el pensamiento filosófico de san agustín
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El pensamiento filosófico de san Agustín
Lumen intelligendi Ordo vivendi
CausaEssendi
Vida intelectual Omnia ut omnia ut vidaIntelligenda utenda moral
Este panorama de triple vinculación a Dios en su condición de causa del ser de todas
las cosas distintas de él, de luz del entender para el conocimiento racional finito, y de orden
del vivir para la voluntad y libre arbitrio del hombre en busca de beatitud, configura una
plataforma magnífica y exaltante, desde la cual se sitúa en Agustín la inteligencia racional en
su esfuerzo por penetrar la naturaleza y las causas de las cosas.
En el hombre esa tendencia hacia su único término quietativo, que es Dios, se realiza a
través de un proceso de conversión complejo a su vez él mismo, pues abarca tanto el orden de
la naturaleza cuanto el de Gracia.
San Agustín nos presenta una doble conversión del hombre: 1° conversión de lo
exterior a lo interior; 2° conversión de la interioridad a lo superior, que es Dios. La primera
conversión arrebata al hombre de su estar perdido o extraviado en las cosas del mundo
material. La segunda conversión supone que en el interior de sí la mente humana puede
extraviarse en sí misma, o por el contrario, hallar, en la morada interior, a Dios, que habita en
ella.
Dos realidades hay presentes en el alma humana que ésta puede y, de hecho, tiende a
olvidar: el alma misma y Dios.
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DIOS
Naturalezacausada
hombre
Refutación del escepticismo: tenemos juicios existenciales indudables. Así, mientras
dudo, no puedo dudar de que estoy dudando. Y que si dudo, pienso, y si pienso, vivo, y si
vivo, existo. He ahí una cuádruple verdad que ningún escéptico puede dejar de admitir en
tanto que se reconoce dudando: a saber, que duda, que piensa, que vive, que existe. Pues es
evidente, a su vez, del primer modo antes dicho, que nadie puede dudar si no piensa, ni pensar
si no vive, ni vivir si no existe.
Consideración en particular de la naturaleza humana: aquí nos topamos con la
antropología filosófica agustiniana, que reviste una peculiar complejidad. Porque no la
podemos reducir a un análisis categorial. Dos dimensiones conjuga la antropología en san
Agustín, que reflejan nuestro modo único de conocer nuestra propia naturaleza y nuestra
condición: precisamente estas dos designaciones pueden servir para introducirnos en dicha
complejidad. La aproximación de Agustín al ser del hombre es, por un lado, ontológica
(incluyendo en ello la dimensión psicológico analítica): se trata de definir la naturaleza
humana y de caracterizar conceptualmente sus propiedades y actividades; mas por otro lado es
vital y existencial: se trata de destacar lo perfiles de la problemática condición del hombre,
con sus tensiones y conflictividad, con su dramaticidad real recogida desde el horizonte de la
experiencia común.
El hombre. El alma humana.
Ya hemos señalado la complejidad estructural de la aproximación agustiniana del
hombre, que establece la densidad al mismo tiempo conceptual y humanística de la misma.
Para empezar, digamos que estas dos dimensiones, la vital existencial y la esencial, se
conjugan positivamente, sin exclusividad alguna. Con ello el de Hipona nos ha dejado
propuesto un modelo no reduccionista, sino integral de la antropología.
Hagamos una somera incursión en la primera de estas dimensiones, para dejar
constancia de ella como de un marco contemplativo en el que se inserta la reflexión
sistemática y analítica de la naturaleza humana.
Podemos señalar aquí tres grandes directrices que el profundo realismo humanístico-
cristiano ha ahondado como nadie antes en la literatura antigua (solo la dialógica platónica y
la tensión dramática de la tragedia griega. Más en general, de la poesía clásica, se aproximan a
esta densidad antropológico-vital).
1) La condición humana se presenta como tensa dualidad de contrarios en el orden del
ser mismo, lo cual transparece en el orden de la tensión entre ser corpóreo y ser espiritual, ser
extrovertido e introvertido, ser temporal y ser atemporal o supratemporal .
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En este primer arco podemos situar, precisamente, la meditatio temporis agustiniana,
pues el tiempo, con su misteriosidad inagotable para el concepto, remite a la inteligencia a un
horizonte que no agota ninguna categorización racional. La meditación del tiempo en Agustín
no es primariamente física, sino antropológico-existencial: el tiempo, con su evanescencia y
relatividad, por un lado, y su rigor existencial trascendente de nuestras fuerzas, por otro; con
su precariedad insatisfactoria, en contraste con el anhelo de lo imperecedero, es como un nudo
en que se cruzan las tensiones de oposición de la condición humana, situada en medio de las
cosas mutables, pero incapaz de satisfacerse con ellas, porque su vivir, y, por tanto su ser,
desbordan radicalmente los límites de la temporalidad.
2) la condición humana, más allá de los dualismos que la tensan, se nos presenta como
desgarrada en la tensión. Esto se manifiesta fundamentalmente en la vida moral, o , para
mejor decirlo, en la experiencia del extravío y del fracaso, ya moral, ya existencial. En la
experiencia de la impotencia y de la muerte como límite ante el cual refulge la impotencia del
hombre.
Puede recordarse aquí la desgarrada experiencia que san Agustín rememora en sus
Confesiones, con ocasión de la muerte de su amigo de la infancia en Tagaste.
También la experiencia de la impotencia moral en el proceso de su conversión al
cristianismo, en que parecen ejemplificarse las palabras del Apóstol: “lo que no quiero hacer,
eso hago, y lo que quiero, no lo hago”.
Pero también la experiencia de fracaso en el orden de la búsqueda intelectual de la
verdad plena, la desazón y el desencanto ante las apariencias de verdad, de bien y de belleza
que terminan manifestando su precariedad mendaz.
Más allá de un dualismo que tensa, hay también, un desgarramiento vital ante los
límites desoladores del fracaso vital.
Pero la meditación de Agustín no se afinca en el desencanto, porque está abierta a un
horizonte superior, y ello en virtud de la tercera línea de fuerza que cumple señalar.
3) la condición humana es dinamismo de apertura y de conversión hacia lo superior,
hacia lo Perfecto, hacia el Bien sumo, que es Dios, la Verdad, el Bien, la Belleza eterna, tan
antigua y tan nueva.
Por esto la tensión y el desgarramiento no son más que aspectos vitales de un
dinamismo que los abarca y los traspone hacia la apertura a lo más alto que el hombre, que es,
en definitiva, Dios.
Sólo si el hombre se pretendiese el horizonte de sí mismo, las experiencias precedentes
serían ruinosas y destructivas, pero en la línea de la dinámica de conversión, cuyo horizonte
definitivo es Dios mismo, son agarraderas de la Verdad eterna, para que, experimentando la
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limitación y la fragilidad de todo lo que no es Dios y consumidos por la aspiración hacia Él
que está sellada en el fondo de nuestra conversión real, nos veamos remitidos finalmente a
reconocer al que estando más presente en nosotros que nosotros mismos es la Vida de
nuestras vidas y la única fuente posible de todo sentido para nuestra existencia.
Es en el corazón humano, sede de la tensión dinámica, de la búsqueda perenne, del
anhelo y las ansias de todo esplendor, que centra san Agustín esta línea de meditación.
Corazón que, como centro dinámico del espíritu es el lugar en que arraiga el deseo y el ímpetu
que mueve hacia el Bien: el lugar del amor, o mejor dicho, según Agustín, donde se
experimenta el pesa de la propia vida, es decir la tensión hacia un centro vital, que es el
objeto, término y fin del amor.
Meditatio temporis, meditatio mortis, meditatio cordis: tres ejes de contemplación
existencial que distienden la reflexión antropológica agustiniana.
Y así como la doctrina de las razones seminales muestra en la entraña del mudo físico
una plasmabilidad esencial y supraesencial bajo la obra de la Causa primera, esta reflexión
abre el horizonte de lo humano hacia los penetrales de la Gracia, que la reflexión filosófica no
puede asir, pero sí, al menos, vislumbrar confusamente, orientando al espíritu en pos de su
vigilia.
Pero no se limita la antropología agustiniana a lo precedente, en modo alguno.
Pues la recia inteligencia del Hiponense se ha esforzado por precisar conceptualmente
los perfiles de la naturaleza del hombre, prolongando la reflexión de la filosofía griega y
romana en sede cristiana.
El hombre es un ente complejo.
En su realidad convergen en unidad natural y vital los tres niveles jerárquicos de la
realidad mundana: esse, vivere, intelligere.
Pero es el intelligere el que define, como constitutivo de su naturaleza, al hombre. Por
eso indagar la naturaleza humana conlleva principalmente indagar la naturaleza del alma
humana, principio de vida racional o inteligente.
A ello ha dedicado san Agustín sus principales obras antropológicas sistemáticas: De
quantitate animae y De inmortalitate animae, así como una buena parte de los Soliloquia.
Pero antes de centrarnos en ese tema, siguiendo sus huellas, hay que despejar un
equívoco.
Para san Agustín el hombre es un ente real, viviente, creado, compuesto de alma
racional y cuerpo. El hombre entero es cuerpo y alma, y en tal unidad reside lo propio de su
naturaleza: no es ni espíritu sin cuerpo terreno, como los ángeles, ni un mero ser corpóreo,
como los cuerpos.
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Pero en el compuesto es el alma racional, espiritual o intelectual la que constituye
fundamentalmente al hombre, porque siendo ella substancia intelectual, le da al hombre el ser
capaz de conocer y amar, le da al hombre la condición de inteligencia, y lo hace óntica y
vitalmente trascendente respecto de todo el mundo físico.
El cuerpo es visto por san Agustín primordialmente como animado por el alma, que le
comunica el vivir y el sentir y el apetecer, pues las actividades vitales no son del cuerpo, sino
que son del alma, que se vale del cuerpo en su ejercicio. Así hay una relación esencial doble:
el cuerpo es vivificado por el alma, y el cuerpo es instrumento de las operaciones del alma
que requieren de un cuerpo, como la sensación. En consecuencia, hay una unidad de ambos en
cuanto vinculados por naturaleza a ser una unidad compleja: el cuerpo permite al hombre
entrar en relación natural con los demás cuerpos por sus acciones y operaciones
corporalmente instrumentadas; el alma hace de la corporeidad cuerpo viviente organizado,
sujeto de operaciones vitales, y no cualesquiera, sino las del hombre, ser racional.
El hombre posee la capacidad de reflexionar conceptualmente sobre el alma, para
hacer expresa formulación de ese conocimiento, y para ahondarlo por vía de ciencia.
Esa vida del alma que se percibe a sí misma tiene dos propiedades que Agustín se
detiene a destacar.
La primera, la consciencia reflexiva: el inteligente sabe que existe, vive y entiende. Lo
conoce en un permanente acto espontáneo de reflexión. Esto tiene consecuencias destacadas
para toda su realidad. Pero fundamentalmente para el conocer y el amar: entendemos que
entendemos, y por tanto, no podemos dejar de asumir que estamos reclamados por el
conocimiento de la verdad; y sabemos que amamos, que queremos entendiendo, por lo que no
podemos dejar de asumir que estamos llamados a obrar el bien verdadero, y que anhelamos la
felicidad plena, que no puede ser una posesión inconsciente, sino plenamente consciente del
sumo Bien.
La otra propiedad fundamental es el libre arbitrio de la voluntad: podemos elegir entre
obrar y no obrar, entre obrar lo uno o lo otro. Tal elección es una preferencia de la voluntad
iluminada por el entendimiento. El libre arbitrio es la perfección que consiste en poder querer
eligiendo, es decir adhiriéndose a lo que entendemos como bien preferible. Su defectividad es
consecuencia de la radical imperfección de nuestro ser, no porque su esencia sea mala, sino
porque se trata de un ente finito, necesariamente falible. El don de Dios que es el libre arbitrio
no queda anulado por su falibilidad, pues en tal caso todas nuestras perfecciones operativas
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deberían ser desechadas. Es, muy por el contrario, un gran bien, propio del ser racional,
aunque falible porque propio de una creatura racional.
Hay que destacar, finalmente, que en san Agustín, por cierto, la visión del hombre está
centrada en el alma, desde el principio de interioridad que domina su perspectiva, pero que no
debe desprenderse de su ontología, precisamente porque es una interioridad metafísicamente
pensada. Es en el interior del hombre, en su alma, en su mente, en ese interior viviente y
activo, lleno de tensiones y de dinamismo que convergen y se imbrican la visión “desde
fuera” (porque el hombre puede pensarse como parte del mundo), y la experiencia de la
hondura que rebasa toda conceptuación, vivida en lo profundo: ambas se dan cita en la
interioridad activa del memorar-entender-amar, en que el alma se torna a la vez espejo de todo
lo exterior y lugar de sí misma, en que habita El que es más que ella misma y que todo lo
existente, porque es la Verdad misma.
CLAUDIO MAYEREGGER, El pensamiento filosófico de san Agustín, Editorial
Fundación Santa Ana, La Plata, 2005.
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