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E E l l d d o o l l o o r r d d e e a a m m a a r r Betty Neels El dolor de amar (1980) Título Original: Fate is remarkable (1970) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Julia 89 Género: Contemporáneo Protagonistas: Hugo van Elven y Sarah Dunn Argumento: —Muchos matrimonios tienen éxito porque están basados en la mutua simpatía y en el respeto —asegura el doctor Hugo van Elven a la enfermera Sarah Dunn, y ella no lo pone en duda. Con el corazón destrozado por el cruel rechazo del hombre que ama, decide no volver a enamorarse, así que la propuesta de matrimonio de su jefe le parece ideal, sobre todo porque él también venera los recuerdos del amor perdido, que no va a pedir de ella más que amistad. El problema empieza cuando Sarah se enamora de Hugo… ¡después que Janet, la mujer que él amaba, vuelve a su vida!

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EEll ddoolloorr ddee aammaarr Betty Neels

El dolor de amar (1980) Título Original: Fate is remarkable (1970) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Julia 89 Género: Contemporáneo Protagonistas: Hugo van Elven y Sarah Dunn

Argumento: —Muchos matrimonios tienen éxito porque están basados en la mutua simpatía y en el respeto —asegura el doctor Hugo van Elven a la enfermera Sarah Dunn, y ella no lo pone en duda. Con el corazón destrozado por el cruel rechazo del hombre que ama, decide no volver a enamorarse, así que la propuesta de matrimonio de su jefe le parece ideal, sobre todo porque él también venera los recuerdos del amor perdido, que no va a pedir de ella más que amistad. El problema empieza cuando Sarah se enamora de Hugo… ¡después que Janet, la mujer que él amaba, vuelve a su vida!

Betty Neels – El dolor de amar

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Capítulo 1 El consultorio estaba silencioso, solo se oía la respiración de la paciente y el

murmullo de la gente que había en la sala de espera. La enfermera Sarah Ann Dunn estaba de pie, descubriendo la espalda de la enferma, para que el doctor Van Elven pudiera auscultarla.

El médico, un hombre corpulento y alto, se inclinó para auscultar a la paciente. Mientras escuchaba, le daba unos golpecitos en la espalda con las yemas de los dedos. Por fin se irguió y dijo:

—Gracias, enfermera.

El médico se volvió de espaldas, como era su costumbre, para que la enferma pudiera vestirse. Cuando terminó, Sarah dio una palmadita tranquilizadora a la enferma y le dirigió una sonrisa cordial.

—La señora Brown ya ha terminado, doctor.

Una de las cosas más agradables de Sarah era que nunca se olvidaba del nombre de los pacientes. El doctor Van Elven dejó de mirar la pantalla, donde había estado examinado unas radiografías. Miró a Sarah y movió la cabeza ligeramente. Aquello indicaba que debía dejarle a solas con la enferma durante unos minutos. Sarah decidió echar un vistazo a la sala de espera para asegurarse de que todo marchaba bien.

La sala estaba llena todavía, porque era la tarde de consultas del traumatólogo y del ginecólogo. Sarah se detuvo a hablar con algunos de los enfermos del doctor Van Elven. Después de tres años como enfermera de la sección de pulmón y corazón estaba familiarizada con muchos de los pacientes.

La señora Brown estaba a punto de marcharse cuando la joven volvió a entrar en la sala de consulta.

—Ah, enfermera, he sugerido a la señora Brown que se quede en el hospital durante unos días. ¿Podría decir que preparen una habitación para ella? —le preguntó el doctor, mirándola fijamente.

—Claro que sí, doctor. Haré que tomen nota y avisaremos a la señora Brown el día que debe venir.

Sarah sonrió a la anciana, que estaba sentada junto a la mesa del doctor, pero ella no correspondió a su sonrisa.

—Es por mi gato —dijo la mujer—. ¿Quién va a cuidarlo mientras esté interna? —Guardó silencio un momento y añadió—: No sé cómo puedo hacerlo. Lo siento, doctor, porque usted ha sido muy bueno conmigo.

Él se recostó lentamente en el sillón.

—¿Y si le cuidara yo su gato mientras está en el hospital, señora Brown? ¿Lo confiaría a mis cuidados?

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El rostro de la anciana se contrajo no solo por el asombro sino también porque no sabía qué decir. Le parecía increíble que un hombre tan importante como aquél se preocupara por su querido Timmy. Ella seguía sin saber qué responderle, cuando él añadió:

—Realmente, me haría un gran favor. Mi ama de llaves ha perdido hace poco a su gato y está inconsolable. Tal vez el cuidar de su Timmy puede ayudarla y la ayude a resignarse.

—Oh, bueno… eso es diferente, doctor. Si eso puede ayudarla y no es mucha molestia para usted…

La anciana sonrió, feliz.

—No es ninguna molestia. Diré que recojan su gato antes de que entre en el hospital, señora Brown. ¿Está de acuerdo?

Una vez que la mujer expresó su conformidad, Sarah la acompañó hasta la puerta. Después, sacó del fichero el historial del paciente siguiente y lo puso en la mesa, junto con unas radiografías. El médico terminó lo que estaba escribiendo, cerró la carpeta y dijo:

—Es una lástima que la señora Brown no haya venido antes. Me temo que ya no podremos hacer mucho por ella —añadió, frunciendo el ceño—. Podremos hacer que mejore un poco, pero…

La enfermera Dunn no dijo nada, porque sabía que él no esperaba ningún comentario de ella. Llevaba ya trabajando varios años con el doctor Van Elven. Era un hombre bastante callado, bondadoso con sus pacientes, considerado con las enfermeras y poseía un sentido del humor que le hacía una persona agradable. Sarah se dio cuenta de que el médico no estaba hablando con ella realmente, sino expresando sus pensamientos en voz alta. Pero se quedó de pie, esperando que el doctor dejara de hablar de la señora Brown.

Aquello le dio la oportunidad de decidir el vestido que se pondría aquella noche. Iba a cenar con Steven. Su nuevo traje negro sería perfecto, pero ella quería estar radiante. Tendría que ponerse una vez más el vestido de color turquesa que él ya le había visto, pero que le sentaba muy bien. Además, la hacía más joven. De repente, se entristeció al pensar que tenía veintiocho años, aunque no tenía motivos porque era muy atractiva.

Tenía los ojos grises, las pestañas largas y espesas, la nariz pequeña, y una boca sensual. Tenía el pelo rizado y se lo recogía para trabajar. Quienes la conocían se preguntaban, asombrados, cómo había llegado a los veintiocho años sin casarse. Ella también se hacía la misma pregunta; tal vez era porque había estado esperando a alguien como Steven.

Hacía tres años que se conocían y en los dos últimos, ella había dado por hecho que un día él le pediría que se casaran. Pero no lo había hecho. Sabía que quería conseguir un buen puesto y abrir un consultorio con algún otro médico. La última vez que habían salido juntos, él había comentado que no veía ningún sentido en lanzarse al matrimonio hasta no estar establecido.

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Frunció el ceño al recordar que hacía una semana que no se veían. Pero esa noche recuperaría el tiempo perdido. Esperaba que fueran a ese restaurante de la calle Monmouth, donde se comía tan bien. De repente, se animó.

Volvió de su ensoñación bruscamente y se estremeció al ver que el doctor Van Elven la estaba mirando, pensativo. Ella sonrió.

—Lo siento, doctor —dijo Sarah—. ¿Quiere ver al siguiente paciente? Es el señor Gregor.

El médico siguió mirándola.

—Sí, ya he examinado sus radiografías y leído su historial dos veces —dijo secamente.

Sarah se ruborizó. El doctor Van Elven le agradaba; se llevaban bien en el trabajo, aunque algunas veces ella pensaba que no sabía mucho de él, solo los rumores que corrían por el hospital, Era soltero, había tenido una desilusión amorosa en su juventud y a sus cuarenta años, se había convertido en un solterón codiciado y con mucho dinero; tenía además un consultorio en la calle Harley y una casa en Richmond. Sarah pensaba que la razón por la que se llevaban tan bien era porque no se interesaban sentimentalmente el uno por el otro. Pero en ese momento, parecía haberle molestado.

—Lo siento, doctor —dijo, dándose cuenta de que le había hecho perder tiempo—. Es que me he distraído…

—Ya lo veo. Si tiene la bondad de posponer un poco sus pensamientos, terminaremos antes y podrá quedar en libertad para disfrutar de su velada.

Sarah se puso todavía más colorada.

—¿Cómo ha sabido que iba a salir esta noche?

—No lo sabía —contestó él—. Le estaba leyendo el pensamiento. Y ahora, haga pasar al señor Gregor, por favor.

El resto de la tarde transcurrió tranquilamente. Cuando el último paciente se fue, Sarah empezó a recoger las radiografías y los historiales. El doctor Van Elven metió sus papeles desordenadamente en su portafolios y se puso de pie. Estaba casi en la puerta cuando la joven le preguntó:

—¿De verdad va a cuidar del gato de la señora Brown?

—¿Duda de mi palabra?

—¡Oh, no! Es que usted no me parece una persona a la que le gusten los gatos…

Sarah se calló y bajó la mirada hacia los papeles que tenía en la mano.

—¿Me conoce tanto como para formarse esa opinión de mí? —le preguntó, echándose a reír.

Sarah se rio también.

—Me da la impresión de que le gustan más los perros —respondió ella.

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—Pues es cierto. Tengo dos perros… pero mi ama de llaves adora a los gatos —dijo, dándose la vuelta—. Buenas noches. Espero que pase una velada divertida.

Sarah terminó su trabajo y se dirigió hacia la residencia de enfermeras. Al cruzar el patio del hospital se detuvo para dejar pasar el coche del doctor Van Elven; él levantó una mano para saludarla. Sarah le vio alejarse y se preguntó una vez más porqué tendría un coche tan lujoso, cuando aparentemente solo lo utilizaba para ir al trabajo. De pronto sintió pena por él, al pensar que ella iba a pasar una agradable velada en compañía de Steven, mientras que él solo tendría un ama de llaves para recibirle cuando llegara a su casa.

Media hora más tarde, salió de la residencia de enfermeras. Steven estaba esperándola en su coche. Ella se había puesto el vestido de color turquesa y una chaqueta blanca de punto. Se dirigió hacia el coche, preguntándose por qué no habría entrado Steven en la residencia, como acostumbraba. Pero cuando él abrió la puerta para que ella subiera y se sentara a su lado, se olvidó de todo, excepto del placer de verle otra vez.

—Hola, Steven —dijo, muy contenta.

Él sonrió ligeramente y su saludo fue casi inteligible. Ella observó su atractivo rostro su pelo oscuro, y de pronto le pareció que estaba cansado. Era una pena, porque ella había planeado pasar una velada divertida. Steven puso el motor en marcha y dijo:

—He pensado que podíamos cenar en ese sitio que tanto te gusta, el de la calle Monmouth.

Antes de que ella pudiera decir algo, él empezó a hablar del trabajo que había tenido aquel día. Cuando Steven terminó Sarah intentó animarle y le contó el ofrecimiento que el doctor Van Elven había hecho a la señora Brown para cuidarle el gato. Él se echó a reír y la sorprendió al exclamar:

—¡Cielos… qué tipo más tonto… mira que molestarse de ese modo por una vieja!

Sarah respiró agitadamente.

—No, no es tonto… es un buen hombre. La señora Brown no vivirá más de un mes. ¡Ese gato es lo único que tiene!

Steven la miró con impaciencia.

—Mi querida Sarah, eres tan tonta como tu bondadoso viejo Van Elven. No llegarás muy lejos si te pones sentimental por una vieja.

Él no dijo nada más y ella guardó silencio. No quería empezar una discusión. Al llegar al restaurante, aparcó el coche y se bajaron. Tomaron una copa y después pidieron la cena, que resultó deliciosa. Estaban tomando el café, cuando Sarah comentó:

—Pronto tendré una semana de vacaciones. Voy a ir a mi casa. He pensado que quizá te gustara venir conmigo y pasar un par de días con nosotros.

Ella se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho, al ver la expresión de él.

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—No puedo irme ahora —dijo él, con excesiva rapidez, sin mirarla.

—Steven, tú quieres decirme algo —le dijo ella, después de unos minutos de silencio—. Dime qué es… para eso me has traído aquí, ¿verdad?

Él asintió.

—Me siento despreciable… —empezó a decir.

Ella intentó permanecer tranquila, aunque estaba pálida y tenía las manos apretadas, debajo de la mesa. Comprendía que Steven estaba a punto de dejarla.

Él dijo, con voz trémula:

—Voy a casarme con la hija del doctor Binns.

El doctor Binns era su jefe. Sarah lo comprendió todo. Para él significaría dinero y tener, por fin, un buen consultorio.

—Felicidades… —le dijo fríamente—. ¿Hace mucho que la conoces?

Él la miró sorprendido y ella le sostuvo la mirada con dignidad, aunque se estaba clavando las uñas en las manos. Si él estaba esperando que le hiciera una escena, iba a llevarse una desilusión.

—Hace un año y medio, más o menos —le respondió, por fin.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—Entiéndelo, Sarah. Nos hemos divertido juntos ¿verdad? Pero tú pensabas en el matrimonio… Ponte en mi lugar. Quiero progresar… tener dinero y relacionarme bien.

—¿La amas? —preguntó Sarah.

Él se puso un poco colorado.

—Le tengo cariño.

—¡Oh, pobre chica! —exclamó Sarah suavemente—. Y ahora, por favor, me gustaría irme… mañana tendré mucho trabajo.

Mientras se dirigían hacia el coche, él dijo, furioso:

—Parece que no te importa. Estás tranquila. Ése es el problema, Sarah, eres demasiado fría y sosegada. Habríamos podido divertirnos mucho más, si no hubiese sido por tus ridículas ideas morales.

Sarah subió al coche.

—Es mejor que haya sido así. ¿No crees? —comentó, con tranquilidad.

Pero cuando entró en su habitación, cerró la puerta, y al encontrarse a solas, se tiró en la cama y rompió a llorar. Pensaba en su soledad y desgracia, en el futuro sin ilusiones que la esperaba, y en la señorita Binns.

El día siguiente fue una pesadilla para ella, sobre todo porque era el día de consulta del doctor Binns y Steven estaría con él aquella tarde. Cuando fue a comer, estaba pálida, y le hizo creer a todos que estaba resfriada. Dejó que el doctor Binns

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pensara lo mismo cuando le comentó algo sobre su aspecto, evitando mirar a Steven al hacerlo.

El doctor Binns era un buen cirujano, aunque algo presuntuoso. Sarah le observó y no pudo evitar pensar que al cabo de veinte años Steven sería igual que él.

El día terminó por fin. Y aquella noche, en la sala de descanso de las enfermeras, se dio cuenta de que los cotilleos del hospital ya estaban en su apogeo. Kate Spencer, su mejor amiga, estaba allí. Así que cuando notó el silencio que produjo su llegada, se dirigió hacia la chica y le dijo alegremente:

—Supongo que hay un montón de chismes por el hospital, aunque equivocados, como siempre. Pero el hecho es que Steven se va a casar con la hija del doctor Binns. No es culpa de nadie… es solo una de esas cosas… que no siempre son fáciles de explicar a los demás.

—¡Estoy segura de que la culpa es de Steven… puedo apostarlo! —exclamó Kate, indignada, mientras Sarah se sentaba en un sillón—. No está enamorado de esa chica. Pero es hija única ¿no? Será socio de su padre ahora y heredero de una considerable fortuna después.

Miró hacia el rostro inexpresivo de Sarah y como ella no dijo nada, añadió:

—Ésa es la verdad, ¿no es así, Sarah? Lo que pasa es que eres demasiado buena para admitirlo.

Hizo una exclamación de desprecio, que fue coreada por otras enfermeras, porque Sarah era muy apreciada por todas y consideraban que Steven había jugado con ella. Una de las más jóvenes propuso ir al cine y a cenar a Hol y Joe, un pequeño restaurante. Las demás aceptaron y se llevaron a Sarah.

Pero, aunque volvió cansada y era bastante tarde cuando se acostó, no pudo dormir aquella noche tampoco. Al día siguiente, seguía estando pálida cuando fue a trabajar.

Llegó a la consulta de externos un poco antes de las nueve. Antes de la llegada del doctor correspondiente, se puso a escribir la lista de turnos para la semana siguiente. Acababa de sentarse en su escritorio cuando entró Steven. Sarah le miró, le devolvió el saludo y siguió escribiendo. Él se quedó en la puerta, titubeando, y como ella no dijo nada más, fue él el que rompió el silencio.

—Lo siento, Sarah. No sabía que te hubieras tomado tan en serio nuestras relaciones. Quiero decir que éramos buenos amigos, nada más. No te dije nunca que me casaría contigo.

La joven le dirigió una mirada arrogante y le respondió:

—¿No estás siendo un poco vanidoso, Steven? No, nunca me pediste que me casara contigo, así que, ¿no crees que estás anticipándote a lo que habría sido mi respuesta?

Había enrojecido, a pesar suyo, y su labio inferior temblaba ligeramente.

—Ahora, vete, por favor. Tengo que terminar esto antes de que me llame el doctor Peppard.

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Steven se marchó y ella se quedó mirando fijamente el papel, sin interés alguno en la lista que tenía que hacer.

La mañana transcurrió sin incidentes y fue a comer en el primer turno, porque debía atender la consulta del doctor Van Elven a la una y media. A él le gustaba que sus pacientes estuvieran preparados cuando él llegaba y, aunque eso significaba para ella un poco de ajetreo entre una consulta y otra, se las ingeniaba para conseguirlo.

Fue un día de suerte. Tenía preparado al primer enfermo, esperando en el vestidor, y todavía faltaban cinco minutos. No había tenido tiempo para arreglarse. Empezó a hacerlo rápidamente. Se pintó los labios, y estaba recogiéndose el pelo, cuando entró el doctor Van Elven. Él nunca llegaba antes de tiempo y Sarah se quedó sorprendida. El médico puso su maletín en el escritorio. La observó fijamente al saludarla y ella se ruborizó.

Por algún motivo, que no llegaba a comprender del todo, no quería que el doctor Van Elven se enterara de lo que le había sucedido con Steven. Él había sido uno de los primeros en enterarse de que estaba saliendo con él, y recordó que en una ocasión le había preguntado si le gustaría ser esposa de un cirujano. Sin saber por qué, sintió ganas de llorar, pero consiguió dominarse.

Oyó la voz tranquila del médico, diciéndole que pasara al primer paciente. Él levantó la mirada, al decirlo y la clavó en ella. Sarah supo en aquel momento que ya estaba enterado de todo. Levantó la barbilla con dignidad, y se dirigió hacia la puerta para llamar al paciente que estaba en el vestidor.

La consulta fue larga y pesada. Eran ya las seis de la tarde cuando se fue el último paciente. Sarah pensó que el doctor Van Elven nunca salía tan tarde; sin embargo, no parecía tener prisa por marcharse a su casa. Se quedó escribiendo. Sarah acabó de recoger todos los papeles y de ordenar las cosas. Cuando volvió a entrar, él se puso de pie; parecía que ya había terminado.

—La señora Brown ingresará pasado mañana, ¿no es así, Sarah?

Ella contestó que sí y le preguntó si ya había recogido al gato.

—Todavía no —respondió él, muy serio—. Y me gustaría saber si me haría el favor de acompañarme a la… casa de la señora Brown. Me parece que sería una buena idea que la lleváramos a Richmond con el gato; podría conocer a mi ama de llaves y después venir al hospital. Si usted quisiera venir también… creo que tiene libres los sábados por la mañana, ¿no?

—Sí, por supuesto, doctor. ¿Quiere que nos encontremos allí? La señora Brown vive en la calle Phipps, ¿verdad?

—Sí, pero vendré a buscarla a la residencia. ¿Le parece bien a las once?

—Sí —susurró Sarah, sorprendida.

—Entonces hasta mañana —le dijo él, y se marchó.

El sábado por la mañana, Sarah salió de la residencia a las once en punto y él ya la estaba esperando. El doctor Van Elven salió del coche para abrirle la puerta, cosa que Steven muy pocas veces había hecho. Se sintió un poco animada, pero se

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deprimió bruscamente cuando pararon en la puerta para dar paso al coche de Steven. Sarah vio fugazmente su rostro, lleno de sorpresa. De pronto se sintió mucho mejor… aquel pequeño incidente le daría a Steven algo en que pensar.

El doctor Van Elven hizo algunos comentarios banales sobre el tiempo. Parecía tan tranquilo, que Sarah empezó a relajarse también y se sintió contenta de haberse arreglado con tanto cuidado. Se había puesto un traje de chaqueta nuevo, de color tabaco, y llevaba los zapatos y el bolso del mismo color.

La calle Phipps parecía interminable y, siguiendo las instrucciones del médico, miró por la ventanilla, buscando el número ciento sesenta y nueve. Era una calle de viejas casas victorianas, ennegrecidas por el humo.

—¡Qué deprimente! —exclamó Sarah, suspirando—. ¿Cómo pueden vivir aquí?

Pasaron junto a una carreta de carbón.

—Y, sin embargo, usted eligió venir a trabajar a esta zona —comentó él.

—Sí, pero voy a mi casa tres o cuatro veces al año… puedo escapar…

Se interrumpió porque habían llegado a la casa que estaban buscando.

Él aparcó el coche y la ayudó a bajar. Sonrió a unos chiquillos, que les miraban con curiosidad, y llamó a la puerta. Se abrió una ventana de la planta baja y se asomó un hombre con una cara de pocos amigos.

—¿Qué quieren? —preguntó.

—Venimos a ver a la señora Brown —contestó él.

Un poco después, el hombre apareció en la puerta.

—Usted debe ser el médico —dijo, con aire de importancia—. Segundo piso, al fondo. Cuidado con la escalera, porque falta un escalón.

Se apartó para dejarles pasar.

—Le cuidaré el coche hasta que baje —añadió el hombre.

—Gracias.

El médico le ofreció un cigarrillo y el hombre lo aceptó complacido.

Mientras subían la escalera, Sarah comentó:

—Usted no fuma cigarrillos… fuma en pipa.

Él se detuvo y le sonrió.

—¡Qué observadora es! Pero son útiles por estos barrios… suavizan un poco las cosas.

Siguieron subiendo y ella se preguntó si tendría costumbre de frecuentar sitios como aquél. Era poco probable, decidió Sarah.

Aquel sitio era deprimente y Sarah frunció el ceño. Él la miró de reojo y luego, como si no pudiera evitarlo, la volvió a mirar antes de llamar a la puerta.

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Entraron, cuando la señora Brown se lo dijo, a una pequeña habitación. Estaba amueblada con una cama, una mesa y dos sillas, que resultaban demasiado grandes para el poco espacio que había. La anciana se levantó de una de ellas y les saludó con entusiasmo. Les ofreció una taza de té y, para sorpresa de Sarah, él aceptó.

Unos minutos después, los tres estaban charlando como viejos amigos. La joven preguntó por Timmy y la señora Brown se apresuró a llamar al gato, que salió de debajo de la cama y saltó al regazo de su ama.

La anciana se lamentó de tener que separarse del animal, pero el médico con voz suave y persuasiva, le explicó la necesidad de que ingresara en el hospital unos días para no correr riesgos. Al terminar cogió el abrigo de la señora Brown, que estaba en la cama.

—¿Nos vamos? Así podrá ver dónde va a quedarse y quién va a cuidar de él.

La ayudó a ponerse el abrigo y, después de ponerse un viejo sombrero, la señora Brown dijo que estaba preparada.

La casa del doctor era una elegante residencia de estilo georgiano, rodeada de jardines y con vistas a un río. Era un sitio tranquilo. Sarah salió del coche y miró a su alrededor, mientras el médico ayudaba a la señora Brown a bajar. Debía ser muy agradable vivir en aquel sitio, pensó, a solo unos cuantos kilómetros del hospital, pero tan diferente a él.

El médico abrió la puerta principal y se apartó para que entraran ellas. El vestíbulo era mucho más grande de lo que Sarah había pensado. En las paredes había varios cuadros de excelente gusto. Una puerta del fondo se abrió y una mujer avanzó hacia ellos. Era una señora mayor, alta y delgada; tenía los ojos castaños y el pelo canoso. Su sonrisa era la más agradable que Sarah había visto nunca.

—¡Ah, estás ahí Alice! —exclamó el médico, que se volvió hacia Sarah y dijo—: Ésta es mi mejor amiga y la encargada de mi casa, Alice Miller. Alice, te presento a la enfermera Dunn, trabaja conmigo en el hospital. Y ésta es la señora Brown de quien te hablé, y Timmy. Creo que será mejor que le enseñes a la señora Brown dónde va a vivir el gato y que te diga lo que acostumbra comer.

Sarah vio a las dos mujeres dirigirse hacia la cocina y después miró tímidamente al doctor Van Elven.

—Venga a ver el paisaje que se domina desde la sala —le dijo él, llevándola hacia una de las puertas que daban al vestíbulo.

La sala estaba al fondo del vestíbulo y desde la ventana se veía el río y una arboleda. Era como si estuvieran en el campo y esa sensación la intensificaba el pequeño jardín que había detrás de la casa. Había una mesa y varias sillas blancas en un rincón, protegidas por una sombrilla, y Sarah pensó que debía ser agradable sentarse a descansar allí en las mañanas de verano. Se lo comentó a él, que estuvo de acuerdo con ella.

—Cuando hace buen tiempo suelo desayunar ahí.

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Se acercó al ventanal y lo abrió para dejar pasar a sus dos perros, a los que presentó como Edward y Albert. Saltaron unos momentos alrededor de ella, como si quisieran saludarla, y después se quedaron muy tranquilos al lado de su amo.

—Siéntese, por favor —dijo él—. Les daremos diez minutos para que se conozcan, ¿le parece? Aquí tiene cigarrillos, si quiere.

—No, gracias. Fumo en contadas ocasiones.

Él sonrió.

—¿No le importa que encienda mi pipa?

—Desde luego que no. ¿Qué piensa hacerle a la señora Brown, doctor?

—Aliviarla en lo que pueda y después hacerla volver a su casa.

Sarah parecía desolada.

—¿Otra vez a la calle Phipps? —preguntó la joven.

—La calle Phipps es su hogar. Ha vivido allí muchos años. Sería cruel arrancarla de su hogar, cuando le queda tan poco de vida. Haré que alguien vaya a ayudarla todos los días, y creo que el hombre que nos abrió la puerta puede ayudarnos limpiando la habitación y pintándola, mientras ella está en el hospital.

—Eso sería magnífico. Y creo que tiene razón, ella se sentiría perdida en cualquier otro sitio.

Él encendió la pipa. Poco después se levantó y dijo:

—Me alegro de que esté de acuerdo conmigo. Bueno, voy a traer a la señora Brown. ¿Me espera aquí un momento? No tardaré.

Cuando ella se quedó sola, observó la habitación. Era acogedora; los sillones eran de piel y había un sofá en frente de una chimenea de mármol. Debajo de una ventana había un pequeño escritorio.

Se dio cuenta de que no había pensado en Steven durante varias horas. Había estado ocupada con la señora Brown y su gato. Había sido una coincidencia que el doctor Van Elven le hubiera pedido su ayuda en aquellos momentos. Pero, de cualquier modo, le estaba agradecida porque la había hecho olvidar sus problemas.

Su gratitud hizo que su despedida fuera muy efusiva cuando se separaron en la puerta del hospital, él para ocuparse de sus propios asuntos y ella para llevar a la señora Brown al pabellón de mujeres. Si a él le había sorprendido su efusividad, no había dado muestras de ello.

Más tarde, cuando estaba sola en su habitación, Sarah se preguntó si todo habría sido una coincidencia. No había forma de averiguarlo, como no fuera preguntándoselo a él, y eso le parecía impensable.

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Capítulo 2 Sarah fue a visitar a la señora Brown el domingo. Lo hizo por la tarde, en las

horas de visita, porque tenía la sospecha de que la anciana no tendría a nadie que fuera a visitarla. Y así fue. La anciana estaba sola.

—¡Qué bien está, señora Brown… me gusta esa cinta que se ha puesto en el pelo! —exclamó Sarah, después de saludarla.

Cogió una silla y se sentó, mientras la señora Brown miraba a sus compañeras de habitación, orgullosa, de tener una visita. Sarah se dio cuenta y se hizo el propósito de visitar a la anciana cada vez que tuviera un momento libre.

Estuvieron charlando durante un buen rato. La señora Brown le dijo que el doctor Van Elven le había enviado un mensaje diciendo que Timmy estaba bien. Expresó su inquietud respecto a si los médicos que la atendían sabrían bien lo que estaban haciendo, y Sarah la tranquilizó, diciendo que ellos no hacían más que cumplir las instrucciones del doctor Van Elven.

Cuando la joven le preguntó si habría alguien que le tuviera preparada la habitación para cuando volviera, ella le respondió que no lo sabía, pero que se temía que no habría nadie que lo hiciera. Sarah se prometió ir una tarde para ver qué podía hacer para mejorar de algún modo aquel sitio.

No vio a Steven hasta el martes por la mañana. El doctor Binns pasó consulta hasta las doce, y Sarah vio con cierta preocupación que había muchos pacientes para la consulta del doctor Van Elven, que empezaba a la una y media. Cuando el doctor Binns y Steven se marcharon, ella se dedicó a preparar los historiales y las radiografías. Casi había terminado de hacerlo, cuando Steven volvió.

Cuando entró, dijo bruscamente:

—¿Adónde diablos ibas el sábado con el viejo Van Elven?

El corazón de Sarah latió aceleradamente. Parecía que le había dolido.

—No creo que te importe. Y si te refieres al doctor Van Elven, no es ningún viejo, y tú lo sabes.

Él sonrió cínicamente.

—Eres una mujer fácil… ¡mira que fingir conmigo que eres una puritana y hacer el papelito de doncella ofendida! ¡Menuda conquista has hecho!

Estaba a su lado. Sarah soltó la lista que tenía en las manos y le dio una bofetada. En aquel mismo momento se dio cuenta de que el doctor Van Elven estaba en la puerta. Al entrar en la habitación, dijo tranquilamente, dirigiéndose a Steven:

—Salga de aquí.

La joven vio que Steven titubeaba. Se había llevado la mano a la mejilla y parecía sorprendido. Entonces se volvió, y se marchó. Sarah sabía que le obedecería. El doctor Van Elven era uno de los médicos de más prestigio y antigüedad del

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hospital y habría podido emplear su autoridad si hubiese querido. Ella no le miró pero le dijo:

—Perdone… me he retrasado un poco.

—Siéntese —le dijo él, con calma, y ella le obedeció.

Había estado pálida hasta aquel momento, pero empezó a reaccionar y se puso roja de rabia. El médico se dirigió a su escritorio, dejó el maletín y dijo, sin mirarla:

—No puede ir al comedor en este estado.

Sarah desvió la mirada e hizo un esfuerzo para poder hablar.

—Usted sabe lo… de Steven y yo.

—Sí. Pero no veo la necesidad de hablar mucho sobre un tema que debe resultarle doloroso.

Sarah sonrió, aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Me estoy comportando como la protagonista de una novela victoriana, ¿verdad?

Le miró con expresión angustiada.

—¡Estoy angustiada! —exclamó.

—Sí —dijo él, sonriendo.

Se recostó en el sillón, y al verla más tranquila, le dijo:

—Así está mejor. Tenemos mucha gente esta tarde, ¿verdad? Me alegro, porque no hay nada como el trabajo para calmar los nervios. ¿Por qué no se va a comer para que empecemos a tiempo?

Ella se levantó rápidamente.

—Sí, doctor, desde luego. He estado perdiendo el tiempo.

Salió corriendo, sintiendo que, de algún modo, él había conseguido quitar importancia a lo que había sucedido.

Cuando volvió, la sala de espera estaba llena y cuando entró en la sala de consulta, el doctor Van Elven estaba sentado en su escritorio, esperando. Ella le preguntó:

—¿Hago entrar al primer paciente, doctor? Es el señor Jenkins, viene a examinarse después de haber estado ingresado tres semanas.

Él le dirigió una breve mirada, asintió con la cabeza y volvió a lo que estaba escribiendo.

—Sí, ya he visto sus radiografías. ¿Me haría el favor de llamar al doctor Coles?

Hizo entrar al paciente, esperó un momento y cuando estuvo segura de que no la iba a necesitar fue a buscar al doctor Coles. Era un médico interno y tenía un pequeño despacho cerca de la escalera. Sarah le encontró allí.

—Hola, Sarah. ¿Ya ha llegado el jefe? Supongo que quiere verme, ¿verdad?

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Sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Era un hombre agradable y, aparentemente, nada ambicioso, porque parecía estar contento donde estaba. Tenía fama de ser feliz en su matrimonio y solía hablar frecuentemente de sus hijos, de los que se sentía orgulloso. Se puso de pie y la siguió a la sala de consultas. El señor Jenkins seguía describiendo sus síntomas cuando entraron y el doctor Van Elven le escuchaba con atención. Cuando el paciente acabó, el médico levantó la mirada y dijo, dirigiéndose al doctor Coles:

—Hola, Dick. Cuéntame qué le hiciste al señor Jenkins, mientras estuvo aquí.

Los dos hombres empezaron a hablar del enfermo y Sarah salió a preparar al siguiente.

La tarde pasó rápidamente. En los pocos minutos que descansaron para tomar una taza de té, el doctor Coles le habló de su hijo mayor. Mientras Sarah estaba recogiendo los platos y las tazas, el doctor Van Elven comentó:

—La señora Brown me ha dicho que la visita usted con regularidad, Sarah. Es un buen detalle.

Sarah puso las notas del siguiente paciente en el escritorio y dijo, con naturalidad:

—Me imaginé que no tendría parientes ni amigos que la visitaran, doctor, y debe ser terrible para una paciente ser la única persona en todo el pabellón que no recibe visitas.

Él la miró, pensativo.

—Supongo que tiene que ser una experiencia amarga. Está respondiendo bien al tratamiento, ¿sabe? Dentro de poco volverá a su casa.

Sarah se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Cómo está Timmy? —preguntó.

—Es el invitado perfecto…

Por fin terminaron el trabajo de aquel día. Todos se habían marchado, y solo quedaban Sarah y el doctor Van Elven, que estaba en su sillón, aparentemente pensativo, mientras la joven se ocupaba de poner todo en orden. Sin embargo, mientras lo hacía, sus pensamientos retrocedían a la semana anterior y, a pesar suyo, revivió el dolor de la velada que había pasado con Steven. Se había olvidado del hombre que seguía sentado en el escritorio. Así que cuando él habló, casi dio un salto, y se apresuró a disculparse.

—Lo siento, doctor. No he oído lo que estaba usted diciendo.

Él la miró, entornando los ojos, y se puso de pie. Ya en la puerta, dijo suavemente:

—Se le hará menos difícil a medida que pasen los días… sobre todo si tiene mucho trabajo que hacer. Buenas noches, enfermera Dunn.

Sarah se quedó mirándole. Ya no podía verle cuando susurró, por fin:

—Buenas noches.

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Había un mensaje para ella en la residencia de enfermeras. Era de Steven, le decía que tenía que verla y que la esperaría a las siete. Ella pensó que sería para disculparse. Se cambio porque había decidido ir a ver cómo estaba la habitación de la señora Brown. Era una buena excusa para salir y no verle.

La calle Phipps estaba tan sucia como siempre. Sarah llamó a la puerta y le abrió el mismo hombre de la vez anterior.

—¡Ah, señorita, me alegro de que haya venido! ¿Cómo está la señora?

Sarah le siguió y él empezó a subir la escalera.

—Está mejor, y bien atendida. Pero, desde luego, desea volver a su casa.

—Por supuesto. ¿Quién va a querer estar en un hospital, teniendo una buena casa, como ella?

Habían llegado al descansillo del segundo piso y el hombre abrió la puerta. Sarah vio, sorprendida que la habitación estaba vacía. Dos hombres estaban pintando las puertas; al verla entrar, la saludaron y le preguntaron si había ido a elegir el papel de las paredes. Sorprendida, se volvió hacia el encargado de la casa.

—Pero, supongo que lo querrá decidir usted ¿no? —le preguntó.

—¡Cielos, no, señorita! ¿Qué voy a saber yo de eso? —exclamó, soltando una carcajada.

Cuando dejó de reír, salió, cerrando la puerta.

Sarah miró a su alrededor. La habitación estaba siendo decorada otra vez. Había varios catálogos en el suelo. Después de un momento de indecisión, se arrodilló y abrió el primero de ellos.

Estaba observando un papel con dibujos de rosas, cuando oyó: que alguien subía corriendo la escalera. Enseguida la puerta se abrió; era el doctor Van Elven. Saludó a los dos pintores y miró a Sarah, sonriendo.

—Hola, me alegro de que haya venido… así podrá elegir el papel.

Ella se echó a reír.

—Esto parece una conspiración. Solo he venido a ver si podía empezar a limpiar la habitación de la señora Brown… y ahora me encuentro con que tengo que elegir el papel.

—¿Ha visto algo que le guste? —preguntó él tranquilamente.

—A la señora Brown le gusta el color rosa —respondió ella lentamente y entonces frunció el ceño—. Si el encargado de la casa fuera el responsable de esto, lo habría elegido él.

Sarah levantó la mirada hacia el médico.

—¡Usted está haciendo esto! —exclamó, como si de pronto comprendiera, y se apresuró a añadir—: Perdone, doctor…

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—Me llamo Hugo —dijo él, sonriendo—. Ya sé que usted lo sabe. Creo que después de trabajar tres años juntos, podríamos prescindir de los términos doctor y enfermera… fuera del hospital. ¿De acuerdo?

Sarah no supo qué decir, pero él interpretó su titubeo como una aceptación y añadió:

—Bien, eso está resuelto. Ahora, ocupémonos del papel de las paredes.

Se puso al lado de ella y empezó a hojear otro muestrario. Pasaron un buen rato mirando los diferentes papeles, hasta que, finalmente, Sarah exclamó:

—Creo que a la señora Brown le gustarían las rosas, después de haber visto durante tantos años esa pintura verde.

El médico se incorporó con agilidad.

—Bien, entonces será el de las rosas.

Después de dar las instrucciones necesarias a los pintores, cogió a la joven del brazo y bajó con ella, mientras le pedía que le acompañara el sábado siguiente, por la mañana, para ir a comprar algunos muebles y unas cortinas para la señora Brown. Se lo pidió con una mirada tan suplicante, que ella no pudo resistirse y aceptó, aunque le miró, algo intrigada, cuando le dijo que pasaría a recogerla a las once.

Él insistió en llevarla en el coche al hospital. Cuando llegaron a la residencia de enfermeras, vio que Steven estaba en la entrada, esperándola. El doctor Van Elven bajó del coche con tranquilidad y la cogió del brazo para acompañarla hasta la puerta. Al pasar al lado de Steven le saludó amablemente, y cuando la joven entró, Van Elven dijo:

—Buenas noches, Sarah.

El médico cerró la puerta.

Steven no estuvo en la consulta de cirugía al día siguiente. El doctor Binns fue ayudado por Jimmy Dean, uno de los internos más jóvenes del hospital. Él y Kate estaban enamorados, pero Jimmy no tenía muchas probabilidades de ascender y ninguno de los dos tenía suficiente dinero como para arriesgarse a casarse. Si Steven se iba, al casarse con la hija del doctor Binns, Jimmy podría ocupar su puesto y eso mejoraría las cosas. Jimmy era bueno en su trabajo y a Sarah le resultaba simpático.

Steven llegó con el doctor Peppard el jueves por la mañana, y en cuanto tuvo la oportunidad, le preguntó:

—¿Por qué no contestaste a mi nota… o se suponía que no debía enterarme de que tenías una cita con Van Elven?

—Ya había pensado salir, pero no con el doctor Van Elven, como tú te piensas. Y, de cualquier modo, ¿qué sentido tendría hablar contigo?

Se volvió para ir a buscar al doctor Peppard y no le dio a Steven la oportunidad de abordarla otra vez.

El sábado llegó rápidamente, sin que el doctor Van Elven hubiera vuelto a hacer referencia a la cita que tenían aquella mañana. Sarah bajó, un poco titubeante, a la

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puerta de la residencia, a las once en punto. Estaba casi convencida de que a él se le había olvidado. Pero no tardó en comprobar su error, él la estaba esperando.

—Hola, Sarah, me alegro de que haya decidido venir.

—Pero, ya le dije que sí.

—Tuvo tiempo de cambiar de opinión —dijo él, sonriendo, mientras iban hacia el coche—. O pudo pensar que yo no vendría.

Era desconcertante la capacidad que tenía él para adivinar el pensamiento. Se empezó a poner colorada, pero él no pareció notarlo.

—Está muy guapa esta mañana —dijo él, de repente.

Ella sonrió llena de alegría y ni siquiera se dio cuenta de que el coche de Steven se cruzaba con el de ellos.

La mañana resultó agradable. Escogieron por fin los muebles de la señora Brown después de visitar varias tiendas. Solo faltaba comprar la alfombra y las cortinas.

—Iremos a Harrods —dijo él.

Ella le miró, sorprendida.

—¿A Harrods? ¿No sabe que es muy caro? Además, hoy debe estar cerrado. Le llevaré a un sitio donde podremos comprar con poco dinero lo que falta.

Pensando en ahorrarle dinero a él, compró una tela muy bonita de color rosa para hacer ella misma las cortinas. Y como la tela era barata, llevó un poco más para hacer un mantel. Compraron también una alfombra.

Después él le preguntó a qué hora tenía que volver al hospital, y cuando le dijo que entraba a las dos, la invitó a comer. La llevó al Café Royal. Ella había pasado muchas veces por la puerta y se había preguntado cómo sería aquel sitio por dentro.

Tal como se había imaginado era un sitio agradable y la comida estaba deliciosa. El doctor Van Elven parecía tan tranquilo y contento con su compañía, que ella disfrutó de aquel rato. Brindaron por la recuperación de la señora Brown. Estaban acabando de tomarse el café, cuando Sarah miró su reloj, y exclamó:

—¡Cielos! Tengo que irme, o llegaré tarde. Se me ha pasado el tiempo volando.

Él pagó la cuenta y le dijo, muy tranquilo:

—No se preocupe… no llegará tarde.

De repente, recordó a Steven, que siempre la hacía volver demasiado pronto. El doctor Van Elven nunca parecía estar nervioso.

No hablaron mucho mientras volvían al hospital, pero fue un silencio lleno de cordialidad. Él no era un hombre que necesitara hablar de manera incesante. No tuvo mucho tiempo para darle las gracias cuando llegaron a la residencia de enfermeras, pero su despedida fue amable, y Sarah le comentó lo bien que lo había pasado.

—Me alegro mucho, Sarah —dijo él, sonriendo—. Yo también lo he pasado bien. Espero no estar abusando de usted si le pido que me acompañe cuando lleve a

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la señora Brown a su casa. Por cierto, he encontrado a una buena mujer, que irá todos los días a ayudarla.

La joven contestó afirmativamente y cuando él se volvió, pensó, con tristeza, que cuando la señora Brown volviera a su casa, el doctor Van Elven no volvería a pedirle consejos y ayuda.

La semana pasó rápidamente. Vio a Steven varias veces, pero nunca a solas; sus compañeras procuraban acompañarla para que no se sintiera triste. Hizo las cortinas y el mantel de la señora Brown y decidió llevarlos el viernes por la noche Se suponía que la anciana saldría al día siguiente, a las diez, aunque Hugo Van Elven no lo había vuelto a mencionar.

Encontró la habitación transformada. No solo habían terminado de decorar y colocar los muebles, sino que el señor Ives, el encargado de la casa, había mandado arreglar la escalera.

Mientras el hombre la ayudaba a poner las cortinas, le dijo que si sabía a qué hora llegaría la señora Brown al día siguiente.

—El doctor me lo dijo anoche, cuando estuvo aquí. Me trajo dos botellas de coñac, además. Tengo que ponerle una cucharadita al té de la señora Brown, de vez en cuando. Pero dijo que una de ellas era para mí… Le prometí que estaría pendiente de la señora Brown. Ya tengo su teléfono, por si ocurre algo.

Cuando Sarah acabó, el señor Ives insistió en acompañarla hasta la parada del autobús.

—Al doctor no le gustará que usted ande sola a estas horas por la calle.

Sarah se sintió protegida por Hugo Van Elven. Y la sensación le resultó agradable.

La señora Brown estaba sentada en una silla de ruedas, en el pabellón, cuando Sarah fue a buscarla. Tenía mejor aspecto, aunque estaba más delgada. Sarah suspiró de alegría al pensar en la grata sorpresa que le esperaba a la anciana cuando llegara a su casa. El doctor Van Elven las saludó a la salida del hospital. Acomodó a la señora Brown en el asiento trasero del coche y le indicó a la joven que se sentara delante. Entonces, saco a Timmy de la cesta en la que lo llevaba. Ni él ni Sarah volvieron la cabeza mientras se dirigían a Phipps Street. La felicidad de la señora Brown era algo privada, en lo que ellos no tenían la intención de inmiscuirse.

Había varios vecinos espetándoles cuando llegaron, y tardaron varios minutos en saludar a la gente. El doctor cogió en brazos a la anciana, que temblaba de emoción, y subió la escaleta con cuidado, seguido de Sarah y el señor Ives. YA en el rellano, le indicó a Sarah que abriera la puerta, con un movimiento de cabeza.

La señora Brown no comprendió en un primer momento lo que había sucedido, pero cuando lo hizo, se echó a llorar. Parecía el momento adecuado para preparar una taza de té. Sarah se ocupó de hacerlo, mientras la anciana se recuperaba un poco.

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Se había calmado cuando se abrió la puerta y entró una mujer madura, de aspecto agradable, que Sarah supuso que era la mujer que el doctor Van Elven había conseguido para ayudar a la señora Brown.

Por fin, él y Sarah se pusieron de pie para marcharse. Él la llevó en su coche hasta el hospital. Eran casi las doce de la mañana. La joven subió a su habitación, sintiendo una ligera desilusión, que se negó a reconocer, porque él no la había invitado a comer.

Vio a Steven el lunes. Apareció cuando el doctor MacFee, especialista en diabetes, había terminado su consulta. Ella se quedó de pie, mirándole, esperando a que hablara primero. Se sorprendió al darse cuenta de que verle todavía le dolía, pero que el dolor era más soportable.

—Supongo que esperas que me disculpe —le dijo—. Bien, pues no pienso hacerlo. Todo lo que puedo decir es que me alegro de que hayamos terminado antes de que descubriera qué clase de…

Se detuvo al ver la expresión de ella.

—Yo en tu lugar tendría mucho cuidado con las palabras —le dijo, con tranquilidad—. ¡No vacilaría ni un segundo en volver a abofetearte, Steven!

Él retrocedió.

—¡Te deseo que te diviertas… es todo lo que puedo decir! —exclamó, y cruzó la sala de espera, ya vacía.

Ella le siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Suspiró, y se dirigió hacia el comedor, pensando en lo que habría querido decirle con eso de que se divirtiera.

El consultorio del doctor Van Elven estuvo, como de costumbre, lleno. Sarah miraba de vez en cuando hacia la consulta de ginecología, para ver si las enfermeras habían acabado y podían ayudarla, pero estaban en la misma situación que ella. Volvió a su consulta y se encontró con Hugo Van Elven, enfrentándose con calma admirable al ataque de histeria que tenía el paciente.

Dick Coles se marchó nada más terminar la consulta y Sarah comenzó a limpiar el consultorio, aunque de lo que tenía ganas realmente era de tomarse una taza de té. Pero ya era demasiado tarde para hacerlo en la salita con las otras enfermeras. Tendría que preparárselo en su habitación.

El doctor Van Elven estaba sentado en su escritorio, aparentemente, estaba absorto en sus pensamientos. Sarah suponía que no tenía prisa por volver a su casa… no habría sido lo mismo si le hubiera estado esperando su esposa. Sarah por fin terminó, y al dirigirse hacia la puerta con varios papeles en la mano, dijo:

—Buenas noches, doctor.

—Vuelva aquí, Sarah —le dijo él—, y siéntese, porque quiero hablar con usted.

Se sentó en la silla que había junto al escritorio. Estaba cansada, pero su rostro era sereno. Le miró, esbozando una sonrisa.

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Él se recostó en el sillón, se enfrentó a la mirada de ella y la sostuvo, pero no sonrió. Simplemente dijo:

—Sarah, ¿quiere casarse conmigo?

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Capítulo 3 Sus palabras la impresionaron de tal modo, que se le cortó la respiración. Le

miró, estupefacta, hasta que él preguntó, con algo de impaciencia:

—¿Por qué se queda tan sorprendida? Somos compatibles, si lo piensa un poco. Usted tuvo una decepción con Steven; yo… la tuve hace muchos años. Los dos necesitamos compañía. Muchos matrimonios tienen éxito, basándose solo en el respeto y la simpatía. Y yo no pido más que eso de usted, Sarah, al menos hasta que llegue el momento en que sienta que puede ofrecerme algo más.

—¿Usted no desea mi amor? ¿Aunque no le perteneciera a otra persona?

Él se recostó en el sillón, con los ojos entornados y ella no pudo adivinar lo que estaba pensando.

—Quiero su amistad —contestó él tranquilamente—. Disfruto con su compañía. Creo que en los aspectos importantes de la vida estamos de acuerdo. Si pudiera aceptarme en esos términos, seríamos felices juntos. Tengo cuarenta años, Sarah, estoy bien establecido en mi profesión. Puedo ofrecerle una vida cómoda… Y usted… tiene veintiocho años; ya no es una niña propensa a enamorarse de un chico cada mes.

Se puso de pie y fue hacia ella. Sarah frunció el ceño porque no le gustaba que le recordaran la edad. Él había insinuado que era demasiado vieja para enamorarse. Como si él le hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Perdóneme si hablo en ese tono práctico, pero me imagino que no está usted para sentimentalismos. Sin embargo, espero con ansiedad que me diga que sí. Voy a irme la próxima semana… tal vez será más fácil decidir, si dejamos de vernos unos días. Y a mi regreso, también puede que aprendamos a tutearnos.

Sarah se puso de pie, y se le cayeron los papeles que tenía en la mano.

—¿Piensa irse?

La tristeza se reflejó en su voz.

—Estoy sorprendida, como puede comprender. Pero le prometo que lo pensaré.

Aquellas palabras parecían inadecuadas. Le miró, desconsolada, y él dio un paso hacia ella, pasando por encima de los papeles que había en el suelo. Los miró y se echó a reír.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Parece que vamos a tener que pasar juntos la velada!

A Sarah le sorprendió lo mucho que le echaba de menos. Siempre había pensado que le era agradable, pero hasta entonces no se había dado cuenta de la profunda simpatía que sentía por él. Se quedó despierta mucho rato aquella primera

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noche, recordando cómo se había arrodillado junto a ella para ayudarla a recoger y ordenar los papeles, sin referirse ni una sola vez a su conversación anterior. Sonrió al recordarlo y se durmió con el agradable pensamiento de que él la consideraba atractiva.

Tuvo poco tiempo para pensar en sus problemas durante los días siguientes, porque tuvo mucho trabajo. El doctor Coles reemplazó a Hugo Van Elven en su ausencia, por eso tuvo oportunidad de comentarle a la joven que iba a tener un hijo. Estaba tan contento que Sarah se sintió alegre también.

—¿Cuántos tiene ya?—preguntó—. Recuerdo a Paul, Mary, Sue y Richard…

El médico la interrumpió, echándose a reír.

—No te olvides del que va a nacer, se llamará Mike. Hugo ya ha pedido ser el padrino. Nunca se olvida de sus cumpleaños y de llevarles regalos de Navidad. Es una pena que no se haya casado… hace por lo menos quince años que esa muchacha le plantó —dijo, encogiéndose de hombros—. Merece lo mejor del mundo y espero que lo consiga algún día.

Sarah visitó a la señora Brown, también, y la encontró feliz, sentada con Timmy en su regazo. La joven preparó el té y lo tomó con ella, mientras la anciana alababa al doctor Van Elven y a la ayudante que él le había conseguido. Por ella Sarah se enteró de que Hugo se había ido a Escocia.

—Tiene una casita en la montaña —le dijo—, con vistas al mar. Le gusta ir a pescar y a andar. Y él mismo cuida su jardín. Ojalá que se lo pase bien. No hay mejor hombre en el mundo que él —añadió, acariciando a Timmy.

Sarah estaba de acuerdo con ella. Se dio cuenta, de pronto, que estaba contando los días que faltaban para su vuelta, que sería el viernes por la tarde. Y no fue hasta el jueves por la noche cuando reconoció que ya había tomado una decisión. Hugo Van Elven representaba un oasis de paz, después de la turbulencia de las últimas semanas. La joven estaba convencida de que tenían muchas posibilidades de ser felices juntos. Se sentía a gusto con él, y comprendía también, sin ninguna vanidad, que ella le gustaba.

Necesitaba una esposa que le dirigiera su casa, atendiera a sus invitados, y le brindara compañía; y ella se consideraba capaz de hacer todas esas cosas. Le preocupaba que no hubiera amor entre ellos, pero Hugo había dicho que la amistad sería suficiente y parecía que eso era todo lo que él deseaba. Tal vez, posteriormente, la profunda simpatía mutua pudiera convertirse en afecto.

Supo que había tomado la decisión correcta cuando le vio entrar la tarde siguiente.

—Buenas tardes, Sarah —le dijo, con naturalidad.

Al hacerlo le dirigió una leve sonrisa. Entonces se volvió hacia el escritorio, en el que había un montón de historiales, y preguntó, con resignación.

—¿De dónde saldrán tantos enfermos?

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Sarah le miró con gratitud. Había estado nerviosa, pensando que tenía que volver a verle, pero él estaba haciendo que las cosas fueran sencillas y naturales.

—¿Han sido agradables las vacaciones? —le preguntó.

—Maravillosas, gracias. Haga pasar al primer enfermo en cuanto esté preparada.

La tarde fue agitada. Al terminar, el doctor salió y ella se quedó recogiéndolo todo, confundida porque no le había dicho nada. Empezó a apagar las luces, un poco desilusionada, cuando le vio en la puerta.

—¿Estás cansada? —preguntó él, tuteándola por primera vez.

—No —contestó ella.

—Magnífico. ¿Me permites invitarte a cenar? —le preguntó, esbozando una sonrisa—. He estado toda la tarde queriendo preguntártelo, pero cada vez que iba a hacerlo, me ponías delante un enfermo o un montón de papeles —añadió, casi riendo.

La miró con ansiedad.

—¿Tendremos que celebrar algo, Sarah?

Al oír aquello ella también sonrió y la infelicidad que había soportado en los últimos días pareció desaparecer. Quizá no pudieran darse amor, pero había otras cosas: comprensión, amistad, e intereses compartidos. Los dos tenían mucho que ofrecer. Levantó la mirada y su sonrisa se hizo más amplia.

—Sí, Hugo, vamos a celebrarlo. ¿A qué hora debo estar preparada?

—¿Te parece bien a las siete y media? Ponte algo bonito, porque iremos a Parkes.

Sarah se dirigió hacia su habitación, olvidándose de que quería tomarse un té. Solo pensaba en qué vestido iba a ponerse.

Cuando su amiga Kate entró a verla y vio todos los trajes que había sacado, le preguntó si estaba limpiando el armario. Sarah se había decidido ya por un vestido rosa y se estaba quitando el uniforme.

Kate la miró, asombrada, y pareció empezar a comprender.

—No me digas que… oye, ¿ese vestido no fue el que te compraste para…?

Se interrumpió, porque estaba a punto de decir que se lo había comprado para salir con Steven.

—Voy a salir a cenar con Hugo Van Elven, pero no te atrevas a decírselo a nadie, Kate.

—No, por supuesto que no diré nada —prometió su amiga—, aunque niña, estás haciendo historia, ¿sabes? Él nunca ha levantado siquiera una ceja por ninguna de nosotras desde que está aquí… Oye, prométeme que me contarás todo cuando vuelvas. Te esperaré despierta… Bueno, debo irme… ¡que te diviertas!

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Sarah casi había llegado al final de la escalera cuando la invadió la incertidumbre. ¿No estaría cometiendo un error? Estaba a punto de volverse a su habitación, cuando vio a Hugo en el vestíbulo. Iba de smoking, y estaba hablando con la enfermera Wilkes, la encargada de la residencia de enfermeras y la más chismosa del hospital. Sarah les saludó y salió del brazo de Hugo, bajo la mirada curiosa de la mujer.

—¡Mira que habernos encontrado con la enfermera Wilkes…! —exclamó, al llegar al coche—. Le gusta mucho hablar ¿sabes?

Hugo sacó el coche del aparcamiento del hospital.

—¿Te importa mucho? De todas formas lo sabrán todos muy pronto. Además, tengo razones para estarle agradecido.

—¿Por qué?

—Si no hubiera estado dentro, hablando con ella, habrías cambiado de opinión y habrías desaparecido de la escalera.

La joven le miró para ver si sonreía, pero estaba serio.

—Eres desconcertante —dijo Sarah, por fin—. ¿Cómo es posible que supieras…? ¡Oh, Dios! ¿Te has sentido así, también?

Hugo sonrió.

—No, no tengo ninguna duda. Y espero que tú tampoco.

A partir de aquel momento, su conversación se volvió intrascendente, aunque amena y alegre. Llegaron al restaurante, donde pensaron tranquilamente lo que iban a cenar. Apenas se había alejado el camarero, cuando Hugo preguntó:

—¿Te vas a casar conmigo, Sarah?

Su tono de voz era cordial y cuando él sonrió, ella hizo lo mismo.

—Sí, Hugo, me casaré contigo.

Él levantó la copa para brindar, y Sarah, por primera vez en muchas semanas, se sintió casi feliz. Quizá por eso, dos horas más tarde, le ayudó a redactar el anuncio de su matrimonio, aceptó el ofrecimiento de Hugo de llevarla a su casa en vacaciones y le invitó a pasar el fin de semana con sus padres. Y, quizá lo más importante, había aceptado casarse con él al cabo de un mes.

Se separaron en la puerta de la residencia de enfermeras y a ella le gustó que la besara ligeramente en la mejilla, antes de abrirle la puerta. Se dirigió sin hacer ruido hacia su habitación, para que Kate no la oyera, y se desnudó rápidamente.

Pensó que Hugo podía haberla besado con más entusiasmo.

Cuando fue a buscarla el domingo siguiente, Hugo solo le dijo:

—Hola…

Él guardó las maletas en el coche.

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Sarah se sentó y él puso el coche en marcha. Ella tuvo la sensación de que había muchas cabezas asomadas a las ventanas de la residencia, pero no le dio importancia. Era temprano, menos de las nueve, cuando cruzaron las puertas del hospital. En Londres había poco tráfico y era un cálido día de primavera. Sarah se había puesto un vestido de punto. Se recostó en su asiento, confiada en que se había arreglado lo mejor posible y se dispuso a disfrutar de sus vacaciones.

Había llamado por teléfono a su madre la noche anterior, y esperaba que cuando llegaran la sorpresa natural de sus padres se hubiera reducido lo suficiente como para no resultar demasiado evidente. Su padre, un coronel retirado, tenía tendencia a ser demasiado sincero. Su madre era dulce y un poco distraída, pero algunas veces desconcertaba con su franqueza.

—Espero que te gusten mis padres, Hugo —le dijo, titubeando un poco.

—No veo ninguna razón para que no sea así. Lo más probable es que yo no les guste a ellos. Después de todo, quizá me consideren un usurpador, porque supongo que pensaban que ibas a casarte con Steven…

—Sí… —contestó Sarah, mirando hacia delante—. Creo que sí, aunque no habíamos hablado nunca de ello. Le han visto solo dos veces. Se sorprendieron como es lógico cuando… les dije lo nuestro ayer. Pero, vaya, no soy ya una niña, ni me han considerado nunca una alocada.

—No, eres todo menos alocada. Eres, además, una joven atractiva, Sarah. Voy a sentirme orgulloso de mi esposa.

Ella se ruborizó.

—Espero que te sientas siempre así. Tú también eres apuesto —añadió, con firmeza, después de mirarle brevemente—, aunque supongo que no debe gustarte que te lo digan.

Él se echó a reír.

—No, pero te lo perdonaré por esta vez. Después de todo, debemos ser sinceros el uno con el otro, ¿no te parece?

Ya habían salido de Londres y estaban en carretera.

—¿Sabes conducir, Sarah? —le preguntó, de pronto.

—Sí, en casa lo hago. Pero creo que me daría miedo conducir en Londres.

—Tengo otro coche. Debes tratar de usarlo. Si te gusta, lo dejaremos para ti. De todas formas, vas a necesitar uno. Casi nunca estoy en casa durante el día y querrás salir en mi ausencia. Otra cosa, tengo una casita en el noroeste de Escocia. ¿Te gustaría ir allí a pasar una o dos semanas, después de que nos casemos?

Ella se sintió agradecida de que no hubiera dicho luna de miel.

—La señora Brown me dijo que tenías una casa en Escocia. Sí, me gustaría mucho ir contigo. ¿Qué haces allí? ¿Pescas?

—Sí… y ando. Hay un jardín en el que trabajo un poco, aunque lo cuida un hombre que vive en el pueblo de al lado. Su esposa se encarga de la casa.

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—¿En dónde está exactamente?

—En Wester Ross, frente al Loch Duich. Está unos sesenta kilómetros de Inverness. La casita está en la ladera de una montaña. Hay un pueblecito, casi puede decirse que es una aldea, abajo, y otro pueblo más grande llamado Dornie, a seis o siete kilómetros.

—Creo que me va a gustar —comentó Sarah—. Ahora comprendo por qué tienes un coche como éste. Debe haber unos ochocientos kilómetros hasta allí.

—Novecientos cuarenta, exactamente. Algunas veces, en el verano, hago el viaje en un solo día.

Ella lanzó una exclamación de protesta y Hugo se echó a reír.

—No es tan malo como parece. Me detengo a descansar y a comer. Pero tardaremos dos días en hacer el viaje cuando vayamos tú y yo. Pasaremos la noche en algún sitio, antes de pasar la frontera.

No tardarían mucho en llegar a Basingstoke.

—Hay un buen camino que pasa por Laverstock, hasta Andover —comentó ella—. Puedes dar la vuelta antes de entrar en la población, para coger la carretera de Salisbury.

—Eso es lo que haremos. Podemos detenernos en Overton y tomar café en el White Hart.

—¡Oh, ya habías estado por aquí!

—Sí, hace muchos años —respondió él, cambiando de expresión.

Sarah comprendió que había estado con la muchacha con la que había querido casarse.

—Hugo —dijo impulsivamente—, no quiero parecer indiscreta, pero si quieres hablar de… la mujer que amaste… no me importa. A veces ayuda hablar de esas cosas, y creo saber cómo te sientes.

Había un leve temblor en la voz de él, cuando contestó:

—Gracias Sarah, quizá te hable de ella; pero es mejor que no sea así hasta que hayamos estado casados algún tiempo y nos conozcamos más.

Su respuesta no había sido brusca; sin embargo, ella se ruborizó. Tenía muchas otras preguntas que hacerle, pero comprendía que no era un hombre al que le gustara ser sometido a un interrogatorio. Titubeando un poco, le preguntó:

—¿Podría saber algo de tu familia? Es muy probable que mi madre me pregunte y… solo conozco lo que se rumorea por el hospital, que no suele ser muy exacto.

Él se echó a reír antes de contestar.

—Me lo imagino. Bueno, supongo que sabes que no soy inglés. Eso, al menos, es cierto. Mis padres viven en Holanda, al norte de Arnhem. Mi padre es médico y

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está jubilado. Tengo tres hermanas, son más jóvenes que yo. Están casadas y tienen hijos. Dos de ellas viven en Holanda y la más pequeña en Francia.

—¿No quieres vivir en Holanda?

—De momento, no. Cuando me retire quizá vuelva; pero eso dependerá también de lo que quieras tú. Mi padre vino a Inglaterra en los años veinte. Obtuvo títulos en Leiden y Cambridge. Conoció a mi madre aquí. Es holandesa, pero estaba visitando a sus abuelos. Se casaron y volvieron a Holanda, donde nací. Seguí los pasos de mi padre y estudié en los mismos sitios que él. Fue en Cambridge donde conocí a Janet, y decidí quedarme en Inglaterra.

Sarah le escuchaba atentamente.

—Había heredado la casa de Richmond y para mí era ya un segundo hogar. Mi trabajo y mis amigos están en Inglaterra, y Holanda se encuentra lo bastante cerca como para que vaya cuantas veces quiera. Creo que debemos ir a finales del verano, para que la familia en pleno te dé la bienvenida —se quedó silencioso un momento y añadió —: ¿Hay algo más que te gustaría saber?

Su voz era tan inexpresiva, que ella se puso tensa.

—No, gracias por decirme todo esto. Por favor, comprende que no quiero ser curiosa, pero si me voy a casar contigo, debo saber algo de tu vida. Te aseguro —añadió poniéndose nerviosa—, que no te molestaré con preguntas innecesarias.

Él no contestó; pero, para sorpresa de ella, paró el coche en la cuneta de la carretera. Parecía muy serio, pero Sarah tenía la sospecha de que interiormente se estaba riendo de ella.

—Mi querida niña, puedes hacerme las preguntas que quieras y trataré de contestártelas con toda la sinceridad que me sea posible. Y si no quiero contestarte a algo, te lo diré. No creo que seas curiosa. Así que no te disculpes, por favor.

Sarah le vio sonreír, mientras le apretaba la mano un momento. Un poco titubeante, la joven susurró:

—Supongo que voy a decir muchas tonterías más, hasta que… —se detuvo—. Si tienes un poco de paciencia, dejaré de hacerlo. Solo que no puedo evitar el pensar que otra vez me…

—¿Te vayan a plantar? —preguntó él alegremente—. Eso es algo que te prometo que no sucederá. Y puedo darte una prueba de ello.

Él buscó en sus bolsillos y por fin sacó un pequeño estuche. Contenía un anillo de brillantes. Le cogió la mano izquierda y se lo puso.

—Aquí está —dijo—. Voy a casarme contigo.

Ella se quedó sin respiración.

—¡Es precioso! —exclamó, por fin—. Qué extraño que me quede tan bien. ¿Es antiguo?

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—Es de la familia. Tiene doscientos años, por lo menos. Y no es extraño que te quede bien. Hay una leyenda que dice que solo le queda bien al dedo de la mujer que está destinada a ser esposa de un Van Elven.

Sarah levantó la mano para observar mejor el anillo.

—Gracias, muchas gracias, Hugo… lo llevaré muy orgullosa, y siento haberme comportado como una tonta.

Él inclinó la cabeza y la besó en la mejilla. Después puso el motor en marcha otra vez.

—No eres tonta —dijo él, con firmeza—. Y ahora, ¿qué te parece una taza de café?

A Sarah le pareció maravilloso el resto del viaje. Siempre había considerado a Hugo un hombre taciturno, pero comprendió lo equivocada que estaba. Era divertido, considerado y tranquilo. Cuando llegaron a Salisbury la confianza se había acrecentado entre ellos.

La joven le indicó por dónde se llegaba al pueblo en el que vivían sus padres y no tardaron mucho en llegar. Tuvieron que atravesarlo antes de llegar a la casa de Sarah, que estaba un poco retirada de la carretera. Hugo condujo el coche hacia la entrada principal y se detuvo. La puerta se abrió casi inmediatamente y apareció la madre de Sarah, una mujer de unos cincuenta años, que todavía conservaba rastros de una belleza espléndida.

Estaba muy bien vestida, y arreglada. Sarah la abrazó con cariño y le presentó a Hugo. La señora Dunn estrechó su mano y le examinó de una manera que habría puesto nervioso a un hombre menos tranquilo que él. Por fin, dijo, con dulzura:

—Es mucho mejor que Steven, querida —les sonrió—. Entrad. Tu padre está en la sala.

La siguieron y Sarah sintió la presión de la mano de Hugo en la suya. Era sorprendente, pero estaba segura de que ella estaba más nerviosa que él. Su padre estaba leyendo un periódico, que dejó en cuanto les oyó entrar. La besó cariñosamente y miró con atención a Hugo, cuando ella se lo presentó. Era evidente que le había caído bien, porque después de una serie de preguntas amables y discretas, que Hugo contestó, se apresuró a servirles una copa de jerez.

A medida que transcurría el día, Sarah se daba cuenta de que sus padres consideraban a Hugo un yerno aceptable, pero, por otra parte, no había estado ni cinco minutos con él a solas, para preguntarle qué pensaba de ellos. Cuando su madre y ella se dispusieron a irse a la cama, dejando a los dos hombres charlando, él las acompaño hasta la puerta. Dejó pasar a su madre y cuando Sarah intentó seguirla, la detuvo con la mano.

—¿Sueles sacar a los perros antes de desayunar? —le preguntó él con tranquilidad—. Porque si es así, me gustaría acompañarte.

—A las siete y media, en la cocina… —dijo Sarah inmediatamente, contenta de que él quisiera estar a solas con ella—. Buenas noches, Hugo.

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Se quedó dormida enseguida, deseando que llegara la mañana siguiente.

Ella bajó primero y ya tenía hecho el té cuando llegó Hugo. Se sentaron a tomárselo, mientras los perros ladraban, impacientes, a sus pies. Era una mañana preciosa, con un cielo despejado y casi nada de aire. No se oía más que el canto de los pájaros.

Sarah se había puesto una falda de color crema, con una blusa de seda del mismo color y una rebeca. Trató de no fijarse en que Hugo la estaba mirando detenidamente, y se sintió contenta cuando él dijo:

—Estás preciosa, Sarah. Me gusta cómo te vistes. Haces que hasta el uniforme te quede bien. Me pregunto a quién pondré en tu lugar —añadió pensativamente.

Sarah se sorprendió repentinamente por no haber pensado en ello y cuando lo hizo, la idea de que otra enfermera ocupara su puesto en la consulta de Hugo no le gustó. Se quedó pensativa, sin darse cuenta de ello, y se alegró cuando él dijo:

—Creo que la enfermera Evans lo haría bien.

Era una mujer de cincuenta años, de apariencia desaliñada, pero eficiente en su trabajo, y estaba casada. Sarah le miró para ver si estaba bromeando, pero aunque sus ojos grises tenían una expresión alegre, añadió, con seriedad:

—Ni siquiera los más chismosos del hospital podrían comentar nada, ¿no crees? —Bajó su taza—. Veré qué puedo hacer al respecto.

Salieron por la puerta de atrás, con los perros dando saltos a su alrededor. Cruzaron el jardín de la casa, abrieron una pequeña puerta que había en la valla y salieron a un camino que subía a la colina.

Al llegar a lo alto se detuvieron para contemplar el paisaje.

—Es magnífico, ¿verdad? —comentó Sarah—. A veces, cuando me siento triste, pienso en él.

—¿Y te has sentido triste, Sarah?

—Sabes que sí. Oh, no solo estas últimas semanas. Creo que sabía que Steven no se casaría conmigo, pero me engañaba a mí misma pensando que lo haría. Ahora me doy cuenta de que he estado pretendiendo eso desde hace casi tres años. Supongo que se me pasará… quizá no le amo como tú amaste a Janet, porque creo que me recuperaré y tú no lo has conseguido todavía, ¿verdad?

Él se había agachado para acariciar a uno de los perros y no pudo ver la expresión de su rostro.

—Supongo que los chismosos del hospital te tienen bien informada —le dijo él.

A la vuelta, Hugo la cogió de la mano y anduvieron así, mientras él le hablaba de su trabajo. Era un hombre muy ocupado; al parecer, le vería muy poco durante la semana. Ella dijo que era una pena y su voz demostró tristeza, pero él le hizo ver que pasarían juntos la mayor parte de las veladas y que los fines de semana los tendrían casi siempre libres. La joven reconoció que debía conformarse con eso y le preguntó si sacaba a pasear a sus perros todas las mañanas.

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—Sí, siempre. ¿Te gustaría venir conmigo? Sería agradable y tendríamos tiempo para hablar, como lo hemos hecho esta mañana —le dijo, mirándola fijamente—. ¿No te arrepentirás de casarte conmigo?

—No, nunca. Es gracioso, pero no me pareces un extraño. Es como si te conociera desde hace mucho tiempo.

Él la miró, sonriendo.

—Pero, querida, así es en realidad… nos conocemos desde hace tres años.

Empezaron a andar otra vez.

—¿Qué piensas hacer con la señora Brown? —preguntó Sarah.

—Dejarla donde está. Creo que ella preferiría morir en su casa, que volver al hospital. Calculo que le quedan dos meses de vida… tal vez menos.

—¿No te importa si voy a verla? ¿Y crees que podríamos encontrar un hogar para Timmy?

—Por supuesto que puedes visitarla cuantas veces quieras. En cuanto a Timmy, nos lo quedaremos nosotros… Alice estará encantada.

Cuando llegaron al jardín de la casa, ella le preguntó:

—¿Te han gustado mis padres, Hugo?

—Mucho —contestó él rápidamente—. Y estoy seguro de que se van a llevar muy bien con los míos. ¿No se ha sentido desilusionada tu madre al saber que vamos a hacer una boda íntima?

—Sí, mucho. Supongo que las madres siempre quieren ver a sus hijas vestidas de blanco y con velo.

—¿No quieres casarte así, Sarah? Podríamos hacerlo de otra…

—¡Oh, no! —le interrumpió ella, con visible inquietud—. Me gusta más la idea de que seamos tú y yo solos, con nuestros padres.

La voz de Hugo se hizo muy suave al preguntar:

—¿Te habrías vestido de blanco si te hubieras casado con Steven?

—Sí. Solía pensar en eso algunas veces. Todas las mujeres lo hacemos. Pero ese no es el motivo por el que prefiero una boda íntima contigo. Parece tonto, porque no estoy segura de cuál es el motivo de ello, pero cuando lo sepa, te lo diré.

Él soltó su mano y la abrazó.

—Eres una mujer maravillosa, Sarah —le dijo.

Ella sintió mucho que se tuviera que ir aquella noche, al terminar un día que le había parecido demasiado corto. Habían ido a ver al sacerdote para hacer los preparativos de la boda y al volver a la casa, se sentaron en un tronco. Allí estuvieron hablando como viejos amigos.

Cuando se despidieron, él no la besó. Le cogió la mano y dijo:

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—Vendré a buscarte el próximo fin de semana, Sarah. Disfruta de tus vacaciones.

Hugo se fue, dejándola con la extraña sensación de que le habría gustado irse con él.

Pero los días pasaron rápidamente. Su madre y ella se dedicaron a comprar ropa. A mitad de la semana la señora recibió un ramo de flores que Hugo le enviaba, junto con una carta para Sarah, breve y cordial, escrita con su letra menuda, casi ininteligible.

Él había dicho que llegaría el sábado a la hora de comer. Aunque había hecho varias cosas en la casa, Sarah se dio cuenta de que faltaban todavía dos horas para el mediodía. Así que llamó a los perros y subió con ellos la colina. Estaba tumbada en la hierba, cuando Hugo se sentó a su lado. Sarah se incorporó rápidamente.

—¡Hugo! Pensaba esperarte en casa… —le dijo, pasándose una mano por el pelo—. Estoy despeinada.

Él la observó.

—Me gustas así… ¿Te lo has pasado bien esta semana?

Ella le dijo todo lo que había hecho y le preguntó cómo había estado él.

—Muy ocupado… mucho más de lo normal, sin tu eficiente ayuda.

—¡Oh, Hugo, qué amable eres al decir eso!

—Es la verdad. Y no solo me quejo yo. Peppard y Binns… querían saber si ibas a seguir trabajando después de casarnos…

—¿Y qué les contestaste? —preguntó Sarah, con visible curiosidad.

—Les contesté con un rotundo no. Mi querida niña, no hay ninguna necesidad de que trabajes, además imagínate lo que sufriría mi prestigio profesional si la gente supiera que mi esposa trabaja.

Él estaba sonriendo, pero Sarah comprendió que no lo decía del todo en broma.

—Sí, desde luego. Pero estaría dispuesta a trabajar y a ayudarte, si alguna vez lo necesitaras… quiero decir, si hiciera falta dinero.

Levantó la mirada, pero el rostro de Hugo era inescrutable.

—Gracias, Sarah, sé muy bien que siempre podré contar con tu apoyo. Por cierto, quería hablar contigo de dinero. Tengo suficiente para vivir muy bien. Posteriormente, cuando ya estemos casados, te llevaré con el viejo Simms, mi abogado, y pondremos todo por escrito. Mientras tanto, habrá una asignación trimestral para tus gastos, la primera te la daré el día que nos casemos.

Él mencionó una cifra que la hizo incorporarse inmediatamente.

—¿Tanto? ¡Con eso tendría para un año! —entonces, se le ocurrió una idea, y añadió—: Por supuesto, eso es para los gastos de la casa, también, ¿verdad?

Él se echó a reír.

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—No, claro que no. Tú lleva la casa como quieras y pásame las cuentas cada mes. Y si alguna vez necesitas dinero, para lo que sea, no tienes más que pedírmelo, Sarah.

—Sí, Hugo —contestó ella, aunque no podía imaginarse cómo podría gastar todo el dinero que él le iba a dar.

Su voz debió haber traicionado sus pensamientos, porque él dijo, con firmeza:

—Déjame todas las preocupaciones para mí. Por cierto, he traído unas cartas que te envían mis padres. ¿Quieres leerlas ahora?

Él se tumbó en la hierba, boca arriba, mientras ella las leía. Eran cartas formales, pero cariñosas, que le daban la bienvenida a la familia.

Cuando volvieron a la casa, Hugo la detuvo junto a la puerta de la cocina.

—Sarah, traigo un regalo para ti. Es para celebrar nuestro compromiso.

Puso un pequeño estuche en su mano y ella lo abrió, sintiendo la agradable sensación de que había pensado en ella. Contuvo el aliento cuando vio unos pendientes de brillantes y perlas.

—¡Hugo, son preciosos! —exclamó, casi sin respirar—. ¿Te das cuenta? Es un regalo maravilloso… que no merezco. No, supongo que no me entiendes…

—¿Lo dices porque no estamos enamorados? ¡Eso no importa, Sarah! —le dirigió una sonrisa entre burlona y cordial, y añadió—: He venido en el otro coche. Ahora es tuyo también… lo conducirás tú cuando volvamos mañana a Londres.

—Hugo, eres demasiado bueno conmigo —dijo ella, poniéndose de puntillas para besarle en la mejilla—. Muchas gracias por el regalo. Nunca había tenido nada tan bonito. Y… trataré de ser buena conductora, te lo prometo.

Sarah condujo el coche hasta Londres. Hugo le había hecho algunas sugerencias durante el viaje, y le dijo que con un poco de práctica sería una conductora perfecta. Sarah se sintió feliz, porque le causaba un inexplicable placer la buena opinión de él. Estaba muy alegre cuando él la llevó a su casa, donde Alice les había preparado una deliciosa cena. Después de cenar, Hugo la enseñó su futuro hogar.

Era una casa encantadora; Sarah dijo que no tenía intención de modificar nada. En la planta de arriba contempló con verdadero asombro la que iba a ser su habitación. Era muy grande, con un balcón que daba al jardín. Las cortinas eran de color azul, igual que la alfombra y el edredón. La habitación tenía un baño y un vestidor. Hugo le dijo tranquilamente:

—Mi habitación está al otro lado de la casa, puedes ocupar todo lo que quieras.

La habitación de él era más pequeña y un poco fría, aunque con muebles tan bonitos como los de ella. Sarah decidió que se encargaría de que hubiera siempre flores en aquella habitación. Había otras habitaciones para los invitados, muy bonitas también. Cuando volvieron a bajar, la joven se detuvo junto a una gran puerta que había en el rellano; la había visto al subir, pero Hugo había pasado de largo.

—¿Adónde conduce esa puerta? —preguntó.

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Se sintió un poco mal cuando él respondió, con indiferencia:

—A ningún sitio en particular.

Su respuesta había sido una tontería. Él no quería que ella lo supiera. Pero se prometió que lo averiguaría en cuanto pudiera.

Sarah le dijo, con tranquilidad:

—La casa está muy bien decorada. ¿Quién lo hizo?

—Yo mismo, hace mucho tiempo —contestó Hugo.

Empezó a bajar, seguido por Sarah, mientras ella digería el desagradable pensamiento de que seguramente la había decorado para Janet. Un poco deprimida, sugirió que volvieran al hospital.

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Capítulo 4 A Sarah le pareció extraño volver a ponerse el uniforme y reanudar la rutina

diaria. Estuvo de acuerdo con Hugo cuando él le comentó, al terminar el primer día de consulta:

—Me alegro de que esto vaya a durar poco. Encuentro difícil y ridículo tratarte de una forma tan impersonal.

Ella se echó a reír alegremente.

Fue una semana agradable, llena de felicitaciones y buenos deseos. Salieron todas las noches, unas veces a visitar a la señora Brown, otras al teatro y a cenar. La anciana se alegró mucho con la noticia de la boda.

Había recibido un regalo de bodas de sus amigas del hospital, y pasó la última noche, recorriendo los pabellones para despedirse de todas y darles las gracias. Cuando se dirigía hacia el de cirugía, se encontró con Steven. Ella habría pasado de largo, pero él la detuvo.

—Supongo que esperas que te desee felicidades, Sarah. Bueno, pues no es así. Eres una tonta; Van Elven no es hombre para ti… todavía está llorando por su antiguo amor y tú todavía me quieres…

Sarah se soltó y exclamó, furiosa:

—¡Eso es mentira!

Se calló, para contener las lágrimas. Hugo apareció en aquel momento y, tranquilo como siempre, dijo:

—Amigo mío, parece que tengo que decirle por segunda vez que se vaya… y yo me iría, si fuera usted, porque si no me veré obligado a utilizar la persuasión.

Ella empezó a llorar, mientras Steven se daba la vuelta y se marchaba. De pronto se encontró en los brazos de Hugo. Segundos después, pudo levantar el rostro, lleno de lágrimas, y decir, furiosa:

—Me siento tan avergonzada, Hugo. Y no estoy llorando porque me sienta desgraciada. Estoy tan… enfadada.

Aceptó el pañuelo que él le ofreció.

—¿Qué vas a pensar de mí? —preguntó.

Hugo se guardó el pañuelo en el bolsillo.

—Recuérdame que te lo diga alguna vez… ¿Adónde ibas? Sé que habíamos quedado en no salir esta noche, pero cuando llegué a casa cambié de opinión y he vuelto para ver si querías acompañarme a cenar. Ya lo ves, me estoy acostumbrando a tu compañía… Podríamos ir a algún sitio que esté cerca.

—Sí, me gustaría. Yo también te estaba echando de menos. Solo me falta despedirme de las enfermas Hallett y Moore… puedo terminar de hacer las maletas

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mañana. Nos vamos a las diez, ¿verdad? —titubeó un momento—. ¿Quieres acompañarme? Están en cirugía…

Él no contestó, la cogió del brazo y empezó a andar con ella por el pasillo. Esperó a que ella se despidiera. Después, volvieron a la residencia de enfermeras. Se quedaron un momento en la puerta.

—Ponte el vestido azul. Te voy a llevar a un sitio que conozco, en la calle Jermyn —le dijo él.

Ella asintió y antes de entrar, dijo impulsivamente:

—Hugo, eres tan bueno… ya quisiera…

—¿Qué? —preguntó él, con voz cortante.

Sarah se había dado cuenta del tono de la pregunta.

—Oh, nada… —se interrumpió, tratando de buscar algo que decir—. Creo que nos consolaremos mutuamente —dijo, por fin.

Ya en su habitación, mientras se cambiaba, se detuvo un momento echándose a reír. Su comentario había sido bastante tonto, pero le habría sido imposible expresar sus pensamientos, sobre todo porque no estaba segura de cuáles eran.

Iba pensando en eso, mientras se alejaban de la casa de sus padres, después de la boda. Era un hombre bueno y se había convertido en un gran consuelo para ella. Parecía haber notado todas las inquietudes que la habían invadido en el último momento.

Ella se había levantado temprano para sacar a los perros y cuando subía por la colina se dio cuenta de que Hugo la estaba esperando. Llevaba una camisa y un pantalón viejo. Ella se había puesto un vestido de algodón y no se había preocupado de su pelo.

—Nadie que nos viera pensaría que vamos a casarnos dentro de una hora.

Después, se había dedicado a hablar de cosas intrascendentes, seguramente para tranquilizarla. Cuando volvieron a la casa, Sarah estaba convencida de que casarse con él era la cosa más sensata y natural que podía hacer en su vida.

Los padres de Hugo le habían gustado mucho. Eran muy agradables y se comportaron maravillosamente con los de ella. Si habían sentido dudas o inquietudes respecto al matrimonio de su hijo, no lo demostraron. El vestido que ella eligió era muy sencillo y de seda blanca. Aunque Hugo no había tenido tiempo de decírselo, estaba segura de que le había gustado.

Observó la alianza de oro que llevaba puesta y miró de reojo la mano de Hugo, que sujetaba el volante. Se había sentido cohibida cuando le preguntó si podría regalarle una alianza a él y se sorprendió cuando él le contestó inmediatamente que sí.

Hugo interrumpió sus pensamientos:

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—Estabas preciosa vestida de novia, Sarah… Me ha gustado mucho nuestra boda.

Ella sonrió y se recostó, muy satisfecha, en el asiento. Habían empezado su viaje hacia la casa de Wester Ross.

El cielo estaba despejado y el campo estaba verde. Hugo le había dicho que pasarían la noche en Windermere, que estaba aproximadamente a trescientos cincuenta kilómetros. Sarah pensó que era una distancia sin importancia. Le resultaba agradable estar junto a él. Él le preguntó, en aquel momento:

—¿Te ha gustado la boda, Sarah?

Le sorprendió darse cuenta, de que realmente le había gustado mucho. Tuvo tiempo para pensar y disfrutar de la ceremonia, sabiendo que si surgía algún problema, Hugo lo resolvería fácilmente.

—Sí, muchísimo —le respondió, por fin.

Él la miró brevemente, sonrió y le pareció que iba a decir algo, pero como no lo hizo, Sarah comentó:

—Me han caído muy bien tus padres.

—Tú también les has gustado mucho. He prometido que iremos antes de que termine el verano para que podáis conoceros mejor. Puedo enseñarte algo de Holanda, también.

—Háblame de ellos… y de Holanda —le pidió ella. Escuchó a Hugo atentamente. Él hablaba con claridad y con cierto sentido del humor. La desconcertó el hecho de que a pesar de tener el corazón destrozado, pudiera disfrutar tanto en compañía de Hugo.

Hablaron con sinceridad de su futuro y él confesó que podía esperar hasta el momento en que ella sintiera que Steven había dejado de importarle. Se lo dijo de tal forma que Sarah tuvo la impresión de que eso no le preocupaba demasiado, y se sintió molesta. Pero después se reprochó a sí misma de ser tan tonta, pues si Hugo hubiera dicho que la amaba, ella le habría rechazado sin vacilar. Casarse con alguien que le quiere a uno, sin estar enamorado de él, le parecía un engaño. Realmente, ella y Hugo sentían una profunda y mutua cordialidad, y sobre ella construirían su matrimonio.

Un poco más tarde, en Manchester mientras tomaban el té, Sarah comentó:

—No estabas nervioso esta mañana, Hugo… ni excitado. Desde luego, no era lo mismo que… bueno, supongo que te sentirías diferente si quisieras mucho a una persona.

Se ruborizó un poco, pero no intentó eludir su mirada.

—Eso me han dicho… —dijo él, con una leve sonrisa—. Pero no soy nervioso ni excitable por naturaleza. Iremos a Windermere a cenar; la comida allí es muy buena, según me han dicho.

Ella se puso de pie.

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—Oh, me alegra mucho saberlo —le dijo, con inquietud—. ¿No te molesta que me guste comer con tranquilidad?

Se dirigían hacia el coche, cogidos del brazo.

—La primera vez que saliste conmigo, querías algo rápido.

—¡Y me llevaste a ese sitio tan bonito! —exclamó ella.

—Pronto volveremos allí, te lo prometo, y podrás comer con toda la tranquilidad que desees.

Él se estaba abrochando el cinturón de seguridad, cuando Sarah le dijo:

—No te importa… ¿qué me guste la comida?

Él se echó a reír y al hacerlo, pareció más joven.

—Me encanta estar con alguien que disfruta de las cosas. Muchas mujeres fingen no interesarles lo que están comiendo, lo que es una tontería, desde luego. El paisaje que viene ahora es muy bonito —dijo, poniendo el coche en marcha—. Puede que eso te despierte el apetito —añadió, sonriendo.

El hotel al que llegaron era antiguo y estaba a la orilla de un lago. Desde las habitaciones podían verse unas cascadas. Sarah tiró el sombrero encima de la cama y corrió a asomarse al balcón. Hugo estaba en el de al lado.

—¡Es precioso! —exclamó ella—. ¡Nunca había visto nada igual!

—Espera a que veas la casita —dijo él—. Vendré a buscarte dentro de cinco minutos.

Ella ya estaba preparada cuando él llegó. Bajaron cogidos del brazo, para disfrutar de una buena cena, acompañada con champán. Después pasearon por la orilla del lago. No hablaron hasta que Sarah preguntó:

—¿A qué hora nos vamos mañana?

—Debemos recorrer casi quinientos kilómetros. Si salimos a las nueve, llegaremos sobre las seis. ¿Estás cansada?

—No —contestó ella rápidamente—. ¿Crees que podríamos pasear un poco antes de desayunar? ¿Habrá tiempo?

—Sí, si no te importa madrugar… Les pediré que te llamen a las siete.

La mañana fue todavía más agradable que la noche. Pasearon por otra parte del lago y hablaron de los placeres de levantarse temprano y también de poesía; Hugo terminó diciendo unos versos que hicieron reír a Sarah.

Él rio con ella, y después la cogió de la mano.

—¿Sabes, Sarah? —dijo—. Creo que vamos a disfrutar mucho de la vida, viviendo juntos.

Se detuvieron a comer en Crianlarich y llegaron a Inverness después de viajar a través de paisajes que dejaron a Sarah asombrada.

—¿Cuántos años hace que tienes la casa? —le preguntó, más tarde.

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—Cinco… —comentó él, con aire pensativo— no… seis. Vengo dos veces al año aunque aprovecho la menor oportunidad para venir.

—¿Vendremos… quiero decir, puedo venir contigo?

—Por supuesto, querida, a menos que haya alguna otra cosa que prefieras hacer.

—Tengo ganas de llegar.

En Invermoriston, Hugo se desvió por una carretera estrecha, que le obligó a reducir la velocidad.

—Ya casi hemos llegado.

Ella se dio cuenta de la felicidad que había en su voz.

—Es bonito, solitario y hace que todo lo demás te parezca irreal —añadió mientras Sarah miraba por la ventanilla para ver todo lo que les rodeaba.

—¿No estás cansado? —le preguntó, mirándole.

—No. Esto me gusta demasiado como para cansarme. Me conozco muy bien la carretera y eso ayuda mucho.

—Solo en una situación desesperada conduciría sola por aquí —comentó la joven.

Hugo se echó a reír y le dijo tranquilizadoramente:

—Parece una zona solitaria y vacía, ¿verdad? Pues es más posible que pasaras desapercibida en Londres que aquí. ¿Realmente no te atreverías a conducir hasta aquí?

—No… a menos que estuviera desesperada.

El Loch Duich estaba todavía más bonito por la tarde que por la mañana. Las montañas de Kintail parecían estar a poca distancia.

Después de haber recorrido unos tres kilómetros, bordeando el lago, entraron en un tortuoso camino que parecía no llevar a ningún sitio. Por fin, llegaron a un grupo de casas y después de parar el coche en la última, Hugo bajó y llamó a la puerta. Le había dicho a Sarah que la señora MacFee era una de las mujeres más maravillosas que había conocido en su vida y cuando ella le preguntó por qué, le contestó:

—Tiene cuarenta años, el pelo rojizo y una cara vulgar, pero es una excelente persona. Tiene muchos hijos y su marido es el mejor pastor de aquí. Está satisfecha de su vida, lo mismo que su marido. Cada vez que les veo, me siento más humilde.

Sarah comprendió lo que le había querido decir cuando la puerta se abrió y apareció la señora MacFee. No era guapa, pero inspiraba confianza. Se fue directamente hacia el coche y saludó a Sarah. Después, le dio a Hugo una llave antigua y les despidió con la mano, cuando ellos siguieron adelante.

—Normalmente dejo la llave debajo del tonel del agua —le explicó Hugo—, y la señora MacFee también hace lo mismo. Pero sospeché que hoy no lo haría. A todas

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las mujeres les emociona ver a una recién casada. Por cierto… tu vestido de boda era perfecto, Sarah igual que el sombrero que llevabas. Te estaba muy bien… porque eres muy guapa.

—Gracias, Hugo —dijo ella, complacida—. La señora MacFee es tal como la describiste, y sé muy bien lo que quisiste decir. ¿Cómo consigues comida en la casa?

—Tenemos un sistema que funciona muy bien. Cuando me voy, la señora MacFee sube a la casa y llena la alacena de comestibles, compra carbón para la estufa y limpia todo. Deja la casa recogida. Aunque llegara inesperadamente, estaría todo en orden.

La cuesta era cada vez más empinada y, por fin, él disminuyó la velocidad. La casa estaba un poco escondida y el camino de entrada estaba bordeado por una pared de piedra.

Las paredes de la casa estaban pintadas de color blanco y había una ventana pequeña a cada lado de la puerta. Era la única casa que había por allí, pero Sarah no tuvo ningún sentimiento de soledad mientras la examinaba. Era acogedora.

El vestíbulo era pequeño y tenía una puerta que daba al salón, donde había varios sillones, una mesa baja y una chimenea de piedra, con estanterías a los lados. El suelo era de madera y había varias alfombras. Las cortinas rojas y la lámpara de bronce ponían un toque de elegancia.

En la cocina había una mesa de madera, pegada a la pared, con dos sillas. Encima de ella había una bandeja con fruta fresca, prueba de la reciente visita de la señora MacFee. La cocina, de leña y carbón, ocupaba la mayor parte de la pared opuesta, con la escalera, que estaba escondida detrás de una puerta.

—Sube —le sugirió Hugo—, mientras traeré las maletas.

Arriba, había dos habitaciones pequeñas, separadas por un cuarto de baño. El suelo estaba enmoquetado y las cortinas eran azules.

Una de las habitaciones era más grande que la otra. Tenía una mesa junto a la ventana, con un jarrón de flores, que había puesto sin duda la señora MacFee. Sarah pensó que aquella iba a ser la suya y Hugo se lo confirmó cuando bajó a la cocina.

Él había encendido la cocina y olía a leña. Se había quitado la chaqueta y estaba apoyado en la pared, observando cómo ardía el fuego. Parecía contento, como si hubiera llegado realmente a su casa. Por un momento, Sarah tuvo la impresión de que no le conocía. Parecía distinto al médico con el que había trabajado siempre. Hugo levantó la mirada y Sarah comprendió que no había cambiado en lo más mínimo; era ella la que le veía de otra forma. Se sonrieron.

—Vamos al jardín para que veas el paisaje —le dijo él.

El jardín era largo y estrecho, con un sendero que lo cruzaba. Desde allí, parecía que el pueblo estaba más cerca. Más abajo, se podía ver la carretera que bordeaba el Loch Duich.

—Vamos a sacar la ropa de las maletas, ¿quieres? —propuso él—. Después iremos a comer a Dornie. Hay un hotel pequeño, pero muy bueno.

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Sarah se sintió un poco desilusionada, pero no dijo nada. Era tan buena cocinera como enfermera y tenía ganas de demostrárselo a Hugo. Aunque, después de todo, pasarían dos semanas en la casa y tendría oportunidad de hacerlo.

Los días pasaron lentamente. Su costumbre de levantarse temprano parecía alargarlos. Sarah estaba descubriendo un nuevo Hugo. Se levantaba a las seis de la mañana, preparaba el té y le subía una taza a la habitación. Cuando ella bajaba a preparar el desayuno él ya estaba trabajando en el jardín. Parecía tener una energía inagotable, que ella no había sospechado que tuviera. Durante el desayuno, aquella primera mañana, le había dicho:

—Eres tan diferente. Nunca pensé que fueras un hombre tan… mañoso… capaz de cortar leña, cultivar un jardín y preparar el té.

Vio una expresión burlona en los ojos de él y se ruborizó.

—Mi pobre Sarah, ¿te sientes desilusionada por eso? Sé que llevo ventaja en nuestra unión, porque eres una cocinera famosa en el hospital.

Entonces, ella se echó a reír. Dejaron la casa en manos de la señora MacFee, y se llevaron una cesta con comida, para ir a recorrer la parte baja de las montañas. Volvieron al atardecer y Sarah preparó la cena más deliciosa que había hecho en su vida.

Fueron a sitios distintos cada día. Algunas veces pasaban horas enteras pescando; a Hugo le apasionaba, pero a Sarah le era indiferente. Sin embargo, se sentía bien acompañándole. Un día la llevó a Inverness y ella compró lana para hacerle un jersey. Eso, y la gran variedad de libros que había en la casa, la mantuvieron ocupada mientras Hugo pescaba.

También visitaron los alrededores y Sarah descubrió lo bonita que era aquella parte de Escocia.

Pasaron poco más de dos semanas en la casa y cuando finalmente cerraron la puerta y pusieron la llave debajo del tonel del agua, Sarah sintió como si hubiera pasado la última página de un libro maravilloso. Se habían despedido de la señora MacFee el día anterior, pero de todas formas, salió a la puerta de su casa para despedirles.

Llegaron a Richmond al día siguiente por la noche. Al bajar del coche, Sarah pensó en lo bonita que era la casa de Hugo, con un jardín lleno de rosas y una enredadera cubriendo una de las paredes. Fueron recibidos cariñosamente por Alice, que les sirvió una deliciosa cena en el comedor, a la luz de las velas.

Después, se sentaron en el estudio para leer las cartas que habían recibido. Había una carta de Kate, en la que le decía que Jimmy había obtenido el puesto de ayudante en la sección de cirugía, ya que Steven lo dejaría vacante al casarse con Anne Binns. Tenía cartas de sus padres y de su hermano que había viajado de Alemania a Inglaterra para asistir a la boda y conocer al novio.

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La voz de Hugo interrumpió sus pensamientos.

—¿Algo interesante en tus cartas? —le preguntó.

Sarah le hizo un resumen de la de Kate.

—Ah, sí. Me alegro de que le hayan dado el puesto a Jimmy. Hablé con Binns sobre él.

—¡Oh, Hugo! ¡Eres un encanto! —exclamó ella, entusiasmada.

Sarah estaba sentada en un sillón de piel, bajo la suave luz de una lámpara. Le sonrió, sin darse cuenta de lo atractiva que estaba en aquel momento. Él la miró un instante y siguió leyendo las cartas.

—Nos invitan a un cocktail para celebrar el compromiso de Anne Binns… el jueves. ¿Aceptamos? —le dijo él, de pronto.

Ella le miró, preocupada.

—Si estuvieras solo… quiero decir, antes de casarnos, habrías ido, ¿no? Entonces, iremos… pero no me dejes sola, Hugo.

Él dejó las cartas y se recostó en el sillón.

—No, te prometo que no lo haré, Sarah… es una buena idea afrontar la realidad.

Se puso en pie y cogió una silla para sentarse junto a ella.

—No he abierto éstas todavía. Deben ser invitaciones. Las leeremos juntos, para decidir cuáles aceptaremos. Hay una carta de mi madre y otra de mis hermanas —dijo, dándoselas—, y ha llegado esto.

Le entregó una tarjeta de felicitación. Debajo del poema de amor que había impreso en el interior, la señora Brown había escrito, con letra temblorosa:

A mis mejores amigos, sabiendo que serán felices.

Decidieron visitar a la anciana al día siguiente. Hugo dejaría a Sarah en la calle Phipps cuando se dirigiera al hospital y la recogería al terminar la consulta.

La señora Brown se alegró de verla, pero su alegría no disimuló el hecho de que no se encontraba bien. Estaba pálida y tenía los tobillos hinchados. Sarah la entretuvo contándole lo que habían hecho durante aquellas dos semanas. La anciana recibió efusivamente a Hugo cuando llegó, se sometió a un largo examen y después se sentó, con Timmy en su regazo, para contestar a las preguntas del médico. Cuando Hugo terminó, ella dijo, con toda tranquilidad:

—No estoy nada bien, doctor, y no tiene sentido que vaya otra vez al hospital. Sería inútil, y prefiero quedarme con mi gato.

Hugo estaba sentado en el borde de la cama.

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—Entonces, quédese aquí, señora Brown. Le pediré a la señora Crews que venga con más frecuencia.

Sonrió y se puso de pie. Sarah, que le había estado observando en silencio, pensó que si alguna vez se ponía enferma, no dejaría que ningún otro médico la cuidara. Él le hizo una pequeña seña y ella se puso de pie, para despedirse.

—Me alegra verles tan felices —dijo la señora Brown—. Vuelva pronto, enfermera, y usted también, doctor.

Cuando volvían a su casa, Sarah preguntó:

—¿Va a morirse pronto la señora Brown?

—Sí… dentro de pocas semanas. Podríamos hacer que viviera un poco más en el hospital, pero ella se opondría. Haré que la señora Crews comprenda la situación.

—Me gustaría venir a visitarla… ¿no te importa?

—¿Por qué iba a oponerme? Soy tu marido, no tu carcelero… Ven cuantas veces quieras.

Los días pasaron rápida y tranquilamente. Sarah estableció una rutina que le resultó satisfactoria. Había pensado que echaría de menos la agitada vida del hospital, pero no era así. Se dedicó a ordenar los cajones y los armarios, y dos veces a la semana, en los días en que Alice descansaba, cocinaba ella.

Cogió varias veces el coche y descubrió que no se ponía tan nerviosa como pensaba. Se atrevió a ir al hospital para recoger a Kate y llevarla a Richmond, el día que su amiga tenía libre. Su antigua compañera le contó cosas sobre el hospital, pero no mencionó a Steven. Y cuando Sarah le preguntó, sin señal alguna de emoción, cuándo dejaría él el hospital, Kate la miró, sorprendida.

—¡Sarah! —exclamó—. ¿Tú no… todavía le…? No, eso no es posible… Hugo es maravilloso… te envidian todas las mujeres del hospital. ¿Eres feliz? —le preguntó.

—Mucho —contestó Sarah rápidamente, sin pensarlo—. Lo preguntaba solo porque Hugo y yo vamos a ir a la fiesta de compromiso de Steven y Anne, la semana próxima.

—¿Qué vas a ponerte? —le preguntó Kate.

Estuvieron hablando de la fiesta hasta que Kate tuvo que marcharse para reunirse con Jimmy. Sarah la llevó al hospital y volvió a Richmond sin problemas.

Hugo no cenaría aquella noche en casa, así que no tenía que darse prisa. Alice iba a salir también; tendría la casa para ella sola. Hugo tampoco había cenado allí el día anterior, había dicho que tenía trabajo que hacer. Sarah se preguntó qué trabajo sería y pensó, con cierta tristeza, que aunque eran excelentes amigos, ella no se atrevía a preguntárselo.

La casa estaba silenciosa cuando llegó. Salió al jardín con los perros; después fue a la cocina y se preparó algo de comer. Cuando recogió la cocina, recorrió la casa,

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mirando las fotografías que había en las paredes. Por fin se fue a la cama con un libro, pero leyó la misma página varias veces y lo cerró. Apagó la luz y se quedó despierta, escuchando atentamente por si volvía Hugo. Cuando él llegó por fin, le oyó detenerse en la puerta y darle las buenas noches en voz baja, pero ella no le contestó.

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Capítulo 5 Sarah durmió hasta tarde a la mañana siguiente. Era sábado y Hugo tenía el día

libre. Alice debía haberla despertado, porque la bandeja del té estaba al lado de la cama, pero sin duda, se habría vuelto a quedar dormida. Cuando bajó, Hugo estaba en el jardín, leyendo la correspondencia. Levantó la mirada un momento y dijo, sonriendo:

—Buenos días, Sarah. ¡Dormilona! No eran ni las once cuando llegué anoche y ya te habías dormido cuando te di las buenas noches.

Los ojos de él se clavaron en los de ella.

—¿No estabas despierta?

Sarah evitó una respuesta directa.

—Supongo que estaba muy cansada. O quizá fue por ir dos veces al hospital, conduciendo, con el tráfico que había ayer.

—¿De verdad? ¡Así me gusta! Solo por eso, esta noche te llevaré al teatro y después a cenar al Mirabelle. Tengo entradas para la obra del Comedy —la cogió del brazo—. Vamos a desayunar… me estoy muriendo de hambre.

Por la noche, cuando terminó de vestirse, Sarah se miró en el espejo de su habitación y decidió que no estaba mal. Había comprado el vestido en Salisbury. Era de color rosa, con un amplio escote y mangas largas. Se había recogido el pelo y se había puesto los pendientes que le había regalado Hugo. Se volvió cuando oyó que llamaban a la puerta y vio entrar a Hugo. Sarah cogió el bolso y exclamó:

—Ya estoy lista… ¿te parece bien? —preguntó, alegre.

Él estaba apoyado en la puerta, y se dirigió hacia él, lentamente, dándose una vuelta antes de detenerse.

—Pareces una princesa salida de un cuento de hadas… solo espero que no desaparezcas durante la noche.

Él se retiró de la puerta y Sarah vio que tenía un estuche de terciopelo en una mano.

—Tenía que haberte dado esto cuando nos casamos, pero no tuve oportunidad de sacarlo del banco. Era de mi abuela… se lo regaló mi abuelo cuando se casaron. Ahora yo se lo doy también a mi esposa.

Era un collar de perlas con un broche de brillantes. Ella lo observó, y exclamó:

—¡Es precioso!

Le miró fijamente, tratando de leer la expresión del rostro de Hugo. Pero era inescrutable y ella se dio por vencida. Después de un momento de silencio, añadió, en voz baja:

—Gracias, Hugo… ¿me ayudas a ponérmelo, por favor?

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Sintió los dedos fríos de él en el cuello y entonces, con las manos apoyadas ligeramente en sus hombros, Hugo la hizo volverse hacia él otra vez. Le puso un dedo debajo de la barbilla y se quedó mirándola fijamente. De pronto, la soltó y preguntó:

—¿Estás lista? ¿Vas a llevar algo por si hace frío?

Ella le contestó algo, sin fijarse casi en lo que decía. Había pensado por un momento que iba a besarla, pero como no lo hizo, se sintió desilusionada.

La velada fue maravillosa. Casi no se dio cuenta de lo que cenaba y después, bailaron en silencio. Regresaron a casa a las tres de la madrugada. Él le dio un beso en la mejilla y le dijo:

—A dormir, como una niña buena.

Sarah se sintió furiosa. No era una niña para que la mandara a la cama.

—No tengo sueño —dijo.

—Pues yo sí —dijo él suavemente.

Ella se volvió sin decir palabra y empezó a subir hacia su habitación. Se detuvo en la puerta y le dijo:

—Gracias por esta velada tan encantadora, Hugo. He disfrutado mucho.

Se quedó esperando, llena de ilusiones, pero él solo dijo:

—Buenas noches, Sarah. Me alegra que te hayas divertido. Duerme bien.

Sarah se acostó y apagó la luz. Sentía una furia que no conseguía entender. Su último pensamiento antes de dormirse fue que nunca volvería a ponerse el vestido de color rosa. No sabía por qué había tomado tal decisión y, de pronto, sintió demasiado sueño como para molestarse en analizarlo.

El martes por la mañana, Hugo le dijo que volvería después de las nueve y que esperaba que eso no le molestara. Pero antes de que Sarah pudiera responderle, él había desaparecido. Durante todo el día no dejó de preguntarse lo que haría Hugo en esas noches en las que desaparecía misteriosamente de la casa. Trató de distraerse yéndose de compras, pero no consiguió olvidarlo del todo, ni siquiera cuando compró el vestido que llevaría en la fiesta del compromiso de Steven. Era de color miel, perfecto para las perlas.

Trató de distraerse, también, visitando a la señora Brown, y cogió un taxi hasta la calle Phipps. La anciana se alegró al verla, pero era evidente que había empeorado y cuando le pidió a Sarah que hiciera el té, lo hizo con voz débil y temblorosa. Al salir, la joven habló con la señora Crews en el rellano de la escalera y le pidió que la llamara si la anciana empeoraba. Regresó a su casa y llamó a su madre por teléfono. Habló un buen rato y le contó cómo era su vida en Richmond, aunque no le explicó todo.

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Se alegró de haberse arreglado cuidadosamente cuando llegaron a la casa del doctor Binns. Estaban muchos de los que trabajaban con el médico en el hospital. Había un grupo de hombres y mujeres más jóvenes, seguramente amigos de Anne Binns. Sarah le dijo las frases correctas a Anne y pensó que aunque el vestido que llevaba era bonito, su figura dejaba mucho que desear.

El enfrentarse a Steven no fue tan duro como ella había pensado que iba a ser. Fue, quizá, porque se sentía segura con su nuevo vestido y su collar, o por la suave presión de la mano de Hugo en su codo. De cualquier forma, le resultó posible saludarle con tranquilidad y desearle felicidad. Fue quizá una coincidencia, pero cuando ella estaba saludando a un grupo de conocidos, Steven se unió a ellos. La gente del grupo se fue retirando, poco a poco, dejándola sola con él.

Steven le dijo rápidamente:

—Quiero hablar contigo, Sarah.

La joven le dirigió una sonrisa, amable.

—Pero yo no quiero hablar contigo —le dijo fríamente.

Miró a su alrededor. Hugo no estaba por allí, a menos que estuviera detrás, y no podía hacer un movimiento tan brusco como volverse.

—Tú no le amas —afirmó Steven bruscamente—. Te casaste con él por despecho.

Él miró fijamente las perlas y lanzó una risilla de desprecio. Sarah se enfureció.

—¿Cómo te atreves? ¡Qué vanidoso eres!

En aquella ocasión sí se volvió. Hugo estaba en el otro extremo de la habitación, hablando con la jefa de enfermeras. Con el aire más natural del mundo, se acercó a ellos, llevándose a la mujer con él. Hizo caso omiso de Steven y comentó amablemente:

—Cariño, le estaba diciendo a la señorita Good que eres una cocinera fenomenal.

Su actitud era muy tranquila, pero ella vio el brillo que había en sus ojos cuando le sonrió. No se detuvo a pensar qué podía significar, pero correspondió a su sonrisa y dijo:

—Oh, Hugo, seguro que has exagerado.

—No lo creo —intervino la jefa de enfermeras—. Y es más, su esposo me ha invitado a cenar para que lo compruebe.

Sarah no se dio cuenta de cómo había conseguido ponerse Hugo entre ella y Steven. La cogió de la mano mientras le preguntaba a él, con fingida amabilidad, cuáles eran sus planes para el futuro.

Sarah habló con la jefa de las enfermeras y entre las dos fijaron una fecha para la visita prometida. Poco tiempo después, Hugo y ella se despedían de sus anfitriones y regresaban a casa.

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Él habló poco durante el viaje. Pero cuando estaban en el comedor, terminando de cenar, le preguntó:

—¿Qué te ha dicho Steven para que te enfadaras tanto, Sarah?

—Me ha ofendido.

Hugo cogió una pera del frutero y preguntó:

—¿Quieres que te la pele?

Sin esperar su respuesta, empezó a hacerlo. Después de un momento, añadió tranquilamente:

—Me he dado cuenta de que te ha ofendido. Pensé que ibas a pegarle.

Sonrió y su mirada se cruzó con la de ella.

—¿Qué te ha dicho, Sarah?

—No importa, ¿no te parece? —le respondió.

—No, no importa en lo más mínimo, por eso no veo ningún motivo para que no me lo digas.

Le miró con impaciencia y molesta, le dijo:

—Me ha dicho que no te amaba y que me había casado contigo por despecho.

Ella no sabía lo que iba a decir Hugo, pero la tranquilizó oírle reír y exclamar:

—¡Vanidoso!

Le dio un plato con la pera ya pelada y cogió otra para él.

—No voy a llegar temprano mañana por la noche, Sarah. Tal vez quieras que Kate o alguna otra de tus amigas venga a hacerte compañía.

—¡No, no quiero invitar a nadie! Los martes y los viernes siempre llegas tarde a casa.

Él levantó la mirada, arqueando las cejas. Había una ligera sonrisa en sus labios.

—Sí, ¿verdad? —respondió, imperturbable.

Sarah esperaba que él dijera algo más, cualquier cosa, pero no lo hizo. Ella dejó la servilleta en la mesa, se puso de pie y salió corriendo del salón. Subió a su habitación y allí, se echó a llorar. Se sintió mejor después de hacerlo y pensó que era un efecto retardado de la impresión seguramente que le había producido ver a Steven. Pero, al pensar en él, se dio cuenta de que le recordaba con más fastidio que dolor.

Se sintió un poco tonta cuando se despertó al día siguiente. Cuando bajó, Hugo estaba esperándola como si nada hubiese sucedido. Pasearon por la orilla del río y ella se puso hablar de cosas intrascendentes.

—¿Vas a ir hoy a ver a la señora Brown? —le preguntó Hugo.

Ella contestó que sí, aunque realmente hasta aquel momento no lo había pensado.

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—¿Me permites que te sugiera que no te lleves el coche? Creo que va a haber tormenta esta tarde y conducir con tráfico y lluvia es muy peligroso. Coge un taxi.

—Está bien, Hugo, así lo haré.

Estaba lloviendo cuando llegó a la calle Phipps. El señor Ives la recibió; parecía muy preocupado por la señora Brown. Sarah puso el ramo de flores que le había llevado a la señora Brown en un jarrón y después, preparó el té. Se sentó en el borde de la cama para charlar con la enfermera, mientras se tomaban el té y un trozo de tarta de chocolate. La anciana empezó a contarle cosas y Sarah la escuchó con atención. De vez en cuando la enferma se quedada dormida, sin darse cuenta y cuando volvía a despertarse seguía con su narración.

Sarah no había pensado quedarse mucho tiempo, pero como la señora Crews no llegaría hasta las cinco de la tarde, le dio pena dejar sola a la anciana. Había estado lloviendo torrencialmente durante más de una hora y se preguntó, con inquietud, si podría encontrar un taxi en una tarde como aquella. Estaba lavando las tazas cuando entró Hugo. Le sonrió, saludó a su paciente y le dijo a Sarah:

—Sabía que te quedarías aquí hasta que la señora Crews llegara.

Empezó a examinar a la señora Brown, y no había terminado todavía cuando la señora Crews llegó. Sin levantar la mirada, dijo suavemente:

—Espérame, Sarah. No te vayas.

Dio algunas instrucciones a la señora Crews y después cogió a Sarah del brazo y bajaron juntos la escalera. Cuando la joven vio que la llevaba hacia el coche, se resistió un poco:

—Puedo coger un taxi, Hugo. No quiero que pierdas tiempo, llevándome a casa.

—Sube y deja de protestar. No te voy a llevar a casa. Pero no tengo tiempo de darte explicaciones. Tengo prisa.

Subió al coche y Hugo lo puso en marcha. El trayecto no fue muy largo, pero sí bastante complicado. Recorrieron un laberinto de calles, y por fin, se detuvieron delante de un modesto edificio de dos pisos, con un letrero que decía: «Doctor John Bright, Médico Cirujano». Sarah contuvo el aliento y se volvió hacia Hugo, pero él dijo rápidamente:

—Ahora no, Sarah… vamos.

Ella le obedeció y le siguió. Entraron directamente en una sala de espera; casi no había muebles, pero estaba llena de gente. Cuando los pacientes vieron entrar a Hugo, le saludaron.

—Buenas noches, doctor.

La gente que había en la sala de espera miró con curiosidad a Sarah. Hugo se dio cuenta y se detuvo, haciendo que ella también se detuviera.

—Es mi esposa. Es enfermera y ha venido a ayudarnos esta tarde.

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Se oyó un murmullo y Sarah sonrió, titubeando. Después se sonrojó al oír uno de los comentarios:

—¡Vaya, doctor, ha conseguido el hada madrina de los cuentos!

Hugo se rio antes de cogerla del brazo otra vez, para llevarla a una de las consultas. Había un anciano allí, un poco encorvado y casi calvo. Tenía las facciones duras y sus ojos oscuros recorrieron el rostro de Sarah, cuando ella entró. El viejo se incorporó y Hugo dijo:

—Hola, John. He traído a mi esposa. Sarah, éste es John Bright, dirige este consultorio. Es lo bastante bueno como para permitirme que venga a ayudarle dos veces por semana.

La sonrisa que el anciano le dirigió fue cordial. Sarah se sentía miserable. Había pensado muchas cosas sobre las desapariciones de Hugo y se sonrojó. Levantó la vista al oír que el doctor Bright le estaba hablando.

—Me alegro de conocerla, señora Van Elven. Hugo me ha hablado mucho de usted. No le crea lo que dice… este sitio funciona gracias a él. Yo no podría hacer todo sin su ayuda. En la habitación contigua está Sandra, nuestra ayudante. ¿Quiere sentarse con ella?

Sarah dejó el bolso y los guantes en la repisa de la chimenea.

—Me gustaría ayudar —dijo, mirando a Hugo.

—¿Por qué no? —preguntó él, sonriendo—. Dios sabe que necesitamos ayuda, ¿verdad, John? Ven a conocer a Sandra… tal vez ella te consiga una bata blanca.

Sandra era joven, rubia y llevaba minifalda. Se alegró de ver una cara nueva. Le dio a Sarah una bata y le confió que no podía soportar ver la sangre. También le dijo que cualquier ayuda era una bendición para ellos.

Cuando terminó la consulta, Sarah se preguntó cómo habían conseguido llevar el consultorio los tres solos.

Los dos médicos contrastaron sus notas, mientras Sarah recogía el consultorio. Al terminar, el doctor Bright les invitó a tomar café en su apartamento. Vivía solo, en un segundo piso. Le explicó a Sarah que tenía una mujer que le hacía la limpieza diaria y las compras, además de prepararle la comida. Le contó también que su esposa había muerto varios años antes y que tenía un hijo médico, que dirigía un hospital en Mombasa.

Les llevó a una amplia y cómoda sala, e invitó a Sarah a sentarse. Sin embargo, la joven les preguntó:

—¿Preparo algo de cenar? No habéis comido nada desde la comida, ¿verdad?

Los dos hombres aceptaron la proposición con visible entusiasmo. El frigorífico estaba bien provisto y Sarah no tuvo problemas para preparar una buena cena.

—Ya te he dicho que era buena cocinera —comentó Hugo, poniéndose de pie, para ir a la cocina a por más café.

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Mientras él estaba fuera, Sarah propuso al doctor Bright acompañar a Hugo, para ayudarles, si él no tenía inconveniente.

El médico la miró y dijo:

—Mi querida señora Van Elven, ¡claro que nos sería de gran ayuda! Necesitamos a alguien como usted, pero no puedo pagar una enfermera y no puedo permitir que lo haga Hugo. Ya ha metido aquí bastante dinero para ayudarme —y sonriendo, añadió—: La cena ha estado deliciosa.

Cuando se dirigían a casa, Sarah le contó a Hugo la propuesta que le había hecho al doctor Bright. Él contestó con monosílabos y no demostró ningún entusiasmo.

En el vestíbulo de la casa, Hugo le dijo secamente:

—Supongo que estarás cansada. Yo tengo que leer unos papeles. Buenas noches.

Cogió varios papeles de una mesita, entró en el estudio y cerró la puerta. Sarah empezó a subir la escalera, pero se detuvo y bajó corriendo. Cruzó el vestíbulo y abrió la puerta del estudio, decidida a hacer lo que debía, antes de arrepentirse. Hugo estaba de pie, con los perros a su lado, mirando por la ventana.

Se volvió al oírla entrar.

—Sarah, ¿te sucede algo?

Se acercó a ella.

—Sí, he sido una tonta. No tenía por qué sugerir al doctor Bright que podía ir a ayudar, cuando tú vas. Era una cosa que querías mantener en secreto… y me he inmiscuido en ella. No tenía derecho a hacerlo. Escribiré al doctor Bright ofreciéndole una disculpa.

Se volvió para irse, pero él la detuvo.

—Un momento, Sarah.

Ella le miró.

—Si lo recuerdas, fui yo quien… te sugirió la idea de visitar a la señora Brown.

Sarah asintió.

—También te dije que no te llevaras el coche. Sabía que te quedarías con ella hasta que llegara la señora Crews, y que si le dejaba los dos o tres últimos pacientes a Coles, te encontraría todavía en la calle Phipps. Podría haberte traído a casa entonces —dijo, mirándola —, si hubiera querido hacerlo.

Ella abrió la boca, sorprendida.

—¿Entonces, querías que fuera contigo? ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Yo quería… gustarte por lo que soy y no por lo que hago dijo él.

Sarah comprendió lo que quería decir. Era un poco raro que un famoso especialista decidiera ayudar en un pequeño y sucio consultorio de los barrios bajos

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de Londres. Era algo que impresionaría a cualquier muchacha menos sensata que ella. Acarició su anillo de boda y le miró.

—Veo que me entiendes —dijo Hugo suavemente.

—Oh, sí —contestó ella—, pero, ¿sabes? No tenías por qué haber guardado el secreto. Me gustas tal como eres, y no creo que nada de lo que pudieras hacer cambiara eso… aunque, veo que todavía no te conozco bien. Por ejemplo, ¿por qué te has enfadado cuando te he dicho que había ofrecido mi ayuda al doctor Bright?

—No me he enfadado. Estaba indeciso sobre si habría hecho o no lo que era correcto. En ese consultorio se trabaja mucho, incluso más que en el del hospital. Me di cuenta de que quizá te había comprometido a hacer algo peor de lo que hacías antes de casarte conmigo.

El mal humor y la inquietud de Sarah desaparecieron. Sonrió y le preguntó:

—¿Eso era todo? Pero si me gustaría mucho hacerlo. Es solo dos veces por semana. Además, estaré contigo.

El rostro de él era inexpresivo.

—Sí… por supuesto. No me había dado cuenta de que te preguntarías dónde iba.

—¡Claro que sí! Pensé que tal vez… querías… huir de mí, o algo así…

—Eso nunca, te lo aseguro, Sarah. Ni siquiera lo pienses.

Su voz parecía extraña y Sarah no conseguía descifrar la expresión de su rostro.

—¡Bueno! —exclamó ella—. Me alegro de que seamos amigos otra vez… no me gusta que nos enfademos. Me iré a la cama, porque supongo que querrás estar solo.

Él no respondió, pero esbozó una sonrisa cuando ella le besó en la mejilla.

—Buenas noches —le dijo.

Varios días después, la señora Crews llamó por teléfono. Sarah acababa de poner unas flores en un jarrón. Diez minutos más tarde, iba en el coche hacia la calle Phipps.

La señora Brown estaba en la cama; tenía la cara pálida y le dijo, con voz débil:

—Hola, Sarah. Qué gracioso… estaba pensando en usted y en el doctor.

—Que coincidencia, ¿verdad? —comentó Sarah, sonriendo—. Le he dicho a Hugo que vendría a visitarla hoy y él me ha asegurado que pasaría a verla un momento, antes de que nos fuéramos a casa.

La señora Crews estaba preparando algo de comer. Mientras la anciana dormitaba, Sarah le hizo una seña para que salieran al pasillo. Le anotó el número de teléfono del hospital y le pidió que llamara y dijera al doctor que la señora estaba muy mal, para que se pasara a verla al terminar su consulta.

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Cuando Sarah volvió a entrar, tomó el pulso a la señora Brown. Era casi imperceptible, y respiraba con dificultad. Sin embargo la anciana parecía tranquila. Sarah pensó en Hugo y deseó que él estuviera allí.

Cuando se volvió a despertar, Sarah le preparó un poco de té a la señora Brown, pero solo consiguió que se tomara dos o tres cucharaditas. No tardó mucho en quedarse dormida otra vez.

Seguía durmiendo cuando Hugo entró en la habitación. Se quedó un momento en el umbral y miró a Sarah, que seguía sentada junto a la cama, con la mano de la señora Brown entre las suyas. Sarah se sintió más tranquila al verle.

Él se acercó a la cama y puso su mano sobre la de la señora Brown y la de Sarah. Su contacto fue breve, pero tranquilizador. Se incorporó de nuevo y Sarah preguntó, muy preocupada.

—¿He hecho bien en decir que te llamaran? ¿O debí haber pedido una ambulancia?

—Has hecho bien, querida. No se puede hacer nada.

La señora Brown abrió en aquellos momentos los ojos, y exclamó:

—¡Ah, ya ha llegado!

—Hola, señora Brown —dijo, frunciendo el ceño burlonamente—. ¿Qué ha estado haciendo en mi ausencia?

Ella consiguió esbozar una sonrisa. Cerró los ojos y después volvió a abrirlos un momento.

—Gracias por todo lo que ha hecho por mí, doctor. Y gracias a su esposa, también… Timmy, ¿le buscará usted un buen hogar?

—¡Claro que sí! Esté tranquila; yo me encargaré de que esté bien.

Suspiró y volvió a quedarse dormida. Cuando abrió nuevamente los ojos, miró a Sarah con expresión cansada.

—Me llamo Rosemary… es un bonito nombre para una niña.

—Es un nombre precioso. Cuando… tengamos una niña le pondremos su nombre.

Sarah no miro a Hugo al decir aquello, pero pensó que no se enfadaría. Era, evidentemente, lo que la anciana quería oír. Había sido una mentira inofensiva, que no hacía daño a nadie, aunque a ella si le había dolido. La señora Brown esbozó una sonrisa y cerró los ojos, para no abrirlos más.

La señora Crews entró en aquel momento y Hugo dijo a Sarah:

—Ven conmigo.

Ella salió con él al pasillo. Sarah empezó a llorar y Hugo la abrazó con ternura, diciéndola:

—Mi pobre niña, has tenido un día terrible.

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Cuando consiguió controlar las lágrimas, Sarah cogió el pañuelo que él le ofrecía, y con voz temblorosa, dijo:

—Ya me siento mejor, gracias. ¡Qué tonta soy!

Él siguió abrazándola de una forma amigable.

—No digas eso. Siento no haber podido salir antes de la consulta para venir a tu lado inmediatamente.

Ella le miró, sorprendida.

—¡No podías hacer eso… imagínate, con toda la gente que te estaría esperando!

Él pareció querer decir algo, pero guardó silencio, se inclinó y la besó.

Cuando bajaron la escalera, el señor Ives les estaba esperando. Hugo mantuvo su brazo alrededor de ella mientras hablaba con el hombre. Cuando llegaron a la acera, Sarah exclamó, desconsolada:

—¡Oh… están aquí los dos coches!

—Dejaremos el tuyo en el hospital. Quizá puedas ir mañana por la mañana a recogerlo. Espera un momento, Sarah. No tardaré.

Entró en la casa y volvió poco después con Timmy en brazos. Le seguía el señor Ives, que se acercó al coche para hablar con la joven.

—La voy a echar de menos, enfermera —le dijo.

Mientras iban hacia su casa, Sarah miró a Timmy, que estaba dormido en sus brazos, y preguntó:

—¿Quién va a encargarse de todo…?

—Ya he hablado con el señor Ives y la señora Crews. No te preocupes por eso, Sarah.

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Capítulo 6 Durante las semanas siguientes, Sarah pensó en la muerte de la señora Brown,

pero también pensó en sus propios sentimientos.

Las horas que pasaba en el consultorio del doctor Bright le resultaban agradables. Se había comprado dos batas blancas y llamaba a Hugo doctor delante de los pacientes. No podían hablar allí de cosas personales, pero estaban juntos y ella sentía que estaba compartiendo una parte de su vida.

Sarah sabía muy poco sobre la consulta que Hugo tenía en la calle Harley y cuando un día ella sugirió visitarle allí, él la desanimó, aunque amablemente. Sacaban a los perros todas las mañanas, pero solo estaban media hora juntos. Aunque él nunca había dicho que deseaba estar solo, a Sarah le habría gustado que le propusiera sentarse con él en su estudio, mientras leía la correspondencia, como lo había hecho aquella primera noche.

A veces pensaba si él no se habría arrepentido ya de haberse casado con ella. Cuando se despertaba por las noches, se preguntaba si Hugo pensaría todavía en Janet, pero siempre que Sarah intentaba hablar de ella, Hugo cambiaba de tema hábilmente.

El primer día que invitaron a algunos amigos a cenar, Sarah hizo un descubrimiento importante. Habían invitado a la jefa de enfermeras, a John Bright, a los Coles, a Kate y a Jimmy Dean.

Ella se sentó en frente de Hugo, satisfecha del aspecto tan elegante que tenía la mesa. Se había puesto el vestido de color miel y las joyas que él le había regalado. Sus miradas se encontraron un momento y la joven se estremeció de placer al ver el orgullo y la admiración que había en sus ojos. Ella había pasado mucho tiempo con Alice en la cocina, preparando la cena.

Comprobó que sus esfuerzos no habían sido en vano, sus invitados estaban comiendo de todo, con visibles muestras de satisfacción.

Kate le preguntó si había oído la noticia de que Steven había fijado la fecha de la boda con Anne Binns en octubre. Sarah la miró fijamente, porque se había dado cuenta, de forma repentina, de su total falta de interés por Steven. Siguió mirando a Kate sin decir nada, pero Hugo rompió el desagradable silencio que se había hecho, diciendo, con voz alegre:

—Cariño, ¡Ya tienes una buena excusa para comprarte un vestido!

Volvió la mirada hacia él, todavía sorprendida por lo que había descubierto, y respondió, con un suspiro de felicidad:

—Sí, Hugo.

Le había parecido maravilloso que él le dijera cariño, aunque solo lo hubiera hecho porque tenían invitados. Le dirigió una sonrisa y, al recordar sus deberes de anfitriona, instó a la jefa de enfermeras a que se sirviera un poco más de postre.

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Cuando el último de los invitados se fue, Sarah volvió a la sala y empezó a arreglar los cojines, mientras Hugo, que había sacado los perros al jardín, estaba en la puerta, observándola. Ella le miró y vio que estaba sonriendo.

—Felicidades, Sarah. Ha sido todo un éxito… parece que tengo una esposa que es una anfitriona de primera, además de ser guapa.

Ella sonrió y empezó a arreglar otra vez las flores que había en los jarrones. Seguramente él mencionaría el matrimonio de Steven y entonces le sería fácil decirle lo que había descubierto.

—¿Querías decirme algo, Sarah? —preguntó Hugo, casi riéndose.

—No, nada —contestó ella inmediatamente, molesta.

Subió a su habitación poco después, y se quedó dormida, llorando sin saber por qué. Se despertó por la noche, pensando que no podía decir a Hugo que ya no amaba a Steven. Aquello crearía una situación imposible. No podía vivir con un hombre al que amaba, cuando él amaba a otra mujer, aunque solo fuera ya un recuerdo. Solo si Hugo dejaba de amar a Janet, podría decírselo.

Se sentó en la cama y se dio cuenta de lo que había estado pensando. No era a Steven a quien amaba, sino a Hugo. Había sido siempre así y no se había dado cuenta de ello. Y ya que lo sabía, ¿qué podría hacer? Se volvió a acostar, diciéndose que debía sentirse agradecida de que al menos a él le había gustado lo suficiente como para haberla convertido en su esposa. Tal vez, con el tiempo, aprendería a amarla. Se quedó dormida pensando en ello.

Él estaba en el vestíbulo cuando ella bajó por la mañana. Le sonrió al verla. El corazón de Sarah empezó a latir con fuerza, como nunca lo había hecho. Se detuvo en la escalera, reprimiendo su deseo de correr y arrojarse en sus brazos. Luego cruzó el vestíbulo y le dio los buenos días como de costumbre.

Cuando salieron de la casa y él la cogió del brazo con su habitual cordialidad, ella se estremeció de emoción, hasta el punto de que él le preguntó, con asombro, si tenía frío.

Sarah se apresuró a decir que no le pasaba nada y él sonrió. Sarah no se dio cuenta de la mirada penetrante que él le dirigió, pero cuando levantó la vista, pensó que Hugo estaba contento. Habían cruzado el río e iban paseando por el sendero que lo bordeaba, con los perros corriendo de un lado a otro.

—Creo que iremos a Holanda dentro de una o dos semanas —comentó Hugo—. Septiembre es un buen mes para ir de vacaciones, ¿no te parece? Si el tiempo sigue así, creo que será maravilloso. Puedo cogerme unos diez días. Nos llevaremos el coche. Holanda es un país pequeño y puedo enseñarte bastante en ese tiempo. Visitaremos a mi familia, también, pero creo que nos hospedaremos en un hotel, para estar independientes.

Hizo una pausa y le preguntó:

—¿Estás de acuerdo?

Sarah asintió.

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—Hay un hotel muy bueno en Vierhouten, que no está lejos de donde viven mis padres, y está bastante cerca de Hasseit y Wassenaar, donde residen mis hermanas. Gemma, la más joven, vive en Nimes. Podríamos ir también y pasar la noche en algún hotel de la carretera. Después regresaríamos por la costa occidental, hasta uno de los puertos del canal.

Sarah le dijo que el plan le parecía fabuloso. Seguramente, él había estado pensando mucho las cosas para tenerlas tan bien programadas.

—¿Y qué me dices de Alkmaar… no vamos a ver a tus tías, las viejecitas?

—Ah, sí. Debemos tratar de pasar unas horas con ellas… ¿no será muy agitado para ti?

Estaban ya cerca de la casa, Sarah entró antes que él. Estaba ilusionada porque iba a tenerle para ella sola durante dos semanas.

—¡Me encantará hacer todo eso, Hugo! ¡Qué maravilloso tener dos vacaciones en un año!

Él se echó a reír, sorprendido.

—Bueno, normalmente me las ingenio para escaparme varias veces. Es difícil coger más de dos semanas; pero, por lo demás, solo es cuestión de organizar el trabajo. ¿Tienes dinero para comprarte la ropa que necesitarás?

Entraron en el comedor y se sentaron. Sarah le sirvió el café y al dárselo, dijo:

—Tienes solo diez minutos para desayunar, Hugo. Y sí, tengo dinero, me ha sobrado bastante de mi asignación trimestral.

—Entonces será mejor que lo gastes, porque ya tienes a tu disposición la segunda. La ingresé en tu cuenta a principio de mes. Llevamos tres meses y diez días casados.

Ella se ruborizó.

—Oh, ¿lo recuerdas?

Su rubor se hizo más intenso, porque no había sido su intención revelarle que ella también lo recordaba.

La sala de espera del consultorio del doctor Bright estaba llena, como de costumbre. Sarah saludó al médico y fue a ponerse el uniforme. Luego empezó a apuntar los nombres de los pacientes. Para Hugo había una cantidad más considerable que la acostumbrada. Ya conocía a varios de los enfermos e intercambió algunos comentarios con ellos, mientras recorría la sala de espera.

Quedaban solo seis personas, cuando entraron tres jóvenes y se sentaron. No dijeron nada, pero miraron a los pacientes, que les lanzaron una rápida mirada y procuraron después dirigir la vista hacia otro lado. Sarah salió en aquel momento del despacho del doctor Bright y notó la tensión que había en el ambiente; además vio que había humo de cigarrillos.

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—No se puede fumar aquí, por favor —dijo—. Si quieren hacerlo antes de ver al doctor, salgan fuera. Falta mucho para su turno, así que tienen tiempo. Yo les avisaré —añadió, sonriendo ligeramente—. ¿Me dan sus nombres, por favor?

Uno de los muchachos, dijo:

—No queremos esperar… queremos que nos atiendan ahora mismo.

Ella le miró fríamente.

—Aquí se entra por turno —dijo ella, con tranquilidad—. Y por favor, apaguen esos cigarrillos.

Soltaron una carcajada y le echaron el humo en la cara. Se quedaron desconcertados cuando Sarah no pareció hacerles caso, y se limitó a preguntar:

—¿Quién de ustedes es el paciente? ¿Y cuál es su médico?

Ellos no contestaron. La joven guardó su libreta en el bolsillo y dijo, disimulando su enfado:

—Les sugiero que se vayan… me están haciendo perder el tiempo.

Antes de que pudiera decir nada más, el muchacho que había hablado la cogió de la muñeca; se quedó inmóvil, molesta, pero no asustada. Con el rabillo del ojo vio que el paciente que estaba más cerca de la consulta de Hugo se había puesto de pie y había entrado. Los muchachos no se dieron cuenta, pero segundos después se abrió la puerta y Hugo salió.

Le puso un brazo en el hombro de Sarah, y el muchacho soltó la muñeca de la joven. Hugo dijo, sin levantar la voz, pero en tono amenazador:

—¡Si le ponen otra vez un solo dedo encima a mi esposa, les echo de aquí!

Les recorrió con la mirada, mientras sus dedos apretaban tranquilizadoramente el hombro de ella. Los tres muchachos se levantaron, tiraron los cigarrillos al suelo, y el más joven de ellos se apresuró a decir:

—Oiga, no sabíamos que era su esposa… solo era una broma… no teníamos nada que hacer… pero no íbamos a hacer daño a nadie. Y no le hemos hecho nada a ella.

—Es cierto —dijo Sarah, todavía molesta, pero queriendo ser justa—.Solo querían enfadarme.

Miró rápidamente a Hugo. Él estaba muy serio y sus ojos tenían un brillo que no pronosticaba nada bueno.

—Aceptaré sus disculpas si me las ofrecen —añadió Sarah.

—Lo sentimos, señora. No volverá a suceder. Nos perdona, ¿verdad?

Los tres empezaron a dirigirse hacia la puerta y casi habían llegado a ella, cuando Hugo exclamó:

—¡Esperad! ¿Por qué habéis entrado aquí? Supongo que porque no tenéis nada que hacer.

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Los muchachos parecían inquietos, se encogieron de hombros y le miraron. Casi como si lo hicieran contra su voluntad, asintieron. El muchacho que había cogido a Sarah por la muñeca, sonrió tímidamente.

—Bueno, venid la próxima semana. Podréis ayudar, si queréis… ¡Y no esperéis que os paguemos por ello!

Los muchachos parecieron primero sorprendidos, después avergonzados y, por último, complacidos. Cuando él les dijo que se fueran, ellos le obedecieron sin vacilar.

Cuando los tres chicos desaparecieron, Hugo se volvió hacia Sarah.

—Lo siento… ¿te han asustado?

—No, por supuesto que no —dijo Sarah, retirándose de él.

Hugo volvió a su consulta, sin decir nada más, y la joven se quedó inmóvil, llena de rabia.

Cinco minutos después, Hugo la llamó para que vendara una mano que él acababa de curar. La joven lo hizo con una calma que disimulaba lo que estaba sintiendo. Cuando iba a salir, él la cogió del brazo y le dijo lentamente:

—No debía haberte traído a este sitio nunca.

Sarah se sintió feliz. Él no se había enfadado con ella, sino consigo mismo. Le dirigió una sonrisa y se sorprendió cuando él se acercó a ella.

—Estás sonriendo… ¿puedes decirme por qué?

—Me creía que te habías enfadado conmigo. Luego me he puesto contenta porque me he dado cuenta de que estabas enfadado contigo mismo… pero ahora, te has vuelto a enfadar conmigo… —se detuvo— y no sé por qué.

Se miraron durante un momento y él exclamó:

—¡Oh, mi querida niña…!

Él la besó en los labios, pero se retiró inmediatamente.

—No debe volver a suceder.

Ella pensó que se estaba refiriendo a los tres chicos y trató de no pensar en el beso, pues creyó que él se lo había dado como una disculpa.

Diez días después dieron su segunda cena. Sarah, que había disfrutado de la anterior, no estaba segura respecto a ésa. Por una parte, no conocía bien a los colegas de Hugo que iban a ir y por otra, eran mucho mayores que ella.

La joven y Alice volvieron a preparar la cena. Sarah hizo un centro de mesa con flores del jardín y se volvió a poner el vestido rosa, porque Hugo le había dicho que estaba guapa con él y ya había olvidado que había prometido no volvérselo a poner.

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Cuando la vio vestida, la felicitó. Ella se dio cuenta de que él estaba tenso y cansado. Afortunadamente, a la semana siguiente empezarían las vacaciones, y él las estaba necesitando.

—¿Quieres que te prepare una copa? —le preguntó Sarah—. Lo tengo todo preparado y podemos disponer de unos minutos antes de que empiecen a llegar los invitados.

—¡Eres maravillosa! Voy a cambiarme rápidamente, para tomar una copa juntos.

La joven dio una vuelta por la cocina para asegurarse de que todo estaba bien; después volvió a la sala y se sentó en el piano. Estaba interpretando una sonata de Beethoven cuando Hugo fue hacia ella. Sarah se detuvo tan repentinamente como había empezado. Él había llevado la bebida y le dio una copa.

—Estabas tocando como si huyeras de algo, Sarah —le dijo, mirándola penetrantemente—. ¿Estás nerviosa? No tienes que ponerte así, ya lo sabes. Todo va a ser un éxito, como siempre.

Ella no contestó y él añadió:

—Ya tengo los billetes para la semana próxima. Cogeremos el transbordador en Dover. Creo que será mejor que pasemos una noche en Amsterdam, de camino hacia Vierhouten. Esta mañana he hecho las reservas por teléfono.

—Me parece bien, Hugo —dijo ella—. Estoy entusiasmada con el viaje.

Le sonrió y se dirigió hacia el ventanal, para dejar entrar a Timmy y los perros. Se quedó allí, mirando hacia el jardín. Se sentía sola, a pesar de que Hugo estaba en el otro extremo de la habitación. Pero de pronto se dio cuenta de que ya no estaba allí, y antes de que pudiera decir nada, él la estaba abrazando y mirándola con una expresión que la hizo estremecerse.

—Sarah… —dijo él, con suavidad—, hay algo que…

Le interrumpió el timbre de la puerta principal. La soltó inmediatamente y exclamó algo en holandés. Después, añadió:

—Serán nuestros invitados.

Eran los Soper, una agradable pareja que vivía cerca. Los Peppard llegaron en seguida, y poco después los Binns. Sarah saludó a todos con una serenidad que ocultaba su furia. Hugo había intentado decirle algo importante… ¿qué sería? Pensó que nunca lo sabría, porque había sido algo espontáneo.

Consiguió apartar la inquietud de su mente y se concentró tanto en su papel de anfitriona, que cuando las mujeres se reunieron en la sala después de la cena, mientras los hombres seguían en el comedor hablando de política, la felicitaron. Alice les llevó el café y Sarah lo sirvió, sorprendiéndose al ver que los hombres habían llegado enseguida.

—No tiene sentido estar allí hablando de política y de antibióticos, cuando puedo estar aquí contigo, Sarah —dijo el doctor Peppard, en voz alta, para que todos lo oyeran—. Me sentaré contigo para que me hables de Escocia. ¿Qué te pareció?

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Acercó una silla a donde estaba ella, y añadió:

—Ésta es una de las ventajas de ser viejo, ¿sabes? Puede uno hacer lo que quiere, sin que nadie le considere mal educado.

Entre la risa general, Sarah terminó de servir el café y empezó a hablar de Escocia. Después, la conversación se hizo más general. La joven aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor y vio que Hugo estaba hablando con Margery Soper. La señora Binns comentó:

—Supongo que esta casa tiene habitaciones para los niños. Después de todo, fue construida en una época en la que eran muy normales las familias numerosas. Supongo que están en el piso de arriba —miró a Sarah—. ¿Piensas utilizarlas, querida?

Con tranquilidad, Sarah le sonrió. Se dio cuenta de que Hugo, como todos los demás, estaba escuchando con atención. Ella respondió, sin titubear:

—Efectivamente, hay unas habitaciones muy confortables para los niños en el primer piso. Están separadas del rellano de la escalera por una puerta a prueba de ruidos. Es una precaución muy sensata, ¿no creen?

Hugo intervino también.

—Guardo felices recuerdos de esa parte de la casa. Es tal como dice Sarah. Mis hermanas y yo podíamos gritar y reñir sin molestar a los mayores.

—Cuéntanos, Hugo… ¿todavía riñes con tus hermanas? No puedo imaginarme que lo hagas con ellas, ni con nadie. Eres el tipo de persona que siempre se sale con la suya.

Todos se echaron a reír, pero la señora Binns pareció hacerlo sin entusiasmo. Habría querido saber más sobre los planes que tenían los Van Elven respecto a los hijos. Sabía, como todos los demás, que Sarah y Steven habían estado enamorados. Decidió invitarla a tomar el té una tarde, para hacerle algunas preguntas.

El último de los invitados se fue a las once de la noche. Sarah y Hugo volvieron hacia el vestíbulo, después de despedirles.

—Gracias, Sarah —le dijo él—. Otro punto a tu favor. La velada ha sido deliciosa. Por cierto, no recuerdo haberte dicho nada de las habitaciones de los niños, cuando te enseñé la casa —añadió, acercándose a ella.

—No, no lo hiciste —le respondió, fingiendo indiferencia—. Fue Alice quien me lo dijo, porque se lo pregunté.

Se volvió hacia él.

—Amo esta casa… Quería verla entera, por eso le pedí a Alice que me la enseñara. ¿Te importa?

—Habría preferido que me lo preguntaras.

—Oh, pensé que como no lo habías mencionado…

—Había olvidado tu discreción, Sarah.

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Le sonrió y dio un paso hacia ella. Estaba encantador, elegante, y desesperadamente tranquilo. El corazón de Sarah volvió a latir con fuerza al verle tan cerca de ella, al mismo tiempo que aumentaba su rabia.

—No estaba siendo discreta, Hugo, sino bondadosa… bueno, al menos traté de serlo. Debe ser… doloroso para ti hablar de las habitaciones de los niños. Están vacías… debían ser los hijos que debiste haber tenido con Janet los que las ocuparan.

Sostuvo durante un momento la mirada enfurecida y asombrada de él. Entonces le dio las buenas noches y se fue a su habitación. Antes de llegar, ya se había arrepentido de sus palabras y habría querido pedirle disculpas. Pensó hacerlo al día siguiente, pero no tuvo oportunidad, porque Hugo se portó de manera normal, y no dejó de hablar de todos sus planes para las vacaciones, sin darle ocasión a ella de abordar otro tema.

Fue un alivio para sus inquietudes llegar al consultorio del doctor Bright, y empezar el trabajo rutinario que la esperaba allí. Sandra estaba de vacaciones; pero tenía ayuda. Los tres chicos que la molestaron aquella tarde, se habían presentado posteriormente para tratar de ser útiles en el consultorio.

Aquella tarde les tuvo ocupados, registrando los nombres de los pacientes, para poder buscar los historiales en el archivo. Ella tuvo que hacer varias curas y que tomar muestras de sangre.

Quedaban solo dos enfermos cuando la puerta se abrió bruscamente, y una mujer entró corriendo, con un bulto en los brazos. Se lo dio a Sarah. Estaba pálida y trataba de hablar, sin conseguirlo. La joven vio que el bulto era un recién nacido y se dio cuenta de que había sufrido graves quemaduras. Era una niña y estaba viva; Sarah entró corriendo en la consulta de Hugo, que al darse cuenta de la situación, dijo:

—¡Vamos al hospital! Coge a la niña… la madre puede ir atrás. Avisaré a John.

Se sentó en el coche, con la niña en brazos, y él arrancó con rapidez. En urgencias estaban preparados cuando ellos llegaron, porque seguramente John Bright les había llamado. Entregó la niña a una enfermera y llevó a la madre a una de las consultas. La obligó a beber una taza de té y le pidió la información que sabía que iba a necesitar el hospital. Más tarde, se presentó la enfermera del turno de noche para decirles que la niña tenía muchas probabilidades de salvarse y que la madre podía quedarse si lo deseaba. La muchacha se fue con la enfermera.

No había señales de Hugo. Un poco después, llegó el doctor Bright con un hombre.

El doctor Bright le preguntó inmediatamente:

—¿En dónde está?

—En la unidad especial para niños. Llevaré al señor McClough.

—Os esperaré en mi consultorio —dijo el doctor Bright, y se marchó.

La niña estaba aislada en una sala especial. Hugo estaba hablando con un médico, aparentemente, había estado examinando a la niña. También estaba la

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enfermera y la madre de la pequeña, que al levantar el rostro y ver a su marido, acompañado de Sarah, salió corriendo a su encuentro. Se lanzó en los brazos de él, que la apretó contra su pecho, y a pesar de que él también estaba preocupado, intentó tranquilizarla.

—Vamos, vamos, mi amor, estoy aquí… no tienes por qué preocuparte.

Le dio un beso y Sarah volvió el rostro hacia otro lado, consternada por la envidia que había sentido de repente. Era horrible envidiar a una mujer que estaba en una situación tan desesperada, solo porque su marido la amaba. Cerró los ojos un segundo y cuando los abrió, vio que Hugo había salido también y la estaba mirando. Llegó a su lado, la cogió del brazo y se dirigieron hacia el coche.

—Siento mucho que hayas tenido que esperar tanto, Sarah —dijo él.

Guardaron silencio mientras se dirigían hacia el consultorio del doctor Bright. Uno de los tres muchachos estaba en la puerta. Sarah bajó del coche y dijo:

—Hola, Zurdo… gracias por la ayuda… no habríamos podido hacer nada, si no os hubierais quedado aquí.

Aquello no era verdad, pero los jóvenes iban mejorando y necesitaban un incentivo.

El Zurdo sonrió.

—¿Cómo está la niña? —le preguntó, orgulloso—. Yo fui a buscar a su padre.

—Ya te dije que podíais ser útiles, si veníais a ayudarnos. La niña saldrá adelante… espero —dijo Hugo, y sacó algo de su bolsillo—. Repártelo con tus amigos.

—¡Gracias, doctor! Es usted fabuloso… y la señora también…

John Bright les estaba esperando en su apartamento. Había hecho café y mientras se lo tomaban, Sarah entró en la cocina y preparó algo de comer.

—¡Qué gran mujer eres, Sarah! —exclamó el doctor Bright, cuando ella volvió al salón—. Cualquier otra mujer estaría quejándose de que estaba cansada o deprimida por lo que ha sucedido.

Ella le sonrió.

—Siento desilusionarle. Me ocurren esas dos cosas, pero también tengo hambre. Espero que la niña salga con vida —añadió.

—Tiene muchas probabilidades, por lo que Hugo me ha dicho. Parecías tan… solitaria cuando llegué al hospital esta noche —miró a Hugo—. Tienes una esposa maravillosa.

Ella trató de no mirar a su marido, pero era imposible no hacerlo. Él la estaba mirando fijamente, sonriendo. Después de una breve pausa, contestó:

—Sí, John… así es.

Hablaron poco mientras volvían a su casa. Hugo propuso que fueran a pasar el fin de semana con los padres de ella, y a Sarah le pareció bien.

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Hasta el domingo, después de comer en casa de sus padres, Sarah no encontró oportunidad de disculparse. Había salido a pasear con los perros y Hugo la alcanzó. Llegaron a la cumbre de la colina y se detuvieron a contemplar el paisaje que les rodeaba. Sarah habló rápidamente, antes de cambiar de opinión.

—Siento haber sido tan grosera la otra noche, Hugo… fue de muy mal gusto lo que te dije. Te pido perdón, y si Janet estuviera aquí, se lo pediría a ella también.

Él se echó a reír.

—Si Janet estuviera aquí, tus… lamentables palabras no habrían sido dichas.

A ella la había cogido por sorpresa la risa de él, hasta que comprendió que, sin lugar a dudas, estaba tratando de disimular sus verdaderos sentimientos. Notó la burla que había en su sonrisa cuando él dijo:

—¿Sabes, Sarah? No recuerdo haberme sentido ofendido. ¿He debido hacerlo?

—Por favor, no te burles. Me dijiste antes de casarnos cómo te sentías respecto a Janet…

La joven enrojeció de indignación.

Él dejó de sonreír y se quedó mirándola, con rostro inexpresivo.

—Sarah, lo siento —dijo, por fin—. No me había dado cuenta de que estabas pensando en mi felicidad. ¿Estamos en paz?

La besó, y ella se las ingenió para sonreír.

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Capítulo 7 Llegaron a Amsterdam al atardecer. Habían cogido el transbordador de

Vlissingen. En la cubierta, Sarah se quedó sorprendida al oír a Hugo hablando en holandés con uno de los pilotos. Cuando se apoyaron en la barandilla para contemplar las aguas grises del Scheldt, Sarah comentó:

—¿Sabes? Casi me había olvidado de que eres holandés. Tu inglés es perfecto… —le miró, pensativa, y añadió—: Me gustaría aprender holandés… aunque solo fuera para hablarlo un poco. ¿No podrías enseñarme algunas palabras?

—Tal vez… según lo vayas necesitando. Como mi familia habla inglés, no creo que tengas problemas.

—Cuando volvamos a casa —dijo—, quizá busque a alguien que me enseñe holandés.

Hugo se echó a reír.

—¿Debo tomar eso como una insinuación?

Ella le miró de reojo para ver si estaba bromeando, pero no consiguió saberlo.

—No tendrías tiempo de hacerlo.

Pensando que Hugo podría interpretar sus palabras como un desprecio, añadió:

—Gracias de todas formas.

No hablaron más del tema, ya que había llegado el momento de desembarcar. Más tarde, mientras cruzaban la campiña en dirección a Bergen-op-Zoom, su conversación empezó a girar sobre los sitios que iban viendo. La carretera era buena y podían ir a mucha velocidad. Atravesaron campos interminables, algunos pueblecitos, mientras que el cielo azul iba cubriéndose lentamente de nubes.

Rotterdam fue, para Sarah, un laberinto de calles y de coches. Todavía no se había acostumbrado a que los coches no circulaban por la izquierda como en Inglaterra y le asombraba la facilidad con la que Hugo se había adaptado al cambio. Ella se alegró de dejar, atrás la ciudad, a pesar de todas las cosas interesantes que sobre ella le había contado su marido. Empezaba a lloviznar, y el campo estaba bonito. Cuando redujeron la velocidad para cruzar Alpen-aander-Rijn, Hugo le habló del Parque Internacional de Aves.

—Si quieres —le dijo—, vendremos una noche a visitarlo y a cenar aquí. Hay un excelente restaurante. Creo que te gustará.

—Oh, sí, por favor… me encantaría conocerlo —contestó Sarah, entusiasmada—. ¡Qué interesante es todo!

Lo más interesante era que estarían juntos durante dos semanas o más. La idea le pareció tan maravillosa, que su corazón empezó a latir con más fuerza. No se dio cuenta de que estaba sonriendo, hasta que la mano de Hugo se posó sobre la de ella.

—¿Por qué sonríes así? —le preguntó—. ¿Eres feliz, Sarah?

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Él había retirado su mano, pero ella sentía todavía su agradable calor. Era la primera vez que le preguntaba si era feliz.

—Sí, lo soy… —contestó, por fin.

Sintió ganas de decirle que era feliz desde que descubrió que no quería a Steven, pero pensó que no debía hacerlo.

—¿Sabes? Me gusta estar casada.

—Gracias, Sarah —le dijo él—. Creo que nos… bueno, que nos adaptamos admirablemente.

Estuvieron mucho rato en silencio hasta que él dijo que se estaban acercando a Amsterdam y le sugirió que viera el mapa.

Entraron otra vez en una autopista. Sarah le miró un momento y después abrió el mapa de Amsterdam.

—Parece una telaraña —comentó, y Hugo le dijo que era muy lista, porque eso era precisamente.

—Nuestro hotel está en el corazón de Amsterdam —le explicó él—. Es una lástima que solo pasemos una noche aquí. La próxima vez vendremos una semana.

Llegaron a la ciudad. Sarah vio las pintorescas casas, la multitud de tiendas y los canales. Pensó que sería agradable viajar los fines de semana. Hugo no parecía estar exagerando cuando le dijo que no se preocupara por el dinero.

Hugo redujo la velocidad. La calle en la que estaban tenía muchas tiendas. Sarah miró por la ventanilla hasta que Hugo dijo alegremente:

—Parece que tendremos que hacer un recorrido por las tiendas mañana. En realidad, no tenemos que llegar a Vierhouten hasta la noche. Podemos pasar aquí todo el día.

—Oh, no te preocupes por mí —dijo Sarah—. Lo que pasa es que todo es tan diferente e interesante… y yo soy muy curiosa.

Él se echó a reír.

—Bueno, ya hemos llegado. Ahí está el Munttoren… es el hotel que está al otro lado del puente.

El hotel estaba situado junto a un canal y su interior era muy lujoso. La habitación que le dieron a Sarah era bonita y se podía ver el canal. Miró por la ventana durante unos minutos, y después cruzó el baño que comunicaba con la habitación de Hugo. Él levantó la mirada al verla entrar.

—¿Te parece que bajemos a cenar dentro de media hora? Puedes usar el baño primero.

Ella asintió y volvió a su habitación. Media hora más tarde estaba preparada. Se había puesto un vestido estampado. Cuando bajaron a cenar, ella se dio cuenta de que algunos hombres la miraban. Eso no le interesaba; sin embargo, le había producido un gran placer que Hugo exclamara:

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—¡Qué encantadora estás, Sarah!

Cuando terminaron de cenar, salieron a dar una vuelta. En el Rokin había varias tiendas de antigüedades, y ella sabía lo suficiente como para apreciar los tesoros que Hugo le iba enseñando.

Por fin, se separaron al llegar a sus habitaciones. Hugo le había comprado unas revistas y Sarah se acostó para hojearlas.

Al día siguiente, estaba peinándose cuando él llamó a la puerta. Ella le dijo que pasara, pero él solo se asomó y, después de preguntarle si había dormido bien, le dijo que la esperaba abajo para desayunar.

Pasaron diez minutos antes de que ella estuviera preparada. Se había puesto un traje nuevo, por primera vez. Era de color marrón y tenía una blusa de seda. Sarah se había quedado asustada cuando preguntó el precio a la vendedora, pero cuando se lo probó, le gustó tanto, que lo compró. Cuando se miró en el espejo, decidió que había hecho bien en comprarlo.

Hugo la estaba esperando en una mesa, leyendo el periódico. Levantó la vista al ver que Sarah se acercaba y dijo:

—Es nuevo, ¿verdad? Me gusta…

La joven se sentó, llena de placer. Se dio cuenta enseguida del paquete que había junto a su plato. Lo miró, después levantó la vista, y Hugo le dijo:

—Anda, ábrelo… es para ti.

Era una vieja cadena de oro. La habían visto en una tienda la noche anterior y ella había comentado que aunque era de reloj, quedaría muy bien como pulsera.

Sarah la sacó de la caja y exclamó:

—¡Oh, Hugo, es preciosa! ¡Qué bueno eres… gracias!

Ella le miró, pensó que quizá vería algo más que su habitual expresión tranquila, pero no fue así.

—Es para que recuerdes tu primera visita a Amsterdam.

Él insistió en comprarle varias cosas más, cuando recorrieron las tiendas aquel día. Sarah se abstuvo de expresar su admiración por lo que le gustaba, por miedo a que él siguiera comprándole cosas.

Salieron del hotel después de tomar el té. Vierhouten estaba a unos cien kilómetros de distancia. La tarde era agradable y no tenían ninguna prisa. Hugo dejó la autopista en cuanto salieron de Amsterdam y cogió la carretera que pasaba por Hilversum y Weesp.

En Soestdijk, Hugo se detuvo para que Sarah pudiera ver el Palacio Real, mientras él le hacía una breve historia de la Casa de Orange. Volvieron a coger carreteras con poco tráfico, hasta que por fin llegaron al hotel. No era muy grande, pero era tan cómodo que muy bien se podía asegurar que era lujoso. Sarah, mientras se cambiaba de vestido, miró complacida su habitación y pensó que Hugo era un hombre que esperaba, y conseguía, las mejores cosas de la vida.

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Más tarde, mientras cenaban, él le preguntó:

—¿Te gusta este sitio, Sarah? Siempre me ha parecido agradable. Lo volvieron a abrir hace apenas un par de años. Es cómodo y tienen un cocinero fabuloso.

—Es maravilloso —dijo Sarah—. Dime, Hugo, ¿conoces todos los mejores hoteles de Europa?

—Oh, nada más lejos de la realidad —contestó él, sonriendo—.Y, para ser sincero, nunca he encontrado nada mejor que mí… nuestro hogar.

—¿La casita? —preguntó.

—Ah, la casita… mi agujero. Bueno, ahora, nuestro agujero. Cada vez que voy allí, tengo la impresión de que algo maravilloso sucederá.

—Tal vez sea así —dijo Sarah, olvidando su actitud de indiferencia.

Su mirada se clavó en él, imaginándose un mundo de ensueño en el que solo existían ella, Hugo y la casita.

—¿No sientes eso en ninguna otra parte? —le preguntó ella, con ansiedad.

Él la miró antes de contestar.

—Ahora que lo dices —contestó él, con suavidad—. De un tiempo a esta parte he experimentado esa sensación en varias ocasiones y, lo que es más, he tenido… quiero decir, estoy seguro de que, tarde o temprano, va a convertirse en algo real.

Sarah guardó silencio. Seguramente él no podía esperar que se encontraría otra vez con Janet, después de tantos años. Abrió la boca para preguntárselo, cuando él dijo:

—Me preguntabas sobre el Veluwe… déjame explicarte.

Hugo habló durante toda la cena y siguió con las explicaciones cuando salieron a pasear. Cuando Sarah se metió en la cama, se sintió insatisfecha.

Pasaron el día siguiente sin hacer nada. Hugo le dijo que debía descansar antes de empezar a hacer las visitas. Pasearon por los alrededores, jugaron al tenis y, por la noche, la llevó a cenar a De Ouwee Stee, un restaurante que había en una granja del siglo dieciocho. Su interior era tal y como Sarah esperaba, al recordar las viejas pinturas holandesas. Se olvidó de su cena mientras miraba, fascinada, a su alrededor, haciendo numerosas preguntas a Hugo.

Finalmente, dijo, riéndose:

—Mira, Sarah, si te prometo que volveré a traerte a este sitio, ¿me dejarás cenar?

Ella sonrió y empezó a cenar. Sabía que iba bien, porque se había vuelto a poner el vestido estampado. Después de unos minutos, preguntó:

—¿Ya habías estado aquí?

—Oh, sí, varias veces. Con un amigo llamado Jan.

—¿Los dos solos?

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—No, veníamos en pareja. Él con su esposa y yo con alguna amiga. Aunque no fui muy afortunado con la elección. La primera vez traje a… déjame pensar… sí, era rubia, alta y guapa —frunció el ceño—. Pero no puedo recordar cómo se llamaba. Pero… comía muchísimo. No, no me mires así, Sarah… tú aprecias la comida como todo lo demás que la vida tiene de bueno. Era bastante aburrida.

Sarah ahogó una risilla, pero después se puso seria, mientras él seguía diciendo:

—Volvimos hace más o menos un año. Traje a Elsa… una encantadora pelirroja, guapa y delgadita. Casi no comió nada, porque estaba a dieta, y nosotros, por pena, pedimos algo ligero. Cuando la fuimos a dejar a su casa, tuvimos que ir a cenar, porque nos moríamos de hambre.

Sarah movió su café y comentó, sonriendo:

—Pues sí… no han sido muy afortunadas las elecciones que has hecho.

Él asintió.

—Sí, ¿verdad? Ah, pero a la tercera fue la vencida, como dicen. La perfección misma… estatura ideal, figura perfecta, bonita, inteligente, con una voz encantadora, un apetito saludable…

—¡Vaya, me alegro por ti!

Sarah no pudo evitar decirlo bruscamente, ni que su mirada se clavara en Hugo. Él estaba tranquilamente recostado en su silla, mirándola con una expresión risueña y Sarah se sonrojó.

—¡Oh! —exclamó, sin poder disimular—. ¿Te refieres a mí?

—A ti, Sarah —respondió él suavemente—. ¿Supongo que no te opondrás a que tu marido te diga un cumplido, verdad?

—Por supuesto que no. Gracias… no lo merezco, después de haber sido tan curiosa.

Su corazón seguía latiéndole con fuerza, y cambió de tema.

—¿A qué hora nos iremos mañana? ¿Comeremos en tu casa?

No sabía si alegrarse o entristecerse, pero Hugo pareció satisfecho de lo que había hecho y le siguió la corriente, sin decir nada más sobre el tema anterior.

La casa de los padres de Hugo era muy grande, de forma cuadrada y el techo estaba muy inclinado. Había muchos árboles en la zona y hacían que la casa pareciera más aislada de lo que en realidad estaba. Tenía una verja de hierro y una pequeña valla rodeaba el jardín. La puerta principal de la casa estaba abierta y Sarah pensó que era una señal de bienvenida.

Hugo no dijo nada cuando subieron la escalinata que conducía a la puerta principal. Sarah se alegró, porque se sentía un poco desilusionada con la casa. Por su

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exterior dedujo que estaría llena de muebles de fines de la era victoriana, con abundancia de terciopelos rojos.

Fueron recibidos por una criada de edad, que lanzó numerosas exclamaciones de alegría al ver a Hugo, y que habría hecho seguramente lo mismo con Sarah, si hubieran hablado el mismo idioma. Por fin, se volvió hacia ella, dijo una palabra que a la joven le pareció larga y le estrechó la mano efusivamente.

—Mien te está felicitando por nuestro matrimonio —le dijo Hugo. Él pareció muy complacido cuando Sarah ensayó, sonriendo, las primeras palabras que había aprendido en holandés.

—Dank je.

La vieja pareció satisfecha también y abrió la puerta, que conducía al vestíbulo, dejándoles pasar. Sarah, cogida por sorpresa, se detuvo, y exclamó:

—¡Oh!

Se había equivocado. Los muebles no eran Victorianos, sino holandeses antiguos. Las paredes eran blancas y el suelo de mosaicos blancos y negros. En las paredes había grandes platos de Delft y retratos de la familia. El mobiliario consistía en varias mesas bajas y dos sillones enormes. Además, había una chimenea de piedra muy grande.

—No te esperabas esta decoración ¿verdad? —le preguntó Hugo burlón—. El antepasado que construyó esta casa poseía una flota de barcos que iban al Nuevo Mundo y le produjeron una considerable fortuna. Adquirió muebles a través de los años, pero no quiso renunciar a los que había heredado. La casa parece un museo… Y cuando alguien nace aquí, como yo, aprende a quererla. Espero que tú también llegues a hacerlo, con el tiempo.

Ya había cruzado el vestíbulo y Mien abrió una puerta. Sarah supuso, con acierto, que era la sala. Vio que tenía ventanales y que las paredes estaban forradas de madera de blanco pintada. Hugo la cogió del brazo y la llevó hacia una chimenea de mármol.

A los lados de ésta había dos sofás y varios sillones. Allí estaban sentados Mijnheer y Mevrouw van Elven que se levantaron para saludarles.

Comieron tranquilamente. Se había sentido un poco nerviosa ante la idea de visitar a la familia de Hugo, pero ya se había dado cuenta de que iba a disfrutar de la visita. Era extraño y un poco inquietante conocer aquel nuevo aspecto de Hugo. En el hospital siempre le había parecido tan autosuficiente, que casi nunca había pensando en él como persona, durante los años que trabajaron juntos. Pero, al comprender que le quería, necesitaba conocerle más.

Después de comer, Hugo y su padre se retiraron al estudio para discutir lo que su madre había llamado asuntos de familia. La madre de Hugo le dijo a Sarah, mientras le enseñaba la casa, que los asuntos familiares los resolvían en muy pocos minutos y que luego seguían hablando de medicina, que era el tema que más les gustaba a los dos.

Mientras subían la escalera, la madre de Hugo le dijo:

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—Estamos contentos de darte la bienvenida en la familia, Sarah. Eres la mujer perfecta para Hugo. Comprendes su trabajo y le serás siempre de gran ayuda. Nos dijo que estás yendo con él a Rose Road. Qué contento debe sentirse con eso. Además, disfrutaréis trabajando juntos, sobre todo haciendo una labor tan noble. Claro que… cuando lleguen los niños no te va a ser fácil seguir haciéndolo.

Sarah, que iba detrás de su anfitriona, respondió algo, luchando contra sus propios sentimientos. Observó los retratos que había en las paredes del pasillo por el que iban y se recuperó lo suficiente como para demostrar un sincero interés por las diversas habitaciones que la señora Van Elven le estaba enseñando.

—La próxima vez que vengáis querida —dijo Mevrouw Van Elven—, debéis quedaros con nosotros. Lo entendimos cuando Hugo nos dijo que quería que conocieras todo lo posible de Holanda, en la semana que vais a estar aquí. Y es más fácil hacerlo durmiendo en los hoteles de la carretera, que teniendo que volver aquí todos los días. Pero Hugo viene varias veces al año, así que esperamos verte con frecuencia.

Por fin volvieron a la sala y poco después les sirvieron el té. Los dos hombres ya estaban allí. Se disponían a irse cuando el padre de Hugo se puso de pie y se sentó junto a Sarah. Le dirigió una tímida sonrisa, que a Sarah le recordó a su hijo, y dijo:

—Sarah, hay algo que queremos darte. No pudimos dártelo en la boda y tienes que perdonarnos por eso, pero ahora podemos hacerlo, porque Hugo puede arreglar las cosas con la aduana.

El hombre le entregó un pequeño estuche de terciopelo.

—Es antiguo, como verás… tiene doscientos años, y ahora que eres de la familia, queremos que sea tuyo. Cuando Hugo herede… serán tuyas las joyas. Pero esto es un pequeño anticipo.

Sarah abrió el estuche. Era un broche de brillantes, en forma de media luna.

—¡Es precioso! Gracias a los dos por querer dármelo. Lo guardaré como un tesoro, pero lo usaré también. Es demasiado bonito para tenerlo guardado.

Se inclinó y besó en la mejilla a su suegro; después fue a besar a su suegra. Se sintió feliz cuando Hugo la cogió de la mano, y dijo:

—Iremos a algún sitio especial para que lo luzcas. Y ahora, ve a traer tus cosas, porque te voy a llevar a cenar fuera…

Volvería a la casa otra vez en aquella semana, para la cena familiar que la madre de Hugo había organizado. Ya en el coche Sarah comentó:

—¡Qué afortunada soy! Podría no haberles gustado a tus padres.

—No era probable. Eres mi esposa, Sarah, y en mi familia todos tenemos los mismos gustos e ideas sobre las cosas más importantes de la vida.

—¿Soy importante… para ti?

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—Por supuesto que sí —contestó él mirándola de reojo—. Soy lo bastante maduro como para considerar a una esposa como parte vital en la vida de un hombre.

Ella tragó saliva. Quizá era el momento adecuado para decirle que le amaba. Pero antes de que pudiera decir nada, Hugo añadió:

—Ha sido un día bonito, ¿verdad? ¿Te ha gustado mi casa?

Ella se resignó.

—Mucho, pero no me había imaginado que fuera tan… espléndida.

Él la miró, incrédulo.

—A ninguno de nosotros nos parece así, y te sucederá igual cuando la conozcas mejor. Vendremos con frecuencia. Cuando mi padre muera, y espero que eso no suceda en muchos años, y yo herede la casa, ¿querrías vivir en ella?

—Oh, sí, ¡por supuesto! Me gustaría. ¿Pensaste que me opondría a ello?

—No. Creo que sé lo que te gusta y lo que no, Sarah. Pero si no te hubiera gustado hacerlo, habríamos abandonado la idea.

—Eres demasiado considerado, Hugo. No quiero que cambies tu vida para darme gusto.

Ella sintió que había algo de burla en la voz de él, cuando le contestó:

—Deja que sea yo el juez de eso, mi queridísima Sarah.

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Capítulo 8 Hicieron muchas cosas durante la siguiente semana. Exploraron el Veluwe;

cenaron, como Hugo había prometido, en el restaurante de Alvifauna; visitaron Arnhem, donde Sarah pasó un par de horas fascinantes en el museo al aire libre, y compró regalos para llevar a casa. Volvieron a Amsterdam para hacer un recorrido por los canales y una visita rápida a los museos.

Hugo la llevó a comer al hotel de Nederland, cerca de Hilversum, y después fueron a Alkmaar para ver a sus tías. Eran tres simpáticas viejecitas que vivían en una casa que podría competir con cualquiera de los museos que había visitado Sarah. Oyó a Hugo prometerles que las visitaría otra vez a principios de primavera y que llevaría a Sarah con él.

Fueron a Hasselt, también, a pasar el día con su hermana Joanna. Su marido también era médico, y tenían cuatro hijos. Los niños saludaron a Sarah y se llevaron a su tío Hugo para enseñarle una lancha que acababan de comprarles. El marido de Joanna llegó a la casa, y los tres tomaron café. Sarah pensó que los dos le caían muy bien. Cuando Hugo volvió con los niños, ya se había hecho amiga de Joanna, y por la astuta mirada que él le dirigió al entrar en la habitación, Sarah dedujo que había desaparecido a propósito.

Hizo lo mismo en Wassenaar. Se fue a jugar con sus dos sobrinos, para que su hermana Catherina y Sarah tuvieran oportunidad de conocerse. Catherina era más joven y bonita que Joanna; tenía los ojos como los de Hugo y su carácter también era tranquilo. Llevó a Sarah a conocer la casa, y la joven pensó que debió llevar mucho tiempo y dinero decorarla tan bien.

Hugo le explicó que su marido era un abogado notable. Sarah le conoció a la hora de comer y le sorprendió comprobar que era un hombre sencillo. Ella trató de hacer que Hugo le hablara de los niños, pero él se negó, y ella se fue a su habitación pensando, con algo de miedo, que la vida no era tan sencilla como se había imaginado cuando se casó con él. Pero, entonces, no estaba todavía enamorada de él.

Pasaron un día en el Noordoost Polder, porque Hugo dijo que era un verdadero milagro de ingeniería la forma en que habían recuperado la tierra de la que se había apoderado el mar. Sarah pudo apreciar la magnitud de la tarea que los holandeses habían realizado. Escuchó con interés la explicación que le dio.

—Nos pasamos la vida impidiendo que nuestro país sea tragado por el mar —comentó él, finalmente.

Sarah le miró intensamente, y después de una pausa, dijo:

—Es extraño, Hugo. En Inglaterra no puedo pensar que seas otra cosa más que inglés, a pesar de tu ligero acento, que te traiciona de vez en cuando. Pero aquí eres holandés, aunque me hables en mi propio idioma.

Él se echó a reír.

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—¿Sabes, Sarah? Empiezo a temer que no pensaste bien las cosas antes de casarte conmigo.

Él seguía riendo y la miró fijamente. Ella se ruborizó, y exclamó:

—¡Oh, claro que sí…! quizá, no estaba muy segura al principio. Es que…

Sarah titubeó ante la mirada penetrante de él. La cogió del brazo, y exclamó:

—¡Mi pobre Sarah! Estaba bromeando. Vamos a Kampen y comeremos allí. Después iremos a ver a mi madre.

El resto del día fue perfecto. Tomaron el té con los padres de Hugo y hablaron de la casa de Richmond y de Escocia. Los padres de él dijeron que quizá les visitarían en Londres a fin de año.

—Venid a pasar con nosotros la Navidad —propuso Hugo—. Quizá podamos convencer a los padres de Sarah para que vengan a visitarnos en esos mismos días. ¿No te gustaría eso, Sarah?

Se volvió hacia ella y le sonrió. A ella le pareció más apuesto que nunca y solo mirarle la hizo que se lanzara a un ensueño en el que él, de manera repentina y abrumadora, se enamoraba de ella.

—¿Mi amor? —le dijo él afablemente.

Sarah, al oír aquella palabra, pensó que, al menos, una pequeña parte del sueño se había hecho realidad.

Se dio cuenta de que su suegra la estaba mirando, sonriendo, y se sonrojó de vergüenza.

—¡Sería maravilloso, Hugo! —exclamó, enseguida.

Sintió que el rubor disminuía, aunque su corazón estaba latiendo con más fuerza. Pero Mevrouw Van Elven parecía que no compartía su punto de vista.

—Muchas muchachas darían un ojo de la cara por poder ruborizarse de ese modo tan atractivo.

—¿De verdad? —preguntó Sarah—. Pero yo ya no soy ninguna muchacha… tengo veintiocho años.

Su suegro se rio.

—Yo diría que eres muy muchacha, querida mía. Y si estás un poco insegura al respecto, pregúntaselo a Hugo cuando estéis solos.

Aquel comentario hizo que se volviera a sonrojar. Hugo, al verla hizo un comentario trivial y desvió la atención de sus padres hacia él. Sarah le dirigió una mirada de gratitud, a la que él correspondió con una débil sonrisa. En seguida, la joven se concentró en los consejos que su suegra le estaba dando, para cocinar al estilo holandés.

Dos días más tarde, volvieron a la casa para la cena familiar que iba a celebrarse en su honor. Sarah se arregló cuidadosamente. Se puso el vestido de color miel,

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porque los brillantes necesitaban algo sencillo. Estaba mirando el collar de perlas, cuando entró Hugo.

—¿No crees que estaré un poco ridícula? Quería ponerme todas mis joyas.

Él la observó detenidamente.

—Ese vestido es muy sencillo y tiene un color precioso. No puedes estar ridícula, de ningún modo.

Cogió el collar en sus manos y se lo puso, cerrando el broche. Después hizo que se diera la vuelta para poder verla mejor.

—Estás muy bonita, Sarah.

Ella pensó que iba a besarla, pero retiró las manos de sus hombros y añadió:

—¿Nos vamos? No me gustaría volver tarde a la casa de mis padres. Si saliéramos mañana a las nueve, llegaríamos a Nevers a tiempo para cenar.

Fueron los últimos en llegar, aunque lo hicieron a la hora indicada; enseguida, les rodeó la familia. Sarah charló con el marido de Catherina, y descubrió que su aspecto sencillo escondía un gran ingenio y un agudo sentido del humor. Durante la cena se sentó junto a Huib, el esposo de Joanna, y se dio cuenta de que también era un hombre encantador.

Hugo estaba sentado al otro lado de la mesa y aunque le dirigió una mirada ocasional, no tuvieron oportunidad de hablar. Cuando se sentaron en el salón, él lo hizo junto a su madre, y parecía satisfecho de ver a Sarah hablando con Joanna. Ella se sintió un poco abandonada por él y aunque se dijo que era una tonta por pensarlo, prefirió darle la espalda. Lo que fue un error, ya que Hugo no dejó de mirarla durante toda la velada.

Sarah había recuperado su buen humor cuando salieron de la casa para ir al hotel. Hablaron sobre la cena y la familia, hasta que ella le preguntó, de pronto:

—Hugo, yo pensé que tu hermana se llamaba Joanna, pero su marido la llamaba de otro modo muy diferente. Me sonaba como a Shot.

Hugo empezó a reírse.

—Me imagino que te refieres a Schat. Es un término cariñoso… quiere decir… tesoro. Es empleado entre las madres y sus hijos, o entre marido y mujer.

—¿Es la única palabra cariñosa que emplean? ¿Cómo dicen querida, o querido?

—No empleamos ese término de la forma que lo hacen los ingleses; todo el mundo es querido, o querida, ¿verdad? Ve a cualquier fiesta en Londres y todos se llaman así. Nosotros decimos lieveling, pero casi nunca en público, y liefje que es pequeño amor. Utilizamos esas palabras pocas veces, pero con sinceridad.

Habían llegado al hotel y Sarah se sintió molesta por eso, ya que la conversación resultaba prometedora. Pero Hugo no la reanudó y se separaron; él le recordó amablemente que debían levantarse temprano, antes de darle las buenas noches.

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Salieron a tiempo y Sarah, que había mirado el mapa antes de bajar a desayunar, se asustó un poco al pensar en la distancia que iban a recorrer. Se lo dijo a Hugo, y le preguntó si no sería demasiado para él.

—No. Nunca me canso de conducir y conozco bien el camino. De todos modos, si quieres, podemos quedarnos en un hotel, en algún punto intermedio, si te pone nerviosa la idea de hacer el viaje en un solo día.

Ella le miró, un poco enfadada.

—No estoy nerviosa, Hugo. Me siento tranquila cuando conduces. Así que, por favor, no hagas cambios de planes.

Hugo la miró detenidamente y dijo, de pronto:

—Despampanante… ¡ésa era la palabra que estaba buscando!

—¿Qué estás diciendo? ¡No has oído una sola palabra de lo que he dicho!

—¡Que eres despampanante! —dijo él deliberadamente—, incluso cuando estás furiosa… y he oído todo lo que has dicho.

Sarah dejó la taza de café en la mesa.

—Creo que voy a traer mi abrigo —dijo, pero se echó a reír—. ¡Dices las cosas más increíbles del mundo, Hugo! —exclamó recuperando el buen humor.

Sarah contuvo el aliento cuando él le cogió la mano.

—¿No puedo llamar despampanante a mi mujer, si así lo deseo? —preguntó.

Había algo en su voz que la hizo mirarle. Estaba sonriendo, pero no había el menor indicio de burla en su expresión aquella vez, y sus ojos estaban brillantes. Por un breve momento pensó que estaba soñando otra vez despierta. De cualquier forma cuando subió a recoger sus cosas, se sentía feliz.

Comieron un poco tarde, en Arras. Después siguieron hacia el sur rumbo a París. En Bapaume cogieron la autopista y poco después, Sarah comentó;

—Siempre me preguntaba por qué tenías un coche tan especial… ahora ya lo sé.

—¿Pensabas algunas veces en mí, Sarah? Siempre tuve la impresión de que aunque éramos buenos amigos, nunca me mirabas como ser humano.

Sarah se echó a reír.

—¡No seas absurdo, Hugo! Sabes de sobra que eres uno de los médicos más codiciados por las muchachas del hospital.

—Ya no. ¿Olvidas que ahora soy un respetable hombre casado? Por cierto, debo mandar una postal al hospital. Nos detendremos a tomar una taza de té en Fontainebleau y la compraremos allí.

Tomaron el té en Fontainebleau como lo habían pensado, llegaron a Nevers cuando el sol se estaba ocultando. Se pusieron en marcha al día siguiente, y Sarah no discutió el pronóstico de Hugo de que llegarían a Avignon a tiempo para tomar el té. Iban a quedarse allí, para que ella pudiera ver algo de la antigua ciudad, antes de dirigirse a Nimes para visitar a Gemma.

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La ciudad amurallada de Avignon encantó a Sarah. Mientras tomaban el té en el hotel, preguntó titubeando, si tendría tiempo de visitar el Palacio Papal.

—Por supuesto que sí —contestó Hugo—. Y también iremos a bailar al Pont d'Avignon —le sonrió—. Lo haremos mañana antes de ir a la casa de Gemma. Ahora, vamos a dar una vuelta por la ciudad, ¿quieres?

Sarah se sentía feliz. Pasearon cogidos del brazo, viendo los escaparates. Después se sentaron en una terraza y se tomaron un Pernod.

—Fue la bebida que pedimos la primera vez que comimos juntos en Londres —comentó Hugo—. ¿Lo recuerdas?

Cuando volvían al hotel, le preguntó, por segunda vez en los últimos días:

—¿Eres feliz, Sarah?

Ella se detuvo y levantó la mirada hacia él.

—Sí, Hugo. Soy muy feliz y tú me mimas demasiado.

—Yo me divierto con eso tanto como tú —le dijo, echándose a reír.

—Me alegro. Además, es muy divertido estar juntos.

Sarah se ruborizó porque no era su intención mostrarse tan entusiasmada. Pero él no pareció notarlo.

El día amaneció nublado. Sarah bailó en el viejo puente, tan libre de inhibiciones como un niño, por la influencia del ambiente y el recuerdo de la vieja canción francesa. Para volver siguieron el camino que bordeaba el exterior de los muros de la pequeña ciudad y por fin volvieron a entrar en ella, dirigiéndose hacia el Palacio Papal que a Sarah le pareció imponente.

La hermana de Hugo vivía en una de las viejas casa que bordeaban el camino que conducía a Nimes a sus famosos jardines y a la Tour Magne. Entraron en un vestíbulo y pasaron a un pequeño salón. La habitación era muy francesa, y tenía gruesas cortinas de brocado. La puerta se abrió y entró Gemma, que se dirigió hacia Hugo para abrazarle efusivamente; después hizo lo mismo con Sarah.

—Venid conmigo. Salgamos de esta horrible habitación… solo la usamos para recibir a las visitas que no nos agradan les dijo, enseguida.

Sonrió a Sarah y la cogió del brazo.

—Estaba ansiosa por conocerte, Sarah. Hugo me dijo que eras guapa, pero eres más de lo que me imaginaba. Me alegro mucho de tenerte en la familia.

Subieron por una escalera y entraron en una habitación más confortable. Había un recién nacido, y otro niño jugando con un perrito.

Gemma señaló a los niños.

—Hugo, ésta es tu nueva sobrina, Simone. Pierre, ven a saludar a tu tío Hugo.

Cuando el marido de Gemma llegó, Sarah no se sorprendió al enterarse que él también era médico.

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Una criada se llevó a los niños y pudieron comer tranquilamente. Al terminar, Sarah y Gemma salieron al jardín, mientras los hombres charlaban, tomándose un café. Sarah se sentó junto a su cuñada y empezaron a hablar de muchas cosas hasta que Gemma dijo:

—Hugo es buen marido, ¿verdad?

Sarah sonrió ampliamente.

—Maravilloso. No hay ningún hombre mejor que él.

Gemma asintió para expresar su acuerdo.

—Es un amor. Tú sabes lo de Janet, supongo. Nunca se habría casado contigo sin decírtelo.

—Sí, sé lo de Janet… —contestó, con aparente tranquilidad.

—Entonces, no necesitamos volver a mencionarlo —dijo Gemma—.Yo era una niña todavía, ¿sabes? No podía entender lo que sucedía y él nunca me explicó nada, por supuesto… Ven, vamos a pasear por los jardines mientras los niños duermen y los hombres hablan —se levantó—. ¡Médicos! —exclamó—. ¡Se juntas los dos… y son insoportables!

Vieron la torre y el Templo de Diana; después se dirigieron hacia la ciudad, para visitar el anfiteatro, la Mansión Carree y algunas tiendas. En una de ellas Sarah le compró a Hugo una cartera de piel.

Se fueron después de tomar el té, con la promesa de que Gemma y Pierre cenarían con ellos a la noche siguiente, en su hotel de Avignon. Sarah pasó los primeros diez minutos en silencio, pensando qué se pondría a la noche siguiente. Gemma vestía muy bien, y sin duda alguna iría muy elegante.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Hugo, de pronto.

—En lo que voy a ponerme mañana.

—Eso es muy fácil. Saldremos de compras mañana temprano…

—¡Pero, Hugo, tengo varios vestidos!

—Pero me gusta cuando te vistes de color rosa. Y hay buena ropa en Avignon.

Encontraron el vestido rosa, de seda. La cantidad que pagaron por él no pareció impresionar a Hugo, aunque Sarah se sintió abrumada. Al salir de la tienda, Hugo la miró y dijo alegremente:

—Querida Sarah, si lo desapruebas tanto, se lo regalaré a Gemma.

Ella se volvió hacia él rápidamente.

—¡No te atrevas a hacerlo! Mi vestido… ¡no, no lo desapruebo!

Se sentaron en una mesa de uno de los cafés que había en la plaza. Cuando Hugo pidió las bebidas, se inclinó en la silla y le preguntó, con voz suave:

—¿Y bien, querida…?

—Hugo, por favor, compréndelo. Me das tantas cosas bonitas que…

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—Y seguiré haciéndolo —la interrumpió—. Te advierto, Sarah, que siempre me salgo con la mía.

Le sonrió y el corazón de ella latió con fuerza, porque vio otra vez aquella expresión especial en su rostro… al menos… pero no podía estar del todo segura, porque había desaparecido nuevamente.

—Te advertí que diría algunas tonterías.

La mano de él se acercó a la de ella, y la miró, sonriendo.

—¿No te dije una vez que nunca podrías decir tonterías? Lo vuelvo a repetir. Y recuerda esto: tú has sido todo, y eres aún mucho más de lo que esperaba de ti.

Ella sonrió también, con cierta vacilación, y dijo, casi susurrando:

—Es un vestido precioso, Hugo. No he querido ser ingrata. Muchas gracias. Voy a esperar con ansia que llegue la noche.

—Me han dicho que habrá baile en el hotel. ¿Quieres hacer hoy algo especial? —Ella movió la cabeza negativamente y él añadió—; ¿No quieres que vayamos a Pont du Gard? No está lejos y los paisajes que tiene justifican el viaje. Podemos comer en el hotel que hay.

Volvieron al hotel y Sarah colgó cuidadosamente su nuevo vestido. Luego bajó para reunirse con Hugo en el coche. Después de un agradable viaje, se sintió impresionada por la magnificencia del acueducto romano.

Esperaron a Gemma y a Pierre en el bar del hotel y cuando llegaron, Sarah se alegró de haberse comprado el vestido rosa, porque competía con éxito con el vestido de color verde de su cuñada. Se halagaron mutuamente y, satisfechas, se tomaron una copa. Gemma, que estaba sentada al lado de Sarah, mandó un beso a su hermano con la punta de los dedos y preguntó, con voz alegre:

—¿No estamos bien arregladas? Esperemos que nuestros maridos se den cuenta de lo bonitas que somos. Estoy decidida a divertirme esta noche.

Los cuatro se divirtieron. La velada, después de una cena tranquila y agradable, pasó con excesiva rapidez. Bailó con Hugo y, en cierto momento, Pierre le preguntó:

—¿Quieres bailar conmigo, Sarah? Soy un pobre sustituto de tu marido, ya lo sé…

Sarah lo desmintió, aunque en su interior estuvo de acuerdo con él. Hugo estaba bailando con Gemma… ella les observó. La joven parecía que tenía que decirle muchas cosas a su hermano y Hugo la escuchaba con atención. Pierre siguió su mirada.

—Creo que mi querida Gemma está diciéndole a Hugo que se ha casado con una mujer maravillosa.

Tomaron una última copa juntos y cuando Gemma y Pierre se marcharon, Hugo le sugirió:

—El último baile, ¿no?

Y bailaron durante cinco felices minutos.

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Salieron temprano a la mañana siguiente y se detuvieron a comer en una posada, a pocos kilómetros de Clermont-Ferrand. Todavía tendrían que recorrer trescientos cincuenta kilómetros más, porque él quería pasar la noche en Tours. Sarah no sintió cansancio. Tenían tanto de que hablar, que deseó que fuera el doble de distancia y que Hugo condujera más despacio.

Por fin llegaron a Tours; al día siguiente estaría otra vez en Inglaterra. Sarah sospechaba que debido a los múltiples compromisos tendrían menos tiempo para estar solos y no podrían mantener la intimidad que habían conseguido durante las vacaciones. Si ella pudiera ser paciente hasta que fueran a la casita de Escocia en primavera… se quedó dormida pensando en ello.

Inglaterra les recibió con lluvia. Pero el clima no consiguió cambiar su estado de ánimo. El viaje de Tours hasta allí había sido rápido, pero durante la travesía del canal habían tenido tiempo de pasear por la cubierta y de hablar. Al recordarlo, Sarah se dio cuenta de que había sido ella la que más había hablado.

La casa de Richmond les estaba esperando, acompañada de Edward, Albert y Timmy. Había flores en el vestíbulo. Sarah se quedó de pie en el umbral, contenta de volver a su hogar, y se lo dijo a Hugo cuando entraron. Él estaba acariciando a los perros y no levantó la mirada al hablar.

—Me alegra oírte decir eso, Sarah —dijo, con suavidad.

Cuando la joven volvió a bajar, después de dejar sus cosas en la habitación, él estaba en el vestíbulo. En una de las mesitas había un precioso plato de porcelana. Ella había dicho que le gustaba, cuando lo vio en una de las tiendas de Amsterdam.

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Capítulo 9 Unos días después de volver del viaje, mientras estaban desayunando, Hugo le

dijo a Sarah que esa mañana tendría que hacer unas compras y le gustaría que ella le acompañara. Al terminar la consulta de la calle Harley.

Sarah contestó que sí y pensó que sería una buena oportunidad para conocer su famoso consultorio. Pero cuando ella propuso pasar por él, Hugo insistió en que se vieran en una tienda de la calle Bond.

Cuando él se puso de pie para marcharse, la cabeza de Sarah estaba llena de tristes pensamientos. Uno de ellos era la posibilidad de que su recepcionista fuera una encantadora rubia. Pensó en ello durante unos minutos y cuando tomó una decisión, se fue a buscar a Alice para avisarla, temerosa de no tener valor para hacer lo que se había propuesto.

Llegó a la calle Harley poco antes de las once. Se había puesto un traje de sastre nuevo, con zapatos y bolso de la misma piel y un sombrero de ala ancha que le daba un aire atrevido.

El consultorio de Hugo estaba en el primer piso. La puerta estaba abierta. La sala de espera era cómoda y tranquila y, a excepción de la mujer que estaba sentada en una mesa estaba vacía. Se dirigió hacia ella, con una sonrisa, producida por el alivio que sentía.

—Perdóneme por entrar así. Soy la señora Van Elven… usted debe ser la recepcionista de mi marido. Me alegro mucho de conocerla —dijo, dándole la mano—. Es la señorita Trevor, ¿verdad?

La mujer se puso de pie, contenta.

—¡Vaya, encantada de conocerla, señora Van Elven! —exclamó—. Le diré al doctor que está usted aquí —miró el reloj de pared— solo tiene un paciente… llamó por teléfono para decir que llegaría un poco tarde…

—No le diga que estoy aquí. Voy a darle una sorpresa.

Sarah sonrió otra vez y, temblorosa, entró en el despacho.

Hugo estaba escribiendo. Se pudo de pie al verla y dijo, con su acostumbrada tranquilidad:

—¡Sarah, qué sorpresa!

No parecía sorprendido en lo más mínimo, pese a sus palabras, pero Sarah pensó que era un genio, en lo que a disimular sus sentimientos se refería.

La joven se dirigió hacia él.

—Era temprano y he preferido venir aquí —le explicó—. ¿No te importa si te espero? La señorita Trevor dice que tienes una paciente más…

—No, me parece muy bien. Es bonito tu sombrero.

Ella se ruborizó.

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Hugo seguía de pie, junto al escritorio, tapando algo que Sarah había visto al entrar. Sus ojos volvieron a percibirlo, aunque él solo dejaba ver una punta. Era el marco de una fotografía. Sarah se sintió triste. Quizá por eso Hugo no quería que fuera a su consulta… para que no viera que tenía la foto de Janet en su mesa.

Impulsada por un extraño resorte que no se molestó en analizar, se adelantó y se colocó de modo que pudiera verlo bien. Era, efectivamente, un portarretratos de plata antigua, con dos fotografías, y para sorpresa de Sarah, eran de ella. Las miró como atontada, y exclamó:

—¡Soy yo!

—¿Por qué estás tan sorprendida? —preguntó Hugo—. ¿A quién esperabas ver?

Ella se quedó sin habla. Hugo se echó a reír y dio el silencio.

Él murmuró una maldición entre dientes. Sarah, que no estaba del todo segura de lo que él se proponía hacer, se enfadó por la interrupción, comprendiendo que había llegado la paciente.

Esperó fuera, hablando con la recepcionista, mientras Hugo atendía a la anciana que acababa de llegar. Veinte minutos más tarde, salió la paciente. Hugo se despidió de su recepcionista y cogió a Sarah del brazo.

Ya en la calle Bond, se detuvieron delante de una famosa peletería, Sarah le preguntó:

—¿Qué vamos a hacer aquí?

—Comprarte un abrigo para el invierno.

Cuando vio que Sarah se resistía a entrar, añadió:

—No te preocupes, Sarah. Conozco tu opinión sobre la caza de animales salvajes. Te enseñarán solo abrigos de visón criados en granjas.

Se probó varios, no sabía cuál escoger, porque no sabía el precio de ninguno de ellos. Por fin eligió uno, con visible inquietud, pero Hugo pareció satisfecho con la elección y ordenó que se lo enviaran.

Ella trató de darle las gracias mientras comían, pero él la interrumpió con brusquedad.

—Mi querida Sarah —dijo—, ¿debo recordarte que eres mi esposa y que, como tal, debes aceptar que te haga regalos de vez en cuando?

Al ver que Sarah bajaba los ojos, turbada, suavizó el tono de voz.

—Y si no te basta esa razón, te puedo dar una docena más tan buenas como ésa.

Hugo sonrió y le cogió la mano. Sarah se echó a reír.

—Está bien, con ésa me basta. ¿Sabes que puedo llevar el abrigo a la boda de Anne y a la de Kate? Pero… entonces tendré que comprarme sombreros y también, los regalos de boda, si te parece…

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* * *

Regresaban a su casa después de pasar consulta en Rose Road, cuando Hugo le dijo a Sarah que se iba a América. Ella guardó silencio un momento, hasta que por fin, dijo:

—¡Qué bien! ¿Vas a los Estados Unidos o a América del Sur?

—A los Estados Unidos —contestó él—. Filadelfia, Boston, Baltimore, Washington… no en ese orden, desde luego, y varios sitios más pequeños.

—¿Estarás fuera mucho tiempo? —preguntó ella.

—Tres semanas, más o menos —dijo él secamente.

Sarah sintió un estremecimiento.

—¿No es muy… repentino?

Él detuvo el coche delante de la puerta de la casa y la miró.

—No —contestó fríamente—. Hace varios meses que lo sabía.

Ella entró en la casa, mientras él guardaba el coche.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —preguntó, en cuanto él entró.

—Mi querida niña, no tenía sentido decírtelo. Te lo habría dicho si tuvieras que venir conmigo.

—¿Y por qué no puedo ir?

—Te aburrirías —contestó él—. Acabamos de volver de vacaciones, ¿no? Voy a dar una serie de conferencias.

—No quieres que vaya contigo, ¿verdad?

—Digamos que no le veo sentido que lo hagas —le respondió él.

—¡Oh! ¿Por eso me has comprado el abrigo de piel?

Él cerró la puerta con deliberada tranquilidad y dijo:

—Ni siquiera me voy a molestar en contestar a eso, Sarah.

Ella lanzó un suspiro.

—¿Cuándo te vas?

—Mañana por la noche.

Había cruzado el vestíbulo y tenía puesta la mano en el picaporte de la puerta del estudio.

—Tengo que llamar por teléfono al hospital. Buenas noches, Sarah…

Ya en su habitación, Sarah se sentó a pensar. Algo había salido mal y ella no sabía qué era. En la consulta ella había pensado que por un momento iba a decirle algo… Quizá que estaba un poco enamorado de ella. Habría podido decirle entonces que le amaba y empezaba todo nuevamente. Y hacía un momento parecía como si

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quisiera huir de ella. Pero, si era así, ¿por qué tenía su fotografía en su escritorio y por qué le había comprado un abrigo de piel, cuando la asignación de dinero que le daba le habría permitido comprar uno?

Las ideas se agolpaban en su mente. Por fin, se fue a la cama y se quedó quieta, invadida por una mezcla de desesperación y furia.

Hugo la saludó al día siguiente como de costumbre. La miró detenidamente, mientras inclinaba la cabeza para tomarse el café, sin que ella se diera cuenta. Sarah se había esforzado en disimular con maquillaje sus pálidas mejillas y suponía que lo había conseguido. La sorprendió saber que iba a ir a su consultorio de la calle Harley como de costumbre. Como América le parecía un sitio tan lejano, se imaginó que los preparativos serían extensos y complicados, pero Hugo le dijo que se iba a llevar solo una maleta y que ya la había preparado.

—¿Te gustaría que cenáramos temprano, entonces? —preguntó ella amablemente.

—No, gracias, Sarah. Me voy a las siete. Me llevaré el coche y lo dejaré en el aeropuerto. Pero vendré sobre las tres, para tomar el té juntos.

Se levantó, se despidió de ella y ya se marchaba, cuando Sarah le preguntó de pronto:

—¿No te importa si sigo yendo a Rose Road en tu ausencia?

Él se detuvo en la puerta.

—¿Por qué no hacerlo? Tienes coche y puedes ir en él. No soy tu dueño, Sarah. Puedes hacer lo que quieras.

El día le pareció interminable. A las tres en punto fue a la cocina y cogió el servicio de té para llevarlo a la sala, porque Alice tenía la tarde libre. Eran casi las cuatro cuando oyó la puerta. Se dirigió rápidamente hacia la cocina; estaba poniendo la tetera en el fuego cuando entró él.

—Hola, Sarah —dijo—, ¿qué has pensado hacer en mi ausencia?

Ella estaba preparada porque pensó que podría preguntárselo.

—El té estará en seguida. Iré a ver a mis padres. Quizá pase un par de días con ellos. Kate quiere que vayamos de compras… y los Coles me pidieron que les visitara. Luego, haré compras para mí y…

Hugo se echó a reír, diciendo:

—¡Basta! Sarah, creo que voy a tener que prolongar mi viaje para que puedas hacer todo lo que quieres…

Le cogió la bandeja del té de las manos y ella avanzó hacia la sala, feliz de que sus exageradas verdades a medias hubieran parecido tan plausibles. Se arrodilló junto al fuego, mientras él se sentaba en un cómodo sillón, para revisar su correspondencia con el aire de un hombre que no tiene nada mejor que hacer durante el resto del día. Sarah se dedicó a preparar y servir el té.

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Él le habló de cosas prácticas. Había dejado autorización en el Banco para que ella pudiera retirar cualquier cantidad de dinero que necesitara. Su abogado tenía instrucciones precisas en caso de que le sucediera algo, etcétera. La joven puso tal expresión al oír eso, que él se apresuró a tranquilizarla, y después empezó a hablar de cosas intrascendentales para distraerla, hasta que se puso de pie, con el lacónico comentario de que debía subir a cambiarse.

Cuando volvió a bajar, el reloj estaba dando las siete en punto. Se dirigió hacia el coche, con la maleta en la mano. Sarah estaba en el vestíbulo, pero él casi no la miró. Todo parecía indicar que Hugo no deseaba, ni esperaba, una despedida demasiado efusiva. Regresó al vestíbulo, se puso el abrigo y se volvió hacia ella. A Sarah le pareció que estaba muy atractivo y se preguntó, con un repentino acceso de celos, cuántas mujeres a las que conocería en el viaje pensarían lo mismo. Ella se acercó, sonriendo, aunque se sentía desgraciada. Él puso ligeramente la mano sobre el hombro de ella, y dijo:

—Bueno, Tot zeins, Sarah. Te avisaré de cómo van las cosas.

La besó brevemente. Pero después la besó en los labios, con pasión. Se incorporó y se fue sin que ella hubiera tenido oportunidad de decirle adiós.

Al día siguiente, Sarah estaba desayunando, cuando sonó el teléfono. Se puso de pie y cruzó el vestíbulo, gritando a Alice que no se molestara, que ella contestaría. Sería Kate probablemente.

Cogió el teléfono y oyó que Hugo le decía:

—Hola, Sarah…

Ella se quedó en silencio tanto tiempo, que él repitió:

—¿Sarah?

Ella consiguió decir:

—Hola, Hugo… estoy un poco sorprendida. No esperaba que tú… ¿tuviste un buen viaje?

—Sí, un poco aburrido. Dormí la mayor parte del tiempo. ¿Qué estás haciendo?

—Desayunando…

Se detuvo porque empezaba a llorar.

—¿Por qué estás llorando, Sarah?

—¡Oh, Hugo, te echo mucho de menos… y estás tan lejos!

Le oyó suspirar, y casi se arrepintió de sus palabras, hasta que le oyó decir:

—Esperaba que me echaras de menos. ¿Sabes por qué he hecho este viaje, Sarah? ¿Por qué no te he traído? Bueno… lo sabrás cuando regrese.

—¿No me lo puedes decir ahora, Hugo?

—No… quiero ver tu cara. Ahora, tengo que irme, querida. Adiós.

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La llamó todos los días a partir de entonces, y a la cuarta o quinta vez que lo hizo, ella se aventuró a decir:

—Mira, Hugo, si estás muy ocupado… yo ya estoy bien. Me encanta hablar contigo todos los días, pero debe estar constándote una fortuna.

Él aparentemente lo comprendió, porque contestó, con suavidad:

—Yo me siento solo, también, Sarah, y no se me ocurre mejor manera de gastar mi dinero que ésta —y después añadió—: ¿Cómo van las cosas en Rose Road?

Sus llamadas se convirtieron en lo más importante de todo el día, incluso redujo a solo unas horas la visita a sus padres, para no correr el riesgo de que Hugo no pudiera encontrarla.

Una mañana, él le dijo:

—Mañana llegaré a casa, Sarah. Aproximadamente a las ocho de la noche.

Nunca le había parecido un día tan corto a Sarah con tantas cosas que hacer. Fue a la peluquería, arregló las flores, hizo compras y pensó una comida que no se estropeara si Hugo llegaba más tarde de lo que había dicho.

Se cambió tres veces de vestido durante ese día. Quería que Hugo la encontrara guapa… todas las dudas y temores que había experimentado antes se habían desvanecido. Se sentía casi segura de que estaba empezando a amarla. Finalmente, se decidió por un vestido rojo, de cuello alto.

Estuvo arreglada demasiado pronto. Recorrió toda la casa para comprobar que todo estaba perfecto y entonces se dirigió a la sala, donde estaban los perros. Todos sus intentos de entretenerse para matar el tiempo fallaron. Miró su reloj y vio que todavía faltaba una hora.

De pronto, los animales se retiraron de la chimenea y corrieron hacia la puerta. Ella se puso de pie con nerviosismo. Se puso más nerviosa todavía cuando se abrió la puerta y apareció Hugo.

Acarició a los animales y dijo tranquilamente:

—Hola, Sarah.

Ella le miró, con la cara llena de felicidad, sin importarle lo que él pudiera pensar de su expresión. Había dado apenas tres pasos, cuando Hugo volvió a hablar.

—He traído a alguien conmigo… nunca adivinarías quién es.

Ella se detuvo, tristemente segura de que podía adivinar quién era el invitado. La felicidad de su rostro cambió, cuando él se apartó para dejar entrar a una mujer alta y morena.

—¡Claro que sé de quién se trata! Tú eres Janet, ¿verdad?

Miró a Hugo, sonriendo. Sintió cierta satisfacción al ver la expresión desconcertada de él, cuando le contestó:

—Sí, ésta es Janet… ¿cómo lo has sabido?

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Se rio y antes de que él pudiera decir nada más, estrechó la mano de Janet y dijo:

—Me alegro mucho de conocerte, Janet. Eres tal y como te imaginaba.

Janet sonrió. No era guapa, pero era interesante y llena de vida; tenía los ojos color castaños. Sarah se sintió confundida porque aquella mujer le resultaba simpática.

—No quería venir de este modo, pero Hugo me convenció.

—Nos encontramos en el avión —explicó él—, e insistí en que viniera a tomar una copa con nosotros.

—Por supuesto —dijo Sarah inmediatamente—, y se quedará a cenar también. Alice y yo hemos preparado algo especial. Ella querrá saludarte —añadió, llevándola hacia uno de los sofás que había junto a la chimenea—, porque sé que te conoce. ¿Has vuelto a vivir aquí?

—Tengo trabajo aquí —dijo Janet—. Voy a ser médico residente en el Hospital St. Kit's. Es un contrato por seis meses. Eso me dará tiempo para decidir mi futuro.

Mientras Sarah bebía un poco de jerez, se preguntó si su propio futuro no quedaría decidido con el de ella. Cuando bajó la copa, miró a Hugo que estaba apoyado en la pared.

—¿Y cómo te ha ido el viaje, Hugo… te lo has pasado bien, tuviste éxito?

Intentó poner algo de calor en su voz, pero no lo consiguió. Él no la había saludado con efusividad, ni le había preguntado cómo estaba.

—Supongo que tuve éxito —contestó fríamente—. No puedo decir, sin embargo, que me lo haya pasado bien. Tú has estado bien, espero…

Ella contestó que sí. Se puso de pie con el pretexto de ir a ver cómo estaba la cena, dominando el impulso de volver repentinamente para ver qué estaban haciendo ellos.

Eran casi las once cuando Janet se puso de pie para despedirse y dirigirse a su hotel. Hugo se ofreció a llevarla y Sarah les acompañó hasta la puerta. Volvió a la sala para esperar a que volviera, pero como pasó una hora y no había vuelto, subió a acostarse. No se durmió hasta que no oyó las pisadas de él en la escalera. Cuando él cerró la puerta de su habitación, Sarah encendió la lámpara de su mesilla de noche y miró la hora. Eran más de las tres.

Cuando bajó a desayunar al día siguiente, Hugo salía del estudio, con varias cartas en la mano. Intercambiaron un saludo cortés y hablaron durante el desayuno como dos desconocidos bien educados, que coinciden en una misma mesa. Sarah le recordó que Anne Binns se casaría al cabo de una semana y que a la semana siguiente sería la boda de Kate.

De pronto, Hugo dijo:

—No había ninguna necesidad de haber invitado a Janet a cenar anoche.

Su voz era suave, pero su mirada parecía atormentada.

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Ella le miró con aire inocente.

—Pero, Hugo, Janet es una vieja amiga… algo más que eso. Habernos despedido de ella después de una copa habría sido imperdonable. Además, me di cuenta de que te complacía hablar con ella. Me imagino que tenéis… mucho que contaros. He pensado que podíamos volver a invitarla a cenar, o quizá a pasar un fin de semana…

—¿No te importa que venga?

Ella dejó que una expresión de sorpresa se reflejara en su rostro.

—Tú mismo dijiste que éramos personas maduras y sensatas.

Cogió una rebanada de pan tostado.

—Es maravilloso que os hayáis vuelto a encontrar, ¿verdad? ¡El destino es maravilloso!

La voz de él reflejó toda su furia, cuando dijo, al ponerse de pie.

—Me alegro de que pienses así. Yo no necesito sentirme culpable por verla.

Salió de la habitación sin despedirse, dejando a Sarah en la mesa, pálida y temblorosa.

No se refirió a su conversación cuando volvió esa noche y no había nada en su actitud que pareciera indicar que hubiera tenido lugar. Aparentemente habían vuelto a su antigua actitud durante los días siguientes, continuó todo igual. Janet no volvió a ser mencionada, pero tampoco se refirieron a sus diarias conversaciones telefónicas.

Fueron juntos a Rose Road, como siempre, y la intensidad del trabajo no les dio oportunidad de hablar allí. Sin embargo a la hora de tomar el café y el bocadillo nocturno, John Bright le dijo a Sarah que no tenía buen aspecto y ella le respondió que creía que estaba a punto de resfriarse.

La boda de Anne Binns iba a ser al día siguiente y eso les dio algo de que hablar mientras volvían a Richmond, pero Sarah se dio cuenta de que los pensamientos de Hugo parecían estar muy lejos de allí.

La boda fue una pequeña tortura para Sarah, a pesar del placer que le dio poder lucir su abrigo de visón y un sombrero precioso, y llegar con Hugo a la ceremonia. La novia casi estaba guapa con su traje de satén blanco. Sarah miró a Steven detenidamente mientras llevaba a la novia del brazo. Iba sonriendo, pero a pesar de eso, Sarah se dio cuenta de que no estaba muy contento. Desvió la mirada de él y la dirigió a Hugo, los ojos grises de él la miraban de forma tan penetrante, que se ruborizó y desvió la mirada.

Durante la celebración no tardaron en ser separados. Sarah podía verle, mientras hablaba animadamente con un grupo de colegas.

Ella fue de grupo en grupo, hasta que pudo retirarse a un rincón con Kate, que parecía ansiosa de hablar a solas con ella.

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—Sarah, no sé si debo o no decirte esto, pero creo que será mejor que lo sepas, ahora que ya estás casada con Hugo. Su antigua novia… creo que se llama Janet… ha vuelto a Londres.

—Sí, ya lo sé —contestó Sarah, con calma—. Estuvo en casa cenando y es una mujer encantadora. No es guapa, pero es atractiva. Y viste muy bien.

—Hugo ha estado varias veces en el St. Kit's, hablando con ella. Trabaja allí.

Kate no parecía darse por vencida.

—¡Ah, los chismosos del hospital! —exclamó Sarah, enfadada.

—Sarah, no fueron los chismosos del hospital. Fue Jimmy quien les vio. ¡Oh, demonios, Sarah! ¿Por qué tenía que volver ahora esa mujer?

—Eso es lo que me he estado preguntando —confesó Sarah, con tristeza.

—Te importa, ¿verdad? Pero ella ya no podrá hacer nada. Estás casada con Hugo. Tal vez sea una cosa pasajera.

—¿Después de quince años? —preguntó Sarah, con amargura.

Kate le dirigió una mirada en la que se mezclaban la duda, el enfado y la compasión.

—Sarah… —empezó a decir, pero en ese momento llegó Hugo.

—Parecéis dos conspiradoras, planeando matar a alguien.

Kate se puso de pie.

—No sé lo que piensa Sarah —dijo, con dulzura—, pero eso era lo que yo tenía en mente.

Hugo se sentó cuando Kate se marchó y cogió la copa vacía de la mano de Sarah.

—La feliz pareja está a punto de marcharse. ¿Te parece que nos vayamos en cuanto desaparezcan?

Sarah asintió. Eran poco más de las tres de la tarde, cuando llegaron a su casa. Sarah propuso preparar el té, pero Hugo le dijo que no se molestara.

—Voy a cambiarme ahora mismo. Tengo una cita a las cinco y media y apenas tengo tiempo de llegar.

Empezó a subir las escaleras y Sarah le preguntó, desde el vestíbulo:

—¿En tu consultorio de la calle Harley?

—No… —respondió él—. Y no me esperes a cenar. No creo que pueda llegar a tiempo.

Sarah se quitó el abrigo de visón. Se dirigió a la cocina a prepararse una taza de té, allí la encontró Hugo, cuando bajó a despedirse. A las ocho y media, Sarah ya estaba acostada, sin haber probado bocado. Le dijo a Alice, que parecía preocupada, que había comida mucho en la boda, aunque era mentira. También le dijo que le dolía la cabeza.

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Oyó a Hugo llegar alrededor de las diez y trató de no pensar que había estado cenando con Janet en algún sitio tranquilo, donde nadie pudiera verles. Se sentó en la cama. ¿Debía ir a buscar a Hugo a su habitación y preguntarle si quería el divorcio? ¿Estaría esperando él que ella le dijera algo? Recordó con tristeza el beso apasionado que le había dado antes de que volviera a encontrar a Janet.

Se levantó tarde al día siguiente. Cuando bajó, Hugo estaba desayunando. Le deseó buenos días, con voz agradable, pero a ella la impresionó lo pálido y cansado que estaba.

Habría querido preguntarle qué le pasaba, pero no había necesidad de hacerlo. Podía comprender cómo debía sentirse. Había vuelvo a encontrar a la mujer a la que amaba desde hacía tantos años, cuando ya no podía casarse con ella. Debía ser terrible para él, y para Janet también. Sarah bebió un poco de café.

—No estás comiendo nada, Sarah. Alice me ha dicho que no cenaste anoche. ¿Te sientes bien?

—Sí, por supuesto. Me ha estado molestando un fuerte dolor de cabeza, eso es todo. Cuando salga a pasear con los perros y me dé el aire, me sentiré mejor.

Cuando él se fue, hizo una lista de las compras que debía hacer para la casa. Iría primero de compras y después sacaría a pasear a los perros. Se puso una chaqueta y decidió llevar la ropa a la tintorería. Cogió dos vestidos suyos y pasó a la habitación de Hugo para recoger un traje de él. Empezó a revisarle los bolsillos, aunque no esperaba encontrar nada, porque Hugo era un hombre muy ordenado, que nunca se olvidaba cosas en los bolsillos.

Recordó el bolsillo de arriba en el momento en que estaba doblando la chaqueta. Metió los dedos en él y descubrió que había un pequeño estuche dentro. Tenía una anillo de oro y brillantes.

Cuando sacó el estuche se había caído un papel. Lo cogió. Lo desdobló lentamente y empezó a leerlo. Era una carta de Hugo. No tenía dirección ni fecha. Empezó a doblarla, pero dominada por la curiosidad, volvió a abrirla y leyó:

Mi inolvidable amor:

Parece extraño escribirte, porque hace mucho tiempo que no lo hago. Pero pronto tendré la felicidad de volver a verte. Mientras tanto, tal vez este anillo pueda decirte un poco lo que siento…

Sarah no leyó más, dobló la carta y volvió a colocarla en su sitio, junto con el estuche del anillo. Colgó el traje otra vez, pasó a su habitación a dejar los vestidos que llevaba en la mano, y bajó a la cocina. Alice la miró y, con preocupación le preguntó:

—¿Se siente mal, señora? ¡Está pálida!

—Es el dolor de cabeza, Alice. Voy a salir de compras. ¿Quieres hacerme el favor de mandar a la tintorería los dos vestidos que he dejado en la cama y el traje

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gris de mi marido? Después llevaré a pasear a los perros… y comeré fuera. Puedes tomarte la tarde libre, si quieres.

Volvió a la hora del té, y estaba con Alice en la cocina, cuando entró Hugo.

—Hola —dijo, sonriendo con naturalidad—. Aquí hay algo que huele muy bien.

Sarah le cortó un trozo del bizcocho que Alice había hecho esa mañana y le sirvió una taza de té.

Casi se había comido el bizcocho, cuando preguntó:

—¿Has llevado mi traje gris a la tintorería, Sarah?

La estaba mirando tan fijamente, que la joven estuvo a punto de decirle la verdad; pero la expresión preocupada de él no le permitió hacerlo.

—Sí, lo hemos llevado hoy.

—¿Había algo en algún bolsillo?

Alice la salvó de tener que decir una mentira, cuando intervino, diciendo:

—Sí, doctor. Está en su mesilla de noche. Era un pequeño…

—Sí, gracias, Alice.

La interrumpió rápidamente. Se levantó de la mesa, se dirigió a la puerta y la dejó abierta para que Sarah pasara.

—Ven, vamos a tomar una copa.

Sarah obedeció en silencio y se sentó junto al fuego, mientras él llevaba las bebidas y se sentaba a su lado. Estaba un poco más tranquila, cuando él le preguntó:

—¿No eres tú la que revisa siempre mi ropa antes de mandarla a la tintorería, Sarah?

—Sí, pero esta mañana salí a pasear con los perros, por el dolor de cabeza que tenía, y le pedí a Alice que lo hiciera. ¿Hice mal? ¿Había algo importante?

—No, no lo hiciste mal, de ninguna manera. Y había algo importante, sí… pero solo para mí. ¿Se te ha quitado el dolor de cabeza? ¿Qué has hecho hoy?

Ella le contó lo que había hecho durante el día, y cuando terminó, Hugo dijo:

—Hace tiempo que no cenamos fuera, ¿verdad? ¿Qué te parece si llevamos una noche a Janet a Rose Road y nos vamos a cenar después?

Ella aceptó, porque no podía hacer otra cosa.

—¿Te parece bien que sea mañana? —preguntó—. Porque pasado mañana es la boda de Kate… y después, la semana próxima tenemos la invitación de los Coles.

—De acuerdo. Se lo dije a Janet el otro día y le pareció buena idea.

La estaba mirando fijamente, así que Sarah fingió estar tranquila cuando le contestó:

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—Bien, está decidido, entonces. ¿Está Janet contenta en el St. Kit's? Espero que haya hecho amigos. ¿Por qué no la invitamos otra vez a cenar a casa? Tal vez el sábado, si está libre.

—Por supuesto —dijo Hugo, con suavidad—, si te parece bien.

—¿Se lo dirás cuando la veas?

—Sí, desde luego. ¿Qué te hace pensar que voy a verla?

Ella se ruborizó y eludió la mirada de él.

—Bueno, ya sabes… los chismes del hospital, la gente…

—¡Ah, sí, me lo imagino! ¿Crees todo lo que oyes, Sarah?

—No —contestó.

Hugo la cogió por sorpresa cuando le preguntó:

—¿Todavía amas a Steven, Sarah?

Ella se puso de pie, dejó la copa en una mesa, y no supo qué responder. Decidió no decir nada.

—Voy a ver si está preparada la cena —dijo, casi sin aliento, y salió corriendo hacia la cocina.

Al día siguiente, por la tarde, pasaron por el Hospital St. Kit's a buscar a Janet, antes de ir a Rose Road. Sarah, que iba sentada en la parte posterior del coche, no pudo evitar reconocer que Hugo y Janet hacían una bonita pareja. Ella habló con Sarah mientras se dirigían a Rose Road, pero la mayor parte del tiempo habló con Hugo con la confianza de una vieja amiga, y él le contestó de la misma forma. Sarah se alegró cuando llegaron al consultorio del doctor Bright y pudo ponerse a trabajar.

Fueron a un restaurante que estaba cerca de la Catedral de San Pablo y aunque la cena fue deliciosa, Sarah no la apreció. Los temas de conversación giraron siempre en torno a la medicina y en cierto momento, John Bright le dijo a Sarah que estaba extrañamente callada. Ella intentó disimular su estado de ánimo, diciendo que prefería escuchar, porque no sabía mucho de lo que estaban hablando.

Cuando dejaron a John Bright en Rose Road, el viejo miró con especial atención a Sarah, al despedirse de ella. La conmovió al meter la cabeza por la ventanilla y besarla en la mejilla, antes de irse. Tratando de disimular, Sarah fingió estar entusiasmada, invitando a Janet para que les visitara el sábado siguiente, a tomar el té y a cenar.

Habló alegremente hasta que llegaron a Richmond, aparentando no notar que las respuestas de Hugo eran tan breves como cortantes.

Al día siguiente fue la boda de Kate. Fue una pequeña fiesta en comparación con la de Anne Binns, pero resultó mucho más divertida. Kate estaba tan guapa que Sarah se emocionó al verla. No se atrevía a mirar a Hugo, que estaba junto a ella, por

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temor a que leyera sus propios sentimientos. Afortunadamente, había tanta gente con la que hablar durante la fiesta, que no tuvieron tiempo de pensar. Pasadas las cinco de la tarde salieron de la agradable casa de Fichley, donde vivían los padres de Kate.

Cuando vio que cogían un camino distinto, le preguntó a dónde iba.

—Voy a pasar por mi consultorio —contestó Hugo—. No tardaré más que uno o dos minutos.

Se bajó, dejándola en el coche.

Volvió a los cinco minutos y cuando se volvió a sentar, Sarah no pudo resistir la tentación de decir:

—Supongo que has llamado por teléfono a Janet.

—Sí, le he confirmado nuestra invitación del sábado.

Le dirigió una leve mirada, sin sonreír. Ella estaba furiosa.

La cena del sábado siguiente fue todo un éxito. Sarah hizo esfuerzos especiales para que la cena fuera perfecta. Janet era divertida, alegre e ingeniosa; en otras circunstancias, Sarah la habría considerado la invitada ideal y se habría esforzado por convertirse en su amiga. A las diez de la noche, Janet hizo el intento de marcharse, pero Hugo dijo inmediatamente:

—Todavía no, Janet. Hay un artículo en el Lancet de la semana pasada que quiero enseñarte. Hay algo en lo que no estoy de acuerdo.

Se puso de pie, y ella se fue con él. Sarah les vio alejarse, uno muy cerca del otro, en dirección del estudio de Hugo. Él se volvió hacia ella antes de salir del comedor.

—No te importa, ¿verdad, Sarah? No tardaremos… pero no es exactamente un tema para profanos.

Sarah asintió, sonriendo. Habría querido recordarle que ella era enfermera y no exactamente profana en temas de medicina.

Le pareció que había pasado un siglo desde que salieron del salón a pesar de que no pasaron más de diez minutos. En cuando les vio entrar, preguntó:

—¿Os sirvo otra taza de café?

Transcurrió otra media hora antes de que Janet se despidiera por fin, después de rechazar el ofrecimiento de Sarah de pasar la noche allí. Sarah se quedó de pie, en la escalinata exterior, despidiéndoles, con la mano, mientras se estremecía de frío. Hugo le había dado las buenas noche, al igual que lo había hecho Janet. Era de suponer que volvería muy tarde.

El domingo transcurrió más o menos tranquilo. Sarah se levantó tarde. Pasaron el día leyendo los periódicos junto a la chimenea, porque hacía frío. Fueron a cenar a la casa de unos amigos, y volvieron temprano, sin que se hubiera mencionado para nada a Janet. Sarah buscó en vano una oportunidad de preguntarle qué le había querido decir cuando le llamó desde Estados Unidos. Le había prometido que le explicaría por qué se había ido, cuando volviera, pero no lo había hecho todavía. ¿Se

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habría ido a buscar a Janet? No podía aceptar la idea de que se hubieran encontrado casualmente en el avión. Pero Hugo no le había dado la oportunidad de hablar de temas personales.

Al día siguiente hizo más frío todavía. Sarah no tenía intenciones de salir, pero Hugo había dicho que llegaría tarde y ella no quería que el día se le hiciera eterno, esperándole en la casa. Se puso el abrigo de visón y un sombrero de terciopelo y decidió salir a comprar los regalos de Navidad.

No estaba de humor para una ocupación tan agradable, pero eso la distraería un poco. Estaba en Fortnum and Masón, tomando café, cuando entraron Janet y Hugo. No la vieron, porque estaba sentada en una mesita, en un rincón. De todas formas, ellos parecían estar enfrascados en una animada conversación y se sentaron en una mesa, lejos de la suya.

Sarah se quedó mirándoles, como hipnotizada, sin poder apartar los ojos de ellos. Hugo hablaba con entusiasmo, y cuando cogió una mano de Janet entre las suyas, Sarah cerró los ojos porque sabía que no podía resistir más.

Pagó la cuenta y se levantó. Se alegró de que la mesa en la que había estado sentada estuviera tan cerca de la puerta. Cogió un taxi para ir a Richmond. Cuando se bajó del taxi, en la puerta de la casa, sabía exactamente lo que iba a hacer.

Nada más entrar en la casa se dirigió hacia la cocina, para decirle a Alice que iba a salir y que no se preocupara si llegaba un poco más tarde. Entonces subió a su habitación, colgó cuidadosamente el abrigo de visón y se cambió de ropa. Se puso una falda gruesa y un jersey y después guardó algo de ropa en una maleta. Se puso una chaqueta y se dirigió al tocador para sacar los estuches que contenían el broche de brillantes y el collar de perlas con los pendientes. Después de una breve vacilación, se quitó su anillo de compromiso y se dirigió al dormitorio de Hugo. Los guardó en un cajón de su cómoda y se sentó a contar su dinero. Tenía más que suficiente.

Solo le faltaba escribir la carta. La habría gustado salir de la casa, y de la vida de Hugo, sin decir nada, pero no lo consideraba justo. Tardó algún tiempo, y empleó muchas hojas de papel, hasta que se quedó satisfecha. Escribió, por fin:

Querido Hugo:

Me voy para que puedas divorciarte y casarte con Janet. He tratado de hablar contigo al respecto, pero no me has dado oportunidad de hacerlo. Pero cuando os he visto en Fortnum, he comprendido que esto no podía seguir así. Haz los trámites que quieras; estoy de acuerdo con cualquier cosa que te haga feliz, otra vez. Me llevo el coche: espero que no te importe. He dejado todas las joyas que me regalaste en un cajón de tu cómoda. Tengo suficiente dinero y no me hará falta nada, ya que no será difícil conseguir un trabajo. Posteriormente, avisaré al señor Sims de dónde puedes localizarme.

Firmó Sarah, solamente, y leyó lo que había escrito. Era una carta fría y formal, aunque habría querido decirle a gritos lo mucho que le amaba.

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Oyó que Alice estaba trabajando en la cocina. Cogió la maleta y bajó silenciosamente. Dejó la carta sobre el escritorio del estudio de Hugo y salió de la casa.

El depósito de gasolina del coche estaba lleno. Sarah puso la maleta en el asiento de atrás y se fue. Llevaba el mapa de carreteras en el asiento de al lado. Lo había estado estudiando con atención. Una vez que llegara a Smethwick, no tendría problema, porque allí cogería la carretera que llevaba a Escocia y una vez en ella, no le costaría trabajo seguir la ruta por la que Hugo la había llevado.

Pensó que tendría que pasar dos o tres noches en hoteles de la carretera. En cualquier otra circunstancia la habría aterrorizado pensar en la distancias que iba a recorrer; pero no le importaba nada. Lo único que deseaba era llegar a la casa de Weter Ross, para esconderse mientras disminuía su angustia.

Hugo, que llegó a su casa mucho más tarde de lo que pensaba, fue recibido en el vestíbulo por Alice, que le dijo, sin preámbulos:

—Estoy inquieta por la señora Val Elven, doctor. Vino al mediodía y me pareció que no se sentía nada bien. Me dijo que iba a salir y que no me preocupara si no llegaba a la hora del té, pero son las ocho y no ha vuelto. Es extraño que no haya llamado siquiera… es siempre tan considerada.

Hugo palideció un poco, aunque dijo, con su acostumbrada calma:

—No te preocupes, Alice, se debe haber entretenido sin querer. ¿Se ha llevado el coche?

—No sé, no me dijo nada.

—¿Cómo iba vestida?

—Con su abrigo de visón y su sombrero de terciopelo azul.

—Entonces debe haber ido de visita. Llamaré por teléfono para ver si la localizo. Quizá se le haya estropeado el coche.

Tiró el abrigo en una silla y entró en su estudio. Inmediatamente, vio el sobre que había en el escritorio. Se quedó mirándolo un momento, con el rostro inexpresivo; entonces lo abrió lentamente y lo leyó.

Lo dobló y se lo metió en el bolsillo.

Subió la escalera de dos en dos hacia la habitación de ella. Vio inmediatamente el abrigo de visón, colgado cuidadosamente. Lo miró con visible tristeza. Abrió el armario pero Sarah tenía tanta ropa que era difícil saber qué era lo que se había llevado. Sin embargo, estaba seguro de que la mayor parte de su ropa seguía allí. Eso significaba que se había llevado solo lo suficiente para unos días. Era posible que estuviera en la casa de sus padres.

Mientras bajaba, iba haciendo mentalmente una lista de la gente con la que podía estar. Fue telefoneándoles uno por uno y seguía sentado en su escritorio cuando Alice entró a preguntarle qué había averiguado.

—La cena está lista, doctor —le dijo, después de habérselo preguntado.

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Pero Hugo no pareció oírla. Miró su reloj y dijo:

—Probaré en los hospitales…

Alice volvió con una bandeja.

—Puede cenar mientras habla por teléfono. Yo sacaré a los perros para que esté aquí cuando venga la señora Van Elven.

Pero la señora Van Elven no regresó.

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Capítulo 10 Los primeros copos de nieve empezaron a caer cuando Sarah entró en la casa.

Estaba muy fría, pero no había humedad. Encendió una lámpara y después encendió la chimenea, que la señora MacFee había dejado ya preparada. Sacó la maleta del coche y lo guardó en la cochera.

Cuando entró otra vez en la casa, estaba temblando. Había tardado casi tres días en llegar hasta allí. Se hizo una taza de té y sacó la ropa de la maleta. Por fin se metió en la cama, sin molestarse en cenar.

Estaba agotada y durmió profundamente. Cuando se despertó a la mañana siguiente, bastante tarde, vio que seguía nevando. Se puso un pantalón y un jersey grueso y se dirigió, con bastante inquietud, a inspeccionar la aldea. Pero, como siempre, la señora MacFee había cumplido sus obligaciones. Sarah suspiró con alivio al comprobar lo bien provista que estaba.

Echó leña y carbón al fogón, lo encendió y se preparó el desayuno. Después se puso unas botas de goma y salió a limpiar la nieve del camino que conducía de la puerta a la cochera.

Cuando volvió a entrar, a las tres de la tarde, empezaba ya a oscurecer.

La salita, una vez que encendió el fuego y todas las lámparas, estaba acogedora y alegre. Se dio un baño y se puso una bata. Se sentó junto a la chimenea a comer, y oyó por la radio el pronóstico de fuertes nevadas, vientos huracanados y bajas temperaturas.

Sarah apagó el aparato, porque no estaba segura de que hubiera más pilas. Se dedicó a revisar las estanterías, en busca de algo que hacer, y encontró un bordado que había empezado cuando estuvieron en la primavera. Se sentó con él en el regazo, recordando lo feliz que había sido entonces. Empezó a bordar, pero poco después tuvo que dejarlo porque las lágrimas no le dejaban ver.

Siguió nevando. Todos los días despejaba los senderos y después volvía al calor de la casa, a cocinar una comida sencilla, a bordar o leer a la luz de la única lámpara que se permitía encender. Había bastante petróleo y carbón, pero le habría sido imposible bajar al pueblo y no había forma de saber cuánto iba a durar el mal tiempo. Cuanto más tiempo pudiera permanecer escondida, mejor, porque así Hugo se daría cuenta de que era en serio lo que le decía en la carta.

Llevaba ya más de una semana, cuando vio una pala mecánica que limpiaba la nieve del camino que bordeaba el Loch Duich. Parecía pequeña en medio de la blancura del campo.

Había estado despejando los caminos nuevamente, contenta de que hubiera dejado de nevar.

No supo nunca qué la hizo volverse, quizá un ligero ruido. Pero cuando lo hizo, vio a Hugo. Él levantó la mano con lentitud y se quitó las gafas oscuras que se ponía cuando tenía que conducir distancias largas. Ella se percató de lo cansado que estaba.

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Sin darse cuenta, había soltado la pala y se había acercado a él. Estaba desconcertada y no sabía qué decir. Y, aparentemente, a él le sucedía lo mismo. Dijo lo primero que se le ocurrió:

—¡Menos mal que he despejado el camino! ¿Cómo has conseguido traer el coche hasta aquí?

Él esbozó una sonrisa.

—No he podido. Lo he dejado en Glenmoriston y conseguí que me trajera una pala mecánica, hasta el puente de Shiel.

Ella le miró, asombrada.

—¿Y has venido andando desde allí? ¿Cuánto tiempo has tardado en llegar?

—Cuatro horas. La nieve está ya bastante firme y conozco bien los alrededores.

Se quedaron de pie, mirándose, hasta que ella dijo:

—Debes estar cansado.

Avanzó hacia la puerta de la casa, y él la siguió.

—Te prepararé algo de comer, te darás un baño y dormirás un rato.

Parecía un poco mandona, pero era mejor que quedarse allí, quietos. Necesitaba buscar cosas que hacer, mientras se recuperaba un poco de la sorpresa de verle.

Avivó el fuego del fogón, mientras él se quitaba las botas y el chaquetón que llevaba puesto. Vio una botella de leche fresca en la mesa y al notar su mirada, Hugo explicó:

—Te la he traído, pensando que te habrías cansado ya de la condensada. Compré también pilas para la radio.

—Muchas gracias, Hugo. Eres muy amable.

Sarah le preparó café y huevos, y le preguntó:

—¿Por qué has venido Hugo? Me imagino que habrá papeles que firmar y cosas así… pero podías haber seguido adelante con todos los trámites, sin consultarme. Te dije que iba a aceptar lo que quisieras.

Se detuvo de pronto y la asaltó un pensamiento desconcertante.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

Él no contestó a su pregunta.

—Tenía que verte, Sarah.

Le sirvió los huevos con tocino.

—Supongo que será por algún trámite —le dijo, fingiendo naturalidad—. Seguramente te faltará una firma mía, ¿no?

—Hay algo que debo decirte, Sarah.

Ella le sirvió el café, observándole. Estaba soñoliento y exhausto.

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—Sí, lo sé, Hugo. Pero ahora vas a comer y a dormir un poco; después hablaremos todo lo que quieras.

Siguió hablando, mientras él comía incapaz ya de detenerse.

—El teléfono no funciona. Supongo que será por la nieve. ¿Le dijiste a Janet que venías? Pienso que podrías haberle telefoneado desde Inverness, para decirle que habías llegado bien hasta allí. Estarás ansioso de volver a su lado…

Se detuvo al ver la expresión de él. Si no hubiera estado tan cansado, Sarah habría jurado que se estaba riendo.

—¿Qué tal el viaje? ¿En dónde has pasado la noche?

—He venido directamente hasta aquí.

—¡Directamente! —repitió ella, consternada—. ¿Con este tiempo? ¡Son muchos kilómetros!

Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Qué ansioso parecía estar de librarse de ella! Bebió un poco de café y recordó su papel de buena anfitriona.

—Prueba el pan… lo he hecho yo.

—Tengo que hablar contigo, Sarah —insistió Hugo, sin hacerle caso.

—Sí, pero ahora no. Estás cansado. Te prepararé la cama. El agua está caliente… encontrarás en el baño todo lo que necesites.

Casi había terminado de preparar la cama cuando él subió. Sin decir nada, entró en el cuarto de baño y abrió la ducha.

Sarah volvió a bajar, limpió la mesa y fregó los platos. Después se dirigió a la alacena y sacó lo que necesitaba para preparar un estofado. Hugo querría comer al despertarse. Volvió a preparar pan, se puso las botas y la ropa para la nieve y salió a buscar manzanas al cobertizo.

Se mantuvo ocupada con esas tareas domésticas durante algún tiempo. Entonces, olvidándose completamente de que no había comido, fue a la salita y se puso a bordar. Era una tarea tranquilizadora y ella debía estar lo más serena posible, cuando él bajara.

Trató de ordenar sus pensamientos y de saber qué iba a contestar cuando él le dijera que quería el divorcio. Pero los pensamientos se agolpaban. El único que tenía sentido y permanecía claro era que amaba a Hugo. El único hecho, se dijo, con tanta tristeza como sentido común, que no le servía de nada.

El día transcurrió lentamente. Cuando empezó a oscurecer, dejó de bordar. Encendió una lámpara y fue a la cocina a ver cómo iba el estofado. Entonces buscó su bolso y se pintó un poco. Después se peinó. Se miró en el espejo que había en la cocina y decidió que no estaba mal del todo. Estaba un poco delgada y pálida, pero procuraría sonreír. La compasión de Hugo era lo último que deseaba en el mundo.

Se sentó a tomar una taza de té, pero dejó que se enfriara porque se distrajo pensando en Janet. Era absurdo lo mucho que le agradaba; se suponía que debería odiarla, por haber vuelto a Inglaterra, a destrozar su vida.

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Sus pensamientos la llevaron de manera inevitable al futuro. Tendría que decidir qué iba a hacer. Buscaría un trabajo, allí en Escocia, y empezaría otra vez. Estaba tan abstraída que no oyó a Hugo, hasta que estuvo al pie de la escalera. Se había puesto el jersey que ella le había hecho en primavera, mientras él pescaba, y un viejo pantalón de pana. Y había encontrado las zapatillas rojas que habían comprado juntos en Inverness. Sintió tristeza al verlas, pero decidió sonreír.

—Acabo de hacer el té —comentó ella—. Espero que hayas dormido bien.

Parecía que sí. Se había afeitado y tenía el aspecto de un hombre descansado, preparado para enfrentarse a cualquier cosa. Ella también lo estaba, se dijo Sarah.

Se sentó junto a ella. Sarah le sirvió el té y se lo dio. Él lo cogió, mirándola fijamente. La joven bebió un poco de té y cogió el bordado. Estaba esperando a que él le dijera por qué había recorrido tantos kilómetros, en pleno invierno. Él se lo diría de la manera más considerada posible, estaba segura. Habían sido, y seguían siendo, buenos amigos. Se alegró silenciosamente de no haberle dicho nunca que le amaba.

Cuando él empezó a hablar, ella se sobresaltó y se pinchó con la aguja.

—Me ha costado una semana encontrarte, Sarah —dijo Hugo—. ¿Sabes? Este es el último sitio en el que pensé encontrarte. Tú dijiste ¿recuerdas?, que solo te atreverías a conducir hasta aquí en circunstancias desesperadas. No lo recordé inmediatamente. Perdí muchos días buscándote en casa de tu madre, en el hospital, en Rose Road. Hasta fui a ver al señor Ives y a una docena de más de personas. ¡Tienes tantos amigos! Probé con Kate, con Dick Coles, con el banco, hasta con el viejo Simms…

Sarah se llevó el dedo a la boca.

—Lo siento. No se lo dije a nadie, porque no pensé que quisieras saberlo.

—¡Sarah, mi querida Sarah! —exclamó él, suspirando—. Creía que me iba a volverme loco —se detuvo—. Te amo —dijo, de pronto—. Me enamoré de ti hace años… estabas trabajando entonces en el pabellón de cirugía. No me fue difícil entonces convencer a la jefe de enfermeras para que te trasladara a mi consulta.

Ella dejó caer el bordado al oírle y le miró, sorprendida.

—¡Oh, sí! —añadió él, con vehemencia—. Pero entonces descubrí que Steven y tú… bueno, esperé tres años. Y me casé contigo, sabiendo que todavía tendría que esperar hasta que tú te recuperases… sabiendo que todavía no estabas preparada para mi amor. Por eso te dejé creer esa historia sobre Janet y yo.

—Pero, ¿tú la amabas?

Él le sonrió, con tanta ternura y comprensión, que Sarah sintió que se le iba el aliento. Hugo dijo, con suavidad:

—Quizá al principio.

Ella asintió, recordando cómo se había sentido respecto a Steven. Su corazón latía con fuerza. Volvió a coger el bordado y empezó a coser otra vez. Hugo se incorporó y le quitó el bordado de sus manos temblorosas. La levantó de la silla y la acercó hacia sí, estrechándola con fuerza.

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—¡Hugo! —exclamó—. ¡Yo te he amado desde hace… meses y meses… mucho antes de saberlo!

Él pareció comprender lo que ella quería decir; le sujetó la barbilla, la miró, y la besó con dulzura. Entonces, mientras ella recuperaba la respiración, la volvió a besar, pero con pasión. Cuando la soltó un poco, ella le puso las manos en el pecho y le miró.

—Janet… —susurró ella—. ¿Por qué la trajiste a casa después de que habías sido tan… cariñoso cuando me llamabas por teléfono? ¿Y por qué te fuiste y me dejaste?

—Pensé que si me alejaba, me echarías de menos… y así fue, mi amor, ¿verdad? Y en cuanto a Janet… mi querida Sarah, no me diste oportunidad de explicarte nada.

—Volviste esa noche a las tres de la mañana —dijo ella.

La besó antes de contestar.

—Aparqué el coche fuera y me quedé en él, preguntándome qué podría hacer para que me amaras. ¿Te das cuenta? Había llegado a casa, pensando… y tú te mostraste tan indiferente conmigo, mi amor, que empecé a temer que nunca podrías quererme.

—Kate me dijo que habías ido al St. Kit's a ver a Janet y que la llamaste por teléfono y, entonces, os vi en el Fortnum…

Él la calló con un beso.

—Mi adorada Sarah —dijo Hugo—, escúchame. Si me hubieras demostrado una sola vez siquiera que yo era algo más que un amigo para ti, te lo habría dicho todo. Pero te limitaste a tratar de meterme a Janet por los ojos. Te habría podido decir que está casada, que se sentía muy mal y que había abandonado a su marido. Por eso estábamos en el Fortnum… la había convencido para que hablara con él.

—Sí, me tropecé con un hombre por la escalera… parecía agitado —comentó, Sarah, alegrándose de que el rompecabezas de su conversación empezara a tener sentido.

—Y ahora, espero que no vuelvas a pensar tonterías, amor mío, y que no me dejes otra vez.

La atrajo hacia sí y ella se resistió un momento.

—Hugo, mi querido Hugo, hay algo que debo decirte —dijo, mirándole con tristeza—. Yo… encontré un anillo en tu bolsillo y te mentí. Nunca volveré a hacerlo… pero había una carta y yo… —tragó saliva—. La leí… no toda, solo una o dos líneas, y pensé que era para Janet.

—¡Cabezota! ¿Por qué no leíste la carta entera, ya que la empezaste? Te habrías dado cuenta de que era para ti. La escribí mientras estaba en Estados Unidos, pero luego decidí que te daría el anillo personalmente. Desde luego, yo no sabía que Janet iba a estar conmigo en el momento de mi llegada, ni que la invitarías a cenar.

Sarah se acurrucó en sus brazos.

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—Te dije que iba a comportarme como una tonta —susurró, besándole apasionadamente.

Sabía que la amaba y que no volverían a separarse nunca.

Fin