014).

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garantía de las libertades negativas –como las denomina Isaiah Berlin6- o aquellas que

garantizan la esfera de actividad y autonomía del individuo; sin embargo la desafección

por parte de los ciudadanos con respecto a estos representantes cada vez es mayor; la

dependencia de la política profesional y sus decisiones con respecto a los poderes

económicos es innegable e inocultable para cualquier observador medianamente

informado; así como la pérdida de calidad de la vida democrática, en forma de

percepción creciente de pérdida de transparencia, banalización de la acountability como

obligación de rendir cuenta de las decisiones políticas a los ciudadanos y disminución

notable de la limpieza e independencia de los procesos de gestión de los sistemas de

gobierno actuales7. Pero si entramos a lo que se refiere a los derechos sociales asociados

a las democracias avanzadas, el fracaso es todavía mayor y la crisis ha dado un golpe de

gracia a la idea de Estado social y democrático de derecho que se había convertido en el

relato central de legitimación en Europa desde la salida de la segunda guerra mundial, el

impacto ha sido de tal nivel que se llega a hablar de una crisis de los derechos –incluso

de los derechos humanos- y de regresión absoluta de la idea de libertades positivas –

volvemos a la definición de Berlin- o de derechos ciudadanos a obtener bienes y

servicios públicos que le permitan aumentar su bienestar, dignidad y calidad de vida, eje

conductor básico de la idea de Estado del bienestar y del concepto mismo de

ciudadanía8 .

Más que una crisis coyuntural este conjunto de circunstancias parece que circunscribe

un nuevo régimen de gobernanza asociado al orden neoliberal que el sociólogo

británico Colin Crouch con su habitual clarividencia define como posdemocracia, esto

es, una situación política donde aunque nominalmente se apelan a todos los mecanismos

formales de participación electoral (y fundamentalmente eso: sólo electoral) y turno

partidista, conocemos el fulminante refuerzo del poder de la política espectáculo y los

medios de comunicación, del poder de imposición de los intereses de las grandes

corporaciones económico-financieras globales, del declive de la soberanía del Estado

nación y su capacidad de formular políticas públicas y del ataque mercantil a los

elementos básicos de la ciudadanía social y los derechos laborales típicamente

fordistas9. En este sentido, la rebelión de las élites financieras y tecnológicas

internacionales del ciclo neoliberal que empieza en los ochenta del siglo pasado, había

vaciado y dejado sin contenido gran parte de los efectos de pacto político, social y

participativo del modelo keynesiano, la crisis ha servido para aumentar la obligatoriedad

y sentido disciplinario de este cierre social hasta convertir el discurso de las necesidades

de recuperación financiera y los niveles de ganancia de los agentes mercantiles en la

condición básica del funcionamiento de toda la vida política.

6 Siempre que nos referimos al tema de las libertades y los derechos es imprescindible referirse al trabajo

del pensador anglo-ruso sobre los dos conceptos de libertad recogidos en Berlin (1998). 7 Para el tema de la evolución de la calidad de la democracia, sus indicadores, diferentes barómetros y

variables para observarla se encuentra en la monografía de Mora de Molina (2013) 8 Una revisión a fondo del concepto de ciudanía y sus relaciones con el Estado social se encuentra en el

texto de Balibar (2012), la importancia en la formación del concepto contemporáneo de ciudanía (y en su

crisis) de la evolución del estatuto sociojurídico del trabajo, está en desarrollado en Alonso (2007). 9 Sobre el concepto de posdemocracia es evidente que hay que consultar a fondo la obra de Crouch

(2004), en la misma línea, pero con otros interesantes matices puede versa la obra de Todd (2010)

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Esta posdemocracia que en algunas de sus dinámicas presenta semejanza con una

predemocracia elitista y de rasgos despóticos –si bien ahora toma la forma de un

despotismo económico y tecnológico- ha tendido a eliminar lo que ya en los años

setenta el famoso informe de la Comisión Trilateral sobre la gobernabilidad de las

democracias (aunque más bien se concluía su ingobernabilidad) dictaminó como un

exceso de democracia participativa y distributiva que generaba desordenes en el sistema

político parlamentario (el mercado de votos) y el sistema económico (el mercado de

precios)10

. En este sentido, el camino hacia una nueva gubernamentalidad11

, donde se

han limitado los derechos no estrictamente parlamentarios, se han bloqueado los

poderes de representación de otros movimientos u organizaciones sociales (empezando

por las sindicales) y se han individualizado, subjetivado y desinstitucionalizado los

estilos de vida y las formas de reproducción social. El pacto keynesiano no sólo se ha

roto sino que el discurso de la financiarización total12

lo ha convertido en políticamente

imposible –lo mismo que a la socialdemocracia- al subordinar e incluso al

constitucionalizar, como en el caso español, una ortodoxia presupuestaria y una

subordinación de lo social a lo financiero que hace imposible los típicos intercambios

políticos desmercantilizadores que garantizaban en la era keynesiana, y aunque en

decadencia, en el ciclo neoliberal ascendente –desde los procesos de negociación

colectiva generalizada hasta los pactos de rentas- un cierto control social del mercado y

una cierta redistribución positiva de rentas y riesgos. Posdemocracia pues para una

sociedad posmoderna fragmentada, precarizada, individualizada, de derechos sociales y

laborales en declive, y donde el incremento de la desigualdad social y el desgaste de las

clases medias se hace ya inocultable.

10

La referencia clásica es la de Crozier, Huntington y Watanuki (1975), las primeras reacciones

intelectualmente sólidas sobre el ambiente conservador creado por este primer diagnóstico/ataque al

estado de la democracia en el desarrollo máximo del Estado social se encuentran el bonito artículo del

clásico filósofo del derecho italiano Norberto Bobbio (1985) 11 Siguiendo a Michel Foucault (2008 y 2009) gubernamentalidad es el conjunto constituido por las

instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer

esta una forma específica y compleja, el poder, en la modernidad la gubernamentalidad tiene como meta

principal la población, como forma primordial de saber, la economía política, y como instrumento técnico

esencial, los dispositivos de seguridad .De esta forma siempre hay una economía específica de poder y en

este último ciclo neoliberal que hemos vivido y coronado por la crisis financiera actual las sociedades

occidentales han tendido a descentralizar y desestatalizar el poder y atribuir a sus miembros un rol activo

en su propio autogobierno/autodisciplina. Debido a este rol activo, los individuos necesitan ser regulados

desde adentro, desde su propia subjetividad. La empresarialización del conocimiento producido ha

permitido gobernar desde unas nuevas tecnologías del yo donde las instituciones estatales difuminas y

tecnologizadas operan cada vez más en el interior del sujeto, o sea, se convierten en el sujeto mismo. El

debate sobre el concepto de seguridad defendido desde la policía institucional más conservadora y el

intento de promulgación de leyes que protegen esta seguridad restringiendo libertades tradiciones de

expresión típicas de la democracia (“leyes mordaza” o similares) representativa más clásica es otra

vertiente de este problema que cobra especial relevancia en la actualidad española.

12 Para estudiar las consecuencias políticas, sociales y laborales que han supuesto los procesos de

financiarización ligados al capitalismo actual puede verse Alonso y Fernández (2012). Los discursos,

argumentarios y relatos asociados a esta financiarización están analizados en Alonso y Fernández

(2013b).

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Pero si esta posdemocracia es un rasgo general del capitalismo postfordista y financiero,

el impacto de la crisis ha sido especialmente abrasivo y socialmente disciplinador en las

democracias periféricas europeas; la Unión Europea ha dejado para ellos de ser el

principal vehículo modernizador y financiador de sus infraestructruras y actividades

empresariales para convertirse en el más feroz guardián de la ortodoxia financiera y la

austeridad presupuestaria. Cada vez más alejada de sus principios fundadores ( y

trivializado el contenido de sus políticas sociales compensatorias), la Unión Europea se

ha convertido como institución en un defensor férreo de la estabilidad monetaria del

euro, de los intereses económicos de Alemania y del pensamiento económico más

descaradamente neoliberal; trasladando la presión de sus políticas de austeridad y

recorte social hacia el sur de Europa mientras se transmite un discurso del terror

económico y la vergüenza, donde se utilizan todos los tópicos de la seriedad y eficacia

del protestantismo y su ética de los negocios, frente al derroche y las ineficiencias casi

congénitas de las sociedades latinas: aprovechadas, derrochadoras y festivas.

La idea de hacer pagar a las sociedades en su conjunto, y especialmente a los más

vulnerables por los endeudamientos que generaron sus políticos y gestores financieros

no podía dejar incólume la legitimidad de las instituciones europeas. La crisis griega y

las sucesivas intervenciones y “rescates” totales o parciales de las economías periféricas

europeas han generado un encuadre cognitivo para la crisis especialmente autoritario,

las ideas de pagar por lo que se ha derrochado, de haber vivido por encima de sus

posibilidades, de responder lo primero y ante todo a la deuda externa y de purgar por los

excesos de economías defectuosas e ineficientes se han convertido en convenciones

discursivas que han tenido resultados prácticos fuertemente antisociales en forma de

políticas nacionales de recorte, remercantilización y privatización del sector público13

.

La socialización de los costes de la deuda financiera de la banca privada, impulsada y

obligada por el entramado institucional de la Unión Europea ha supuesto una especial

dureza y profundidad de la crisis en el sur de Europa, atrapada en la rigidez monetaria

del euro, los castigos financieros de los mercados, la austeridad impuesta y, por lo

tanto, la recesión forzada, sin posibilidad de políticas expansivas con resultados de caída

en picado de la actividad económica, paralización del crédito y desempleo masivo y

creciente.

La crisis de legitimidad y la pérdida de la percepción por parte de grandes sectores de la

población de la misión social de la Unión Europea (uno de sus rasgos de identidad

históricos) ha acabado con gran parte de los pactos y consensos que la habían

constituido a largo plazo. Si las élites de las burocracias políticas europeas se han

decantado más que nítidamente por defender en primer y casi único lugar los intereses

de los grandes grupos económicos y financieros europeos (y sobre todo alemanes), las

poblaciones europeas han reaccionado de manera diversa, pero fundamentalmente

teñidas de euroescepticismo y distancia hacia la política oficial y desconfianza. El

populismo de derechas prefascista y nacionalista en ascenso y las fórmulas diversas de

13

Este argumento está clara y sistemáticamente desarrollado en Gil Calvo (2013). Para una revisión de

estos procesos de nivel internacional Dufour (2012)

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protesta social sobrevenida muestran una fuerte dificultad para mantener el consenso

ideológico y la aceptación sin fisuras de la Unión Europea. La ausencia de políticas

efectivas reales de contenido social e incluso de acción económica no estrictamente

monetarias y de control financiero encubiertas en un discurso tecnocrático parece que

habían sacado la idea de la política misma de la Unión Europea (convertida sólo ya en

una agencia de representación de intereses de las élites económicas), sin embargo la

política sigue siendo reclamada por los ciudadanos bajo formas ideológicas muy

diversas, a veces paradójicas y contradictorias, pero que pone de relieve la pérdida de

adhesión y confianza en la política institucional europea y sus agentes oficiales14

.

Por fin nos encontramos con la crisis política en su dimensión específicamente española

y aquí los efectos han sido espectaculares. El modelo de pacto constitucional que había

consagrado la transición como gran proceso histórico de modernización de la sociedad

española ha quedado en gran medida bloqueado, quedando buena parte de sus

instituciones clave en situaciones más que precarias. La crisis económica, y sus efectos

antidistributivos, ponía en evidencia las limitaciones del modelo de crecimiento anterior

y la íntima relación entre una economía especulativa -permanentemente apoyada en un

hiperdesarrollo caótico del sector inmobiliario- y una política institucional favorecida (y

favorecedora) por sucesivas burbujas en ese sector. La profunda recesión económica

rápidamente se traspasaba a la arena política y el endeudamiento de las administraciones

públicas de todo nivel, acompañada de las presiones internacionales para recortar el

gasto público e instaurar la ortodoxia presupuestaria, haciendo saltar la legitimidad de

gran parte del entramado institucional y del consenso alcanzado sobre el modelo

político español y entrando en una crisis de imagen, confianza y funcionalidad del

sistema de gobernanza multinivel de nuestro país.

La decepción moral en la crisis a partir de 2008 fue de tal calibre que pronto se produjo

una situación recurrente en la historia civil de nuestro país, la idea de la catástrofe

española y el desastre nacional, el eterno retorno a la crisis depresiva del noventa y

ocho. Los temas tradicionales de la literatura regeneracionista se volvían a poner en

primera línea de actualidad y así hemos vuelto a construir un relato nacional sobre ideas

como la corrupción generalizada, y el caciquismo político, así como sobre los desmanes

de politicastros de ínfima categoría personal y sin ética ahora convertidos en vasallos de

las nuevas oligarquías financieras. El tono regeneracionista se recrudecía cuando hemos

visto crecer la mala imagen proyectada por gestores políticos actuales, ineficientes y

aprovechados, la degradación del parlamentarismo y la crisis de la monarquía. El cuadro

de depresión nacional psicológica y económica (frente a la euforia de la época de la

especulación y la cultura del pelotazo) inmediatamente volvía a generar la idea

recurrente y obsesiva de la diferencia de España -y la no menos recurrente de que no

14

La idea de una desvalorización radical de los políticos, pero un interés por la política en cuanto

oportunidad de influir en las decisiones de gestión pública que atañen directamente a los ciudadanos se

puede deducir de la última Encuesta Social Europea (EDE) cuyo avance sintetiza Antia Castedo, en el

diario El País (15 de enero 2014). En este contexto los valores de desconfianza y lejanía con respecto a la

política institucional europea son altos y crecientes en toda la Europa del Sur, el deterioro de la confianza

en los políticos, sin embargo, ha traído un incremento de la movilización vinculada a causas concretas

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somos diferentes y son nuestros propios complejos lo que nos hace creer y reproducir

nuestra diferencia15

-, manejándose una visión ya de país arruinado, saqueado y en

manos de unos políticos desconectados de sus bases, ventajistas y solo preocupados por

mantener sus privilegios. La política del consenso que presidía la primera transición y

de reparto (desigual y jerárquico, pero real) del crecimiento de los años de la

europeización de la economía española, se rompía y bloqueaba hasta destruir cualquier

atisbo de pacto social (ahora es suficiente con una política de imposición política de

“reformas” para equilibrar financieramente el mercado español en forma de recorte

sustancial de derechos laborales, servicios sociales y prestaciones públicas de todo tipo),

llegándose a abrir un proceso de inestabilidad y tensión estructural del mismísimo

modelo territorial, donde el consenso por el reparto de los ingresos fiscales se hace

imposible y empiezan a aparecer todo tipo de tensiones y presiones nacionales y

nacionalistas hasta llegar a una nueva oleada de independentismo imposible de

gestionar en el marco de la constitución de 1978. Una reforma constitucional para poder

encauzar y reconstruir un modelo tan desgastado y plagado de ineficacia como el Estado

de las autonomías se abre paso en el debate cívico, pero ese debate se ralentiza y se

ensucia hasta niveles máximos en el espacio político oficial y la falta de diálogo real y

propuestas de avance acaban bloqueando la situación institucional y frente a esto

aparece un movimiento constituyente16

impulsado más por minorías activas ciudadanas

que por la propia política profesional que trata de cambiar la arquitectura política del

Estado, empezando por la organización territorial.

Pero lo constituyente no se agota ni mucho menos en el tema autonómico y nacional, en

buena medida gran parte de la protesta social, el movimiento indignado y las diferentes

mareas en defensa de los derechos sociales han construido un discurso de necesidad de

una nueva institución de la democracia –de hecho vivimos un neorregeneracionismo

popular y alternativo- ante la impotencia el modelo de democracia representativa para

solucionar los problemas reales que aquejan a la gente común y para dar voz a sus

necesidades y dificultades desoídas sistemáticamente por la alianza entre élites políticas

y económicas. Los conflictos sociales sobrevenidos con la crisis han tenido un fuerte

contenido reivindicativo instrumental , directo y dirigido a causas concretas –educación,

sanidad, afectados por la hipoteca, jóvenes sin empleo, etc.-, pero hasta incluso estos

movimientos han estado encuadrados en un relato de enfrentamiento de élites/pueblo, de

defensa de lo común, de la no representatividad real de los políticos profesionales –“no

nos representan” “democracia real ya”-, de crítica abierta y general a la impronta

neoliberal en toda la política institucional del último ciclo -por encima incluso de las

15

Dos libros de calidad que tratan de la crisis política en la España actual y que vuelven a reproducir el

enfoque regeneracionista/anti-regeneracionista sobre el caso español son el de Muñoz Molina (2013) y el

de Sánchez-Cuenca (2013). Para ver la sorprendente similitud de los temas tratados en la literatura

noventayochista con los que hoy nos preocupan véase la magnífica antología comentada de textos de

Garrido Ardila (2013) y para un análisis de las características políticas de la España del fin del siglo XIX

a partir de la genial visión de Joaquín Costa (“Oligarquía y caciquismo como forma de gobierno”) y su

impronta en la estructura social española a lo largo de la historia contemporánea, véase el no menos

genial trabajo de Alfonso Ortí (1996). 16

Para el debate de lo constituyente dentro de la política española actual, véanse los interesantes trabajos

del jurista crítico Gerardo Pisarello (2011y 2014)

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etiquetas formales de los partidos-, así como un cuestionamiento frontal del

bipartidismo y las listas cerradas y bloqueadas. Muchos claman por una reconstrucción

democrática, profunda y participativa, no sólo limitada al voto rutinario y

descomprometido, otros sin embargo siguen repitiendo el discurso de que sólo la

democracia representativa indirecta, profesionalizada y congraciada con los poderes

económicos es la única real y sensata condicionando todo lo demás a las tinieblas

exteriores de la algarada y la etiqueta de antisistema. Los conflictos, reivindicaciones y

movilizaciones sociales del presente nos ayudaran a saber si en el futuro nos iremos

adentrando cada vez más en un régimen posdemocrático –financiarizado, de baja

legitimación y alta intensidad propagandística- o todavía podemos mantener la

esperanza ilustrada de, por lo menos, no renunciar a la idea de una democracia social

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