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El ministerio profético de la iglesia / por Esteban Voth
Compartimos con entusiasmo y pasión la idea de que la iglesia de Jesucristo debe asumir un rol
profético serio y comprometido en la sociedad actual. Es cierto esta clase de entusiasmo suele
provocar el malentendido de que el ministerio profético es excluyente. Por eso, me parece
oportuno comenzar con una aclaración: el ministerio profético no es el único ni el más importante
de los ministerios de la iglesia, pero tampoco es opcional. No se trata de una alternativa entre
otras sino de una responsabilidad ineludible entre muchas que la iglesia debe cumplir.
Ahora bien, ¿cuál es la tarea del profeta? ¿Tiene la iglesia un papel profético? ¿Cuál es la
responsabilidad profética de la iglesia hoy? ¿En qué consiste? Es claro que la respuesta a estas
preguntas requiere un estudio cuidadoso de los profetas del Antiguo Testamento, pero la última
palabra la encontramos en el Nuevo Testamento, en la vida y obra del profeta por excelencia:
Jesús de Nazaret.
¿En qué consiste el ministerio profético?
Uno de los errores característicos de nuestras iglesias es considerar a los profetas como
adivinadores del futuro, asumir que su ministerio principal era predecir el futuro. Así, hemos
convertido a los profetas en astrólogos casi inofensivos. Este es un estereotipo o preconcepto que
debemos erradicar de nuestro pensamiento. El ministerio principal del profeta era exhortar,
criticar, denunciar y llamar a un arrepentimiento genuino. Sin duda, cuando el profeta desarrolla
esta tarea tiene también una preocupación por el futuro—y en algunos casos predice el futuro—,
pero tal preocupación, que es real y genuina, se refiere primordialmente a cómo ese futuro afecta
el presente. Lamentablemente, la iglesia ha olvidado el aspecto fundamental de la exhortación y
se ha volcado principalmente al aspecto futurista del mensaje profético. Por esta razón, muchas
veces nuestras iglesias se parecen a un aeropuerto donde la gente permanece sentada esperando
el próximo avión con destino al cielo, sin importarle lo que pasa aquí en la tierra hoy. En pocas
palabras, la iglesia se ha ocupado más del misterio profético que del ministeri profético.
Ministerio profético y Palabra de poder
El ministerio profético implica para la iglesia participar de una Palabra irresistible. Si tal ministerio
es genuino, tendrá un sentido profundo del poder de la Palabra de Dios, e incluso de las palabras
humanas, para cambiar la historia.
En Israel, el poder de la Palabra era un concepto rico y lleno de vida. Existía el pleno
convencimiento de que la Palabra de Dios tenía poder para cambiar la historia. Y si nosotros como
iglesia no creemos esto, ¿para qué predicamos? Sería mejor que “cerremos el boliche” y nos
dediquemos a otra cosa. Ocurre que la iglesia es convocada para comunicar el mensaje de Dios, un
mensaje de poder, y no una elaboración propia. El problema radica en que la Palabra de poder
contiene verdades, exigencias, demandas y alternativas que no nos gustan. Entonces, la
domesticamos, la acomodamos, la moldeamos y la traducimos hasta que se torna una elaboración
propia y neutralizamos su poder.
Una iglesia comprometida con el Dios soberano tiene que enfrentar la exigencia de asimilar una
Palabra que es irresistible, persistente, ineludible, acaparadora y crítica. Jeremías, por ejemplo,
vivió su vida tratando de asimilar esa Palabra de origen divino, procurando encontrar maneras de
impartirla a sus contemporáneos y sufriendo las consecuencias peligrosas de llevar adelante tal
acción.
En este punto es necesario plantear una advertencia. Participar de la Palabra—encarnarla, vivirla y
proclamarla—nos va a colocar en la vereda de enfrente en relación con nuestros contemporáneos.
¿Por qué? Sencillamente, porque la Palabra provee una visión de la historia, de la sociedad y de las
relaciones interpersonales que difiere radicalmente de lo que es generalmente aceptado. Asimilar
la Palabra produce una visión semejante a la visión de Dios, y sugiero que es imprescindible que la
iglesia vea las cosas como Dios las ve, que adquiera la perspectiva de Dios, revelada en su Palabra.
Hay, sin embargo, una segunda advertencia. El contenido de la Palabra proclamada nos va a traer
conflicto con otras iglesias. En relación con esto, afirmamos que la Palabra irresistible de poder de
Dios nunca es insulsa, insípida, indiferente o apática. Siempre tiene gusto. Es tan picante como
dulce y refrescante:
¿No es acaso mi palabra como fuego, y como martillo que pulveriza la roca? —afirma el Señor—.
Por eso yo estoy contra los profetas que se roban mis palabras entre sí —afirma el Señor—. Yo
estoy contra los profetas que sueltan la lengua y hablan por hablar—afirma el Señor—. Yo estoy
contra los profetas que cuentan sueños mentirosos, y que al contarlos hacen que mi pueblo se
extravíe con sus mentiras y sus presunciones —afirma el Señor—. Yo no los he enviado ni les he
dado ninguna orden. Son del todo inútiles para este pueblo—afirma el Señor—. (Jer 23.29-33)
Uno de los problemas más graves que enfrentaba el profeta Jeremías era que sus colegas habían
diluído el mensaje, le habían quitado el poder. Predicaban paz cuando no existía paz alguna (Jer
8.11). Predicaban un evangelio de prosperidad, un evangelio barato, un evangelio “positivo”, en
suma, una mentira y una irrealidad. En definitiva, lo que hacían era “domesticar” la Palabra de
poder para que no doliera, ni desafiara, ni desestabilizara, ni produjera cambio.
Este peligro se presenta también hoy. Cuando la iglesia, el cuerpo de Cristo, se deja absorber por
la cultura dominante—con su humanismo, su materialismo y su individualismo—, corre el peligro
de ser domesticada al punto de presentar un mensaje débil, “suavizante”, algo que todo el mundo
pueda escuchar sin sentirse incómodo. Este tipo de "palabra" sirve tanto como una aspirina para
curar el cáncer. La herida de la sociedad es profunda y seria. La realidad del ser humano sin Dios es
crítica. Por lo tanto, si la iglesia ha de tener un ministerio profético, deberá proclamar lo que Dios
le ha confiado, y no lo que la sociedad prefiere escuchar.
Derrumbar mundos viejos y crear mundos nuevos
La iglesia comprometida con un ministerio profético debe estar convencida de que la Palabra de
Dios es portadora de "buenas nuevas" con poder para imaginar y provocar alternativas a la
situación desesperante, chata, acéfala, rutinaria y aburrida en que tanta gente vive.
En efecto, Jeremías 1.9-10 presenta la labor profética como tarea de derrumbar mundos viejos y
crear mundos nuevos:
Luego extendió el Señor la mano y, tocándome la boca, me dijo: “He puesto en tu boca mis
palabras. Mira, hoy te doy autoridad sobre naciones y reinos, para arrancar y derribar, para
destruir y demoler, para construir y plantar.”
¿Qué significa esto? ¿Cómo hacerlo? ¿A través de un nuevo sistema político, o una reforma social,
o una estrategia militar? ¡No! El recurso profético es la proclamación.
Como señalamos arriba, en la Palabra existe un poder incomparable que, en cierto sentido, yace
dormido. Notemos que el profeta es llamado a despedazar un mundo viejo y formar un mundo
nuevo a través de su predicación. Esto no se logra de la misma manera que un alfarero forma la
arcilla o una fábrica produce una tuerca. Se logra mediante la comunicación de una Palabra que
tiene poder para cambiar el mundo, pero no sólo para cambiarlo, sino para destruirlo y crear uno
nuevo.
“Derrumbar mundos viejos y crear mundos nuevos” implica una tarea de redescribir el mundo.
¿Quiénes describen el mundo hoy? La sociedad está dominada por una serie de ideologías,
incluyendo un materialismo extremo, que determina la realidad de la mayoría de la gente. La
juventud representa hoy, en Argentina, el sector de consumo más importante para los poderes
económicos. Ahora bien, estas ideologías son transmitidas sutilmente por los medios de
comunicación y terminan por implantar lo que debe regir en la sociedad.
En este sentido, debemos tener presente que nuestras iglesias pertenecen a una cultura
específica, la occidental, que se caracteriza por su individualismo y su sed insaciable de consumo.
Debemos ser capaces de percibir que nuestras iglesias están insertas en el marco de estilos de vida
y maneras de pensar que representan ciertos valores bien definidos, mientras que otros valores
brillan por su ausencia. No podemos escapar al hecho de que nuestras iglesias existen dentro de
una sociedad de consumo. Vivimos en una sociedad que nos bombardea con propagandas que nos
convencen y, aún más, nos taladran el cerebro con la idea de que necesitamos ciertas cosas para
ser felices. Creemos que la felicidad se hace realidad sólo cuando compramos ciertos productos.
Los ejemplos abundan. ¡Cuántas personas necesitan salir a comprar “algo” cuando se deprimen!
Todo este contexto afecta, y yo diría incluso que define el ministerio profético de la iglesia hoy, o
hace evidente su total ausencia.
Estas ideologías y propagandas crean ídolos que captan la lealtad de la sociedad. Redescribir el
mundo significa enjuiciar a la sociedad formada y ordenada en contra de los propósitos de Dios.
Así, la intención teológica del mandato profético es la destrucción de los ídolos que captan la
lealtad que Dios merece, y de esa manera permitir que el Dios verdadero hable.
Tomemos por caso Isaías 5.20-23. El texto presenta el panorama de una “deshonestidad
programada” donde ¡Ay! equivale a “muerte”:
—El versículo 20 habla de muerte para los que invierten el sentido de lo malo y lo bueno, de las
tinieblas y la luz, de lo amargo y lo dulce. El profeta denuncia este mundo al revés, esta inversión
total de la realidad.
—El versículo 21 habla de muerte para la persona autosuficiente, para el sujeto autónomo, para
aquellos que no le rinden cuentas a nadie, para quienes se creen sabios en sus propios ojos, es
decir, “los vivos”, “los piolas”.
—El versículo 23 habla de muerte para los que mantienen un sistema económico que asegura el
bienestar a unos pocos, y para quienes justifican al culpable por una coima y le quitan su derecho
al indefenso.
Ahora bien, un estudio de los profetas de Israel debe tomar en cuenta seriamente tanto el
mensaje profético dirigido a Israel como la situación contemporánea de la iglesia. Es de suma
importancia que lo que entendemos acerca del Antiguo Testamento esté conectado de alguna
manera con la realidad de la iglesia, en general, y con la realidad de la iglesia local, en particular.
Por eso, ante la inversión de los valores, ante la autosuficiencia y la pretensión de conocimiento, y
ante todo esfuerzo por mantener un orden injusto, hoy la iglesia es llamada a proclamar, al igual
que Isaías, que de aquello que se espera vida vendrá muerte. Redescribir el mundo a través del
poder de la Palabra implica “llamar las cosas por su nombre”. Como miembros de la iglesia, somos
llamados a declarar las cosas como realmente son, y no como las definen los que tienen “la
manija”. No obstante, para poder hacer todo esto debemos estar seguros de que existe una
alternativa, un mundo nuevo. La Palabra irresistible y de poder describe ese mundo con
características bien definidas. En efecto, Dios pretende justicia y compasión ahora, dentro de la
historia y de la sociedad humanas, y no lo plantea como algo utópico sino como una alternativa
válida para hoy.
¿Por qué no tomamos en serio palabras proféticas clásicas, tales como Isaías 1.16-17 o Miqueas
6.8? Lo cierto es que las espiritualizamos a tal extremo que las diluimos, para que no nos
molesten. El problema es que nuestros valores éticos son muy modestos. Nuestro sentido de la
injusticia es muy tolerante, tímido y débil. Nuestra indignación moral es “de a ratos”. Situaciones
de injusticia como una violación o alguna forma de violencia doméstica nos conmocionan por unos
minutos, y luego la vida sigue su curso. Sin embargo, la violencia y la injusticia humana son
interminables, inaguantables y permanentes.
La realidad de hoy reclama alternativas que solamente una iglesia comprometida con un
ministerio profético y con la Palabra de poder puede ofrecer. Sin duda, Dios está llamándonos
como comunidades cristianas a derribar mundos viejos, idolátricos e inoperantes, y a crear un
mundo nuevo, basado en su amor, su justicia y su misericordia. Dios desafía a las comunidades
que se autodenominan “iglesia” a poner en conflicto el egoísmo de su entorno por medio de su
generosidad, a proponerse crecer hacia afuera en lugar de vivir metidas adentro.
Como comunidades cristianas tenemos el gran tesoro y vivimos con los beneficios que nos da la
Palabra de poder y verdad. Somos los receptores de una alternativa nueva basada en un Nuevo
David, un Nuevo Pacto, una Nueva sanidad integral. La pregunta que exige nuestra respuesta hoy
es: ¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a atesorar la alternativa sin compartirla? ¿Vamos a asegurar
nuestra existencia hasta que el Señor venga? ¿O estaremos listos para proponerle a un mundo
necesitado e incrédulo algo nuevo que puede cambiar su realidad, una alternativa genuina y llena
de poder “para derribar y construir, arrancar y plantar”?
Para cumplir esto necesitamos el coraje para abandonar nuestro egoísmo, que acapara y secuestra
la verdad. La exigencia profética de hablar la verdad exige coraje. La cobardía no tiene cabida en la
perspectiva del Calvario. El ministerio profético de la iglesia implica sacrificio y valentía para
enfrentar la corrupción, la injusticia y la violencia de nuestra sociedad.
En definitiva, hemos sido llamados no sólo a proclamar la verdad sino a ser agentes de verdad en
este mundo de falsedad y autoengaño. La verdad es la única esperanza que tiene nuestro prójimo
sumergido en el mundo de la mentira. La pregunta que debemos contestar es la siguiente:
¿estamos dispuestos a involucrarnos en un ministerio profético que proclama la verdad?