el nido vacío por maría fernanda ampuero

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FUCSIA opinión 19 El nido vacío ¿Qué respondería usted a la pregunta acerca de para qué tener hijos? Por María Fernanda Ampuero FOTO: ©EDU LEóN. —No sé —responde—. Solo sé que cuando los tienes no vuelves a hacerte esa pregunta. *** El último hijo se ha casado. Si se pudiera ver la vida de la familia en cámara rápida, se verían miles de subidas y bajadas por la escalera. La niña, de uniforme blanco (moños tiesos en la cabeza, mochila roja), los niños, de pantalón azul y camiseta estampada. Se vería a la mamá, de madrugada, bajando a preparar una y otra vez el chocolate, el pan con queso, el jugo de naranja. Se los vería bajar el primer día de vacaciones, felices, con los flotadores ya puestos y también subiendo con la cabeza gacha el domingo previo a la vuelta a clases. Y la mamá, siempre la última, después de lavar platos, planchar uniformes y pescar en el fondo de la ropa sucia el bendito short de deportes. Se vería a los adolescentes bajar para su primera fiesta, subir con el temblor horrible de la primera borrachera, bajar flotando en la ilusión del amor nuevo, subir con los amigos a todo volumen, bajar con el teléfono en la oreja, subir con la preocupación de no pasar de año, bajar con el miedo loco a la universidad. Y a la mamá, subir y bajar acarreando mochilas, cuadernos, zapatos, suéteres, libros y todo el desorden de unos hijos alborotados por vivir. Y luego bajarían, uno tras otro, tres adultos. El primero elegantísimo, el día de su matrimonio. La segunda, llevando un maletón para buscar la felicidad a diez mil kilómetros de distancia. El tercero, el último, con una chica que también bajó por última vez las escaleras de su casa, que ahora es la casa de sus padres. El último hijo se ha casado y la mamá ahora sube y baja, sola, lenta, unas escaleras que también extrañan los brincos de los niños, el torpedeo de los adolescentes y el trasiego feliz de una casa con hijos. *** Ella come cuando quiere y a la hora que quiere. Los domingos se levanta al mediodía. Le gusta ir al cine y va. Le gusta viajar y viaja. Le gusta pasear por el parque y pasea. Le gusta estar sola y lo está. Cuando piensa que podría tener un hijo, se estremece. Imagina al pequeño transformándolo todo: poniendo horarios en su vida sin horarios, fronteras en su vida sin fronteras, madrugones en su vida sin madrugones. Poniendo, en resumen, sus prioridades por encima de todas. Se dice ella: el niño es un diosecillo egoísta que absorbe tu vida hasta dejarte en pellejo como una naranja exprimida. Analiza su corazón, sin trampas, y responde que es feliz, que su vida es la vida que siempre soñó, que si no la tuviera daría lo que fuera por vivir su libertad. Ella coge las llaves, el pasaporte, la tarjeta de crédito y se planta en Barcelona, en Ginebra, en Guayaquil. Toma largos cafés en las plazas, lee el periódico de principio a fin, escribe durante seis horas, ve lo que le da la gana en televisión, limpia cuando quiere, se acuesta a la hora que quiere. Pero a veces, solo a veces, cuando ve a una mujer con su bebé, daría todo por ser ella. *** ¿Para qué se tienen hijos? Para que cuando caigas en plancha en la calle y tú y tu marido sean como unos niños perdidos, venga un hombre o una mujer, locos de preocupación, a abrazarlos. Para que tu vida esté tan milagrosamente llena que no tengas que hacerte nunca más esa pregunta. Para que suban y bajen las escaleras y, mientras lo hacen, transformen tu casa en un hogar. Para ser tú la mujer que acuna a su bebé. Y por otras cosas que las madres guardan en el silencio de su corazón. = E l semáforo está en verde. Nadie la ve, pero en la acera hay una baldosa rota. Ella va del brazo de él, dos terneros recién nacidos: el paso indeciso, la columna doblada, las piernas como bastones inútiles. En su ca- mino, la baldosa rota. Ella cae en plancha. Se queda rectita, acostada en el asfalto, como si fuera un colchón. Él abre la boca y suelta algo parecido a un grito. Un chico para el tráfico antes de que ocurra una tragedia. Otros dos la levantan con cuidado. Una señora consuela al hombre que parece un pajarito caído del nido, agitando las manos arrugadas como alas que no sirven. La sientan en una banca. Ella se mira las rodillas raspadas. ¿Me he caído?, repite. Las señoras le hablan como a una niña a la que se trata de usted. Los ojos de él, dos lagunas celestes, la miran. Él no oye, tampoco ve bien: no entiende qué pasa y se desespera. La que se ha caído consuela al anciano de su vida. Alguien pregunta: ¿Llamamos a sus hijos? Pero ellos no tienen hijos. Así, sentados en medio de desconocidos, son los seres más huérfanos del mundo. *** —¿Para qué tener hijos? —pregunto a mi amiga. ILUSTRACIóN: ©IVETTE SALOM/12.

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¿Qué respondería usted a la pregunta acerca de para qué tener hijos?

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Page 1: El nido vacío por María Fernanda Ampuero

FUCSIA opinión

19

El nido vacío¿Qué respondería usted a la pregunta acerca de para qué tener hijos? Por María Fernanda Ampuerofo

to: ©

Edu

LEó

n.

—No sé —responde—. Solo sé que cuando los tienes no vuelves a hacerte esa pregunta.

***El último hijo se ha casado.Si se pudiera ver la vida de la familia en

cámara rápida, se verían miles de subidas y bajadas por la escalera.

La niña, de uniforme blanco (moños tiesos en la cabeza, mochila roja), los niños, de pantalón azul y camiseta estampada. Se vería a la mamá, de madrugada, bajando a preparar una y otra vez el chocolate, el pan con queso, el jugo de naranja. Se los vería bajar el primer día de vacaciones, felices, con los flotadores ya puestos y también subiendo con la cabeza gacha el domingo previo a la vuelta a clases. Y la mamá, siempre la última, después de lavar platos, planchar uniformes y pescar en el fondo de la ropa sucia el bendito short de deportes.

Se vería a los adolescentes bajar para su primera fiesta, subir con el temblor horrible de la primera borrachera, bajar flotando en la ilusión del amor nuevo, subir con los amigos a todo volumen, bajar con el teléfono en la oreja, subir con la preocupación de no pasar de año, bajar con el miedo loco a la universidad.

Y a la mamá, subir y bajar acarreando mochilas, cuadernos, zapatos, suéteres, libros y todo el desorden de unos hijos alborotados por vivir.

Y luego bajarían, uno tras otro, tres adultos. El primero elegantísimo, el día de su matrimonio. La segunda, llevando un maletón para buscar la felicidad a diez mil kilómetros de distancia. El tercero, el último, con una chica que también bajó por última vez las escaleras de su casa, que ahora es la casa de sus padres.

El último hijo se ha casado y la mamá ahora sube y baja, sola, lenta, unas escaleras que también extrañan los brincos de los niños, el torpedeo de los adolescentes y el trasiego feliz de una casa con hijos.

***

Ella come cuando quiere y a la hora que quiere. Los domingos se levanta al mediodía. Le gusta ir al cine y va. Le gusta viajar y viaja. Le gusta pasear por el parque y pasea. Le gusta estar sola y lo está.

Cuando piensa que podría tener un hijo, se estremece. Imagina al pequeño transformándolo todo: poniendo horarios en su vida sin horarios, fronteras en su vida sin fronteras, madrugones en su vida sin madrugones. Poniendo, en resumen, sus prioridades por encima de todas. Se dice ella: el niño es un diosecillo egoísta que absorbe tu vida hasta dejarte en pellejo como una naranja exprimida.

Analiza su corazón, sin trampas, y responde que es feliz, que su vida es la vida que siempre soñó, que si no la tuviera daría lo que fuera por vivir su libertad. Ella coge las llaves, el pasaporte, la tarjeta de crédito y se planta en Barcelona, en Ginebra, en Guayaquil. Toma largos cafés en las plazas, lee el periódico de principio a fin, escribe durante seis horas, ve lo que le da la gana en televisión, limpia cuando quiere, se acuesta a la hora que quiere.

Pero a veces, solo a veces, cuando ve a una mujer con su bebé, daría todo por ser ella.

***¿Para qué se tienen hijos?Para que cuando caigas en plancha en

la calle y tú y tu marido sean como unos niños perdidos, venga un hombre o una mujer, locos de preocupación, a abrazarlos.

Para que tu vida esté tan milagrosamente llena que no tengas que hacerte nunca más esa pregunta.

Para que suban y bajen las escaleras y, mientras lo hacen, transformen tu casa en un hogar.

Para ser tú la mujer que acuna a su bebé. Y por otras cosas que las madres guardan en el silencio de su corazón. =

El semáforo está en verde. Nadie la ve, pero en la acera hay una baldosa rota. Ella va del brazo de él, dos terneros recién nacidos:

el paso indeciso, la columna doblada, las piernas como bastones inútiles. En su ca-mino, la baldosa rota.

Ella cae en plancha. Se queda rectita, acostada en el asfalto, como si fuera un colchón. Él abre la boca y suelta algo parecido a un grito. Un chico para el tráfico antes de que ocurra una tragedia. Otros dos la levantan con cuidado. Una señora consuela al hombre que parece un pajarito caído del nido, agitando las manos arrugadas como alas que no sirven.

La sientan en una banca. Ella se mira las rodillas raspadas. ¿Me he caído?, repite. Las señoras le hablan como a una niña a la que se trata de usted. Los ojos de él, dos lagunas celestes, la miran. Él no oye, tampoco ve bien: no entiende qué pasa y se desespera. La que se ha caído consuela al anciano de su vida.

Alguien pregunta: ¿Llamamos a sus hijos? Pero ellos no tienen hijos.

Así , sentados en medio de desconocidos, son los seres más huérfanos del mundo.

***—¿Para qué tener

hijos? —pregunto a mi amiga.

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