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Alec Leamas, el antiguoresponsable del espionaje inglés enAlemania Oriental, tiene una cuentacasi personal que saldar con susviejos rivales. Todos sus agenteshan muerto o han sido detenidos.Pero Londres le ofrece laoportunidad de superar sufrustración mediante una operaciónsucia y arriesgada que permitiráliquidar al máximo dirigente delespionaje de Alemania Oriental. YAlec Leamas acepta el riesgo y lasordidez de la operación. Es unbuen espía, un profesional, y sabe

que el doble juego, o triple, formaparte de las reglas. Sin embargo, amedida que se adentra en la tramava comprendiendo que aquél no essu juego, que no encarna el papelde un héroe en busca derehabilitación sino el de un pobrepeón caído en desgracia que estásiendo manipulado en algo mássucio y arriesgado de lo que nuncahubiera estado dispuesto a asumir.

John Le Carré

El espía quesurgió del frío

ePUB v1.1NitoStrad 22.02.12

Título: El espía que surgió del frío

Autor: John Le Carré

Traducción: Nieves Morón Gonzalez

Lengua de traducción: InglésLengua: Español

Edición: Agosto 1982

ISBN 84-02-07188-0

Prólogo

«Las novelas de espionaje sonsuspense y misterio más acción ypolítica», según ha dicho recientementeun escritor italiano, en una fórmula quepor lo menos tiene las virtudes de laclaridad y la sencillez. Se trata, desde elpunto de vista histórico, de unaderivación de la novela policíaca, concuyos procedimientos tiende a menudo aconfundirse, pero que posee unasparticularidades que han sido el secretode la fascinación que ejerce sobre elpúblico lector.

De un lado, el hecho de injertarse,aunque sea como pretexto, en la Historiacon mayúscula, con lo cual la amenazaque se conjura, el miedo que se nosdespierta artificialmente, pasa delámbito privado al colectivo, losafectados no son unas cuantas personas,sino un país entero, y muy pronto, porqué no, la civilización occidental o laHumanidad; esa tremenda coacción paraque nos tomemos en serio lo que noscuentan queda además fácilmentebarnizada de actualidad casiperiodística, que es en nuestro siglo elmejor aval de verosimilitud novelesca.

Pero el relato de espías no sólo

moviliza todas las formas del miedo yde la curiosidad, sino que cuenta con unaliciente excepcional que algo debe a la«novela negra», pero que aquí tiene superfectísima justificación: todo vale,todo está permitido, las canalladas másmonstruosas reciben la tácita bendiciónde una causa superior; en la guerra —fría o caliente— como en la guerra, nohay limitaciones morales, jurídicas,sociales para el agente secreto, dada latrascendencia de lo que se supone enjuego, y el lector flota así en unavertiginosa sensación de impunidad a laque los vulgares detectives, en unámbito de intereses mucho más

reducido, no pueden aspirar.La novela policíaca —excepto

cuando descarrila a fuerza de violenciay se convierte en otra cosa— huelesiempre un poco a cuarto cerrado, aintriga delimitada por unos cuantosdatos concretos que trazan un pequeñocírculo en el que el lector tiene queentrar. En la novela de espionaje elcampo de acción empieza ya porincluirnos a todos, y lo que se ventila estan descomunal que obliga a prescindirde las reglas del juego; todo quedaautorizado, y tal vez psicológicamentehablando no haya válvula de escape másatractiva que esa libertad total, con la

ética anestesiada por la altura de losfines, que nos ofrece el libro.

Sin echar mano de vanas pedanteríasque buscan remotos antecedentes delgénero, las historias de espías puedendatarse en torno a la Primera GuerraMundial; antes se había utilizado el temadel espionaje político como soporte deuna narración detectivesca (como en elcuento La carta robada, de Poe), peroes a partir de 1914 cuando las noticias,las fantasías y las leyendas sobre lasredes de espionaje, cuyos serviciosempiezan a organizarse de un modomoderno, atraen la atención del granpúblico y nace esta nueva modalidad.

Al principio como una prolongaciónnovelada de experiencias propias, conmucho color patriótico, inevitable enaquellas circunstancias. El escocés JohnBuchan, director de información delgobierno de la Gran Bretaña, escribe enplena guerra el primer gran clásico delgénero. Los treinta y nueve escalones(1915), obra popularizada por la genialadaptación al cine de Hitchcock (1935),quien se tomó toda clase de libertadescon el original; y un antiguo oficial delDeuxième Bureau francés, con elseudónimo de «Pierre Nord», algo mástarde se hará famoso en su país con laestupenda historia de Doble crimen en

la línea Maginot (1936). Entre unbritánico y un francés la novela deespías nace así antialemana, con unaaguda xenofobia, que años despuéspodrá diversificarse pulsando las teclasdel peligro bolchevique, el peligro nazi,el peligro amarillo o, para que nadie seenfade, el de los grandes traficantes dearmas.

En la etapa de entreguerras, buenosescritores de oficio, además de Buchany Nord, son otro inglés, Eric Ambler, yotro francés, Jean Bommart, el creadord e El pez chino, cuyas enrevesadasperipecias se basan en hechos reales;aunque ese tipo de profesionales del

espionaje palidece ante el atractivohumano de los protagonistas de Buchany de Ambler, que son hombrescorrientes que se ven mezclados a pesarsuyo en estas aventuras. Y algún escritorde más fuste, como Somerset Maughamen su Mister Ashenden (1928), da unpoco más de altura al género, que prontoabordarán ocasionalmente un Priestley yun Graham Greene (El agente secreto,1939, con fondo de la guerra civilespañola).

Pero fue la Segunda Guerra Mundiallo que dio un impulso decisivo a lanarrativa del espionaje, primero concarácter antinazi y en seguida

anticomunista. Más que la guerra, conlos imperativos de su propaganda (pesea lo cual en 1943 Greene publicó Elministerio del miedo), fue la posguerrala que dio un extraordinario auge a lasnovelas de espías, cada vez másdirectamente políticas, mucho másideológicas. Secuestros de sabios,sabotajes de bases militares, robo desecretos atómicos (la bomba atómica, suterror mítico y su regusto de apocalipsisserán desde ahora un pretexto ideal)pasan al primer plano.

Ingleses y franceses siguen teniendoel monopolio del género, que seindustrializa con exotismo, brutalidad,

extravagancia y un estilo contundente, ala manera de un cómic para adultos. EnFrancia, Antoine Dominique con su«Gorila», Paul Kenny con FrancisCopian, G. de Villiers con suaristocrático S.A.S., Jean Bruce con elagente O.S.S. 117; y al otro lado delCanal, Peter O’Donnel con ModestyBlaise, que en 1966 Losey hizo famosaen el cine, Peter Cheyney, próximo a la«novela negra», y otros. Algúnnorteamericano, como Donald Hamilton,completa el cuadro de una narrativapopular y desbocada de la que no faltanparodias, como las del francés CharlesExbrayat y el divertido Nuestro hombre

en La Habana (1958) de Greene.Pero en los años cincuenta la gran

figura es, claro está, Ian Fleming, quevende medio millón de ejemplaresapenas aparece en Inglaterra su primeranovela, Casino Royale (1953). Es lalocura universal de James Bond, 007,que tiene «licencia para matar», y que elcine potencia y magnificaespectacularmente. Fleming, que habíatrabajado durante siete años en elservicio secreto de la Marina inglesa,inventó un arquetipo formidable devalor, insolencia y donjuanismo,siempre entre refinados productos delujo, de los que parece hacer una

publicidad indirecta, y entre odiosospersonajes que traman las másinverosímiles y perversas conjurascontra la paz mundial. Bond es unsímbolo muy simplista, peroarrebatador, y con la ayuda del cineborra del mapa a los demás espíasliterarios, pero anquilosa el género enun montón de tics y de tópicos.

Llegamos así a los primeros añossesenta. Se estrena el primer JamesBond cinematográfico (Doctor No,1961), la guerra fría se templa, aunquecon sobresaltos, Fleming estápublicando sus últimas novelas y moriráen 1965. Es entonces cuando en la

misma Inglaterra hay como un impulsode humanizar la novela de espías, deponer vida, realidad y sufrimiento en esamáquina implacable y segura de matar yde hacer el amor que era 007. En 1962Len Deighton publica Ipcress, un buenrelato muy distinto de Fleming, y un añoantes otro inglés había publicadoLlamada para el muerto, aunque suprimer gran éxito no llegó hasta 1963:El espía que surgió del frío. Acababade entrar en la historia John Le Carré.

Su verdadero nombre es DavidCornwell y nació en Poole, condado deDorset, en el sur de Inglaterra, el 19 deoctubre de 1931. A los cinco años su

madre abandonó a la familia, y crece asíen una situación de semihuérfano, junto aun padre, hombre de negocios al parecerno muy afortunados, empeñado en que sesitúe en un escalón social superior alque le corresponde por su nacimiento.Pasa por varias escuelas y sobresale encriquet, en rugby y en idiomas, sobretodo en alemán.

Después de la guerra, en 1947,prefiere salir al extranjero y eligeestudiar en la Universidad de Berna.Visita por primera vez la Alemaniaarrasada, compone versos en inglés yalemán, lee a Hermann Hesse, dibujamuy bien y piensa incluso dedicarse

profesionalmente a la pintura; susescritores británicos predilectos sonmodelos de claridad, como GrahamGreene, Orwell, Evelyn Waugh. En1948 el servicio militar en Austria, conuna experiencia directa de los camposde refugiados, y también de secretosmilitares, porque había sido adscrito alServicio de Información del Ejército.

Una vez licenciado vuelve a GranBretaña e ingresa en la Universidad deOxford para estudiar lenguas,profundizar el alemán y entusiasmarsecon los poetas barrocos alemanes decomienzos del XVII, pasión que harácompartir a su héroe George Smiley. Al

mismo tiempo se politiza y está al bordedel Partido Comunista, aunque luego susideas se irán diluyendo en unizquierdismo más bien vago. Mientrasestudia gana algún dinero como profesorde una escuela privada (que servirá demodelo para la Thursgood de El topo) yse casa.

Desde 1956, dos años de profesoren Eton, de donde sale con el propósito,muy pronto fallido, de vivir de lapintura, y en 1960 consigue superar laspruebas de ingreso en el Foreign Office;un sueldo anual de ochocientas cincuentalibras y durante seis meses trabajo en elmismo Londres, en el departamento de

la Europa Occidental. Como vivía en lasafueras, aprovechaba las horas pasadasdiariamente en el tren de cercaníastomando unas notas que se convertiríanen una novela. Llamada para el muerto(Call for the dead), que el editor VictorGollancz publica en 1961 con una tiradade tres mil quinientos ejemplares.Tratándose de un funcionario erapreferible no usar su verdadero nombre,y de ahí el seudónimo de «John LeCarré».

La crítica es alentadora, y mientrasse le destina como segundo secretario ala Embajada de Bonn, según algunoscomo cobertura de agente secreto, al

parecer con funciones mucho másapacibles como hacer resúmenes de lapolítica interior alemana y servir deintérprete con motivo de las visitas deMacmillan, Wilson y Heath. Publica susegundo libro. Asesinato de calidad(Murder of quality, 1962) y la crisisalemana de estos años —la erección delmuro de Berlín que hace temer elestallido inminente de una guerra— leproporciona la idea de una novela queserá El espía que surgió del frío (Thespy who came in from the cold, 1963).

Ascendido a primer secretario,David Cornwell ha sido trasladado aHamburgo, donde recibe las primeras

noticias del éxito de su última obra, muypronto best-seller en los paísesanglosajones y luego en todo el mundo(en España se publicó en 1964). Recibeel premio Somerset Maugham y en 1965una película de Martin Ritt, con RichardBurton como protagonista, multiplica supopularidad. El espía que surgió delfrío, del que hasta hoy se han vendidounos veinte millones de ejemplares, lehace en poco tiempo rico y célebre, y en1964 gracias a «John Le Carré» DavidCornwell presenta su dimisión en elForeign Office y se dedica a escribir.

El espía que surgió del frío es comouna deliberada inversión de los recursos

novelescos de Fleming; en vez de loexcepcional y vistoso, lo vulgar yanodino; en vez de la brillantezambiental, un decorado sucio ydeprimente; en vez de la deportivaexaltación del eterno triunfador, elcansancio desengañado y la derrotaíntima del que sabe que perderá; en vezde la fanfarria del erotismo, un amortriste y patético entre dos almassolitarias; en vez del espía-espectáculo,la anatomía moral de un hombre deloficio; en vez del colorido suntuoso, unaatmósfera perennemente agrisada.

Todo el libro está bañado en una luzindecisa, con amaneceres, nieblas,

crepúsculos, medias luces, o bien reinauna oscuridad que rasga de pronto unresplandor amenazante y brutal; así,cuando empieza y termina la novela, denoche, con los reflectores que persiguena los fugitivos, y el muro berlinés, «unacosa fea y sucia de bloques de cementoperforado y cabos de alambre deespino». El gris y el frío —que seanuncia metafóricamente desde el mismotítulo—, un universo inhóspito y lleno deasperezas con una luz extraña y casiirreal, que a veces es la vulgaridadcotidiana y otras, cuando estalla enmedio de las sombras, la mensajera dela muerte.

El suspense y la emoción se sirven,pues, de unos materiales modestísimos,y el uso que hace John Le Carré de esoselementos pobres tal vez sea lo mejor dela novela. Prosaísmo de casi todos lospersonajes, de las casas, el mobiliario,las palabras que dicen, las reaccionesque tienen, distintas pero igualmentetriviales y a menudo de una granchabacanería mental a uno y otro ladodel telón de acero. Y sin embargo, detodo eso surge una intriga apasionante,con la consabida sorpresa final, y vemosmoverse, sufrir, matar y morir a seres decarne y hueso, con una fuerza dramáticaque estriba en el contraste de su

adocenamiento y de lo crueles ymortíferos que pueden llegar a ser.

El escenario, soberbiamente descrito—que produce la desazón de lo vistomil veces sin darle importancia, y quede pronto cobra valor de testigo de latragedia—, y esas figuras zarandeadaspor una lucha que les rebasa, son losgrandes aciertos del autor. Personas ycosas se imponen como evidencias,tienen un enorme poder sugestivo. Y si aesto se añade una prosa de una singulareficacia para retener nuestra atención,habrá que convenir que John Le Carréescribió una obra maestra del género deespionaje.

La salsa moral que adereza el relato,y que suele ser la que conmueve más allector impresionable, es más sencillita.Se elude la división en buenos y malos,pero se resbala hacia una filosofía untanto primaria, y la idea del individuocomo un resorte ciego que mueven unosintereses superiores monstruosos einhumanos hubiera tenido que perfilarsemás. Ese complicado juego de lasalturas (en esta esfera Control, con sucortés «sonrisa de leche aguada» y suaire de «clérigo sanguinario», estámejor intuido que su equivalentealemán) a veces roza la puerilidad.

En la guerra de los servicios

secretos todos compiten enmaquiavelismo, los ingleses con unagelidez distante y un poco irónica noexenta de cinismo, los comunistasalemanes con una terca brutalidad nomenos despiadada, aunque un poco másprimitiva. Entre unos y otros, sin másmoral que la del «buen funcionamiento»,la máquina, empujada por planes de unatortuosidad diabólica, tritura a lospeones de esas jugadas de ajedrezinternacional. Los más sinceros ysimpáticos de esos peones, un alemán yuna inglesa, ambos judíos y comopredestinados por ello al sacrificio,estarán del lado de las víctimas

absurdas, como innumerables comparsasde ambos lados que mueren sin grandezani razón.

El planteamiento, que se sale deunos moldes convencionales para caeren otros casi igual de previsibles,cuidando de pegar equitativamente aderecha e izquierda, hubiese podido sermás sutil y está por debajo del soberbiodominio de la narrativa que muestra elautor. Como en el mismo oficio deespía, aquí la habilidad cuentamuchísimo más que la causa a la que sesirve.

Está finalmente un magnificoprotagonista. Alec Leamas, muy bien

dibujado y humanizado; sin la juventud,el atractivo y la seguridad de los héroesde la epopeya moderna, cincuentón, algoplebeyo y rudo, divorciado (otra vidamatrimonial deshecha, como la de sucompañero George Smiley, que cruzafugazmente por este libro), solo y sinmuchas ilusiones después de habervivido la realidad de su trabajo; no pocoescéptico por lo que respecta a los fines,pero tenaz y expertísimo en los medios,también con su corazoncito, aunque unpoco acorazado. Ni guapo ni joven, nirico ni infalible, ni siquiera feliz.

Leamas, un comediante querepresenta su propio papel, porque lo

que le hacen fingir es tal vez su verdadmás íntima, más que secretos políticos otécnicos, nos mostrará lo que le pasa pordentro; con él, la novela de espías,después de cumplir admirablemente contodas las reglas del género, nos dejafrente a una reflexión que lo desborda:el hombre, su soledad y su desesperanzaen un mundo demasiado cruel.

Carlos Pujol

I. Puesto de control

El americano ofreció a Leamas otrataza de café, y dijo:

—¿Por qué no se vuelve a dormir?Podemos telefonearle si aparece.

Leamas no dijo nada: se quedómirando absorto por la ventana delpuesto de control, a lo largo de la callevacía.

—No irá a quedarse esperando aquípara siempre. Quizás venga en algúnotro momento. Podemos conseguir quela Polizei se ponga en contacto con laAgencia, y usted estaría aquí de vuelta

en veinte minutos.—No —dijo Leamas—. Ya ha

anochecido casi del todo.—Pero no irá a quedarse esperando

aquí siempre; ya lleva nueve horas deretraso.

—Si quiere irse, váyase. Se haportado usted muy bien —añadióLeamas—; le diré a Kramer que se haportado estupendamente.

—Pero ¿hasta cuándo va a esperar?—Hasta que llegue.Leamas se acercó a la ventana de

observación y se situó entre los dospolicías inmóviles, que apuntaban susgemelos hacia el puesto de control

oriental.—Esperará a que oscurezca —

murmuró Leamas—; lo sé muy bien.—Esta mañana dijo usted que

pasaría con los trabajadores.Leamas se volvió hacia él.—Los agentes no son aviones: no

tienen horarios. Éste está perdido, vienehuyendo: está aterrorizado. Mundt va ensu busca, ahora, en este mismo instante.No le queda más que una probabilidad.Que elija su momento.

El otro —más joven— vaciló,queriendo irse, pero sin encontrar unmomento oportuno para hacerlo.

Sonó un timbre en la caseta. Se

quedaron esperando, súbitamentealertados. Un policía dijo en alemán:

—Un «Opel Rekord» negro,matrícula federal.

—No puede verlo a tanta distancia ytan a oscuras: lo dice a voleo —susurróel americano, y luego añadió—: ¿Cómollegó a saberlo Mundt?

—Cierre el pico —dijo Leamasdesde la ventana.

Uno de los policías salió de lacaseta y avanzó hasta la barrera desacos de arena, a sólo un paso de laseñal blanca que cruzaba el camino,como la línea límite en un campo detenis. El otro esperó hasta que su

compañero estuvo acurrucado en labarrera detrás del catalejo; entoncesbajó los gemelos, descolgó el casconegro de la percha detrás de la puerta yse lo encajó cuidadosamente en lacabeza. No se sabía dónde, en lo alto,por encima del puesto de control, losfocos adquirieron vida de repente,lanzando espectaculares haces a lacarretera que tenían delante.

El policía empezó sus comentarios.Leamas se los sabía de memoria.

—El coche se detiene en el primercontrol. Sólo un ocupante, una mujer.Acompañada a la caseta de los «vopos»para la comprobación de documentos.

Esperaron en silencio.—¿Qué es lo que dice? —preguntó

el americano.Leamas no contestó. Levantando los

gemelos, miró fijamente hacia loscontroles de los alemanes orientales.

—Concluida la revisión dedocumentos. Pasa al segundo control.

—Señor Leamas, ¿es ése su hombre?—insistía el americano—. Tengo quellamar a la Agencia.

—Espere.—¿Dónde está ahora el coche? ¿Qué

hace?—Control de moneda, aduana —

cortó Leamas con brusquedad.

Leamas observó el coche. Había dos«vopos» junto a la puerta del conductor,uno entretenido en charlar y el otro algoapartado y esperando. Un tercer «vopo»vagaba en torno al auto. Se detuvo juntoal portaequipajes, y luego volvió al ladodel conductor. Quería la llave. Abrió elportaequipajes, miró dentro; lo cerró,devolvió la llave y caminó unos treintametros hasta la carretera, donde, amedio camino entre los dos puestos decontrol enfrentados, estaba quieto unsolitario centinela alemán oriental; unasilueta agazapada, con botas y ampliospantalones en bolsa. Los dos sereunieron para hablar, conscientes de sí

mismos en el resplandor de los focos.Con ademán rutinario, hicieron señal

con la mano al coche, se apartaron yvolvieron a hablar. Por fin, casi de malagana, dejaron que siguiera cruzando lalínea hasta el sector occidental.

—¿Es un hombre al que espera,Leamas? —preguntó el americano.

—Sí, es un hombre.Levantándose el cuello de la

chaqueta, Leamas salió fuera, al fríoviento de octubre. Entonces se acordódel grupo. Era algo que se le olvidabaaun dentro de la caseta; ese grupo decaras desconcertadas. La gentecambiaba, pero la expresión era la

misma. Era como esa multitud inermeque se reúne en torno a un accidente decirculación, sin que nadie sepa cómo haocurrido, y si habría que retirar elcadáver. Humo o polvo se elevaba através de los haces de los reflectores; unvelo que se mecía constantemente entrelos márgenes de luz.

Leamas anduvo hasta el coche ypreguntó a la mujer.

—¿Dónde está?—Fueron a por él, y echó a correr.

Se llevó la bicicleta. No es posible quehayan sabido nada de mí.

—¿Dónde fue?—Teníamos un cuarto junto a

Brandenburgo, encima de un bar. Allíguardaba unas pocas cosas, dinero,papeles. Supongo que habrá ido allí.Luego se pasará.

—¿Esta noche?—Dijo que vendría esta noche. A

los demás, les han cogido a todos: Paul,Viereck, Ländser, Salomon. No hadurado mucho.

Leamas, pasmado, la miró unmomento en silencio.

—¿Ländser también?—Anoche.Un policía se situó junto a Leamas.—Tendrán que marcharse de aquí —

dijo—. Está prohibido obstruir el punto

de cruce.Leamas se volvió a medias.—¡Al demonio! —replicó

bruscamente.El alemán se puso rígido, pero la

mujer dijo:—Suba. Nos pondremos en marcha

hasta la esquina.Él subió a su lado, y se movieron

lentamente por la carretera adelantehasta una bocacalle.

—No sabía que tuviera usted coche—dijo él.

—Es de mi marido —contestó ellacon indiferencia—. Karl no le dijonunca que yo estaba casada, ¿verdad? —

Leamas se quedó silencioso—. Mimarido y yo trabajamos para unaempresa de óptica. Nos mandan a quecrucemos para hacer negocios. Karl sólole dijo mi nombre de soltera. No queríaque me mezclara con… con ustedes.

Leamas sacó una llave del bolsillo.—Necesitará algún sitio donde

quedarse… —dijo. Su voz sonaba sorda—. Hay un apartamento en Albrecht—Dürer—Strasse, junto al Museo, número28 A. Encontrará todo lo que necesite.Le telefonearé cuando llegue allí.

—Me quedaré aquí con usted.—Yo no me voy a quedar aquí.

Váyase al piso. La llamaré. De nada

sirve esperar ahora aquí.—Pero él vendrá a este punto de

cruce.Leamas la miró sorprendido.—¿Le dijo eso?—Sí. Conoce a uno de esos

«vopos», al casero. Quizá le ayude. Porello eligió esta ruta.

—¿Y eso se lo dijo a usted?—Confía en mí. Me lo contó todo.—¡Demonios!Le dio la llave y volvió a la caseta

del puesto de control, resguardándosedel frío. Los policías estaban musitandoentre sí cuando él entró: el máscorpulento le volvió la espalda

ostensiblemente.—Lo siento —dijo Leamas—, siento

haberle pegado ese grito.Abrió una cartera desgastada y hurgó

en ella hasta que encontró lo quebuscaba: una media botella de whisky.Con una cabezada, el de más edadaceptó; llenó hasta la mitad las tazas decafé y las completó con café negro.

—¿Adónde ha ido el americano? —preguntó Leamas.

—¿Quién?—El chico de la Intelligence

americana; el que estaba conmigo.—Era ya hora de acostarse —dijo el

de más edad, y todos se rieron.

Leamas dejó la taza en la mesa ypreguntó:

—¿Cuáles son sus instrucciones encuanto a disparar para proteger a unoque se pase, a un hombre que huyacorriendo?

—Sólo podemos hacer fuego paraprotegernos si los «vopos» disparandentro de nuestro sector.

—¿Eso quiere decir que no puedendisparar hasta que el hombre hayapasado la divisoria?

El de más edad dijo:—No podemos hacer fuego para

protegernos, señor…—Thomas —contestó Leamas—,

Thomas.Se estrecharon las manos, y los dos

policías pronunciaron sus nombres alhacerlo.

—No podemos hacer fuego paraprotegernos. Ésa es la verdad. Nosdijeron que habría guerra si lohiciéramos.

—Estupideces —dijo el policía másjoven, envalentonado por el whisky—.Si no estuvieran aquí los aliados, a estashoras ya no habría muro.

—Tampoco habría Berlín —susurróel más viejo.

—Tengo un hombre que se pasa estanoche —dijo Leamas.

—¿Aquí? ¿En este punto de cruce?—Es muy importante que salga. Los

hombres de Mundt le persiguen.—Todavía hay sitios por donde uno

puede trepar —dijo el policía másjoven.

—Él no es de ésos. Se abrirá pasocon algún truco: tiene documentos, si esque todavía son válidos. Tiene unabicicleta.

Había sólo una luz en el puesto decontrol, una lámpara de lectura conpantalla verde, pero el fulgor de losreflectores llenaba la caseta como unclaro de luna artificial. Había caído laoscuridad, y con ella, el silencio.

Hablaban como si tuvieran miedo de queles oyesen. Leamas se acercó a laventana a esperar: ante él estaba lacarretera, y a ambos lados el muro, unacosa fea y sucia de bloques de cementoperforado y cabos de alambre de espino,alumbrada con una barata luz amarilla,como un telón de fondo que representaseun campo de concentración. A oriente yoccidente del muro quedaba la parte sinrestaurar de Berlín, un mundo a medias,un mundo de ruina, dibujado en dosdimensiones; despeñaderos de guerra.

«Esta condenada mujer —pensóLeamas—, y ese loco de Karl, que memintió sobre ella…» Mintió por

omisión, como hacen todos, todos losagentes del mundo entero. Uno lesenseña a hacer trampas, a borrar sushuellas, y le hacen también trampas auno. Sólo la había dejado ver una vez,después de aquella comida en laSchürzstrasse el año pasado. Karlacababa de alcanzar su gran éxito, yControl había querido conocerle.Control siempre aparecía cuando habíaéxito. Habían comido juntos, Leamas,Control y Karl. A Karl le gustaban esascosas. Se presentó con un aspecto comode niño de escuela dominical, cepilladoy reluciente, dando sombrerazos y todorespetuoso. Control le había estrechado

la mano durante cinco minutos y habíadicho:

—Quiero que sepa qué contentosestamos, Karl, y cuánto nos alegra suéxito.

Leamas lo había observado,pensando: «Esto nos costará otrasdoscientas al año.» Cuando acabaron decomer, Control volvió a estrecharles lamano, hizo un significativo gesto con lacabeza, dando a entender que tenía queponerse en camino para jugarse la vidaen algún otro lugar, y se dirigió a sucoche con chofer. Entonces Karl se echóa reír, y Leamas se rio con él, y seacabaron el champaña, sin dejar de

reírse de Control. Después se fueron alAlter Fass: Karl se había empeñado, yallí estaba esperándoles Elvira, unarubia de unos cuarenta años, fuerte comoel acero.

—Alec, éste es el secreto que mejorhe guardado —había dicho Karl, yLeamas se puso furioso. Despuéstuvieron una pelea.

—¿Cuánto sabe ella? ¿Quién es?¿Cómo la conoció?

Karl se enfurruñó y rehusódecírselo. Lugo las cosas secomplicaron. Leamas trató de variar losmétodos, y cambiar los sitios deencuentro y las contraseñas, pero a Karl

no le gustó. Sabía lo que había detrás deeso, y no le gustó.

—Si no se fía de ella, ya esdemasiado tarde, de todos modos —repetía, y Leamas recogió la insinuacióny cerró el pico.

Pero después de eso se anduvo conmucho más cuidado, contó a Karlmuchas menos cosas y recurrió más atodos los trucos de la técnica delespionaje. Y ahí estaba ella, ahí fuera,en el coche, conociéndolo todo, la redentera, la casa segura, todo; y Leamasjuró, sin que fuera la primera vez, quejamás se volvería a fiar de un agente.

Se acercó al teléfono y marcó el

número de su piso. Contestó FrauMartha.

—Tenemos huéspedes en Dürer—Strasse… —dijo Leamas—, un hombrey una mujer.

—¿Casados? —preguntó Martha.—Casi —dijo Leamas, y ella se rio

con aquella risa terrible.Cuando él colgaba, uno de los

policías se volvió hacia él.—¡Herr Thomas! ¡De prisa!Leamas corrió a la ventana de

observación.—Un hombre, Herr Thomas —

susurró el policía más joven—, con unabicicleta.

Leamas enfocó los gemelos. EraKarl; su figura era inconfundible inclusoa aquella distancia, envuelta en el viejoimpermeable de la Wehrmacht,empujando su bicicleta. «Lo haconseguido —pensó Leamas—, debehaberlo conseguido; ha pasado elcontrol de documentos; sólo le quedanpor pasar el control de moneda y laaduana.» Leamas observó que Karlapoyaba la bicicleta contra la cerca, yandaba despreocupadamente hacia lacaseta de la Aduana. «No lo hagasdemasiado bien», pensó. Por fin Karlsalió, agitó la mano alegremente hacia elhombre de la barrera, y el poste rojo y

blanco osciló subiendo lentamente.Había pasado, venía hacia ellos, lohabía conseguido. Sólo el «vopo» enmedio de la carretera, la línea, y asalvo.

En ese momento, a Karl le parecióoír algún ruido, presentir algún peligro;volvió la mirada por encima del hombroy empezó a pedalear furiosamente,agachándose sobre el manillar. Quedabaaún el centinela solitario en el puente:éste se había vuelto y observaba a Karl.Entonces, de modo completamenteinesperado, los reflectores se movieron,blancos y brillantes, capturando a Karl yreteniéndole en su fulgor como a un

conejo frente a los faros de un coche.Surgió el gemido oscilante de unasirena, el ruido de órdenes salvajementegritadas.

Delante de Leamas, los dos policíasse pusieron de rodillas, atisbando porlas aspilleras entre los sacos de arena yencajando hábilmente la rápida carga ensus rifles automáticos.

El centinela alemán oriental disparó,muy cuidadosamente, lejos de ellos,dentro de su propio sector. El primerdisparo pareció empujar a Karl haciadelante; el segundo, tirar hacia atrás deél. No se sabe cómo, seguíamoviéndose, todavía en la bicicleta, al

pasar junto al centinela, y el centinelasiguió disparándole. Luego se dobló,rodó por el suelo, y se oyó claramente elgolpe de la bicicleta al caer. Leamaspuso toda su esperanza en que estuvieramuerto.

II. Cambridge Circus

Observó cómo la pista de Tempelhofse hundía por debajo de él.

Leamas no era hombre reflexivo,sobre todo nada filosófico. Sabía queestaba eliminado: era un hecho de lavida con el que tenía que apechugar enadelante, como quien debe vivir concáncer o en prisión. Sabía que no habíaninguna clase de preparación quepudiera tender un puente sobre elabismo entre el antes y el ahora. Habíaencontrado el fracaso como un díaencontraría la muerte, probablemente

con resentimiento clínico y con lavalentía de un solitario. Había duradomás que la mayoría; ahora, estabaderrotado. Se dice que un perro vivetanto tiempo como sus dientes:metafóricamente, a Leamas le habíanarrancado los dientes, y era Mundt quiense los había arrancado.

Diez años atrás hubiera podidotomar otro camino: en aquel anónimoedificio gubernamental, en CambridgeCircus, había empleos burocráticos queLeamas hubiera podido desempeñar yconservar hasta muy viejo; pero Leamasno estaba hecho para estas cosas. Taninfructuoso hubiera sido pedir a un

jockey que abandonara todo parahacerse empleado de apuestas, comosuponer que Leamas abandonaría la vidamilitante a cambio del tendenciosoteorizar y el clandestino interés egoístade Whitehall. Se había quedado enBerlín, consciente de que Personal habíaseñalado su expediente para revisarlo alfinal de cada año; terco, obstinado,despectivo con las instrucciones,diciéndose que ya saldría algo. Eltrabajo de espionaje tiene una sola leymoral: se justifica por los resultados.Incluso los sofistas de Whitehall rendíanhomenaje a esa ley, y Leamas sebeneficiaba. Hasta que llegó Mundt.

Era extraña la rapidez con que sehabía dado cuenta que Mundt seinterponía en su destino.

Hans—Dieter Mundt, nacido hacíacuarenta y dos años en Leipzig. Leamasconocía su expediente, conocía lafotografía en el interior de la tapa; elrostro vacío, duro, bajo el pelo de lino;sabía de memoria la historia de lasubida de Mundt al poder como segundohombre de la Abteilung y jefe efectivode operaciones. Leamas lo sabía por lasdeclaraciones de desertores, y porRiemeck, que, como miembro delPresidium del Partido SocialistaUnificado de Alemania Oriental, se

reunía en comités de seguridad conMundt, y le temía. Con razón, segúnparece, pues Mundt le mató.

Hasta 1959, Mundt había sido unfuncionario poco importante de laAbteilung, que actuaba en Londres bajola cobertura de la Misión Siderúrgica deAlemania Oriental. Volvió a Alemania atoda prisa después de matar a dos de suspropios agentes para salvar su pellejo, yno se oyó hablar de él en más de un año.De repente, reapareció en el cuartelgeneral de la Abteilung en Leipzig comojefe del Departamento de Rutas yMedios, responsable de la distribuciónde dinero, equipos y personal para

tareas especiales. Al final de ese año seprodujo la gran lucha por el poderdentro de la Abteilung. El número y lainfluencia de los oficiales de enlacesoviéticos disminuyeron drásticamente;varios de la vieja guardia fuerondespedidos por razones ideológicas, yemergieron tres hombres: Fiedler, comojefe del contraespionaje; Jahn, quesustituyó a Mundt como jefe de medios,y el propio Mundt, que se llevó lapalma, como vicedirector deoperaciones, a la edad de cuarenta y unaños.

Entonces empezó el nuevo estilo. Elprimer agente que perdió Leamas fue

una muchacha. Era tan sólo un pequeñoeslabón en la red; se la utilizaba paratrabajos de enlace. La mataron a tiros enla calle cuando salía de un cine enBerlín occidental. La policía no pudoencontrar nunca al asesino, y Leamas, alprincipio, se inclinó a eliminar elincidente como si no tuviera ningunaconexión con su trabajo. Un mesdespués, un maletero de la estación deDresde, agente despedido de la red dePeter Guillam, fue hallado muerto ymutilado junto a unos raíles del tren.Leamas comprendió que no era ya unamera coincidencia. Poco después deeso, dos miembros de otra red que

estaba bajo el control de Leamas fuerondetenidos y sentenciados sumariamente amuerte. Y así siguió: sinremordimientos, enervante.

Y ahora habían cazado a Karl, yLeamas se marchaba de Berlín igualcomo había llegado: sin un solo agenteque valiera un penique. Mundt habíaganado.

Leamas era bajo, con un tupido pelogris hierro, y con el físico de unnadador. Era muy fuerte. Esa fuerza se lenotaba en la espalda y los hombros, enel cuello, y en la conformación nudosa

de las manos y los dedos.Acerca de la ropa, tenía una opinión

utilitaria, como en casi todas las demáscosas; hasta las gafas que llevaba aveces tenían cerco de acero. La mayorparte de sus trajes eran de fibra artificialy ninguno tenía chaleco. Le gustaban lascamisas a la americana, con botones enlas puntas del cuello, y los zapatos deante, con suela de goma.

Tenía un rostro atractivo, musculoso,con una línea de terquedad en su bocadelgada. Sus ojos eran oscuros ypequeños; irlandeses, decían algunos.Era difícil clasificar a Leamas. Sillegaba a un club de Londres, era seguro

que el portero no le confundiría con unmiembro; en las salas de fiesta de Berlínsolían darle la mejor mesa. Parecía unhombre que podía traer problemas, unhombre que cuidaba de su dinero, unhombre que no era precisamente uncaballero.

La azafata pensó que era interesante.Supuso que era del Norte, como dehecho hubiera podido serlo, y que ricono lo era. Le echó unos cincuenta añosde edad, con lo que casi estaba en locierto. Supuso que era soltero, lo queera cierto a medias. En alguna parte,hacía mucho, había habido un divorcio:en algún sitio había hijos, ahora entre

diez y veinte años, que recibían supensión de un Banco particular bastanteraro de la City.

—Si quiere otro whisky —dijo laazafata— será mejor que se dé prisa.Dentro de veinte minutos estaremos enel aeropuerto de Londres.

—No, gracias.No la miró: contemplaba por la

ventanilla los campos verdegrises deKent.

Fawley le recibió en el aeropuerto yle llevó en coche a Londres.

—Control está muy irritado por lo

de Karl —dijo, mirando de soslayo aLeamas.

Leamas asintió.—¿Cómo ocurrió? —preguntó

Fawley.—A tiros. Mundt le localizó.—¿Muerto?—Yo diría que sí, a estas horas.

Más vale. Casi lo consiguió. No hubieratenido que darse prisa; no podían estarseguros. La Abteilung llegó al puesto decontrol inmediatamente después queacababan de dejarle pasar. Pusieron enmarcha la sirena y un «vopo» le disparóa veinte pasos de la línea. Se movió enel suelo un momento, y luego se quedó

quieto.—Pobre hijo de…—Exactamente —dijo Leamas.A Fawley no le gustaba Leamas, y a

Leamas, aunque lo sabía, no leimportaba. Fawley era un hombre quepertenecía a varios clubs y llevabacorbatas representativas, quedogmatizaba sobre los méritos de losdeportistas y desempeñaba un alto rangoburocrático en la correspondencia de laoficina. Consideraba sospechoso aLeamas, y Leamas le consideraba untonto.

—¿En qué sección está usted? —preguntó Leamas.

—Personal.—¿Le gusta?—Fascinante.—¿Por dónde voy ahora?

¿Resbalando?—Mejor será que se lo diga Control,

amigo mío.—¿Lo sabe usted?—Por supuesto.—Entonces, ¿por qué demonios no

me lo dice?—Lo siento, amigo —replicó

Fawley, y de repente Leamas casiperdió el dominio. Luego reflexionóque, de todas maneras, probablementeFawley mentía.

—Bueno, dígame una cosa, ¿leimporta? ¿Tengo que buscar uncondenado piso en Londres?

Fawley se rascó la oreja.—Creo que no, amigo, no.—¿No? Gracias a Dios.Aparcaron junto a Cambridge

Circus, ante un parquímetro, y entraronjuntos en el vestíbulo.

—No tendrá pase, ¿verdad? Mejorserá que rellene un impreso, amigo.

—¿Desde cuándo tenemos pases?MacCall me conoce tanto como a supropia madre.

—No es más que un procedimientonuevo. Cambridge Circus va creciendo,

ya sabe.Leamas no dijo nada, dio una

cabezada hacia MacCall y se metió en elascensor sin pase.

Control le estrechó la mano más biencuidadosamente, como un médico que lepalpara los huesos.

—Debe de estar terriblementecansado —dijo, en tono de excusa—;siéntese.

La misma voz funesta, el rebuznoprofesoral; Leamas se sentó en unabutaca frente a una estufa eléctricaverdeoliva con un cacharro de agua en

equilibrio encima.—¿Lo encuentra frío? —preguntó

Control.Se inclinaba sobre la estufa

frotándose las manos. Llevaba un jerseydebajo de la chaqueta negra, un ajadojersey pardo. Leamas se acordó de lamujer de Control, una mujercita estúpidallamada Mandy que parecía creer que sumarido estaba en la Dirección deCarbones. Supuso que ella se lo habríatricotado.

—Está muy seco, eso es lo malo —continuó Control—. Si se vence el frío,se reseca la atmósfera. Es igual depeligroso.

Se acercó a la mesa y apretó unbotón.

—Vamos a probar a ver siconseguimos café —le dijo—. Ginnieestá de permiso, eso es lo malo. Me handado una chica nueva. Realmente, esoestá mal.

Era más bajo de lo que recordabaLeamas; en lo demás, lo mismo. Elmismo afectado desapego, los mismosconceptos profesorales, el mismo horrora las corrientes; cortés, conforme a unafórmula infinitamente lejana de laexperiencia de Leamas. La mismasonrisa de leche aguada, la mismareticencia estudiada, la misma fidelidad,

pidiendo excusas, a un código deconducta que fingía encontrar ridículo:la misma banalidad.

Sacó de la mesa un paquete decigarrillos y le dio uno a Leamas.

—Encontrará éstos más caros —dijo, y Leamas asintió con la cabeza,cumpliendo con su obligación.

Control se sentó, metiéndose loscigarrillos en el bolsillo. Hubo unapausa, y al fin, Leamas dijo:

—Riemeck ha muerto.—Sí, así es —afirmó Control, como

si Leamas hubiera tenido un buen acierto—. Es una gran desgracia. Lo más…¿Supongo que esa chica, Elvira, le hizo

volar?—Eso supongo.Leamas no iba a preguntarle cómo

sabía lo de Elvira.—Y Mundt hizo que le pegaran unos

tiros —añadió Control.—Sí.Control se levantó y fue dando

vueltas por el cuarto en busca de uncenicero. Encontró uno y lo pusotorpemente en el suelo entre las dosbutacas.

—¿Cómo se sintió usted? Quierodecir, cuando le mataron a Riemeck.Usted lo vio, ¿no?

Leamas se encogió de hombros.

—Me molestó terriblemente —dijo.Control ladeó la cabeza y entornó

los ojos.—Seguramente sintió algo más que

eso, seguramente se quedó trastornado,¿no? Eso sería más normal.

—Me quedé trastornado. ¿Quién nose iba a quedar?

—¿Le era simpático Riemeck…como hombre?

—Me parece que sí —dijo Leamas.Y añadió—: Me parece que no sirve demucho meterse en eso.

—¿Cómo pasó la noche, lo quequedaba de noche, después que matarona Riemeck?

—Oiga, ¿qué es esto? —preguntóLeamas, acalorado—; ¿adónde quiere ira parar?

—Riemeck ha sido el último —reflexionó Control—; el último de unaserie de muertes. Si la memoria no mefalla, todo empezó con la muchacha, laque mataron en Wedding, al salir delcine. Luego el hombre de Dresde, y lasdetenciones de Jena. Como en el cuentode los diez negritos. Ahora Paul,Viereck y Ländser… todos muertos. Yfinalmente Riemeck. —Sonrió comoesbozando una súplica—. Eso desgastamucho. Me preguntaba si tendría ustedbastante.

—¿Qué quiere decir con «bastante»?—Me preguntaba si estaría usted

cansado. Consumido.Se produjo un largo silencio.—Eso ha de decidirlo usted —dijo

por fin Leamas.—Hemos de vivir sin simpatías,

¿no? Desde luego, eso es imposible.Fingimos unos con otros toda estadureza, pero realmente no somos así.Quiero decir… uno no puede estar todoel tiempo fuera, al frío; uno tiene queretirarse, ponerse al resguardo de esefrío… ¿entiende lo que quiero decir?

Leamas entendía. Veía la larga rutasaliendo de Rotterdam, la larga

carretera recta junto a las dunas, y eltorrente de refugiados moviéndose a lolargo de ella; veía el pequeño avión avarias millas, la procesión que separaba a mirarlo, y el avión que seacercaba, elegantemente, sobre lasdunas; veía el caos, el infierno sinsentido, cuando las bombas dieron en lacarretera.

—No puedo hablar así, Control —dijo por fin Leamas—. ¿Qué quiere quehaga?

—Quiero que siga un poco más en elfrío, fuera.

Leamas no dijo nada, de modo queControl siguió:

—Nuestra ética profesional se basaen un solo supuesto: esto es, que nuncavamos a ser agresores. ¿Cree usted queeso es equitativo?

Leamas dio una cabezada. Cualquiercosa para evitar hablar.

—Así hacemos cosas desagradables,pero somos… defensivos. Eso, meparece, sigue siendo equitativo.Hacemos cosas desagradables para quela gente corriente, aquí y en otros sitios,puedan dormir seguros en sus camas porla noche. ¿Es eso demasiado romántico?Desde luego, a veces hacemos cosasauténticamente malvadas —hacíamuecas como un colegial—. Y, al

contrapesar asuntos morales, más biennos metemos en comparacionesindebidas: al fin y al cabo, no se puedencomparar los ideales de un bando conlos métodos del otro, ¿no es verdad?

Leamas se sentía perdido. Otrasveces le había oído decir a aquelhombre un montón de vulgaridades antesde pinchar a fondo, pero jamás le habíaoído decir nada semejante.

—Quiero decir que hay quecomparar método con método, idealescon ideales. Yo diría que, después de laguerra, nuestros métodos —los nuestrosy los de los adversarios— se han vueltomuy parecidos. Quiero decir que uno no

puede ser menos inexorable que losadversarios simplemente porque la«política» del gobierno de uno esbenévola, ¿no le parece? —Se riosilenciosamente para adentro—. Eso noserviría nunca —dijo.

«¡Dios mío! —pensó Leamas—, escomo trabajar para un clérigosanguinario. ¿Adónde irá a parar?»

—Por eso —continuó Control—,creo que deberíamos intentar eliminar aMundt… Pero, bueno —dijo,volviéndose con irritación hacia lapuerta—, ¿dónde está ese maldito café?

Control atravesó hasta la puerta, laabrió y habló con alguna invisible

muchacha en el cuarto de afuera. Alvolver dijo:

—De veras creo que tendríamos queeliminarle, si lo podemos arreglar.

—¿Por qué? No hemos dejado nadaen Alemania Oriental, nada en absoluto.Usted lo acaba de decir; Riemeck era elúltimo. No hemos dejado nada queproteger.

Control se sentó y se miró las manosun rato.

—Eso no es del todo serio —dijo alfin—, pero me parece que no deboaburrirle con los detalles.

Leamas se encogió de hombros.—Dígame —continuó Control—,

¿está usted cansado de espiar? Perdoneque repita la pregunta. Quiero decir queése es un fenómeno que comprendemosbien, ya lo sabe. Como los constructoresde aviones…, «fatiga del metal», creoque se dice así. Diga si está cansado.

Leamas se acordó del vuelo deregreso, aquella mañana, y quedóinterrogándose a sí mismo.

—Si estuviera cansado —añadióControl—, tendríamos que encontraralgún otro modo de ocuparnos de Mundt.Lo que pienso ahora está un poco fuerade lo normal.

Entró la muchacha con el café. Pusola bandeja sobre la mesa y sirvió dos

tazas. Control esperó a que se marcharadel cuarto.

—Qué chica tan tonta —dijo, casipara sí mismo—. Parece muy raro queya no puedan encontrarlas buenas. Megustaría que Ginnie no se fuera devacaciones en ocasiones como ésta.

Removió con desconsuelo el cafédurante un rato.

—Realmente, tenemos quedesacreditar a Mundt —dijo—. Dígame,¿usted bebe mucho? ¿Whisky y esascosas?

Leamas había llegado a creer queestaba acostumbrado a Control.

—Bebo un poco. Más que la

mayoría, supongo.Control asintió comprensivamente.—¿Qué sabe usted de Mundt?—Es un asesino. Estuvo aquí un año

o dos con la Misión Siderúrgica deAlemania Oriental. Entonces teníamosaquí un consejero: Maston.

—Así es.—Mundt tenía en marcha un agente,

la mujer de uno del Foreign Office. Lamató.

—Trató de matar a George Smiley.Y, desde luego, mató a tiros al maridode esa mujer. Es un hombre muydesagradable. Fue de las JuventudesHitlerianas y todas esas cosas. En

absoluto el tipo de intelectual comunista.Un profesional de la guerra fría.

—Como nosotros —observósecamente Leamas.

Control no sonrió.—George Smiley conocía bien el

caso. Ya no está con nosotros, pero creoque tendría usted que sonsacarle algo.Hace cosas sobre la Alemania del sigloXVII… Vive en Chelsea, detrás mismode Sloane Square Calle Bywater, ¿sabecuál es?

—Sí.—Y Guillam estaba metido también

en el asunto. Está en Satélites Cuatro,primer piso. Me temo que todo habrá

cambiado desde sus tiempos.—Sí.—Pase un día o dos con ellos. Ellos

saben lo que proyecto. Luego, no sé si legustaría pasar conmigo el fin de semana.Mi mujer —añadió apresuradamente —está cuidando a su madre, según creo.Estaremos solos usted y yo.

—Gracias. Me gustaría.—Entonces podremos hablar de

nuestras cosas cómodamente. Sería muysimpático. Creo que usted podríasacarle al asunto un montón de dinero.Puede quedarse todo lo que saque.

—Gracias.—Esto, desde luego, si usted está

seguro de que le apetece…, sin «fatigadel metal» ni algo así, ¿eh?

—Si es cuestión de matar a Mundt,estoy dispuesto.

—¿De veras que se siente así? —preguntó cortésmente Control. Y luego,después de mirar reflexivamente aLeamas durante unos momentos, indicó—: Sí, de veras creo que sí. Pero notiene por qué pensar que sea necesarioque se lo diga. Quiero decir que ennuestro mundo enseguida nos salimosdel registro del odio, o del amor…,como esos sonidos que un perro nopuede oír. Al final, no queda más queuna especie de náusea: uno jamás desea

volver a causar sufrimiento alguno.Perdóneme, pero ¿no fue propiamenteeso lo que sintió cuando mataron a KarlRiemeck? Ni odio a Mundt, ni afecto aKarl, sino una sacudida mareante, comoun puñetazo en un cuerpo embotado…Me han dicho que estuvo toda la nocheandando…, nada menos que dandovueltas por las calles de Berlín. ¿Escierto?

—Es cierto que salí a dar un paseo.—¿Toda la noche?—Sí.—¿Qué ha sido de Elvira?—Dios sabe… Me gustaría darle

una metida a Mundt —dijo.

—Bueno…, bueno. Por cierto, si seencuentra algún viejo amigo mientrastanto, no crea que sirve de algo tratar deesto con ellos. En realidad —añadióControl, al cabo de un momento—, yome mostraría más bien seco con ellos.Que piensen que le hemos tratado mal austed. Está bien empezar del mismomodo como se piensa seguir, ¿no escierto?

III. Decadencia

A nadie le sorprendió demasiado elque metieran en conserva a Leamas. Engeneral, decían, Berlín llevaba variosaños siendo un fracaso, y alguno teníaque recibir la reprimenda. Además,estaba viejo para el trabajo activo, en elque hay que tener unos reflejos tanrápidos como los de un profesional deltenis.

Leamas había trabajado bien en laguerra, todos lo sabían. En Noruega y enHolanda, no se sabe cómo, se habíamostrado notablemente vivo, y al final le

habían dado una medalla y le dejaronmarchar. Después, desde luego, lehicieron volver.

Hubo mala suerte con lo de su paga,realmente mala suerte. La Sección deContabilidad lo dejó escapar, en lapersona de Elsie. Elsie dijo en elrestaurante que el pobre Alec Leamassólo recibiría cuatrocientas libras al añopara vivir, por culpa de su interrupciónen el servicio. Elsie pensaba que era unreglamento que realmente habría quecambiar: después de todo, el señorLeamas había cumplido su servicio,¿no? Pero allí estaban, con los deHacienda a la espalda, muy distintos a

los de los viejos tiempos, y ¿qué podíanhacer? Aun en los malos tiempos deMaston habían arreglado mejor lascosas.

Leamas, según les dijeron a losnuevos, era de la antigua escuela:sangre, tripas sólidas, cricket y Diplomade Francés de la escuela. En el caso deLeamas, esto no se adecuaba con él,porque era bilingüe en alemán e inglés,y su holandés era admirable; además, nole gustaba el cricket. Pero la verdad esque no tenía título universitario.

Al contrato de Leamas le faltabanunos pocos meses para quedarrescindido, y le pusieron en Bancaria

para completar el tiempo. La SecciónBancaria era diferente de Contabilidad:se ocupaba de pagos en el extranjero, definanciar agentes y operaciones. Lamayor parte de los trabajos de Bancarialos podría haber hecho un botones, a noser por el alto grado de secretorequerido, y por eso Bancaria era una delas varias secciones del Servicio que seconsideraban como dependenciasapropiadas para apartar a los empleadosque pronto se iban a enterrar.

Leamas pasó a «quedar parasimiente».

El proceso de «quedar parasimiente» generalmente se considera

como muy largo, pero en el caso deLeamas no fue así. A la vista de todossus colegas, pasó de ser un hombrehonrosamente desplazado a un lado, aser un náufrago resentido y borracho; ytodo ello en pocos meses. Hay un tipode estupidez entre los borrachos,especialmente cuando no están bebidos;un tipo de desconexión que los que sonpoco observadores interpretan comovaguedad, y que Leamas pareciócontraer con rapidez poco natural.Adquiría pequeñas deshonestidades,pedía prestadas cantidadesinsignificantes a las secretarias yolvidaba devolverlas, llegaba tarde o se

marchaba pronto mascullando algúnpretexto. Al principio, sus compañerosle trataron con indulgencia; quizá sudecaimiento les asustaba del mismomodo que nos asustan los tullidos, losmendigos y los inválidos, porquetememos que podemos llegar a ser unode ellos; pero al final le aislaron sudescuido y su malignidad brutal y sinrazones.

Con cierta sorpresa de la gente, aLeamas no parecía importarle que lehubieran metido en conserva. Suvoluntad, de pronto, parecía habersedesplomado. Las nuevas secretarias,reacias a creer que los Intelligence

Services están poblados por mortalesnormales y corrientes, se alarmaban alnotar que Leamas se había vueltofrancamente putrefacto. Se cuidabaapenas de su aspecto y se fijaba menosen lo que le rodeaba, almorzaba en elrestaurante, que normalmente era cotoreservado a los empleados más jóvenes,y se rumoreaba que bebía. Se volvió unsolitario, perteneciente a esa trágicaclase de hombres activosprematuramente privados de actividad;nadadores alejados del agua o actoresdesterrados del escenario.

Algunos decían que había cometidoun error en Berlín, y por eso su red

había sido suprimida; nadie sabía nadacierto. Todos estaban de acuerdo en quele habían tratado con una durezadesacostumbrada, incluso por parte deuna dirección de Personal que no teníafama de filantrópica. Le señalaban condisimulo cuando pasaba, como señalanlos hombres a un atleta de tiempospasados, y decían: «Es Leamas. Le fuemal en Berlín. Es lamentable la maneracomo se ha dejado ir.»

Y luego, un día, desapareció. Nodijo adiós a nadie, ni por lo visto aControl. La cosa, por sí sola, no erasorprendente. El carácter del Servicioexcluía despedidas formales y regalos

de relojes de oro, pero incluso con esoscriterios, la marcha de Leamas parecióbrusca. Por lo que parecía, su marchatuvo lugar antes de que concluyera eltérmino de su contrato. Elsie, de laSección de Contabilidad, ofreció una odos migajas de información: Leamashabía cobrado en metálico toda lacuantía de su paga, lo cual, si es queElsie entendía algo, quería decir quetenía dificultades con su Banco. Lagratificación se le pagaría a fin de mes;ella no podía decir cuánto, pero nollegaba a cuatro cifras; pobre chico. Sehabía mandado su ficha al SeguroNacional. Personal tenía una dirección

suya, añadió Elsie con un resoplido,pero desde luego no eran quiénes, los dePersonal, para revelarla.

Luego estaba la historia del dinero.Se supo por indiscreción —como decostumbre, nadie sabía de dónde salíaeso— que la marcha repentina deLeamas tenía que ver conirregularidades en las cuentas de laSección Bancaria. Faltaba una cantidadbastante regular (no de tres cifras, sinode cuatro, según una señora de pelo azulque trabajaba en la centralitatelefónica), y la habían recobrado casitoda, y le impusieron un embargo sobresu pensión. Otros dijeron que no lo

creían: en el caso de que Alec hubiesequerido robar el cajón, decían, conocíamedios más apropiados para hacerloque enredar en las cuentas de la Central.No es que no fuera capaz: sólo que lohabría hecho mejor. Pero los menosconvencidos de las posibilidadesdelictivas de Leamas aludían a su granconsumo de alcohol, a los gastos queacarreaba mantener una familiaseparada, a la fatal diferencia entre lapaga en el país y los gastos permitidosen el extranjero, y, sobre todo, a lastentaciones que se le ponen por delante aun hombre que maneja grandes sumas dedinero contante y sonante, cuando sabe

que sus días en el Servicio estáncontados.

Todos se mostraron de acuerdo enque si Alec se había manchado lasmanos, estaba liquidado para siempre:los de Reinstalación ni le mirarían, yPersonal no querría dar referenciassobre él, o las daría de un modo tan fríocomo el hielo, y aun el patrono másentusiástico sentiría un escalofrío alverlas. El desfalco era el único pecadoque los de Personal no dejaban quenadie olvidase y que ellos mismos noolvidaban jamás. Si era cierto que Alechabía robado a Cambridge Circus, iba allevarse consigo a la tumba la cólera de

Personal, y Personal no pagaría ni lamortaja.

Durante una semana o dos despuésde su marcha, unos cuantos sepreguntaron qué habría sido de él. Perosus viejos amigos ya sabían que teníanque evitarle. Se había vuelto un molestoresentido, que atacaba constantemente alServicio y a su administración, y lo queél llamaba «los chicos de Caballería»que, según decía, llevaban sus asuntoscomo si fuera el club de oficiales de unregimiento. Nunca perdía la oportunidadde meterse con los americanos y susservicios de espionaje. Parecía odiarlesmás que a la Abteilung, a la que aludía

rara vez, o casi nunca. Sugería que eranellos los que habían puesto en peligro sured: esto parecía una obsesión en él, lamala manera con que recompensabacualquier intento de consolarle.

Así se volvió una compañíadesagradable, de modo que los que leconocían, e incluso los que le concedíansilenciosamente su simpatía, acabaronpor eliminarle. La marcha de Leamascausó tan sólo una ondulación en elagua; con otros vientos y con el cambiode estaciones, pronto quedó olvidada.

Su piso era pequeño y destartalado,

pintado de color pardo y con fotografíasde Clovelly. Daba enfrente mismo de lasgrises traseras de tres almacenes depiedra, con ventanas que, por razonesestéticas, habían sido dibujadas concreosota. Encima de los almacenes vivíauna familia italiana, que se peleaba cadanoche y sacudía las alfombras durante eldía.

Leamas tenía pocas cosas con quealegrar los cuartos. Compró unaspantallas para tapar las bombillas, y dospares de sábanas para sustituir lasfundas de tela basta proporcionadas porel casero. El resto, Leamas lo toleró: lascortinas estampadas con flores, sin forro

ni dobladillo, los oscuros revestimientosrozados del suelo, y el tosco mobiliariode madera parda, algo así como de unhostal de marineros. Un grifo amarilloresquebrajado le proporcionaba aguacaliente por un chelín.

Necesitaba un empleo. No teníadinero, nada en absoluto. De modo quetal vez fuese cierto lo que se contaba deldesfalco. A Leamas le parecieron tibiosy peculiarmente inadecuados losofrecimientos de nueva colocación quele hizo el Servicio. Primero, trató deobtener trabajo en el comercio. Unaempresa de fabricantes de adhesivosindustriales se mostró interesada por su

aspiración al puesto de subdirector yjefe de personal. Sin hacer caso a lareferencia poco útil que el Serviciohabía dado de él, no le exigieron nirequisitos ni títulos y le ofrecieronseiscientas al año. Se quedó una semana,al cabo de la cual la hediondapestilencia del aceite de pescado ranciose le había metido en el pelo y la ropa,adhiriéndosele en las narices como elolor de la muerte. No había lavado quelo suprimiera, de modo que Leamas serapó el pelo al cero y tuvo que tirar dosde sus mejores trajes.

Pasó otra semana intentando venderenciclopedias a las amas de casa de las

zonas residenciales, pero no era hombrea quien éstas comprendieran o vierancon buenos ojos, no querían a Leamas, oal menos a sus enciclopedias. Nochetras noche volvía fatigado a su piso, consu ridícula muestra bajo el brazo. Al finde la semana telefoneó a la empresa yles dijo que no había vendido nada. Sinmanifestar sorpresa, le recordaron suobligación de devolver la muestra sidejaba de actuar en su representación, ycolgaron. Leamas salió de la cabinatelefónica dando furiosas zancadas, sedejó olvidada la muestra, fue a un bar yse emborrachó perdidamente gastándoseveinticinco chelines, que no podía

pagar. Le echaron por chillar a unamujer que trataba de llevársele. Ledijeron que no volviera jamás, pero unasemana más tarde lo habían olvidadotodo. Empezaban a conocer allí aLeamas.

También en otros sitios empezaron aconocer a esa figura gris y bamboleante.No decía ni una mísera palabra: no teníani un amigo, hombre, mujer o animal.Adivinaban que estaba en un apuro:probablemente había abandonado a sumujer. Nunca sabía el precio de nada,nunca lo recordaba cuando se lo decían.Se palpaba todos los bolsillos siempreque necesitaba dinero suelto, nunca se

acordaba de llevar una cesta, siemprecompraba bolsas para llevarse lo quecompraba.

En su calle no le tenían simpatía,pero casi le compadecían. Además,pensaban que estaba muy sucio, conaquel modo de no afeitarse los fines desemana, y con las camisas todasdesaliñadas.

Una tal señora Mac Caird, deSudbury Avenue, le hacía la limpiezatodas las semanas, pero como nuncarecibió de él ni una palabra amable,abandonó su trabajo. Ella era unaimportante fuente de información enaquella calle, donde los tenderos se

contaban unos a otros lo que necesitabansaber en caso de que él pidiera crédito.La opinión de la señora Mac Caird eraadversa al crédito. Leamas nuncarecibía cartas, decía ella, y llegaron alacuerdo de que eso era grave. No teníacuadros y sólo unos pocos libros; ellacreía que uno de los libros eraindecente, pero no podía estar seguraporque estaba escrito en un idiomaextranjero. Su opinión era que tendríaalguna rentilla de que vivir, y se leestaba acabando. Sabía que los juevesiba a cobrar subsidio de paro. TodoBayswater estaba advertido y no habíanecesidad de más avisos. Se enteraron

por la señora Mac Caird que bebíacomo un pez: el de la taberna loconfirmó. Los taberneros y las mujeresde la limpieza no están en situacióncomo para conceder crédito a susclientes, pero su información es muyvaliosa para los que sí lo están.

IV. Liz

Por fin, aceptó el trabajo en laBiblioteca. La Agencia de Colocacionesse lo había puesto delante de las naricestodos los jueves por la mañana cuandocobraba su subsidio de paro, pero él lohabía rechazado siempre.

—La verdad es que no es lo quemejor le va —dijo el señor Pitt—, perola paga es buena y el trabajo es fácilpara un hombre instruido.

—¿Qué clase de biblioteca es? —preguntó Leamas.

—Es la Biblioteca Bayswater de

Investigaciones Psicológicas. Es unafundación: tienen miles de libros, y leshan hecho un legado de muchos más.Necesitan otro ayudante.

Leamas cogió el óbolo y la tira depapel.

—Son gente rara —añadió el señorPitt—, pero, por otra parte, ustedtampoco es de los que se quedan fijos,¿no? Me parece que ya es hora de queles pusiera a prueba, ¿no cree?

Había algo raro en Pitt. Leamasestaba seguro de haberle visto antes enalgún otro sitio. En Cambridge Circus,durante la guerra.

La Biblioteca era como la nave de

una iglesia y, además, muy fría. Lasnegras estufas de petróleo, en losextremos, daban un olor a parafina. Enmedio del local había una cabina, comola de los testigos en un tribunal, y dentroestaba sentada la señorita Crail, labibliotecaria.

Nunca se le había ocurrido a Leamasque hubiera de trabajar a las órdenes deuna mujer. En la Agencia deColocaciones, nadie le había dicho nadade eso.

—Soy el nuevo ayudante —dijo—,me llamo Leamas.

La señorita Crail levantó la vistabruscamente de su fichero, como si

hubiera oído una grosería.—¿Ayudante? ¿Qué quiere decir con

eso de «ayudante»?—Asistente. De parte de la Agencia

de Colocaciones, del señor Pitt.Alargó a través del mostrador un

impreso hecho en multicopista con susdatos anotados con letra inclinada. Ellalo cogió y lo examinó.

—Usted es el señor Leamas.No era una pregunta, sino la primera

fase de una investigación para averiguarlos hechos.

—Y es usted de la Agencia deColocaciones.

—No, me ha mandado la Agencia de

Colocaciones. Me han dicho quenecesitaban ustedes un asistente.

—Ya entiendo.Una sonrisa adusta. En ese momento

sonó el teléfono: ella cogió el auriculary empezó a discutir ferozmente conalguien. Leamas adivinó que discutíansiempre, que no había preliminares. Ellaelevó el tono de voz, simplemente, yempezó a discutir sobre unas entradaspara un concierto. Él escuchó un par deminutos, y luego se dirigió hacia lasestanterías. En uno de loscompartimientos, observó que había unamuchacha, de pie en una escalera,ordenando unos grandes volúmenes.

—Soy el nuevo —dijo—, me llamoLeamas.

Ella bajó de la escalera y le dio lamano un tanto ceremoniosamente.

—Yo soy Liz Gold. Encantada. ¿Haconocido a la señorita Crail?

—Sí, pero en este momento estáhablando por teléfono.

—Discutiendo con su madre,imagino. ¿Qué va a hacer usted?

—No sé. Trabajar.—Ahora estamos poniendo

signaturas; la señorita Crail haempezado un nuevo fichero.

Era una muchacha alta, desgarbada,de larga cintura y piernas largas.

Llevaba zapatos bajos, de «ballet», parareducir su estatura. En su cara, como ensu cuerpo, había algo que parecíaoscilar entre la fealdad y la belleza.Leamas supuso que tendría veintidós oveintitrés años, y que sería judía.

—Se trata sólo de comprobar quetodos los libros estén en los estantes.Ésta es la tira de referencia, ya ve.Cuando lo haya comprobado, apunte enlápiz la nueva signatura y la tacha en elfichero.

—¿Y qué ocurre luego?—Sólo la señorita Crail está

autorizada a pasar a tinta la signatura. Esel reglamento.

—¿El reglamento de quién?—De la señorita Crail. ¿Por qué no

empieza por la arqueología?Leamas asintió y marcharon juntos al

compartimiento siguiente, en cuyo suelohabía una caja de zapatos llena defichas.

—¿Ha hecho usted alguna vez cosasde este tipo?

—No —se agachó a recoger unpuñado de fichas y las sopló—. Meenvió el señor Pitt. De la Agencia.

Volvió a poner en su sitio las fichas.—La señorita Crail es la única

persona que puede pasar a tinta lassignaturas, ¿no?

—Sí.Ella le dejó allí. Leamas, tras un

momento de vacilación, sacó un libro ymiró la portadilla. Se titulaba«Descubrimientos arqueológicos enAsia Menor», Volumen Cuarto. Alparecer, sólo tenían el volumen cuarto.

Era la una, y Leamas tenía muchahambre, así que se acercó hacia dondeestaba Liz Gold clasificando y dijo:

—¿Qué pasa con el almuerzo?—Ah, yo traigo bocadillos —

pareció un poco cohibida— Puede cogeralguno de los míos, si lo desea. No hay

café en varias millas a la redonda.Leamas movió la cabeza.—Gracias, saldré. Tengo que hacer

unas compras.Ella observó cómo se abría paso de

un empujón por las puertas oscilantes.Eran las dos y media cuando

regresó. Olía a whisky. Traía la bolsallena de verduras y otra conteniendodiversos comestibles. Las dejó en unaesquina del compartimiento yfatigosamente volvió a empezar con loslibros de arqueología. Llevaba unos diezminutos poniéndoles signaturas cuandose dio cuenta de que la señorita Crail leobservaba.

—«Señor» Leamas.Él estaba a medio subir en la

escalera, de modo que miró abajo porencima del hombro y dijo:

—¿Qué?—¿Sabe usted de dónde han salido

estas bolsas de comestibles?—Son mías.—Ya entiendo. Son suyas. —Leamas

esperó—. Lamento —continuó ella porfin— que no permitamos meter lacompra en la Biblioteca.

—¿Dónde puedo ponerla, si no? Nohay otro sitio donde pueda ponerla.

—En la Biblioteca, no —contestóella.

Leamas no le hizo caso y volvió adirigir su atención a la sección dearqueología.

—Si solamente se tomara el tiemponecesario para el almuerzo —continuóla señorita Crail—, no tendría tiempopara hacer la compra. Ninguna denosotras lo tiene, ni la señorita Gold niyo misma, no tenemos tiempo paracompras.

—Entonces, ¿por qué no se tomanmedia hora más? —preguntó Leamas—;así tendrían tiempo. Si tanto les urgepueden trabajar otra media hora por latarde; si les apremian.

Ella se detuvo unos momentos, sin

hacer otra cosa más que mirarle ypensando, evidentemente, algo quedecirle. Por fin anunció:

—Lo discutiré con el señor Ironside—y se marchó.

A las cinco y media, la señoritaCrail se puso el abrigo, y con unenfático «buenas noches, señoritaGold», se fue. Leamas adivinó que sehabía pasado toda la tarde cavilandosobre las bolsas de la compra. Pasó alcompartimiento contiguo, donde LizGold estaba sentada en el peldaño másbajo de su escalerilla, leyendo algo queparecía un folleto. Al ver a Leamas, lodejó caer con aire culpable en su bolso

y se puso en pie.—¿Quién es el señor Ironside? —

preguntó Leamas.—Creo que no existe —contestó ella

—. Es su mejor recurso cuando no sabeencontrar una respuesta. Una vez lepregunté quién era. Se puso toda elusivay misteriosa y me dijo: «No sepreocupe.» Creo que no existe.

—Tampoco estoy seguro de queexista la señorita Crail —dijo Leamas, yLiz Gold sonrió.

A las seis, ella cerró y dio las llavesal conserje, un hombre muy viejo que enla Primera Guerra había sufridoun shock explosivo y que, según Liz, se

pasaba toda la noche despierto por silos alemanes realizaban un contraataque.Fuera, hacía un frío terrible.

—¿Tiene que ir muy lejos? —preguntó Leamas.

—Veinte minutos a pie. Siempre voyandando. ¿Y usted?

—No estoy lejos —dijo Leamas—.Buenas noches.

Volvió al piso andando despacio.Abrió y dio al interruptor de la luz. Nopasó nada. Probó la luz de la cocinita, ypor último la estufa eléctrica enchufadajunto a la cama. En la estera de la puertahabía una carta. La recogió y la sacó a lapálida luz amarillenta de la escalera.

Era de la compañía eléctrica,lamentando que el jefe de zona notuviera más alternativa que cortarle laluz hasta que se pagara la cuentapendiente de nueve libras, cuatrochelines y ocho peniques.

Se había convertido en un enemigode la señorita Crail, y a la señorita Craillo que le gustaba eran los enemigos. Ole miraba ceñuda o fingía no verle, ycuando él se acercaba, ella empezaba atemblar, mirando a derecha e izquierda,quizá en busca de algo con quédefenderse, o de una línea de

escapatoria. A veces sentía un inmensoresentimiento, como cuando él colgó suimpermeable en la percha «de ella» yésta se quedó delante temblando durantesus buenos cinco minutos, hasta que Lizla observó y llamó a Leamas. Leamas seacercó y le dijo:

—¿Qué le disgusta, señorita Crail?—Nada —contestó ella, en un tono

jadeante y cortado—, nada en absoluto.—¿Pasa algo malo con mi

impermeable?—Nada en absoluto.—Muy bien —contestó él, y se

volvió a su compartimiento.Ella se pasó el día temblando, y

durante media mañana estuvo con unallamada telefónica en susurro teatral.

—Se lo está contando a su madre —dijo Liz—. Siempre se lo cuenta a sumadre. También le cuenta cosas de mí.

La señorita Crail llegó a sentir unodio tan intenso hacia Leamas, queencontró imposible comunicarse con él.Los días de cobro, cuando él volvía dealmorzar, encontraba un sobre en eltercer peldaño de su escalerilla con sunombre fuera, escrito con malaortografía. La primera vez ocurrió que élle llevó el dinero con el sobre y dijo:

—Es L—E—A, señorita Crail, ysólo una S.

Debido a esto, ella sufrió unverdadero ataque de epilepsia,revolviendo los ojos y enredandoconfusamente con el lápiz hasta queLeamas se marchó. Después, estuvoconspirando por teléfono durante horasseguidas.

Al cabo de tres semanas que Leamashabía empezado a trabajar en laBiblioteca, Liz le invitó a cenar. Fingióque era una idea que se le habíaocurrido de repente aquella misma tardea las cinco; parecía darse cuenta de quesi le invitaba para mañana o pasado, élse olvidaría o no iría, simplemente, asíque le invitó a las cinco. Leamas

pareció reacio a aceptar, pero al finaceptó.

Fueron andando hasta su piso através de la lluvia, y podrían haberestado en cualquier sitio, Berlín,Londres, cualquier ciudad donde laspiedras del pavimento se convirtieran enlagos de luz bajo la lluvia del atardecer,y el tráfico resoplara desesperadamentea través de las calles mojadas.

Fue la primera de muchas cenas queLeamas tomó en su piso. Iba cuando ellase lo pedía, y ella le invitaba a menudo.Él nunca hablaba mucho. Cuando elladescubrió que sí iría, se acostumbró aponer la mesa por la mañana antes de

salir para la Biblioteca. Inclusopreparaba por adelantado la ensalada, yponía velas en la mesa, porque legustaba la luz de las velas. Siempresabía que en Leamas había algo en lomás profundo que iba mal, y que algúndía, por razones que ella no podíacomprender, estallaría y nunca levolvería a ver. Trató de decirle que losabía; una noche le dijo:

—Puedes marcharte cuando quieras;nunca te seguiré, Alec —y los ojososcuros de él descansaron en elladurante un momento.

—Ya te diré cuándo —contestó.El piso no tenía más que un cuarto

de estar, a la vez alcoba, y la cocina. Enel cuarto había dos butacas, un sofá—cama y una estantería llena de libros enrústica, sobre todo clásicos, que ella nohabía leído jamás.

Después de cenar, ella le hablaba; élse tumbaba a fumar en el diván. Nuncasabía ella hasta qué punto la oía, ni leimportaba. Se arrodillaba junto a lacama y le cogía la mano, apretándolacontra su propia mejilla, mientrashablaba.

Una noche le dijo:—Alec, ¿en qué crees? No te rías,

dímelo.Ella esperó un momento y por fin él

dijo:—Yo creo que el autobús once me

lleva a Hammersmith. No creo que loconduzca Papá Noel.

Ella se quedó pensativa y por finvolvió a preguntar:

—Pero ¿en qué crees?Leamas se encogió de hombros.—Tienes que creer en algo —

insistió ella—; en algo como Dios. Séque crees, Alec; a veces pones una caracomo si tuvieras algo especial quehacer, igual que un cura. Alec, no te rías,es verdad.

Él movió la cabeza.—Lo siento, Liz, lo has entendido

mal. No me gustan los yanquis nil a s public schools. No me gustan losdesfiles militares ni la gente que juega alos soldados —sin sonreír, añadió—: Yno me gustan las conversaciones sobrecuál es el sentido de la vida.

—Pero, Alec, es como si dijeras…—Debería haber añadido —

interrumpió Leamas— que no me gustala gente que me dice lo que deberíapensar.

Ella sabía que se estaba irritando,pero ya no podía contenerse.

—¡Eso es porque no quieres pensar,no te atreves! Hay algún veneno en tualma, algún odio. Eres un fanático. Alec,

sé que lo eres, pero no sé de qué. Eresun fanático que no quiere convertir a lagente, y eso es cosa peligrosa. Erescomo un hombre que… ha juradovenganza, o algo así.

Los ojos oscuros se posaron en ella.Al hablar, ella se asustó de la amenazaque había en su voz.

—Si yo estuviera en tu lugar —dijoásperamente—, me ocuparía de mispropios asuntos.

Y luego sonrió, con una pícarasonrisa de irlandés. Nunca habíasonreído así, y Liz comprendió queestaba fingiendo ese encanto.

—¿En qué cree Liz? —preguntó.

Y ella contestó:—No se puede sacar tan fácilmente.Después, esa noche, volvieron a

hablar de ello. Leamas lo planteó; lepreguntó si era religiosa.

—Me has entendido mal —dijo—,al revés. Yo no creo en Dios.

—Entonces ¿en qué crees?—En la historia.Él la miró un momento con asombro,

y luego se echó a reír.—Ah, Liz…, ¡ah, no! ¿No serás una

maldita comunista?Ella asintió con la cabeza,

ruborizándose como una niña ante lasrisas de Leamas, irritada y aliviada de

que a él no le importara.Esa noche le retuvo y se hicieron

amantes. Él se marchó a las cinco de lamañana. Liz no podía entenderlo: ellaestaba muy orgullosa, y él parecíaavergonzado.

Leamas salió del piso y bajó por lacalle desierta en dirección al parque.Había niebla. Un poco más abajo, en lacalle —no lejos de allí, a unos treintapasos, quizá algo más— se destacaba lafigura de un hombre con impermeable,bajo y más bien rechoncho. Apoyadocontra la verja del parque, se recortabaentre la niebla cambiante. Cuando seacercó Leamas, la niebla pareció

espesarse y cerrarse en torno a la figurade la verja, y cuando se disipó, elhombre ya se había ido.

V. Crédito

Poco después, alrededor de unasemana más tarde, Leamas dejó de ir undía a la Biblioteca. La señorita Crail sesintió encantada; a las once y media selo había contado a su madre, y al volverdel almuerzo se quedó parada ante lasestanterías de arqueología donde élhabía trabajado desde que llegó. Sequedó mirando, con una fijeza teatral,las hileras de libros, y Liz comprendióque fingía averiguar si Leamas habíarobado algo.

Liz prescindió completamente de

ella durante el resto del día, dejando decontestar cuando ella le preguntaba, ytrabajando con asidua aplicación. Alllegar la noche, volvió a casa a pie y sedurmió llorando.

A la mañana siguiente llegó pronto ala Biblioteca. Sin saber por qué,pensaba que cuanto antes llegase, antespodría acudir Leamas; pero a medidaque pasaba lentamente la mañana, susesperanzas se extinguían, y comprendíaque él no llegaría jamás. Aquel día sehabía olvidado de prepararse unosbocadillos, de modo que decidió cogerun autobús que la llevase a BayswaterRoad para ir a comer a A.B.C. Se sentía

mareada y vacía, pero sin hambre. ¿Y sifuera a buscarle? Había prometido noseguirle nunca, pero él le prometiócontárselo todo. ¿Iría a buscarle?

Hizo señas a un taxi y dio ladirección de Alec.

Subió por la deslucida escalera yapretó el timbre de su puerta. El timbreparecía roto: no oyó nada. Había tresbotellas de leche en la estera de lapuerta y una carta de la compañíaeléctrica. Vaciló un momento; luegogolpeó la puerta y oyó el leve gemido deun hombre. Se precipitó por lasescaleras al piso de abajo, aporreó lapuerta y tocó el timbre. No recibió

respuesta, de modo que bajó corriendootro tramo y se encontró en la trastiendade un comercio de comestibles. En unrincón había una vieja sentada,meciéndose hacia delante y atrás en subutaca.

—En el piso de arriba —casi gritóLiz— hay alguien que se encuentra muymal. ¿Quién tiene una llave?

La vieja la miró durante unmomento, y luego dirigió su miradahacia donde estaba la tienda.

—Arthur, entra aquí; Arthur, ¡hayuna chica aquí!

Un hombre con peto pardo y unsombrero tirolés gris asomó la cabeza

por la puerta y dijo:—¿Una chica?—Hay alguien gravemente enfermo

en el piso de arriba —dijo Liz—, nopuede llegar a la puerta de la escalera yabrirla. ¿Tiene usted una llave?

—No —contestó el tendero—, perotengo un martillo.

Y se precipitaron escaleras arribajuntos; el tendero, siempre con susombrerito, llevando un grandestornillador y un martillo. Él golpeóreciamente la puerta, y esperaronconteniendo el aliento alguna respuesta.Pero ésta no llegó.

—Antes oí un gemido, le aseguro

que lo oí —susurró Liz.—¿Pagará usted esta puerta si la

echo abajo?—Sí.El martillo hizo un ruido terrible.

Con tres golpes arrancó un trozo delmarco, y la cerradura saltó con ella. Lizentró delante, y el tendero la siguió. Elcuarto estaba terriblemente frío yoscuro, pero en la cama del rincónpudieron distinguir la figura de unhombre.

«Ay, señor —pensó Liz—, si estámuerto, creo que no puedo tocarle.»

Pero se acercó a él, y aún estabavivo. Descorrió las cortinas y se

arrodilló junto a la cama.—Ya le llamaré si le necesito,

gracias —dijo.Y el tendero asintió y se fue

escaleras abajo.—Alec, ¿qué es eso? ¿Qué te ha

puesto malo? ¿Qué es esto, Alec?Leamas movió la cabeza en la

almohada. Sus ojos hundidos estabancerrados. La barba oscura resaltaba enla palidez de su cara.

—Alec, tienes que decírmelo, porfavor, Alec.

Apretaba una de sus manos entre lassuyas, mientras las lágrimas le caían porlas mejillas. Desesperadamente, pensó

qué podía hacer; luego se levantó ycorrió hacia la cocina para poner agua ahervir. No sabía claramente qué debíahacer, pero le consolaba hacer algo.Después de poner el agua en el gas,recogió el bolso, se llevó la llave deLeamas de la mesilla, bajó corriendo loscuatro tramos hasta la calle, y cruzó a lafarmacia de enfrente. Compró gelatinade ternera, extracto de carne y aspirinas.Cuando estaba a punto de llegar a lapuerta, se volvió atrás y compró unpaquete de galletas. En total le costódieciséis chelines, lo que la dejó concuatro chelines en el bolso y once librasen la libreta de la caja de ahorros, pero

hasta el día siguiente no podía sacarnada. Cuando volvió al piso, el aguahabía empezado a hervir.

Hizo el té con el extracto de carne,como lo hacía su madre, en un vaso conuna cucharilla dentro para que no seresquebrajara, todo el tiempo mirándolecomo temiendo que estuviera muerto.

Tuvo que ponerle algún apoyo paralograr que se bebiese el té. Sólo teníauna almohada y no había en el cuartoalmohadones, de modo que descolgó elabrigo que había detrás de la puerta,hizo con él un lío y lo arregló detrás dela almohada. Le asustaba tocarle; estabatan empapado de sudor, que su corto

pelo gris se había puesto húmedo yresbaloso. Poniendo la taza junto a lacama, le sostuvo la cabeza con una manoy le dio el té con la otra. Después dehacerle tomar unas cuantas cucharadas,aplastó dos aspirinas y se las dio en lacuchara. Le hablaba como si fuera unniño, sentada en el borde de la cama,mirándole, pasándole a veces los dedospor la cabeza y la cara, y susurrando sunombre una y otra vez:

—Alec. Alec.Poco a poco, su respiración se hizo

más regular y su cuerpo se ablandó, alpasar del tenso dolor de la fiebre a lacalma del sueño. Liz, observándole,

comprendió que lo peor había pasado.De pronto se dio cuenta de que casihabía oscurecido.

Entonces se sintió avergonzada,porque sabía que debería limpiar yordenar. Se incorporó de un salto, buscóla escoba y un plumero en la cocina, y sepuso a trabajar con energía febril.Encontró un mantel de tela limpio, loextendió bien sobre la mesilla y frególas tazas y platos sueltos que había porla cocina. Cuando acabó, miró el reloj yvio que eran las ocho y media. Puso ahervir más agua y volvió junto a lacama.

—Alec, no lo tomes a mal, por favor

—dijo— me iré, te lo prometo; perodeja que te haga una comida decente.Estás mal, no puedes seguir así, es…¡oh, Alec!

Y se derrumbó llorando, con lasmanos en la cara, y las lágrimascorriendo por entre sus dedos, como laslágrimas de un niño. Él la dejó quellorase, mirándola con sus oscuros ojos,las manos aferradas a la sábana.

Ella le ayudó a lavarse y afeitarse, yencontró ropa de cama limpia. Le diogelatina de ternera del tarro que habíacomprado en la farmacia. Sentada en la

cama, miraba cómo comía y pensaba quejamás había sido tan feliz.

Pronto se quedó dormido; ella leremetió la manta por los hombros y seacercó a la ventana. Separando lasajadas cortinas, levantó el bastidor y seasomó. Había otras dos ventanas con luzen el patio. En una veía la centelleantesilueta azul de una pantalla detelevisión, con las figuras a sualrededor, inmovilizadas por su hechizo;en la otra, una mujer muy joven searreglaba unos rizadores en el pelo. Lizsintió deseos de llorar por el ásperoengaño de sus sueños.

Se quedó dormida en la butaca y no

despertó hasta que casi fue de día,sintiéndose rígida y fría. Se acercó a lacama: Leamas se movió algo cuandoella le miró, y ella le tocó los labios conla punta de los dedos. No abrió los ojos,pero extendió suavemente el brazo y laatrajo a la cama, y de repente ella ledeseó terriblemente, y nada importaba, yle volvió a besar una y otra vez. Cuandole miró, él parecía sonreír.

Durante seis días, ella fue día trasdía. Él nunca le hablaba mucho, y unavez que ella preguntó si la quería,contestó que no creía en cuentos de

hadas. Ella se tumbaba en la cama,apoyándole la cabeza en el pecho, y aveces él le pasaba sus recios dedosentre el pelo, apretándoselo fuertemente,y Liz se reía y decía que le hacía daño.El viernes por la tarde le encontróvestido, pero sin afeitar, y le extrañóque no se hubiera afeitado. Por algunarazón inexplicable, se sentía alarmada.Faltaban del cuarto algunas pequeñascosas: el reloj y la barata radio portátilque estaba en la mesa. Ella quisohacerle una pregunta, pero no se atrevió.Había comprado huevos y jamón, y lospreparó de cena, mientras Leamas,sentado en la cama, fumaba un cigarrillo

tras otro. Cuando estuvo todo dispuesto,fue a la cocina y volvió con una botellade vino tinto.

Él apenas habló durante la cena, yella le observó con un temor creciente,hasta que no pudo soportarlo más yexclamó de repente:

—Alec…, oh, Alec…, ¿qué es eso?¿Es la despedida?

Él se levantó de la mesa, le cogiólas manos y la besó de un modo como nolo había hecho nunca, hablándolesuavemente durante mucho tiempo decosas que ella sólo entendíaoscuramente y que sólo oía a medias,porque durante todo el tiempo supo que

era el final y ya nada le importaba.—Adiós, Liz —dijo—. Adiós.Y luego:—No me sigas. No lo vuelvas a

hacer.Liz asintió, murmurando:—Como acordamos.Agradeció el mordiente frío de la

calle y la oscuridad que ocultaba suslágrimas.

A la mañana siguiente, sábado, fuecuando Leamas pidió al tendero que lefiara. Lo hizo sin mucho arte, de unmodo que no era el más apropiado para

lograrlo. Encargó media docena decosas —no sumaban más de unaesterlina—, y cuando estuvieronenvueltas y metidas en la bolsa, dijo:

—Sería mejor que me mandara estacuenta.

El tendero sonrió con dificultad ydijo:

—Me temo que no podré hacerlo.Faltaba claramente la palabra

«señor».—¿Por qué diablos no? —preguntó

Leamas, y la cola de clientes detrás deél se removió con inquietud.

—No le conozco a usted —contestóel tendero.

—No sea majadero —dijo Leamas—. Llevo cuatro meses viniendo aquí.

El tendero enrojeció.—Siempre pedimos la referencia de

un banco antes de conceder cualquiercrédito —dijo, y Leamas perdió lacompostura.

—No me venga con chuleríasimbéciles —gritó—, la mitad de susclientes no han entrado nunca en unbanco, ni entrarán en su asquerosa vida.

Eso era una herejía inaudible,porque era verdad.

—No le conozco a usted de nada —repitió el tendero, estropajosamente—,ni es una persona de mi agrado. Ahora

váyase de mi tienda.Y trató de recuperar el paquete que,

por desgracia, Leamas ya habíaagarrado. Después hubo diferentesopiniones sobre lo que ocurrió acontinuación. Unos dijeron que eltendero, tratando de recuperar la bolsa,empujó a Leamas; otros dijeron que no.Lo hiciera o no, Leamas le golpeó —lamayoría de la gente creía que dos veces—, sin abrir la mano derecha, con la queseguía sosteniendo la bolsa. Pareciólanzar el golpe, no con el puño, sino conel canto de la mano izquierda, y luego,en el mismo movimiento,asombrosamente rápido, con el codo

izquierdo. El tendero se desplomó alinstante y quedó inmóvil como unapiedra. Después se dijo ante el tribunal,y no lo negó la defensa, que el tenderohabía recibido dos lesiones: un pómulofracturado en el primer golpe, y unamandíbula dislocada en el segundo. Lasnoticias en la prensa diaria fueronprecisas, pero no muy detalladas.

VI. Contacto

Por la noche, estaba tumbado en sulitera oyendo los ruidos de los presos.Había un muchacho que sollozaba y unviejo reincidente que cantaba On IlkleyMoor bar t’at, llevando el compás conla lata de la comida. Había un carceleroque gritaba: «Cierra el pico, George,miserable zoquete», después de cadaverso, pero nadie le hacía caso. Habíaun irlandés que cantaba canciones sobreel Ejército Republicano Irlandés, aunquelos demás decían que estaba allí por unaviolación.

Leamas, durante el día, hacía todo elejercicio que podía, con la esperanza depoder dormir por la noche, pero erainútil. De noche, uno sabía que estaba enla cárcel; de noche no había nada, nohabía truco de visiones o autoengañoque le salvara a uno del encierronauseabundo de la celda. No podía unocerrar el paso al sabor de la prisión, alolor del uniforme de la prisión, al hedorde las instalaciones sanitarias de laprisión, intensamente desinfectadas, alos ruidos de los presos. Entonces, denoche, era cuando la indignidad delcautiverio se hacía apremiantementeinsufrible; entonces era cuando odiaba

la grotesca jaula de acero que le retenía,y había de refrenar a la fuerza el afán delanzarse contra los barrotes con lospuños desnudos, de partirles el cráneo alos carceleros y lanzarse a la libertad, alespacio libre de Londres. A vecespensaba en Liz. Fijaba su mente en ellabrevemente, como el objetivo de unacámara; recordaba por un momento elcontacto ligeramente duro de un cuerpolargo, y luego la apartaba de sumemoria. Leamas no era un hombreacostumbrado a vivir de sueños.

Despreciaba a sus compañeros decelda, y ellos le odiaban. Le odiabanporque lograba ser lo que todos ellos, en

el fondo de su corazón, anhelaban ser:un misterio. Él preservaba de lacomunidad una parte visible de supersonalidad: a él no se le podíaimpulsar a que, en momentossentimentales, hablara de su muchacha,de su familia o de sus hijos. No sabíannada de Leamas; esperaban, pero él nose acercaba hacia ellos. Los presosnuevos son, generalmente, de dosespecies: unos, por vergüenza, miedo otrastorno esperan con fascinado horror aque les inicien en las astucias de la vidade la prisión, y otros comercian con sumísera condición de novatos parahacerse querer por la comunidad.

Leamas no hacía ninguna de esas doscosas. Parecía satisfecho condespreciarles a todos, y ellos le odiabanporque, como el mundo exterior, notenía necesidad de ellos. Al cabo deunos diez días, se sintieron satisfechos.Los grandes no recibieron homenajealguno, los pequeños no obtuvieronningún consuelo, de modo que le dieronun «apretón» en la cola de la comida. El«apretón» es un ritual carcelariosemejante a la costumbre dieciochescadel «empujón». Simula ser un accidente,tan sólo aparente en el que se vuelca elplato de estaño del preso, vertiéndole elcontenido sobre el uniforme. A Leamas

le empujaron por un lado, mientras unamano oportuna bajaba sobre suantebrazo, y la cosa quedó hecha.Leamas no dijo nada, mirópensativamente a los dos hombres quetenía al lado y aceptó en silencio lossucios insultos de un carcelero que sabíamuy bien lo que había pasado.

Cuatro días después, mientrastrabajaba con una azada en los macizosde flores de la cárcel, pareció tropezar.Llevaba sujeta la azada con las dosmanos a través del cuerpo, con elextremo del mango sobresaliendo unasseis pulgadas del puño derecho. Cuandose esforzó por recobrar el equilibrio, el

prisionero que estaba a su derecha sedobló con un gruñido de angustia, losbrazos cruzados en el vientre. Despuésde eso ya no hubo más «apretones».

Quizá la cosa más extraña de todo lode la cárcel fue lo del paquete de papelde estraza cuando salió. Con unaasociación ridícula, le recordó laceremonia de la boda: con este anillo tecaso, con este paquete de papel deestraza te devuelvo a la sociedad. Se loentregaron, haciéndole firmar un recibo,y contenía todo lo que poseía en elmundo.

Parecía un preso tranquilo. No seprodujeron quejas contra él. El director

de la cárcel, que estaba vagamenteinteresado en su caso, lo atribuía todo ala sangre irlandesa que juraba notar enLeamas.

—¿Qué va a hacer —preguntó—cuando se vaya de aquí?

Leamas contestó, sin asomos desonrisa, que le parecía que iba aempezar otra vez por el principio, y eldirector de la cárcel dijo que le parecíaexcelente.

—¿Y qué hay de su familia? —preguntó—. ¿No podría arreglarse consu mujer?

—Lo intentaré —contestó Leamas,con indiferencia—. Pero se ha vuelto a

casar.El funcionario que se ocupaba de la

libertad bajo vigilancia le pidió que sehiciera enfermero en un manicomio deBuckinghamshire, y Leamas estuvo deacuerdo en solicitarlo. Incluso, anotó ladirección y apuntó el horario de lostrenes, que salían de Marylebone.

—Ahora hay tren electrificado hastaGreat Missenden —añadió elfuncionario, y Leamas dijo que eso levendría bien. Y así, le dieron el paquetey se marchó. Cogió un autobús hastaMarble Arch, y se echó a pasear. Teníaen el bolsillo un poco de dinero ypensaba regalarse con una comida

decente. Pensó en ir paseando por HydePark hasta Piccadilly, luego, a través deGreen Park y St. Jame’s Park, hastaParliament Square, y después erraría porWhitehall abajo, hasta el Strand, dondepodía ir al gran café cercano a laestación de Charing Cross y tomarse unbuen bistec por seis chelines.

Londres estaba hermoso ese día. Laprimavera había llegado con ciertoretraso y los parques se hallaban llenosde narcisos y azafranes. Soplaba del surun viento frío limpiador; podría habersepasado todo el día paseando. Peroseguía con el paquete encima y tenía quelibrarse de él. Los cestos de

desperdicios eran demasiado pequeños;su aspecto hubiera parecido absurdointentando meter a empujones su paqueteen uno de ellos. Recordó que había unpar de cosas que tenía que sacar; susmiserables papeles, la tarjeta del SeguroNacional, el carnet de conducir y suE.93 —fuera lo que fuera—, en un sobreamarillento de Servicio Oficial, pero derepente, se le fueron las ganas dehacerlo. Se sentó en un banco y tiró elpaquete a un lado, no demasiado cerca,y se alejó un poco de él. Al cabo de unpar de minutos se volvió por la vereda,dejando el paquete donde estaba.Acababa de entrar por la vereda, cuando

oyó un grito: se volvió, quizá con ciertabrusquedad, y vio a un hombre conimpermeable militar que le hacía señascon una mano, sosteniendo el paquete depapel de estraza con la otra.

Leamas tenía las manos en losbolsillos, y no las sacó; se quedó quieto,mirando por encima del hombro al delimpermeable. El hombre vaciló;evidentemente, esperaba que Leamas sele acercara o hiciera alguna señal deinterés, pero Leamas no la hacía. Alcontrario, se encogió de hombros ysiguió por la vereda adelante. Oyó otrogrito y no hizo caso, aunque notó que elhombre le seguía. Oyó sus pasos en la

grava, medio corriendo, que seacercaban de prisa, y luego una voz, unpoco jadeante, un poco ofendida:

—¡Eh, oiga…, usted, a ver!Y después se dirigió a él a

quemarropa, de modo que Leamas sedetuvo, se volvió y le miró.

—¿Qué?—Este paquete es suyo, ¿no?, se lo

dejó en el banco. ¿Por qué no se detuvocuando le llamé?

Alto, con el pelo oscuro bastanterizado; corbata naranja y camisa verdepálido: un poquito presumido, unpoquito afeminado, pensó Leamas.Podía ser un maestro de escuela, un

graduado de la Escuela de Economía deLondres, y dirigir un grupo dramático debarrio.

—Déjelo donde estaba —dijoLeamas—. No lo quiero.

El hombre enrojeció.—No lo puede dejar ahí así como

así —dijo—. Es basura.—Sí que puedo, demonios —

contestó Leamas—. Alguien encontraráen qué usarlo.

Iba a seguir adelante, pero eldesconocido seguía plantado ante él,sosteniendo el paquete con los brazoscomo si fuera un niñito.

—No me quite la luz —dijo Leamas

—. ¿Le importa?—Mire usted —dijo el desconocido,

y su voz había subido de tono—: estoytratando de hacerle un favor: ¿por qué semuestra tan grosero?

—Si tanto empeño tiene usted enhacerme un favor —replicó Leamas—,¿por qué me viene siguiendo desde hacemedia hora?

«Está muy bien —pensó Leamas—,no ha acusado el golpe, pero hay quepegarle hasta dejarle tieso.»

—Creía que era usted uno queconocí en Berlín, si se empeña ensaberlo.

—¿Y por eso me ha seguido durante

media hora?La voz de Leamas estaba cargada de

sarcasmo; sus ojos oscuros noabandonaban por un momento la cara delotro.

—Nada de hace media hora. Le vien Marble Arch y pensé que era AlecLeamas, un hombre que me prestódinero. Yo estaba en la BBC en Berlín,y allí estaba ese hombre que me prestódinero. Lo tengo en la conciencia desdeentonces, y por eso le he seguido.Quería convencerme.

Leamas siguió mirándole y pensóque no estaba tan bien, pero que estabasuficientemente bien. Su cuento era

apenas creíble… eso no importaba. Loimportante es que había sacado algonuevo y se aferró a ello después queLeamas hubo echado a perder lo queprometía ser un arranque clásico.

—Soy Leamas —dijo por fin—,¿quién demonios es usted?

Dijo que se llamaba Ashe, con e,añadió rápidamente, y Leamascomprendió que mentía. Fingió no estarmuy seguro de que Leamas fuerarealmente Leamas, de modo quemientras almorzaban abrieron el paquetey miraron la tarjeta del Seguro Nacional,

según pensó Leamas, como un par demaricas miran una postal indecente.Ashe pidió el almuerzo con un pocomenos del cuidado debido por el precio,y bebieron «Frankenwein» pararecordar los viejos tiempos. Leamas,desde un principio, se empeñó en que noera capaz de recordar a Ashe, y Ashedijo que le sorprendía. Lo dijo en untono como dando a entender que leofendía. Se habían conocido en unareunión, dijo, que dio Derek Williamsen su piso junto a Ku—Damm (en esoacertaba), y todos los periodistas habíanestado allí: seguro que Leamas lorecordaba, ¿no? No, Leamas no se

acordaba. Bueno, seguramente seacordaría de Derek Williams, el delObserver, aquel tan simpático, que dabaunas reuniones tan estupendas a base depizza. Leamas tenía una memoriacatastrófica para los nombres; al fin y alcabo, hablaban del año cincuenta ycuatro; desde entonces, había llovidomucho… Ashe se acordaba (su nombrede pila, por cierto, era Williams, perocasi todos le llamaban Bill); Ashe lorecordaba de un modo «vívido». Habíanbebido combinados, coñac y crema dementa, y estaban todos bastante«trompas», y Derek había llevado unaschicas realmente estupendas, medio

cabaret de Malkasten: seguro que ahorasí se acordaría Alec, ¿no? Leamas pensóque probablemente volvería a caer enello, si Bill seguía un poco adelante conel asunto.

Bill siguió adelante, improvisando,sin duda, pero lo hacía bien, exagerandoun poco el lado picante; cómo habíanacabado en un cabaret con tres deaquellas chicas; Alec, un tipo de laoficina del consejero político y Bill; yBill se había visto tan apurado porqueno llevaba dinero encima, y Alec habíapagado, y Bill se había querido llevaruna chica a su casa, y Alec le habíaprestado otro de diez…

—Demonios —dijo Leamas—:ahora sí que me acuerdo.

—Ya sabía yo que sí se acordaría—dijo Ashe, feliz, asintiendo con lacabeza hacia Leamas, mientras bebía—.Mire, vamos a bebernos la otra media;es muy divertido.

Ashe era un ejemplar típico de eseestrato de la humanidad que actúa en lasrelaciones humanas conforme a unprincipio de acción y reacción. Dondehabía blandura, avanzaba; dondeencontraba resistencia, se retiraba. Sintener él mismo ninguna opinión ni gustoespecial, se atenía a lo que les fuerabien a los que acompañara. Estaba tan

dispuesto a tomar té en Fortnum comocerveza en el Prospect de Whitby;escuchaba música militar en St. Jame’sPark lo mismo que jazz en algún sótanode Compton Street; su voz temblaba deidentificación cuando hablaba deSharpeville o de indignación ante elcrecimiento de la población de color enGran Bretaña. A Leamas este papelnotoriamente pasivo le resultabarepelente, y hacía que aflorase lo quehabía en él de chulo, de modo quellevaba al otro cautamente a algunaposición comprometedora y luego seretiraba él mismo, con lo que Ashecontinuamente tenía que retirarse de

algún callejón sin salida donde Leamasle había metido con algún cebo. Hubomomentos durante aquella tarde en queLeamas fue tan descaradamente perversoque Ashe tenía motivos para poner fin asu charla; razón de más ya que pagabaél, pero no lo hizo. El hombrecillo congafas, sentado solo a una mesa de allado y sumergido en un libro sobre lafabricación de rodamientos de bolas,hubiera podido deducir que Leamas seentregaba a un juego sádico, o quizá (siera hombre de especial sutileza) queLeamas estaba demostrando para supropia certidumbre que sólo un hombreque guardase una verdadera razón

secreta podía aguantar tal clase detratamiento.

Eran casi las cuatro cuando pidieronla cuenta; Leamas se empeñó en pagar suparte. Ashe no quería ni oír hablar deello: pagó la cuenta y sacó su talonariopara ajustar su deuda con Leamas.

—Veinte de las buenas —dijo, yrellenó la fecha en el cheque.

Luego levantó la vista hacia Leamas,todo acomodaticio y con los ojos muyabiertos.

—Supongo que le parecerá bien uncheque, ¿no?

Enrojeciendo un poco, Leamascontestó:

—En este momento, no tengoBanco… acabo de regresar de fuera;tengo un asunto que arreglar. Mejordeme un talón y lo cobraré en su Banco.

—Mi querido amigo, ¡ni hablar deeso! Tendría usted que ir hastaRotherhithe para cobrar éste.

Leamas se encogió de hombros yAshe se echó a reír, y luego acordaronen reunirse en el mismo sitio al díasiguiente, a la una, y Ashe le llevaría eldinero al contado.

Ashe cogió un taxi en la esquina deCompton Street, y Leamas agitó su mano

hasta que se perdió de vista. Cuando sehubo marchado, miró el reloj. Eran lascuatro. Sospechó que todavía debíanseguirle, de modo que bajó a pie hastaFleet Street y tomó una taza de café soloen el «Black and White». Miró unaslibrerías, leyó los periódicos de la tardeque estaban expuestos en los escaparatesde las oficinas de los periódicos, yluego, de repente, como si se le hubieraocurrido la idea en el último instante,subió de un salto a un autobús. Elautobús llegó hasta Ludgate Hill, dondequedó bloqueado en un atasco decirculación junto a una estación delMetro: Leamas bajó y cogió un Metro.

Había sacado un billete de seispeniques: se situó en el extremo delvagón y se apeó en la estación siguiente.Allí cogió otro tren hacia Euston, yemprendió la vuelta a Charing Cross.Eran las nueve cuando alcanzó laestación, y había aumentado bastante elfrío. Una camioneta estaba esperandoallí delante; el conductor se habíadormido. Leamas lanzó una ojeada a lamatrícula, se acercó y llamó por laventanilla:

—¿Viene de parte de Clements?El conductor despertó sobresaltado

y preguntó:—¿El señor Thomas?

—No —contestó Leamas—. Thomasno pudo venir. Soy Amies, deHounslow.

—Suba, señor Amies —contestó elconductor, abriendo la puerta.

Marcharon hacia el oeste, haciaKing’s Road. El conductor conocía elcamino.

Abrió la puerta Control.—George Smiley está fuera —dijo

—. Me ha prestado la casa. Adentro.Sólo cuando Leamas estuvo dentro y

cerró la puerta de la casa, Controlencendió la luz del vestíbulo.

—Me siguieron hasta la hora delalmuerzo —dijo Leamas.

Entraron a una salita. Había librospor todas partes. Era un cuarto muybonito: alto, con moldurasdieciochescas, largas ventanas y unachimenea.

—Fueron a buscarme esta mañana.Un tal Ashe —encendió un cigarrillo—.Un mariquita. Mañana nos reuniremosotra vez.

Control escuchó atentamente elrelato de Leamas, paso a paso, desde eldía en que golpeó a Ford, el tendero,hasta su encuentro de esa mañana conAshe.

—¿Qué tal encontró la cárcel? —preguntó Control. Lo mismo hubiese

podido preguntar si Leamas habíapasado bien sus vacaciones—. Lamentono haber podido mejorar lascondiciones de su estancia yproporcionarle algunas comodidadesespeciales, pero eso no hubiera sidoconveniente.

—Claro que no.—Uno debe ser coherente. En todas

las coyunturas, uno debe ser coherente.Además, estaría mal romper el encanto.Tengo entendido que estuvo ustedenfermo. ¿Qué tuvo?

—Un poco de fiebre.—¿Cuánto tiempo estuvo en cama?—Unos diez días.

—¡Qué trastorno! Y nadie que lecuidara, desde luego.

Hubo un silencio muy largo.—Usted sabe que ella es del

Partido, ¿no? —preguntó sosegadamenteControl.

—Sí —contestó Leamas. Otrosilencio—. No quiero que se la meta enesto.

—¿Por qué habría que meterla? —preguntó Control con vivacidad, y porun momento, un momento tan sólo,Leamas creyó haber perforado surevestimiento de desapego académico—. ¿Quién dice que ha de ser así?

—Nadie —contestó Leamas—; sólo

quiero dejarlo bien claro. Sé cómoevolucionan esas cosas, todas lasoperaciones son ofensivas. Tienenderivaciones, entran en giros repentinos,en direcciones inesperadas. Uno piensahaber pescado un pez, y se encuentra queha atrapado otro. Quiero que ella quedeal margen de todo.

—Ah, por supuesto, por supuesto.—¿Quién es ese hombre de la

Agencia de Colocaciones… Pitt? ¿Noestaba en Cambridge Circus durante laguerra?

—No conozco a nadie que se llameasí. ¿Pitt, dice usted?

—Sí.

—No, ese nombre no me dice nada.¿En la Agencia de Colocaciones?

—Ah, vamos, ya está bien —masculló sonoramente Leamas.

—Lo siento —dijo Control,poniéndose en pie—. Descuido misdeberes de anfitrión sustituto. ¿Quierealgo de beber?

—No. Quiero marcharme esta noche,Control. Ir al campo y hacer un poco deejercicio. ¿Está abierta la casa?

—He preparado un coche… —dijoél—. ¿A qué hora verá a Ashe mañana?¿A la una?

—Sí.—Llamaré a Haldane y le diré que

necesita usted pasta. Además, le iríabien que visitara a algún médico. Poreso de la fiebre.

—No necesito ningún médico.—Como quiera.Control se sirvió un whisky y

empezó a mirar distraídamente loslibros de las estanterías de Smiley.

—¿Por qué no está aquí Smiley? —preguntó Leamas.

—No le gusta la operación —contestó Control con indiferencia—. Laencuentra desagradable. Ve sunecesidad, pero no quiere tomar parte enella. Su fiebre —añadió Control consonrisa caprichosa— es intermitente.

—No me recibió precisamente conlos brazos abiertos.

—Eso es. No quiere tomar parte enello. Pero ¿le ha hablado de Mundt, leha dado las referencias esenciales?

—Sí.—Mundt es un hombre muy duro —

reflexionó Control—. No deberíamosolvidarlo nunca. Y un buen agente deespionaje.

—¿Sabe Smiley el motivo de laoperación, el interés especial?

Control asintió con la cabeza y tomóun sorbo de whisky.

—¿Y sigue sin gustarle?—No es cuestión de moral. Es como

el cirujano que se ha cansado de lasangre. Le parece bien que otros operen.

—Dígame —continuó Leamas—,¿cómo está usted tan seguro de que estonos llevará a donde queremos? ¿Cómosabe usted que son los alemanesorientales quienes están metidos en ello,y no los checos o los rusos?

—Esté tranquilo —dijo Control, concierta pomposidad—, ya se ha pensadoen eso.

Cuando llegaron a la puerta, Controlapoyó suavemente la mano en el hombrode Leamas.

—Éste es su último trabajo —dijo—. Luego puede retirarse del frío. En

cuanto a esa chica…, ¿quiere quehagamos algo por ella, dinero o lo quesea?

—Cuando se acabe todo. Entonces,yo mismo me ocuparé de ello.

—Muy bien… Sería muy arriesgadohacer algo ahora.

—Sólo quiero que se quede sola —repitió con empeño Leamas—; no quieroque la compliquen en esto. No quieroque tenga ni ficha ni nada. Quiero que laolviden.

Movió la cabeza hacia Control y sedeslizó saliendo hacia el aire de lanoche. Hacia el frío.

VII. Kiever

Al día siguiente, Leamas llegó conveinte minutos de retraso a su almuerzocon Ashe, y con el aliento que olía awhisky. Sin embargo, no por eso fuemenor el placer de Ashe al ver aLeamas. Afirmó que él también acababade llegar en ese momento; se habíaretrasado un poco yendo al banco.Entregó a Leamas un sobre.

—De una —dijo Ashe—. Esperoque estará bien, ¿no?

—Gracias… —contestó Leamas—,vamos a beber algo.

No se había afeitado y tenía elcuello de la camisa sucio. Llamó alcamarero y pidió de beber, un whiskygrande para él y una ginebra conangostura para Ashe. Cuando llegaronlas bebidas, a Leamas le tembló la manoal echar el seltz en el vaso, estando apunto de volcarlo.

Comieron bien, y bien rociado. Ashellevaba la voz cantante. Tal comoLeamas había supuesto, empezó porhablar de sí mismo: un viejo truco, y nodemasiado malo.

—A decir verdad, últimamente mehe metido en una cosa bastante buena —dijo Ashe—; reportajes ingleses, de

corresponsales independientes, para laprensa extranjera. Después de Berlín, alprincipio se me complicaron bastantelas cosas, la BBC no me quiso renovarel contrato, y acepté un empleo, ladirección de un horrible semanario dequiosco, dedicado a pasatiempos paralos ancianos. ¿Puede imaginarse ustedalgo más espantoso? Se hundió a laprimera huelga de impresores; no lesabría decir qué alivio sentí. Luego mefui a vivir con mi madre a Cheltenhamdurante una temporada; ella lleva unatienda de antigüedades, y se las arreglamuy bien, cómo no, a decir verdad. Mástarde recibí una carta de un viejo amigo,

se llama Sam Kiever, por cierto, queponía en marcha una nueva agencia parapequeños reportajes sobre la vidainglesa especialmente apropiados paraperiódicos extranjeros. Ya sabe cómo eseso: seiscientas palabras sobre bailesfolklóricos, etc. Sin embargo, Sam teníaun nuevo truco, vendía el material yatraducido, y, como sabe, eso hace unadiferencia tremenda. Uno se imaginasiempre que cualquiera puede pagar untraductor o hacerlo él mismo, pero siuno busca rellenar media columna conun reportaje sobre el extranjero, no leapetece desperdiciar tiempo y dinero entraducciones. La jugada de Sam fue

ponerse en contacto personal con losdirectores de periódicos: dio vueltaspor toda Europa como un gitano, elpobre, pero esto se paga a tocateja.

Ashe se detuvo, esperando queLeamas aceptara la invitación a hablarde sí mismo, pero Leamas no hizo caso.Se limitó a asentir aturdidamente y adecir:

—Fenomenal.Ashe hubiera querido pedir vino,

pero Leamas dijo que seguiría con elwhisky, y a la hora del café ya se habíatomado cuatro de los grandes. Parecíaestar en mala forma; tenía la costumbrede los bebedores, de alargar la boca

hacia el borde del vaso antes de beber,como si fuese a fallarle la mano y labebida se le fuera a escapar. Ashe sequedó callado un momento.

—Usted conoce a Sam, ¿no? —preguntó.

—¿Sam?Una nota de irritación apareció en la

voz de Ashe.—Sam Kiever, mi jefe; el tipo del

que le hablaba.—¿También estaba en Berlín?—No. Conoce bien Alemania, pero

nunca ha vivido en Berlín. Hizo un pocode «negro» en Bonn, reportajesindependientes. Quizá le haya conocido.

Es muy simpático.—No creo.Una pausa.—¿Qué hace usted ahora, amigo? —

le preguntó Ashe.Leamas se encogió de hombros.—Estoy en conserva —contestó,

sonriendo un tanto estúpidamente—.Retirado de la circulación y enconserva.

—No me acuerdo de lo que hacía enBerlín. ¿No era usted uno de esosmisteriosos «guerreros fríos»?

«Dios mío —pensó Leamas—; estánavanzando las cosas un poco.» Vaciló,luego enrojeció y dijo furiosamente:

—Un botones de oficinas para losasquerosos yanquis, como todosnosotros.

—Fíjese —dijo Ashe, como sillevara algún tiempo dando vueltas a laidea—; debería conocer a Sam. Legustaría. —Y luego, preocupado—: Porcierto, ni siquiera sé dónde se le puedeencontrar, Alec.

—No se puede —replicó Leamascon descuido.

—No lo entiendo, amigo. ¿Dóndepara?

—Por ahí. Tengo algunosproblemas. No tengo trabajo. Esos hijosde perra no me quisieron dar una

pensión decente.Ashe pareció horrorizado.—Pero, Alec, eso es espantoso: ¿por

qué no me lo dijo? Mire, ¿por qué noviene y se queda donde estoy yo? Espequeño, pero hay sitio para uno más sino le importa una cama de campaña. Nose puede vivir entre los árboles, miquerido amigo.

—Estoy bien para una temporada —replicó Leamas, golpeándose el bolsilloque contenía el sobre—. Voy a buscarun trabajo —asintió decidido con lacabeza—; lo encontraré en una semana oasí. Entonces estaré perfectamente.

—¿Qué clase de trabajo?

—Ah, no sé, cualquier cosa.—Pero no se puede echar a la cuneta

así como así, Alec. Usted habla alemáncomo un alemán, recuerdo que sí. Tieneque haber muchas cosas que puedahacer.

—He hecho toda clase de cosas.Vender enciclopedias para una malditaempresa americana; clasificar libros enuna biblioteca de psicología, perforarfichas de trabajo en una hediondafábrica de pegamentos. ¿Qué demoniospuedo hacer?

No miraba a Ashe, sino a la mesaque tenía delante, y sus temblorososlabios se movían de prisa. Ashe

respondió a su animación, inclinándosehacia delante sobre la mesa, y hablandocon énfasis, casi triunfalmente.

—Pero, Alec, usted necesitacontactos, ¿no lo ve? Sé lo que es eso,yo también he hecho cola para comer.Entonces es cuando le hace falta conocergente. No sé qué hacía usted en Berlín,ni quiero saberlo, pero no era el tipo detrabajo en el que podía encontrar genteque le interesara, ¿verdad? Yo, si nohubiera conocido a Sam en Poznan hacecinco años, aún seguiría haciendo cola.Mire, Alec, venga a vivir conmigo unasemana o así. Invitaremos a Sam a quevaya, y quizá a uno o dos de aquellos

viejos periodistas de Berlín, si hayalguno en la ciudad.

—Pero yo no sé escribir —dijoLeamas—. No sabría escribir ni la cosamás tirada.

Ashe apoyó la mano en el brazo deLeamas.

—Vamos, no se preocupe —dijoapaciguador—; vamos a tomar las cosasuna a una. ¿Dónde tiene sus bártulos?

—¿Mis qué?—Sus cosas: ropa, equipaje y todo

eso.—No tengo. He vendido lo que

tenía… excepto el paquete.—¿Qué paquete?

—El paquete de papel de estrazaque usted recogió en el parque. El queyo trataba de abandonar.

Ashe tenía un piso en DolphinSquare. Era exactamente lo que Leamashabía esperado: pequeño y anónimo, conunos pocos recuerdos de Alemaniareunidos aprisa y corriendo: latas decerveza, una pipa de campesino y unaspiezas de Nymphenburg de segundacategoría.

—Paso los fines de semana con mimadre en Cheltenham —dijo—. Estesitio lo uso sólo entre semana. Me viene

muy a mano —añadió comoexcusándose.

Arreglaron la cama de campaña enla diminuta salita. Eran cerca de lascuatro y media.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Leamas.

—Ah…, alrededor de un año o más.—¿Lo encontró fácilmente?—Estos pisos, ya sabe, vienen y van.

Uno se apunta, y un día le llaman a uno yle dicen que ya lo ha conseguido.

Ashe hizo té y bebieron. Leamashuraño, como un hombre noacostumbrado a la comodidad. El mismoAshe parecía un poco apagado. Después

del té, Ashe dijo:—Tengo que salir a hacer unas

compras antes de que cierren lastiendas, luego decidiremos qué vamos ahacer sobre todas las cosas. Podríallamar a Sam por teléfono esta noche;creo que cuanto antes se conozcan losdos, mejor. ¿Por qué no echa un sueño?Parece muy cansado.

Leamas asintió.—Es usted tremendamente amable…

—hizo un torpe gesto con la mano— portodo esto.

Ashe le dio un golpecito en elhombro, cogió su impermeable militar yse fue. Tan pronto como Leamas calculó

que Ashe había salido de sobra deledificio, dejó entornada cuidadosamentela puerta de entrada y bajó las escalerashasta el vestíbulo central, donde habíados cabinas telefónicas. Marcó unnúmero en Maida Vale, y preguntó porla secretaria del señor Thomas.Inmediatamente dijo una voz demuchacha:

—Aquí la secretaria del señorThomas.

—Llamo de parte del señor SamKiever —dijo Leamas—; ha aceptado lainvitación y espera entrar en contactopersonal con el señor Thomas estanoche.

—Se lo haré saber al señor Thomas.¿Sabe él dónde ponerse en contacto conusted?

—Dolphin Square —contestóLeamas, y dio la dirección—. Adiós.

Después de hacer unasaveriguaciones en la portería, volvió alpiso de Ashe y se sentó en la cama decampaña, mientras se observaba lasmanos entrelazadas. Al cabo de un ratose tumbó. Decidió seguir el consejo deAshe y descansar un poco. Al cerrar losojos, recordó a Liz, tendida a su lado, enel piso de Bayswater, y se preguntóvagamente qué habría sido de ella.

Le despertó Ashe, acompañado porun hombre bajo, más bien gordo, conlargo pelo gris peinado hacia atrás y unachaqueta cruzada. Hablaba con ligeroacento centroeuropeo; quizá alemán, eradifícil saberlo. Dijo que se llamabaKiever; Sam Kiever.

Bebieron ginebra con agua tónica;Ashe era el que más hablaba. Como enlos viejos tiempos, dijo, en Berlín: losmuchachos reunidos con la noche a sudisposición. Kiever dijo que no queríaquedarse hasta demasiado tarde; teníatrabajo al día siguiente. Acordaroncomer en un restaurante chino queconocía Ashe: estaba enfrente de la

comisaría de Limehouse, y uno tenía quellevar su propio vino. Curiosamente,Ashe tenía algo de borgoña en la cocina,y se lo llevó en el taxi.

La cena fue muy buena y se bebierondos botellas de vino. Kiever se franqueóun poco con la segunda; acababa devolver de una gira por AlemaniaOccidental y Francia. Francia estabametida en un lío de mil demonios. DeGaulle subía y sólo Dios sabía lo quesería de ellos. Con cien mil colonosdesmoralizados regresando de Argelia,suponía que el fascismo era inminente.

—¿Y qué hay de Alemania? —preguntó Ashe, dándole la entrada.

—Todo es cuestión de saber si losyanquis pueden sujetarles.

Kiever miró a Leamas comoinvitándole.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Leamas.

—Lo que digo. Dulles les dio conuna mano una política internacional;Kennedy se la quita con la otra. Se estánirritando.

Leamas asintió bruscamente y dijo:—Es típico de esos asquerosos

yanquis.—Parece que a Alec no le gustan

nuestros parientes de América —dijoAshe, jugando fuerte.

Y Kiever murmuró con absolutodesinterés:

—¿Ah, sí?Kiever jugaba muy despacio,

reflexionó Leamas. Como si estuvieraacostumbrado a los caballos, permitíaque uno se le acercara. Representaba ala perfección al hombre que sospechaque se le va a pedir un favor, y no sedeja ganar fácilmente.

Después de cenar, dijo Ashe:—Conozco un sitio en Wardour

Street; ya has estado allí, Sam. Lo hacentodo muy bien. ¿Por qué no llamamos untaxi y vamos allá?

—Un momento —dijo Leamas, y

hubo algo en su voz que hizo que Ashele mirara con viveza—. Díganmesimplemente una cosa, ¿quieren? ¿Quiénpaga esta juerga?

—Yo —dijo Ashe rápidamente—;Sam y yo.

—¿Lo han tratado?—Pues… no.—Porque no tengo ni el más

asqueroso dinero: ya lo sabe, ¿no? Notengo nada que tirar.

—Por supuesto, Alec. Le he cuidadohasta ahora, ¿no?

—Sí —contestó Leamas—; sí, esverdad.

Pareció estar a punto de decir algo

más, y luego cambió de idea. Asheparecía preocupado, no ofendido, yKiever tan inescrutable como antes.

Leamas rehusó hablar en el taxi.Ashe intentó alguna frase conciliatoria, yél se limitó a encogerse de hombrosirritado. Llegaron a Wardour Street ybajaron, sin que Leamas ni Kieverhicieran ningún ademán de pagar el taxi.Ashe les condujo por delante de unescaparate lleno de revistas eróticas,entrando por un estrecho callejón encuyo extremo brillaba un rótulo de neónmuy chillón: «Pussywillow Club.

Reservado a los socios». A ambos ladosde la puerta había fotografías de chicas,a través de las cuales habían sujetadouna estrecha tira de papel escrita amano, que decía: «Estudio deNaturaleza. Reservado a los socios».

Ashe apretó el timbre. Abrióenseguida la puerta un hombre muycorpulento de camisa blanca ypantalones negros.

—Soy socio —dijo Ashe—. Estosdos caballeros vienen conmigo.

—¿Me enseña su tarjeta?Ashe sacó de la cartera una tarjeta

amarillenta y se la entregó.—Sus invitados pagan un pavo por

cabeza como socios temporales. Con surecomendación, ¿de acuerdo?

Blandió la tarjeta, y mientras lohacía, Leamas se estiró por delante deAshe y se la arrebató. La miró duranteun momento y luego se la devolvió aAshe.

Leamas sacó dos libras del bolsillointerior, y las puso en la expectantemano del portero.

—Dos pavos —dijo— por losinvitados.

Y sin hacer caso de las asombradasprotestas de Ashe, les guió a través de lapuerta acortinada hacia el vestíbulo enpenumbra del club. Se dirigió al portero.

—Búsquenos una mesa —dijoLeamas—, y una botella de whisky. Yprocure que nos dejen solos.

El portero vaciló un momento,decidió no discutir y les acompañóescaleras abajo. Al bajar, oyeron elapagado gemido de una músicaininteligible. Les dieron una mesa paraellos solos al fondo de la sala. Tocabaun dúo, y había chicas sentadas engrupos de dos y de tres. Cuando ellosentraron, se levantaron, pero elcorpulento portero movió la cabeza.Ashe lanzó algunas miradas inquietas aLeamas mientras esperaban el whisky.Kiever parecía ligeramente aburrido. El

camarero trajo una botella y tres vasos,y ellos observaron en silencio cómovertía un poco de whisky en cada uno.Leamas le quitó la botella al camarero yañadió otro tanto a cada vaso. Hechoesto, se inclinó sobre la mesa y dijo aAshe:

—Ahora tal vez me dirá usted quédiablos está pasando aquí.

—¿Qué quiere decir? —la voz deAshe parecía insegura—. ¿Qué quiereusted decir, Alec?

—Me ha seguido desde la cárcel eldía que me soltaron —empezótranquilamente—, con el cuentoasquerosamente idiota de que me había

conocido en Berlín. Me dio dinero queno me debía. Me ha convidado acomidas caras y me está instalando en supiso.

—Si es así como… —empezó adecir Ashe.

—No me interrumpa —dijo Leamascon ferocidad—. Espere sin rechistarhasta que yo acabe, ¿le importa? Sutarjeta de socio en este sitio está hechapara un tal Murphy. ¿Es ése su nombre?

—No, no lo es.—Supongo que algún amigo llamado

Murphy le prestó su tarjeta de socio.—No, no es así, en realidad. Debe

saber que de vez en cuando vengo aquí a

buscar alguna chica. Usé un nombrefalso para apuntarme en el club.

—Entonces —insistióinexorablemente Leamas—, ¿por quéMurphy está inscrito como inquilino desu piso?

Fue Kiever quien habló por fin.—Tú corre a casa —dijo a Ashe—.

Yo me ocuparé de esto.

Una chica hacía strip-tease, unachica joven, incolora, con una manchaoscura en el muslo. Tenía esa desnudezheroica y zanquilarga que resultainquietante, porque no es erótica, porque

es sencilla y sin deseo. Daba vueltaslentamente, con sacudidas intermitentesde los brazos y piernas, como si oyera lamúsica de un modo intermitente, y todoel tiempo les miraba con el interésprecoz de un niño en compañía de losmayores. El ritmo de la música aceleróbruscamente, y la chica respondió comoun perro al silbato, huyendo de un ladopara otro. Al quitarse el sostén en laúltima nota, lo elevó sobre la cabeza,exhibiendo el flaco cuerpo con sus treschillones parches de papel de estañocolgando de él como viejos adornos deun árbol de Navidad. Leamas y Kieverobservaban en silencio.

—Supongo que me va a decir que enBerlín las hemos visto mejores —sugirió por fin Leamas, y Kiever vio queseguía muy irritado.

—Espero que «usted» sí —contestóKiever en tono placentero—. Yo heestado muchas veces en Berlín, pero metemo que los night-clubs no son para mí.

Leamas no dijo nada.—No es que yo sea pacato, fíjese,

sino, al contrario, racional. Si necesitouna mujer conozco medios más baratosde encontrarla; si quiero bailar, conozcomejores sitios donde hacerlo.

Parecía como si Leamas no leescuchara.

—Quizá usted me diga por qué meha recogido ese mariquita —sugirió.

Kiever asintió.—Por supuesto. Se lo dije yo.—¿Por qué?—Usted me interesa. Quiero hacerle

una proposición, una proposiciónperiodística.

Hubo una pausa.—Periodística —repitió Leamas—.

Ya veo.—Tengo una agencia, un servicio

internacional de reportajes. Paga bien,muy bien, el material interesante.

—¿Quién publica el material?—Paga tan bien, en realidad, que un

hombre con su experiencia en… laescena internacional, un hombre con subase, ya me entiende, que proporcionematerial convincente y fáctico, podríaquedar libre en tiempo relativamentebreve, de más preocupacionesfinancieras.

—¿Quién publica el material,Kiever?

En la voz de Leamas hubo un filo deamenaza, y por un momento, un momentosólo, una sombra de temor pareciócruzar la lisa cara de Kiever.

—Clientes internacionales. Tengo uncorresponsal en París que despachabuena parte de mi material. Muchas

veces ni siquiera sé quién lo publica, yconfieso —añadió con una sonrisa quedesarmaba— que me importa un pito.Pagan y piden más. Ésa es la clase degente, ya ve, Leamas, que no crean máscomplicaciones con detalles incómodos;pagan al contado, y les encanta pagar através de Bancos extranjeros, dondenadie se preocupa por cosas como losimpuestos.

Leamas no dijo nada. Sostenía elvaso con las dos manos, mirándolepasmado.

«Diablos, se están lanzando alataque —pensó Leamas—. Esindecente.» Se acordó de un estúpido

chiste de cabaret: «Esa es una oferta queninguna chica decente aceptaría… yademás, no sé cuánto vale.»«Tácticamente —reflexionó— hacenbien en precipitarse. Yo llevo ventaja,con la experiencia carcelaria aún fresca,y el resentimiento social bien fuerte. Soyun buen jamelgo, no necesitoceremonias, no tengo que fingir que hanofendido mi viejo honor de caballeroinglés.» Por otro lado, ellos esperaríanobjeciones «prácticas». Esperarían queLeamas tuviera miedo; pues suIntelligence Service perseguía a lostraidores como el ojo de Dios seguía aCaín a través del desierto.

Y, finalmente, ellos sabrían que eraun juego de azar. Habrían de saber quela inconsistencia en las decisioneshumanas puede convertir en insensatezel planeamiento de espionaje mejororganizado; que los tramposos, losembusteros y los delincuentes a vecesresisten a toda incitación, mientras querespetables caballeros han sidoinducidos a horrendas traiciones porturbias sisas en algún restaurante deDepartamento.

—Tendrían que pagar una burrada—murmuró por fin Leamas.

Kiever le dio más whisky.—Ofrecen un pago al contado de

quince mil libras. El dinero ya ha sidoingresado en la Banque Cantonale deBerna. Puede retirarlo presentando suidentificación adecuada, que misclientes le proporcionarán. Mis clientesse reservan el derecho de hacerle máspreguntas durante el término de un añopagándole otras cinco mil libras. Leayudarán en cualquier… problema denueva instalación que se puedapresentar.

—¿Cuándo necesita tener larespuesta?

—Ahora. Nadie espera que ustedponga por escrito cuanto recuerde. Ustedse encontrará con mi cliente y él

arreglará las cosas para recibir elmaterial… escrito por un «negro».

—¿Cuándo se entiende que deboencontrarle?

—Por el bien de todos, nos haparecido que sería más sencilloentrevistarnos fuera del Reino Unido.Mi cliente sugirió Holanda.

—No tengo pasaporte —dijoLeamas sordamente.

—Me he tomado la libertad deobtenérselo —contestó Kiever consuavidad. No había en su voz o en susademanes nada que indicara que hubierahecho otra cosa más que negociar unadecuado arreglo de negocios—.

Saldremos en avión para La Hayamañana por la mañana a las nuevecuarenta y cinco. ¿Vamos a mi piso adiscutir cualquier otro detalle?

Kiever pagó y cogieron un taxi haciauna dirección muy elegante, no lejos deSt. Jame’s Park.

El piso de Kiever era lujoso y caro,pero su contenido, no se sabía por qué,daba la impresión de haber sido reunidoa toda prisa. Se dice que en Londres haytiendas que venden librosencuadernados por metros, ydecoradores que armonizan el coloridode las paredes con el de un cuadro. ALeamas, que no era especialmente

sensible a tales sutilezas, le resultódifícil recordar que estaba en un pisoparticular y no en un hotel.

Cuando Kiever le llevó a su cuarto—que daba a un lóbrego patio interior yno a la calle—, Leamas le preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?—Oh, no hace mucho —contestó con

ligereza Kiever—, unos pocos meses,nada más.

—Debe costar una locura. Sinembargo, supongo que usted se lomerece.

—Gracias.

En su cuarto había una botella dewhisky y un sifón en una bandejaplateada. Una entrada con cortinas, alfondo del cuarto, daba a un cuarto debaño y a un lavabo.

—Un verdadero nidito para el amor.¿Todo pagado por el gran Estado de losTrabajadores?

—Cierre el pico —dijo Kiever,furioso, y añadió—: Si me necesita paraalgo, hay un teléfono interior quecomunica con mi cuarto. Estarédespierto.

—Creo que ya sé abrocharme —replicó Leamas.

—Entonces, buenas noches —dijo

Kiever secamente, y salió del cuarto.«Éste también está en vilo», pensó

Leamas.

El teléfono junto a la cama despertóa Leamas. Era Kiever.

—Son las seis —dijo—; eldesayuno es a la media.

—Muy bien —contestó Leamas, ycolgó.

Le dolía la cabeza.

Kiever debía haber telefoneadopidiendo un taxi, porque a las siete en

punto sonó el timbre de la puerta yKiever preguntó:

—¿Lo tiene todo?—No tengo equipaje —contestó

Leamas—, salvo un cepillo de dientes yuna máquina de afeitar.

—Eso ya está resuelto. Por lodemás, ¿está dispuesto?

Leamas se encogió de hombros.—Supongo que sí. ¿Tiene

cigarrillos?—No —contestó Kiever—, pero

puede encontrarlos en el avión. Mejorsería que mirara esto —añadió, dando aLeamas un pasaporte británico.

Estaba extendido a su nombre, con

su propia fotografía, marcada por elsello en hueco del Foreign Office que lacruzaba por la esquina. No era ni viejoni nuevo; describía a Leamas comoempleado, y su estado civil, soltero. Altenerlo en la mano por primera vez,Leamas se puso un poco nervioso. Eracomo casarse: pasara lo que pasara, lascosas nunca volverían a ser lo mismo.

—¿Y dinero? —preguntó Leamas.—No lo necesitará. Va todo a cargo

de la empresa.

VIII. Le Mirage

Hacía frío esa mañana; la leveniebla era húmeda y gris, y picaba en lapiel. A Leamas, el aeropuerto le recordóla guerra: máquinas, medio ocultas en laneblina, esperando pacientemente a susamos; las voces resonantes y sus ecos, elgrito súbito y el incongruente golpeteode unos tacones de muchacha en elpavimento de piedra; el rugido de unmotor que podía estar al lado mismo deuno. En todas partes, ese aire deconspiración que se produce entre lagente que está levantada desde el

amanecer, casi de superioridad, nacidade la experiencia común de haber vistodesaparecer la noche y llegar la mañana.Los empleados tenían ese aspecto queproduce el misterio del alba y que elfrío estimula, y trataban a los pasajerosy a su equipaje con el aire remoto dehombres regresados del frente; el restode los mortales no les decían nada esamañana.

Kiever le había proporcionadoequipaje a Leamas. Era un detalle fino;Leamas lo admitió. Los pasajeros sinequipaje llaman la atención, y eso noentraba en los planes de Kiever. Sepresentaron en la oficina de la línea

aérea y siguieron las señalizacioneshasta el control de pasaportes. Hubo unmomento difícil cuando se extraviaron yKiever se puso grosero con un mozo deequipajes. Leamas supuso que Kieverestaba preocupado por el pasaporte: notenía por qué estarlo, pensó Lamas, no lepasaba nada malo.

El funcionario de pasaportes era unhombrecillo juvenil con corbata delIntelligence Corps y una misteriosainsignia en la solapa. Llevaba unbigotillo de mal gusto y un acento delNorte que era el enemigo de su vida.

—¿Se va para mucho tiempo, señor?—preguntó a Leamas.

—Un par de semanas —contestóLeamas.

—Tendrá que recordarlo, señor. Hade renovar el pasaporte el día treinta yuno.

—Ya lo sé —dijo Leamas.Entraron juntos a la sala de espera.

Por el camino, Leamas dijo:—Es usted un tipo suspicaz,

¿verdad, Kiever?El otro se rio en silencio.—No podemos dejar que se escape

usted, ¿verdad? —contestó—. No formaparte del contrato.

Tenían que esperar veinte minutos.Se sentaron a una mesa y pidieron café.

—Y llévese esas cosas —añadióKiever al camarero, señalando las tazas,platos y ceniceros usados que había enla mesa.

—Ahora vendrá un carrito —replicóel camarero.

—Lléveselo —repitió Kiever otravez, irritado—. Es desagradable dejarahí cacharros sucios como ésos.

El camarero no hizo más quevolverse de espaldas y marcharse. No seacercó al mostrador de servicio niencargó el café. Kiever se puso blanco,enfermo de ira.

—Por amor de Dios —mascullóLeamas—, déjelo. La vida es demasiado

corta.—Un descarado hijo de perra, eso

es lo que es —dijo Kiever.—Muy bien, muy bien, arme una

escena; ha elegido un buen momento.Nunca nos olvidarán aquí.

Los trámites en el aeropuerto de LaHaya no presentaron ningún problema.Kiever parecía haberse recuperado desus inquietudes. Se volvió animado ylocuaz cuando recorrieron la brevedistancia entre el avión y los cobertizosde la Aduana. El joven empleadoholandés echó una ojeada rutinaria a su

equipaje y pasaportes, y declaró en uninglés torpe y gutural:

—Espero que tengan una agradableestancia en Holanda.

—Gracias —dijo Kiever, congratitud casi excesiva—; muchasgracias.

Por el pasillo marcharon desde ellocal de la Aduana hasta la sala derecepción, al otro lado del edificio delaeropuerto. Kiever se abrió caminohasta la puerta principal, entre losgrupitos de viajeros que mirabanvagamente absortos los quioscos conescaparates de perfumes, cámarasfotográficas y frutas. Al abrirse paso de

un empujón por la puerta giratoria,Leamas miró hacia atrás. De pie junto alpuesto de periódicos, sumergido en unejemplar del Daily Mail continental,había una corta figura, con aspecto derana y con gafas; un hombrecito serio ypreocupado. Parecía un funcionarioinglés, o algo así.

Un coche les esperaba en elaparcamiento, un «Volkswagen» dematrícula holandesa, conducido por unamujer que no les hizo caso. Conducíadespacio, parándose siempre si las lucesestaban en ámbar, y Leamas supuso que

la habían instruido para que condujeraasí porque, sin duda, les debía seguirotro coche. Miró el espejo retrovisor defuera, tratando de reconocer el coche,pero sin éxito. Por un instante vio un«Peugeot» negro con matrículadiplomática, pero cuando doblaron laesquina sólo había detrás de ellos unacamioneta de muebles. A causa de laguerra, conocía La Haya muy bien, ytrató de adivinar adónde le llevaban. Lepareció que viajaban hacia el noroeste,hacia Scheveningen. Pronto dejaronatrás las afueras y se acercaron a unacolonia de chalets que bordeaban lasdunas a lo largo del mar.

Se detuvieron allí. La mujer salió,dejándoles en el coche, y llamó altimbre de un pequeño «bungalow» colorcrema que quedaba en un extremo de lafila. En el porche colgaba un letrero dehierro forjado con las palabras «LeMirage», escritas con letra gótica azulpálido. En la ventana había un rótuloindicando que todas las habitacionesestaban alquiladas.

Abrió la puerta una amable mujerregordeta, que miró, más allá de laconductora, hacia el coche. Sin dejar demirarlo, bajó por el sendero hacia ellos,sonriendo gustosamente. A Leamas lerecordó una vieja tía que una vez le

pegó por desperdiciar cordel.—¡Qué bien que hayan venido! —

afirmó—. ¡Cuánto nos alegra que hayanvenido!

La siguieron al «bungalow», yendoKiever por delante. La conductora sevolvió al coche. Leamas lanzó unaojeada a la carretera por dondeacababan de llegar: unos trescientospasos más allá, un coche negro, quizá un«Fiat» o un «Peugeot», había aparcado.De su interior salía un hombre conimpermeable. Una vez en el vestíbulo, lamujer estrechó cálidamente la mano aLeamas.

—Bien venidos, bien venidos a «Le

Mirage». ¿Han tenido buen viaje?—Estupendo —contestó Leamas.—¿Han venido en avión o en barco?—En avión —dijo Kiever—; ha

sido un vuelo muy confortable.Hablaba como si fuera el dueño de

la línea aérea.—Les prepararé el almuerzo —

afirmó ella—, un almuerzo especial. Lesharé algo especialmente bueno. ¿Qué lestraigo?

—Ah, por favor —dijo Leamas envoz baja, y sonó el timbre de la puerta.La mujer se fue rápidamente a la cocina;Kiever abrió la puerta delantera.

Llevaba un impermeable conbotones de cuero. Era tan alto comoLeamas, pero mayor que él. Leamas leechó unos cincuenta y cinco años. Sucara tenía una tonalidad dura y gris, conmarcados surcos; podía haber pasadopor un soldado. Extendió la mano.

—Me llamo Peters —dijo. Losdedos eran finos y pulidos—. ¿Hantenido buen viaje?

—Sí —dijo Kiever rápidamente—,sin nada de particular.

—El señor Leamas y yo tenemosmucho que tratar, creo que nonecesitamos retenerle, Sam. Puede cogerel «Volkswagen», de vuelta a la ciudad.

Kiever sonrió. Leamas observó elalivio que reflejaba su sonrisa.

—Adiós, Leamas… —dijo Kiever,con voz de bromista—; buena suerte,amigo.

Leamas dio una cabezada, como sino viera la mano que le tendía Kiever.

—Adiós —repitió Kiever, y semarchó silenciosamente por la puerta dedelante.

Leamas siguió a Peters a un cuartotrasero. Pesadas cortinas de encajecolgaban en la ventana, con muchospliegues y drapeados ornamentales. Elalféizar estaba cubierto de tiestos conplantas; grandes cactus, plantas de

tabaco y un curioso árbol con anchashojas gomosas. El mobiliario erapesado, falsamente antiguo. En mediodel cuarto había una mesa con dos sillastalladas. La mesa estaba cubierta con unmantel color de herrumbre, parecidomás bien a un linóleo; sobre ella,delante de cada silla, había un bloc depapel y un lápiz. Al lado, en unaparador, whisky y seltz. Peters fuehacia él y sirvió de beber para los dos.

—Mire —dijo Leamas, de repente—, a partir de ahora puedo comportarmesin ceremonias, ¿me entiende? Los dossabemos en qué andamos, los dos somosprofesionales. Usted tiene un desertor

pagado; buena suerte para usted. Por elamor de Dios, no finja que se haenamorado de mí.

Parecía en vilo, inseguro de símismo. Peters asintió.

—Kiever me ha dicho que era ustedun hombre orgulloso —observódesapasionadamente. Luego añadió sinsonreír—: Después de todo, ¿por qué, sino, ataca un hombre a los tenderos?

Leamas imaginó que era ruso, perosin llegar a estar seguro de ello. Suinglés era casi perfecto y tenía latranquilidad y los aires de un hombreacostumbrado desde hacía mucho a lascomodidades de la civilización. Se

sentaron a la mesa.—¿Le ha dicho Kiever lo que le voy

a pagar? —preguntó Peters.—Sí. Quince mil libras, a cobrar en

un Banco de Berna.—Eso es.—Dijo que podrían hacerme

preguntas sucesivamente durante todo elaño siguiente… —dijo Leamas—, y mepagarían otras cinco mil si me manteníaal alcance.

Peters asintió.—No acepto esa condición —

continuó Leamas—. Usted sabe tan biencomo yo que no funcionaría. Quierosacarme las quince mil y desaparecer.

Vuestra gente trata mal a los agentes quedesertan: lo mismo hace mi gente. Nome voy a quedar sentado sobre el raboen Saint Moritz mientras ustedes vandesplegando todas las redes que leshaya dado. Ellos no son tontos; sabrían aquién buscar. Ya nos persiguen, comousted y yo bien sabemos.

Peters asintió:—Desde luego, podría venir a algún

sitio… más seguro, ¿no?—¿Al otro lado del Telón?—Sí.Leamas no hizo más que mover la

cabeza y continuó:—Calculo que usted necesitará unos

tres días para un interrogatoriopreliminar. Después necesitará volveratrás para preparar un informedetallado.

—No es indispensable —contestóPeters.

Leamas le miró con interés.—Ya veo —dijo—, han mandado al

experto. ¿O no está metido en esto elCentro de Moscú?

Peters se quedó callado; no hacíamás que mirar a Leamas, comotomándole las medidas. Por fin, cogió ellápiz que tenía delante y dijo:

—¿Empezamos con su servicio en laguerra? Charlando sólo.

—Me alisté en los Ingenieros en1939. Estaba acabando mi instruccióncuando pasaron un aviso invitando a losque supieran idiomas a solicitar untrabajo especializado en el extranjero.Yo sabía holandés y alemán y bastantefrancés, y estaba harto de ser soldado,así que lo solicité. Conocía bienHolanda; mi padre tenía una agencia demáquinas—herramientas en Leyden. Yoviví allí unos nueve años. Pasé lasentrevistas de costumbre, y fui luego auna escuela, cerca de Oxford, donde meenseñaron las monerías acostumbradas.

—¿Quién dirigía esa instalación?

—No lo supe hasta después: luegoconocí a Steed—Asprey y a un profesorde Oxford llamado Fielding. Ellos ladirigían. El año cuarenta y uno medejaron caer en Holanda y aquí mequedé unos dos años. Perdíamos agentesmás de prisa de lo que podíamosencontrarlos en aquellos días; era puroasesinato. Holanda es un mal país paraese tipo de trabajo; no tiene campoabierto de verdad, ningún sitio atrasmano donde se pueda tener la centralo una radio. Siempre moviéndose,siempre escapando. Resultaba un juegomuy sucio. Salí el año cuarenta y tres ypasé un par de meses en Inglaterra; y

luego hice una incursión por Noruega.Aquello, en comparación, fue una giracampestre. El año cuarenta y cinco melicenciaron y vine otra vez aquí aHolanda, a ver si me ponía al día en elantiguo negocio de mi padre. No resultó;así que me asocié con un viejo amigoque llevaba una agencia de viajes enBristol. Eso duró dieciocho meses;luego nos hundimos. Entonces, comollovida del cielo, recibí una carta delDepartamento: ¿me gustaría volver?Pero yo había tenido bastante de todoeso, pensé, así que dije que lo pensaríay alquilé una casita en Lundy Island. Allíme quedé un año mirándome el ombligo,

hasta que me harté de nuevo y lesescribí. A fines del año cuarenta y nuevehabía vuelto a estar en nómina. Desdeluego, servicio interrumpido…, conreducción de los derechos de pensión ylas mezquindades de siempre. ¿Voydemasiado de prisa?

—Por ahora, no —contestó Peters,sirviéndole más whisky—. Desde luego,lo volveremos a tratar, con nombres yfechas.

Llamaron a la puerta y entró la mujercon el almuerzo: una gran cantidad decarne fría, pan y sopa.

Peters apartó las notas y comieronen silencio. Había empezado el

interrogatorio.

Retiraron todo lo del almuerzo.—Así que volvió a Cambridge

Circus —dijo Peters.—Sí. Durante algún tiempo me

dieron un trabajo burocrático, tramitarinformes que daban noticias sobrefuerzas militares en países tras el Telónde Acero, señalando posiciones deunidades y toda esa clase de cosas.

—¿En qué sección?—Satélites Cuatro. Estuve allí desde

febrero del cincuenta hasta mayo delcincuenta y uno.

—¿Quiénes eran sus compañeros?—Peter Guillam, Brian de Grey y

George Smiley. Smiley nos dejó aprincipios del cincuenta y uno y pasó aContraespionaje. En mayo del cincuentay uno fui enviado a Berlín como subjefede Área. Eso quería decir todo eltrabajo de operaciones.

—¿A quién tenía a sus órdenes?Peters escribía velozmente. Leamas

supuso que manejaba alguna taquigrafíacasera.

—Hackett, Sarrow y De Jong. Murióen un accidente de circulación el añocincuenta y uno. Pensamos que lo habíanasesinado, pero nunca pudimos

demostrarlo. Todos ellos dirigían redesy yo estaba al mando. ¿Quiere detalles?—preguntó con sequedad.

—Desde luego, pero después. Siga.—A fines del cincuenta y cuatro fue

cuando pescamos nuestro primer pezgordo en Berlín: Fritz Feger, segundo dea bordo del Ministerio de Defensa deAlemania Oriental. Hasta entonces, lacosa había ido dura, pero en noviembredel cincuenta y cuatro alcanzamos aFritz. Duró casi exactamente dos años, yluego, un día, no volvimos a oír hablarde él. Me han dicho que murió en lacárcel. Tardamos otros tres años enencontrar a alguien que se pusiera en

contacto con él. Luego, en 1959, salióKarl Riemeck. Karl estaba en elPresidium del Partido SocialistaUnificado de Alemania Oriental. Elmejor agente que he conocido en mivida.

—Ya está muerto —observó Peters.Una sombra de algo parecido a la

vergüenza cruzó la cara de Leamas.—Yo estaba allí cuando le pegaron

los tiros —murmuró—. Él tenía unaamante, que se pasó un momento antesde que él muriera. Él se lo contó todo;ella conocía toda la maldita red. No esextraño que le hicieran volar.

—Luego volveremos a Berlín.

Dígame esto: cuando murió Karl, ustedvolvió en avión a Londres. ¿Se quedó enLondres durante el resto del servicio?

—Mientras duró, sí.—¿Qué trabajo tenía en Londres?—Sección Bancaria, supervisión de

los sueldos de los agentes, pagos en elextranjero para servicios clandestinos.Un niño podría haberlo llevado.Recibíamos nuestras órdenes yfirmábamos los pagos. De vez en cuandohabía algún quebradero de cabeza porcuestiones de seguridad.

—¿Trataba directamente conagentes?

—¿Cómo íbamos a hacerlo

nosotros? El delegado en undeterminado país hacía una petición; laautoridad le ponía la huella de la pezuñay nos lo pasaba a nosotros para hacer elpago. En la mayor parte de los casos,transferíamos el dinero a algún Bancoextranjero conveniente, de donde elpropio delegado podía sacarlo y dárseloal agente.

—¿Cómo se señalaba a los agentes?¿Con nombres falsos?

—Con cifras. Los de CambridgeCircus las llaman combinaciones. Acada red se le daba una combinación:cada agente se indicaba con un prefijounido a la combinación. La combinación

de Karl era «A guión Uno».Leamas sudaba. Peters le observaba

fríamente, admirándole como a unjugador profesional, al otro lado de lamesa. ¿Cuánto valía Leamas? ¿Qué leharía rendirse, qué le atraería o leasustaría? ¿Qué odiaba y, sobre todo,qué sabía? ¿Guardaría hasta el final sumejor carta y la vendería cara? Petersno lo creía así: Leamas ya estaba muylanzado para andarse con tonterías. Eraun hombre en conflicto consigo mismo;un hombre que no tenía más que unavida, una profesión de fe, y las habíatraicionado. Peters lo había visto otrasveces. Lo había visto, incluso en

hombres que habían sufrido un cambioideológico completo, y que en las horasmás secretas de la noche encontraron unnuevo credo, y ellos solos, impulsadospor la fuerza interna de susconvicciones, habían traicionado a suvocación, a sus familias, a sus países:incluso ellos, llenos como estaban denuevo celo y nueva esperanza, tuvieronque luchar contra el estigma de latraición: ellos incluso luchaban contra laangustia casi física de decir aquello conlo que se les había educado para noconfesar nunca jamás. Como apóstatasque temieran quemar la Cruz, vacilabanentre lo instintivo y lo material, y Peters,

atrapado en la misma polaridad, teníaque proporcionarles consuelo y destruirsu orgullo. Era una situación de la quese daban cuenta ambos: así, Leamasrechazó forzosamente un trato máshumano con Peters, pues su orgullo loexcluía. Peters no ignoraba que, por esasrazones, Leamas mentiría; quizá mentiríasólo por omisión, pero mentiría de todasmaneras, por orgullo, por desafío o porla pura perversidad de su profesión; yél, Peters, se vería forzado a descubrirlas mentiras. Sabía también que el hechomismo de que Leamas fuera unprofesional acaso redundara contra susintereses, pues Leamas elegiría cuando

Peters no querría que se eligiera;Leamas sabría por adelantado el tipo deinformación que necesitaba Peters, y alhacerlo así, podría dejar a un lado algúnjirón casual que podría ser de interésvital para los valorizadores. A todo eso,Peters sumaba la caprichosa vanidad deun náufrago alcoholizado.

—Creo —dijo— que ahora vamos aanotar con algún detalle su servicio enBerlín. Esto sería desde mayo de 1951hasta marzo de 1961. Tómese otrowhisky.

Leamas observó cómo sacaba un

cigarrillo del paquete que había en lamesa y lo encendía. Advirtió dos cosas:que Peters era zurdo, y que, por segundavez, se había puesto el cigarrillo en laboca con la marca hacia fuera, para quese quemara antes. Fue un gesto que legustó a Leamas: indicaba que Peters,como también él, había estadoperseguido.

Peters tenía una cara extraña, gris ysin expresión. El color debió haberlaabandonado mucho tiempo atrás —quizáen alguna prisión, en los primeros díasde la Revolución— y ahora sus rasgosestaban ya bien formados y Peterstendría esa cara hasta que se muriera.

Solamente el hirsuto pelo gris podríavolverse blanco, pero su rostro nocambiaría. Leamas se preguntóvagamente cuál era el verdadero nombrede Peters, y si estaba casado. Había enél algo muy ortodoxo que a Leamas legustaba; era la ortodoxia de la fuerza, dela confianza. Si Peters mentía, debíatener una razón. Su mentira sería unamentira calculada, necesaria, muy lejanade la tornadiza falta de honradez deAshe.

Ashe, Kiever, Peters; había unavance en la calidad, en la autoridad,que para Leamas señalaba la jerarquíaen una red de espionaje. También era,

según sospechaba, un avance en laideología. Ashe, el mercenario; Kiever,el compañero de viaje, y ahora Peters,para quien el fin y los medios eranidénticos.

Leamas empezó a hablar de Berlín.Peters rara vez interrumpía, rara vezhacía una pregunta o un comentario, perocuando los hacía, manifestaba unacuriosidad técnica y una altura deexperto que iban enteramente de acuerdocon el propio temperamento de Leamas.Leamas incluso parecía responder aldesapasionado profesionalismo de suinterrogador: era algo que los dos teníanen común.

Había llevado largo tiempoorganizar desde Berlín una red decenteen la Zona Oriental, explicó Leamas. Alprincipio, por toda la ciudad pululabanlos agentes de segundo orden; elespionaje estaba desacreditado yformaba una parte tan importante de lavida diaria de Berlín que se podíareclutar un hombre en un cóctel,instruirle durante la cena y a la hora deldesayuno ya había saltado por los aires.Para un profesional, era una pesadilla:docenas de agencias, la mitad de ellasinfiltradas por el otro bando, miles decabos sueltos: demasiadas pistas,demasiadas fuentes, demasiado poco

espacio para actuar. Bien es verdad queen 1954 pudieron abrirse paso conFeger. Pero para el año 56, cuandotodos los departamentos del Servicepedían a gritos informadores de altacalidad, ellos se habían calmado. Fegerles había malacostumbrado dándolesmaterial de segunda que iba sólo unpoco por delante de las noticias.Necesitaban meterse de veras hasta elfondo, y tuvieron que esperar otros tresaños antes de lograrlo.

Entonces, un día, De Jong fue ahacer una merienda en los bosques, alborde del Berlín oriental. Llevabamatrícula militar británica en su coche,

que aparcó, cerrado, en una carretera amedio construir junto al canal.

Después de la merienda, sus niñoscorrieron por delante, llevando el cesto.Cuando llegaron al coche, se detuvieron,vacilaron, dejaron caer el cesto yvolvieron corriendo. Alguien habíaforzado la puerta del coche: la manillaestaba rota y la puerta ligeramenteabierta. De Jong lanzó un juramento,recordando que había dejado la cámarafotográfica en el compartimiento de losguantes. Se acercó a examinar el coche.La manilla había sido forzada: De Jongcalculó que lo habían hecho con unpedazo de tubo de acero, ese tipo de

cosa que se puede llevar en la manga.Pero la cámara seguía allí, y lo mismo elabrigo, y unos paquetes de su mujer. Enel asiento del conductor había unacajetilla de tabaco, y en su interior unpequeño cartucho de níquel. De Jongsabía exactamente lo que contenía: erael cartucho de la película de una cámarade miniatura, probablemente una«Minox».

De Jong se puso en marcha caminohacia su casa y reveló la película.Contenía las actas de la última reunióndel Presidium del Partido SocialistaUnificado de la Alemania Oriental. Poralguna extraña coincidencia, había una

información paralela por otra fuente; lasfotografías eran auténticas.

Leamas se ocupó entonces delasunto. Necesitaba desesperadamente eléxito. No había presentadoprácticamente nada desde que llegó aBerlín, y estaba pasando elacostumbrado limite de edad para elpleno trabajo activo. Una semanadespués, exactamente, llevó el coche deDe Jong al mismo lugar y se fue apasear.

Era un lugar desolado el que DeJong había elegido para su merienda: untrecho de canal, con un par de casamatasdestrozadas por la artillería, unos

campos resecos y arenosos, y al lado delEste, un pinar ralo, que se extendía aunos doscientos pasos desde la carreteracon grava que bordeaba el canal. Perotenía la virtud de la soledad, algo difícilde encontrar en Berlín, y era imposibleser vigilado. Leamas se fue a pasear porel bosque. Ni siquiera intentó vigilar elcoche porque no sabía en qué direcciónpodía venir el acercamiento. Si le veíanvigilando el coche desde el bosque, seechaban a perder las probabilidades deconservar la confianza de su informador.No tenía por qué preocuparse.

Cuando volvió, no había nada en elcoche, de modo que volvió a Berlín

Oeste, dándose golpes a sí mismo porser un maldito imbécil: el Presidium noiba a reunirse hasta dentro de unaquincena. Tres semanas más tarde, pidióprestado el coche a De Jong, y metió mildólares, en billetes de veinte, en unacesta de merienda. Dejó el coche sincerrar durante dos horas y cuandovolvió había una cajetilla de tabaco enel compartimiento de los guantes. Lacesta para la merienda habíadesaparecido.

Las películas estaban llenas dematerial documental de primer orden. Enlas seis semanas siguientes lo hizo dosveces más, y ocurrió lo mismo.

Leamas comprendió que había dadocon una mina de oro. Dando a la fuenteel nombre convencional de «Mayfair»,envió una carta pesimista a Londres.Leamas sabía que si destapaba a mediaslas cosas a Londres, ellos se ocuparíandirectamente del caso, lo que estabadeseoso de evitar a toda costa. Ésa erasin duda la única clase de operación quepodía salvarle de ser retirado delservicio, y era precisamente una de esascosas lo bastante importantes como paraque los de Londres quisieran ocuparsede ella por sí mismos. Aunque guardaralas distancias, seguía existiendo elpeligro de que Cambridge Circus tuviera

teorías, hiciera sugerencias, encargaraprecaución, pidiera acción. Querríanque diera sólo billetes nuevos de undólar, con la esperanza de seguirles lapista; querrían que los cartuchos depelícula fuesen enviados a Londres paraser examinados, planearían torpesoperaciones de rastreo y se lo contaríana los Departamentos. Sobre todo,querrían contárselo a los Departamentosy eso, decía Leamas, hincharía la cosahasta el cielo. Trabajó como un locodurante tres semanas. Repasó las fichaspersonales de todos los miembros delPresidium. Estableció una lista de todoel personal de oficina que podía haber

tenido acceso a las actas. Por la lista dedistribución en la última página de losfacsímiles, extendió el total de posiblesinformadores hasta treinta y uno,incluyendo personal de oficinas ysecretarias.

Al enfrentarse con la tarea casiimposible de identificar a un informadorpartiendo de informes incompletos detreinta y un candidatos, Leamas volvióal material original, lo que, como sedijo, era algo que hubiera debido hacerantes. Le desconcertó que en ninguna delas copias fotográficas de las actas quehabía recibido hasta entonces estuvierannumeradas las páginas, que ninguna

estuviera sellada con una referencia deseguridad, y que en la segunda y lacuarta copias hubiera palabras tachadascon lápiz o pluma. Llegó por fin a unaimportante conclusión: que las copiasfotográficas no eran de los documentosmismos, sino de los borradores de losdocumentos. Esto situaba la fuente en elSecretariado, y el Secretariado era muyreducido. Los borradores de las actasestaban bien fotografiados y concuidado: eso hacía pensar que elfotógrafo había tenido tiempo y uncuarto para él solo.

Leamas volvió al índice de datospersonales. Había en el Secretariado un

hombre llamado Karl Riemeck, antiguocabo del cuerpo médico, que habíaestado tres años como prisionero deguerra en Inglaterra. Su hermana habíavivido en Pomerania cuando los rusos lainvadieron, y él no había vuelto a sabernada de ella. Estaba casado y tenía unahija llamada Carla.

Leamas decidió afrontar un riesgo.Averiguó por Londres el número deprisionero de guerra de Riemeck, queera 29012, y su fecha de liberación, queera el 10 de noviembre de 1945.Compró un libro infantil de ficcióncientífica de Alemania Oriental yescribió en las guardas, en alemán, con

letra adolescente: «Este libro es deCarla Riemeck, nacida el 10 denoviembre de 1945, en Bideford, NorthDevon. Firmado. Astronauta Lunar29012», y debajo añadió: «Loscandidatos a vuelos espaciales han depresentarse en persona a C. Riemeckpara recibir instrucción. Se incluye unimpreso de solicitud. ¡Viva la RepúblicaPopular del Espacio Democrático!»

Trazó con una regla varias líneas enuna hoja de papel de escribir, hizo unascolumnas para el nombre, dirección yedad, y escribió al pie de la página:

«Todos los candidatos seránpersonalmente entrevistados. Escriban a

la dirección acostumbrada indicandocuándo y dónde desean ser encontrados.Las solicitudes serán estudiadas dentrode siete días. C.R.»

Metió la hoja de papel dentro dellibro. Leamas fue al sitio de costumbre,siempre en el coche de De Jong, y dejóel libro en el asiento de pasajeros concinco billetes usados de quinientosdólares dentro de la tapa. Cuando volvióLeamas, el libro había desaparecido, yen su lugar había una cajetilla de tabaco.Contenía tres rollos de película. Leamaslos reveló esa noche: una películacontenía, como de costumbre, las actasde la última reunión del Presidium, la

segunda mostraba un borrador sobre larevisión de las relaciones de AlemaniaOriental con el COMECON; y latercera, un esquema del servicio deespionaje de Alemania Oriental,completo, con funciones dedepartamentos y detalles depersonalidades.

Peters interrumpió:—Un momento —dijo—. ¿Quiere

decir que toda esa información procedíade Riemeck?

—¿Por qué no? Ya sabe cuánto veíaél.

—Apenas es posible —observóPeters, casi para sí mismo—; debe

haber tenido quien le ayudara.—Lo tuvo después; a eso voy.—Ya sé lo que me va a decir. Pero

¿nunca tuvo la sensación de que recibíaayuda desde arriba, tanto como por partede los agentes que luego adquirió?

—No. No; nunca; nunca se meocurrió.

—Volviendo a considerarlo ahora,¿parece probable?

—No mucho.—Cuando envió todo ese material a

Cambridge Circus, ¿no le sugirieronnunca que, incluso para un hombre de laposición de Riemeck, la información erafenomenalmente completa?

—No.—¿Preguntaron alguna vez de dónde

había sacado Riemeck su cámarafotográfica, y quién le había enseñado afotografiar documentos?

Leamas vaciló.—No… Estoy seguro de que nunca

preguntaron.—Es curioso —observó Peters con

sequedad—. Perdón, siga; no queríaadelantarme a lo que va a decir.

Una semana más tarde, continuóLeamas, volvió en coche al canal. Estavez se puso nervioso. Al dar la vuelta enla carretera a medio construir, vio tresbicicletas tumbadas en la hierba, y,

doscientos metros más abajo, en elcanal, tres hombres pescando. Salió delcoche como de costumbre y empezó aandar hacia la línea de árboles del otrolado del campo. Había recorrido unosveinte metros cuando oyó un grito.Volvió los ojos y vio que uno de loshombres le hacía señas. Los otros dos sehabían vuelto y también le miraban.Leamas llevaba un impermeable viejo,tenía las manos en los bolsillos y ya erademasiado tarde para sacarlas. Sabíaque los hombres que estaban a los ladosprotegían al de en medio, y que sisacaba las manos de los bolsillos,probablemente dispararían contra él:

iban a creer que llevaba un revólver enel bolsillo. Leamas se detuvo a diezmetros del hombre de en medio.

—¿Quiere algo? —preguntó Leamas.—¿Es usted Leamas?Era un hombre bajo, regordete, muy

sólido. Hablaba en inglés.—Sí.—¿Cuál es el número de su

documento de identidad británico?—PRT guión L 58003 guión uno.—¿Dónde pasó usted la noche de la

victoria sobre los japoneses?—En Leyden, en Holanda, en el

taller de mi padre, con unos amigosholandeses.

—Vamos a dar un paseo, señorLeamas. No va a necesitar elimpermeable. Quíteselo y déjelo en elsuelo, donde está. Mis amigos cuidaránde él.

Leamas vaciló, se encogió dehombros y se quitó el impermeable.Luego caminaron juntos rápidamente.

—Usted sabe tan bien como yo quiénera —dijo Leamas fatigosamente—: eltercer hombre en el Ministerio delInterior, secretario del Presidium delPartido Socialista Unificado deAlemania Oriental, jefe del Comité de

Coordinación para la Protección delPueblo. Supongo que por eso sabíacosas de mí y de De Jong: habría vistonuestras fichas de contraespionaje en laAbteilung. Tenía tres cuerdas para suarco: el Presidium, la políticaestrictamente interna, con los informeseconómicos, y acceso a las fichas delServicio de Seguridad de AlemaniaOriental.

—Pero sólo un acceso limitado.Nunca iban a dejarle a uno de fuerarecorrer todas sus fichas —insistióPeters.

Leamas se encogió de hombros.—Sí que le dejaron —dijo.

—¿Qué hizo con su dinero?—Después de esa tarde, no le di

más. Cambridge Circus se ocupóenseguida de eso. Se le pagó por mediode un Banco de Alemania Occidental.Incluso me devolvió lo que yo le habíadado. Londres se lo ingresó en unBanco.

—¿Cuánto contó usted a Londres?—Todo, después de eso. Tenía que

hacerlo: entonces Cambridge Circus selo contó a los Departamentos. Luego —añadió Leamas venenosamente—, fuesólo cuestión de tiempo hasta que lacosa estalló. Con los Departamentos enla espalda, Londres se puso ávido.

Empezaron a apremiarnos pidiendo más,y querían que le diéramos más dinero.Por último, tuvimos que sugerir a Karlque reclutara otras fuentes y lastomamos para formar una red. Era algoasquerosamente estúpido: puso tenso aKarl, le creó peligros y minó suconfianza en nosotros. Fue el principiodel fin.

—¿Cuánto le sacó usted?Leamas vaciló.—¿Cuánto? Demonios, no sé. Duró

un tiempo excesivamente largo. Creoque ya le habían hecho saltar antes decazarle. El nivel bajó los últimos meses:creo que empezaron a sospechar de él y

lo alejaron del buen material.—En total, ¿qué le dio? —insistió

Peters.Por partes, Leamas volvió a contar

en todo su alcance el trabajo de KarlRiemeck. Peters comprobó gratamenteque su memoria era sorprendentementeexacta, considerando lo mucho quebebía. Era capaz de dar fechas ynombres, de recordar las reacciones deLondres, el modo de confirmacióncuando lo había. Era capaz de recordarlas sumas de dinero pedido y pagado,las fechas de reclutamiento de otrosagentes de la red.

—Lo siento —dijo Peters por fin—,

pero no creo que un solo hombre, pormuy alto que estuviese, por cuidadoso eindustrioso que fuera, pudiese haberadquirido un conocimiento tan detalladoen ese campo. Por otra parte, aunsuponiéndolo, nunca habría sido capazde fotografiarlo.

—Sí que era capaz —insistióLeamas, irritado de pronto— lo hacíafenomenalmente bien, y eso es todo.

—¿Y Cambridge Circus nunca ledijo que averiguara de él exactamentecuándo y cómo veía todo este material?

—No —cortó Leamas—; Riemeckera suspicaz en eso, y Londres secontentó con dejar marchar la cosa.

—Bueno, bueno —caviló Peters. Alcabo de un momento dijo—: Apropósito, ¿ha oído hablar de esa mujer?

—¿Qué mujer? —preguntó convivacidad Leamas.

—La amante de Karl Riemeck, laque se pasó a Berlín Oeste la noche quemataron a Riemeck.

—Bueno, ¿y qué?—La encontraron muerta hace una

semana. Asesinada. Le dispararon desdeun coche cuando salía de su piso.

—Era mi piso —dijo Leamasmaquinalmente.

—Quizá —sugirió Peters— ellasabía más que usted de la red de

Riemeck.—¿Qué demonios insinúa? —

preguntó Leamas.Peters se encogió de hombros.—Es todo muy raro —precisó—. No

sé quién pudo matarla.Cuando hubieron agotado el caso

Karl Riemeck, Leamas pasó a hablar deotros agentes menos espectaculares, yluego de los procedimientos de suoficina de Berlín, sus comunicaciones,su personal, sus ramificaciones secretas:pisos, transporte, equipo fotográfico ysonoro. Hablaron hasta altas horas de lanoche y durante todo el día siguiente, ycuando por fin Leamas se fue a la cama

tropezando, sabía que había traicionadotodo lo que conocía del espionaje aliadoen Berlín y que se había bebido dosbotellas de whisky en dos días.

Una cosa le desconcertaba: lainsistencia de Peters en que KarlRiemeck debió de haber tenido algunaayuda, un colaborador de alto nivel.Control le había hecho la mismapregunta, ahora lo recordaba; Controlhabía preguntado sobre los accesos deque disponía Riemeck. ¿Cómo podíanentonces estar tan seguros de que Karlno se las arregló solo? Había tenidoauxiliares, desde luego, como los que leprotegían junto al canal el día en que

Leamas se encontró con él. Pero eran depoca monta: Karl le había hablado deellos. Sin embargo, Peters —y Peters,después de todo, sabría con exactitud enqué pudo Karl meter las manos— senegó a creer que Karl se las habíaarreglado solo. En este punto, Peters yControl estaban evidentemente deacuerdo.

Tal vez fuese cierto. Quizá habíaalguien más. Acaso era ése el InterésEspecial a quien Control estaba tanempeñado en proteger de Mundt. Esosignificaría que Riemeck habíacolaborado con ese Interés Especial,proporcionando lo que los dos juntos

habían obtenido. Tal vez eso era de loque Control le había hablado a Karl, asolas, aquella noche, en el piso deLeamas en Berlín.

De cualquier modo, mañana severía. Mañana jugaría sus cartas.

Se preguntó quién habría matado aElvira. Y se preguntó «por qué» lahabrían matado. Desde luego, —ahíhabía un punto de apoyo, unaexplicación posible—, Elvira, porconocer la identidad del colaboradorespecial de Riemeck, había sidoasesinada por ese colaborador… No,eso era demasiado arriesgado. Pasabapor alto la dificultad de cruzar del Este

al Oeste: al fin y al cabo, Elvira habíasido asesinada en Berlín occidental.

Se preguntó por qué Control no ledijo que Elvira había sido asesinada.¿Para que pudiera reaccionardebidamente cuando Peters se lo dijera?Eran especulaciones inútiles. Controltendría sus motivos: solían ser tancondenadamente tortuosos que setardaba una semana en averiguarlos.

Al dormirse, murmuró:—Karl era un idiota; esa mujer le

hundió, estoy seguro.Ahora Elvira había muerto, y bien

que lo merecía. Se acordó de Liz.

IX. El segundo día

Peters llegó a las ocho a la mañanasiguiente, y, sin ninguna ceremonia, sesentaron a la mesa y empezaron.

—Así que volvió a Londres. ¿Quéhizo allí?

—Me pusieron en conserva.Comprendí que estaba liquidado cuandoaquel burro de Personal me recibió en elaeropuerto. Tuve que ir derecho aControl para informarle sobre Karl.Había muerto; ¿qué más quedaba pordecir?

—¿Qué hicieron con usted?

—Al principio me dijeron que podíaquedarme en Londres y esperar hastaque estuviera en condiciones para unapensión adecuada. Fueron tanasquerosamente escrupulosos con esoque me irrité: les dije que si tanto afántenían de echarme dinero encima, porqué no hacían lo más naturalmenteposible y me contaban todo el tiempo, envez de gruñir tanto sobre el serviciointerrumpido. Entonces, cuando les dijeeso, lo tomaron a mal. Me metieron en laSección Bancaria, con mujeres. De esono puedo recordar mucho… empecé aempinar el codo un poco. Pasé unatemporada bastante mala.

Encendió un cigarrillo. Petersasintió.

—Por eso me dieron la patada,realmente. No les gustó que bebiera.

—Dígame todo lo que recuerdesobre la Sección Bancaria —sugirióPeters.

—Era un montaje lamentable…Nunca me sentí hecho para un trabajoburocrático, ya lo sabía. Por eso meaferraba a Berlín. Sabía, cuando mellamaron, que me pondrían en conserva,pero ¡demonios…!

—¿Qué hacía usted?Leamas se encogió de hombros.—Sentarme sobre mi trasero, en el

mismo cuarto que un par de mujeres,Thursby y Larrett. Yo las llamabaThursday y Friday, Jueves y Viernes.

Sonrió de modo bastante estúpido.Peters miraba sin entender.

—No hacíamos más que removerpapel. Bajaba una carta de Finanzas:«Se autoriza un pago de setecientosdólares a Fulano con cargo a Zutano.Sírvanse realizarlo», ése era el meollode todo. Jueves y Viernes le daban unascuantas vueltas, lo archivaban, losellaban, y yo firmaba un cheque o hacíaque el Banco lo transfiriera.

—¿Qué Banco?—Blatt y Rodney, un pequeño Banco

muy distinguido en la City. EnCambridge Circus existe la teoría de quelos etonianos son discretos.

—En realidad, entonces, ¿ustedsabía los nombres de todos los agentesdel mundo?

—No exactamente. En eso consistíala astucia. Yo firmaba el cheque, ya ve,o la orden al Banco, pero dejábamos unespacio para el nombre del destinatario.La carta de cobertura, o lo que fuera,quedaba toda firmada, y entonces elexpediente volvía a los del DespachoEspecial.

—¿Quiénes son ésos?—Los que tienen todos los datos de

los agentes. Ellos ponían los nombres delos agentes y enviaban la orden.Condenadamente astuto, tengo quedecirlo.

Peters parecía decepcionado.—¿Quiere decir que no podía

enterarse de los nombres de los querecibían los pagos?

—Habitualmente, no.—Pero ¿de vez en cuando?—De vez en cuando andábamos muy

cerca del asunto. Todos los enredosentre Bancaria, Finanzas y el DespachoEspecial llevaban a escapes. Erademasiado complicado. Además,algunas veces nos metíamos en material

especial que nos iluminaba un poco lavida.

Leamas se levantó.—He hecho una lista —dijo— de

todos los pagos que puedo recordar.Está en mi cuarto. La voy a buscar.

Salió del cuarto, con los andaresmás bien arrastrados que había tomadodesde su llegada a Holanda. Cuandovolvió, llevaba en la mano un par dehojas de papel rayado arrancadas de unaagenda barata.

—Los apunté anoche —dijo—;pensé que eso nos ahorraría tiempo.

Peters cogió las notas y las leyódespacio y con cuidado. Parecía

impresionado.—Bien —dijo—, muy bien.—Además, lo que mejor recuerdo es

una cosa llamada Piedra Movediza.Hice un par de excursiones por ella. Unaa Copenhague y otra a Helsinki. Nadamás que meter dinero en Bancos.

—¿Cuánto?—Diez mil dólares en Copenhague,

cuarenta mil marcos en Helsinki.Peters dejó el lápiz.—¿Para quién? —preguntó.—Dios sabe. Manejábamos Piedra

Movediza con un sistema de cuentas endepósito. El Service me dio unpasaporte británico falso; fui al Banco

Real Escandinavo, en Copenhague, y alBanco Nacional de Finlandia, enHelsinki deposité el dinero y saqué untalonario de cuenta indistinta: para mí,con mi nombre falso, y para alguien más;el agente, supongo, con su nombre falso.Yo di a los Bancos una muestra de lafirma del otro titular, que había recibidode la Oficina de Jefatura. Después ledaban al agente el talonario y unpasaporte falso que enseñaba en elBanco cuando sacaba el dinero. Loúnico que sabía yo era su nombre falso.

Todo aquello le sonabaridículamente inverosímil al oírsehablar a sí mismo.

—¿Era corriente ese procedimiento?—No. Era un pago especial. Eso

tenía una lista de acceso limitado.—¿Qué es eso?—Tenía un nombre convencional

que muy pocos conocían.—¿Cuál era ese nombre?—Ya se lo dije: Piedra Movediza.

La operación cubría pagos no regularesde diez mil dólares en diferentes divisasy distintas capitales.

—¿Siempre en capitales?—Que yo sepa, sí. Recuerdo haber

leído en la ficha que había habido otrospagos de Piedra Movediza antes de queyo entrara en la Sección, pero en esos

casos la Sección Bancaria se loencargaba al delegado local.

—Esos otros pagos que tuvieronlugar antes de que llegara usted, ¿dóndese hicieron?

—Uno en Oslo. No puedo recordardónde fue el otro.

—¿El nombre falso del agente erasiempre el mismo?

—No. Ésa era otra precauciónadicional de seguridad. Después oídecir que habíamos copiado toda esatécnica de los rusos. Era elprocedimiento de pago más complicadoque encontré. Del mismo modo, yousaba un nombre falso diferente, y, por

supuesto, un pasaporte distinto en cadaviaje.

—Eso debía gustarle; ayudarle allenar los huecos.

»Esos pasaportes falsos que lesdaban a los agentes para que pudieransacar el dinero, ¿sabía usted algo sobreellos, cómo se hacían y cómo seentregaban?

—No. Ah, salvo que tenían que tenervisados para el país donde estabadepositado el dinero. Y sellos deentrada en el país.

—¿Sellos de entrada?—Sí. Yo supuse que los pasaportes

no se usaban nunca en la frontera, sino

que solamente se presentaban en elBanco para la identificación. El agentedebía de haber viajado con su propiopasaporte, entrando de modo totalmentelegal en el país donde estaba situado elBanco, y después usaba el pasaporte enel Banco. Esa era mi hipótesis.

—¿Sabe usted algún motivo por elque los pagos anteriores se hicieran pormedio de los delegados, y los pagosposteriores por alguien que viajaradesde Londres?

—Sé el motivo. Pregunté a lasmujeres de la Sección Bancaria, Juevesy Viernes. Control estaba muypreocupado…

—¿Control? ¿Quiere decir que elpropio Control manejaba el asunto?

—Sí, lo llevaba él. Temía que aldelegado le pudieran reconocer en elBanco, de modo que usó un cartero: yo.

—¿Cuándo hizo esos viajes?—A Copenhague, el quince de junio.

Volví en avión esa misma noche… AHelsinki, a fines de setiembre. Me quedéallí dos noches, y volví en avión haciael veintiocho. Me divertí un poco enHelsinki.

Sonrió, pero Peters no se fijó.—¿Y los otros pagos, cuándo se

hicieron?—No puedo recordarlo. Lo siento.

—¿Pero uno fue con seguridad enOslo?

—Sí, en Oslo.—¿Cuánto tiempo hubo entre los dos

primeros pagos, los pagos hechos porlos delegados?

—No sé. No mucho, creo. Quizá unmes. Tal vez un poco más.

—¿Tuvo la impresión de que elagente llevaba algún tiempo actuandoantes de que se hiciera el primer pago?¿Lo indicaba el expediente?

—Ni idea. El expediente señalabasólo los pagos efectivos. Primer pago, aprincipios del cincuenta y nueve. Nohabía más datos en él. Ése es el

principio que se aplica cuando se tieneuna referencia limitada. Los diversosexpedientes se refieren a diferentesaspectos de un solo caso. Sólo quientenga el expediente general podráreunirlo todo.

Peters escribía ahora continuamente.Leamas supuso que habría unmagnetófono escondido en alguna partedel cuarto, pero la trascripción sucesivarequeriría tiempo. Lo que Peters anotabaahora proporcionaría lo esencial para eltelegrama de aquella tarde a Moscú,mientras en la Embajada soviética de LaHaya las chicas pasarían toda la nochetelegrafiando la trascripción verbal,

relevándose en sus horarios.—Dígame —dijo Peters—. Ésas son

grandes cantidades de dinero. Losprocedimientos para pagarlas eran muycomplicados y muy caros. ¿Qué pensabausted?

Leamas se encogió de hombros.—¿Qué podía pensar yo? Pensaba

que Control debía de tener alguna fuentefenomenal, pero nunca vi el material, asíque no sé. No me gustaba el modo dehacerlo: era demasiado potente,demasiado complicado, demasiadoastuto. ¿Por qué no se encontrabansimplemente con él y le daban el dineroal contado? ¿Realmente le dejaban

cruzar fronteras con su propiopasaporte, llevando otro falso en elbolsillo? Lo dudo —dijo Leamas.

Ya era hora de nublar el asunto, deecharle a perseguir una liebre.

—¿Qué quiere decir?—Quiero decir que, por lo que yo

sé, el dinero nunca se retiraba delBanco. Suponiendo que fuera un agentede elevada posición detrás del Telón, eldinero estaría en depósito para élcuando pudiera alcanzarlo. Eso es loque imaginé, por lo menos. No pensabagran cosa sobre ello. ¿Por qué habría depensar? Forma parte de nuestro trabajoconocer sólo una parte del conjunto

entero. Usted lo sabe. Si uno es curioso,Dios le proteja.

—Si el dinero no se cobraba, comosugiere usted, ¿por qué toda esa molestiacon los pasaportes?

—Cuando yo estaba en Berlín,hicimos un arreglo para Karl Riemeckpor si alguna vez necesitaba escaparse yno podía encontrarnos. Le guardábamosun pasaporte falso de AlemaniaOccidental en una dirección deDüsseldorf. En cualquier momento lopodía recoger siguiendo unprocedimiento previamente establecido.No caducaba nunca: la Sección especialde Viajes renovaba el pasaporte y los

visados conforme caducaban. No sé…es sólo una suposición.

—¿Cómo sabe usted con seguridadque se extendían los pasaportes?

—Había notas sobre la ficha entre laSección Bancaria y la Sección especialde Viajes. Viajes es la Sección quepreparaba documentos de identidad yvisados falsos.

—Ya entiendo. —Peters pensó unmomento y luego preguntó—: ¿Quénombres usó usted en Copenhague yHelsinki?

—Robert Lang, ingenieroelectricista, de Derby. Eso fue enCopenhague.

—Dígame con exactitud cuándoestuvo en Copenhague.

—Ya se lo dije, el quince de junio.Llegué por la mañana a eso de las oncey media.

—¿Qué Banco usó?—Caramba, Peters —dijo Leamas

súbitamente irritado—, el RealEscandinavo. Ya lo tiene apuntado.

—Sólo quería estar seguro —contestó el otro con calma, y siguióescribiendo—. Y para Helsinki, ¿quénombre?

—Stephen Bennett, ingeniero navalde Plymouth. Estuve allí —añadió entono sarcástico— a fines de setiembre.

—¿Fue al Banco el día que llegó?—Sí. Era el veinticuatro, o el

veinticinco, no puedo estar seguro, comoya le dije.

—¿Llevaba usted mismo el dinerodesde Inglaterra?

—Por supuesto que no.Simplemente, lo transferíamos en cadacaso a la cuenta del delegado. Eldelegado lo sacaba, me recibía en elaeropuerto con el dinero en una cartera yyo lo llevaba al Banco.

—¿Quién es el delegado enCopenhague?

—Peter Jensen, un vendedor de lalibrería de la Universidad.

—¿Y cuáles eran los nombres quehabían de usar los agentes?

—Horst Karlsdorf, en Copenhague.Creo que era eso, sí, sí que era, lorecuerdo: Karlsdorf. Yo me empeñabaen decir Karlshorst.

—¿Datos?—Director de empresa, de

Klagenfurt, Austria.—¿Y el otro? ¿El nombre del de

Helsinki?—Fechtmann, Adolf Fechtmann, de

Saint Gall, Suiza. Tenía un título… sí,eso es: doctor Fechtmann, archivero.

—Ya veo; los dos de lenguaalemana.

—Sí, ya me fijé en eso. Pero nopodía ser un alemán.

—¿Por qué no?—Yo había sido jefe de la

organización de Berlín, ¿no? Habríaestado metido en ello. Un agente de altonivel en Alemania Oriental tendría queser dirigido desde Berlín. Yo lo habríaconocido.

Leamas se levantó, se acercó alaparador y se sirvió whisky. No sepreocupó de Peters.

—Dijo usted que había precaucionesespeciales, procedimientos especialesen este caso. Acaso ellos pensaban queno hacía falta que usted estuviera

enterado.—No sea idiota —replicó

terminantemente Leamas—, por supuestoque lo habría sabido.

Ése era el punto a que se tenía queaferrar, por las buenas o por las malas;les haría sentir que ellos estaban mejorinformados, daría credibilidad al restode su información. «Querrán hacerdeducciones “a pesar” de usted —habíadicho Control—. Debemos darles elmaterial y permanecer escépticosrespecto a sus conclusiones. Confiar ensu inteligencia y en su presunción, en sussospechas mutuas… eso es lo quedebemos hacer.»

Peters asintió como si confirmarauna verdad melancólica.

—Es usted un hombre muyorgulloso, Leamas —señaló una vezmás.

Peters se marchó poco después. Sedespidió de Leamas y se fue andandopor la carretera que bordeaba el mar.Era hora de almorzar.

X. El tercer día

Peters no apareció esa tarde, ni a lamañana siguiente. Leamas se quedó en lacama, esperando, con irritacióncreciente, algún recado, pero no llegóninguno. Preguntó al ama de la casa,pero ella se limitó a sonreír y a encogersus pesados hombros. A eso de las oncey media de la mañana, decidió salir apasear por la orilla del mar, compróunos cigarrillos y se quedó mirandoabsorto al mar.

Había una muchacha, de pie en laplaya, echando pan a las gaviotas. Le

daba la espalda. El viento marino jugabacon su largo pelo negro y tiraba de suabrigo, convirtiendo su cuerpo en unarco tenso hacia el mar. Supo entoncesqué era lo que le había dado Liz: lo quetendría que volver a encontrar siregresaba alguna vez a Inglaterra: era elpreocuparse de las cosas pequeñas, la feen la vida corriente, la sencillez que lehace a uno partir un pedazo de pan enuna bolsa de papel, bajar a la playa yechárselo a las gaviotas. Era ese respetopor lo sencillo que nunca le habíanpermitido tener: fuera pan para lasgaviotas o fuera amor, fuera lo quefuera, volvería para encontrarlo; haría

que Liz se lo encontrara. Una semana,dos semanas quizá, y estaría de vuelta.Control había dicho que se podía quedarcon lo que le pagaran, y ya seríabastante. Con quince mil libras, unagratificación y una pensión deCambridge Circus, uno puede permitirse—como decía Control— retirarse delfrío.

Dio un rodeo y volvió a la casa a lasdoce menos cuarto. La mujer le hizoentrar sin decir una palabra, perocuando volvió al cuarto de atrás, la oyódescolgar el teléfono y marcar unnúmero. Sólo habló unos segundos A lasdoce y media le trajo el almuerzo y, para

su complacencia, unos periódicosingleses, que leyó satisfecho, hasta lastres. Leamas, que normalmente no leíanada, leía los periódicos despacio yconcentrándose. Aprendía detalles,como los nombres y direcciones de lagente que aparecían en las pequeñasnoticias. Lo hacía casiinconscientemente, como una especie deejercicio de mnemotécnica personal, quele absorbía por entero.

A las tres llegó Peters, y tan prontocomo le vio Leamas, comprendió quepasaba algo. No se sentaron a la mesa:Peters no se quitó el impermeable.

—Traigo malas noticias para usted

—dijo—; le buscan en Inglaterra. Lo hesabido esta mañana. Vigilan los puertos.

Leamas respondió impasible.—¿Bajo qué acusación?—Oficialmente, por no presentarse

en una comisaría pasado el intervaloreglamentario después de salir de lacárcel.

—¿Y en realidad?—Corre el rumor de que se le busca

por algún delito contra la ley deSecretos Oficiales. Viene su fotografíaen todos los periódicos de la tarde deLondres. Los pies de foto son muyambiguos.

Leamas permanecía muy tranquilo.

Había sido Control. Control había hechocircular el rumor. No había otraexplicación. Aunque hubieran agarradoa Ashe o Kiever, aunque hubieranhablado… incluso entonces, laresponsabilidad del rumor seguía siendode Control. «Un par de semanas —habíadicho—; supongo que le llevarán aalgún sitio para el interrogatorio, tal vezal extranjero. Sin embargo, en un par desemanas debería estar en paz. Luego, lacosa marchará por sí sola. Tendrá queagazaparse por aquí mientras la reacciónllega a su término por sí misma. Pero nole importará, estoy seguro. He decididoconservarle con subsidio de operaciones

hasta que eliminen a Mundt.» Estoparecía lo más decente.

Y ahora esto. Esto no formaba partedel acuerdo; esto era diferente. ¿Quédemonios tenía que hacer? Siabandonaba ahora, si rehusaba seguiradelante con Peters, arruinaba laoperación. No era imposible que Petersmintiera, que ésta fuera la prueba; unarazón más para que él estuviera deacuerdo en marchar. Pero si iba, siaccedía a ir al Este, a Polonia, aChecoslovaquia, a Dios sabe dónde, nohabía ninguna buena razón para que ledejaran escapar nunca; y tampocoresultaba razonable que él mismo

quisiera escaparse, puesto queoficialmente era un hombre perseguidoen Occidente.

Control era el causante; estabaseguro. Las condiciones habían sidodemasiado generosas; lo había notadodurante todo el tiempo. No tiraban eldinero por ahí de esa manera por nada, ano ser que pensaran que le podíanperder a uno. Un dinero así era unconsuelo para los posibles peligros eincomodidades que Control no queríareconocer francamente. Una tal cantidadde dinero era una señal de aviso;Leamas no había hecho caso de esaseñal.

—Pero ¿cómo diablos —preguntósosegadamente— han podido llegar aeso? —Un pensamiento pareció cruzarpor su ánimo, y dijo—: Su amigo Asheha podido contárselo, desde luego, oKiever…

—Es posible —contestó Peters—.Usted sabe igual que yo que tales cosasson siempre posibles. No hayseguridades en nuestro trabajo. El hechoes —añadió con algo parecido a laimpaciencia— que a estas horas entodos los países de Europa Occidentalle estarán buscando.

Leamas parecía no haber oído lo quedecía Peters.

—Ahora me tiene en el anzuelo…,¿eh, Peters? —dijo—. Su gente se debeestar muriendo de risa. ¿O han hecho ladenuncia ellos mismos?

—Exagera usted su propiaimportancia —dijo Peters, agriamente.

—Entonces, ¿por qué me hanseguido, dígame? Salí a dar un paseoesta mañana. Dos hombrecitos de trajeoscuro, uno a veinte metros detrás delotro, me siguieron a lo largo de la orilladel mar. Cuando volví, la dueña de lacasa le telefoneó.

—Atengámonos a lo que sabemos —sugirió Peters—. Cómo las autoridadesde su país han averiguado lo suyo, no

nos importa excesivamente en estemomento. El hecho es que lo saben.

—¿Ha traído usted consigo losperiódicos de la tarde de Londres?

—Por supuesto que no. Aquí no seencuentran. Hemos recibido untelegrama de Londres.

—Eso es mentira. Usted sabeperfectamente que a su tinglado sólo sele permite comunicar con el Centro.

—En este caso, se ha permitido unaconexión directa entre dos puntosperiféricos —replicó colérico Peters.

—Bueno, bueno —dijo Leamas, conuna sonrisa torcida—, debe ser ustedrealmente un pez gordo. O —pareció

ocurrírsele una idea—, ¿no andarámetido en esto el Centro?

Peters hizo caso omiso de lapregunta.

—Ya sabe la alternativa. O nos dejaque cuidemos de usted, prometiéndonosprepararle un paso seguro, o se abrecamino por sí mismo, con la seguridadde ser capturado al final. No tienedocumentos falsos, ni dinero, ni nada. Supasaporte británico habrá caducadodentro de diez días.

—Hay una tercera posibilidad.Deme un pasaporte suizo y algo dedinero, y déjeme correr. Yo puedocuidar de mí mismo.

—Me temo que eso no seríadeseable.

—Quiere decir que no ha terminadoel interrogatorio. ¿Y hasta que termineno se me puede dejar en circulación?

—Más o menos, ése es el caso.—Cuando haya acabado el

interrogatorio, ¿qué harán conmigo?Peters se encogió de hombros.—¿Qué insinúa usted?—Una nueva identidad. Pasaporte

escandinavo, tal vez. Dinero.—Es muy académico —contestó

Peters—, pero se lo sugeriré a missuperiores. ¿Viene usted conmigo?

Leamas vaciló, luego sonrió con un

poco de incertidumbre, y preguntó:—Si no voy, ¿qué hará usted?

Después de todo, tengo una historia quecontar, ¿no?

—Las historias de este tipo sondifíciles de poner en claro. Yo me voyesta noche. Ashe y Kiever… —seencogió de hombros—, ¿qué suman entotal?

Leamas se acercó a la ventana. Unatormenta se estaba formando sobre elgrisáceo mar del Norte. Miró lasgaviotas dando vueltas ante las oscurasnubes. La muchacha se había ido.

—Muy bien —dijo por fin—.Arréglelo.

—No hay avión al Este hastamañana. Hay un vuelo para Berlíndentro de una hora. Tomaremos ése.Tenemos el tiempo muy justo.

El papel pasivo de Leamas duranteaquella tarde le permitió, una vez más,admirar la eficacia sin adornos de lospreparativos de Peters. El pasaportedebía de estar confeccionado hacíatiempo: el Centro debía de haberseocupado de ello. Estaba extendido anombre de Alexander Thwaite, agentede viajes, y lleno de visados y sellos decontrol de aduana; el viejo y manoseado

pasaporte del viajero profesional. En elaeropuerto, el guardia fronterizoholandés no hizo más que asentir con lacabeza y sellarlo por pura rutina. Petersestaba tres o cuatro puestos más atrásque él en la cola y no se interesó por lostrámites.

Al entrar en el recinto «Sólopasajeros», Leamas vio un quiosco delibros. Se exhibía una seleccióninternacional de periódicos: Le Figaro,Le Monde, Neue Zürcher Zeitung, DieWelt, y media docena de diarios ysemanarios ingleses. Mientras él miraba,la muchacha se acercó a la partedelantera del quiosco y metió en la

alambrera un Evening Standard. Leamascruzó apresuradamente hacia el puesto ysacó el periódico de la alambrera.

—¿Cuánto? —preguntó.Al meter la mano en el bolsillo, se

dio cuenta de repente de que no llevabamoneda holandesa.

—Treinta centavos —contestó lamuchacha. Era bastante bonita, morena ygraciosa.

—Sólo tengo dos chelines ingleses,hacen un «guilder». ¿Los acepta?

—Sí, cómo no —contestó ella, yLeamas le dio el florín.

Volvió la mirada; Peters seguía en laoficina de pasaportes, de espaldas a

Leamas. Sin vacilación, se fue derechoal retrete. Allí miró rápidamente, perocon atención todas las páginas, luegotiró el periódico al cesto dedesperdicios y volvió a salir. Eraverdad; allí estaba su fotografía con laambigua frasecita debajo. Se preguntó silo habría visto Liz. Salió pensativo a lasala de espera. Diez minutos despuéssubieron al avión para Hamburgo yBerlín. Por primera vez desde que todohabía empezado, Leamas estabaasustado.

XI. Amigos de Alec

Los hombres fueron a ver a Lizaquella misma tarde.

El cuarto de Liz Gold estaba en elextremo norte de Bayswater. Tenía doscamas individuales, y una estufa de gas,bastante bonita, de color gris carbón,que lanzaba un moderno silbido en vezdel burbujeo pasado de moda. A veces,ella la miraba cuando Leamas estabaallí, mientras la estufa de gas daba laúnica luz al cuarto. Él se tendía en lacama, en la de ella; la más alejada de lapuerta, y Liz se sentaba a su lado y le

besaba, o miraba la estufa de gas,apretando la cara contra la de Leamas.Ahora le daba miedo pensar demasiadoen él, porque entonces se olvidaba decómo era, de modo que sólo permitía asu mente pensar en él durante brevesmomentos, como recorriendo con losojos un vago horizonte, y luego seacordaba de alguna cosa sin importanciaque él había dicho o hecho, del modocomo la había mirado, o, más a menudo,cómo no le había hecho caso. Eso era loterrible, cuando su imaginación sedetenía en ello: no tenía nada con quérecordarle, ni una fotografía, ni unobjeto, nada. Ni siquiera una amistad en

común; sólo la señorita Crail en laBiblioteca, cuyo odio contra él habíaquedado satisfecho con su partidaespectacular.

Liz había ido una vez por casa deLeamas a ver al dueño. No sabía enabsoluto por qué lo hacía, pero reuniótodo su valor y fue. El dueño estuvo muyamable hablando de Alec; el señorLeamas había pagado puntualmente sualquiler como un caballero; luego habíaquedado pendiente una semana, o dos,pero se había presentado un amigo delseñor Leamas que pagó tododecentemente, sin reclamaciones ninada. Siempre lo había dicho del señor

Leamas, y siempre lo diría, que era unverdadero caballero. En fin, no habíaido a una public-school, no sería nadaempingorotado, pero sí un caballero deveras. De vez en cuando le gustabaenfurruñarse un poco, y, desde luego,bebía un poco más de lo que leconvenía, aunque nunca se portaba comoun borracho cuando llegaba a casa. Peroaquel imbécil que se presentó, un tipejomuy gracioso y tímido, con gafas, dijoque el señor Leamas había encargadomuy especialmente, muy especialmente,que se arreglara el alquiler que se ledebía. Y si eso no era de caballeros, yel dueño sabría qué cosa lo era, que el

diablo se lo llevara. Dios sabe de dóndesacaba el dinero, pero ese señor Leamasera un tipo muy serio, segurísimo. AFord el tendero le hizo solamente lo quemuchos tenían ganas de hacerle desde laguerra. ¿El cuarto? Sí, el cuarto lo habíatomado un caballero llegado de Corea,dos días después que se llevaron alseñor Leamas.

Probablemente por eso Liz siguiótrabajando en la Biblioteca; porque allí,por lo menos, él seguía existiendo; lasescalerillas, los estantes, los libros, elfichero, eran cosas que él habíaconocido y tocado, y algún día podríavolver a ellas. Había dicho que jamás

volvería, pero ella no lo creía. Eracomo decir que uno jamás iba a estarmejor, creer una cosa como ésa. Laseñorita Crail pensaba que volvería:descubrió que le debía algún dinero —salarios pagados de menos— y leenfurecía que su monstruo hubiera sidotan poco monstruoso como para nocobrarlo.

Desde que se marchó Leamas, Liznunca dejó de hacerse la mismapregunta: ¿por qué había pegado alseñor Ford? Sabía que su carácter eraterrible, pero aquello fue diferente.Había pensado hacerlo desde elcomienzo, tan pronto como se libró de

su fiebre. ¿Por qué, si no, se despidió deella la noche anterior? Él sabía que aldía siguiente pegaría al señor Ford. Lizrehusaba aceptar la única otraalternativa posible; que, cansado deella, se había despedido, y al díasiguiente, todavía bajo la tensiónemotiva de su separación, perdió eldominio con el señor Ford y le habíapegado. Ella sabía, lo supo siempre, queallí había algo que Alec tenía que hacer.Incluso se lo hubiera dicho él mismo.Qué era ello, Liz no podía más quesuponerlo.

Al principio, pensó que había tenidouna riña con el señor Ford, por algún

odio contraído desde hacía años. Algoen relación con una chica, o quizá con lafamilia de Alec. Pero no había más quemirar al señor Ford, y eso parecíaridículo. Era el arquetipo del pequeñoburgués, cauto, complaciente, vil. Y detodos modos, aunque Alec tuviera unavenganza pendiente contra el señorFord, ¿por qué había ido a la tienda, unsábado, en medio de la aglomeración delas compras para el fin de semana,cuando todos podían verle?

Hablaron de ello en la reunión de susección del Partido. George Hanby, eltesorero de la sección, pasabaefectivamente ante la tienda de Ford

cuando ocurrió; no había visto muchopor la gente, pero habló con un imbécilque lo había visto todo. Hanby quedó tanimpresionado que telefoneó al DailyWorker, y habían enviado un periodistaal juicio: por eso el Worker le dedicó unreportaje en la página central como algonatural. Era un mero caso de protesta, derepentina conciencia social y de odiocontra la clase de los jefes, como decíae l Worker. Aquel idiota con el quehabló Hanby (no era más que un tipejocorriente, con gafas, tipo empleado) dijoque había sido muy repentino —espontáneo, quería decir—, y paraHanby eso demostraba una vez más qué

inflamable era el tejido del sistemacapitalista. Liz se había quedado muycallada mientras hablaba con Hanby:ninguno de ellos, desde luego, sabíanada acerca de lo de ella y Leamas. Enaquel momento se dio cuenta de queodiaba a George Hanby: era unhombrecillo pomposo, de ánimodesagradable, que siempre le estabahaciendo muecas y tratando de tocarla.

Entonces llegaron de visita loshombres.

Ella pensó que eran un pocodemasiado elegantes para ser policías;venían en un pequeño coche negro conantena. Uno era bajo y más bien

regordete. Llevaba gafas y vestía demodo extraño y caro; era un hombrecitobondadoso y preocupado, y Liz se fió deél sin saber por qué. El otro era mássuave, pero sin ser untuoso: con ciertoaire de muchacho, aunque ella supusoque no tendría menos de cuarenta años.Dijeron que venían de la SecciónEspecial, y mostraron sus carnetsprotegidos con fundas de celofán. Elgordo era quien hablaba casi siempre.

—Creo que usted tenía amistad conAlec Leamas —empezó.

Ella se disponía a enfurecerse, peroel hombre gordo lo tomaba tan en serioque le pareció que iba a cometer una

estupidez.—Sí —dijo Liz—. ¿Cómo lo sabían

ustedes?—Lo averiguamos por casualidad el

otro día. Cuando uno va… a la cárcel,tiene que decir quién es su pariente máscercano. Leamas dijo que no tenía anadie. En realidad, eso era mentira. Lepreguntaron a quién tenían que informarsi le ocurría algo en la cárcel. Dijo quea usted.

—Ya entiendo.—¿Tenía amistad con él alguien más

que usted conozca?—No.—¿Fue usted al juicio?

—No.—¿No la han visitado periodistas,

acreedores, nadie en absoluto?—No, ya se lo he dicho. Nadie más

lo sabía. Ni mis padres siquiera, nadie.Trabajábamos juntos en la Biblioteca,desde luego, la Biblioteca deInvestigaciones Psicológicas, pero sólolo podría saber la señorita Crail, labibliotecaria. No creo que se leocurriera que hubiese nada entrenosotros. Es muy extraña —añadió Lizcon sencillez.

El hombrecito la escudriñó muyatentamente durante un momento, y luegopreguntó:

—¿Le sorprendió que Leamaspegara al señor Ford?

—Sí, claro.—¿Por qué pensó usted que lo hizo?—No sé. Porque Ford no le quería

fiar, supongo. Pero creo que siemprehabía pensado hacerlo.

Se preguntó si estaría diciendodemasiado, pero tenía ganas de hablarcon alguien de ello, estaba muy sola y noparecía haber nada malo en eso.

—Pero esa noche, la noche antes deque ocurriera, hablamos juntos.Habíamos cenado, una cena especial;Alec dijo que debíamos hacerlo y yosabía que era nuestra última noche.

Había traído de no sé dónde una botellade vino tinto; a mí no me gustaba mucho,y Alec se bebió la mayor parte. Y luegole pregunté: «¿Es la despedida?», sitodo se había acabado…

—¿Él qué dijo?—Dijo que tenía que hacer un

trabajo. Yo no lo entendí bien todo, deveras.

Se produjo un largo silencio y elhombrecillo parecía más preocupadoque nunca. Por fin le preguntó:

—¿Lo cree usted?—No sé.De repente sintió terror por Alec, sin

saber por qué. El hombre preguntó:

—Leamas tiene dos hijos de sumatrimonio: ¿se lo había dicho? —Lizno dijo nada—. A pesar de eso, dio sunombre como parienta más cercana.¿Por qué cree que lo hizo?

El hombrecillo parecía cohibido porsu propia pregunta. Se miraba las manosgordinflonas, apretadas en el regazo. Lizenrojeció.

—Yo estaba enamorada de él —contestó.

—¿Estaba él enamorado de usted?—Quizá. No lo sé.—¿Sigue usted enamorada de él?—Sí.—¿Dijo alguna vez que volvería? —

preguntó el más joven.—No.—Pero ¿se despidió de usted? —

preguntó el otro rápidamente.—¿Se despidió de usted? —el

hombrecillo repitió la preguntadespacio, bondadosamente—. Leprometo que ya no le puede ocurrir nadamás a él. Pero queremos ayudarle, y siusted tiene alguna idea de por qué pegóa Ford, si tiene la más leve idea de algoque hubiera dicho, aunque fueracasualmente, o algo que hiciera,entonces díganoslo, por el bien de Alec.

Liz movió la cabeza.—Por favor, váyanse —dijo—; por

favor, no hagan más preguntas. Porfavor, váyanse ya.

Al llegar a la puerta, el de más edadvaciló, luego sacó una tarjeta de lacartera y la dejó en la mesa, con viveza,como si fuera a hacer ruido. Liz pensóque era un hombrecito muy tímido.

—Si alguna vez necesita ayuda…, siocurre alguna vez algo a propósito deLeamas, o…, llámeme por teléfono —dijo—. ¿Entiende?

—¿Quién es usted?—Soy un amigo de Alec Leamas —

vaciló—. Otra cosa —añadió—, unaúltima pregunta. ¿Sabía Alec que ustedera…, sabía Alec lo del Partido?

—Sí —contestó ella,desesperadamente—. Se lo dije yo.

—¿Y el Partido sabe lo de usted yAlec?

—Ya les dije: nadie lo sabía. —Luego, con la cara pálida, gritó derepente—: ¿Dónde está…? Díganmedónde está. ¿Por qué no me quierendecir dónde está? Yo le puedo ayudar,¿no ven? Yo le cuidaré…, aunque sehaya vuelto loco, no me importa, les juroque no… Le escribí cuando estaba en lacárcel: no debía haberlo hecho, ya lo sé.No le decía otra cosa sino que podíavolver en cualquier momento. Quesiempre le esperaría…

No pudo hablar más; no hizo másque sollozar y sollozar, quieta allí, enmedio del cuarto, con el rostro sofocadohundido entre sus manos, mientras elhombrecillo la observaba.

—Se ha ido al extranjero —dijoamablemente—. No sabemos bien dóndeestá. No está loco, pero no debíahaberle dicho todo eso. Fue una lástima.

El más joven dijo:—Ya nos preocuparemos por usted,

en cuanto al dinero y esa clase de cosas.—¿Quiénes son ustedes? —volvió a

preguntar Liz.—Amigos de Alec —repitió el más

joven—; buenos amigos.

Les oyó bajar con calma por lasescaleras, hasta la calle. Desde suventana les vio meterse en su pequeñocoche negro y ponerse en marcha haciael parque.

Luego recordó la tarjeta. Se acercó ala mesa, la recogió y la puso frente a laluz. Era cara, pensó, más de lo que sepodía permitir un policía. En relieve.Sin titulo delante del nombre, sincomisaría ni nada. Sólo el nombre…, ¿yquién ha oído hablar nunca de un policíaque viva en Chelsea?

«George Smiley. 9 Bywater Street,Chelsea.» Y el número del teléfonodebajo.

Era muy raro.

XII. En el este

Leamas se desabrochó el cinturóndel asiento.

Se dice que los condenados a muertepasan por momentos repentinos dejúbilo; como si, igual que las mariposasen el fuego, su destrucción coincidieracon el alcance de sus deseos. Al seguirderecho su decisión, Leamas notó unasensación semejante: un alivio, brevepero consolador, le sostuvo durantealgún tiempo. Le sucedieron el miedo yel hambre.

Leamas se iba haciendo más lento.

Tenía razón Control.Lo había advertido durante el caso

Riemeck, a principios del año pasado.Karl había mandado un mensaje: teníaalgo especial para él y hacía una de susraras visitas a Alemania Oriental, algunaconferencia legal en Karlsruhe. Leamasse las había arreglado para lograr unbillete de avión para Colonia, y habíacogido un coche en el aeropuerto. Eratodavía muy pronto, y esperaba noencontrar la mayor parte del tráfico en laautopista a Karlsruhe, pero los pesadoscamiones ya estaban en marcha.Recorrió setenta kilómetros en mediahora, entretejiéndose entre la

circulación, arriesgándose para ganartiempo, cuando un coche pequeño,probablemente un «Fiat», se abrió pasoa la pista interior, a unos cuarentametros por delante de él. Leamas pisófuerte el freno, encendiendo los faros ytocando el claxon, y, por misericordiade Dios, lo evitó, lo evitó por unafracción de segundo. Al adelantar elcoche vio con el rabillo del ojo cuatroniños en la parte de atrás, riendo yagitando la mano, y la cara estúpida yasustada de su padre en el volante.Siguió adelante, maldiciendo, y derepente ocurrió: de pronto, las manos letemblaron febrilmente, la cara le ardía,

el corazón le palpitaba locamente. Selas arregló para apartarse de la autopistaa un desvío, salió revolviéndose delcoche, y se quedó respirandopesadamente y mirando pasmado elviolento torrente de los gigantescoscamiones. Tuvo una visión con su cocheaprisionado entre ellos, aplastado ydestrozado, hasta no quedar nada, nadamás que el frenético gruñido de loscláxones, y las luces azulescentelleando, y los cuerpos de los niños,despedazados como aquellos refugiadosque mataron en la carretera entre lasdunas.

Condujo lentamente el resto del

camino y llegó tarde a la cita con Karl.Nunca volvió a conducir sin que

algún rincón de su memoria evocase losniños despeinados que le saludaban conla mano desde el asiento de atrás de esecoche, y su padre agarrado al volantecomo un labrador a la mancera delarado.

Control lo llamaría fiebre.Estaba sentado, aturdido, en su

asiento sobre el ala. A su lado había unaamericana que llevaba zapatos de tacónalto enfundados en plástico. Tuvo unaidea momentánea de pasarle una notapara los de Berlín, pero enseguida ladescartó. Ella pensaría que estaba

queriendo conquistarla, y Peters lovería. Además, ¿de qué serviría?Control sabía lo que había pasado:Control había hecho que pasara. Nohabía nada que decir.

Se preguntó qué sería de él. Controlno había hablado de eso, sino sólo de latécnica.

«No se lo dé todo de una vez, hagaque trabajen para obtenerlo.Confúndales con detalles, deje cosaspendientes, vuelva atrás sobre suspasos. Póngase testarudo, maldiciente,difícil. Beba como una esponja; no semeta con la ideología, no se fiarán deeso. Quieren tratar con un hombre que

han comprado; quieren el entrechocar delos contrarios, Alec, no un convertidovergonzante. Sobre todo, ellos quierendeducir. El terreno está preparado: lohicimos hace mucho tiempo, cositas,claves difíciles. Usted es la última fasede la caza del tesoro.»

Había tenido que acceder a hacerlo:no se puede uno retirar de la gran luchacuando le han dejado resueltos todos lospreliminares de la pelea.

«Una cosa puedo asegurarle: quevale la pena. Vale la pena para nuestrointerés especial, Alec. Consérvese vivoy habremos logrado una gran victoria.»

No se creía capaz de aguantar la

tortura. Recordaba un libro de Koestleren que el viejo revolucionario se habíapreparado para la tortura sosteniendocerillas encendidas contra los dedos. Nohabía leído mucho, pero eso sí lo leyó ylo recordaba.

Casi había oscurecido cuandoaterrizaron en Tempelhof. Leamasobservó cómo las luces de Berlín subíana su encuentro, sintió el porrazo delavión al tocar tierra, y vio a losfuncionarios de la Aduana y depasaportes que se adelantaban en lamedia luz.

Por un momento, a Leamas lepreocupó que algún conocido de antes,

por casualidad, le viera en elaeropuerto. Al avanzar, al lado dePeters, por los interminables corredoresa través del inevitable control de laAduana y de pasaportes, sin que ningunacara conocida se volviera a saludarle,se dio cuenta de que su preocupaciónhabía sido en realidad una esperanza;esperanza de que, sin saber cómo, sutácita decisión de seguir adelante fuerarevocada por las circunstancias.

Le interesó que Peters ya no sepreocupara de fingir que él no era cosasuya: era como si Peters consideraraBerlín occidental como terreno seguro,donde la vigilancia y la seguridad

podían relajarse, un mero punto técnicoen su etapa hacia el Este.

Andaban a través de la gran sala derecepción hacia la puerta principal,cuando de repente Peters pareciócambiar de idea; cambió de direcciónbruscamente y llevó a Leamas a unapequeña entrada lateral que daba a unaparcamiento con parada de taxis. AllíPeters vaciló un segundo, parándosebajo la luz de la puerta, luego dejó lamaleta en el suelo, a su lado, sacódeliberadamente el periódico de debajodel brazo, lo dobló, se lo metió en elbolsillo izquierdo del impermeable, yvolvió a cargar con la maleta.

Inmediatamente, desde el aparcamiento,los faros de un coche cobraron vida, yluego bajaron y se apagaron.

—Vamos allá —dijo Peters, y echóa andar con viveza a través del asfalto,mientras Leamas le seguía másdespacio.

Al alcanzar enseguida la primera filade coches, se abrió desde dentro lapuerta trasera de un «Mercedes» negro,y se encendió la luz del interior. Peters,a diez metros por delante de Leamas, seacercó de prisa al coche, habló en vozbaja con el conductor, y luego llamó aLeamas.

—Aquí está el coche. Dese prisa.

Era un viejo «Mercedes 180». Entrósin decir palabra, y Peters se sentó a sulado, en el asiento de atrás. Al arrancar,adelantaron a una pequeña «DKW» condos hombres delante. Veinte metros másabajo, junto a la carretera, había unacabina telefónica. Un hombre hablabapor teléfono, y les vio pasar sin dejar dehablar mientras tanto. Leamas miró porla ventanilla de atrás y vio que la«DKW» les seguía. «Un granrecibimiento», pensó.

Avanzaban bastante despacio.Leamas estaba sentado con las manos enlas rodillas, mirando fijamente haciadelante. No quería ver Berlín esa noche.

Ésta era su última ocasión, lo sabía. Talcomo estaba sentado, podía lanzarlateralmente la mano derecha a lagarganta de Peters y aplastarle elpromontorio de la nuez. Podría salir yechar a correr, haciendo eses para evitarlas balas del coche de detrás. Estaríalibre; en Berlín había gente que secuidaría de él. Podía escaparse.

No hizo nada.Fue muy fácil cruzar el límite de

sector. Leamas nunca hubiera imaginadoque fuese tan fácil. Durante diez minutosestuvieron dando vueltas, y Leamassupuso que tenían que cruzar en una horaprefijada. Al acercarse al puesto de

control alemán occidental, la «DKW»aceleró y les adelantó con el ostentosoruido de un motor forzado, deteniéndoseen la caseta de la policía. El«Mercedes» esperó treinta metrosdetrás. Dos minutos después, el posterojo y blanco se elevó para dejar paso ala «DKW», y al hacerlo así, los doscoches pasaron juntos, el motor del«Mercedes» gruñendo enseguida, y elconductor apretándose contra elrespaldo y conduciendo con los brazosextendidos.

Al cruzar los cincuenta metros queseparaban los dos puestos de control,Leamas advirtió vagamente las nuevas

fortificaciones en el lado oriental delmuro; dientes de dragón, torres deobservación y triple tendido de alambrede espino. Las cosas se habían puestotensas.

El «Mercedes» no se detuvo en elsegundo puesto de control: las barrerasya estaban levantadas y pasarondirectamente hacia adelante, sin que los«vopos» hicieran otra cosa que mirarlescon gemelos. La «DKW» habíadesaparecido, y cuando Leamas laavistó diez minutos después, iba otra vezdetrás de ellos. Ahora marchaban deprisa. Leamas había pensado que separarían en el Berlín oriental, quizá a

cambiar de coches y a felicitarse por eléxito de la operación, pero marcharonhacia el este a través de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —preguntó aPeters.

—Ya estamos en la RepúblicaDemocrática Alemana. Aquí le hanpreparado acomodo.

—Creí que iríamos más al este.—Iremos. Primero vamos a pasar

aquí un día o dos. Pensamos que losalemanes deberían tener unaconversación con usted.

—Ya entiendo.—Después de todo, la mayor parte

de su trabajo ha sido en el lado alemán.

Les envié detalles de su declaración.—¿Y ellos han pedido verme?—Nunca han tenido nada parecido a

usted, nada tan… cercano a las fuentes.Mi gente estuvo de acuerdo en quedeberían tener la oportunidad deconocerle.

—¿Y desde aquí? ¿Adónde vamosdesde Alemania?

—Otra vez al Este.—¿A quién voy a ver en el lado

alemán?—¿Importa algo?—No mucho. Conozco de nombre a

la mayor parte de la gente de laAbteilung, eso es todo. Me lo

preguntaba, simplemente.—¿A quién esperaría encontrar?—A Fiedler —contestó enseguida

Leamas—, subjefe de seguridad; elhombre de Mundt. Es el que hace losgrandes interrogatorios. Es un hijo deperra.

—¿Por qué?—Un hijo de perra salvaje. He oído

hablar de él. Capturó a un agente dePeter Guillam y casi le mató del modomás asqueroso.

—El espionaje no es una partida decricket —observó agriamente Peters, ydespués de eso se quedaron en silencio.

«Así que es Fiedler», pensó Leamas.

Leamas conocía muy bien a Fiedler.Le conocía por las fotografías de laficha y por los informes de susanteriores subordinados. Un hombreesbelto, correcto, muy joven, de rostroliso. Pelo oscuro, brillantes ojososcuros; inteligente y salvaje, comohabía dicho Leamas. Un cuerpo delgadoy vivaz que contenía una mente paciente,retentiva; un hombre, al parecer, sinambición personal, pero inexorable enla destrucción de los demás. Fiedler erauna rareza en la Abteilung: no tomabaparte en sus intrigas, parecía contentoviviendo a la sombra de Mundt, sinperspectivas de ascenso. No se le podía

poner ninguna etiqueta de miembro deesta pandilla o de aquella; incluso losque habían trabajado cerca de él en laAbteilung no podían decir dónde estabaen su complejo de fuerzas. Fiedler eraun solitario; temido, odiado y recelado.Cualesquiera que fueran sus motivos, seocultaban bajo una capa de sarcasmodestructivo.

«Fiedler es nuestra mejor apuesta»,había explicado Control. Habían estadode sobremesa, Leamas, Control y PeterGuillam, en aquella lamentable casacomo la de los siete enanitos, en Surrey,donde Control vivía con su mujer,siempre cargada de bisutería, entre

mesas indias talladas, con tableros decobre. «Fiedler es el acólito que un díaapuñalará por la espalda al gransacerdote. Es el único hombre que está ala altura de Mundt —aquí Guillam habíaasentido—, y le odia a fondo. Fiedler esjudío, desde luego, y Mundt es locontrario. En absoluto es una buenamezcla. Nuestro trabajo ha sido —afirmó, señalando a Guillam y a élmismo— dar a Fiedler el arma con quedestruir a Mundt. A usted le toca, miquerido Leamas, animarle a usarla.Indirectamente, desde luego, porquenunca se encontrará con él. Por lomenos, espero con seguridad que nunca

se encuentren.»Entonces todos habían reído, incluso

Guillam. Había parecido una buenabroma en ese momento; en todo caso,buena para el nivel de Control.

Debió de ser después demedianoche.

Llevaban algún tiempo avanzandopor una carretera a medio hacer, enparte a través de un bosque y en parte através de campo abierto. Luego sedetuvieron, y un momento después la«DKW» se colocó a su lado. Leamasobservó, al bajar con Peters, que ahora

había tres hombres en el otro coche. Dossalían ya. El tercero estaba sentado en elasiento de atrás, mirando unos papeles ala luz del techo del coche, una figuraligera medio en sombra.

Habían aparcado junto a unosestablos en desuso; el edificio quedabaa unos treinta metros. Con los faros delcoche, Leamas había atisbado una granjabaja, con tapias de madera y de ladrilloenjalbegado. Salieron. La luna habíaascendido, y brillaba con tanta claridadque las colinas con bosques, atrás, serecortaban nítidas contra el pálido cielode la noche. Caminaron hacia la casa:Peters y Leamas abrían la marcha, y los

dos hombres iban detrás. El otro hombredel segundo coche no había hechoademán de moverse; se había quedadoallí, leyendo.

Al llegar a la puerta, Peters sedetuvo, esperando a que los otros dosles alcanzaran. Uno de ellos llevaba unmanojo de llaves en la mano izquierda, ymientras las probaba, el otro se apartó,con las manos en los bolsillos,protegiéndole.

—No se arriesgan… —indicóLeamas a Peters—. ¿Quién creen quesoy?

—No les pagan para que piensen —contestó Peters, y volviéndose hacia uno

de ellos, le preguntó en alemán—;¿Viene él?

El alemán se encogió de hombros yvolvió los ojos hacia el coche.

—Ya vendrá —dijo—; le gustavenir solo.

Entraron en la casa; el hombre abríala marcha. Estaba dispuesta como unpabellón de caza, en parte vieja y enparte nueva. Había una mala iluminaciónde luces pálidas en el techo. El lugartenía un aire descuidado, mohoso, comosi lo hubieran abierto para esa ocasión.Aquí y allá había pequeños toquesoficiales, un aviso de qué hacer en casode incendio, la pintura verde de

reglamento en la puerta, y pesadascerraduras de resorte; y en el salón, queestaba puesto con mucha comodidad,había un mobiliario oscuro, pesado, conmuchos arañazos, y las inevitablesfotografías de los jefes soviéticos. ParaLeamas, esas desviaciones de loanónimo significaban la identificacióninvoluntaria de la Abteilung con laburocracia. Eso era algo a lo que sehabía acostumbrado en CambridgeCircus.

Peters se sentó, y Leamas hizo lomismo. Durante diez minutos, acasomás, aguardaron; entonces, Peters hablóa uno de los dos hombres que se habían

quedado de pie, cohibidos, en el otrolado del cuarto.

—Vaya a decirle que estamosesperando. Y búsquenos algo de comer,tenemos hambre. —Cuando el hombre sedirigía a la puerta, Peters le llamó—: Ywhisky…; dígales que traigan whisky yunos vasos.

El hombre encogió sus pesadoshombros con poco aire de cooperación,y salió dejando abierta la puerta.

—¿Ha estado usted alguna otra vezaquí? —preguntó Leamas.

—Sí —contestó Peters—; variasveces.

—¿Para qué?

—Esta clase de cosas. Noprecisamente lo mismo, pero nuestrotipo de trabajo.

—¿Con Fiedler?—Sí.—¿Vale mucho?Peters se encogió de hombros.—Para ser judío, no está mal —

contestó, y Leamas, al oír un ruido desdeel otro lado del cuarto, se volvió y vio aFiedler de pie en la puerta. En una manotraía una botella de whisky, y en la otra,vasos y agua mineral. No mediría másde un metro sesenta y cinco. Llevaba untraje azul oscuro de un solo corte; lachaqueta era demasiado larga. Era un

animal sinuoso y flexible: sus ojos eranoscuros y brillantes. No les miraba aellos, sino al policía que estaba junto ala puerta.

—Váyase —dijo. Tenía un leve dejesajón—. Váyase y diga al otro que nostraiga de comer.

—Se lo he dicho —avisó Peters—,ya lo saben. Pero no han traído nada.

—Son unos exquisitos —observóFiedler con sequedad, en inglés—.Piensan que tendríamos que tenercriados para la comida.

Fiedler había pasado la guerra en elCanadá. Leamas lo recordó ahora, alnotar su acento. Sus padres habían sido

refugiados judíos alemanes, marxistas, yhasta 1946 no volvió la familia a lapatria, ansiosos de tomar parte, acualquier precio, en la construcción dela Alemania de Stalin.

—Hola —añadió hacia Leamas, casien camino—, me alegro de verle.

—Hola, Fiedler.—Ha llegado al término del camino.—¿Qué demonios quiere decir? —

preguntó vivamente Leamas.—Quiero decir que, en contra de

cualquier cosa que le haya dicho Peters,no va a ir más hacia el este. Lo siento.

Parecía divertido. Leamas se volvióhacia Peters.

—¿Es eso cierto? —su voz temblabade cólera—. ¿Es cierto? ¡Dígame!

Peters asintió.—Sí. Yo soy el intermediario.

Teníamos que hacerlo así. Lo siento —añadió.

—¿Por qué?—Fuerza mayor —intervino Fiedler

—. Su interrogatorio inicial tuvo lugaren Occidente, donde sólo una embajadapodía ofrecer el enlace quenecesitáramos. La RepúblicaDemocrática Alemana no tieneembajadas en los países occidentales,todavía no. Por consiguiente, nuestraSección de Enlaces nos organizó el que

disfrutásemos de facilidades,comunicaciones e inmunidades queahora se nos niegan.

—¡Hijo de perra! —chilló Leamas—; ¡piojoso hijo de perra! Sabía que nome habría fiado de su asquerosoServicio; ésa fue la razón, ¿no? Por esohan utilizado a un ruso.

—Hemos utilizado la Embajadasoviética en La Haya. ¿Qué otra cosapodíamos hacer? Hasta entonces fue unaoperación nuestra. Eso es perfectamenterazonable. Ni nosotros ni nadie máspodía saber que su propia gente enInglaterra se iban a lanzar tan prontocontra usted.

—¿No? ¿Ni siquiera cuando ustedesmismos los lanzaron contra mí? ¿No eseso lo que ha pasado, Fiedler? Bueno,¿no es eso?

«Acuérdese siempre de serlesodioso —había dicho Control—.Entonces considerarán como un tesorolo que le saquen.»

—Es una sugerencia absurda —replicó con brevedad Fiedler.

Lanzando una ojeada hacia Peters,añadió algo en ruso. Peters asintió y selevantó.

—Adiós —dijo a Leamas—. Buenasuerte.

Sonrió fatigosamente, dio una

cabezada hacia Fiedler, y se encaminóhacia la puerta. Puso la mano en elcierre, luego se volvió y dijo otra vez aLeamas:

—Buena suerte.Parecía querer decir algo a Leamas,

pero Leamas quizá no lo habría oído. Sehabía puesto muy pálido, y habíacruzado flojamente las manos sobre elcuerpo, con los pulgares para arriba,como si fuese a luchar. Peters se quedóde pie en la puerta.

—Debía haberlo previsto —dijoLeamas, y su voz tenía el acento extrañoy quebrado del hombre muy furioso—,debía haber supuesto que ustedes nunca

tendrían tripas para hacer su propiotrabajo sucio, Fiedler. Es típico de suasqueroso medio país y de su escuálidopequeño Servicio que tengan que metera su tío el gordo para que les haga decelestino. No son un país en absoluto, noson un gobierno; son una dictadura dequinta fila, de políticos neuróticos.

Apuntando con el dedo a Fiedler,gritó:

—Le conozco, sádico hijo de perra;es típico de usted. Estaba en el Canadádurante la guerra, ¿verdad? Un sitioasquerosamente bueno para estarentonces, ¿no? Apuesto a que metía lacabezota en el delantal de mamaíta cada

vez que un avión volaba por encima.¿Ahora qué es? Un pequeño acólitorastrero de Mundt y de veintidósdivisiones rusas sentadas en el umbralde mamá. Bueno, le compadezco,Fiedler, el día que se despierte yencuentre que se han ido. Entonces habráuna matanza, y ni mamaíta ni el tío gordole salvarán de recibir lo que merece.

Fiedler se encogió de hombros.—Imagínese que es una visita al

dentista, Leamas. Cuanto antes se acabe,antes podrá volver a casa. Coma algo yvaya a acostarse.

—Sabe perfectamente que no puedovolver a casa —replicó Leamas—. Ya

se ha ocupado de ello. Me ha hechosaltar por los aires en Inglaterra; lotenían que hacer los dos. Sabíacondenadamente bien que yo nuncahubiera venido aquí si hubiera tenidootro remedio.

Fiedler se miró los dedos, finos yfuertes.

—No es ahora momento parafilosofar —dijo—, pero ya sabe querealmente no se puede quejar. Todonuestro trabajo —el suyo y el mío—está basado en la teoría de que elconjunto es más importante que elindividuo. Por eso, un comunistaconsidera su servicio secreto como la

prolongación natural de su brazo, y poreso en su país el espionaje está envueltoen una especie de pudeur anglaise. Laexplotación de los individuos sólo sepuede justificar por la necesidadcolectiva, ¿no? Encuentro algo ridículoque se indigne tanto. No estamos aquípara observar las leyes éticas de la vidarural inglesa. Después de todo —añadiósedosamente—, su propia conducta,desde el punto de vista de un purista, noha sido irreprochable.

Leamas miraba a Fiedler conexpresión de asco.

—Ya conozco su plan. Usted es elperrito de Mundt, ¿verdad? Dicen que

desea su puesto. Supongo que ahora loconseguirá. Ya es hora de que se acabeel reinado de Mundt; quizá es eso.

—No comprendo —replicó Fiedler.—Yo soy su gran éxito, ¿no? —dijo

burlonamente Leamas.Fiedler pareció reflexionar un

momento, luego se encogió de hombrosy dijo:

—La operación ha tenido éxito. Quévalga usted, es discutible. Ya veremos.Pero ha sido una buena operación. Hacumplido la única exigencia de nuestraprofesión: ha funcionado.

—Supongo que usted se llevará laalabanza —insistió Leamas, con una

mirada dirigida a Peters.—Aquí no hay cuestión de alabanza

—replicó tensamente Fiedler—; enabsoluto.

Se sentó en el brazo del sofá, mirópensativo a Leamas por un momento yluego dijo:

—Sin embargo, tiene razón enindignarse de una cosa. ¿Quién le dijo asu gente que nos lo habíamos llevadonosotros? Nosotros, no. Quizá no mecrea, pero da la casualidad de que escierto. No se lo dijimos. Ni siquieraqueríamos que lo supieran. Entoncesteníamos la idea de lograr que ustedtrabajara más adelante para nosotros;

idea que ahora me doy cuenta de que eraridícula. Así que, ¿quién se lo dijo?Usted estaba perdido, a la deriva, notenía dirección, ni relaciones, ni amigos.Entonces, ¿cómo diablos supieron quese había ido? Alguien se lo dijo;difícilmente Ashe o Kiever, porque losdos ahora están detenidos.

—¿Detenidos?—Eso parece. No precisamente por

su trabajo en el caso de usted, perohabía otras cosas…

—Bueno, bueno.—Es verdad lo que decía ahora

mismo. Nos habríamos contentado conel informe de Peters desde Holanda.

Podría haber recibido su dinero ymarcharse. Pero no nos lo había dichotodo, y quiero saberlo todo. Después detodo, su presencia aquí también nos creaproblemas, ya sabe.

—Bueno, se equivoca. Maldito loque yo sé… y que le aproveche.

Hubo un silencio, durante el cualPeters, con una cabezada brusca, nadaamistosa, dirigida a Fiedler, se marchósilenciosamente del cuarto. Fiedlercogió la botella de whisky y echó unpoco en cada vaso.

—Me temo que no tenemos seltz —dijo—. ¿Le parece bien el agua? Pedíseltz, pero han traído una miserable

limonada.—Ah, váyase al demonio —dijo

Leamas. De repente se sentía muycansado.

Fiedler movió la cabeza.—Es usted un hombre muy orgulloso

—indicó—, pero no importa. Tome lacena y váyase a la cama.

Entró uno de los policías con unabandeja de comida; pan negro,salchichas y ensalada, verde y fría.

—Es un poco tosco —dijo Fiedler—, pero llena mucho. No hay patatas,me temo. Pasamos una escasez temporalde patatas.

Empezaron a comer en silencio;

Fiedler con mucho cuidado, como unhombre que cuenta sus calorías.

Los guardias condujeron a Leamas asu alcoba. Le dejaron que llevara supropio equipaje —el mismo equipajeque le había dado Kiever antes de salirde Inglaterra—, y avanzó entre ellos porel ancho pasillo central que cruzaba lacasa hasta la puerta principal. Llegarona una gran puerta doble, pintada deverde oscuro, y uno de los policíasabrió con llave; hicieron una señal aLeamas para que entrara delante. Élabrió la puerta de un empujón y se

encontró en un pequeño dormitorio decuartel con dos literas, una silla y unamesa rudimentaria. Era como en uncampo de concentración. En las paredeshabía fotos de chicas, y las ventanastenían las contraventanas cerradas. En elotro extremo del cuarto había otrapuerta. Le hicieron de nuevo otra señalpara que siguiera adelante. Él, dejandosu equipaje, fue y abrió la puerta. Elsegundo cuarto era idéntico al primero,pero había una sola cama. Y las paredesestaban desnudas.

—Traigan esas maletas —dijo—,estoy cansado.

Se echó en la cama, vestido, y al

cabo de unos minutos estabacompletamente dormido.

Un centinela le despertó con eldesayuno: pan negro y sucedáneo decafé. Se levantó de la cama y se acercóa la ventana.

La casa estaba en un alto cerro. Elsuelo se hundía bruscamente al pie de suventana, con las copas de los pinosvisibles por encima de la pendiente, mása lo lejos, con una simetría espectacular,se extendían interminables cerros,repletos de árboles. Acá y allá, unazanja para sacar leña o un cortafuegosformaba una sutil divisoria oscura entrelos árboles, pareciendo separar

milagrosamente, como la vara de Aarón,enormes mares de bosque circundante.No había ningún rastro humano: ni casa,ni iglesia, ni siquiera las ruinas dealguna vivienda anterior; sólo el camino,el camino amarillo a medio hacer, comouna línea de lápiz a través de lahondonada del valle. No se oía ningúnruido. Parecía increíble que algo tanvasto pudiera estar tan silencioso. El díaera frío, pero claro. Debía de haberllovido por la noche; el suelo estabahúmedo, y todo el paisaje tannítidamente recortado contra el cieloblanco, que Leamas podía distinguir losárboles, uno a uno, en los cerros más

remotos.Se vistió despacio, bebiendo

mientras tanto el ácido café. Casi habíaacabado de vestirse y estaba a punto deempezar a comerse el pan, cuandoFiedler entró en el cuarto.

—Buenos días —dijo alegremente—. No quiero interrumpirle el desayuno.

Se sentó en la cama. Leamas tuvoque reconocérselo a Fiedler: tenía valor.No es que hubiera nada valiente en venira verle: los centinelas, según suponíaLeamas, seguían en el cuarto de al lado.Pero había una firmeza, una voluntaddefinida en sus ademanes, que Leamaspercibía y admiraba.

—Nos ha planteado un problemaintrigante —observó.

—Les he dicho todo lo que sé.—Ah, no. —Sonrió—. Ah, no nos lo

ha dicho. Nos ha dicho todo lo que tieneconciencia de saber.

—Muy listo —murmuró Leamas,empujando a un lado el desayuno yencendiendo un cigarrillo, el último quele quedaba.

—Permítame hacerle una pregunta—sugirió Fiedler, con la exageradacampechanía de uno que propone unjuego de salón—. Como expertofuncionario de espionaje, ¿qué haríausted con la información que nos ha

dado?—¿Qué información?—Mi querido Leamas, sólo nos ha

dado una parte de la información. Nosha hablado de Riemeck: ya sabíamos deRiemeck. Nos ha contado la estructurade su organización en Berlín, suspersonalidades y sus agentes. Eso, sipuedo decirlo así, es una antigualla.Exacta, sí. Buena base, lecturafascinante, aquí y allá buenasconfirmaciones, aquí y allá algúnpececillo que hemos de sacar delestanque. Pero no…, si me permite sergrosero…, no son quince mil librasesterlinas de información. No —volvió

a sonreír—, según los precios actuales.—Oiga —dijo Leamas—, yo no

propuse ese trato. Fueron ustedes. Usted,Kiever y Peters. Yo no fuiarrastrándome a esos amigos suyosmaricas, chalaneando con buenasinformaciones. Ustedes organizaron lapersecución, Fiedler; ustedes dijeron elprecio y aceptaron el riesgo. Aparte deeso, no he recibido ni un asquerosopenique. Así que no me eche la culpa sila operación es un fracaso.

«Haga que se le acerquen», recordóLeamas.

—No es un fracaso —replicóFiedler—, no ha terminado. No puede

haber terminado. No nos ha dicho lo quesabe. Dije que nos había dado sólo partede la información. Habló de PiedraMovediza. Permítame preguntarle quéharía usted si yo, o Peters, o alguienparecido, le hubiera contado una historiasemejante.

Leamas se encogió de hombros.—Me sentiría incómodo —dijo—;

eso ha pasado otras veces. Recibe usteduna indicación, quizá varias, de que hayun espía en un departamento o a ciertonivel. ¿Y qué? No puede uno detener atodo el servicio gubernamental. No sepueden tender trampas a todo undepartamento. Uno se sienta al acecho y

espera más. No lo olvide. Con PiedraMovediza ni siquiera se puede saber enqué país está actuando.

—Usted es un realizador, Leamas —observó Fiedler con una carcajada—, noun evaluador. Eso está claro. Permítamehacerle algunas preguntas elementales.

Leamas no dijo nada.—El expediente…, el expediente

que se usa en la operación PiedraMovediza, ¿de qué color era?

—Gris con una cruz roja; eso indicaque es de acceso limitado.

—¿Había algo sujeto por fuera?—Sí, la señal de precaución: es la

etiqueta de acceso limitado; con una

inscripción que decía que cualquierpersona no autorizada, que no esténombrada en esa etiqueta, si encuentra elexpediente en su posesión debedevolverlo sin abrir a la SecciónBancaria.

—¿Quién estaba en la lista deacceso limitado?

—¿Para Piedra Movediza?—Sí.—Pues el personal de Control, el

propio Control, la secretaria de Control;la Sección Bancaria, la señorita Bream,de Registro Especial, y Satélites Cuatro.Eso es todo, me parece. Y DespachoEspecial, supongo…, no estoy seguro de

éstos.—¿Satélites Cuatro? ¿Qué hacen?—Los países del Telón, excluyendo

la Unión Soviética y China. La Zona.—¿Quiere decir Alemania Oriental?—Quiero decir la Zona.—¿No es un poco raro que una

sección entera esté en la lista de accesolimitado?

—Sí, probablemente. No sabríadecir…, nunca había manejado antesmaterial de acceso limitado. Salvo enBerlín, desde luego; allí todo eradiferente.

—¿Quién estaba entonces enSatélites Cuatro?

—Ah, vaya; Guillam, Haverlake, DeJong, creo. De Jong acababa de volverde Berlín.

—¿A todos ellos se les permitía verese expediente?

—No sé, Fiedler… —dijo Leamas,irritado—; y si fuera usted…

—Entonces, ¿no es extraño que todauna sección esté en la lista de accesolimitado, mientras el resto de losindicados son individuos?

—Ya le digo que no lo sé, ¿cómoiba a saberlo? Yo no era más que unburócrata en todo esto.

—¿Quién llevaba el expedientedesde uno de los autorizados a otro?

—Las secretarias, supongo…, nopuedo recordarlo. Hace ya muchosmeses desde entonces…

—Entonces, ¿por qué no estaban lassecretarias en la lista? La secretaria deControl sí estaba.

Hubo un momento de silencio.—No, tiene razón; ahora me acuerdo

—dijo Leamas, con una nota de sorpresaen la voz—; la pasábamos a mano.

—¿Quién más de Bancaria manejabaesos expedientes?

—Nadie. Fue mi tarea especialcuando me incorporé a la Sección. Unade las mujeres lo había hecho antes,pero cuando yo llegué, me ocupé de

ello, y a ellas las quitaron de la lista.—Entonces, ¿usted solo entregaba el

expediente en mano al siguiente que loleía?

—Sí…, sí, supongo que sí.—¿A quién se lo pasaba?—Yo… no puedo recordarlo.—¡«Piense»!La voz de Fiedler no se había

elevado de tono, pero contenía unapremio repentino que cogió porsorpresa a Leamas.

—Creo que al personal de Control,para hacer ver qué resolución habíamostomado o recomendado.

—¿Quién traía el expediente?

—¿Qué quiere decir?La voz de Leamas sonó como si le

hubieran sorprendido en desventaja.—¿Quién le traía a usted el

expediente para verlo? Alguno de lalista tenía que traérselo.

Leamas se tocó la mejilla con losdedos un momento, con involuntariogesto nervioso.

—Sí, tenía que ser uno de ellos. Esdifícil, ya ve, Fiedler; en aquel tiempoyo bebía mucho —su tono eraextrañamente conciliatorio—: no se dacuenta usted de lo difícil que es…

—Se lo vuelvo a decir: piense.¿Quién le traía el expediente?

Leamas se sentó a la mesa y movióla cabeza.

—No puedo recordarlo. Quizá mevenga a la memoria. Por el momento nopuedo recordar, de veras que no. Esinútil intentarlo.

—No podía ser la secretaria deControl, ¿verdad que no? Usted siempredevolvía el expediente al personal deControl. Lo ha dicho así. De modo quelos de la lista debían de haberlo vistoantes que Control.

—Si, supongo que así es.—Luego está además el Registro

Especial, la señorita Bream.—Ésa no era sino la mujer que

llevaba la sala de cajas fuertes con losficheros de listas de acceso limitado.

—Entonces —dijo Fiedler, sedoso—, debía de ser Satélites Cuatro quiense lo trajera.

—Sí, supongo que sí —dijo Leamas,inerme, como si no estuviera a la alturade la brillantez de Fiedler.

—¿En qué piso trabajaba SatélitesCuatro?

—En el segundo.—¿Y Bancaria?—En el cuarto. Junto a Registro

Especial.—¿Recuerda quién se lo traía? ¿O

recuerda, por ejemplo, haber bajado las

escaleras alguna vez para ir a recoger elexpediente de ellos?

—¡Sí, sí, claro que sí! ¡Yo lo recibíade Peter! —Leamas parecía haberdespertado: tenía la cara sofocada,excitada—. Eso es: una vez recogí elexpediente en el despacho de Peter.Charlamos sobre Noruega. Habíamosservido juntos allí, ya ve.

—¿Peter Guillam?—Sí, Peter: me había olvidado de

él. Había vuelto de Ankara unos mesesantes. ¡Él estaba en la lista! Peter estaba,¡por supuesto! Eso es. Era SatélitesCuatro, y P. G. entre paréntesis, lasiniciales de Peter. Alguien lo había

hecho antes que él, y Registro Especialhabía pegado un papelito blanco encimadel nombre antiguo, poniendo lasiniciales de Peter.

—¿Qué territorio tenía a su cargoGuillam?

—La Zona. Alemania Oriental.Asuntos económicos; dirigía unapequeña sección, una especie de charcainmóvil. Él era el tipo; él me subió elexpediente también una vez, ahora lorecuerdo. Pero él no dirigía agentes: nosé bien cómo se había metido en eso…Peter y un par más hacían algunainvestigación sobre la escasez dealimentos. Valoraciones, en realidad.

—¿No lo discutía usted con él?—No, eso es tabú. No se hace, con

los expedientes de acceso limitado.Recibí un sermón acerca de eso, de lamujer de Registro Especial, Bream;nada de discusión, ni preguntas.

—Pero, si se tienen en cuenta lascomplicadas precauciones de seguridadque rodeaban lo de Piedra Movediza,¿no es probable realmente que elpresunto trabajo de investigación deGuillam incluyera el manejo parcial deese agente, Piedra Movediza?

—Ya se lo dije a Peters —casi gritóLeamas, golpeando la mesa con el puño—; es una majadería imaginar que se

pudiera hacer ninguna operación contraAlemania Oriental sin que lo supiera yo,sin el conocimiento de la organizaciónde Berlín. Yo lo habría sabido, ¿nocomprende? ¿Cuántas veces tengo quedecirlo? ¡Yo lo hubiera sabido!

—Desde luego —dijo Fiedlersuavemente—, por supuesto que lohubiera sabido.

Se puso en pie y se acercó a laventana.

—Debería ver esto en otoño —dijo,asomándose—. Es espléndido cuandolas hayas cambian de color.

XIII. Alfileres ograpas

A Fiedler le gustaba hacerpreguntas. A veces, por ser abogado, lashacía sólo por el placer de mostrar ladiscrepancia existente entre lasdeclaraciones y la verdad absoluta.Poseía, sin embargo, esas persistentesganas de averiguar que son un fin en símismas entre los periodistas yabogados.

Aquella tarde salieron a dar unpaseo, siguiendo el camino de gravahasta el valle, y luego desviándose hacia

el bosque a lo largo de un ancho senderohundido, bordeado de troncos cortados.

Mientras tanto, Fiedler hacíaprobaturas, sin conceder nada: sobre eledificio de Cambridge Circus y la genteque trabajaba en él. «¿De qué clasesocial procedían, en qué barrios deLondres vivían?» «¿Trabajabanmatrimonios en los mismosdepartamentos? Le preguntó sobre elsalario, la jubilación, la moral, elrestaurante; le preguntó sobre su vidaamorosa, sus cotilleos, su ideología.

Para Leamas, ésa era la preguntamás difícil de todas.

—¿Qué quiere decir con ideología?

—replicó—. No somos marxistas, nosomos nada. Gente, sencillamente.

—Entonces, ¿son cristianos?—No muchos, diría yo. No sé de

muchos que lo sean.—Entonces, ¿qué les ha incitado a

meterse en esto? —insistió Fiedler—;deben de tener alguna ideología.

—¿Por qué han de tenerla? Quizá nolo saben; incluso, ni les importa. Notodo el mundo tiene una ideología —contestó Leamas, un poco inerme.

—Entonces, dígame: ¿cuál es suideología?

—Bueno, ya está bien, caramba —cortó Leamas, y caminaron un rato en

silencio. Pero Fiedler no se dejabadesanimar.

—Si no saben lo que quieren, ¿cómopueden estar tan seguros de que tienenrazón?

—¿Quién demonios ha dicho que loestán? —replicó Leamas, irritado.

—Pero entonces, ¿cuál es lajustificación? ¿Cuál es? Para nosotros esfácil, como le decía anoche. LaAbteilung y demás organizaciones son laextensión natural del brazo del Partido.Están en la vanguardia de la lucha por laPaz y el Progreso. Son respecto alPartido lo que el Partido es respecto alsocialismo: son la vanguardia. Ya lo

dijo Stalin —sonrió secamente—; noestá de moda citar a Stalin, pero una vezdijo «Medio millón de liquidados es unaestadística— un hombre muerto enaccidente de circulación es una tragedianacional.» Se reía, ya ve, de lassensiblerías burguesas de la masa. Eraun gran cínico. Pero lo que quería decirsigue siendo verdad: un movimiento quese protege de la contrarrevolucióndifícilmente puede detenerse ante laexplotación (o la eliminación, Leamas)de unos pocos individuos. Es la mismacosa; nunca hemos pretendido estar porcompleto metidos en el proceso deracionalizar la sociedad. Algún romano

lo dijo, ¿no?, en la Biblia cristiana: «Esconveniente que muera un hombre por elbien de muchos.»

—Eso me imagino —contestóLeamas, fatigado.

—Entonces, ¿qué piensa? ¿Cuál essu ideología?

—Creo que todos ustedes son unapandilla de hijos de perra —dijoLeamas, furioso.

Fiedler asintió:—Ese punto de vista lo comprendo.

Es primitivo, negativo y muy estúpido;pero es un punto de vista, existe. Pero ¿yqué sobre los demás de CambridgeCircus?

—No sé. ¿Cómo iba a saberlo?—¿Ha discutido alguna vez de

ideología con ellos?—No. No somos alemanes. —

Vaciló, y luego añadió con vaguedad—:Supongo que no les gusta el comunismo.

—¿Y eso justifica, por ejemplo,suprimir vidas humanas? ¿Eso justificala bomba en el restaurante atestado…,eso justifica su proporción de agenteseliminados… y todo eso?

Leamas se encogió de hombros.—Supongo que sí.—Ya ve, para nosotros sí —

continuó Fiedler—; yo mismo pondríauna bomba en un restaurante si eso nos

permitiera avanzar en el camino.Después sacaría el saldo: tantasmujeres, tantos niños, y tanto hemosavanzado en el camino. Pero loscristianos —y su sociedad es cristiana— no deben de sacar ese saldo.

—¿Por qué no? Tienen quedefenderse, ¿no?

—Pero creen en la santidad de lavida humana. Creen que cada personatiene un alma que puede salvarse. Creenen el sacrificio.

—No sé. Ni me importa mucho —añadió Leamas—. A Stalin tampoco leimportaba, ¿verdad?

Fiedler sonrió.

—Me gustan los ingleses —dijo,casi para sí—; a mi padre también legustaban. Quería mucho a los ingleses.

—Eso me da una sensación muygrata de calor —replicó Leamas, yvolvió a sumergirse en el silencio.

Se detuvieron mientras Fiedler ledaba a Leamas un cigarrillo y se loencendía.

Ahora subían una cuestapronunciada. A Leamas le gustaba elejercicio, avanzar a largos pasos, conlos hombros echados hacia delante.Fiedler le seguía ligero y ágil, como unperrito detrás de su amo. Debían dellevar una hora andando, quizá más,

cuando de repente se abrieron losárboles ante ellos y apareció el cielo.Habían alcanzado la cima de una colina,y veían allá abajo la masa continua depinares, interrumpida sólo, acá y allá,por espesuras grises de hayas. Al otrolado del valle, Leamas distinguía elpabellón de caza, encaramado al pie dela cima de la colina de enfrente, bajo yoscuro entre los árboles. En medio delclaro había un tosco banco junto a unmontón de leños y los húmedos restos deun fuego para hacer carbón.

—Nos sentaremos un momento —dijo Fiedler—; luego tenemos quevolver. —Hizo una pausa—. Dígame:

ese dinero, esas grandes cantidades enBancos extranjeros, ¿para qué cree queeran?

—¿Qué quiere decir? Ya le he dichoque eran pagos para un agente.

—¿Un agente de detrás del Telón deAcero?

—Sí, me parece que sí —contestóLeamas, fatigado.

—¿Por qué lo cree así?—Ante todo, era una burrada de

dinero. Luego, las complicaciones depagarlo, las seguridades especiales. Y,desde luego, el que Control anduvieramezclado en ello.

—¿Qué cree que hacía el agente con

el dinero?—Mire, ya se lo he dicho: no lo sé.

Ni siquiera sé si lo cobró. No sénada…, yo no era más que un malditorecadero.

—¿Qué hacía con los talonarios delas cuentas?

—Los entregaba tan pronto comovolvía a Londres, junto con mi falsopasaporte.

—Los Bancos de Copenhague yHelsinki, ¿le escribieron alguna vez aLondres, quiero decir, a su nombrefalso?

—No sé. Supongo que cualquiercarta habría pasado directamente a

Control.—Las firmas falsas que usaba para

abrir las cuentas, ¿tenía Control muestrade ellas?

—Sí, yo las había ensayado mucho,y ellos tenían muestras.

—¿Más de una?—Sí. Páginas enteras.—Ya veo. Entonces, podían haber

mandado cartas a los Bancos despuésque abriera las cuentas. No hacía faltaque usted lo supiera. Las firmas podíanser falsas, y las cartas se podían mandarsin que usted lo supiera.

—Sí. Eso es verdad. Supongo queeso es lo que pasó. También firmé un

montón de hojas en blanco. Siempresuponía que alguien se ocupaba de lacorrespondencia.

—Pero ¿nunca supo efectivamentenada sobre tal correspondencia?

Leamas sacudió la cabeza.—Lo coge todo al revés —dijo—:

lo ha desproporcionado. Había muchopapel dando vueltas: eso era solamenteparte del trabajo diario. No era cosa queme preocupara mucho. ¿Por qué habríade preocuparme? Todo iba en secreto,pero me he pasado toda la vida enasuntos en que uno sabía sólo un poco yotro sabía lo demás. Además, el papeleome aburre mucho. Yo no perdía el sueño

por ello. Me gustaban los viajes, desdeluego, sacaba subvenciones deoperación que me venían bien. Pero yono me pasaba todo el día sentado a lamesa meditando sobre Piedra Movediza.Además —añadió con cierta vergüenza—, yo me estaba abandonando un poco ala bebida.

—Ya lo ha dicho —comentó Fiedler—, y, desde luego, le creo.

—Me importa un pito que me crea ono —replicó Leamas, acalorado.

Fiedler sonrió.—Me alegro. Ésa es su virtud —dijo

—, ésa es su gran virtud. Es la virtud dela indiferencia. Un poco de

resentimiento por aquí, un poco deorgullo por allá, pero eso no es nada:las deformaciones del sonido en sumagnetófono. Es usted objetivo. Se mehabía ocurrido —continuó Fiedler,después de una leve pausa— que podríaayudarnos a averiguar si se ha cobradoalguna vez algo de ese dinero. No haynada que le impida escribir a cada unode esos Bancos pidiendo el estado delas cuentas. Podríamos decir que estáusted en Suiza, y dar una direccióntransitoria. ¿Ve alguna objeción a eso?

—Podría dar resultado. Depende desi Control ha mantenidocorrespondencia con el Banco

independientemente, con mi firma falsa.Quizá no concordaría.

—No creo que tengamos mucho queperder.

—¿Qué tiene que ganar?—Si el dinero se ha cobrado (lo

cual estoy de acuerdo en que es dudoso),sabremos dónde estaba el agente en undía determinado. Saber eso me parecemuy útil.

—Está soñando, Fiedler. Nunca leencontrará con esa clase de información.Una vez que esté en Occidente, él puedeir a cualquier consulado, incluso en unaciudad pequeña, y obtener un visadopara otro país. ¿Cómo se va a enterar?

Ni siquiera sabe si ese hombre es unalemán oriental. ¿Qué persigue?

Fiedler no contestó enseguida:miraba distraídamente al otro lado delvalle.

—Dijo que estaba acostumbrado asaber sólo un poco, y no puedoresponder a su pregunta sin decirle algoque no debería saber. —Vaciló—. PeroPiedra Movediza era una operacióncontra nosotros, se lo puedo asegurar.

—¿Nosotros?—La República Democrática

Alemana. La Zona, si prefiere; no soytan picajoso.

Observaba ahora a Fiedler, con sus

ojos oscuros posados reflexivamente enél.

—Pero, y de mí, ¿qué? —preguntóLeamas—. Suponga que no escribo lascartas —su voz se iba elevando—. ¿Noes hora de hablar de mí, Fiedler?

Fiedler asintió.—¿Por qué no? —contestó

conciliatorio.Hubo un momento de silencio, y

luego Leamas dijo:—Yo he cumplido mi parte, Fiedler.

Usted y Peters, entre los dos, tienen todolo que sé. Nunca convine en escribircartas a Bancos: podría serterriblemente peligroso un asunto así.

Ya sé que eso no le preocupa. En lo quea usted toca, estoy para que saquepartido de mí.

—Ahora permítame que le seafranco —contestó Fiedler—. Usted sabeque hay dos fases en el interrogatorio deun desertor. La primera fase, en su caso,casi está completada: nos ha dicho todolo que podemos anotar razonablemente.No nos ha dicho si su Servicio prefierealfileres o grapas para sujetar lospapeles porque no se lo hemospreguntado y porque usted no haconsiderado que la respuesta merecieradarse espontáneamente. Por ambaspartes hay un proceso de selección

inconsciente. Ahora, siempre es posible(y eso es lo que me preocupa, Leamas),siempre es por completo posible, quedentro de un mes o dos, de modoinesperado y desesperado, tengamos quesaber lo de los alfileres y las grapas. Deeso se trata normalmente en la segundafase: la parte del acuerdo que ustedrehusó aceptar en Holanda.

—¿Eso quiere decir que me van aconservar en hielo?

—La profesión de desertor —observó Fiedler, con una sonrisa—requiere mucha paciencia. Muy pocosresultan convenientemente adecuados.

—¿Cuánto tiempo? —insistió

Leamas.Fiedler quedó en silencio.—¿Eh?Fiedler habló con súbito apremio:—Le doy mi palabra de que tan

pronto como pueda, le daré la respuestaa su pregunta. Mire, podría mentirle,¿no? Podría decir que un mes, o meses,sólo para tenerle tranquilo. Pero le digoque no lo sé porque ésa es la verdad.Nos ha dado algunas indicaciones: hastaque las hayamos aprovechado hasta laraíz no puedo oír hablar de dejarlesuelto, pero después, si las cosas soncomo yo creo, necesitará usted unamigo, y ese amigo seré yo. Le doy mi

palabra de alemán.Leamas quedó tan sorprendido que

guardó silencio un momento.—Muy bien —dijo por fin—. Haré

el juego, Fiedler, pero si me engaña, lecortaré el cuello, no sé cómo.

—Tal vez no haga falta —contestóFiedler, con calma.

Un hombre que representa un papel,no delante de otros, sino a solas, estáexpuesto a evidentes peligrospsicológicos. En sí mismo, el ejerciciodel engaño no es especialmente fatigoso;es cuestión de experiencia de prácticaprofesional; es una facultad que lamayor parte de nosotros puede adquirir.

Pero mientras que el que engaña enconfianza, el actor de teatro o eljugador, puede regresar de su actuacióna las filas de sus admiradores, el agentesecreto no disfruta de tal alivio. Para él,engañar es ante todo una cuestión dedefensa propia. Debe protegerse no sólodesde fuera, sino desde dentro, y contralos impulsos más naturales; aunque ganeuna fortuna, su papel le puede prohibircomprarse una hoja de afeitar; aunquesea un sabio, le puede tocar nomurmurar más que trivialidades; aunquesea un padre y marido cariñoso, debeser reservado en todas las circunstanciascon aquellos en quienes debería confiar

por naturaleza.Dándose cuenta de las abrumadoras

tentaciones que asaltan a un hombrepermanentemente aislado en su engaño,Leamas recurrió al procedimiento que leproporcionaba mejores armas; inclusoestando solo, se obligó a convivir con lapersonalidad que había asumido. Sedice que Balzac, en su lecho de muerte,preguntaba preocupado por la salud yprosperidad de los personajes que habíacreado. De un modo semejante, Leamas,sin abandonar la capacidad deinvención, se identificó con lo que habíainventado. Las cualidades que exhibíaante Fiedler, la incertidumbre constante,

la arrogancia protectora para ocultar lavergüenza, no eran aproximaciones, sinoampliaciones de cualidades queefectivamente poseía, de ahí también elleve arrastrar de pies, el descuido delaspecto personal, la indiferencia a lacomida, y una creciente entrega alalcohol y al tabaco. Cuando estaba solo,seguía fiel a esas costumbres. Inclusolas exageraba un poco, murmurando parasí sobre las iniquidades de su Servicio.

Sólo muy raramente, como entonces,al acostarse esa noche, se permitía elpeligroso lujo de admitir la gran mentiraen que vivía.

Control había acertado

espléndidamente. Fiedler andaba comoun hombre llevado de la mano en susueño, hasta la red que Control le habíatendido. Era pavoroso observar lacreciente identidad de intereses entreFiedler y Control: era como si sehubieran puesto de acuerdo en el mismoplan, y Leamas hubiera sido enviadopara llevarlo a cabo.

Quizá era ésa la respuesta. Quizá eraFiedler el interés especial que Controlluchaba tan desesperadamente porconservar. Leamas no reflexionabasobre esa posibilidad. No queríasaberlo. En asuntos de este tipo nopreguntaba en absoluto: sabía que de sus

deducciones no podía resultar ningúnprovecho imaginable. Sin embargo,ponía su más profunda esperanza en quefuera cierto. Era posible, sólo posibleen ese caso, que volviera a casa.

XIV. Carta a uncliente

Leamas estaba todavía en la cama, ala mañana siguiente, cuando Fiedler lellevó las cartas para que las firmase.Una estaba escrita en el fino papel azulde cartas del «Seiler Hotel Alpenblick»,Lago Spiez, Suiza; y la otra desde el«Palace Hotel», Gstaad.

Leamas leyó la primera carta:

Sr. Director del Banco RealEscandinavo,

Copenhague.

Muy señor mío:Llevo unas semanas viajando y no

he recibido correo de Inglaterra. Porconsiguiente, no he recibido respuestaa mi carta del 3 de marzo solicitandoun estado de las cuentas que tengojuntamente con Herr Karlsdorf. Paraevitar mayores demoras, le ruego quetenga la amabilidad de enviarme unanota por duplicado a la siguientedirección, donde permaneceré dossemanas a partir del 21 de abril:

c/o Madame Y. de Sanglot,13 Avenue des Colombes,

Paris XII, Francia.

Excusándome por la molestia, lessaluda atentamente,

Robert Lang.

—¿Qué es todo eso de la carta del 3de marzo? —preguntó—. Yo no les heescrito ninguna carta.

—No, no la ha escrito. Que nosotrossepamos, nadie la ha escrito. Esopreocupará al Banco. Si hay algúndesacuerdo entre la carta que lesmandamos ahora y las cartas que hayanrecibido de Control, supondrán que la

solución se ha de encontrar en la cartaperdida del 3 de marzo. Su reacción másnatural será enviarle el estado decuentas que pide, con una nota adjuntalamentando no haber recibido su cartadel día 3.

La segunda era igual que la primera,sólo que los nombres eran diferentes. Ladirección de París era la misma. Leamascogió un pedazo de papel en blanco y laestilográfica y escribió media docena deveces en letra muy suelta «RobertLang»; entonces firmó la primera carta.Echando la pluma hacia atrás, ensayóluego la segunda firma hasta que quedósatisfecho de ella, y entonces escribió

«Stephen Bennett» al pie de la segundacarta.

—Admirable —observó Fiedler—,admirable.

—¿Qué hacemos ahora?—Las echarán al correo mañana, en

Interlaken y Gstaad. Nuestra gente deParís me telegrafiará las respuestas tanpronto lleguen. Tendremos respuestadentro de una semana.

—¿Y hasta entonces?—Tendremos que hacernos

compañía constantemente. Sé que eso leresulta desagradable, y me excuso.Pensaba que podríamos dar paseos, saliren coche un poco por los montes, matar

el tiempo. Quiero que repose y hable;que hable de Londres, de CambridgeCircus y del trabajo en el Departamento;que me cuente los cotilleos, que mehable de los salarios, los permisos, loscuartos, el papeleo y la gente. Losalfileres y las grapas para el papel.Quiero saber todas las cositas sinimportancia. Por cierto… —Un cambiode tono.

—¿Qué?—Aquí tenemos comodidades para

la gente que… para la gente que pasa eltiempo con nosotros. Comodidades dediversión, y cosas así.

—¿Me ofrece una mujer? —preguntó

Leamas.—Sí.—No, gracias. A diferencia de

usted, no he llegado aún al punto denecesitar un celestino.

Fiedler pareció indiferente a larespuesta. Continuó de prisa:

—Pero en Inglaterra tenía una mujer,¿no? ¿La chica de la Biblioteca?

Leamas se volvió hacia él, con lasmanos abiertas a los lados.

—¡Una cosa!… —gritó—. Sóloésta: no vuelva a mencionar eso, ni debroma, ni como amenaza, ni paraapretarme los tornillos, Fiedler, porqueno dará resultado, jamás. Me dejaré

consumir, ya verá; nunca me sacaránotra maldita palabra mientras viva,Fiedler, dígaselo a Mundt y aStammberger, o a cualquier gato decallejón que le dijera que hablase deeso. Dígales lo que he dicho.

—Se lo diré —contestó Fiedler—;se lo diré. Quizá sea tarde.

Después del almuerzo, salieron otravez a pasear. El cielo estaba oscuro ypesado, y el aire caliente.

—Sólo he estado en Inglaterra unavez —indicó Fiedler de paso—, fue depaso hacia el Canadá, con mis padres,

antes de la guerra. Estuvimos dos días.Leamas asintió.—Ahora se lo puedo decir —

continuó Fiedler—. Estuve a punto de irallá hace pocos años. Iba a sustituir aMundt en la Misión Siderúrgica; ¿sabíausted que él estuvo una vez en Londres?

—Lo sabía —contestó Leamas, conaire reservado.

—Siempre me pregunté qué habríasido ese trabajo.

—El juego acostumbrado demezclarse con otras misiones delBloque, supongo. Algún contacto con losnegocios ingleses…, poco de eso.

Leamas parecía aburrido.

—Pero Mundt se las arregló muybien: lo encontró muy fácil.

—Eso he oído decir —dijo Leamas—, incluso se las arregló para matar aun par de personas.

—¿De modo que también había oídodecir eso?

—A través de Peter Guillam. Él seocupó de eso, con George Smiley.Mundt casi mató a George también.

—El caso Fennan —reflexionóFiedler—. Fue sorprendente que Mundtse las arreglara para escapar de algúnmodo, ¿no?

—Supongo que sí.—Uno pensaría que un hombre cuya

fotografía y detalles personales estabanfichados por el Foreign Office comomiembro de una misión extranjera, notenía grandes probabilidades contra todala Seguridad británica.

—De todas maneras, por lo que yohe oído decir —dijo Leamas—, notuvieron demasiado empeño en cazarle.

Fiedler se detuvo bruscamente.—¿Qué ha dicho usted?—Peter Guillam me dijo que él no

contaba con que quisieran cazar aMundt; eso es todo lo que dijo. Entoncesteníamos una organización diferente (unConsejero en vez de un Control deOperaciones), un hombre llamado

Maston. Maston había enredadolamentablemente el caso Fennan desdeel principio, eso es lo que dijo Guillam.Peter suponía que si cazaban a Mundt, lacosa se pondría muy maloliente, leprocesarían y le ahorcaríanprobablemente. Los asuntos sucios queiban a salir en el proceso acabarían conla carrera de Maston. Peter nunca supomuy bien lo que pasó, pero estabacompletamente seguro de que no sebuscó a fondo a Mundt.

—¿Está usted seguro de eso? ¿Estáseguro de que Guillam se lo dijo conesas palabras? ¿No se le buscó a fondo?

—Claro que estoy seguro.

—¿No sugirió nunca Guillam otrarazón por la que hubieran dejadoescapar a Mundt?

—¿Qué quiere decir?Fiedler movió la cabeza y siguieron

andando por el sendero.—La Misión Siderúrgica se cerró

después del caso Fennan… —observóFiedler, un momento después—; por esono fui yo.

—Mundt debía de estar loco. Unopuede salir adelante con asesinatos enlos Balcanes, o aquí, pero no enLondres.

—Sin embargo, salió adelante, ¿no?—intervino rápidamente Fiedler—. Y

también hizo un buen trabajo.—¿Como reclutar a Kiever y a

Ashe? ¡Dios le guarde!—Ellos se aprovecharon bastante

tiempo de la mujer de Fennan.Leamas se encogió de hombros.—Dígame algo más sobre Karl

Riemeck —empezó otra vez Fiedler—.Una vez conoció a Control, ¿no?

—Sí, en Berlín, hace cerca de unaño, tal vez un poco más.

—¿Dónde se reunieron?—Nos reunimos todos en mi piso.—¿Por qué?—A Control le gustaba meterse en

mi éxito. Habíamos recibido un montón

de buen material de Karl… Supongo quela cosa había caído muy bien enLondres. Vino en un viaje rápido aBerlín y me pidió que les arreglara unareunión.

—¿Le importó?—¿Por qué había de importarme?—Era agente suyo. Hubiera podido

disgustarle que conociera a otrosorganizadores.

—Control no es un operador; es eljefe del Departamento. Karl lo sabía yeso le picaba la vanidad.

—¿Estuvieron juntos los tres todo eltiempo?

—Sí. Bueno, no todo. Les dejé solos

un cuarto de hora, aproximadamente. Nomás. Control lo quiso así, quería estarunos minutos a solas con Karl, Diossabe por qué…, de modo que salí delpiso con una excusa, no recuerdo qué.Ah, sí, ya sé; fingí que se nos habíaacabado el whisky. En realidad fui a vera De Jong y le pedí una botella.

—¿Sabe qué pasó entre ellosmientras usted estaba fuera?

—¿Cómo podía saberlo? No estabatan interesado, por otra parte.

—¿Se lo contó después Karl?—No se lo pregunté. Karl era un

tipo insolente en muchas cosas, siemprecomportándose como si estuviera algo

por encima de mí. No me gustaba elmodo como andaba con risitas apropósito de Control. Bueno, tenía plenoderecho a las risitas; fue un númerobastante ridículo. Lo echamos a risajuntos, en realidad. No venía a quépicarle la vanidad a Karl; la reunión notenía otra finalidad que darle másánimos.

—¿Estaba deprimido Karl entonces?—No, muy al contrario. Ya estaba

echado a perder: se le pagabademasiado, se le quería demasiado, seconfiaba en él demasiado. En parte fueculpa mía, en parte de Londres. Si no lehubiéramos mimado tanto, no habría

hablado de su red a aquella malditamujer.

—¿Elvira?—Sí.Caminaron un rato en silencio, hasta

que Fiedler interrumpió su cavilaciónpara indicar:

—Empieza usted a resultarmesimpático. Pero hay algo que medesconcierta. Es extraño…, no mepreocupaba antes de conocerle.

—¿Qué es?—Por qué ha venido, simplemente.

Por qué ha desertado.Leamas iba a decir algo, cuando

Fiedler se echó a reír.

—Me temo que no he sido muydelicado, ¿eh? —dijo.

Pasaron esa semana paseando porlos cerros. Al atardecer volvían a lacasa, tomaban una mala comidaacompañada con una botella de vinoblanco agrio, y luego se quedabansentados interminablemente con suSteinläger delante del fuego. Lo delfuego parecía ser una idea de Fiedler, alprincipio no lo tenían, y luego, un día,Leamas le oyó que mandaba a un policíapara que trajeran troncos. A Leamas,entonces, no le importaba el anochecer;

después de todo el día al aire libre, conel fuego y el licor fuerte, hablaba sin quese lo sugirieran, charlando de mododisperso sobre su Servicio. Leamassuponía que tomaban nota. No leimportaba.

A cada día que pasaba de ese modo,Leamas notaba una creciente tensión ensu compañero. Una vez salieron en la«DKW»; estaba anocheciendo ya y separaron junto a una cabina telefónica.Fiedler le dejó en el coche con lasllaves para hacer una larga llamada.Cuando volvió, Leamas dijo:

—¿Por qué no llamó desde la casa?Pero Fiedler se limitó a mover la

cabeza.—Hemos de tener cuidado —

contestó—; y usted también debe tenercuidado.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?—El dinero que metió en el Banco

de Copenhague… Escribimos, ¿seacuerda?

—Claro que me acuerdo.Fiedler no quiso decir nada más,

sino que siguió avanzando hacia loscerros. Allí se detuvieron. Al pie de laselevaciones, medio cubiertas por elentramado fantasmal de los altos pinos,quedaba el punto de unión de dosgrandes valles. Las abruptas colinas con

árboles, a ambos lados, difuminabanpoco a poco sus colores en la oscuridadque se espesaba, hasta parecer grises ysin vida en la penumbra.

—Pase lo que pase —dijo Fiedler—, no se preocupe. Todo saldrá bien,¿entiende? —su voz era enfática, y sudelgada mano se apoyó en el brazo deLeamas—. Es posible que tenga quecuidarse de sí mismo un poco, pero nodurará mucho, ¿entiende? —volvió apreguntar.

—No. Y puesto que no me lo dice,tendré que esperar a ver qué pasa. No sepreocupe demasiado por mi pellejo,Fiedler.

Apartó el brazo, pero la mano deFiedler seguía sujetándole. A Leamas lemolestaba que le tocaran.

—¿Conoce a Mundt? —preguntóFiedler—. ¿Sabe algo de él?

—Hemos hablado de Mundt.—Sí —repitió Fiedler—, hemos

hablado de él… Empieza por disparar yluego hace las preguntas. El principiodel «deterrente». Es un extraño sistemaen una profesión en la que se entiendeque las preguntas son siempre másimportantes que los disparos. —Leamassabía lo que Fiedler quería decirle—.Es un extraño sistema, a no ser que unotenga miedo a las respuestas —continuó

Fiedler en voz muy baja.Leamas aguardó. Un momento

después, Fiedler dijo:—Nunca ha hecho hasta ahora un

interrogatorio. Siempre me lo ha dejadoa mí. Solía decirme: «Interrógales tú,Jens, nadie sabe hacerlo como tú. Yo lescazo y tú les haces cantar.» Decía que lagente que se dedica al contraespionajeson como los pintores: necesitan aalguien con un martillo, detrás de ellos,para golpearles cuando han interrumpidosu trabajo: si no, se olvidan de lo quetratan de conseguir. «Yo seré tumartillo», solía decirme. Era una bromaentre nosotros, al principio; luego se

convirtió en una cosa seria; cuandoempezó a matarles, a matarles antes quecantaran, como decía usted: uno poraquí, otro por allá, a tiros o a traición,yo le pregunté, le pedí: «¿Por qué nodetenerles? ¿Por qué no me dejas quelos tenga yo un mes o dos? ¿De qué tesirven cuando están muertos?» No hacíamás que mover la cabeza, y decir quehay una ley según la cual se tienen quecortar los cardos antes de que florezcan.Yo tenía la sensación de que habíapreparado la respuesta antes de que lepreguntara. Es un buen organizador, muybueno. Ha hecho milagros con laAbteilung; ya lo sabe. Tiene teorías

sobre ello; he hablado con él hasta altashoras de la noche. Bebe café, nada más;sólo café, todo el tiempo. Dice que losalemanes son demasiado introspectivospara hacer buenos espías de ellos, ytodo eso sale en contraespionaje. Diceque la gente del contraespionaje soncomo lobos que roen huesos resecos:hay que quitarles los huesos y hacerlesencontrar nuevas presas. Yo veo todoeso, ya sé qué quiere decir. Pero ha idodemasiado lejos. ¿Por qué mató aRiemeck? ¿Por qué le alejó de mí?Riemeck era carne fresca, ni siquierahabíamos arrancado la carne del hueso,ya ve. Entonces, ¿por qué le alejó? ¿Por

qué, Leamas, por qué?La mano en el brazo de Leamas

apretaba fuerte en la oscuridad absolutadel coche, Leamas se daba cuenta de laaterradora intensidad de la emoción deFiedler.

—Lo he pensado día y noche. Desdeque mataron a tiros a Riemeck, me hepreguntado el motivo. Al principioparecía fantástico. Me dije a mí mismoque tenía celos, que el trabajo se mesubía a la cabeza, que veía traicionesdetrás de cada árbol; nos ponemos así lagente de nuestro mundo. Pero no podíacontenerme, Leamas, tenía queaveriguarlo… Ha habido otras cosas

antes. Él tenía miedo…, ¡tenía miedo deque cazáramos a alguien que hablarademasiado!

—¿Qué dice usted? No está en sujuicio —dijo Leamas, y en su voz habíaseñales de miedo.

—Todo concuerda, ya ve. Mundtescapó muy fácilmente de Inglaterra;usted mismo me lo ha dicho. ¿Y qué ledijo Guillam a usted? ¡Dijo que noquerían cazarle! ¿Por qué no? Yo le dirépor qué… Era el hombre de ellos; lehabían lanzado, le habían detenido, ¿nolo ve?, y ése era el precio de sulibertad… Ése, y el dinero que lepagaron.

—¡Le digo que no está en su juicio!—siseó Leamas—. Le matará a usted sipiensa alguna vez que se le ocurren esascosas. Es pan comido, Fiedler. Cierre elpico y póngase en camino hacia casa.

Por fin se aflojó el acaloradoapretón en el brazo de Leamas.

—Ahí es donde se equivoca. Ustedha proporcionado la respuesta, ustedmismo, Leamas. Por eso nosnecesitamos el uno al otro.

—¡No es verdad! —gritó Leamas—.Se lo he dicho muchas veces: no podríanhaberlo hecho. Cambridge Circus nopodría haberle puesto en movimientocontra la Zona sin que yo lo supiera. No

había posibilidad administrativa; ustedpretende decirme que Control dirigíapersonalmente al subjefe de la Abteilungsin que lo supiera el puesto de Berlín.¡Está loco, Fiedler, está fuera de sujuicio! —De pronto se echó a reírsuavemente—. Quizá quiere su puesto,pobre hijo de perra; no sería cosa rara,ya sabe. Pero este asunto ha resultadomuy estrepitoso.

—Ese dinero —dijo Fiedler— deCopenhague. El Banco ha contestado asu carta. El director está muypreocupado por si ha habido algúnerror. El dinero fue retirado por el otrotitular de la cuenta indistinta

exactamente una semana después de queusted lo ingresara. La fecha de cobrocoincide con una visita de dos días quehizo Mundt a Dinamarca en febrero. Fueallí, con un nombre falso, a encontrarsecon un agente americano que tenemos,que asistía a una conferencia mundial decientíficos. —Fiedler vaciló, y luegodijo—: Supongo que debería ustedescribir al Banco y decirles que todoestá en regla, ¿no?

XV. Venga al baile

Liz miró la carta del Centro delPartido y se preguntó de qué se trataba.La encontraba un poco desconcertante.Tenía que admitir que le halagaba, pero¿por qué no la habían consultado antes?¿Había presentado su nombre el Comitéde Distrito, o era elección del propioCentro? Pero nadie del Centro laconocía, que ella supiera. Desde luego,había conocido a algún que otro orador,y en el Congreso del Distrito habíaestrechado la mano del organizador delPartido. Acaso aquel hombre de

Relaciones Culturales se había acordadode ella: aquel hombre rubio yafeminado, tan lisonjero. Ashe, sellamaba. Se había interesado un pocopor ella, y Liz suponía que él habríapresentado su nombre, o se habríaacordado de ella al ofrecerse la beca.Un tipo raro sí que era: la llevó al«Black and White» a tomar café y lepreguntó si tenía novio. No se habíapuesto en plan amoroso ni nada —laverdad es que ella había pensado queera un poco mariquita—, pero le habíahecho muchas preguntas sobre sí misma.¿Cuánto tiempo llevaba en el Partido?¿No sentía nostalgia de vivir lejos de

sus padres? ¿Tenía muchos adoradores,o había alguno especial de su devoción?Ella no le hizo mucho caso, pero élsiguió hablando muy bien: el Estadotrabajador, en la República DemocráticaAlemana, el concepto de poetatrabajador, y todo ese asunto. Desdeluego, lo sabía todo sobre la EuropaOriental, debía de haber viajado mucho.Ella supuso que era un maestro deescuela: tenía ese aire didáctico yelocuente. Hicieron después una colectapara el Fondo de Lucha, y Ashe echóuna libra: ella se quedó absolutamentepasmada. Eso era, ahora estaba segura:era Ashe quien se había acordado de

ella. Le habría hablado a alguien en elDistrito de Londres, y el Distrito se lohabía dicho al Centro, o algo así. Sinembargo, no dejaba de parecerle unamanera curiosa de abordar las cosas.Pero, además, el Partido siempre seandaba con secretos: eso entraba en serun partido revolucionario, según suponíaella. El secreto no le atraía mucho a Liz,lo consideraba poco honrado. Perosuponía que era necesario, y vaya usteda saber; había muchos a quienes lesencantaba. Volvió a leer la carta. Estabaescrita en el papel con membrete delCentro, con el emblema rojo en lo alto, yempezaba: «Camarada.» A Liz le

pareció muy militar, y no le gustó: nuncase acostumbraría a lo de «camarada».

«Camarada:»Recientemente hemos tenidodiscusiones con nuestros camaradasdel Partido Socialista Unificado de laRepública Democrática Alemanasobre la posibilidad de efectuarintercambios entre miembros delpartido de aquí y nuestros camaradasde la Alemania democrática. La ideaes crear una base de intercambio alnivel de los simples militantes entrenuestros partidos. El PartidoSocialista Unificado se da cuenta deque las presentes medidasdiscriminatorias del Home Officebritánico imposibilitan que susdelegados puedan ir al Reino Unido

en un futuro inmediato, peroentienden que por ello mismo es másimportante un Intercambio deexperiencias, y nos han invitadogenerosamente a seleccionar cincosecretarios de Sección con buenaexperiencia y buen expediente deestímulo de acción masiva a nivel dela calle. Cada camarada seleccionadopasará tres semanas asistiendo adiscusiones de Sección, estudiando elprogreso de la industria y la seguridadsocial, y observando de primera manola evidencia de la provocaciónfascista por parte de Occidente. Esuna gran oportunidad dada a nuestroscamaradas para beneficiarse de laexperiencia de un joven sistemasocialista.»Por consiguiente, hemos solicitado

al Distrito que presentara losnombres de jóvenes militantes decuadro de vuestras zonas que pudieranobtener mayor beneficio del viaje, ytu nombre ha sido presentado.Deseamos que vayas si te es posible,realizando la segunda parte delproyecto, que es establecer contactocon una sección del Partido en laRepública Democrática Alemanacuyos miembros tengan semejanteambiente industrial y el mismo tipode problemas que vosotros. LaSección Sur de Bayswater ha sidopuesta en paralelo con Neuenhagen,un suburbio de Leipzig. Freda Lüman,secretaria de la Sección deNeuenhagen, prepara una granbienvenida. Estamos seguros de queeres la camarada más adecuada para

ese trabajo, y que tendrás un éxitoespléndido. Todos los gastos seránpagados por la Oficina Cultural de laRepública Democrática Alemana.»Estamos seguros de quecomprendes qué gran honor es éste, yconfiamos en que no permitirás queninguna consideración personal teimpida aceptar. Las visitas debentener lugar a fines del mes que viene,hacia el 23, pero los camaradasseleccionados viajarán por separado,ya que sus invitaciones no sonconvergentes. Te rogamos nos hagassaber cuanto antes si puedes aceptar,y te haremos saber nuevos detalles.

Cuanto más la leía, más raro leparecía. Tan poco tiempo para ponerseen marcha: ¿cómo sabían que se podía

marchar de la Biblioteca? Entonces,para su sorpresa, recordó que Ashe lehabía preguntado qué hacía en susvacaciones, y si avisaba con muchaantelación para pedir tiempo libre. ¿Porqué no le habían dicho quiénes eran losdemás seleccionados? Acaso no habríaninguna razón especial para que se lodijeran, pero, sin saber por qué, parecíararo que no se lo hubiesen dicho.

Además, era una carta muy larga.Estaban tan escasos de personal desecretaría en el Centro que solían hacerque las cartas fueran muy cortas, opedían a los camaradas que llamaranpor teléfono. Ésta era tan eficiente y

estaba tan bien mecanografiada que nopodían haberla escrito en el Centro, enabsoluto. Pero sí que estaba firmada porel organizador cultural: era su firma, deveras, no había duda. La había vistomontones de veces al pie de avisosciclostilados. Y la carta tenía ese estilotorpe, semiburocrático, semimesiánico,a que se había acostumbrado sin gustarlenada. Era una estupidez decir que ellatenía un buen expediente de acciónmasiva a nivel de la calle. No lo tenía.En realidad, detestaba ese aspecto de lalabor del Partido: los altavoces a laspuertas de la fábrica, vender el DailyWorker en la esquina, ir de puerta en

puerta en las elecciones locales. Eltrabajo de la Paz no le importaba tanto:significaba algo para ella, tenía sentido.Se podía mirar a los niños de la calle alpasar, a las madres que empujaban suscochecitos, y a los viejos parados en laspuertas, y se podía decir: «Lo hago porellos.» Eso era de veras luchar por lapaz.

Nunca había mirado con los mismosojos la lucha por obtener votos y lalucha por vender. Acaso eso era porqueles reducía a lo que eran de veras,pensaba. Era fácil, cuando habíaalrededor de una docena en una reuniónde Sección, reedificar el mundo,

marchar en la vanguardia del socialismoy hablar de la inevitabilidad de lahistoria. Pero luego tenía que salir a lacalle con una brazada de Daily Worker ,a menudo esperando una hora o dos paravender un ejemplar. A veces hacíatrampas, como los demás, y pagaba unadocena de su bolsillo sólo para salir delpaso y marcharse a casa.

En la siguiente reunión presumían deello, olvidando que también los habíancomprado ellos mismos: «¡La camaradaGold vendió dieciocho ejemplares elsábado por la noche; dieciocho!»Entonces salían en las actas, y tambiénen el boletín de la Sección. El Distrito

se frotaba las manos, y quizá lamencionaban en aquel pequeño espaciode la primera página sobre el Fondo deLucha. Era un mundo muy pequeño y elladeseaba que fueran más honrados. Perotambién se mentía sobre todo aquello.Tal vez todos se mentían. O quizá losotros entendían mejor por qué uno teníaque mentirse tanto. Le parecía muy raroque la hubieran hecho secretaria deSección.

Fue Mulligan quien la propuso:«Nuestra joven, vigorosa y atractivacamarada…» Pensaba que dormiría conél si conseguía que la hicieransecretaria. Los otros habían votado a

favor de ella porque les era simpática, yporque sabía escribir a máquina: porqueharía de veras el trabajo sin intentar queellos fueran a hacer encuestas por lascasas los fines de semana. Nodemasiado a menudo, de todos modos.Habían votado por ella porque queríanun club decentito, agradable yrevolucionario, sin complicaciones. Fueun verdadero fraude.

Alec parecía haberlo comprendido:simplemente, no lo había tomado enserio. «Unos crían canarios, otros seapuntan al Partido», había dicho unavez, y era verdad. En todo caso, eraverdad en Bayswater South, y el Distrito

lo sabía perfectamente. Por esoresultaba tan curioso que la hubierandesignado: por eso se resistía mucho acreer que el Distrito hubiera intervenidoen ello. Estaba segura de que laexplicación era Ashe. Quizá se habíavuelto loco por ella, quizá no eraafeminado, sino que sólo lo parecía.

Liz se encogió de hombrosexageradamente, esa clase de ademánviolento que hace la gente cuando estáemocionada a solas. En todo caso, iríaal extranjero, gratis, y le parecíainteresante. Nunca había estado en elextranjero, y desde luego que no podríapagarse el viaje. Bien es verdad que

tenía reservas respecto a Alemania.Sabía, le habían dicho que AlemaniaOccidental era militarista y revanchista,y que Alemania Oriental erademocrática y pacifista. Pero dudabaque todos los buenos alemanesestuvieran en un lado y todos los malosen el otro. Y los malos eran los quehabían matado a su padre. Acaso poreso el Partido la había elegido, como ungeneroso acto de reconciliación.

Quizá era eso en lo que pensabaAshe cuando le había hecho todasaquellas preguntas. Desde luego; ésa erala explicación. De repente, se llenó deun sentimiento de calor y gratitud hacia

el Partido. Se acercó a la mesa y abrióel cajón donde, en una vieja carteraescolar, guardaba el papel de cartas dela Sección y los sellos correspondientes.Metió una hoja de papel en su viejamáquina «Underwood» (se la habíanmandado del Distrito al enterarse de quesabía escribir a máquina: saltaba unpoco, pero por lo demás estaba bien), yescribió una bonita carta deagradecimiento, aceptando. El Centroera una cosa estupenda: severo,benévolo, impersonal, perpetuo. ¡Eranbuena gente, muy buena. Gente queluchaba por la Paz!

Al cerrar el cajón vio la tarjeta de

Smiley.Recordó al hombrecito con la cara

seria y fruncida, parado en la puerta desu cuarto. diciendo: «¿Sabía el Partidolo de usted y Alec?» Qué tonta era.Bueno, esto la distraería del asunto.

XVI. Detención

Fiedler y Leamas recorrieron ensilencio todo el camino de vuelta. Enmedio de la oscuridad, las colinas erannegras y enormes y los puntos de luzluchaban con la oscuridad espesadacomo las luces de barcos lejanos en elmar.

Fiedler aparcó el coche bajo uncobertizo que se encontraba al lado dela casa y caminaron junto a la puertaprincipal. Iban a entrar en la casacuando oyeron un grito desde losárboles, seguido por el nombre de

Fiedler, gritado por alguien. Sevolvieron, y Leamas distinguió en laoscuridad, a unos veinte metros, a treshombres en pie, que al parecer estabanesperando la llegada de Fiedler.

—¿Qué quieren? —gritó Fiedler.—Queremos hablar con usted.

Venimos de Berlín.Fiedler vaciló.—¿Dónde está ese maldito guardia?

—preguntó a Leamas—. Debería haberun guardia en la puerta principal.

Leamas se encogió de hombros.—¿Por qué no están encendidas las

luces del vestíbulo? —volvió apreguntar. Y luego, aún indeciso,

empezó a caminar lentamente hacia loshombres.

Leamas aguardó un momento; luego,no oyendo nada, caminó a través de lacasa con las luces apagadas hasta elanejo de detrás. Era una destartaladabarraca unida a la parte posterior deledificio y oculta, por todos sus lados,por apretadas plantaciones de pinosjóvenes. La caseta estaba dividida entres dormitorios comunicantes: no habíapasillo. El cuarto del medio era el quele habían dado a Leamas, y el cuartomás cercano al edificio estaba ocupadopor dos guardias. Leamas nunca supoquién ocupaba el tercero. Una vez había

tratado de abrir la puerta decomunicación entre ese cuarto y el suyo,pero estaba cerrada con llave.Atisbando por una estrecha grieta entrelas cortinas de encaje, una mañana, alsalir a pasear, había descubierto quesólo era un dormitorio. Los dosguardias, que le seguían a todas partes aunos cincuenta metros, todavía no habíandoblado la esquina de la caseta cuandoél miró por la ventana. El cuartocontenía una sola cama, hecha, y unpequeño escritorio con papeles encima.Supuso que alguien le estaríaobservando desde ese cuarto con lo quesuele llamarse meticulosidad alemana.

Pero Leamas era perro viejo parapermitirse alguna preocupación por esavigilancia. En Berlín había formadoparte de su vida: si no se podíalocalizar, peor: sólo quería decir quetomaban mayor cuidado, o que unoperdía su dominio.

Por lo regular, siendo tan hábil enese tipo de cosas y tan buen observadory con tan buena memoria —en resumen,valiendo tanto en su profesión—, leslocalizaba de todos modos. Sabía lasformaciones que suele adoptar un grupoque sigue a alguien; conocía los trucos,las debilidades, las caídas momentáneasque les podían denunciar. No significaba

nada para Leamas ser vigilado, pero alpasar a través de la improvisada puertahasta la casa y la barraca, y detenerse enel dormitorio de los guardias, tuvo lacerteza de que había algo que no ibabien.

Las luces de la barraca secontrolaban desde algún punto central:alguna mano invisible las encendía yapagaba. Por las mañanas le despertabael súbito fulgor de la única luz en eltecho de su cuarto. Por la noche, ledaban prisa para acostarse con unoscurecimiento ritual.

Eran sólo las nueve cuando entró enla barraca, y las luces ya estaban

apagadas. Generalmente esperaban hastalas once, pero ahora habían apagado laluz y bajado las persianas. Estabaabierta la puerta de comunicación con lacasa, así que llegaba la pálida penumbrade la entrada, pero sin entrar casi en eldormitorio de los guardias, dejándolever escasamente las dos camas vacías.Al quedarse allí escudriñando el cuarto,le sorprendió encontrarlo vacío, ycerrada la puerta detrás de él. Quizá sehabía cerrado sola, pero Leamas nointentó abrirla. Estaba totalmente aoscuras. Ningún ruido habíaacompañado el cerrarse de la puerta,ningún chasquido ni pisada.

Para Leamas, con su instintosúbitamente alerta, fue como si la bandasonora de la película se hubiesedetenido. Luego olió a cigarrillo. El olordebía de estar en el aire, pero no sehabía dado cuenta de él hasta ahora.Como un ciego, su tacto y su olfato seaguzaban en la oscuridad.

Llevaba cerillas en el bolsillo, perono las usó. Dio un paso hacia un lado,apretó la espalda contra la pared y sequedó inmóvil. Para Leamas sólo podíahaber una explicación: estabanesperando a que pasara del cuarto de losguardias al suyo, de modo que decidióquedarse donde estaba. Luego, desde el

edificio principal de donde habíallegado, oyó claramente ruido de pasos.Alguien probó la puerta que él acababade cerrar, y echó la llave. Leamas siguiósin moverse. Todavía no. No cabíafingir otra cosa: estaba prisionero en labarraca. Muy lentamente, Leamas seagachó entonces acurrucándose, y semetió la mano en el bolsillo lateral de lachaqueta. Estaba tranquilo, casi aliviadocon la perspectiva de la acción, peropor su mente cruzaban velocesrecuerdos. «Casi siempre tiene uno unarma: un cenicero, un par de monedas,una estilográfica…, cualquier cosa quepinche o corte.» Era el dicho favorito

del benévolo sargento galés de aquellacasa, junto a Oxford, en la guerra:«Nunca usen las dos manos a la vez, nicon un cuchillo, bastón o pistola:mantengan libre el brazo izquierdo, ypónganselo sobre la tripa. Si noencuentran nada con que golpear,conserven las manos abiertas y lospulgares rígidos.»

Con la caja de cerillas en la manoderecha, la apretó a lo largo y la aplastópoco a poco, de modo que los pequeñosfilos de madera astillada le salieron porentre los dedos. Hecho esto, se movió alo largo de la pared hasta que llegó auna silla que sabía que estaba en el

rincón del cuarto. Sin importarle ya elruido que hiciera, empujó la silla alcentro del cuarto. Contando los pasos alapartarse de la silla, se situó en elángulo de las dos paredes. Al hacerloasí, oyó que se abría de golpe la puertade su propio dormitorio. En vano tratóde distinguir la figura que debía de estaren la puerta, pero tampoco salía luz desu cuarto. La tiniebla era impenetrable.No se atrevía a avanzar para atacar,pues ahora la silla estaba en medio delcuarto: era su ventaja táctica, pues sabíadónde estaba, y ellos no. Debían venir apor él, a la fuerza; y no podía dejarlesesperar hasta que su ayudante de fuera

alcanzara el interruptor general yencendiera las luces.

—Adelante, hijos de perrapresumidos —siseó en alemán—; estoyaquí, en el rincón. Venid a buscarme,¿sois capaces?

Ni un movimiento, ni un sonido.—Estoy aquí, ¿no me veis? ¿Qué

pasa, entonces? ¿Qué os pasa? Venid,¿no sois capaces?

Y entonces oyó que alguienavanzaba, y que otro le seguía; luego eljuramento de un hombre al tropezar conla silla, y ésa fue la señal que esperabaLeamas. Tirando a un lado la caja decerillas, se deslizó hacia delante, lenta y

cuidadosamente, paso a paso, con elbrazo izquierdo extendido en el ademánde quien aparta ramas en un bosque,hasta que, muy suavemente, tocó unbrazo y notó el paño caliente y rasposode un uniforme militar. Con la mismamano izquierda, Leamas golpeócuidadosamente dos veces el brazo —dos golpes distintos—, y oyó unaasustada voz junto a su oído, en alemán:

—¿Eres tú, Hans?—Cierra el pico, imbécil —susurró

Leamas, en respuesta.Y en el mismo instante extendió la

mano, agarró al hombre por el pelo,sacudiéndole la cabeza hacia delante y

hacia abajo, y luego, en un terrible golpeen corte, le dio con el lado de la manoderecha en la nuca, le volvió aincorporar por el brazo, le golpeó en lagarganta con un mero impulso haciaarriba del puño abierto, y después ledejó caer donde le llevara la fuerza dela gravedad. Cuando el cuerpo delhombre golpeó el suelo, las luces seencendieron.

En la puerta había un joven capitánde la Policía Popular fumando uncigarro, y detrás de él, dos hombres.Uno iba de paisano, y era muy joven.Tenía una pistola en la mano. Leamaspensó que era de esas armas checas con

peine sobre la culata. Todos miraron alhombre que estaba en el suelo. Alguienabrió la puerta de fuera y Leamas sevolvió a ver quién era. Cuando sevolvía, se oyó un grito —Leamas pensóque era el capitán— ordenándole que seestuviera quieto. Se volvió lentamentemirando a los tres hombres.

Tenía todavía las manos en loscostados cuando llegó el golpe. Parecióaplastarle el cráneo. Al caer, derivandotibiamente a la inconsciencia, sepreguntaba si le habrían golpeado con unrevólver de tipo antiguo, uno deaquellos con perno en el extremo de laculata.

Le despertó el viejo reincidentecantando y el carcelero aullándole quese callara. Abrió los ojos y, como unaluz brillante, el dolor irrumpió en sucerebro. Se quedó inmóvil rehusandocerrarlos, observando los vivacesfragmentos coloreados que corrían porsu campo de visión. Trató de darsecuenta de sí mismo: tenía los pies fríoscomo el hielo, y notaba el olor acre deun uniforme de recluso. El canto sehabía detenido, y de repente Leamasdeseó intensamente que volviera aempezar, aunque sabía que nunca seríaasí. Trató de levantar la mano para tocar

la costra de sangre que notaba en lamejilla, pero tenía las manos sujetasdetrás. También debía de tener atadoslos pies; la sangre los habíaabandonado, y por eso estaban fríos.

Dolorosamente miró a su alrededor,tratando de levantar la cabeza unapulgada o dos del suelo. Para susorpresa, vio delante de él sus propiasrodillas. Instintivamente trató de estirarlas piernas, y al hacerlo, todo su cuerpofue invadido por un dolor tan súbito yterrible que lanzó un sollozante grito deangustiada compasión hacia sí mismo,como el último grito de un hombre en eltormento. Se quedó jadeando, intentando

dominar el dolor; y luego, por puraperversidad de su naturaleza, intentó denuevo, muy despacio, estirar las piernas.Enseguida volvió el dolor, pero Leamashabía encontrado la causa: tenía lasmanos y los pies encadenados detrás dela espalda. En cuanto intentaba estirarlas piernas la cadena se tensaba,apretando los hombros y la maltratadacabeza contra el suelo de piedra. Debíande haberle pegado mientras estabainconsciente: todo su cuerpo estabarígido y arañado, y le dolían los riñones.Se preguntó si habría matado al guardia.Esperó que ojalá fuera así.

Encima de él brillaba la luz, grande,

clínica y feroz. No había muebles, sóloparedes enjalbegadas, muy cerca, entorno suyo, y la puerta de acero gris, unelegante gris carbón, ese color que se veen las casas de Londres bien puestas. Nohabía más. Nada en absoluto: sólo elterrible dolor. Debía de llevar tendidoallí horas enteras antes de que llegaran.La luz daba calor; tenía sed, pero rehusógritar. Por fin se abrió la puerta y allíestaba Mundt. Supo que era Mundt porlos ojos. Smiley le había hablado deellos.

XVII. Mundt

Le desataron y le dejaron queintentara ponerse en pie. Por unmomento casi lo consiguió; luego, alvolver la circulación a las manos y lospies, y al quedar sus muñecas libres dela contracción a que habían estadosujetas, se desplomó. Le dejaron allítendido, observándole con laindiferencia de unos niños que miran uninsecto. Uno de los guardias se adelantóbruscamente a Mundt y chilló a Leamasque se pusiera en pie.

Leamas fue a gatas hasta la pared y

apoyó las palmas de sus palpitantesmanos en el ladrillo blanqueado. Estabaa medio levantar cuando el guardia ledio una patada haciéndole caer otra vez.Probó de nuevo, y esta vez el guardia ledejó ponerse en pie con la espaldacontra la pared. Vio apoyar al guardia supeso en el pie izquierdo y comprendióque le iba a dar una patada. Con el restode sus fuerzas, Leamas se lanzó haciadelante, lanzando la cabeza gacha contrala cara del guardia.

Cayeron juntos, Leamas encima. Elguardia se levantó y Leamas se quedótendido, esperando el castigo. PeroMundt dijo algo al guardia y Leamas

notó que le levantaban por los hombrosy los pies, y oyó cerrarse la puerta de lacelda mientras le llevaban por el pasilloadelante. Tenía una sed terrible.

Le llevaron a un cuartito cómodo,decentemente amueblado con una mesaescritorio y unas butacas. Unaspersianas suecas cubrían a medias lasventanas enrejadas. Mundt se sentó a lamesa, y Leamas en una butaca, con losojos medio cerrados. Los guardias sequedaron de pie junto a la puerta.

—Denme de beber —dijo Leamas.—¿Whisky?—Agua.Mundt llenó una jarra en un depósito

que había en el rincón, y la puso en lamesa con un vaso al lado.

—Tráiganle de comer —ordenó, yuno de los guardias salió del cuarto, yvolvió con un tazón de sopa y unasalchicha en rebanadas. Comió y bebió,mientras ellos le miraban en silencio.

—¿Dónde está Fiedler? —preguntóLeamas por fin.

—Detenido —replicó Mundt consequedad.

—¿Por qué?—Por conspirar para sabotear la

seguridad del pueblo.Leamas asintió lentamente.—Así que ha ganado usted —dijo—.

¿Cuándo le detuvo?—Anoche.Leamas esperó un momento, tratando

de concentrar otra vez su atención enMundt.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó.—Usted es un testigo implicado en

el asunto. Desde luego, a usted se lejuzgará después.

—Así que yo formo parte de untrabajo de Londres para fingir unatraición de Mundt, ¿no?

Mundt asintió, encendió uncigarrillo, y se lo dio a uno de loscentinelas para que se lo pasara aLeamas.

—Eso es —dijo.El centinela se acercó, y con un

ademán de solicitud de mala gana, pusoel cigarrillo entre los labios de Leamas.

—Una operación muy bien cuidada—observó Leamas, y añadióestúpidamente—: Tipos listos, esoschinos.

Mundt no dijo nada. Leamas se fueacostumbrando a sus silencios en eldesarrollo de la entrevista. Mundt teníauna voz bastante agradable; eso era algoque Leamas no había esperado, peroraramente hablaba. Quizá laextraordinaria confianza de Mundt en símismo hiciera que no hablase a no ser

que deseara hacerlo de modo muyespecífico, estando dispuesto a concederque se produjeran largos silencios envez de intercambiar palabras inútiles.En esto se diferenciaba de losinterrogadores profesionales que seapoyan en la iniciativa, en la evocaciónde situaciones y en la explotación de esadependencia psicológica de unprisionero respecto a su inquisidor.Mundt despreciaba la técnica: erahombre de hechos y acción. Leamas loprefería.

El aspecto de Mundt estabacompletamente de acuerdo con sutemperamento. Tenía aire de atleta. Su

pelo rubio era muy corto, mate y bienarreglado. Su joven rostro tenía unasfacciones duras y claras, y unainmediatez aterradora; carecía de humoro fantasía. Parecía joven, pero nojuvenil: los hombres de más edad letomaban en serio. Estaba bien formado.La ropa le iba bien porque era hombrefácil de vestir. Leamas no encontródificultad en recordar que Mundt era unasesino: había una frialdad en él, unaautosuficiencia rigurosa, que leequipaban perfectamente para el oficiodel crimen. Mundt era un hombre muyduro.

—La otra acusación por la que se le

procesará, si es necesario —añadióMundt tranquilamente—, es porasesinato.

—Así que murió el centinela, ¿eh?…—contestó Leamas.

Una ola de intenso dolor pasó por sucabeza.

Mundt asintió.—Siendo así —dijo—, procesarle

por espionaje es algo académico. Yopropongo que la causa contra Fiedlersea pública. Ése es también el deseo delPresidium.

—¿Y necesita mi confesión?—Sí.—Es decir, que no tiene ninguna

prueba.—Tendremos pruebas. Tendremos

su confesión.No había amenaza en la voz de

Mundt. No había estilo ni inflexiónteatral.

—Por otra parte, podría haberclemencia en su caso… A usted lesometió a chantaje la Intelligencebritánica; le acusaron de robar dinero yle obligaron a preparar una trampa devenganza contra mí. El Tribunal tendríasimpatía hacia tal declaración.

Leamas pareció sorprenderse,desprevenido.

—¿Cómo ha sabido que me

acusaban de robar dinero?Pero Mundt no contestó.—Fiedler ha sido bastante

estúpido… —observó Mundt—. Encuanto leí el informe de nuestro amigoPeters supe por qué le habían mandado,y supe que Fiedler caería en la trampa.Fiedler me odia mucho. —Mundt afirmócon la cabeza como para acentuar laverdad de su observación—. Su gente losabía, por supuesto. Ha sido unaoperación muy inteligente. Dígame quiénla preparó. ¿Fue Smiley? ¿Lo hizo él?

Leamas no dijo nada.—Yo quería ver el informe de

Fiedler sobre el interrogatorio que le

hizo a usted, ya comprende. Le dije queme lo mandara. Él se retrasó, ycomprendí que acertaba. Luego, lo hizocircular ayer entre los miembros delPresidium y no me mandó un ejemplar.Alguien de Londres ha sido muy listo.

Leamas no dijo nada.—¿Cuándo vio por última vez a

Smiley? —preguntó Mundt, como depasada.

Leamas vaciló, inseguro de símismo. La cabeza le dolía terriblemente.

—¿Cuándo le vio por última vez? —repitió Mundt.

—No recuerdo —dijo Leamas porfin—: en realidad él ya no estaba en la

organización. De vez en cuando aparecíapor allí.

—Es muy amigo de Peter Guillam,¿no?

—Creo que sí.—Guillam, según creía usted,

estudiaba la situación económica en laRepública Democrática Alemana. Unapequeña sección extraña de su Servicio;usted no estaba muy seguro de lo quehacía.

—Así es.El sonido y la visión se volvían

confusos en el loco latir de su cerebro.Tenía los ojos calientes y doloridos. Sesentía mareado.

—Bueno, ¿cuándo vio por últimavez a Smiley?

—No recuerdo… No recuerdo.Mundt movió la cabeza.—Usted posee una memoria muy

buena… para cualquier cosa que meacuse. Todos podemos recordar laúltima vez que vimos a alguien. Porejemplo, ¿le vio después de volver deBerlín?

—Sí, creo que sí. Me tropecé conél… una vez en Cambridge Circus, enLondres.

Leamas había cerrado los ojos ysudaba.

—No puedo seguir adelante,

Mundt…, no mucho tiempo más, Mundt;estoy mareado —dijo.

—Después que Ashe le recogió,después que se metió en la trampa que lehabían tendido, almorzaron juntos, ¿no?

—Sí. Almorzamos juntos.—El almuerzo acabó hacia las

cuatro. ¿Adónde fue usted entonces?—Fui a la City, creo. No lo recuerdo

con seguridad… Por amor de Dios,Mundt —dijo, sujetándose la cabeza conla mano—: no puedo seguir. Mi malditacabeza…

—Y después de eso, ¿adónde fue?¿Por qué se quitó de encima a los que leseguían, por qué tuvo tanto empeño en

quitárselos?Leamas no dijo nada: respiraba con

jadeos cortos.—Conteste a esta pregunta, si puede.

Tendrá una cama. Puede dormir siquiere. Si no, tendrá que volver a sucelda, ¿entiende? Le volverán a atar y ledarán de comer en el suelo como a unanimal, ¿entiende? Dígame adónde fue.

El loco latir de su cerebro aumentóde pronto, el cuarto bailaba: oyó voces asu alrededor y ruido de pasos; formasespectrales pasaron y volvieron a pasar;alguien gritaba, pero no hacia él; lapuerta se había abierto, estaba seguro,estaba seguro de que alguien había

abierto la puerta. El cuarto estaba llenode gente, todos gritando ahora, y luegose iban, les oía marcharse, el ruido desus pasos era como el latir de su cabeza;el eco se extinguió y se hizo el silencio.Luego, como el contacto de la propiamisericordia, le pusieron un paño frescoen la frente, y unas manos cariñosas selo llevaron.

Despertó en una cama de hospital: alpie de ella estaba Fiedler, fumando uncigarrillo.

XVIII. Fiedler

Leamas pasó revista: una cama consábanas, una habitación individual sinrejas en las ventanas, sino solamentecortinas y cristal escarchado. Paredesverde pálido, linóleo verde oscuro, yFiedler mirándole y fumando.

Una enfermera le sirvió de comer:un huevo, una sopa ligera y fruta. Sesentía como para morir, pero supuso queharía bien en comerlo. Así lo hizo,mientras Fiedler le miraba.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó.—Horriblemente mal —contestó

Leamas.—Pero ¿mejor?—Creo que sí —vaciló—. Esas

bestias me dieron una paliza.—Mató a un centinela, ¿lo sabe?—Suponía… ¿Qué esperan ésos, si

montan una operación tan estúpida? ¿Porqué no se nos llevaron a los dos a lavez? Si ha habido algo demasiadoorganizado, ha sido eso.

—Me temo que, como nación,tendemos a organizar demasiado. En elextranjero, eso pasa por eficacia.

Hubo otra pausa.—¿A usted qué le pasó? —preguntó

Leamas.

—Ah, a mí también me ablandaronpara el interrogatorio.

—¿Los hombres de Mundt?—Los hombres de Mundt y Mundt.

Fue una sensación peculiar.—Es un modo como otro cualquiera

de decirlo.—No, no; físicamente, no.

Físicamente fue una pesadilla, pero yacomprende: Mundt tenía un interésespecial en darme una paliza. Aparte dela confesión.

—Porque imaginó aquella historiasobre…

—Porque soy judío.—¡Cristo! —dijo Leamas a media

voz.—Por eso recibí tratamiento

especial. Durante todo el tiempo me losusurraba. Era muy raro.

—¿Qué decía?Fiedler no contestó. Por fin musitó:—Esto se ha terminado.—¿Por qué? ¿Qué pasó?—El día que nos detuvieron yo

había pedido al Presidium una ordenpara detener a Mundt como enemigo delpueblo.

—Pero usted está loco…, ya se lodije, loco de atar, Fiedler. Él jamás…

—Había otras declaraciones contraél aparte de la suya. Se habían ido

acumulando acusaciones desde hace tresaños, prueba por prueba. La suya nosproporcionó la prueba quenecesitábamos; eso es todo. Tan prontocomo estuvo claro, preparé un informe yse lo mandé a todos los miembros delPresidium excepto a Mundt. Lorecibieron el mismo día en que yo hicemi petición para que lo detuvieran.

—El día en que nos detuvieron.—Sí. Yo sabía que Mundt lucharía.

Sabía que tenía amigos en el Presidium,o por lo menos, incondicionales, gentebastante asustada como para correr juntoa él tan pronto como recibieran miinforme. Y al fin, yo sabía que él

perdería. El Presidium tenía el arma quenecesitaba para destruirle; tenían elinforme, y en esos pocos días en que austed y a mí nos interrogaban, ellos loleyeron y releyeron hasta quecomprendieron que era verdad, y todossupieron que los demás lo sabían.Reunidos por su miedo común, sudebilidad común y su conocimientocomún, se volvieron contra él ymandaron constituir un tribunal.

—¿Un tribunal?—Secreto, desde luego. Se reúne

mañana. Mundt está detenido.—¿Cuáles son las otras

acusaciones? ¿Las declaraciones que ha

reunido usted?—Espere y verá —contestó Fiedler

con una sonrisa—. Mañana lo verá.Fiedler se quedó callado un rato,

viendo comer a Leamas.—Ese Tribunal —preguntó Leamas

—, ¿cómo funciona?—Eso depende del presidente. No

es un Tribunal Popular: es importanterecordarlo. Es más bien algo así comouna investigación; un comité deinvestigación, eso es, nombrado por elPresidium para informar sobre undeterminado… tema. El informecontiene una recomendación. En un casocomo éste, la recomendación equivale a

un veredicto, pero permanece secreto,como parte de la actuación delPresidium.

—¿Cómo funciona? ¿Hay abogadosy jueces?

—Hay tres jueces —dijo Fiedler—y, en efecto, hay abogados. Mañana, yomismo presentaré la acusación contraMundt, y Karden le defenderá.

—¿Quién es Karden?Fiedler vaciló.—Un hombre muy duro —dijo—.

Parece un médico rural, pequeño ybenévolo. Estuvo en Buchenwald.

—¿Por qué no puede Mundtdefenderse él mismo?

—Ha sido un deseo de Mundt. Sedice que Karden llamará a un testigo.

Leamas se encogió de hombros.—Eso es asunto suyo —dijo.Otra vez hubo silencio. Por fin,

Fiedler dijo reflexivamente:—A mí no me habría importado…,

no creo que me hubiera importado, entodo caso, no tanto… que me hubierahecho daño a mí mismo, por odio ocelos. ¿Entiende usted esto? Ese dolorlargo, interminable, y en el que todo eltiempo uno deja de decirse: «O medesmayo, o me acostumbro a sobrellevarel dolor: la naturaleza se ocupará deeso», y el dolor no hace más que crecer,

como un violinista que sube por laprima. Uno cree que no puede subir másalto, y sube: así es el dolor, y todo loque hace la naturaleza es pasarle a unode nota en nota, como a un niño sordo alque le enseñan a oír. Y durante todo eltiempo susurraba: «Judío…, judío.» Yole podría entender, estoy seguro de quepodría, si él lo hubiera hecho por laidea, por el Partido, si usted quiere, o sime hubiera odiado a mí. Pero no eraeso: él odiaba…

—Muy bien —dijo Leamas, consequedad—. Usted debería saberlo. Esun hijo de perra.

—Sí —dijo Fiedler—, es un hijo de

perra.Parecía excitado. «Quiere presumir

ante alguien», pensó Leamas.—Pensé mucho en usted —añadió

Fiedler—. Pensé en aquellaconversación que tuvimos, ya seacuerda, sobre el motor.

—¿Qué motor?Fiedler sonrió.—Perdone, es una traducción

directa: quiero decir «motor», la fuerzamotriz, el espíritu, el impulso: comoquiera que lo llamen los cristianos.

—Yo no soy cristiano.Fiedler se encogió de hombros.—Ya sabe lo que quiero decir. —

Volvió a sonreír—. Eso que tanincómodo le pone… Lo diré de otramanera. Supongamos que Mundt tienerazón. Me pidió que confesara, ya sabe:yo tenía que confesar que estaba deacuerdo con espías británicos queconspiraban para asesinarle. Ya ve lacuestión: que toda la operación estabamontada por la Intelligence británicapara incitarnos —para incitarme, siusted quiere— a liquidar al mejorhombre de la Abteilung: para volvercontra nosotros nuestra propia arma.

—También lo probó conmigo —dijoLeamas, con indiferencia. Y añadió—:Como si yo hubiera guisado toda la

maldita historia.—Pero lo que quiero decir es esto:

suponga que lo hubiera hecho, supongaque fuera verdad: estoy poniendo unejemplo, ya me entiende, una hipótesis:¿mataría usted a un hombre, a un hombreinocente…?

—Mundt también es un asesino.—Suponga que no lo fuera. Suponga

que fuera yo a quien querían matar: ¿loharía Londres?

—Depende…, depende de lanecesidad…

—Ah —dijo Fiedler, satisfecho—,depende de la necesidad. Como Stalin,en realidad. El accidente de circulación

y las estadísticas. Es un gran alivio.—¿Por qué?—Tiene que dormir un poco —dijo

Fiedler—. Pida la comida que quiera.Le traerán lo que le haga falta. Mañanapodrá hablar. —Al alcanzar la puerta,miró hacia atrás y dijo—: Somos todoslo mismo, ya sabe, ésa es la broma.

Leamas pronto se durmió, satisfechode saber que Fiedler era su aliado y quedentro de poco enviarían a Mundt a lamuerte. Era algo que esperaba desdehacía mucho tiempo.

XIX. Reunión desección

Liz era feliz en Leipzig. Laausteridad le complacía, le daba elconsuelo del sacrificio. La casita dondeestaba era oscura y pobre, la comida eramala y la mayor parte tenía que ser paralos niños. Hablaban de política en todaslas comidas, ella y Frau Ebert,secretaria de Sección en la Sección deBarriada de Leipzig Hohengrün, unamujercita gris cuyo marido dirigía unacantera de grava en las afueras de laciudad. Era como vivir en una

comunidad religiosa, pensaba Liz; unconvento, o un «kibbutz», o algo así.Uno sentía que el mundo estaba mejorpor su estómago vacío. Liz sabía unpoco de alemán que había aprendido desu tía, y le sorprendió ver con cuántarapidez podía practicarlo. Los niños, alprincipio, la trataron de una manerarara, como si fuera una persona de granimportancia o de valiosa rareza, y altercer día uno de ellos se armó de valory le preguntó si había traído chocolatede «drüben», de «allá». No se le habíaocurrido, y se sintió avergonzada.Después de eso, parecieron olvidarla.

Al atardecer, había trabajo del

Partido. Distribuían propaganda,visitaban a miembros de la Sección queno habían pagado las cuotas o que sehabían descuidado en la asistencia a lasreuniones, iban de visita al distrito parauna discusión sobre «Problemasrelacionados con la distribucióncentralizada de los productosagrícolas», en que estaban presentestodos los secretarios locales de Sección,y asistía a una reunión del ConsejoConsultivo de Trabajadores de unafábrica de máquinas herramientas en lasafueras de la ciudad.

Por fin, el cuarto día, el jueves,llegó la reunión de su propia Sección.

Ésa iba a ser, al menos para Liz, laexperiencia más animadora de todas:sería un ejemplo de todo lo que podíaser algún día su propia Sección deBayswater. Habían elegido un titulomaravilloso para las discusiones de esatarde: «Coexistencia después de dosguerras», y esperaban una asistenciacomo nunca. Se habían distribuidocirculares por toda la barriada, yocupado de que no hubiera reunión rivalen los alrededores aquella tarde: no eraun día para hacer compras a última hora.

Acudieron siete personas.Siete personas, y Liz y la secretaria

de la Sección, y el delegado del

Distrito. Liz puso cara valiente, pero sesintió terriblemente trastornada. Apenaspodía concentrar su atención en elorador, y cuando lo intentaba, él usabalargas palabras alemanas compuestas,que de ningún modo podía elladescifrar. Era como las reuniones enBayswater, era como las devociones deentre semana cuando acostumbraba ir ala iglesia: el mismo grupito cumplidorde caras perdidas, la misma meticulosaconciencia de sí mismos, la mismasensación de una gran idea en manos degente insignificante. Siempre sentía lomismo: era terrible, de veras, pero losentía: deseaba que no apareciera nadie,

porque eso sería algo definitivo ysugeriría persecución, humillación, algoante lo que se podía reaccionar.

Pero siete personas no era nada: erapeor que nada, porque evidenciaba lainercia de la masa imposible decapturar. Le destrozaba a uno el alma.

El cuarto era mejor que el aula deBayswater, pero tampoco eso era unconsuelo. En Bayswater había resultadodivertido tratar de encontrar un local. Alprincipio, habían fingido ser otra cosa,absolutamente nada de Partido. Habíanocupado cuartos traseros en bares, unasala de reunión en el «Café Ardena», ose habían reunido clandestinamente unos

en casa de otros. Luego se les habíaunido Bill Hazel, de la EscuelaSecundaria, y habían usado su aula.Incluso eso era peligroso: el directorcreía que Bill dirigía un grupo teatral,así que, al menos en teoría, podíantodavía echarles a la calle.

Con todo, eso iba mejor que estaSala de la Paz, en hormigón pretensado,con grietas en los rincones y el retratode Lenin. ¿Por qué tenían ese estúpidomarco alrededor del retrato? Se veíanmanojos de tubos de órgano saliendopor los rincones, y colgaduraspolvorientas. Tenía algo de funeralfascista. A veces pensaba que Alec tenía

razón, uno creía en las cosas porquenecesitaba creer, lo que uno creía notenía valor propio, no tenía función. Loque él decía: «Un perro se rasca dondele pica. A cada perro le pica en un sitiodiferente.» No, no tenía razón. Alec notenía razón; era una perversidad decireso. La paz y la libertad y la igualdaderan hechos, desde luego que lo eran. Ylo de la historia… todas esas leyes quedemostraba el Partido. No, Alec no teníarazón: la verdad existía fuera de lagente, se demostraba en la historia, losindividuos tenían que inclinarse anteella siendo aplastados si fuesenecesario. El Partido era la vanguardia

de la historia, la punta de lanza en lalucha por la Paz… Recorrió la rúbricacon cierta inseguridad. Ojalá hubieraacudido más gente. Siete eran muypocos. Parecían malhumorados;malhumorados y hambrientos.

Terminada la reunión, Liz esperó aque Frau Ebert recogiera los folletos sinvender que había en la pesada mesajunto a la puerta, llenara su libro deasistencias y se pusiera el abrigo, pueshacía frío esa noche. El orador se habíamarchado —bastante groseramente,pensó Liz— antes de que empezara ladiscusión general. Frau Ebert estaba enla puerta con la mano en el interruptor

de la luz, cuando salió de la tiniebla unhombre, recortándose en la entrada. Porun momento, Liz pensó que era Ashe.Era alto y rubio y llevaba uno de esosimpermeables con botones de cuero.

—¿Camarada Ebert? —preguntó.—¿Sí?—Vengo buscando a una camarada

inglesa, Gold. ¿Está viviendo con usted?—Yo soy Elizabeth Gold —

intervino Liz, y el hombre entró en lasala y cerró la puerta detrás de él, demodo que la luz le dio de lleno en lacara.

—Soy Holten, de parte del Distrito.Mostró un papel a Frau Ebert, que

seguía parada junto a la puerta, y queasintió, mirando un poco preocupadahacia Liz.

—Me han encargado entregar unmensaje a la camarada Gold de parte delPresidium —dijo—. Se refiere a unaalteración en su programa; es unainvitación para asistir a una reuniónespecial.

—¡Oh! —dijo Liz, bastante aturdida.Parecía fantástico que el Presidiumhubiera recibido alguna noticia acercade ella.

—Es un gesto —dijo Holten—; ungesto de buena voluntad.

—Pero yo…, pero Frau Ebert… —

empezó Liz, desvalida.—Camarada Ebert, estoy seguro de

que usted me perdonará, en estascircunstancias.

—Desde luego —dijo rápidamenteFrau Ebert.

—¿Dónde se va a celebrar esareunión?

—Será preciso que se marche estanoche —contestó Holten—. Tenemosmucho camino que recorrer. Casi hastaGörlitz.

—Görlitz… ¿Dónde está eso?—Al este —dijo Frau Ebert, de

prisa—. En la frontera polaca.—La podemos llevar ahora a casa

en coche. Recogerá sus cosas yemprenderemos enseguida el viaje.

—¿Esta noche? ¿Ahora?—Sí.Holten no parecía pensar que a Liz

le quedaran alternativas.Les esperaba un gran coche negro.

Con chofer y un asta de banderín en elcapó. Parecía un coche militar.

XX. El tribunal

La sala no era mayor que un aula. Aun lado, en los escasos cinco o seisbancos disponibles, estaban sentadosguardias y carceleros, y, acá y allá, entreellos, espectadores: miembros delPresidium y funcionarios seleccionados.En el otro lado de la sala estabansentados los tres miembros del Tribunalen butacas de alto respaldo, ante unamesa de roble sin pulir. Por encima deellos, colgada del techo por tresalambres, había una gran estrella roja demadera contrachapada. Las paredes de

la sala eran blancas como las paredes dela celda de Leamas.

A ambos extremos de la mesa, conlas sillas un poco arrimadas y vueltashacia dentro para darse la caramutuamente, había dos hombres: uno erade cierta edad, quizá de sesenta años,con traje negro y corbata gris, el tipo detraje que se lleva para ir a la iglesia enlas comarcas rurales alemanas. El otroera Fiedler.

Leamas estaba sentado al fondo, conun guardia a cada lado. Por entre lascabezas de los espectadores veía aMundt, también rodeado de policías, consu pelo rubio muy bien cortado, y los

anchos hombros cubiertos por elconocido gris del uniforme de la prisión.A Leamas le pareció digno de uncurioso comentario al estado de ánimode la sala —o a la influencia de Fiedler—, el hecho de que él vistiera su propiaropa, mientras que Mundt llevaba eluniforme de la prisión.

Leamas no llevaba mucho tiempo ensu sitio cuando el presidente delTribunal, sentado en el centro de lamesa, cogió la campanilla. El sonidoatrajo su atención, y un escalofrío lerecorrió al darse cuenta de que elpresidente era una mujer. Apenas se lepodía reprochar que no se hubiera dado

cuenta antes: tenía unos cincuenta años,y era morena y de ojos pequeños.Llevaba el pelo corto, como el de unhombre, y usaba ese tipo de chaquetónmilitar, funcional y oscuro, tan frecuenteentre las mujeres soviéticas. Mirópenetrantemente por toda la sala, hizouna señal con la cabeza a un centinelapara que cerrara la puerta, y se dirigióinmediatamente, sin ceremonia alguna, ala sala.

—Ya saben todos ustedes por quéestamos aquí. Este acto es secreto,recuérdenlo. Es un tribunal convocadoexpresamente por el Presidium. Oiremoslas declaraciones que nos parezcan

oportunas —señaló con gesto rutinario aFiedler—. Camarada Fiedler, seríamejor que empezara.

Fiedler se levantó. Después de daruna breve cabezada hacia la mesa, sacóde la cartera que tenía al lado un manojode papeles sujetos, en una esquina, conun cordón negro.

Hablaba de modo sosegado ytranquilo, con una reserva que Leamasnunca había visto en él. Leamas loconsideró como una buena actuación,bien ajustada al papel de un hombre que,lamentándolo mucho, ahorca a su jefe.

—Deben saber, ante todo, si no losaben ya —empezó Fiedler—, que elmismo día que el Presidium recibió miinforme sobre las actividades delcamarada Mundt, fui detenido, junto conel desertor Leamas. Ambos fuimosapresados, y ambos… invitados aconfesar muy violentamente que todaesta terrible acusación era unaconspiración fascista contra uncamarada leal.

»Por el informe que les he dado ya,pueden ver cómo nos fijamos enLeamas: nosotros mismos le buscamos,le indujimos a desertar y, finalmente, letrajimos a la Alemania Democrática.

Nada podría demostrar más claramentela imparcialidad de Leamas que esto:sigue rehusándose, por razones queexplicaré, a creer que Mundt era unagente británico. Por tanto, es grotescosugerir que Leamas esté enviado porellos: la iniciativa fue nuestra, y lasdeclaraciones, fragmentadas perovitales, de Leamas, no hacen más queproporcionar la prueba final de unalarga cadena de indicaciones quealcanza hasta hace tres años.

»Tienen delante de ustedes elinforme escrito sobre este caso. Nonecesito hacer otra cosa queinterpretarles unos hechos de que

ustedes ya se dan cuenta.»La acusación contra el camarada

Mundt afirma que es un agente de unapotencia imperialista. Podría yo haberhecho otras acusaciones: que entregóinformaciones al Servicio Secretobritánico, que convirtió su Departamentoen el inconsciente lacayo de un estadoburgués, que escudó deliberadamente agrupos anti—Partido y aceptó enrecompensa sumas en monedaextranjera. No hay un delito más graveen nuestro código penal, no hay ningunoque exponga a nuestro Estado a unmayor peligro ni que exija másvigilancia por parte de los órganos del

Partido.Aquí dejó los papeles.—El camarada Mundt tiene cuarenta

y dos años. Es subjefe del Departamentopara la Protección del Pueblo. Essoltero. Siempre se le ha consideradohombre de capacidad excepcional,incansable en el servicio de losintereses del Partido, inexorable en suprotección.

»Permítanme que les cuente algunosdetalles de su carrera. Fue reclutadopara el Departamento a la edad deveintidós años, y pasó por la instrucciónacostumbrada. Después de terminar superiodo de prueba, asumió tareas

especiales en países escandinavos,especialmente Noruega, Suecia yFinlandia, donde logró establecer unared de espionaje que dio la batallacontra los agitadores fascistas en elcampo enemigo. Realizó bien esta tarea,y no hay razón para suponer que en esetiempo fuera otra cosa que un diligentemiembro de su Departamento. Pero,camaradas, no han de olvidar sutemprana conexión con Escandinavia.Las redes establecidas por el camaradaMundt poco después de la guerrasirvieron de pretexto, muchos añosdespués, para que viajara a Finlandia yNoruega, donde sus misiones se

convirtieron en una cobertura que lepermitió cobrar miles de dólares debancos extranjeros como pago de suconducta traicionera. No se equivoquen:el camarada Mundt no ha caído comovíctima de los que intentan refutar losargumentos de la historia. Primero, lacobardía; luego, la debilidad; luego, lacodicia, fueron sus motivos, el logro deuna gran riqueza fue su sueño.Irónicamente, el complicado sistema conque se satisfizo su afán de dinero fue loque puso en su pista a las fuerzas de lajusticia.

Fiedler hizo una pausa, y miró a sualrededor, a toda la sala, con los ojos

súbitamente encendidos de fervor.Leamas observaba, fascinado.

—¡Que esto sea una lección —gritóFiedler— para aquellos otros enemigosdel Estado cuyo delito es tan turbio quedeben conspirar en las horas mássecretas de la noche!

Un murmullo de aprobación se elevóentre el reducido grupo de espectadoresque había al fondo de la sala.

—¡No escaparán a la vigilancia delpueblo cuya sangre tratan de vender!

Fiedler parecía dirigirse a una granmultitud, más bien que al puñado defuncionarios y guardias reunidos en lapequeña sala de blancas paredes.

Leamas se dio cuenta en esemomento de que Fiedler se protegíacontra los peligros: la actuación delTribunal, el fiscal y los testigos habíande ser políticamente impecables.Fiedler, sabiendo sin duda que en talescasos iba implicado el peligro de lacontraacusación, defendía sus espaldas:la polémica quedaría en acto, y tendríaque ser un valiente quien se pusiera arefutarla.

Fiedler abrió entonces el expedienteque tenía ante él en la mesa.

—A fines de 1956, Mundt fueenviado a Londres como miembro de laMisión Siderúrgica de Alemania

Oriental. Se le había encomendadoademás la tarea especial de emprendermedidas antisubversivas contra gruposde exiliados. En el transcurso de sutrabajo se expuso a grandes peligros —no cabe duda de ello—, y obtuvoresultados muy positivos.

A Leamas le llamaron la atenciónotra vez las tres figuras en el centro dela mesa. A la izquierda de la presidentehabía un hombre moreno, juvenil. Susojos parecían medio cerrados. Tenía elpelo lacio, desordenado, y el aspectodescolorido y delgado de un asceta. Susfinas manos jugueteaban incansables conel manojo de papeles que tenía delante.

Leamas supuso que era el representantede Mundt; le hubiera resultado difícildecir por qué. Al otro lado de la mesahabía un hombre ligeramente mayor, contendencia a la calvicie, y de rostroabierto y agradable. A Leamas lepareció más bien un asno. Supuso que siel destino de Mundt estaba en vilo, eljoven le defendería y la mujer leatacaría. Pensó que el otro hombre sesentiría cohibido por diferir en opinióny bando respecto a la presidente.

Fiedler hablaba otra vez:—Al término de su servicio en

Londres fue cuando tuvo lugar sureclutamiento. Ya he dicho que se

expuso a grandes peligros: al hacerloasí, chocó con la policía secretabritánica, que dio orden de detenerle.Mundt, que no tenía inmunidaddiplomática (Gran Bretaña, porpertenecer a la NATO, no reconocenuestra soberanía), se escondió. Sevigilaron los puertos; su fotografía y sudescripción se distribuyeron por lasIslas Británicas. Sin embargo, al cabode dos días de escondido, el camaradaMundt tomó un taxi al aeropuerto deLondres y salió volando hacia Berlín.«Muy brillante», dirán ustedes, y así fue.Con todo el contingente de la policíabritánica en estado de alerta; con las

carreteras, ferrocarriles y rutas aéreas ymarítimas bajo constante vigilancia, elcamarada Mundt toma un avión desde elaeropuerto de Londres. Brillante, desdeluego. O quizá les parecerá, camaradas,con la ventaja de la experienciaposterior, que la escapatoria de Mundtdesde Inglaterra fue un poco demasiadobrillante, un poco demasiado fácil, y quesin la connivencia de las autoridadesbritánicas jamás habría sido posible.

Otro murmullo, más espontáneo queel primero, se elevó desde el fondo dela sala.

—La verdad es ésta: Mundt fuehecho prisionero por los ingleses: en

una entrevista histórica, le ofrecieron laalternativa clásica. ¿Iba a quedarsedurante años enteros en una prisiónimperialista, acabando una brillantecarrera, o iba a volver dramáticamente asu país natal, contra todo lo esperado,para cumplir las promesas que habíahecho concebir? Los ingleses, desdeluego, pusieron como condición de suregreso que él les habría deproporcionar información, ellos lepagarían grandes cantidades de dinero.Con la zanahoria delante y el palodetrás, Mundt fue reclutado.

»Ahora interesaba a los inglesesestimular la carrera de Mundt. Todavía

no podemos demostrar que el éxito deMundt al liquidar agentes occidentalessecundarios fuera obra de sus amosimperialistas traicionando a sus propioscolaboradores —a aquellos que valía lapena consumir—, para realzar elprestigio de Mundt. No podemosdemostrarlo, pero es una suposicióncreíble por lo evidente que resulta.

»Desde 1960 (el año en que elcamarada Mundt llegó a ser jefe de laSección de Contraespionaje de laAbteilung) nos han llegado indicacionesdesde todas las partes del mundo de quehabía un espía de elevada posición ennuestras filas. Ya sabéis todos que Karl

Riemeck era un espía: cuando él fueeliminado, creímos que el mal estabaliquidado. Pero los rumores continuaron.

»A fines de 1960, un antiguocolaborador nuestro se acercó a uninglés del Líbano que se sabía estaba encontacto con el Intelligence Service, yle ofreció —poco después loaveriguamos— una descripcióncompleta de las dos secciones de laAbteilung, para la que había trabajadoantes. Su oferta, después de sertransmitida a Londres, fue rechazada.Eso fue una cosa muy curiosa. Sólopodía significar que los ingleses yaposeían la información que se les

ofrecía, y que estaba al día.»Desde mediados de 1960 en

adelante, perdimos colaboradores en elextranjero en una proporción alarmante.A menudo eran detenidos pocas semanasdespués de ponerles en acción. A vecesel enemigo intentó volver contranosotros a nuestros propios agentes,pero no con frecuencia; era como siapenas se quisieran molestar.

»Y entonces —a principios de 1981,si no me falla la memoria— tuvimos ungolpe de suerte. Por medios que nodescribiré, obtuvimos un sumario de lainformación que tenía el IntelligenceService inglés sobre la Abteilung. Era

completa, exacta y asombrosamentepuesta al día. Se lo enseñé a Mundt,claro está: era mi superior. Me dijo quepara él no era una sorpresa: tenía entremanos ciertas indagaciones y que yo nodebía emprender acción alguna, no fueraa ponerlas en peligro. Confieso que enese momento me cruzó por la mente elpensamiento, aun fantástico y remotocomo era, de que el propio Mundthubiera proporcionado la información.Había también otros indicios.

»Apenas necesito decirles que laúltima persona, la última en absoluto, dequien se puede sospechar de espionajees el jefe del Contraespionaje. La idea

es tan tremenda, tan melodramática, quepocos la abrigarían, cuanto más paraexpresarla. Confieso que yo mismo hesido culpable de excesiva resistencia allegar a una deducción tanaparentemente fantástica. Eso fue unerror.

»Pero, camaradas, la pruebadefinitiva ha llegado a nuestras manos.Propongo ahora que se pida estadeclaración.

Se volvió, lanzando una mirada alfondo de la sala.

—Hagan avanzar a Leamas.

Los guardias, a sus dos lados, selevantaron, y Leamas se abrió paso alborde de la fila hasta el tosco pasillo,que no tenía mas de sesenta centímetrosde ancho, en medio de la sala. Unguardia le indicó que debía ponerse decara a la pared. Fiedler estaba apenas aun par de metros de él. Ante todo, ledirigió la palabra la presidente.

—Testigo, ¿cómo se llama usted? —preguntó.

—Alec Leamas.—¿Edad?—Cincuenta años.—¿Casado?—No.

—Pero lo ha estado.—Ahora no soy casado.—¿Profesión?—Auxiliar bibliotecario.Fiedler intervino irritadamente.—Antes estuvo empleado por la

Intelligence inglesa, ¿no? —dijo conbrusquedad.

—Es verdad. Hasta hace un año.—El Tribunal ha leído los informes

de su interrogatorio —Fiedler continuó—. Quiero que les hable otra vez de laconversación que tuvo con PeterGuillam hacia mayo del año pasado.

—¿Quiere decir cuando hablamos deMundt?

—Sí.—Ya se lo he dicho. Fue en

Cambridge Circus, la oficina deLondres, nuestro cuartel general. Yo metropecé con Peter por el pasillo. Sabíaque había andado metido en el casoFennan, y le pregunté qué había sido deGeorge Smiley. Luego nos pusimos ahablar de Dieter Frey, que murió, y deMundt, que andaba mezclado en elasunto. Peter dijo que él creía queMaston (efectivamente, Maston estabaentonces encargado del asunto) no habíaquerido que cogieran a Mundt.

—¿Cómo interpretó eso? —preguntóFiedler.

—Yo sabía que Maston habíaenredado demasiado el caso Fennan.Supuse que no quería revolver el fangocon la aparición de Mundt en el Juzgadocriminal.

—Si hubieran detenido a Mundt, ¿lehabrían acusado legalmente? —intervinola presidente.

—Eso depende de quien ledetuviera. Si le detenía la policía, habíaque informar al Ministerio del Interior.Después de todo, no hay poder en elmundo que le impidiera ser acusado.

—¿Y si le hubiera detenido suServicio? —preguntó Fiedler.

—Ah, ése es un asunto diferente.

Supongo que le habrían interrogado yluego habrían tratado de canjearle poralguno de nuestra gente que estuvieradetenido aquí; o si no, le habrían dadobillete.

—¿Qué quiere decir eso?—Que se lo habrían quitado de

encima.—¿Le habrían liquidado?Ahora todas las preguntas las hacía

Fiedler, y los miembros del Tribunalescribían diligentemente en los papelesque tenían delante.

—No sé lo que hacen. Yo nunca heestado mezclado en ese juego.

—¿No podían haber intentado

reclutarlo como agente suyo?—Si, pero no lo consiguieron.—¿Cómo lo sabe?—Ah, demonios, ya se lo he dicho

muchas veces. No soy una maldita focaamaestrada… He sido jefe del comandode Berlín durante cuatro años. Si Mundthubiera sido de nuestra gente, yo lohubiera sabido. No habría podido dejarde saberlo.

—Claro.Fiedler pareció contentarse con esa

respuesta, quizá confiando en que elresto del Tribunal no se contentara.Entonces dirigió su atención hacia laOperación «Piedra Movediza», e hizo

pasar otra vez a Leamas por lasespeciales complicaciones de seguridadque se aplicaban en la circulación delexpediente, las cartas a los bancos deEstocolmo y Helsinki, y la únicarespuesta que había recibido Leamas.Dirigiéndose al tribunal, Fiedlercomentó:

—No tuvimos respuesta desdeHelsinki. No sé por qué. Peropermítanme que les recapitule esto.Leamas depositó dinero en Copenhagueel quince de junio. Entre los papeles quetienen delante está la fotocopia de unacarta del Banco Real Escandinavodirigida a Robert Lang. Robert Lang era

el nombre que usó Leamas para abrir lacuenta en depósito en Copenhague. Poresa carta (es el duodécimo documentoen su expediente) verán que la sumatotal —diez mil dólares— fue retiradauna semana después por el otrosignatario de la cuenta. Imagino —continuó Fiedler, señalando con lacabeza la figura inmóvil de Mundt, en lafila de delante— que el acusado nodiscutirá que estuvo en Copenhague elveintiuno de junio, nominalmenteocupado en actividades secretas a favorde la Abteilung.

Hizo una pausa y luego siguió:—La visita de Leamas a Helsinki (la

segunda visita que hacía para depositardinero) tuvo lugar hacia el veinticuatrode setiembre —elevando la voz, sevolvió para mirar de frente a Mundt—.El tres de octubre, el camarada Mundthizo un viaje clandestino a Finlandia:una vez más, pretendidamente, porintereses de la Abteilung.

Hubo un silencio. Fiedler se volviólentamente, dirigiéndose de nuevo alTribunal. Con una voz al mismo tiempocontenida y amenazadora, preguntó:

—¿Se quejan ustedes de que laspruebas son circunstanciales?Permítanme recordarles algo más.

Se volvió a Leamas:

—Testigo, durante sus actividadesen Berlín, usted entró en asociación conKarl Riemeck, que fue secretario delPresidium del Partido SocialistaUnificado. ¿Cuál fue el carácter de esaasociación?

—Era agente mío, hasta que lemataron a tiros los hombres de Mundt.

—Muy bien. Le mataron los hombresde Mundt. Uno de los varios espías quefueron liquidados sumariamente por elcamarada Mundt antes que pudieran serinterrogados. Pero, antes de que lemataran los hombres de Mundt, ¿fueagente del Servicio Secreto británico?

Leamas asintió.

—Tenga la bondad de describir lareunión de Riemeck con el hombre aquien llama Control.

—Control llegó a Berlín desdeLondres a ver a Karl. Karl era uno delos agentes más productivos queteníamos, creo, y Control queríaconocerle.

Fiedler intervino:—Entonces, ¿era también uno de los

de más confianza?—Sí, oh, sí. Londres quería mucho a

Karl; nada de lo que él hiciera estaríamal. Cuando llegó Control, yo me lasarreglé para que Karl viniera a mi piso,y cenamos los tres juntos. La verdad es

que a mí no me gustó que Karl fuera allí,pero no se lo podía decir a Control. Esdifícil explicarlo, pero en Londres seforman ideas raras; están muy lejos deello, y a mí me asustaba que encontraranalguna excusa para ocuparse ellosmismos de Karl; son muy capaces.

—Así que se las arregló para que sereunieran los tres —intervino Fiedlercon sequedad—. ¿Qué pasó?

—Control me pidió de antemano queme ocupara de dejarle un cuarto de horaa solas con Karl, de modo que durante lareunión fingí que se me había acabado elwhisky. Salí del piso y fui a ver a DeJong. Tomé un par de tragos allí, le pedí

prestada una botella y volví.—¿Cómo les encontró?—¿Qué quiere decir?—¿Seguían hablando Control y

Riemeck? Y en ese caso, ¿de quéhablaban?

—No hablaban en absoluto cuandovolví.

—Gracias. Puede sentarse.Leamas volvió a su asiento al fondo

de la sala. Fiedler se volvió hacia lostres miembros del Tribunal y empezó:

—Quiero hablar primero del espíaRiemeck, muerto a tiros; Karl Riemeck.Tienen ustedes delante una lista de todala información que Riemeck pasó a Alec

Leamas en Berlín, en lo que puederecordar Leamas. Es un formidableexpediente de traición. Permítanme quese lo resuma. Riemeck dio a sus amosuna descripción detallada del trabajo ylas personalidades de la Abteilungentera. Fue capaz, si hemos de creer aLeamas, de describir las actuaciones denuestras sesiones más secretas. Comosecretario del Presidium, dio copias desus deliberaciones más secretas.

»Eso le fue fácil; él mismoredactaba el acta de todas las reuniones.Pero el acceso de Riemeck a los asuntossecretos de la Abteilung es un asuntodiferente. ¿Quién, a fines de 1959,

presentó a Riemeck en coopción para elComité para la Protección del Pueblo,ese vital subcomité del Presidium quecoordina y discute los asuntos denuestros organismos de seguridad?¿Quién propuso que Riemeck tuviera elprivilegio del acceso a los expedientesde la Abteilung? ¿Quién, en todas lasetapas de la carrera de Riemeck, «desde1959» (el año en que Mundt volvió deInglaterra, ya recuerdan), le eligió parapuestos de responsabilidadexcepcional? Yo se lo diré —proclamóFiedler—: el mismo hombre que teníauna posición única para defenderle ensus actividades de espionaje: Hans

Dieter Mundt. Recordemos cómoRiemeck entró en contacto con lasagencias occidentales de información enBerlín; cómo buscó el coche de De Jong,cuando merendaba en el campo, y lepuso dentro la película. ¿No lessorprende el conocimiento previo quetenía Riemeck? ¿Cómo podía habersabido dónde encontrar ese coche, y enese día preciso? Riemeck no tenía cocheno podía haber seguido a De Jong desdesu casa de Berlín occidental. Había sóloun modo de que pudiera saberlo pormediación de nuestra propia policía deseguridad, que informaba sobre lapresencia del coche de De Jong,

siguiendo la costumbre, en cuanto elcoche pasaba el puesto de control delSector Internacional. Este conocimientoestaba disponible para Mundt, y Mundtlo ponía a disposición de Riemeck. Éstaes la acusación contra Hans DieterMundt: ¡les digo que Riemeck era supersonaje, el eslabón entre Mundt y susamos imperialistas!

Fiedler hizo una pausa, y luegoañadió tranquilamente:

—Mundt—Riemeck—Leamas: ésaera la cadena de mando, y es axiomáticoen la técnica del espionaje, en el mundoentero, que cada eslabón de la cadenadebe ignorar, mientras sea posible, a los

demás. Así está bien que Leamas afirmeque no sabe nada contra Mundt; esto essólo la prueba de una buena seguridadpor parte de sus jefes en Londres.

»Se les ha dicho también cómo todoel asunto conocido por “PiedraMovediza” se llevaba en condiciones desecreto especial, y cómo Leamas sabía,en términos vagos, que había unasección informativa, a cargo de PeterGuillam, que fingía ocuparse de lasituación económica de nuestraRepública: una sección que,sorprendentemente, estaba en la lista deacceso limitado de “Piedra Movediza”.Permítanme recordarles que ese mismo

Peter Guillam fue uno de los variosfuncionarios de la Seguridad británicaque intervinieron en la investigaciónsobre las actividades de Mundt mientrasestaba en Inglaterra.

El hombre juvenil, en la mesa,levantó el lápiz, y mirando a Fiedler consus ojos fríos y duros bien abiertos, lepreguntó:

—Entonces, ¿por qué Mundt liquidóa Riemeck, si Riemeck era su agente?

—No tenía otra alternativa. Riemeckera sospechoso. Su amante le habíatraicionado con indiscrecionesjactanciosas. Mundt dio la orden de tirarcontra él a vista, mandó recado a

Riemeck de que escapara corriendo, yquedó eliminado el peligro de traición.Después, Mundt asesinó a la mujer.

»Quiero disertar un momento sobrela técnica de Mundt. Después de volvera Alemania en 1959, el IntelligenceService británico jugó a la espera.Todavía estaba por demostrar queMundt estuviera dispuesto a cooperarcon ellos, de modo que le dieroninstrucciones y esperaron, satisfechoscon pagar su dinero y tener esperanzasde que todo fuera bien. Por aquelentonces, Mundt no era un altofuncionario de nuestro Servicio —ni denuestro Partido—, pero veía mucho, y lo

que veía le servía para informar. Desdeluego, se comunicaba con sus amos sintener ayuda. Hemos de suponer que seencontraban con él en el Berlínoccidental, y que en sus breves viajes alextranjero, a Escandinavia y a otrossitios, entraban en contacto con él parainterrogarle. Los ingleses al principiodebieron de mostrarse desconfiados —¿quién no?—: sopesaron con muchocuidado lo que él les daba,comparándolo con lo que ya sabían.Temían que hiciera un doble juego. Peropoco a poco se dieron cuenta de quehabían encontrado una mina de oro.Mundt se aplicó a su traicionera labor

con esa eficacia sistemática tancelebrada en él. Al principio —es unasuposición mía, camaradas, pero se basaen una larga experiencia en este trabajoy en las declaraciones de Leamas—, enlos primeros meses, no se atrevieron aestablecer ninguna clase de red queincluyera a Mundt. Le dejaron comolobo solitario; le atendieron, le pagarony le instruyeron aparte de suorganización de Berlín. Establecieron enLondres, a cargo de Guillam (pues fue élquien reclutó a Mundt), una pequeñasección de cobertura cuya función no seconocía siquiera dentro del Servicio,salvo en un círculo muy selecto. Pagaron

a Mundt por un sistema especial quellamaron “Piedra Movediza”, y no cabeduda de que trataron con enormeprecaución la información que él lesdaba. Esto, ya lo ven, está de acuerdocon la insistencia de Leamas en que laexistencia de Mundt le era desconocida,aunque —como verán— no sólo lepagaba, sino que al fin, recibíaefectivamente de Riemeck y pasaba aLondres la información que obteníaMundt.

»A finales de 1959, Mundt informó asus amos de Londres que habíaencontrado en el Presidium a un hombreque actuaría como intermediario entre él

y Leamas. Ese hombre era KarlRiemeck.

»¿Cómo encontró Mundt a Riemeck?¿Cómo se atrevió a averiguar siRiemeck estaba dispuesto a cooperar?Deben recordar la excepcional posiciónde Mundt: tenía acceso a todos losexpedientes de seguridad, podíacontrolar teléfonos, abrir cartas,emplear vigilantes; podía interrogar acualquiera con derecho indiscutido, ytenía ante él el cuadro más detallado desu vida privada. Sobre todo, podíasilenciar las sospechas en un momentovolviendo contra el pueblo la mismaarma —la voz de Fiedler temblaba de

furia— que debía servir para suprotección.

Volviendo sin esfuerzo a su anteriorestilo racional, continuó:

—Ahora pueden ver lo que hicieronlos de Londres. Conservando siempre ensecreto la identidad de Mundt,estuvieron de acuerdo en alistar aRiemeck e hicieron posible que seestableciera contacto indirecto entreMundt y el comando de Berlín. Ésa es laimportancia del contacto de Riemeckcon De Jong y Leamas. Así es como sehabrían de interpretar las declaracionesde Leamas; así es como se habría demedir la traición de Mundt.

Se volvió y, mirando cara a cara aMundt, gritó:

—¡Ahí está vuestro saboteador,vuestro terrorista! ¡Ahí está el hombreque ha vendido los derechos del pueblo!

»Casi he terminado. Sólo falta pordecir una cosa. Mundt conquistó fama deleal y astuto protector del pueblo, e hizocallar para siempre a las lenguas quepodían traicionar su secreto. Así matóen nombre del pueblo para proteger sutraición fascista y hacer avanzar sucarrera dentro de nuestro Servicio. Noes posible imaginar un crimen másterrible que éste. Por eso, al fin, despuésde haber hecho todo lo que podía para

proteger a Karl Riemeck de lassospechas que poco a poco le rodeaban,dio la orden de disparar contra él avista. Por eso dispuso el asesinato de laamante de Riemeck. Cuando hayáis dedar vuestro veredicto al Presidium, notemáis reconocer toda la bestialidad delcrimen de este hombre. Para HansDieter Mundt, la muerte es una penamisericordiosa.

XXI. El testigo

La presidente se volvió hacia elhombrecillo vestido de negro que sesentaba enfrente mismo de Fiedler.

—Camarada Karden, usted habla enrepresentación del camarada Mundt.¿Desea interrogar al testigo Leamas?

—Sí, sí, me gustaría hacerlo dentrode un momento —contestó él,poniéndose laboriosamente de pie ypasando sobre las orejas las patillas desus gafas con cerco de oro. Era unafigura amable, un poco rústica, con elpelo blanco.

—La afirmación del camaradaMundt —empezó, con su benigna vozgratamente modulada— es que Leamasmiente, que el camarada Fiedler, por suintención o por su mala suerte, ha sidoatraído a una conspiración paradestrozar la Abteilung y hacer caer endescrédito los organismos de defensa denuestro Estado socialista. No discutimosque Karl Riemeck fuera un espíabritánico: está demostrado. Perodiscutimos que Mundt estuviera enalianza con él, o aceptara dinero portraicionar a nuestro Partido. Decimosque no se puede demostrarobjetivamente esta acusación, y que el

camarada Fiedler está envenenado porsueños de poder y cegado alpensamiento racional. Afirmamos queLeamas, desde el momento en quevolvió de Berlín a Londres, viviófingiendo un papel, que simuló unarápida caída en la degeneración, en elalcoholismo y el endeudamiento; queatacó a un tendero a plena vista de lagente y ostentó sentimientosantiamericanos, todo ello únicamentepara atraer la atención de la Abteilung.Creemos que la Intelligence británica hatejido deliberadamente en torno alcamarada Mundt una madeja de indicioscircunstanciales: el pago de dinero a

bancos extranjeros, retirado encoincidencia con la presencia de Mundten los países en cuestión; la casualindicación de oídas, por parte de PeterGuillam; la reunión secreta entre Controly Riemeck, en que se discutieron asuntosque Leamas no podía escuchar: todasestas cosas han proporcionado una falsacadena de pruebas, aceptada por elcamarada Fiedler, con cuyas ambicionescontaban con tanta seguridad losingleses; y así entró a formar parte deuna conspiración monstruosa para hundir—para asesinar, en realidad, puesMundt ahora está en riesgo de perder suvida— a uno de los más celosos

defensores de nuestra República.»El hecho de que los ingleses

discurrieran esta conspiración, ¿no estáde acuerdo con su historia de sabotajes,subversión y tráfico humano? ¿Qué otrocamino les queda, ahora que se haconstruido el bastión a través de Berlín,y se ha controlado el flujo de espíasoccidentales? Hemos sido víctimas desu conspiración; el camarada Fiedler, enel mejor de los casos, es culpable de unerror muy grave: en el peor de los casos,de connivencia con espías imperialistaspara minar la seguridad del Estado delos trabajadores y verter sangreinocente.

»Tenemos también un testigo —inclinó la cabeza amablemente hacia eltribunal—. Sí, también nosotros tenemosun testigo. Pues ¿suponen ustedesrealmente que durante todo ese tiempo elcamarada Mundt ha ignorado la febrilconspiración de Fiedler? ¿Lo suponende veras? Durante meses, se ha dadocuenta del cambio de ánimo de Fiedler.Fue el propio camarada Mundt quienautorizó el acercamiento a Leamas enInglaterra… ¿Creen ustedes que sehubiera arriesgado tanto si él mismohubiera de estar implicado?

»Y cuando llegaron al Presidium losinformes del primer interrogatorio de

Leamas en La Haya, ¿suponen que elcamarada Mundt tiró el suyo sin leerlo?Y después que Leamas llegó a nuestropaís y Fiedler se embarcó en elinterrogatorio por su cuenta, ¿creenustedes que el camarada Mundt, al verque no llegaban más informes, fue tantonto que no comprendió lo queincubaba Fiedler?

»Cuando llegaron de La Haya losprimeros informes de parte de Peters,Mundt no tuvo más que mirar las fechasde las visitas de Leamas a Copenhague yHelsinki para darse cuenta de todo elasunto para colocar pruebas falsas;pruebas para desacreditar al propio

Mundt. En efecto, esas fechas coincidíancon las visitas de Mundt a Dinamarca ya Finlandia: las habían elegido enLondres por esa misma razón. Mundthabía conocido esas “tempranasindicaciones”, igual que Fiedler;recuérdenlo. También Mundt buscaba unespía entre los altos cargos de laAbteilung…

»Y así, cuando Leamas llegó a laAlemania Democrática, Mundt observócon fascinación cómo Leamasalimentaba las sospechas de Fiedler consugerencias e indicaciones oblicuas:jamás exageradas, ya entienden, jamásacentuadas, sino dejadas caer acá y allá

con pérfida sutileza. Y para entonces, elterreno ya estaba preparado; el hombredel Líbano, con el milagroso “pisotón” asus noticias, pareciendo confirmar lapresencia de un espía en un alto puestode la Abteilung…

»Se hizo maravillosamente bien.Podría haber convertido —podríaconvertir todavía— en notable victoriala derrota que sufrieron los ingleses conla pérdida de Karl Riemeck.

»El camarada Mundt tomó una solaprecaución, mientras los ingleses, conayuda de Fiedler, planeaban asesinarle.

»Mandó que se hicieranescrupulosas averiguaciones en Londres.Examinó todos los pequeños detalles deesa doble vida que llevaba Leamas enBayswater. Buscaba, ya comprenden,algún error humano en un proyecto desutileza casi sobrehumana. En algúnsitio, pensaba, en la larga permanenciade Leamas en el desierto, habríaquebrantado la fidelidad a su juramentode pobreza, embriaguez y degeneración,y sobretodo, de soledad. Necesitaríaalgún compañero, una amante, quizá:anhelaría el calor del contacto humano,anhelaría mostrar una parte de la otraalma que guardaba en el pecho.

»El camarada Mundt tuvo razón, yalo verán. Leamas, ese agente hábil yexperto, cometió un error tan elemental,tan humano, que… —Sonrió—. Oirán altestigo. Pero todavía no. El testigo estáaquí: lo ha traído el camarada Mundt.Fue una precaución admirable. Despuésllamaré… a ese testigo —hizo unaexpresión un poco maliciosa, comodiciendo que había que permitírsele unabromita—. Mientras tanto, si puedo, megustaría hacer una pregunta o dos a esteacusador de mala gana, el señor AlecLeamas.

—Dígame —empezó—, ¿es ustedhombre de medios?

—No venga con majaderías —dijoLeamas, con brusquedad—; ya sabecómo me recogieron.

—Sí, desde luego —afirmó Karden—, aquello fue magistral. ¿Quiere decireso, entonces, que no tiene dinero enabsoluto?

—En efecto.—¿Tiene usted amigos que le

presten dinero, que se lo den quizá, quepaguen sus deudas?

—Si los tuviera, no estaría aquí.—¿No los tiene? ¿Podemos imaginar

que algún benévolo bienhechor, acasoalguien de quien se ha olvidado usted, sepreocupara tal vez de ponerle en pie…

pagando las deudas a los acreedores ytoda esa clase de cosas?

—No.—Gracias. Otra pregunta: ¿conoce a

George Smiley?—Claro que sí. Estaba en

Cambridge Circus.—¿Se ha marchado ahora de la

Intelligence británica?—Hizo el petate después del caso

Fennan.—Ah, sí…, el caso en que estuvo

implicado Mundt. ¿Le ha visto ustedalguna otra vez?

—Una vez o dos.—¿Le ha visto después de marcharse

usted de Cambridge Circus?Leamas vaciló.—No —dijo.—¿No le visitó en la cárcel?—No. Nadie me visitó.—¿Y antes de entrar en la cárcel?—No.—Después de salir de la prisión,

concretamente el día que le pusieron enlibertad, ¿no es verdad que se lo llevóconsigo uno llamado Ashe?

—Sí.—Almorzó con él en Soho. Después

de separarse de él, ¿adónde fue usted?—No lo recuerdo. Probablemente

fui a un bar. Ni idea.

—Permítame que le ayude. Acabópor ir a Fleet Street y cogió un autobús.A partir de allí, parece haber ido enzigzag, en autobús, en metro y en cocheparticular, de un modo un tanto inexpertopara un hombre de su experiencia, hastaChelsea. ¿Lo recuerda? Le puedomostrar el informe si quiere: lo tengoaquí.

—Probablemente tiene razón. ¿Yqué?

—George Smiley vive en BywaterStreet, casi en la esquina con King’sRoad, eso es lo que quiero decir. Sucoche se metió por Bywater Street, ynuestro agente ha informado que se bajó

en el número 9. Da la casualidad de queésa es la casa de Smiley.

—Eso son bobadas —dijo Leamas—. Yo creo más bien que iría al «OchoCampanas»; es uno de mis baresfavoritos.

—¿En coche particular?—Eso también es una tontería.

Seguramente fui en taxi, supongo.Cuando tengo dinero, lo gasto.

—Pero ¿por qué todo ese correrdando vueltas, antes?

—Eso es una idiotez. Seguramentese habrían equivocado y seguirían aotro. Eso sería típico.

—Volviendo a mi pregunta del

principio, ¿no puede imaginar queSmiley se hubiera tomado algún interéspor usted, después de marcharse ustedde Cambridge Circus?

—No, demonios.—¿Ni en su bienestar, después que

le metieron en la cárcel, ni que gastaradinero por sus familiares, ni quequisiera verle después de encontrar aAshe?

—No. No tengo la menor idea de loque trata de decir, Karden, pero larespuesta es que no. Si hubiera conocidoa Smiley, no lo preguntaría. Somos lomás diferentes que pueda imaginarse.

Karden pareció más bien contento

con esto, y sonrió y asintió para símismo mientras se ponía las gafas yconsultaba despacio su expediente.

—Ah, sí —dijo, como si hubieraolvidado algo—; cuando le pidió altendero que le fiara, ¿cuánto dinerotenía?

—Nada… —dijo Leamas,despreocupadamente—. Llevaba unasemana en bancarrota. Más, creo yo.

—¿De qué había vivido?—De restos y trozos. Había estado

malo: un poco de fiebre. Llevaba unasemana casi sin comer… Supongo queeso también me puso nervioso…, volcóla balanza.

—Desde luego, todavía le debíandinero en la Biblioteca, ¿no?

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntóLeamas bruscamente—. ¿Ha estado…?

—¿Por qué no fue a cobrarlo?Entonces no habría tenido que pedircrédito, ¿no es cierto, Leamas?

Él se encogió de hombros.—No lo recuerdo. Quizá porque la

Biblioteca estuviera cerrada los sábadospor la mañana.

—Ya veo. ¿Está usted seguro de queestaba cerrada los sábados por lamañana?

—No. Es sólo una suposición.—Muy bien. Gracias, eso es todo lo

que tengo que preguntar.Leamas se iba a sentar, cuando se

abrió la puerta y entró una mujer. Eragrande y fea, vestida de mono gris coninsignias en una mano. A su lado estabaLiz.

XXII. La presidente

Entró en la sala despacio, mirando asu alrededor, con los ojos muy abiertos,como un niño a medio despertarentrando en un cuarto muy iluminado.Leamas había olvidado qué joven era.Ella, cuando le vio sentado entre dosguardias, se detuvo.

—¡Alec!El guardia que había a su lado le

puso la mano en el brazo y la guió hastaal punto donde había estado antesLeamas. Había un gran silencio en lasala.

—¿Cómo se llama? —le preguntóbruscamente la presidente.

Las largas manos de Liz colgaban asus lados, con los dedos rectos.

—¿Cómo se llama? —repitió, estavez con voz fuerte.

—Elizabeth Gold.—¿Es miembro del Partido

Comunista británico?—Sí.—¿Y ha estado pasando unos días en

Leipzig?—Sí.—¿Cuándo entró en el Partido?—En 1955. No, en el 54, me parece

que fue…

Le interrumpió el ruido delmovimiento, el rechinar de unos mueblesapartados a la fuerza, y la voz deLeamas, áspera, aguda, fea, llenando lasala:

—¡Hijos de perra! ¡Dejadla en paz!Liz se volvió aterrorizada y le vio en

pie, con la cara blanca manchada desangre y la ropa revuelta; vio que unguardia le pegaba casi derribándole;entonces cayeron los dos guardias sobreél y le levantaron, sujetándole los brazosdetrás de la espalda. Leamas dejó caerla cabeza sobre el pecho, con sacudidaslaterales como de dolor.

—Si se mueve otra vez, llévenselo

—ordenó la presidente, y movió lacabeza en señal de amonestación,diciendo—: Usted puede volver a hablardespués si lo desea. Espere. —Luego,volviéndose a Liz, dijo con brusquedad—: ¿Seguramente sabe cuándo entró enel Partido?

Liz no dijo nada, y la presidente,después de esperar un momento, seencogió de hombros. Luego,inclinándose hacia adelante y mirandofijamente a Liz, preguntó:

—Elizabeth, ¿le han hablado algunavez en su Partido de la necesidad delsecreto?

Liz asintió.

—¿Y le han dicho alguna vez que nopregunte jamás a otro camarada sobre laorganización y disposiciones delPartido?

Liz volvió a asentir.—Sí —dijo—, desde luego.—Hoy se la pondrá severamente a

prueba en ese aspecto. Es mejor parausted, mucho mejor, que no sepa nada.Nada —añadió con énfasis repentino—.Baste esto: los tres de esta mesatenemos un puesto muy alto en elPartido. Actuamos con conocimiento denuestro Presidium, en interés de laseguridad del Partido. Hemos de hacerlealgunas preguntas, y sus respuestas son

de gran importancia. Contestando converacidad y con valentía, ayudará a lacausa del socialismo.

—Pero ¿quién… —susurró Liz—,quién ha sido acusado? ¿Qué ha hechoAlec?

La presidente miró hacia Mundt, porencima de ella, y dijo:

—Quizá nadie sea el acusado. Ésees el asunto —añadió—, es una garantíade su imparcialidad que no lo sepa.

El silencio cayó por un momentosobre la pequeña sala; y entonces, conuna voz tan suave hasta el punto que lapresidente inclinó instintivamente lacabeza hasta oír sus palabras, Liz

preguntó:—¿Es Alec? ¿Es Leamas?—Ya le digo —insistió la presidente

—, más le vale, mucho más, que no losepa. Tiene que decir la verdad ymarcharse. Es lo más prudente quepuede hacer.

Liz debió de hacer alguna señal osusurrar algunas palabras que los demásno pudieron captar, pues la presidente seinclinó hacia delante y dijo con granintensidad:

—Escuche, muchacha, ¿quierevolver a casa? Haga lo que le digo ybasta. Pero si usted… —se interrumpió,señalando a Karden con la mano y

añadiendo enigmáticamente—: Estecamarada quiere hacerle unas preguntas,no muchas. Luego se marchará. Diga laverdad.

Karden se volvió a levantar y sonriócon su amable sonrisa eclesiástica.

—Elizabeth… —preguntó—. AlecLeamas era su amante, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.—¿Le conoció en la Biblioteca de

Bayswater, donde trabaja?—Sí.—¿No le había conocido antes?Ella movió la cabeza.—Nos conocimos en la Biblioteca

—dijo.

—¿Ha tenido usted muchos amantes,Elizabeth?

Contestara Liz lo que contestara, seperdió bajo el grito de Leamas:

—¡Karden, cerdo!—No, Alec, se te llevarán de aquí.—Sí —observó secamente la

presidente—: eso es.—Dígame —continuó suavemente

Karden—, ¿era comunista Alec?—No.—¿Sabía que usted era comunista?—Sí, se lo dije.—¿Qué dijo él cuando se lo dijo

entonces, Elizabeth?Ella no sabía si mentir, eso era lo

terrible. Las preguntas llegaban tan deprisa que ella no tenía ocasión depensar. Durante todo el tiempo, ellosescuchaban, observaban, esperaban unapalabra, un gesto, quizá, que pudierahacer terrible daño a Alec. No podíamentir si no sabía de qué se trataba;seguiría adelante balbuciendo y Alecmoriría, pues no había duda en su ánimode que Leamas estaba en peligro.

—¿Qué dijo él entonces? —repitióKarden.

—Se rió. Él estaba por encima detodo ese tipo de cosas.

—¿Cree usted que estaba por encimade ello?

—Claro.El joven de la mesa de los jueces

habló por segunda vez:—¿Lo considera como un juicio

válido sobre un ser humano: que estépor encima del curso de la historia y delas necesidades de la dialéctica?

—No sé. Eso es lo que yo creía,nada más.

—No se preocupe —dijo Karden—;dígame, ¿era un hombre feliz, siempreriendo y todas esas cosas?

—No. No se reía a menudo.—Pero se rio cuando usted le dijo

que era del Partido. ¿Sabe por qué?—Creo que despreciaba al Partido.

—¿Cree que lo odiaba? —preguntóKarden, como de pasada.

—No sé —contestó Liz,patéticamente.

—¿Era hombre de fuertes simpatíasy antipatías?

—No…, no, no lo era.—Pero atacó a un tendero. Ahora,

¿por qué hizo eso?De repente, Liz ya no se fió nada de

Karden. No se fió de la voz acariciadoray la cara de geniecillo bondadoso.

—No sé.—¿Pero usted pensó sobre eso?—Sí.—Bueno, ¿a qué conclusión llegó?

—A ninguna —dijo Liz, de plano.Karden la miró pensativamente,

quizá un poco decepcionado, como siella se hubiera olvidado del catecismo.

—Usted —preguntó, como si fuerala más obvia de las preguntas—, ¿ustedsabía que Leamas iba a pegar altendero?

—No —contestó Liz, acaso condemasiada rapidez, de tal modo que enla pausa que vino después, la sonrisa deKarden dejó paso a un aire decuriosidad divertida.

—Hasta ahora…, hasta hoy —preguntó al fin—, ¿cuándo fue la últimavez que vio a Leamas?

—No le volví a ver después queentró en la cárcel —contestó Liz.

—Entonces, ¿cuándo fue la últimavez que le vio? —la voz era amable,pero insistente.

A Liz le molestaba dar la espalda ala sala: hubiera deseado volverse y vera Leamas, verle quizá la cara, leer enella alguna guía, alguna señal que ledijera cómo contestar. Empezaba aasustarse por ella misma, con esaspreguntas que se referían a acusacionesy sospechas de que ella no sabía nada.Debían saber que ella quería ayudar aAlec, que tenía miedo, pero nadie laayudaba…, ¿por qué no la ayudaba

nadie?—Elizabeth, ¿cuándo fue su último

encuentro con Leamas, hasta hoy? —ah,esa voz, cómo la odiaba, cómo odiabaesa voz sedeña.

—La noche antes que ocurriera eso—contestó—, la noche antes de la peleaque tuvo con el señor Ford.

—¿La pelea? No fue una pelea,Elizabeth. El tendero no respondió enabsoluto, no tuvo ocasión. ¡Pocodeportivo!

Karden se echó a reír, y lo másterrible es que nadie se rio con él.

—Dígame, ¿dónde se reunió conLeamas esa última noche?

—En su piso. Él había estado malo,sin trabajar. Estuvo en cama, y yo habíaido a hacerle la comida.

—¿Y a comprarle de comer? ¿Lehacía la compra?

—Sí.—Qué amable. Le debió costar

mucho dinero… —Karden la observócon comprensión—. ¿Podía ustedmantenerle?

—Yo no le mantenía. Lo recibía deAlec. Él…

—Ah —dijo Karden, con rapidez—,así que él tenía algún dinero, ¿eh?

«Dios mío —pensó Liz—, Dios mío,mi buen Dios. ¿Qué he dicho yo?»

—No mucho —dijo Liz de prisa—,no mucho, lo sé. Una libra o dos, nadamás. No tenía más que eso. No podíapagar las cuentas, la luz eléctrica y elalquiler; ya ve, las pagó un amigocuando él se fue. Tuvo que pagarlas unamigo, no Alec.

—Claro —dijo Karden,tranquilamente—, un amigo las pagó.Fue especialmente a pagar las cuentas.Algún viejo amigo de Leamas. Alguienque él conocería quizá antes de ir aBayswater. ¿Conoció usted alguna vez aese amigo, Elizabeth?

Ella movió la cabeza.—Ya veo. ¿Qué otras cuentas pagó

ese amigo? ¿Lo sabe?—No…, no.—¿Por qué vacila?—He dicho que no sé —replicó con

dureza Liz.—Pero ha vacilado —explicó

Karden—. Me preguntaba si pensaríaotra cosa.

—No.—¿Le habló alguna vez Leamas de

ese amigo? ¿Un amigo con dinero, quesabía dónde vivía Leamas?

—Nunca mencionó a ningún amigo.No creo que tuviera amigos.

—Ah.Se produjo un terrible silencio en la

sala, más terrible para Liz porque, comoun niño ciego entre videntes, estabaaislada de todos los que la rodeaban:ellos podían medir sus respuestas conalgún patrón secreto mientras que ella,por ese temible silencio, no podía saberlo que habían averiguado.

—¿Cuánto dinero gana, Elizabeth?—Seis libras por semana.—¿Tiene ahorros?—Unos pocos; unas libras.—¿Cuál es el alquiler de su piso?—Cincuenta chelines por semana.—Es mucho, ¿no, Elizabeth? ¿Ha

pagado el alquiler hace poco?Ella movió la cabeza, desvalida. En

un susurro, contestó:—Tenía un arrendamiento. Alguien

compró el piso y me mandó el título.—¿Quién?—No sé —le corrían las lágrimas

por la cara—. No sé… Por favor, no mepregunten más. No sé quién fue…, lomandaron hace seis semanas, un bancode la City…, alguna beneficencia lohabía hecho…, mil libras. Les juro queno sé quién…, un donativo de unabeneficencia, decían. Ustedes lo sabentodo; díganme quién…

Sepultando la cara entre las manos,lloró, de espaldas a la sala, con loshombros moviéndose a causa de la

agitación de sus sollozos. Nadie semovía; al fin, ella bajó las manos, perosin levantar la mirada.

—¿Por qué no hizo averiguaciones?—preguntó Karden con sencillez—. ¿Oestá usted acostumbrada a recibirdonaciones anónimas de mil libras?

Ella no dijo nada, y Kardencontinuó:

—No hizo averiguaciones porque losupuso. ¿No es verdad?

Ella asintió, volviendo a aproximarla mano a su cara.

—Supuso que venía de Leamas, odel amigo de Leamas, ¿no?

—Sí —se las arregló para decir ella

—; oí decir en la calle que el tenderohabía recibido algún dinero, un montónde dinero, de algún sitio, después deljuicio. Se habló mucho de ello, y yocomprendí que debía de ser el amigo deAlec…

—Qué extraño —dijo Karden, casipara sí—; qué raro. —Y luego—:Dígame, Elizabeth, ¿alguien se puso encontacto con usted después que Leamasfue a la cárcel?

—No —mintió ella.Ahora sabía, ahora estaba segura de

que querían demostrar algo contra Alec,algo sobre el dinero o sus amigos, algosobre el tendero.

—¿Está usted segura? —preguntóKarden, con las cejas levantadas sobrelos cercos de oro de las gafas.

—Sí.—Pero su vecino, Elizabeth —

objetó Karden, con paciencia—, dijoque vinieron a verla unos hombres, doshombres, poco después de la sentenciade Leamas, ¿o eran simplementeamantes, Elizabeth? ¿Amantes de paso,como Leamas, que le dieron dinero?

—Alec no era un amante de paso —gritó ella—; ¿cómo puede…?

—Pero le dio dinero. ¿También loshombres le dieron dinero?

—¡Por Dios! —sollozó Liz—. No

me haga más preguntas.—¿Quiénes eran?Ella no contestó, y entonces Karden

gritó de repente: era la primera vez queelevaba la voz.

—¿Quiénes?—No sé. Vinieron en un coche.

Amigos de Alec.—¿Más amigos? ¿Qué querían?—No sé. Me estuvieron preguntando

lo que él me decía…, me dijeron que mepusiera en contacto con ellos si…

—¿Cómo? ¿Cómo ponerse encontacto con ellos?

Ella, por fin, contestó:—Él vivía en Chelsea…, se llamaba

Smiley, George Smiley… Yo tenía quellamarle…

—¿Y le llamó?—¡No!Karden había dejado el expediente.

Un silencio de muerte había caído sobrela sala. Señalando a Leamas, dijoKarden, con voz perfectamentecontenida:

—Smiley quería saber si Leamas lehabía contado demasiado a ella. Leamashabía hecho una cosa que la Intelligencebritánica nunca esperó que hiciera: sebuscó una amante y le había llorado enel hombro.

Entonces Karden se echó a reír

suavemente, como si todo eso fuera unabroma estupenda:

—Igual que Karl Riemeck: la mismaequivocación.

—¿Hablaba alguna vez Leamassobre sí mismo? —continuó Karden.

—No.—¿No sabe nada de su pasado?—No. Sabía que había hecho algo en

Berlín. Algo para el Gobierno.—Entonces hablaba de su pasado,

¿no? ¿Le dijo que había estado casado?Hubo un largo silencio. Liz asintió.—¿Por qué no le fue a ver después

que le metieron en la cárcel? Podríahaberle visitado.

—Me pareció que él no quería.—Ya veo. ¿Le escribió usted?—No. Sí, una vez…, sólo para

decirle que le esperaría. No creí que leimportara.

—¿No creyó que tampoco lodesearía?

—No.—Y cuando él cumplió su condena,

¿no trató usted de entrar en contacto conél?

—No.—Adondequiera que fuera, ¿tenía un

trabajo esperándole, amigos que le

recibirían?—No sé…, no sé.—En realidad, había terminado con

él, ¿verdad? —preguntó Karden con unamueca burlona—. ¿Se había buscadousted otro amante?

—¡No! Yo le esperaba…, siemprele esperaré —se dominó—. Yo queríaque volviera.

—Entonces, ¿por qué no le habíaescrito? ¿Por qué no trató de averiguardónde estaba?

—Él no quería, ¿no ve? Me habíahecho prometer… no seguirle nunca…,nunca…

—Así que él esperaba ir a la cárcel,

¿eh? —preguntó Karden triunfante.—No…, no sé. ¿Cómo puedo

decirle lo que no sé?—Y en esa última noche —insistió

Karden, con voz áspera e intimidatoria—, la noche antes de pegar al tendero,¿le hizo renovar su promesa? Bueno,¿sí?

Con infinita fatiga, ella asintió en ungesto patético de capitulación.

—Sí.—¿Y se despidieron?—Nos despedimos.—Después de cenar, desde luego.

Era muy tarde. ¿O pasó la noche con él?—Después de cenar. Me fui a

casa…, no directamente a casa…Primero fui a dar un paseo, no sé pordónde. A pasear, sola.

—¿Qué motivo le dio él para rompersu relación?

—No la rompió —dijo—. Nunca.Dijo solamente que había algo que teníaque hacer: algo que tenía que arreglar,costara lo que costara, y después, quizáalgún día, cuando todo hubierapasado…, él… volvería, si yo seguíaallí y…

—Y usted dijo —sugirió Karden conironía— que siempre le esperaría, sinduda, ¿no?; que siempre le querría.

—Sí —contestó Liz, con sencillez.

—¿Dijo que le mandarria dinero?—Dijo…, dijo que las cosas no

estaban tan mal como parecían…, que…que ya se cuidarían de mí.

—Y por eso no preguntó después,¿no es verdad?, cuando una beneficenciade la City le dio por casualidad millibras.

—Sí, sí, eso es… Ahora ya lo sabentodo…, ya lo sabían todo. ¿Por qué mehicieron venir, si ya lo sabían?

Imperturbablemente, Karden esperóque se detuvieran sus sollozos.

—Ésta —dijo finalmente ante elTribunal que tenía delante— es laprueba de la defensa. Lamento que una

muchacha cuya percepción está nubladapor sus sentimientos y cuya vigilanciaestá embotada por el dinero, seaconsiderada por nuestros camaradasingleses como persona adecuada para uncargo en el Partido.

Mirando primero a Leamas y luego aFiedler, añadió con brutalidad:

—Es una tonta. Sin embargo, ha sidouna suerte que la conociera Leamas. Noes la primera vez que una conspiraciónrevanchista se ha descubierto por ladebilidad de sus organizadores.

Con una pequeña pero precisainclinación hacia el Tribunal, Karden sesentó.

Al hacerlo así, Leamas se puso enpie, y esta vez los guardias le dejaron enpaz.

En Londres debían de haberse vueltolocos de atar. Se lo había dicho, eso eralo peor, les había dicho que la dejaranen paz. Y ahora estaba claro que desdeese momento, desde el mismo momentoen que salió de Inglaterra, antes de eso,incluso, en cuanto fue a la cárcel, algúnmaldito idiota había ido dando vueltas aponerlo todo en orden, a pagar lascuentas, a indemnizar al tendero, y sobretodo, a ver a Liz. Era de locos, erafantástico. ¿Qué trataban de hacer, matara Fiedler, matar a su propio agente?

¿Sabotear su propia operación? ¿Erasólo Smiley? ¿Su desgraciadaconciencia le había impulsado a eso?Había sólo una cosa que hacer: sacardel bote a Liz y a Fiedler, y cargar conel lío. Probablemente, él de todasmaneras ya estaba liquidado. Si podíasalvarle el pellejo a Fiedler, si podíahacerlo, quizá habría una probabilidadde que escapara Liz.

¿Cómo demonios sabían tanto?Estaba seguro, estaba absolutamenteseguro de que no le habían seguido hastala casa de Smiley aquella tarde. Y eldinero…, ¿de dónde habían sacado lahistoria de que él robaba dinero en

Cambridge Circus? Aquello estabapensado para consumo interior…Entonces, ¿cómo? Por amor de Dios,¿cómo?

Agitado, furioso y horriblementeavergonzado, bajó despacio por lapasarela, rígido, como alguien que va alpatíbulo.

XXIII. Confesión

—Muy bien, Karden.Su cara estaba blanca y dura como la

piedra; tenía la cabeza un poco echadahacia atrás, en la actitud de un hombreque escucha un sonido lejano, había enél una espantosa calma, no deresignación, sino de dominio sobre símismo, de tal modo que todo su cuerpoparecía estar bajo la férrea presión desu voluntad.

—Muy bien, Karden, déjela que sevaya.

Liz le miraba fijamente, con la cara

arrugada y afeada, y los oscuros ojosllenos de lágrimas.

—No, Alec…, no —dijo.No había nadie más en la sala: sólo

Leamas, alto y erguido como un soldado.—No se lo digas —dijo ella,

elevando la voz—, sea lo que sea, no selo digas sólo por mi culpa… A mí ya nome importa, Alec: te aseguro que no.

—Calla, Liz —dijo Leamas,torpemente—. Ya es tarde.

Volvió los ojos a la presidente.—Ella no sabe nada. Nada en

absoluto. Sáquenla de aquí y mándenla acasa. Yo les diré lo demás.

La presidente lanzó una breve

mirada a los hombres que estaban aambos lados de ella. Deliberó y luegodijo:

—Puede salir de la sala, pero nopuede volver a su casa hasta que acabenlas declaraciones. Entonces ya veremos.

—Ella no sabe nada, se lo digo yo—gritó Leamas—. Karden tiene razón,¿no ven? Ha sido una operación, unaoperación planeada. ¿Cómo podíasaberlo ella? Ella no es más que unachiquilla frustrada en una Bibliotecaabsurda: ¡no les sirve para nada!

—Es un testigo —replicó lapresidente, con brevedad—. QuizáFiedler quiera interrogarla.

Ya no era el «camarada Fiedler». Aloír mencionar su nombre, Fiedlerpareció despertar de la abstracción enque había caído, y Liz le miróconscientemente por vez primera. Losprofundos ojos oscuros de Fiedler seposaron en ella un momento y sonriómuy ligeramente, como reconociendo suraza. Fiedler —pensó ella— era unapequeña figura abandonada,extrañamente en calma.

—Ella no sabe nada —dijo Fiedler—. Leamas tiene razón; déjenla marchar.—Su voz estaba fatigada.

—¿Se da cuenta de lo que dice? —preguntó la presidente—. ¿Se da cuenta

de lo que eso significa? ¿No tienepreguntas que hacerle?

—Ella ha dicho lo que tenía quedecir.

Fiedler había cruzado las manossobre las rodillas y las observaba comosi le interesaran más que lo que ocurríaen la sala.

—Se ha hecho todo de un modo muyastuto —asintió—. Déjenla marchar. Nonos puede decir lo que no sabe.

Con un cierto formalismo burlón,añadió:

—No tengo preguntas que hacer a latestigo.

Un guardia abrió la puerta y gritó

hacia el pasillo lateral. En el silencioabsoluto de la sala, oyeron la voz de unamujer que contestaba, y sus pesadospasos acercándose. Fiedler se puso enpie repentinamente y, tomando del brazoa Liz, la condujo a la puerta. Ella, alalcanzarla, se volvió a mirar a Leamas,pero él tenía la mirada fijamentedesviada, como uno que no puedesoportar ver sangre.

—Vuélvase a Inglaterra —le dijoFiedler—. Vuélvase a Inglaterra.

De pronto, Liz empezó a sollozarinconteniblemente. La guardiana le echóun brazo por el hombro, más comoapoyo que como consuelo, y la sacó de

la sala. El guardia cerró la puerta. Elrumor de su llanto fue disipándose pocoa poco.

—No hay mucho que decir —empezó Leamas—; Karden tiene razón.Ha sido un trabajo de simulación.Cuando perdimos a Karl Riemeck,perdimos a nuestro único agente decenteen la Zona. Todos los demás ya habíandesaparecido. No podíamos entenderlo:Mundt parecía localizarles casi antes deque los reclutáramos. Volví a Londres yvi a Control. Peter Guillam estaba allí, yGeorge Smiley. George, en realidad,

estaba retirado, haciendo algo muyinteresante, filología o algo así.

»En cualquier caso, a ellos se lesocurrió esta idea. Hacer que un hombrese meta él mismo en la trampa, eso es loque dijo Control. Fingirlo, a ver sipican. Entonces lo organizamos haciaatrás, por decirlo así. “Inductivo” lollamó Smiley. Si Mundt fuera agentenuestro, cómo le habríamos pagado,cómo estarían los expedientes, etc. Peterse acordó de que un árabe había tratadode vendernos una descripción de laAbteilung, hacía un año o dos, y lehabíamos mandado al cuerno. Luegoadvertimos que nos habíamos

equivocado. Peter tuvo la idea deencajarlo dentro; como si lo hubiéramosrechazado porque ya lo sabíamos. Esofue astuto.

»Ya se pueden imaginar lo demás.La ficción de estar haciéndome pedazos:la bebida, los apuros de dinero, losrumores de que Leamas había robado elcajón. Todo iba de acuerdo. Hicimosque Elsie, en Contabilidad, ayudara laschácharas, y uno o dos más. Lo hicieronmuy bien —añadió, con un toque deorgullo—. Luego elegí una mañana…,un sábado por la mañana, con muchagente alrededor…, y estallé. Salió en laprensa local…, hasta en el Daily

Worker , creo; y para entonces ustedesya se habían fijado. A partir de entonces—añadió con desprecio— excavaronsus propias tumbas.

—La de usted —dijo Mundt, concalma. Miraba pensativo a Leamas consus ojos pálidos, pálidos—. Y quizá ladel camarada Fiedler.

—Poca culpa le pueden echar aFiedler —dijo Leamas, con indiferencia—, dio la casualidad de que él era quienestaba en el lugar, no es el único hombrede la Abteilung que le ahorcaría debuena gana, Mundt.

—De todas maneras, a usted leahorcaremos —dijo Mundt, para

tranquilizarle—. Ha asesinado a unguardia. Ha tratado de asesinarme a mí.

Leamas sonrió secamente.—De noche, todos los gatos son

pardos, Mundt… Smiley siempre dijoque podía salir mal. Dijo que acasopondría en marcha una reacción que nopudiéramos detener. Ha perdidofuerza…, usted ya lo sabe. No ha vueltoa ser el mismo desde el caso Fennan…,desde el caso Mundt en Londres. Dicenque entonces le pasó algo…, que poreso dejó Cambridge Circus. Eso es loque no puedo comprender, por quépagaron las cuentas, la chica y todo eso.Debe de haber sido que Smiley echó a

perder adrede la operación, eso debe dehaber sido. Sin duda tuvo una crisis deconciencia, pensando que es malo matar,o algo así. Fue una locura, después detanta preparación, tanto trabajo, echar aperder de ese modo una operación.

»Pero Smiley le odiaba, Mundt.Todos también, creo, aunque no lodecíamos. Planeamos la cosa como sifuera un juego…, es difícil explicarloahora. Sabíamos que estábamos entre laespada y la pared; habíamos fracasadocontra Mundt y ahora íbamos a tratar dematarle. Pero no dejaba de ser un juego.

Volviéndose hacia el Tribunal,añadió:

—Se equivocan ustedes sobreFiedler; no es de los nuestros: ¿por quéLondres iba a tomarse esa clase deriesgo con un hombre de la posición deFiedler? Admito que contaban con él.Sabían que odiaba a Mundt, ¿por qué noiba a odiarle? Fiedler es judío, ¿no? Yasaben, deben de saberlo todos, lo quepiensa él de los judíos.

»Les voy a decir algo que no les diránadie más, así que lo haré yo: Mundthabía dado una paliza a Fiedler, y todoel tiempo, mientras lo hacía, Mundt leinsultaba y se burlaba de él porque erajudío. Todos ustedes saben qué clase dehombre es Mundt, pero le toleran porque

vale mucho en su trabajo. Pero… —Vaciló un momento, y luego continuó—:Pero, por Dios, ya se ha enredadobastante gente en todo esto sin que caigaal cesto la cabeza de Fiedler. Fiedlerestá muy bien, se lo digo yo…,ideológicamente sano, ¿no es ésa laexpresión, eh?

Miraba al Tribunal. Ellos leobservaban impasibles, casi concuriosidad, con la mirada fija y fría.Fiedler, que había vuelto a su silla yescuchaba con desapego bastanteafectado, miró por un momento aLeamas con aire ausente.

—Y usted lo enredó todo, Leamas,

¿es así? —preguntó—. Un perro viejocomo Leamas, empeñado en laoperación que ha de coronar su carrera,¿cae por… cómo la ha llamado…, unachiquilla frustrada en una Bibliotecaabsurda? Londres debe de haberlosabido: Smiley no podría haberlo hechosolo. —Fiedler se volvió hacia Mundt—: Aquí hay una cosa rara, Mundt; ellosdebían de haber sabido que usted iba acomprobar todas las partes del relato deLeamas. Por eso Leamas vivió esa vida.Pero después mandaron dinero altendero, pagaron el alquiler y lecompraron el piso a la chica. De todaslas cosas extraordinarias que pueda

hacer…, gente de la experiencia quetienen ellos…, ¡pagar mil libras a unachica, «miembro del Partido», que teníaque hacer creer que él estaba enbancarrota! No me diga que laconciencia de Smiley llega hasta ahí…Londres tiene que haberlo hecho. ¡Quériesgo!

Leamas se encogió de hombros.—Smiley tuvo razón. No pudimos

detener la reacción. Nunca esperamosque me trajeran aquí: a Holanda, sí, peroaquí no. —Quedó un momento ensilencio, y luego continuó—: Y nuncapensé que traerían a la chica. He sido unmaldito idiota.

—Pero Mundt no lo ha sido —intervino Fiedler rápidamente—. Mundtsabía de qué tenía que ocuparse: muylisto, debo decirlo yo por Mundt.Incluso estaba enterado de lo del piso;realmente sorprendente. Quiero decir,cómo podría él averiguarlo: ella no selo había dicho a nadie. Conozco a esachica, la comprendo…, ella no eracapaz de decírselo a nadie. —Lanzó unaojeada hacia Mundt—. ¿Quizá Mundtnos puede decir cómo lo sabía?

Mundt vaciló; un segundo más de lodebido, pensó Leamas.

—Fue por su suscripción —dijo—;hace un mes aumentó su cuota del

Partido en diez chelines al mes. Yo losupe. Y traté de averiguar cómo podíapermitírselo. Tuve éxito.

—Una explicación magistral —respondió fríamente Fiedler.

Se produjo un silencio.—Creo —dijo la presidente,

lanzando una ojeada a sus dos colegas—que el Tribunal ahora está en situaciónde hacer su informe al Presidium. Mejordicho —añadió, volviendo hacia Fiedlersus ojos pequeños y crueles—, a no serque tenga algo más que decir.

Fiedler movió la cabeza. Parecíaque le seguía divirtiendo algo.

—En ese caso —continuó la

presidente—, mis colegas están deacuerdo en que el camarada Fiedlerquede separado de sus obligacioneshasta que el comité disciplinario delPresidium haya considerado susituación. Leamas ya está detenido.Deseo recordarles a todos que esteTribunal no tiene poderes ejecutivos. Elfiscal del pueblo, en colaboración con elcamarada Mundt, considerará sin dudaqué acción se ha de tomar contra unagente provocador inglés, un asesino.

Miró hacia Mundt, más allá deLeamas. Pero Mundt miraba a Fiedlercon la consideración desapasionada deun verdugo que toma la medida a su

víctima para la cuerda.Y de repente, con la tremenda

lucidez de un hombre a quien se haengañado demasiado tiempo, Leamascomprendió todo el diabólico plan.

XXIV. La comisario

Liz estaba junto a la ventana, deespaldas a la guardiana, y miraba conpasmo vacío el diminuto patio de fuera.Suponía que los presos hacían ejercicioallí. Estaba en el despacho de alguien;había alimentos en la mesa junto a losteléfonos, pero ella no podía tocarlos.Se sentía mareada y muy cansada,físicamente cansada. Le dolían laspiernas notaba la cara áspera y rígida acausa de las lágrimas. Se sentía sucia yle apetecía un baño.

—¿Por qué no come? —volvió a

preguntar la mujer—. Todo ha pasadoya.

Lo decía sin compasión, como si lamuchacha fuera tonta por no comerestando allí la comida.

—No tengo hambre.La guardiana se encogió de hombros.—Quizá tenga que realizar un largo

viaje —observó—, y no hay mucho quecomer en el otro lado.

—¿Qué quiere decir?—Los trabajadores se mueren de

hambre en Inglaterra —afirmó ella concomplacencia—. Los capitalistas leshacen morirse de hambre.

Liz estuvo a punto de decir algo,

pero parecía inútil. Además, queríasaber; tenía que saber, y esa mujer se lopodía decir.

—¿Qué lugar es éste?—¿No sabe? —se rio la guardiana

—. Tendría que preguntárselo a los delotro lado —señaló con la cabeza haciala ventana—. Ellos le pueden decir quées.

—¿Quiénes son ésos?—Presos.—¿Qué clase de presos?—Enemigos del Estado —contestó

ella con prontitud—. Espías, agitadores.—¿Cómo sabe que son espías?—El Partido lo sabe. El Partido

sabe de la gente más que ellos mismos.¿No se lo han dicho? —La guardiana lamiró, movió la cabeza y observó—:¡Los ingleses! Los ricos se les hancomido el porvenir y ustedes los pobresles han dado la comida: eso es lo queles ha pasado a los ingleses.

—¿Quién se lo ha dicho?La mujer sonrió y no dijo nada.

Parecía contenta de sí misma.—¿Y ésta es una cárcel para espías?

—insistió Liz.—Es una cárcel para los que no son

capaces de reconocer la realidadsocialista, para los que creen que tienenderecho a errar, para los que retardan la

marcha. Traidores —concluyó conbrevedad.

—Pero ¿qué han hecho?—No podemos edificar el

comunismo sin eliminar elindividualismo. No se puede planear ungran edificio si algún cerdo construye supocilga en su terreno.

Liz la miró asombrada.—¿Quién le ha dicho todo eso?—Soy comisario aquí —dijo con

orgullo—. Trabajo en la prisión.—Es usted muy lista —indicó Liz,

abordándola.—Soy una trabajadora —contestó

agriamente la mujer—. El concepto de

los intelectuales como categoríasuperior ha de ser destruido. No haycategorías, sino sólo trabajadores; nohay antítesis entre el trabajo mental y elfísico. ¿No ha leído a Lenin?

—Entonces, ¿la gente de esta cárcelson intelectuales?

La mujer sonrió.—Sí —dijo—, son reaccionarios

que se llaman Progresivos: defienden alindividuo contra el Estado… ¿Sabe loque dijo Kruschev sobre lacontrarrevolución en Hungría?

Liz movió la cabeza. Debía mostrarinterés, debía hacer hablar a la mujer.

—Dijo que no habría sucedido

nunca si se hubiera fusilado a tiempo aun par de escritores.

—¿Ahora a quién fusilarán —preguntó rápidamente Liz— después delproceso?

—A Leamas —respondió ella conindiferencia—, y a ese judío, Fiedler.

Liz creyó por un momento que se ibaa caer, pero encontró con la mano elrespaldo de una silla, y se las arreglópara sentarse.

—¿Qué ha hecho Leamas? —susurró.

La mujer la miró con sus ojillosastutos. Era muy corpulenta, de peloescaso, estirado por la cabeza hasta

reunirse en un moño sobre su gruesanuca. Tenía cara pesada y aspectofláccido y aguanoso.

—Mató a un guardia —dijo.—¿Por qué?La mujer se encogió de hombros.—En cuando al judío —continuó—,

hizo una acusación contra un camaradaleal.

—¿Por eso van a fusilar a Fiedler?—preguntó Liz, incrédula.

—Los judíos son todos iguales —comentó la mujer—. El camarada Mundtsabe muy bien lo que hay que hacer conesa gente. No necesitamos a nadie así.Si entran en el Partido, creen que es

propiedad suya. Si se quedan fuera,piensan que todo es conspirar contraellos. Se dice que Leamas y Fiedlerconspiraron juntos contra Mundt… ¿Seva a comer esto? —preguntó, señalandola comida en la mesa.

Liz sacudió la cabeza.—Entonces tendré que comérmelo

yo —dijo, con una grotesca muestra deque lo haría de mala gana—. Le handado patatas. Debe de tener un amanteen la cocina.

El humor de esa observación laanimó hasta que acabó del todo lacomida de Liz. Liz se volvió a laventana.

En la confusión de ánimo de Liz, ensu torbellino de vergüenza, dolor ymiedo, predominaba el recuerdoaterrador de Leamas tal como le habíavisto por última vez en la sala, sentadorígidamente en la silla y con los ojosapartados de los suyos. Ella le habíafallado y él no se atrevía a mirarla antesde morir: no quería dejarle ver eldesprecio, el miedo quizá, que estabaescrito en su cara.

Pero ¿qué otra cosa hubiera podidohacer? Si por lo menos Leamas lehubiera dicho lo que él iba a hacer —nisiquiera ahora le resultaba claro a Liz—

hubiera mentido y hecho trampas por él,cualquier cosa, con tal de que se lohubiera dicho. Seguro que él locomprendía: seguro que la conocía lobastante bien como para darse cuenta deque al fin ella haría todo lo que éldijera; de que ella asumiría su forma ysu ser, su voluntad, su vida, su imagen,su dolor, si pudiera: de que sólo rezabapor tener ocasión de hacerlo. Pero, si nose lo decía, ¿cómo iba a saber contestara esas preguntas veladas e insidiosas?Parecía no tener fin la ruina que le habíacausado.

Recordaba, en la situación febril desu ánimo, que de niña la había

horrorizado llegar a saber que con cadapaso que daba, millares de pequeñascriaturas quedaban destruidas bajo suspies; y ahora, tanto si mentía como sidecía la verdad —o incluso, estabasegura, si se callaba—, se había vistoobligada a destruir un ser humano; quizádos, pues, ¿no estaba también el judío,Fiedler, que había sido amable con ella,cogiéndola del brazo y diciéndole quevolviera a Inglaterra? Fusilarían aFiedler, eso es lo que decía la mujer.¿Por qué tenía que ser Fiedler? ¿Por quéno el viejo que hacía las preguntas, o elrubio de la fila de delante entre losguardias, el que sonreía todo el tiempo?

Adondequiera que se volvieseobservaba su cabeza rubia y lisa y surostro liso y cruel, sonriendo como sifuera una broma estupenda. La consolóque Leamas y Fiedler estuvieran delmismo bando. Se volvió otra vez a lamujer y preguntó:

—¿Por qué esperamos aquí?La guardiana apartó el plato y se

puso de pie.—Esperamos instrucciones —

contestó—. Están decidiendo si debeusted quedarse.

—¿Quedarme? —repitió Liz conaire vacío.

—Es cuestión de declaraciones.

Quizá sometan a juicio a Fiedler. Ya selo dije: sospechan una conspiraciónentre Fiedler y Leamas.

—Pero ¿contra quién? ¿Cómo podíaconspirar en Inglaterra? ¿Cómo vinoaquí? Él no es del Partido.

La mujer movió la cabeza.—Es secreto —replicó—. Es sólo

asunto del Presidium. Tal vez el judío letrajo aquí.

—Pero usted sí lo sabe —insistióLiz, con una nota de halago en la voz—;usted es comisario en la prisión.Seguramente se lo han dicho.

—Quizá —contestó la mujer, ufana—. Es un asunto muy secreto —repitió.

Sonó el teléfono. La mujer lo cogió yescuchó. Al cabo de un momento, lanzóuna ojeada a Liz.

—Sí, camarada. Enseguida —dijo, ycolgó.

—Se va a quedar —añadió conbrusquedad—. El Presidium va aconsiderar el caso de Fiedler. Mientrastanto, se quedará aquí. Ése es el deseodel camarada Mundt.

—¿Quién es Mundt?La mujer puso cara astuta.—Es el deseo del Presidium —dijo.—No quiero quedarme —gritó Liz

—. Quiero…—El Partido sabe de nosotros más

que nosotros mismos —replicó la mujer—. Debe quedarse aquí. Es el deseo delPartido.

—¿Quién es Mundt? —le volvió apreguntar Liz, pero la otra siguió sincontestar.

Lentamente, Liz la siguió a lo largode pasillos interminables, a través deverjas vigiladas por centinelas, pasandoante puertas de hierro de las que no salíaningún ruido, bajando escalerasinacabables, cruzando campos enterosmuy por debajo de la tierra, hasta quecreyó haber llegado a las entrañas delmismo infierno: nadie le diría cuándohabría muerto Leamas.

No tenía idea de qué hora eracuando oyó los pasos en el corredor defuera de su celda. Podrían ser las cincode la tarde; podría ser medianoche.Estaba despierta, mirando fijamente latiniebla negra, ansiando un ruido. Nuncahabía imaginado que el silencio pudieraser tan terrible. Había gritado una vez, yno había recibido ni el eco, nada. Sóloel recuerdo de su propia voz. Se habíaimaginado el sonido rompiendo contrala oscuridad maciza como un puñocontra una roca. Había movido lasmanos a su alrededor, sentada en lacama, y le había parecido que la

oscuridad las hacía pesadas, como sifuera a tientas por el agua. Sabía que lacelda era pequeña, que contenía la camaen que estaba sentada, una palangana singrifos y una tosca mesa: lo había visto alentrar. Luego la luz se había apagado, yella echó a correr locamente adondesabía que estaba la cama, golpeándoselas espinillas con ella, y se habíaquedado allí, con escalofríos de miedo.Hasta que oyó los pasos, y la puerta desu celda se abrió de repente.

Le reconoció enseguida, aunque sólopodía discernir su silueta contra lapálida luz azul del pasillo: la figuraesbelta y ágil, la línea clara de la

mejilla y el corto pelo rubio, apenasacariciados por la luz de atrás.

—Soy Mundt —dijo—. Vengaconmigo, enseguida.

Su voz era despectiva, perocontenida, como si estuviera afanoso deque no le oyera nadie más.

Liz, de repente, se sintió aterrada.Recordó lo de la guardiana: «Mundtsabe qué hay que hacer con los judíos.»Se quedó de pie junto a la cama,mirándole pasmada, sin saber qué hacer.

—De prisa, tonta —Mundt seadelantó y la agarró por la muñeca—; deprisa.

Ella dejó que la sacara al pasillo.

Desconcertada, observó cómo Mundtvolvía a cerrar silenciosamente la puertade su celda. Él la cogió rudamente delbrazo y la obligó a avanzar con rapidezpor el primer pasillo, medio corriendo,medio andando.

Liz oía el zumbido lejano de losacondicionadores de aire; y, de vez encuando, el ruido de otros pasos desdepasillos que desembocaban en el deellos. Se dio cuenta de que Mundtvacilaba, e incluso se echaba atrás, alllegar a otros pasillos; luego seguíaadelante, se aseguraba de que no viniesenadie, y entonces le hacía señal decontinuar. Parecía suponer que ella

querría seguir, que sabría el motivo. Eracomo si la tratara igual que a uncómplice.

Y de repente se detuvo y metió unallave en la cerradura de una sucia puertade metal. Liz aguardó, con pánico. Élempujó brutalmente la puerta haciaafuera, y el aire dulce y fresco de unatardecer de invierno sopló contra lacara de Liz. Él le hizo otra vez señas,siempre con la misma urgencia, y Liz lesiguió bajando dos escalones hasta unsendero de grava que se prolongaba através de un descuidado huertecillo.

Siguieron el camino hasta unacomplicada puerta gótica que daba a la

carretera, atrás. Ante la puerta habíaaparcado un coche, y a su lado, de pie,estaba Alec Leamas.

—Manténgase a distancia —le avisóMundt cuando Liz empezaba aadelantarse—. Espere aquí.

Mundt se adelantó, y durante lo quele pareció un siglo, observó a los doshombres de pie, juntos, hablandotranquilamente entre ellos. El corazón lelatía locamente; todo su cuerpo era unpuro escalofrío de miedo y frío. Por finvolvió Mundt.

—Venga conmigo —dijo, y la llevó

a donde estaba Leamas.Los dos hombres se miraron un

momento.—Adiós —dijo Mundt, con

indiferencia—. Es usted tonto, Leamas—añadió—. Ésta no es más que basura,como Fiedler.

Y se volvió sin decir una palabramás, para desaparecer rápidamente en laluz crepuscular.

Ella extendió la mano y le tocó, y élse volvió a medias, apartándole la manoal abrir la puerta del coche. Leamas lehizo señal con la cabeza para queentrara, pero ella vaciló.

—Alec —susurró—, Alec, ¿qué

haces? ¿Por qué te deja ir?—¡Calla! —siseó Leamas—. No

pienses siquiera en eso, ¿oyes? Entra.—¿Qué es lo que ha dicho de

Fiedler? Alec, ¿por qué nos dejamarchar?

—Nos deja marchar porque hemoshecho nuestro trabajo. ¡Métete en elcoche, de prisa!

Bajo la sugestión de suextraordinaria voluntad, ella se metió enel coche y cerró la puerta. Leamas entróa su lado.

—¿Qué pacto has hecho con él? —insistió, con la sospecha y el miedoelevándose en su voz—. Dijeron que

habíais tratado de conspirar contra él, túy Fiedler. Entonces, ¿por qué te dejamarchar?

Leamas había puesto en marcha elcoche y pronto avanzaba rápido por laestrecha carretera. A ambos lados,campos desnudos; a lo lejos, oscurascolinas monótonas se mezclaban con laoscuridad que se espesaba. Leamas miróel reloj.

—Estamos a cinco horas de Berlín—dijo—. Tenemos que llegar aKöpenick a la una menos cuarto.Deberíamos hacerlo fácilmente.

Durante algún tiempo, Liz no dijonada; miró pasmada por el parabrisas la

carretera vacía, confusa y perdida en unlaberinto de pensamientos. Una lunallena había surgido y la escarcha seposaba en largos sudarios a través delos campos. Desembocaron en unaautopista.

—¿Me tenías en la conciencia,Alec? —dijo ella, por fin—. ¿Por esohiciste que Mundt me dejara marchar?

Leamas no dijo nada.—Tú y Mundt sois enemigos, ¿no?Él siguió sin decir nada. Ahora

corría de prisa: la aguja marcaba cientoveinte por hora; la autopista estaba llenade baches y jorobas. Ella observó queLeamas llevaba las luces largas, sin

molestarse en cambiarlas ante lacirculación que venia por el otro lado.Conducía rudamente, inclinado haciaadelante, casi con los codos en elvolante.

—¿Qué le pasará a Fiedler? —preguntó de repente.

Y esta vez Leamas contestó:—Le fusilarán.—Entonces, ¿por qué no te fusilan a

ti? —continuó Liz, de prisa—. Túconspiras con Fiedler contra Mundt, esoes lo que dicen. Mataste a un guardia.¿Por qué te ha dejado marchar Mundt?

—¡Muy bien! —gritó Leamas, derepente—. Te lo diré. Te diré lo que no

tenías que saber nunca, nunca, ni yotampoco. Escucha: Mundt es el hombrede Londres, su agente: le compraroncuando estaba en Inglaterra. Somostestigos del asqueroso final de unaasquerosa y sucia operación parasalvarle el pellejo a Mundt; parasalvarle de un pequeño judío listo, de supropio Departamento, que habíaempezado a sospechar la verdad. Noshan obligado a matarle, ya lo ves, mataral judío. Ahora ya lo sabes, y que Diosnos ayude a los dos.

XXV. El muro

—Si así es, Alec —dijo Liz por fin—, ¿cuál fue mi papel en todo esto?

Su voz era tranquila, casi normal.—Sólo lo puedo suponer, Liz, por lo

que sé y por lo que me dijo Mundt antesde separarnos. Fiedler sospechaba deMundt: pensaba que Mundt hacía eldoble juego. Le odiaba, desde luego —¿por qué no iba a odiarle?—, pero teníarazón también: Mundt era un agente deLondres. Fiedler era demasiadopoderoso para que Mundt lo eliminarapor sí solo, de modo que Londres

decidió hacerlo por él. Aún me pareceque les estoy viendo: tancondenadamente académicos como son.Les estoy viendo alrededor del fuego enuno de sus asquerosos clubs elegantes.Sabían que no bastaba con eliminar sóloa Fiedler: podría haber hablado conamigos, publicado acusaciones: teníanque eliminar la sospecha. Unarehabilitación pública, eso es lo que leorganizaron a Mundt.

Pasó a la izquierda para adelantar aun camión con remolque. Al hacerlo así,el camión le cerró inesperadamente, demodo que tuvo que frenar con violenciasobre unos baches para evitar ser

lanzado contra la valla divisoria desetos a su izquierda.

—Me dijeron que le preparara latrampa a Mundt —dijo con sencillez—,dijeron que había que matarle, y yoacepté. Iba a ser mi último trabajo. Asíque me «dejaron para simiente», y lepegué al tendero… Ya sabes todo eso.

—¿Y también hiciste el amor? —preguntó Liz en voz baja.

Leamas movió la cabeza.—Pues ésa es la cuestión, ya ves —

continuó—, Mundt lo sabía todo:conocía el plan; él me hizo recoger, él yFiedler. Luego dejó a Fiedler que seocupara del asunto, porque sabía que al

fin Fiedler se haría ahorcar. Mi trabajoera hacerles pensar lo que en realidadera verdad: que Mundt era un espíainglés. —Vaciló—. Tu trabajo consistíaen hacer que no me creyeran. Fiedlerserá fusilado y Mundt se habrá salvado,providencialmente librado de unaconspiración fascista. Es el viejoprincipio del amor de rebote, el éxitopor carambola.

—Pero ¿cómo podían saber de mí,cómo podían saber que íbamos a estarjuntos? —gritó Liz—. Por Dios, Alec,¿saben incluso predecir cuándo la gentese va a enamorar?

—Eso no importaba: no dependía de

eso. Te eligieron porque eras joven ybonita y del Partido, porque sabían quevendrías a Alemania si te enviaban unainvitación. El hombre de la Agencia deColocaciones, Pitt, fue quien me envióallá: sabían que yo había de trabajar enla Biblioteca. Pitt estuvo en el Servicedurante la guerra y supongo que sehabían puesto de acuerdo con él. Notenían más que ponernos a ti y a mí encontacto, aunque fuera por un día, noimportaba; luego podían ir a vertedespués, mandarte el dinero, hacer quepareciera un asunto amoroso aunque nolo fuera, ¿no ves? Quizá hacer quepareciera un antojo. El único punto

vulnerable era que después de reunirnoste habrían de mandar dinero como sifuera a petición mía. En realidad, se lopresentamos demasiado fácil…

—Sí, demasiado. —Y luego añadió—: Me siento sucia, Alec, como si mehubiera revolcado en el estiércol.

Leamas no dijo nada.—¿Eso le tranquilizó la conciencia a

tu Departamento: explotar… a alguiendel Partido, en vez de a cualquier otrapersona? —continuó Liz.

Leamas contestó:—Quizá. Realmente, ellos no

piensan en tales términos. Fue unaconveniencia personal.

—Me podría haber quedado en esaprisión, ¿no? Eso es lo que queríaMundt, ¿no? No veía motivo para asumirel riesgo: tal vez habría oído demasiado,adivinado demasiado. Después de todo,Fiedler era inocente, ¿no? Pero, claro,es un judío. —Añadió excitada—: Asíque no importa mucho, ¿verdad?

—Ah, demonios —exclamó Leamas.—De todos modos, parece raro que

Mundt me deje ir, aun como parte deltrato contigo —caviló—. Ahora soy unpeligro, ¿no? Cuando vuelva aInglaterra, un miembro del Partido quesepa todo esto… No parece lógico queme dejara marchar.

—Espero —contestó Leamas— queutilice nuestra escapatoria parademostrar al Presidium que hay otrosFiedlers en su Departamento, a los quehay que cazar.

—¿Y otros judíos?—Eso le resulta una oportunidad

inmejorable para consolidar su posición—contestó Leamas, con sequedad.

—¿Matando más gente inocente? Noparece preocuparte mucho…

—Claro que me preocupa. Me poneenfermo de vergüenza y de rabia y…Pero a mí me han educado de otro modo,Liz; yo no puedo ver en blanco y negro.La gente que juega a esto acepta sus

riesgos. Fiedler ha perdido y Mundt haganado. Londres ha ganado… ésa es lacuestión. Ha sido una operación sucia,muy sucia. Pero ya está saldada, y ésa esla única regla.

Al hablar fue elevando la voz, hastaque al fin casi gritaba.

—Tratas de convencerte a ti mismo—gritó Liz—. Has hecho una cosa mala.¿Cómo puedes matar a Fiedler? Erabueno, Alec: sé que lo era. Y Mundt…

—¿De qué diablos te quejas? —preguntó ásperamente Leamas—. TuPartido siempre está en guerra, ¿no?Sacrificando el individuo a las masas.Eso es lo que dice. La realidad

socialista: luchar día y noche, la batallainfatigable; eso es lo que dice, ¿no? Porlo menos, tú has sobrevivido. Nunca heoído decir que los comunistas respetaranla dignidad de la vida humana; acaso lohe entendido mal —añadiósarcásticamente—. Sí, de acuerdo, sí,podrías haber quedado destruida. Esoera lo normal. Mundt es un cerdomaligno, no le veía el sentido a dejartesobrevivir. Su promesa —suponiendoque prometiera hacer lo mejor por ti—no valía gran cosa. Así, podrías habermuerto —hoy, el año que viene, o dentrode veinte años— en una prisión delparaíso de los trabajadores. Y yo

también. Pero me parece recordar que elPartido tiende a la destrucción de todauna clase. ¿O lo he entendido mal?

Sacando un paquete de cigarrillos dela chaqueta, le alargó dos, junto con unacaja de cerillas. Los dedos de Liztemblaban cuando los encendió y ledevolvió uno a Leamas.

—Lo has pensado bien todo, ¿no? —preguntó Liz.

—Por casualidad, encajábamos en elmolde —insistió Leamas—, y lolamento. Lo lamento también por losdemás, los demás que encajan en elmolde. Pero no te quejes de lascondiciones, Liz; son condiciones del

Partido. Un pequeño precio por un granbeneficio. Uno sacrificado por muchos.No es agradable, ya lo sé, elegir quiénva a ser, convertir el plan en personas.

Ella escuchaba en la oscuridad, sindarse cuenta de nada, durante unmomento, de nada que no fuera lacarretera que se desvanecía ante ellos ydel sordo horror en su ánimo.

—Pero me han permitido quererte—dijo Liz por fin—. Y tú me dejascreer en ti y quererte.

—Nos han utilizado —replicóLeamas, despiadado—. Nos hanestafado a los dos porque era necesario.Fiedler ya estaba condenadamente cerca

del blanco, ¿no ves? Habrían cazado aMundt, ¿no puedes comprenderlo?

—¿Cómo puedes volver del revés elmundo? —gritó Liz de repente—.Fiedler era amable y decente: no hacíamás que su trabajo, y ahora le hasmatado. Mundt es un espía y un traidor,y le proteges. Mundt es un nazi, ¿losabes? Odia a los judíos… ¿De qué ladoestás tú? ¿Cómo puedes…?

—Hay sólo una ley en este juego —replicó Leamas—. Mundt es su agente:les da lo que necesitan. Es bastante fácilde entender, ¿no? Leninismo: laconveniencia de las alianzastransitorias. ¿Qué te imaginas que son

los espías: sacerdotes, santos ymártires? Son una lamentable procesiónde memos vanidosos, y traidores,además; sí: maricas, sádicos, borrachos,gente que juega a pieles rojas y cow-boys para iluminar sus putrefactas vidas.¿Crees que están sentados como monjes,en Londres, sopesando el bien y el mal?Yo habría matado a Mundt si hubierapodido; le odio; pero ahora no. Da lacasualidad de que le necesitan. Lenecesitan para que la gran masa deimbéciles que admiras pueda dormirtranquilamente en sus camas por lanoche. Le necesitan para la seguridad dela gente corriente y moliente como tú y

como yo.—Pero, y de Fiedler, ¿qué? ¿No

sientes nada por él?—Es una guerra —contestó Leamas

—. Es desagradable y demasiadovisible porque se lucha en pequeñaescala, de cerca; se lucha a veces, loadmito, desperdiciando alguna vidainocente. Pero eso no es nada, nada enabsoluto, al lado de otras guerras…, lapasada o la próxima.

—Dios mío —dijo Liz, suavemente—. No entiendes. No quieres entender.Tratas de convencerte a ti mismo. Esmucho más terrible lo que hacen éstos:encontrar la humanidad en la gente, en

mí o en cualquiera a quien usen, y usarlacomo un arma en sus manos, y usarlapara herir y matar…

—¡Válgame Dios!… —gritó Leamas—. ¿Qué otra cosa han hecho loshombres desde que empezó el mundo?Yo no creo en nada, ¿no ves?; nisiquiera en la destrucción o la anarquía.Estoy harto, harto de ver matar, pero noveo qué otra cosa pueden hacer. Nohacen prosélitos, no se suben a púlpitosni a tribunas del Partido a decirnos queluchemos por la Paz o por Dios o por loque sea. Son los pobres zoquetes quetratan de evitar que los predicadores sehagan volar unos a otros por los aires.

—Te equivocas —afirmó Lizdesesperada—, son peores que todosnosotros.

—¿Porque te hice el amor cuandocreías que yo era un vagabundo? —preguntó Leamas con ferocidad.

—Por el desprecio que tienen ellos—replicó Liz— ¡desprecio por todo loverdadero y lo bueno; desprecio por elamor, desprecio…!

—Sí —asintió Leamas, de repentefatigado—; ése es el precio que pagan:despreciar a Dios y a Karl Marx en lamisma frase. Si es eso lo que quieresdecir.

—Os hace ser a todos lo mismo —

continuó Liz—; lo mismo que Mundt ytodos los demás… Yo debería saberlo;yo he sido la que ellos han hecho darvueltas a patadas, ¿no? Por ellos, por ti,porque no te importa. Sólo a Fiedler leimportó… Pero a todos los demás…,todos me habéis tratado como si fuera…nada…, solamente moneda con quepagar… Sois todos lo mismo, Alec.

—Ah, Liz —dijo él,desesperadamente—; por Dios, créeme.Lo odio, lo odio todo completamente;estoy cansado. Pero es el mundo, es lahumanidad que se ha vuelto loca. Somosun precio pequeño que pagar… pero entodas partes es lo mismo; la gente

estafada y extraviada; vidas enterastiradas por ahí: gente fusilada y en lacárcel, clases y grupos enteros dehombres eliminados por nada. Y tú, tuPartido… Dios sabe si está construidosobre los cadáveres de gente corriente.Tú nunca has visto morir a los hombrescomo yo, Liz…

Oyéndole, Liz recordó el patio grisde la prisión, y la guardiana que decía:«Es una prisión para los que retardan lamarcha…, para los que creen tenerderecho a errar.»

De repente, Leamas se puso tenso,escudriñando a través del parabrisas. Enlas luces del coche, Liz distinguió una

figura de pie en la carretera. Tenía en lamano una pequeña luz que encendía yapagaba cuando se acercó el coche.

—Es él —murmuró Leamas; quitó elcontacto de los faros y el motor, y sedejó ir silenciosamente adelante. Alllegar a su lado, Leamas se echó atrás yabrió la puerta trasera.

Liz no se volvió a mirarle cuandoentró. Miraba rígidamente hacia delante,la lluvia que caía por la calle.

—Marche a treinta por hora —dijoel hombre. Su voz estaba tensa yasustada—. Le diré el camino… Cuando

lleguemos al sitio, tiene que salir ycorrer al muro. El reflector estaráencendido en el punto en que tiene quetrepar. Póngase en la luz del reflector.Cuando la luz empiece a girar,apartándose, empiecen a trepar. Tendránnoventa segundos para pasarse. Ustedvaya delante —dijo a Leamas—, y quela chica le siga. Hay salientes de hierroen la parte baja: después de eso, tieneque subir como puedan. Tendrá ustedque sentarse encima y tirar de la chicapara arriba. ¿Comprendido?

—Comprendido —dijo Leamas—.¿Cuánto tenemos que andar aún?

—Si marcha a treinta estaremos allí

dentro de unos nueve minutos. Elreflector estará en el muro a la una ycinco exactamente. Le pueden darnoventa segundos. Nada más.

—¿Qué pasa después de noventasegundos? —preguntó Leamas.

—Sólo le pueden dar noventasegundos —repitió el hombre—, si no,es demasiado peligroso. Sólo se handado instrucciones a un destacamento.Creen que le mandan a infiltrarse enBerlín occidental. Les han dicho que nolo hagan demasiado fácil. Noventasegundos son suficientes.

—Espero que sí, demonios —dijoLeamas, secamente—. ¿A qué hora lo

pone?—He confrontado mi reloj con el del

sargento que manda el destacamento —contestó el hombre. Una luz se encendióy se apagó rápidamente en la parte deatrás del coche—. Son las doce cuarentay ocho. Debemos salir a la una menoscinco. Siete minutos que esperar.

Quedaron en silencio total, salvo porla lluvia que golpeaba el techo. Lacarretera de adoquines se extendíaderecha ante ellos, cortada cada cienmetros por sucios faroles. No habíanadie por allí. Por encima de ellos, elcielo estaba iluminado por la luzartificial de los reflectores. De vez en

cuando, el foco de un reflectorcentelleaba en lo alto y desaparecía.Muy a la izquierda, Leamas observó unaluz que fluctuaba por encima delhorizonte, cambiando constantemente deintensidad, como el reflejo de un fuego.

—¿Eso qué es? —preguntó,señalándolo.

—El Servicio de Información —contestó el hombre—. Un andamiaje deluces. Envían noticias breves a BerlínEste.

—Claro —murmuró Leamas.Estaban muy cerca del final de la

carretera de adoquines.—No es posible volver atrás —

continuó el hombre—. ¿No se lo dijo él?No hay segunda oportunidad.

—Lo sé —contestó Leamas.—Si algo va mal, si se caen o se

hacen daño, no vuelvan atrás. Lesdispararán a vista en el terreno delmuro. «Tienen» que pasar.

—Lo sabemos —repitió Leamas—;él me lo dijo.

—Desde el momento en que salgandel coche están en el terreno del muro.

—Ya lo sabemos. Ahora cállese —replicó Leamas. Y luego añadió—: ¿Sevuelve atrás con el coche?

—En cuanto bajen del coche, me lollevaré. Es peligroso para mí también —

contestó el hombre.—Lástima —dijo secamente

Leamas.Hubo otro silencio; luego, Leamas

preguntó:—¿Tiene pistola?—Sí —dijo el hombre—, pero no se

la puedo dar: él dijo que no deberíadársela…, que era seguro que usted lapediría.

Leamas se rio sin hacer ruido.—Sí que lo habrá dicho —dijo.Leamas se puso en camino: el coche

avanzó lentamente con un ruido queparecía llenar la calle.

Habían avanzado unos trescientos

metros, cuando el hombre susurróexcitado:

—Tuerza a la derecha, y luego a laizquierda.

Se metieron en una estrechabocacalle. Había puestos vacíos demercado a un lado y a otro, de maneraque el coche pasaba justamente entreellos.

—¡A la izquierda aquí, ahora!Torcieron otra vez, de prisa, esta

vez entre dos altos edificios, por lo queparecía un callejón sin salida. Habíaropa tendida a través de la calle, y Lizse preguntó si pasarían por debajo. Alacercarse a lo que parecía el final sin

salida, el hombre dijo:—Otra vez a la izquierda: siga el

camino.Leamas se metió por la acera, cruzó

el pavimento y siguieron un senderoancho, bordeado por una tapiaderrumbada a la izquierda, y un edificioalto y sin ventanas a la derecha. Oyeronun grito desde no se sabía dónde, porencima de ellos, una voz de mujer, yLeamas masculló:

—Ah, cierra el pico —mientrastorcía torpemente en ángulo recto por unrecodo del sendero, entrandoinmediatamente en una calle importante—. ¿Por dónde? —preguntó.

—Cruce derecho: más allá de lafarmacia, entre la farmacia y la oficinade correos… ¡ahí!

El hombre se inclinaba tanto haciadelante que tenía la cara casi a la alturade la de ellos. Señaló ahora, por delantede Leamas, con la punta del dedoapretada contra el parabrisas.

—Échese atrás —siseó Leamas—.Quite la mano. ¿Cómo diablos voy a ver,si agita la mano por ahí de ese modo?

Cambiando ruidosamente develocidad, avanzó cruzando de prisa laancha carretera. Echando una mirada ala izquierda, le asombró distinguir lamaciza silueta de la puerta de

Brandenburgo, a unos trescientosmetros, con el siniestro grupo devehículos militares.

—¿Adónde vamos? —preguntóLeamas de repente.

—Casi hemos llegado. Vayadespacio ahora… ¡A la izquierda, a laizquierda! —gritó, y Leamas dio unasacudida al volante en el últimomomento; por una estrecha entrada,penetraron en un patio. La mitad de lasventanas faltaban o estaban clausuradascon tablas: las puertas vacías lesmiraban como ciegas, con la bocaabierta. En el otro extremo del patiohabía una salida abierta.

—Por allí —llegó la ordensusurrada, apremiante en la oscuridad—; luego todo derecho. Ver a la derechaun farol, quite el contacto al motor y sigahasta que vea una bomba de agua. Ése esel sitio.

—¿Por qué demonios no ha llevadoel coche usted mismo?

—Él ha dicho que lo llevara usted:dijo que era más seguro.

Pasaron por la salida y volvieronbruscamente a la derecha. Estaban enuna calle estrecha, en una oscuridadabsoluta.

—¡Apague las luces!Leamas apagó, y avanzó lentamente

hacia el primer farol. Delante, veíanapenas el segundo farol. Quitando elcontacto, siguieron impulsadoslentamente hacia delante, hasta que, aunos veinte metros de él, distinguieronla confusa silueta de una boca deincendios. Leamas frenó y el cocheacabó quedándose quieto.

—¿Dónde estamos…? —susurróLeamas—. Hemos cruzado laLeninallee, ¿no?

—En Greifswalderstrasse. Luegohemos doblado al norte. Estamos alnorte de Bernauerstrasse.

—¿En Pankow?—Por ahí. Mire.

El hombre señaló una bocacalle a laizquierda. En el extremo vieron un brevetrecho de muro, pardo gris en la fatigadaluz de los focos. Por encima corría unatriple barrera de alambre de espino.

—¿Cómo va a pasar la chica porencima del alambre?

—Ya ha sido cortado por donde vana trepar. Hay una pequeña abertura.Tienen un minuto para alcanzar el muro.Adiós.

Salieron del coche, los tres. Leamascogió del brazo a Liz, y ella sesobresaltó como si le hubiera hechodaño.

—Adiós —dijo el alemán.

Leamas susurró solamente.—No ponga en marcha ese coche

hasta que hayamos pasado.Liz miró un momento al alemán en la

pálida luz. Tuvo la breve impresión deuna cara joven, preocupada: la cara deun muchacho que trata de ser valiente.

—Adiós —dijo Liz.Se desprendió del brazo y siguió a

Leamas a través de la calle y por elestrecho callejón que llevaba al muro.

Al entrar en el callejón oyeron queel coche se ponía en marcha detrás deellos, daba la vuelta y se marchabarápidamente en la dirección por dondehabían venido.

—Nos dejas en la estacada, hijo deperra —murmuró Leamas, volviendo losojos hacia el coche que se retiraba.

Liz apenas le oyó.

XXVI. Noventasegundos

Caminaban de prisa: Leamas lanzabaojeadas de vez en cuando por encimadel hombro para asegurarse de que ellale seguía. Al llegar al final del callejón,se detuvo, se metió en el hueco de unapuerta y miró el reloj.

—Dos minutos —susurró.Ella no dijo nada. Miraba fijamente

adelante, hacia el muro y las negrasruinas que se elevaban detrás.

—Dos minutos —repitió Leamas.Ante ellos quedaba una franja de

unos treinta metros, que bordeaba elmuro en ambos sentidos. A unos setentametros quizá, a la derecha, había unatorre de vigilancia: el haz del reflectorse movía por esa franja. La lluvia finaparecía suspensa en el aire, de modoque la luz de los reflectores era lívida ycomo de yeso, haciendo de pantalla anteel mundo de más allá. No se veía anadie; no se oía un ruido. Un escenariovacío.

El reflector de la torre de vigilanciaempezó a moverse como a tientas por elmuro, hacia ellos, vacilante: cada vezque se detenía, veían los ladrillosseparados y las descuidadas líneas de

mortero puesto a toda prisa. Mientrasellos observaban, el haz del reflector sedetuvo delante mismo de ellos. Leamasmiró el reloj.

—¿Preparada?Ella asintió.Cogiéndola del brazo, él empezó a

andar cuidadosamente a través de lafranja. Liz quería correr, pero él lasujetaba tan fuertemente, que no pudohacerlo. Ya estaban a medio camino delmuro, y el brillante semicírculo de luzles atraía hacia delante, con el haz porencima mismo de ellos. Leamas estabadecidido a conservar a Liz muy cerca deél, como si tuviera miedo de que Mundt

no cumpliera su palabra, y de algúnmodo se la arrebatara en el últimomomento.

Casi estaban junto al muro cuando elfoco se disparó hacia el norte,dejándoles momentáneamente en laoscuridad total. Sin soltar el brazo deLiz, Leamas la guió hacia adelante aciegas, con la mano izquierda avanzadahasta que de repente notó el contactoáspero y fuerte del ladrillo ceniciento.Ahora podía distinguir el muro, y,mirando hacia arriba, el triple tendidode alambre y los crueles ganchos que losostenían. En el ladrillo había curvas demetal clavadas como clavos de

alpinista. Agarrándose al más alto,Leamas se encaramó rápidamente hastalo alto del muro. Dio un fuerte tirón a labarrera inferior de alambre, que cedióhacía él, ya cortada.

—Adelante —susurró con urgencia—, empieza a trepar.

Tendiéndose, echó la mano haciaabajo, agarró la que ella le tendía yempezó a tirar de ella lentamente haciaarriba, cuando Liz encontró con el pie elprimer saliente de metal.

De repente, el mundo entero parecióestallar en llamas: de todas partes, dearriba y de los lados, convergíanmacizas luces, abalanzándose contra

ellos con feroz precisión.Leamas quedó cegado, volvió la

cabeza, tirando locamente del brazo deLiz. Ella ya se estaba soltando: él creyóque Liz había resbalado y la llamófrenéticamente, sin dejar de tirar de ellahacia arriba. No podía ver nada: sólouna loca confusión de colores bailandoen sus ojos.

Entonces se oyó el aullido histéricode las sirenas, y órdenes vociferadasfuriosamente. Medio arrodillado, sobreel muro, agarró con un brazo los dos deella, y empezó a izarla poco a poco, apunto de caer él mismo.

Entonces dispararon; disparos

sueltos, tres o cuatro, y él la sintióestremecerse. Sus delgados brazos se leescapaban a Leamas de la mano. Oyóuna voz en inglés desde el ladooccidental del muro:

—¡Salta, Alec! ¡Salta, hombre!Ahora todos gritaban, en inglés, en

francés y en alemán mezclados; oyódesde muy cerca la voz de Smiley:

—La chica, ¿dónde está la chica?Haciéndose visera en los ojos, miró

al pie del muro y por fin consiguióverla, inmóvil. Vaciló un momento,luego volvió a bajar lentamente por losmismos salientes de metal, hasta quequedó de pie a su lado. Estaba muerta:

tenía la cara vuelta a un lado, con elpelo negro a través de la mejilla comopara protegerla de la lluvia.

Parecieron vacilar antes de dispararotra vez: alguien gritó una orden, nadiedisparaba. Por fin, dispararon contra él,dos o tres balas. Él se quedó quieto,lanzando ojeadas alrededor, como untoro herido en la plaza. Al caer, Leamasvio un coche pequeño aplastado entregrandes camiones, y los niños agitandola mano alegremente por la ventanilla.