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EL PERIODISMOEN EL VIRREINATO

DEL RÍO DE LA PLATA

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EL PERIODISMOEN EL VIRREINATO

DEL RÍO DE LA PLATA

FERNANDO SÁNCHEZ ZINNY

ACADEMIA NACIONAL DE PERIODISMORepública Argentina

Buenos Aires, 2008

Historia del periodismo argentinoVolumen I

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Hecho el depósito que prevé la ley 11.723Impreso en la Argentina© 2008 Fernando Sánchez Zinnye-mail: [email protected] 978-987-1107-01-8

Impreso por Editorial DunkenAyacucho 357 (C1025AAG) - Capital FederalTel/fax: 4954-7700 / 4954-7300E-mail: [email protected]ágina web: www.dunken.com.ar

HISTorIA DEl PErIoDISmo ArGENTINoDirector: Armando Alonso Piñeiro

Volumen I: El periodismo en el Virreinato del Río de la Plata, por Fer-nando Sánchez Zinny.

Volumen II: El periodismo porteño en la época de la Independencia, por Armando Alonso Piñeiro.

Sánchez Zinny, Fernando El periodismo en el Virreinato del río de la Plata. 1a ed. - Buenos Aires: Academia Nacional de Periodismo, 2008. 144 p. 23x16 cm.

ISBN 978-987-1107-01-8

1. Historia del Periodismo. I. Título CDD 070.409 82

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Academia Nacional de PeriodismoMiembros de número

Armando Alonso PiñeiroGregorio BadeniNora BärRafael BraunCora CanéNelson CastroJuan Carlos ColombresJorge CruzHéctor D’AmicoDaniel Alberto DesseinJosé Claudio EscribanoHugo GambiniRoberto A. GarcíaOsvaldo E. GranadosMariano GrondonaRoberto Pablo GuareschiJorge HalperínRicardo KirschbaumBernardo Ezequiel Koremblit

Lauro F. LaíñoJosé Ignacio LópezFélix LunaEnrique J. MaceiraEnrique M. MayochiVíctor Hugo MoralesJoaquín Morales SoláAlberto J. MuninEnriqueta MuñizEnrique OlivaLeandro Pita RomeroAntonio RequeniMagdalena Ruiz GuiñazúHermenegildo SábatFernando Sánchez ZinnyDaniel SantoroErnesto SchóoRaúl Urtizberea Bartolomé de Vedia

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Miembros eméritos

Napoleón Cabrera - José María Castiñeira de Dios

Miembros correspondientes en la Argentina

Efraín U. Bischoff - Carlos Hugo Jornet (Córdoba)Luis F. Etchevehere - Carlos Liebermann (Entre Ríos)

Jorge Enrique Oviedo (Mendoza)Carlos Páez de la Torre (Tucumán)Héctor Pérez Morando (Neuquén)

Julio Rajneri (Río Negro)Gustavo José Vittori (Santa Fe)

Miembros correspondientes en el extranjero

Mario Diament (Estados Unidos)Elisabetta Piqué (Italia)

Armando Rubén Puente (España)Andrés Oppenheimer (Estados Unidos)

Mesa Directiva

Presidente: Bartolomé de VediaVicepresidente 1º: Lauro Fernán LaíñoVicepresidente 2º: Roberto Pablo GuareschiSecretario: José Ignacio LópezProsecretario: Fernando Sánchez ZinnyTesorero: Enrique Mario MayochiProtesorero: Alberto J. Munin

Comisión de FiscalizaciónMiembros titulares: Enriqueta Muñiz Rafael BraunMiembros suplentes: Cora Cané Bernardo Ezequiel Koremblit Nora Bär

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Comisiones

Admisión: Enrique J. Maceira (coordinador), José Claudio Escribano, Ricardo Kirschbaum, Enriqueta Muñiz, Ernesto Schóo.Biblioteca, Hemeroteca y Archivo: Enrique Mario Mayochi (coordinador), Cora Cané, Bernardo Ezequiel Koremblit.Concursos, Seminarios y Premios: Jorge Cruz (coordinador), Enriqueta Muñiz, Enrique Oliva, Ernesto Schóo y Enrique J. Maceira.Libertad de Expresión: Lauro Fernán Laíño (coordinador), Enrique Maceira, Alberto Munin, Enrique Oliva, Nelson Castro, José Claudio Escribano.Ética: Roberto Guareschi (coordinador), Rafael Braun, Magdalena Ruiz Guiñazú y Daniel Santoro.Comisión para la Redacción de la Historia Integral del Periodismo Argentino: Armando Alonso Piñeiro (coordinador), Enriqueta Muñiz y Fernando Sánchez Zinny.Publicaciones y Prensa: Antonio Requeni (coordinador), Fernando Sánchez Zinny, Nora Bär, Jorge Halperín y Daniel Santoro.

Académicos fallecidos

Emilio Abras .................... 6/10/98Félix Laíño ....................... 7/01/99Jorge Rómulo Beovide ......26/2/99Roberto Tálice................ 20/05/99Alfonso Nuñez Malnero .. 12/03/00Germán Sopeña ............... 8/04/01Jorge Roque Cermesoni ....7/12/01Luis Alberto Murray .......31/07/02

Luis Mario Lozzia ...........31/07/03Francisco A. Rizzuto ......12/06/04Raúl Horacio Burzaco ..... 9/02/04Fermín Févre ...................6/06/05Martín Allica .................. 9/11/05Ulises Barrera ................. 11/12/05Roberto Maidana ........... 11/08/07

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I La coLonIa, La cuLtura,

La socIedad

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Explicación necesaria

No toda la información es periodismo. Tampoco el concepto de comunicación es algo que absolutamente lo envuelva, aparte de que ni siquiera cabe restringirlo a lo humano, pues también las especies ani-males poseen medios para inducir y dar cuenta de comportamientos en la esfera de los miembros de un grupo. No todo lo que circula en mate-ria de noticias, de datos o de ideas, constituye una estructuración espe-cífica, apuntada a la utilidad social y dotada de un mecanismo difusor que permita ejercer una función habitual y justamente periódica.

la salvedad no pretende estatuir un principio o teoría que asi-mismo podría resultar objetable porque, innegablemente, hay también formas afines o rudimentarias del periodismo que escapan a la defini-ción esbozada, sino, en este caso, meramente ayudar a una exposición de carácter histórico. En términos inmediatos, el periodismo depende de la existencia de un recurso técnico que haga viable su práctica y, en verdad, el primero de los que hubo a mano fue la invención de la imprenta de tipos móviles, origen estricto del fenómeno representado por esa actividad tal como se la ha desarrollado en las últimas cuatro centurias. Dejamos, pues, a un lado y de modo absolutamente delibera-do, no ya a los tam-tam selváticos, las intermitentes columnas de humo, los Herodotos, los aedos y juglares, las palomas mensajeras, los bélicos redobles de atabales y sonidos de trompetas, los toques de campana, las grímpolas y luces de los navegantes, los pregoneros y los bandos, las inscripciones en los muros y hasta las alianzas matrimoniales: apartamos también, a los nouvellistes prepanglosianos de las cortes y tertulias del siglo XVII, a los libelistas ocasionales y a los anotadores portuarios de mercancías y cotizaciones.

El propósito de este libro no es más que el de contar los orígenes del periodismo en un rincón del Nuevo mundo, relacionado con uno de sus ríos arquetípicos que es el de la Plata. la intención, para ser

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concretada, deberá compadecerse con la necesidad de aportar ciertos datos genéricos sobre la nación genitora de lo que somos, que es la española, y sobre las circunstancias que en otros puntos del territorio por ella colonizado vinieron a vincularse con procesos similares o a ayudar a que se produjera su eclosión. Interesa al respecto, muy en particular, el tema de la difusión y utilización de la innovación de Gu-tenberg, pues como dijimos, fue ése el primer elemento que permitió el ejercicio regular de la actividad que hemos acordado en llamar pe-riodismo. Ese invento surgió a mediados del siglo XV en Nuremberg y se esparció por el resto de Europa en vísperas del viaje portentoso de Colón. llegó a las tierras que el ingenuo visionario genovés acababa de encontrar para el conocimiento occidental unas décadas más tarde que éste, con lo que las progenies europeas aquí establecidas dispusieron muy pronto de las mismas técnicas que en el viejo mundo permitirían el crecimiento vertiginoso de determinadas manifestaciones culturales –que fueron todas, en realidad–, entre ellas el periodismo. Si en el lapso que vamos a abordar –el que abarca los siglos XVI, XVII y XVIII y la colita restante hasta la alborada revolucionaria de 1810–, se dieron aquí cosechas sólo limitadas de esos bienes no se debió, en general, a impo-sibilidades materiales, sino a gravosos condicionantes sociológicos y a tradiciones acerca de cuyas características y naturaleza procuraremos arrojar alguna luz.

A juicio de quien esto escribe, para la compresión de las líneas que siguen es muy importante poner en claro la vinculación estrecha, durante esa etapa, y también en el curso de las siguientes, entre el art-ilugio gutenberiano y el complejo contenido que habitualmente engloba la palabra “periodismo”. No en balde hasta hoy éste es “la prensa” y hasta hoy, asimismo, su plenitud reclama ser cubierta por lo que de manera sacramental recibe el nombre de “libertad de prensa”, si bien los alcances y propósitos de ésta son y han sido bien más amplios. Pues bien, una “prensa” no es sino la suma de pesos y bases entre los que se “prensaba”, hasta no hace mucho, al papel sobre los moldes entintados, es decir la imprenta.

y anotemos, además, que en el primer periodismo las tareas de plumífero y de impresor se confundían con frecuencia de modo

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inextricable; Benjamín Franklin, sin ir más lejos, era, en plenitud, ambas cosas a la vez, y –yendo ahora a una anécdota posterior, pero asaz explicativa de nuestro tema y valiosa igualmente por su sabor argentino– bueno es consignar que en esa asociación está, asimismo, el significado profundo del arrogante “tipógrafo”, que Bartolomé Mitre lanzó ante el tribunal que ritualmente lo interrogaba sobre su edad, estado, profesión. Cabe recordar, al respecto, que el diario que éste fundó en Buenos Aires, La Nación, era designado por la vieja guardia del oficio como “la casa de Mitre”, lo que había sido exacto, por otra parte, cuando domicilio y periódico coincidían en la casona de la calle San martín, pero esa expresión usual no era sino reminiscencia de otra más antigua, atestiguada por la tradición: en origen se decía “la imprenta de mitre”.

la cita de esa personalidad tan múltiple y tan contrastante, sirve asimismo para hacer ver que, en rigor, ese periodismo al que nos referi-mos no es sino un caso particular del desarrollo cultural de una ciudad o país y del contexto político que lo acompaña. Al redactar este trabajo, se ha procurado no apartarse de esas consideraciones.

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Las Indias con que se hallaron los Borbones

Si el siglo XVI es en Europa la centuria esplendorosa de España, en cuanto a poder y a brillo de todas sus manifestaciones vitales, simul-táneamente algunos de sus hijos protagonizan en el continente recién descubierto jornadas de portento, de deslumbramiento, de perplejidad, de ferocidad y de avidez, desmesuradas hasta ser agobiantes. Fue la etapa heroica de América y, según es sabido, los héroes no se ajustan a leyes sino que las crean a impulsos de su fuerza. El navegante quema sus barcos –como sabemos, esto fue cierto, incluso literalmente– y se lanza tierra adentro en busca de oro, de poder, de gloria. Había, lejos, un rey y disposiciones escritas que poco importaban a aventureros codicio-sos y a menudo analfabetos; había, asimismo, religiosos que predicaban doctrinas ajenas a las devorantes pasiones del momento. Durante medio siglo o más, esos hombres hicieron trabajos descomunales: remontaron ríos, atravesaron selvas, se asomaron a desiertos insondables, escalaron montañas, destruyeron imperios, pillaron, asolaron, esclavizaron, funda-ron ciudades presuntuosas que no eran sino aldeas en medio de páramos o de espesuras, disputaron salvaje y cruentamente entre sí, relataron y creyeron historias fantásticas, y sembraron en la pueril desnudez de las aborígenes el germen de las actuales poblaciones de estos países.

Tras la conquista febril vino el sopor de la colonia, que fue casi –o del todo– la resaca de un festín. El turbulento soldado inicial dejó paso al encomendero y al señor de la mita, a veces orgulloso de un abolengo ilusorio, a veces avergonzado del mestizaje del que venía. Del áfrica se trajeron esclavos y el océano fue cruzado también por plantas y anima-les exóticos y el robo sistemático fue reemplazado por la inmisericorde explotación minera, por las plantaciones, por la labor de reunir ganado cimarrón en planicies infinitas. Llegaron oidores y letrados y se escri-bieron incontables crónicas, asientos y probanzas, fuente de pleitos y reclamos a los que se redujo la herencia de los crímenes primigenios. llegaron también eclesiásticos e inquisidores, maestros de latines y

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misioneros: hubo fortificaciones en Cuba y en Tierra Firme y boato verdadero y rezador en Nueva España y algo menos suntuoso en lima, los dos centros casi exclusivos del barroco refinamiento colonial. Hubo, igualmente, reparticiones de tierras y cortesanos de escaso relieve con-vertidos en funcionarios, por lo común, ineficientes y corruptos, defecto en el que mucho colaboraban el aislamiento y el monopolio mercantil, rasgo este último característico de esa época y del que no cabe culpar a España, reforzado, además, por la tenaz resistencia a abrir puertos y por el sistema de flotas y galeones al que la metrópoli se veía obligada ante su cada día mayor debilidad naval.

Porque los grandes días de España habían pasado y el siglo final de la Casa de Austria –el XVII– fue casi la contrafigura del anterior. Ven-cida militarmente y empobrecida al extremo, destruidas sus artesanías e industrias y despoblados sus campos, no pudo en ese lapso impedir la definitiva pérdida de Portugal y tampoco que ingleses, holandeses y franceses le arrebataran el dominio del Atlántico y se apoderaran de todas las islas menores del Caribe y de muchas otras tierras que teó-ricamente le pertenecían, pero que era incapaz de poblar y defender. Sólo le quedaba un mare nostrum, que era el Pacífico, extendido entre manila, Acapulco y El Callao y que. aunque apenas navegado, consti-tuía la única vía de comunicación con las remotas Filipinas.1

Por añadidura, entre 1701 y 1714 la península fue teatro de una asoladora guerra civil con activa participación de extranjeros, como consecuencia de haber pasado a ocupar el trono la dinastía francesa de los Borbones. Los tratados de Utrecht y de Rastadt que pusieron fin a esa contienda son de especial importancia para nuestro relato, por varios motivos. En primer lugar porque dieron término a una etapa de constantes guerras entre los Estados europeos e inauguraron otra bien más tranquila en la que tendió a asentarse un sistema internacional de relaciones y prácticas mercantiles, en general desligadas de las adheren-cias guerreras que hasta entonces solían acompañarlas. las fechorías de los piratas y el bandolerismo institucionalizado de los saqueadores dejaron paso, paulatinamente, a organizaciones de contrabandistas y negreros, y los viajes pacíficos y de mero intercambio comenzaron a ser habituales; aparecieron factorías, asientos de esclavos y hubo hasta esbozos de representaciones comerciales, en un mundo occidental en

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el que, consecuentemente, el “derecho de gentes” llegó a ser moneda en principio aceptada por todos. Si la centuria anterior había estado todavía dominada por sórdidos enconos religiosos, la nueva –puesta ya abiertamente bajo el signo burgués– traería preocupaciones por demás diferentes.

Por otra parte, la situación de España se vio como muy distinta tras esa guerra, y la conciencia de ello planteó a sus gobernantes disyunti-vas e incertidumbres que habrían de tener peso decisivo en las políticas ultramarinas seguidas por la metrópoli durante el último siglo en que permaneció siendo dueña de la mayor parte de América. Aunque el rey –Felipe V– era francés, así como muchos de sus consejeros iniciales, sus inquietudes necesariamente tuvieron que irse apartando del interés en los asuntos europeos, que hasta allí habían venido siendo ejes de todo. El poder del monarca había desaparecido de Italia tras la pérdida del reino de Nápoles, de Sicilia, Cerdeña y la lombardía, y también se le había escapado de entre las manos el recortado resto de Flandes e incluso porciones de la misma península, como Gibraltar y menorca, debiendo en ésta contraerse a abolir fueros y a calmar ánimos, sobre todo en la levantisca Cataluña, que se había volcado casi sin fisuras en favor del archiduque Carlos, su ex competidor en la lucha por la su-cesión. Potencia ahora menor en el Viejo mundo, la única perspectiva cierta de España de poder continuar desempeñando un papel importan-te en el concierto de las naciones era a través de la influencia que podía derivar de sus posesiones indianas.

Pero el panorama de este lado del océano tampoco era bueno: Portugal avanzaba lenta pero constantemente hacia el río de la Plata y hacia el interior amazónico. los ingleses habían consolidado su posesión de Nueva Inglaterra, Terranova, Virginia y Carolina, zonas de creciente y llamativa prosperidad, aunque encerradas por el arco francés extendido desde Canadá hasta luisiana a través del San loren-zo, los Grandes lagos y el mississipi. los rusos habían puesto pie en Alaska y amenazaban bajar hasta oregon y California. De las Antillas, la existencia de un número relativamente alto de colonos había salvado el dominio español en Cuba, Puerto rico y en una parte de la vieja Hispaniola. Todo el resto se había perdido y Gran Bretaña acababa de instalarse en mosquitos y en Bélice, sin contar las Guayanas, cuya po-

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sesión ya era inútil discutir. A la vez, tanto en Perú como en méxico las minas de plata daban signos de agotamiento y el rinde decaía, cuestión de gravedad extrema porque ése había sido durante siglo y medio el principal recurso aportado por las Indias a la riqueza peninsular y al poderío de su soberano.

En el gabinete de madrid y en el Consejo de Indias era perceptible el desaliento y dudas muy serias embargaban a los funcionarios. Entre las primeras urgencias que se imponían, según resultaba obvio, estaban la de reforzar el poder civil y militar en las colonias y reconstituir la capacidad marítima, cometido éste que se presentaba como de muy difícil logro para un país escasamente mercantil y que tanto se había apartado de la tradición bélica naval como España.2 ¿Pero cómo rete-ner posesiones, en la práctica insulares y dispersas en una extensión inmensa que iba de las Canarias a méxico y a los mares australes y, tras la valla del Nuevo Continente, hasta manila, sin una fuerte marina, y cómo hacerlo ante un rival, como Gran Bretaña, que sí la poseía? Frente a este dilema, Felipe V intentó sin éxito una política de alianzas para sobreponerse a los ingleses. Su sucesor, Fernando VI, optó por la posi-ción contraria definida en el pusilánime pero realista pareado al que, se dice, ajustó su reinado: “Con todos guerra / y paz con Inglaterra”. Para esa época ya el barón de la Ensenada preveía la pérdida irremisible de las colonias y propuso, el primero, la alternativa de constituir mo-narquías locales encomendadas a príncipes de la casa reinante que se convertirían en subsidiarios del monarca español. Este plan, retomado después por el conde de Aranda y adornado con la eventual asunción por parte del rey del pomposo título de “emperador de España” –el detalle es revelador: al fin de cuentas, comenzaban todos a ser afectos a las citas clásicas– rondó largo tiempo por la mente de los ministros y llegó hasta a inquietar –o a esperanzar, lo que en él era fácil– la del ambicioso Godoy. y si bien esa hipotética “Comunidad Hispánica de Naciones” –al modo de la que 150 años después comenzaría a pergeñar Gran Bretaña– nunca pasó de proyecto, es posible que algunos de sus esbozos inspiraran determinadas medidas, sobre todo las adoptadas en la reformulación de las unidades administrativas que entrañó la creación de nuevos virreinatos.

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Apogeo y ocaso del despotismo ilustrado

España hizo esfuerzos enormes para cambiar su condición y la de las colonias durante la etapa final de su inmenso dominio allende el mar, coincidente con la presencia de los Borbones en el trono y con el despliegue en los círculos cultivados de Europa de un conjunto de ideas característico: la marcada desconfianza hacia la religiosidad organizada que habría sido fuente de todo tipo de sombríos fanatismos y de feroces persecuciones, la moderada desconfianza hacia las clases sociales en las que no residiría la luz de la razón y la explícita confianza en la po-sibilidad de guiar los acontecimientos de manera previsora y “sabia”.

Esos mecanismos mentales extendidos, y que acotarían al primer liberalismo, se tradujeron en fenómenos culturales de sobra descriptos como el iluminismo, el filosofismo, el optimismo de cuño mercantil y el incipiente materialismo sensualista en cuanto sustento ideológico, y también en los “derechos” propios del sistema político anglosajón y en el “despotismo ilustrado” al que derivaron en mayor o menor medida todas las monarquías absolutas de la Europa de aquellos años.

En las colonias españolas los cambios fueron considerables y de al-guna manera abruptos: mejoró por un lado notablemente la calidad de los funcionarios enviados desde la metrópoli y empezó, por otro, a diluirse en forma ostensible el predominio de la Iglesia, hecho del que da cuenta la morosa atemperación y desnaturalización del hasta entonces omnipotente Santo Oficio. Las órdenes y aun el clero secular pasaron a ser apreciados ante todo por su aptitud para desempeñar funciones prácticas y “útiles” para la sociedad, como el cometido docente, el manejo de hospitales, hos-picios y lazaretos, y las tareas de intermediación entre el pueblo ignorante y supersticioso y las miras ilustradas de los gobernantes.

Se admiten y hasta invitan a visitar, y aun a establecerse en la región, a naturalistas o estudiosos extranjeros, como Humboldt, lacondamine y Tadeo Haenke. Se facilita la llegada de otros españoles doctos especialmente comisionados, como Azara, mutis o los hermanos Ulloa; se abren escuelas

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de minas, de medicina y de náutica; se organizan protomedicatos, se permite y ampara la instalación de un creciente número de imprentas, se toman en muchos lugares medidas de mejoramiento urbano. Surge en esa época una promisoria buena voluntad hacia los estudiosos locales, según da testimonio la vida científica del neogranadino Francisco de Caldas3, y en lima y en méxico se organizan academias o “sociedades de amigos del país”. A la vez se estimula la colonización productiva y a la actual Venezuela son llevados campesinos italianos, se quitan de a poco las restricciones monopólicas4; se crean colegios, se da un primer impulso a la educación elemental; se difunde la vacuna antivariólica; se habilitan puertos; y se es complaciente ante la aparición de asientos comerciales, cuya existencia origina que ciertos lugares comiencen a ser frecuentados por extranjeros.

Pero, sobre todo, se realiza un ingente trabajo con vistas a consolidar la organización militar: se construyen fortificaciones, arsenales y puestos avanzados, se estacionan guarniciones de consideración en diversos puntos. Paralizada la conquista desde fines del siglo XVI, se reanuda –esta vez por expresas disposiciones gubernamentales– el avance hacia tierras vírgenes, notoriamente para anticiparse a la posibilidad de usurpaciones. la presen-cia rusa en Alaska fue respondida con la colonización de California en la que colaboraron estrechamente los misioneros franciscanos. la expansión de los establecimientos franceses en torno de Nueva orleáns originó que se ocupara Texas y Nuevo méxico. la pertinacia portuguesa en retener la Colonia del Sacramento es contestada con la población y fortificación de la Banda oriental y la permanencia posterior de ese peligro da motivo a la de Entre ríos, en tanto su intrusión en la cuenca amazónica provoca el avance peruano hasta Iquitos. Incluso vuelven fugaces días de esplendor para las armas españolas: el heroico Blas de lezo descalabra una intentona británica por apoderarse de Cartagena de Indias y Pedro de Cevallos termina por arre-batar Colonia a los portugueses. Al Norte, en 1762, España obtiene su última gran adquisición, que es la de la luisiana5, y desde ese territorio Bernardo de Gálvez efectúa brillantes campañas durante la guerra de emancipación de los Estados Unidos, batiendo en reiteradas ocasiones a las tropas inglesas que procuraban envolver por los montes Apalaches a los colonos rebeldes, acciones que habrían de ser decisivas para asegurar el triunfo de éstos.

Hemos hablado de una colonización italiana (napolitana) en la Ve-nezuela colonial, de la que todavía quedan rastros frecuentes entre los

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apellidos de ese país, como Pietri y lusinchi, y ella no es sino un botón de muestra del sensible cambio de actitudes registrado en ese tiempo. Históri-camente España había impedido celosamente la presencia de extranjeros en sus colonias, con la sola excepción de los integrantes de órdenes religiosas y, en rigor, así continuó siendo en lo formal durante todo el lapso de la dominación. No obstante, cuadran diversas observaciones para ayudar a la comprensión cabal de este hecho, que –por otra parte– siempre fue de di-ficultoso cumplimiento y que conoció un relativo y paulatino resquebraja-miento a lo largo de todo el siglo XVIII. Corresponde formular, asimismo, una aclaración fundamental: a la sazón España en sí no existía sino como hecho geográfico, pero no constituía ninguna estructura institucional, lo que se prolongó hasta bien entrada la centuria siguiente y quedaran en firme las normas constitucionales impuestas por el liberalismo. Antes de eso había un rey de Castilla que a la vez lo era –por cuerda separada– de Aragón. las colonias fueron, de manera exclusiva, propiedad de la primera de esas monarquías6, y por extranjeros se entendía el no súbdito de ella. Así, un aragonés, un valenciano, un catalán, no podían trasladarse a las Indias como tampoco lo podía hacer un napolitano, un milanés o un fla-menco, pese a que el rey de todos ellos era la misma persona. Entre 1580 y 1640, el rey de Castilla y de todos los restantes países mencionados, lo fue también de Portugal y no por eso un lusitano o un nacido en las colonias del Brasil dejaba de ser un furtivo extranjero en la precaria Buenos Aires de entonces, a la vez que continuaban siendo clandestinos la mayor parte de los contactos de cualquier tipo que se mantuvieran con él.

Las llamadas “leyes de Nueva Planta”, modifican eso de modo radical y todos los súbditos del rey pasaron a ser nacionales y por lo tanto admisi-bles en cualquier colonia; es desde ese momento, por ejemplo, que comien-zan a ser comunes en estos países los apellidos catalanes y también los de origen vasco, al empezar a venir gente de Navarra, y ya no sólo de las tres provincias vascongadas que estaban sujetas a la Corona de Castilla.

Sin embargo –como se dijo–, todo esto debe ser tomado con pinzas a los efectos reales, diferentes en cada lugar. Así, es evidente que en Buenos Aires –por tomar el caso local, de más fácil corroboración– hubo desde siempre un número grande de portugueses y no sólo en calidad de contrabandistas retirados o como desertores de la cercana Colonia, sino también porque en ocasiones se los forzaba, lisa y llanamente, a

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quedarse: al rendirse la guarnición de esa plaza ante Cevallos, después de un tiempo fueron devueltos a su patria los oficiales y sujetos de pro, pero no los individuos de tropa, a los que se dispersó entre los puestos de la frontera sobre el Salado.7 Pero, además, en la Primera Junta hallamos tres sugerentes apellidos italianos: Belgrano, Castelli y Alberti, y nos queda afuera todavía Beruti; liniers era francés de nacimiento y aunque éste haya sido incorporado por especial merced a la marina española y por ende “nacionalizado” –y algo similar podía haber pasado con los abuelos de Viamonte–, sin duda el favor no tenía por qué extenderse a su parentela y allegados, como tampoco se relaciona con la situación de los antepasados de rondeau. Apellidos ingleses había muchos y aunque haya querido entenderse que provenían de antiguos emigrados católicos lle-gados a la península huyendo de la persecución protestante, es probable que algunos simularan esa condición para evitarse problemas. Como sea, el origen irlandés es notorio en apellidos como o’Gorman, o’Donnell u O’Connor y en el ilustre chileno O’Higgins, pero no sé si cabe afirmarlo con demasiada certeza a propósito de French, Gelly, Thames, Warnes, Thomas, Thompson, o el deformado Walcalde, etcétera.

Por cierto, traer a cuento esas iniciativas y circunstancias puestas en marcha durante la época borbónica y señalar que muchas de ellas redundaron en efectos realmente vitalizadores para la existencia de las colonias, no agota el tema. las relativiza, por supuesto, el hecho de que seguramente no alcanzaron en todos los lugares parejo resultado favorable, y que la actividad económica y social de cada región impuso igualmente mucho de sí en ese proceso de reforma y fomento. Es indu-dable, sin ir más lejos, que el río de la Plata inmediato, Chile y Tierra Firme prosperaron grandemente durante esa etapa, pero también lo es que toda el área andina y las restantes vinculadas con la explotación minera registraron una clara decadencia en esa etapa. méxico era en 1700 la principal ciudad americana y cuando un siglo más tarde la visita Humboldt, le causa asombro su miseria y atraso y, de una manera más general, la abyección en que vivía el pueblo bajo. Pero más allá del suceso puramente económico y de sus inexcusables consecuencias sociales, es asimismo cierto que a lo largo de ese lapso se advierten crecientes signos de malestar en toda la América española, sin que estemos en situación de determinar si este estado de ánimo se originaba en penurias derivadas de agravamientos en las condiciones de trabajo, en la natural madura-

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ción de sociedades que instintivamente debían tender a la autonomía o en la resistencia, quizás inconsciente, de las respectivas y contrapuestas comunidades a los impulsos modernizadores que les eran impuestos. No olvidemos que la historia de nuestros países –y acaso también de otros– muestra con frecuencia el rechazo popular y de los sectores tra-dicionales a las medidas progresistas a que adhieren las clases cultas, invariablemente vistas como más o menos extranjerizantes.8

¿No nos hallaríamos en este último caso ante un antecedente embrionario de esa actitud esbozada, después común a partir de la emancipación, fenómeno visiblemente compartido por toda la Amé-rica antes española? los pujos laicistas e ilustrados, el mercantilismo cada vez más crítico de la previa concepción monopólica, el gradual achicamiento del ascendiente eclesiástico, la acentuada desacralización de las estructuras de poder, ¿no originarían sordos descontentos, ma-nifestados –a través de formas imprecisas, debido a que por el régimen imperante eran imposibles los liderazgos posteriores–, en turbulencias a las que no atinamos hoy a dar mayor explicación?

Hay varias preguntas que es forzoso dejar sin respuesta y no es la menor la de por qué los descendientes del Inca se sacuden con furia in-contenible en el tremendo estallido convocado por Túpac Amaru y luego –treinta años más tarde– permanecen sordos ante el llamado de la revolu-ción. Pero ése no fue sino un caso más en el que la autoridad “ilustrada” de los Borbones fue resistida con una fuerza inimaginable durante el período “medieval” de los Austria. ya a comienzos del siglo XVIII, y en relación con la disputa sobre la legitimidad de la nueva dinastía, gente importante de méxico planea una secesión, por lo que se envía una delegación a Nue-va Inglaterra con vistas a obtener apoyo de los pasmados puritanos. más tarde, algo parecido trama un noble español en el reino de Quito. los comuneros levantan una y otra vez su pendón en sitios tan lejanos entre sí como el Paraguay y Nueva Granada, y, en un anticipo de Túpac Amarú, la sierra del Perú es agitada a lo largo de veinticinco años por la guerrilla que encabezaba Juan Santos Atahualpa. la expulsión de los jesuitas es aceptada, sin chistar, en todos lados con excepción de en su propio centro, en el alto Uruguay y en el alto Paraná. Allí sus acólitos –que no los padres, pues éstos ya habían sido extrañados– optan sin más por retornar al salva-jismo y se requirió una campaña de tres años, conjunta entre españoles y

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portugueses, para finalmente poder contenerlos y dejarlos, de una buena vez, a merced de la indeseada custodia de la orden seráfica.

Curiosamente, casi todos estos movimientos alegaron en algún mo-mento tener el respaldo inglés, o sembraron suspicacias al respecto, sin que nunca haya podido comprobarse tal connivencia. No cabe descartar que existiesen contactos, pero también cabe creer que jefes conjurados anhelosos de mantener a todo trance la adhesión de sus seguidores hiciesen circular versiones de ese tipo: el rey de España era aún muy poderoso y podía mover contra los sucesivos rebeldes grandes medios. Pero un prín-cipe todavía más fuerte –“que rige los mares”– iba a extender su mano protectora.9 Ese tema de la eventual ingerencia extranjera habría de cons-tituir un clásico de nuestra historia, y no deja de llamar la atención el que cierto ferviente catolicismo no vacile –siquiera ideológicamente– en apelar a la buena voluntad de los odiados herejes10: los países centroamericanos, yucatán, Cuba y Santo Domingo se han fatigado en la tarea de solicitar el protectorado primero británico y más tarde norteamericano. Sólo Puerto rico ha conseguido acceder a esa condición, y Dios sabrá si para bien.

En rigor, no hay pie para presunción alguna acerca de que Gran Bretaña intentase a la sazón desarmar el imperio español y de que tomase intervención en esos recurrentes trastornos, al margen de la feroz inquina, fundamentalmente religiosa, que separaba a ambas naciones. los ingleses fueron primero predadores del poder castellano y sus usurpaciones iniciales lo fueron de islas dejadas por los espa-ñoles a la buena de Dios, y que a menudo los intrusos convirtieron en apostaderos de piratas. Jamaica fue al respecto una excepción, en la que los ingleses “de la Corona” –que no los toscos virginianos– se dieron el gusto de regentear plantaciones y de ver trabajar a sudorosos negros esclavos, pero no hubo otra. más tarde, en 1759, Gran Bretaña arrebató Canadá y la luisiana a Francia. En el tratado de paz, impuso quedarse con el primero de esos territorios y también con la Florida española, y debido a que Francia –por variadas razones desencantada de las costosas empresas coloniales– rehusó recuperar el segundo, fue que se lo traspasó a España. Años después, Francia, anhelosa de tomar revancha, se embarcó en lucha con sus rivales perpetuos so pretexto de auxiliar a los rebeldes dirigidos por Washington, a despecho de que hacerlo entrañaba un burdo desprecio de la legitimidad monárquica, y arrastró a España a idéntica actitud. En la paz que siguió a ese conflic-

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to, Luis XVI persistió en su renuencia a obtener beneficios territoriales, pero Gran Bretaña quedó muy malquistada con España a la que tuvo, además, que devolver la Florida, y parece ser que es a partir de ese mo-mento –y no antes– que el gabinete inglés comenzó a trazar planes para destruir el poder español, aparte de que a los exportadores –incipiente revolución industrial de por medio– de ese país cada vez les interesase más la posibilidad de abrir mercados hasta ahí vedados.

ya antes de la revolución Francesa, el conde de Aranda se lamenta-ba amargamente de los efectos que imaginaba tendría la aventura bélica pasada. España había contribuido a instituir un poder nuevo que quizás un día llegase a perjudicarla, había ayudado a crear para sus propias poblaciones coloniales un ejemplo de independencia que bien podría seducirlas y había ofendido a la nación capaz de interrumpir definitiva-mente sus comunicaciones por mar. Para esa misma época existían otras expresiones de malestar de las que tenemos noticia fehaciente, pero cuyas causas son imprecisas y de las que no sabemos en qué medida podrían conectarse con los hechos comentados. Es significativo lo que al respecto cuenta ricardo rojas11 en el sentido de que para ese entonces la censura sobre impresos ejercida por el Tribunal de la Santa Inquisición tendió a complementarse con la inspirada por el poder civil, el que le aportaba una perspectiva hasta ese momento ignorada por los dominicos a cargo de esa intermediación entre lo espiritual y el brazo secular. En épocas an-teriores, lo esencial de las preocupaciones inquisitoriales había radicado en la voluntad de apartar los textos y los pronunciamientos que podían poner en debate puntos relativos a cuestiones teológicas o doctrinales, que eran reputados como dudosos en materia de ortodoxia o que afecta-ban a la autoridad eclesial. Se buscaba, de preferencia, iluminados peli-grosos, profesores testarudos que no se rendían ante las amonestaciones de los obispos, judaizantes exóticos y brujos de poca monta, y los libros condenados mayormente tenían relación con tales aspectos o desviacio-nes de la religiosidad, cuando no con minúsculos pruritos de moralidad pueblerina, como la usual interdicción de desnudos mitológicos, tan caros a la sensibilidad renacentista y neoclásica.

De pronto aparece un nuevo renglón execrable al que se atiende con gran actividad y en su implícita y novedosa definición claramente se reco-noce el designio de los gobernantes, alarmados por la posibilidad de acon-tecimientos que estarían preparándose. Surge el temor de que se difunda la

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noción de que la conquista había sido una suma de horribles crímenes o de que ella había acarreado graves perjuicios y esclavitud a los pueblos origi-narios, evidentemente no porque estuviese en juego algún asunto opinable acerca de la interpretación religiosa de aquellos hechos o de su exactitud histórica, sino porque las consideraciones podían tener aplicación nefasta en relación con hechos presentes y amenazantes. Siquiera la Historia de América, de William robertson, prohibida por real orden de 1778 había sido escrita por un pastor presbiteriano y ésa ya podía ser una buena razón para querer apartarla de lectores inexpertos y de cabeza caldeada, pese a que ese autor había sacado los más de sus argumentos y descripciones de la Historia de las Indias del gran Francisco lópez de Gomara, gloria de los historiadores del Siglo de oro, quien había sostenido que la fuerza había sido el principal elemento del que se valieron los conquistadores para evangelizar. Pero en 1782 el comisario porteño del Santo Oficio ordenó recoger todos los ejemplares hallables de los Comentario reales del Inca Garcilaso de la Vega y de la Destrucción de las Indias Occidentales, de fray Bartolomé de las Casas. Como se ve, ya no se apuntaba a la pureza doctrinaria sino a la integridad política, en virtud y como respuesta a indi-cios que supuestamente obraban en poder de Vértiz.

Pero el tiempo estaba llegando a su consumación y la correcta inter-pretación de esas conjeturas muy pronto iba a ser por completo irrelevante. En 1795, la España enferma de Godoy se ve obligada a firmar una paz muy desfavorable con la Francia revolucionaria por la que le entrega la luisia-na, Santo Domingo y una parte de la Florida. A poco, a la humillación añade la infamia y se convierte en aliada de quienes han guillotinado al Borbón transpirenaico, primo, al fin y al cabo, de Carlos IV.12 Se le declara la guerra, pues, a Gran Bretaña y los barcos con el pabellón rojo y gualda tienden de nuevo sus velámenes y salen mar afuera, donde son corridos y malamente vapuleados por Nelson frente al cabo de San Vicente, funesto prolegómeno de Trafalgar. No hay después más combates abiertos y la última paz que se ve forzada a firmar la vieja España le habría de costar la isla de Trinidad. ya para entonces, don Francisco de miranda trabajaba en lo suyo, con pleno conocimiento y apoyo de William Pitt, el Joven, primer ministro de Su Graciosa majestad.

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La cultura colonial

las obras duraderas que plasmó España en sus colonias –e hijas–, son casi exclusivamente de carácter cultural, aun dando a este adjetivo el limitado alcance de producción artística apreciable y poniendo aparte al idioma, especialísima circunstancia que viene a unificarnos en historia y en concepciones de vida, y aparte los trasplantados dones de la flora y de la fauna. Así circunscripta, esa herencia se presenta como un vasto friso religioso más destacable por sus componentes “de bulto”, o tangibles, que por aquellos de sustancia preferentemente intelectual. En resumen, la España colonial dejó tras su paso alguna magnífica arquitectura, una escuálida literatura y un muy pobre pensamiento. méxico, sobre todo, conserva maravillas arquitectónicas de esa etapa, en las que afluye una variada e impura conjunción de estilos, concentrada en una visión barro-ca esplendente que llega, en sus versiones más recargadas y la vez más transparentes, a una capacidad excelsa para la transmisión de la ideología que inspiró el designio de construirlas. Catedrales, iglesias, conventos, capillas, oratorios, son de por sí obras notables pero nos interesa aquí, limitadamente, señalar su índole referencial de una actitud devota que caracterizó de manera por demás marcada a las comunidades surgidas al calor de aquel sobrecogedor diluvio cultural, y que ha dejado acentuados rasgos en las sociedades que hoy ocupan esos mismos espacios.

El fenómeno, repetido en proporción algo menor en la también opulenta Lima y reflejado en magnitud paulatinamente decreciente a todo lo largo de los dominios españoles, da cuenta, en lo sustancial, de la importancia decisiva que en la impronta de aquella empresa colonizadora tuvo el catolicismo. Arquitectos que mayormente eran sacerdotes y alarifes que solían ser indios conversos o mestizos, junto con pintores de ángeles, imagineros, tallistas, doradores, plateros, así como músicos y artesanos, una y otra vez aparecen –en función de esa

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creencia acendrada– proyectados a una grandeza ceremonial e impo-nente que sólo habla de lo divino.

Pero no hay demasiado más: no sólo faltan propiamente indicios de un paralelo y específico gusto o refinamiento “laico”, sino que incluso las manifestaciones estrictamente espirituales de esa cultura confesional no suelen estar a la altura de su contraparte física o “palpable”, acaso trabadas por el dogmatismo cerrado de la religiosidad española, siempre militante y siempre a la defensiva. Es indudable que el Santo Oficio actuó como un activo demarcador de perspectivas, pero también lo es que, en realidad, todo el andamiaje del criterio colonial andaba por los mismos carriles y aun desde el limbo que les era propio, las leyes de Indias contribuyeron a esa ausencia de lo otro, a ese aislamiento sentimental, al prohibir el ingreso a América de libros de ficción o de imaginación, aun-que seguramente la normativa se observó poco y mal. De todos modos, es cierto que durante dos siglos ninguna resistencia social digna de ese nombre provocó la actividad de aquel tribunal, hoy escandaloso.

las universidades y colegios eran una suerte de conventos con alumnos disciplinados, embonetados y ensotanados, y la enseñanza superior estaba restringida a la teología, a Aristóteles y al derecho ca-nónico. la preparatoria ponía particular énfasis en la gramática y en el imprescindible latín, cometido apreciable este último porque difundió en las capas dirigentes una sólida formación humanista, macerada en la frecuentación de diversos clásicos, según bien atestiguan las proclamas y los escritos de los albores de la libertad: aparte de otras limitaciones, inclusive retóricas, nuestros próceres manejaban con real soltura las citas y las asociaciones provenientes de los autores antiguos.

las Indias inspiraron escasa literatura valedera de intención esté-tica o anecdótica, al margen de incontables crónicas y presentaciones, memoriales y relatos, alegatos y disquisiciones, nóminas y presuntuosi-dades eruditas. Una sequedad esencial campea en el conjunto y antes se echa de ver en él el ánimo del abogado o del predicador, que la delec-tación de quien espera agradar a sus lectores o al menos conmoverlos. Por supuesto, no todo es así: en la península una pléyade de grandes historiadores relató con honestidad y elegancia los hechos acaecidos en el Nuevo Mundo; de la magnificencia excepcional de lo que les había

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tocado vivir en estas tierras sacaron sus versos Bernardo de Balbuena y Alonso de Ercilla, y sus emociones y decepciones a flor de piel Bernal Díaz del Castillo y álvar Núñez Cabeza de Vaca. Del seno de la mix-tura increíble que posibilitó el descubrimiento y la posesión de estas tierras surgió el prodigio representado por el Inca Garcilaso. Desde la meticulosa sabiduría de los claustros mexicanos nos convocan, toda-vía hoy, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora13, repletos de conocimientos, de ingenio y de conceptismo.

No vale la pena, en cambio, ocuparse de Juan ruiz de Alarcón quien, aunque nacido en el Anáhuac, desarrolló toda su fecunda ac-tividad de dramaturgo en España, lo que mucho más tarde habría de repetir, en minúscula escala, el porteño Ventura de la Vega. y tam-poco, acaso, del excepcional poeta cordobés –de nuestra Córdoba “la llana”– luis de Tejeda, ni del sentido historiador paraguayo –asimismo mestizo– ruy Díaz de Guzmán, pues ambos permanecieron inéditos por siglos y fueron aproximadamente desconocidos por sus contempo-ráneos. No obstante, la existencia de sus obras da cuenta de que hubo reductos de intercambio de textos y estudios en los que pudieron, justa-mente, cultivar sus aptitudes. Sobremanera merece atención el primero, quien de modo curioso es casi más helenista que latinista y que fue un indudable conocedor, cabal e inteligente, del “oscuro Góngora”: resulta poco menos que inconcebible comprender cómo pudo llegar a seme-jantes niveles sin haber, en su vida, salido casi de Córdoba, a la sazón desmedrado villorrio en medio de un desierto apabullante.

Su caso es raro, sumamente raro: salvo contadísimas excepciones registradas en torno del relativo esplendor cortesano de méxico y lima, la poesía colonial vernácula es inexistente. Esto, que es verdad en gene-ral, más lo fue, como es lógico, en el área que ocupa nuestro país, que correspondía a la más pobre de las colonias. la aridez de los estudios, la carencia de contactos entre los contados círculos de lectura, la estimulada tendencia a la erudición pesada, la falta de ámbitos familiares de genuino interés por lo bello y el tono definidamente monacal o curialesco de casi todas las manifestaciones de la cultura, son a no dudarlo, las causas de esa carencia. lo que no quiere decir que la vocación poética no existiese y hasta abundase, a veces con impertinente insistencia, ayudada por la

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habitual dispensa en cuanto a disponibilidad de tiempo que para realizar tareas de cualquier clase solía cubrir a las personas de condición acomo-dada, o a quienes habían elegido la vida de reclusión y contemplación. Todos los testimonios coinciden en que, una vez asentadas las colonias y superados los episodios de violencia y de inicial desmesura, la vida indiana solía ser, para esa gente, de una placidez libérrima. Había, pues, en ella ocasión de sobra para largas y meditadas lecturas –aunque no hubiese mucho que leer–, de la que sin duda muchos hacían uso, lo que explica la relativa alta proporción de trabajos eruditos.

Pero en cuanto a lo puramente inventivo, a lo que supone extremar la imaginación y la sensibilidad, el balance es francamente negativo. En poesía, lo que mayormente queda se reduce a tristes argumentaciones rimadas, a glosas del santoral, a ociosos epistolarios o polémicas, a depre-sivas muestras de adulonería hacia los gobernantes, que ése es el material habitual de los prosaicos sonetos conceptistas, insulsas décimas, cansinos romances y estrafalarios acrósticos y otras charadas o laberínticas naderías de palabras. ya en la época virreinal por aquí tuvimos, a manera de mo-destas excepciones, al padre Juan Baltasar maziel, hombre voluntarioso, culto y bueno, secundario poeta aunque mordaz y aceptable versificador, además de casual antecedente del estilo gauchesco. Con bastante más brillo lo sucedió manuel José de labardén, tal vez nuestro primer poeta de algún renombre como tal –consagrado, al menos, por el incipiente cenáculo por-teño–, voz robusta y por lo común ajena a la insignificancia endémica, en la que ya descuella notoriamente el tiempo nuevo, reconocible en la intención clásica, en la dignidad de la elocución y en el claro esfuerzo por dar vuelo al discurso. Vulgar y desmayado a ratos, es, no obstante, siempre dueño de sí y añade a eso el galardón supremo de lo legendario, pues la mayor parte de lo que escribió o se ha perdido o se conserva sólo fragmentariamente. Era sujeto de buena posición y fue doctor en leyes graduado en Chuqui-saca. murió muy poco antes de mayo, “como un moisés al que no le fue dado pisar la tierra prometida”: era un poeta y es un símbolo.

Había también –primero religiosos y después militares, las más de las veces– cartógrafos, viajeros, naturalistas, astrónomos, memorialistas, estudiosos de las lenguas aborígenes, clasificadores y descriptores de las plantas y los animales. la citada universidad altoperuana resultaba hacia finales de la colonia especialmente atractiva porque en ella se podía

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cursar Derecho sin necesidad de tener que optar forzosamente por la or-denación sacerdotal, tal como era obligatorio en Córdoba, en la que sólo en 1792 “ambos derechos” comenzaron a dictarse separadamente.

la vida entera de las aisladas comunidades estaba imbuida de lo religioso y aun las contadas diversiones y escasos entretenimientos solían tener relación con ello. Porque a los fastos de los oficios regulares, en los que lo visual y lo musical encontraban casi única oportunidad de gozo público, se sumaban en las grandes fechas de la liturgia los “autos a lo di-vino”, representaciones en lugares abiertos de episodios de la Escritura o de la hagiografía, a cargo de fieles aleccionados para ese fin14, en los que a veces se utilizaban textos de autores famosos, a la cabeza de los cuales figuraba don Pedro Calderón de la Barca, que fue el más católico de los poetas españoles en una época en que todos lo eran con fervor intenso.

También los onomásticos de los reyes o la noticia de su coronación en la lejanísima madrid merecían celebraciones que llegaban a los más alejados poblados y que, como es natural, alcanzaban, en lo relativo, un brillo inusitado, puesto que no había otras. Asimismo en esas opor-tunidades se organizaban “autos” y a veces hasta la representación de comedias o entremeses, a lo que se agregaban las misas de acción de gracias con sermón alusivo, los juegos y competencias de los niños y los infaltables fuegos de artificio, a los que se sumaba el pueblerino estruendo de las descargas de fusiles y de otras armas cualesquiera, junto al repique de las campanas.

Naturalmente, si la música –y el canto correspondiente– no era la de las guitarras que enmarcaban los bailes caseros, no podía sino ser la de las iglesias, al fin de cuenta patronas de casi todo el arte entonces consen-tido. Pero algo que los mismos sacerdotes prohijaban estaba destinado, por la naturaleza misma de las cosas, a darles un fruto del que no gusta-ban: por muy “a lo divino” que fuese, el “auto sacramental” era, en rigor, un espectáculo teatral, afín a aquellos otros en los que anidaban, para la percepción eclesial, tentaciones peligrosas. Tal vez –seguramente– los curas pensasen que era teóricamente mejor no poner a prueba la pruden-cia de la grey y prescindir, por lo tanto, de esas manifestaciones religio-sas, pero sabían, a la vez, que alguna diversión debe dársele cada tanto al pueblo, y que eso resultaba todavía de mayor importancia en zonas

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como la del río de Plata donde lo corto de las posibilidades suntuarias conspiraba contra el arraigo de otros tipos de diversión, como las corridas de toros. Se persistía, pues, en la práctica de los autos pero se adoptaban precauciones y la más visible de ellas era la de que frente a los tablados utilizados por los intérpretes se dispusiera a los espectadores separados por sexos, uno a cada lado, para evitar familiaridades ofensivas.

Empero, muy desde un comienzo en las cortes de los virreyes de méxico y de lima hubo representaciones teatrales formales de comedias, si bien quienes podían acceder a ellas eran sólo los allegados al círculo que rodeaba al enviado real. ya en el siglo XVIII había teatros públicos en ambas ciudades, de funcionamiento regular, y su existencia poco a poco fue extendiéndose a otras capitales, pese a la tozuda oposición ecle-siástica que –bueno es reconocerlo– no tuvo matices ni declinaciones a lo largo de todo el período colonial. El teatro llegó a Buenos Aires en 1781, traído por el particular interés del virrey Vértiz, quien evidentemente lo veía –con ojos muy de caballero de la Ilustración– más que como expre-sión de arte, como instrumento de cultura y aleccionamiento social, una suerte de escuela de vida expuesta ante inteligencias quizá necesitadas de estímulo para madurar. y proporcionarlo debía ser la función del que estableció, pese a la esmirriada denominación popular de “Teatro de la ranchería”, que es la que ha perdurado en la memoria colectiva.15

la gente de la Iglesia lo recibió mal y sobre todo lo recibieron mal los predicadores de los templos cercanos a los lugares en los que estuvo instalado. Así, los franciscanos fueron durísimos en sus condenas y no se ahorraron ningún dicterio ni pedido de castigo, pero esa intemperancia se conectaba con el hecho de que la ranchería tuvo su primer empla-zamiento en proximidades de la iglesia de San Francisco. Corresponde, por otra parte –y sea esto dicho al pasar–, convenir en que esa virulencia habla muy bien del clima de tolerancia imperante en la novel capital del virreinato, pues tales opiniones constituían, en primer lugar, ostensibles descortesías y hasta desacatos hacia Vértiz, cuyo criterio, gusto e inten-ción didáctica resultaban descalificados abiertamente. Pero después de un tiempo, el teatro se incendió al arder su techo de paja16 y se lo reconstruyó no en el solar utilizado inicialmente, sino más al Norte, pasando la Plaza mayor, en cercanías de la merced. Tocó entonces a los mercedarios hacer cabeza en esa cruzada contra el vicio y el pecado y es justo reconocer que tuvieron en esa tarea no menos entusiasmo que los frailes cordeleros.

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En esos días, ser culto suponía saber latín y como ese conocimiento es constitutivo de la formación del sacerdote, es natural que entonces la consideración general dedujera que el sacerdote era, en sí, el culto, en tanto su contrafigura venía a personificarse en el “lego”, carente precisamente de esa capacidad que permitía alcanzar la plenitud de la enseñanza religiosa, contenida en las versiones canónicas de la Escritura. Por extensión, no tan excepcional en cierto nivel, individuos que no participaban del sacramen-to del orden Sagrado sabían latín y a ellos, a menudo, les correspondía, en virtud de ello, actuar como mediadores e intermediarios entre las dos esferas. Funcionarios y estudiosos, estaban llamados a escuchar ambas campanas: podían estar enterados de la verdad y tener noticias, a la vez, de las preocupaciones imperantes en el vulgo; su número era creciente, además, y ese hecho era uno de los rasgos característicos de la época ini-ciada al finalizar el Medioevo, como resultado del poderoso impulso que en occidente animaba a todas las actividades sociales

Durante centurias el latín había desempeñado el papel de lingua franca entre los gobernantes de los pueblos bárbaros incapaces de en-tenderse entre sí hasta para pactar treguas y alianzas. la Edad moderna impuso, igualmente, a muchos mercaderes la necesidad de manejar un vocabulario adecuado para las transacciones con extranjeros. Hacia mediados del siglo XVII, príncipes, diplomáticos, hombres de armas y comerciantes de Europa habían estabilizado, para sus menesteres, al francés como nueva lingua franca, y saber ese idioma se convirtió en requisito añadido para que alguien pudiese ser reputado culto. Su difu-sión marca una de las instancias claves en el desarrollo del mundo tal como lo conocemos y constituye un dato fundamental para describir el entorno del periodismo entonces naciente: de pronto las cortes de Europa formaron una suerte de “internacional principesca” en la que todos se entendían y conversaban, al margen de la inhibidora presencia eclesiás-tica. las intemperancias reformistas de Pedro el Grande17, las manías del “rey Sargento” y las geniales ingeniosidades prusianas de su hijo, o el módico harén de luis XV, fueron pronto cosas cuyo conocimiento atra-vesó fronteras y fue comidilla de las tertulias burguesas. la paz presente por fin de manera continuada, aun a despecho de guerras “civilizadas”, facilitó los viajes y Voltaire aprovechó uno de sus destierros para inventar la anglofilia con sus Cartas inglesas. Jóvenes nobles nórdicos –inspirados

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por el Telémaco– iniciaron los viajes al mediodía, so pretexto didáctico. París, el carnaval de Venecia, las recién descubiertas ruinas de Pompeya tuvieron repentina fama, y no como cosas de fábula, sino como algo al alcance de viajeros en los que se insinuaban nuestros turistas.

la América española era el lugar menos adecuado para que apa-recieran siquiera barruntos de esas inquietudes nuevas; sin embargo en el ocaso de la colonia no era infrecuente entre los hombres de alguna posición saber francés. Como la posibilidad de viajes y de sociabilida-des exóticas les estaba en general limitada y como tampoco debía ser común hallar preceptores que enseñaran ese idioma, es de creer que el aprendizaje y el uso estarían restringidos a lo libresco. En efecto, en francés estaban escritos esos libros arquetípicos que leería la genera-ción que se disponía a ser protagonista.18

Para los años iniciales del virreinato, había dos libreros en Buenos Aires: ramón de la Casa y el portugués José de Silva y Aguiar. Éste quizás haya sido el primero que ejerció esa profesión en esta ciudad, en la que se había establecido en 1759, cuando contaba 26 años de edad. Fue bibliotecario del Colegio de San Carlos y más tarde administrador y algo así como concesionario de la imprenta traída por Vértiz y nominalmente asignada a la real Casa de Niños Expósitos, para subvenir con sus ingre-sos a las reducidas rentas de ese establecimiento. Se estaban formando a la sazón algunas bibliotecas interesantes, aunque de una magnitud que hoy se nos hace irrisoria. Tener doscientos o trescientos libros era tener muchos en esa época, en que muy contados llegaban y su precio permanecía invariablemente alto. la del canónigo Juan Baltasar maziel pasaba de los mil volúmenes y entre los interdictos que contenía había obras de Voltaire y Bayle. En la tan citada del obispo manuel Azamor y ramírez también estaba incluido Voltaire y, junto con él, roussean, robertson y Filangeri. Poseía un Flavio Josefo y una traducción francesa de El Paraíso perdido de milton. En el inventario que en 1790 se hizo en montevideo de los papeles y libros dejados por el extinto Francisco ortega, aparecen 28 tomos de la Enciclopedia, junto con obras de Voltai-re, robertson, montesquieu y marmontel, prohibidas unas por el Santo Oficio y otras por órdenes expresas emanadas del rey.

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Buenos Aires

Vaquerías, algún permiso para comerciar con Brasil y algún con-trabando adherido, la división en 1617 de la vieja gobernación entre “la del río de la Plata” y “la de Guayrá”, y a partir de ahí frecuentes disputas de gobernadores más o menos corruptos con los vecinos re-presentados por el Cabildo, la instalación del obispado, los perpetuos merodeos de piratas ingleses y un par de intentonas de ataque a cargo de franceses y daneses, son los datos que compendian con apreciable amplitud la somera vida de Buenos Aires desde su repoblación en 1580 y hasta los finales del siglo XVII.

Era cabeza de gobernación, una vez cercenada la originaria del Paraguay, disposición por demás razonable, igual que la casi simultá-nea que la convirtió en sede episcopal. Aunque no constituía sino un apartado y aun misérrimo caserío en que se amontonaban unas cuantas construcciones de adobe, era de mucho más fácil comunicación con el centro del poder en lima, que no la Asunción, ciudad a la que para llegar era necesario primero encontrar al Paraná –lo que de ninguna manera podía ser más arriba de Santa Fe– y luego remontarlo; en tanto que una cabalgadura podía salvar en mucho menos tiempo la distancia entre Córdoba y el asentamiento porteño, “puerta de la tierra” en des-uso, pero eventual vía para enterarse de novedades y de peligros que trajese el mar, y lugar en principio adecuado para ejercer desde él cierta limitada función de policía.

España continuó viendo a América del Sur con la misma mirada ideal con que la hubiese visto un Inca con conocimientos geográficos: el centro lo constituían Perú y el Alto Perú; a un extremo se hallaba Panamá, conexión de todos esos dominios con la península; al otro Chile y en rincones perdidos, Asunción y Buenos Aires, la primera ro-deada de selvas y la segunda enfrentada a la hostil extensión marítima, como una especie de atalaya. Pues la metrópoli, desairada con harta

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severidad en los mares, había terminado por desconfiar fuertemente de cuanto tenía relación con ellos. Así, por ejemplo, todo el comercio del Virreinato del Perú –que bajo los Austria abarcaba a la totalidad de las posesiones españolas en el subcontinente– se concentraba en Panamá desde donde se salvaba a lomo de mula o con changarines el istmo hasta Portobelo, punto del que partían y al que llegaban las “flotas y galeones” que vinculaban al Viejo mundo con el Nuevo. Se trataba de grandes convoyes en los que la proximidad entre los buques constituía su protección contra los navíos formalmente enemigos o los bucaneros formalmente ajenos al amparo de banderas reconocidas. Constituía esto una absurda paradoja: un imperio de hecho insular no podía utilizar libremente las aguas que separaban sus territorios. Eso explica que no tuviese en aquella época casi puertos habilitados; a los que no estaban en esa condición –que era el caso del nuestro– llegaba, cada tanto, un buque “de registro”, provisto de un permiso especial, alguno de guerra o algún correo. Aparte de esas excepciones, en aquel Buenos Aires todos los barcos eran propicios para un recibimiento hostil: traían con-trabando o eran invasores.

Ese puesto avanzado no podía ser sino eso y así hubiese queda-do, de no ser porque, finalmente, los esfuerzos de usurpación de los extranjeros comenzaron a cuajar y hubo que acudir a contenerlos. En 1680 los portugueses intrusos fundaron la Colonia del Sacramento –tal vez simplemente para contrabandear con más facilidad, o acaso con el designio de subir por el Paraná y cercar a las misiones jesuíticas–, y el gobernador Garro debió ponerse en campaña para expulsarlos. lo con-siguió, pero los vaivenes de la política europea hicieron que el enclave fuese restituido al rey de Portugal, con lo que se inició una secuencia de conflictos y sucesivos cambios de poseedor que se prolongó durante casi una centuria.

La influencia que ese largo y a veces cruento contencioso tuvo sobre Buenos Aires fue muy grande y –vista desde la perspectiva presente– muy beneficiosa. Su primer efecto, fue el reemplazo de los apoltronados gobernadores anteriores por una nueva generación de funcionarios en la que predominaron los soldados activos y los admi-nistradores diligentes: Inclán, Bruno mauricio de Zabala, Andonae-

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gui, Salcedo, Bucarelli, Cevallos, Vértiz, muy lejos están de ajustarse al antiguo modelo de gobernante ineficaz y ensimismado, más bien marioneta entre las grises ostentaciones de oidores y cabildantes y las intrigas de curias y conventos.

la población conoció un crecimiento exponencial: los 2000 habi-tantes de 1680 eran ya unos 10.000 en 1740 y ascendían a unos 23.000 al crearse el virreinato, en 1776, y Azara los estimaba en unos 40.000 hacia 1800. Consecuentemente, mejoró enormemente la calidad de los edificios y la población de la campaña tendió a asentarse en pobla-dos y estancias, si bien la prosperidad rural tuvo como contrapartida –después de 1720– la aparición del fenómeno de los malones, sangría considerable que habría de perdurar por siglo y medio. Al problema se contestó con la creación de sucesivas líneas de fortines que iban ade-lantándose en la medida que el número de pobladores permitía ocupar más campos, hasta estabilizarse no demasiado lejos del Salado. Pero más importante que la represión de las correrías de indios y allegados y que la expansión territorial derivada del crecimiento demográfico, fue el hecho de que surgiera en esta parte de las colonias, algo inusitado en el resto: una organización militar estable y que con frecuencia tenía ocasión de entrar en acción. España, en general, no había favorecido el armamento de sus posesiones aun a riesgo de dejarlas inermes ante la agresión extranjera, quizá por temer que luego esos medios pudiesen volverse en su contra.

Sobre el fin de su etapa como dominio colonial, Buenos Aires y el virreinato que encabezó fueron la excepción al respecto. la múltiple amenaza de indios, portugueses y otros, hizo que la región se dotase de un sistema militar considerable, con tropas estacionadas, milicias volantes y guarniciones sueltas. En montevideo fondeaban, además, los buques de una estación naval encargada de vigilar la boca del río y de aprovisionar a los resguardos establecidos en la costa patagónica. Había fortificaciones en la Ensenada de Barragán, en Maldonado, en las cercanías del cabo Polonio y en los cabezales de la laguna merim.

la preocupación militar fue decisiva entre nosotros: si méxico y Perú se constituyeron en unidades administrativas debido, simplemente, a que la metrópoli optó por no alterar los resortes de mando creados por

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los anteriores imperios aborígenes; si, aparte de otras consideraciones que acaso hayan existido, el Virreinato de Nueva Granada surgió como resultado de la notable prosperidad alcanzada por los cultivos implan-tados en los valles de la región, el del río de la Plata lo hizo debido a una inmediata necesidad militar. Puede, sin duda, que el añadido del Alto Perú y de Cuyo dispuesto al constituírselo haya tenido relación con el deseo de asegurar el ingreso regular de fondos a las arcas de la nueva estructura administrativa, con vistas, tal vez, a una eventual autonomía futura, pero el efecto primero de lo resuelto en madrid fue que quedaron bajo una única jefatura todas las fronteras efectivas –y no las únicamente jurisdiccionales– existentes con las posesiones lusitanas y todo el litoral propiamente atlántico de las colonias.

las primeras dividían tierras que, por ser sólo relativamente cono-cidas, daban motivo a crecientes y serios problemas de demarcación y donde las dispares interpretaciones de los tratados, atenidos a la impre-cisa cartografía disponible, podía dar motivo –como de hecho ocurrió en no pocas oportunidades– a abusivos avances del siempre voraz vecino. las provincias de Chiquitos y Paraguay, los retaceados bordes de las ya decadentes misiones, los divagantes límites de rio Grande do Sul y de la Banda oriental eran –e iban a ser– causa de entredichos prolongados. Al sur estaba la Patagonia desértica y abandonada, casi puesta ex profeso como escala obligada en el trayecto hacia el último océano incógnito que era el Pacífico, paraje en el que de pronto se había reparado tras las frustradas tentativas de franceses y británicos por establecerse en las malvinas. Surgen entonces –ante todo como alardes de presencia y para hacer ostentación de la bandera– los asentamientos de Carmen de Patagones, San José, Puerto Deseado y San Julián, de los cuales no más que el primero tuvo continuidad; desde éste se co-menzó a reconocer el curso del río Negro y los fondeaderos cercanos, como San Blas. Azara, Diego de Alvear, Villarino, Viedma y el italiano Alessandro malaspina fueron algunos de quienes se encargaron de re-conocer, en nombre del rey y por su mandato, unas y otras lejanías.

mientras Buenos Aires crecía de manera considerable durante esa etapa, montevideo –que había sido fundada muy tardíamente, en 1726–, pasaba a ser el puerto y principal bastión del virreinato, en

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parte amurallado y con baterías apostadas en el Cerro. Tras la guerra de emancipación de los Estados Unidos el comercio era prácticamente libre, si bien subsistían prohibiciones y las tasas aduaneras solían ser muy altas. El sitio se convirtió pronto en pequeña ciudad cosmopolita y ante él echaban anclas buques numerosos de banderas diversas, entre las cuales la española tendía a ser minoritaria. más habituales eran, por supuesto, la británica, la francesa, la norteamericana y la portuguesa, y no faltaban naves que enarbolaban la holandesa, la danesa, la sueca, la hamburguesa, la sarda y hasta la otomana.19

Venían granos de Brasil, vino y aceites de la metrópoli, esclavos del áfrica y los mil productos de las manufacturas europeas. ya para entonces, y como habría de seguir siendo durante todo el siglo XIX, la incidencia del comercio de importación era fortísima. Casi cuanta cosa requería cierta complejidad de fabricación era importada y, por supues-to, la entera totalidad de los artículos suntuarios. Es una vulgaridad repetida muchas veces, pero sobre la que vale la pena insistir, que la mayor parte de los muebles de época conservados en nuestros museos, y a los que se suele calificar como “coloniales”, eran en realidad de elaboración inglesa.

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Las imprentas

Buenos Aires tenía necesidad de una imprenta, hasta por razones por completo ajenas a apetencias estrictamente culturales. manuel Ignacio Fernández, quien era intendente de Ejército y real Hacienda en 1779 –una suerte de ministro en ambos ramos–, encarece en carta a las autoridades de madrid la importancia que tendría para la labor que supervisaba la posesión de una imprenta, dada la cantidad de “docu-mentos, bandos y providencias que constantemente se están expidien-do”. Calculaba que el costo de operación, una vez traído el artefacto de España, junto con gente idónea para trabajar con él, sería de unos 3000 pesos anuales, pero descontaba que la suma se vería compensada con creces por los ahorros derivados de no tener que manuscribir todo ese material. y observemos que el funcionario no cita expresamente una de las funciones clásicas de las imprentas coloniales, que a la vez redundaba en apreciable fuente de recursos para los gobiernos, como es la confección de papel sellado.

Pero no se consiguió la remisión de una desde España, y al año siguiente el virrey Vértiz reparó esa carencia haciendo traer una que estaba en desuso en la universidad de Córdoba y que fue la que se cono-cería como “de los Niños Expósitos”, designación ilustre que llena toda una página de historia patria, valiosa como fragua inicial del periodismo argentino y determinante imagen de nuestra cultura. Fue la única im-prenta aquí existente por muchos años, hasta pasada la revolución de Mayo, y permaneció siempre en la esfera de la gestión oficial.

Antes de pasar a resumir su historia y, en general, la de la imprenta en las poco favorables circunstancias, según hemos visto, que para esa actividad creaba el régimen colonial, habrá que referirse a algunos he-chos que suelen provocar confusiones entre quienes estudian estas cosas con ánimo erudito: a ciertos impresos sobre temas circunstanciales de fecha anterior a 1780, se les atribuye el habérselos hecho en Buenos

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Aires; si bien en ningún caso ha podido demostrarse tal cosa y, en reali-dad, no hay razón alguna para creer que, aun refiriéndose esos textos a acontecimientos locales, no pudiesen haber sido producto de imprentas de España o de lima. Tampoco es concluyente el que haya habido en varias ocasiones imputados de cometer, también antes de ese año, el de-lito de “crimen de prensa”, pues la figura bien puede ser que describiese, meramente, la difusión de impresos llegados desde otras ciudades.

Pero hay más: aparte de las imprentas normales de las que hay noticia y que en todos los casos requerían de autorizaciones expresas para funcionar, existían otras “de mano”, para uso particular, y que en ocasiones eran propiedad de funcionarios públicos o eclesiásticos, los que la usaban sobre todo para hacerse de papel timbrado con algún escudo o signo que identificase su correspondencia, pero en las que podían hacerse también impresos de pequeñas dimensiones, en can-tidad limitada. José Torre revello cita que en el inventario levantado tras el desalojo de San Ignacio, en 1767, aparece “una prensa de hierro y madera para pliegos y cartas”. En 1742, al morir de paso por Buenos Aires monseñor Andrés de Vergara y Uribe, quien iba a asumir el obispado de Santa Cruz de la Sierra, dejó “una prensa de fierro para cartas y pliegos y un sello de metal”, tal vez destinado a estampar en la correspondencia su escudo de obispo. En el inventario de las perte-nencias de Liniers figura “una prensa chica de mano” y “una lámina de bronce, grabadas las armas del rey”. En cuanto a esos impresos que dan lugar a incertidumbres, el mencionado investigador menciona dos: un Resumen del número de almas que existían en el año de 1770 y un Conocimiento para el despacho de las naos, fechado en 1779, y a ambos los califica de “dudosos”.

En cuanto al otro asunto, en efecto, en un expediente de 1757 se llama a Alonso de la Vega, quien fue teniente del rey y que como tal reemplazó varias veces en sus funciones a Andonaegui y a Cevallos, “criminal por abuso de imprenta”, pero muy bien pudo haberse tratado de la difusión de algún libelo impreso en España o en lima, o en cualquier otro lugar, y no en Buenos Aires como podría creerse a primera vista.20

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menos de un cuarto de siglo después de su formal invención por Gutenberg, la imprenta llegó al reino de Aragón: por lo pronto, en 1473 funcionaba una en Zaragoza, a cargo de tres alemanes y el primer autor editado fue Aristóteles, si bien el localismo catalán asevera que antes de esa fecha existía ya otra en Barcelona.

De 1477 es la primera imprenta de Castilla, de cuyo manejo se en-cargaban naturales del país, y que se instaló en Sevilla. Al igual que en todos los países de Europa, la aparición de ese artificio se convirtió en la península en un elemento poderoso de difusión de conocimientos y un portentoso abaratador del material literario, entramado sobre el que creció y adquirió trascendencia excepcional el prodigio renacentista; a la vez, su naturaleza multiplicadora de escritos, de informaciones y de opiniones y trasmisora de disputas y de objeciones le deparaban contradicciones gravosas con las esferas de poder, si bien gobernantes y jerarcas eclesiásticos comprendieron, pronta y simultáneamente, que si por un lado se trataba de un arma que podía ofenderlos, por otro ofrecía inmensas ventajas si se la utilizaba en favor propio. Interesa sobremanera la interpretación ambivalente que al respecto hizo la Iglesia: la prohibición y requisa de libros “malos” y la advertencia de que algunos estaban autorizados –y avalados– por el nihil obstat, y otros no, trasuntan la permanencia del criterio enjuiciador y adverso expresado por el cardenal Bellarmino al considerar la novedad de los tipos móviles: “la imprenta –dijo– es un monstruo que devora trapos y vomita blasfemias”.

Sin embargo, a su turno, la Iglesia –por mano, en especial, de la Compañía de Jesús– habría de constituirse, en ciertos lugares, en no-table impulsora de la imprenta. Su historia en las colonias españolas es, en el fondo, un largo relato de predicadores y maestros, de inicia-tivas piadosas y de resabios escolásticos, que son parte de otro mayor relativo al gran proceso de evangelización y catequesis de las tierras descubiertas hacia el poniente. Es verdad que esa gente es responsable de haber instaurado el tribunal de la Inquisición, traba mayúscula con que se topó el desarrollo intelectual de estos países, pero debe recono-cerse que mayor dificultad entrañó para éste la atávica desconfianza de los reyes, temerosos de no poder controlar el continente inmenso y misterioso del que se habían adueñado. Al fin y al cabo, no fueron ecle-

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siásticos sino civiles los primeros que actuaron de modo de aherrojarlo en lo intelectual, ya desde los primeros tiempos y cuando todavía no estaba consumada la Conquista. En 1531, una real cédula despachada a los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla les encomendaba vedar el ingreso a las Indias de “libros de romance, de historias vanas y profanas, como son las de Amadís…”, en la inteligencia de que su lectura por los indios –¡pero los indios no eran lectores de novelas y, en realidad, de nada!– difundiría vicios y costumbres inadecuadas; además, la redacción imprecisa de la norma hizo que en la práctica to-das las obras de imaginación literaria, sin distingo de género y no sólo las novelas, se entendiesen formalmente prohibidas. otra real cédula de 1556 ensaya ya una censura específicamente política, al ordenar a las autoridades de Castilla recoger todos los libros que tratasen sobre las Indias para que fuese examinado y aprobado su contenido, precoz indicio de inquietud acerca de la posibilidad de que circulasen impresos en que se pusieran en duda los títulos de la Corona a sus posesiones ul-tramarinas o que atestiguasen despojos inicuos realizados por quienes la representaban.

Bajo tan avaros auspicios es que hace su aparición la imprenta en América. la primera se introdujo en la ciudad de méxico al parecer en 1535, regenteada por Esteban marín, y el primer trabajo publicado habría sido la Escala espiritual para llegar al cielo, de San Juan Clí-maco, traducida por fray Juan de Estrada. Pero ya con entera certeza se sabe que cuatro años más tarde el alemán Juan Cromberger pactó con el italiano Giovanni Paoli (al que se conoce, por lo común, como Juan Pablos), impresor establecido en Sevilla, la instalación de un taller en la capital de Nueva España y, en efecto, una real cédula de 1542 con-cede a la viuda e hijos del primero un privilegio por diez años para ser exclusivo impresor en esa ciudad.

la segunda ciudad colonial que contó con imprenta fue lima, a donde la llevó el italiano Antonio ricardo (o ricchiardi), quien luego de vencer innumerables oposiciones consiguió editar en 1583 la Doctri-na cristiana y catecismo para instrucción de los indios y de las demás personas que han de ser enseñadas en nuestra Santa Fé, breviario de las disposiciones adoptadas por el concilio limeño realizado ese mismo año. Diez años después comenzaba a funcionar una en manila, premura

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significativa si se tiene en cuenta lo distante del lugar, pero posiblemen-te –es de imaginar– ese mismo hecho haya urgido su instalación.

En la Paz, Alto Perú, habría habido una en 1610. Puebla, otra ciudad mexicana, tuvo imprenta en 1640 y, veinte años después, Guate-mala. En 1700 comenzó a funcionar una de muy singulares caracterís-ticas en las misiones del Paraguay, construida y operada por los padres jesuitas, de la que daremos más detalles al hablar de lo específicamente referido a la zona que luego ocupó el Virreinato del río de la Plata. Dudosos son los comienzos del arte de imprimir en Cuba, que se re-montarían a 1707, pero cuyo primer testimonio seguro corresponde a 1724, cuando abrió un taller en la Habana el francés Carlos Habré. En 1720 se estableció una imprenta en oaxaca, méxico, y otra en 1738 en Bogotá. En el reino de Quito, los jesuitas llevaron en 1754 una impren-ta a Ambato, la que seis años después fue trasladada a la capital. De 1764 son los primeros impresos aparecidos en la ciudad de Valencia, en la actual Venezuela, y en 1766 hizo una fugaz aparición en el Colegio monserrat de la universidad de nuestra Córdoba –y también llevada por los jesuitas– la que luego sería traída a Buenos Aires.

En 1777 se establece una segunda imprenta en Bogotá, la que posi-blemente funcionó antes en Cartagena de Indias, donde sólo la hubo de manera permanente a partir de 1809. Santiago de Chile tuvo la suya en 1780, pero sólo realizó trabajos particulares hasta 1801, año en que vio la luz el primer folleto de difusión pública. De Santo Domingo se sabe que en 1783 había una imprenta. En 1790 se imprimía en Puerto España (isla de Trinidad), cuando todavía no estaba en manos de los ingleses, y un año después en Guadalajara; al siguiente también hubo una en Veracruz, ciudades ambas de méxico, y en 1793 el gran Antonio Nari-ño estableció una nueva en Bogotá. A montevideo llevó una imprenta el general inglés sir Samuel Auchmuty, con la que se imprimió The Southern Star; al rendirse los invasores, sus tipos y planchas pasaron a Buenos Aires donde enriquecieron los elementos con que contaba la de los Niños Expósitos. Después de 1810, la resistencia que desde aquella ciudad encabezó Francisco Javier de Elío contra la revolución porteña tuvo el respaldo de la infanta doña Carlota, hermana de Fernando VII casada con el regente de Portugal, a la sazón refugiado en río de Ja-

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neiro. Éste remitió a los realistas montevideanos la llamada “Imprenta Portuguesa” o “carlotina”, con la que comenzó a publicarse la Gazeta de Montevideo, virulenta hoja de combate. Tras el triunfo patriota en 1814 también fue llevada a Buenos Aires, con igual intención de in-crementar los medios de la aquí existente, pero a poco se la devolvió debido a los reclamos de Artigas y del cabildo montevideano. Con ella se editó El Periódico Oriental, cuya publicación se redujo al prospecto y al que se considera padre del periodismo uruguayo.

En 1808 tuvieron simultáneamente sus imprentas Caracas y San Juan de Puerto Rico. Guayaquil, por fin, el año mismo de la Revolu-ción: 1810.

Como elemento de comparación, cabe señalar que la primera imprenta de Nueva Inglaterra se estableció en 1639, en las cercanías de Boston; la primera del Brasil, en río de Janeiro, en 1747; y la del Canadá todavía bajo dominio francés, en montreal, en 1751.

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merece una consideración muy especial la que funcionó en las mi-siones del Paraguay a partir de 1700: al contrario de todas las restantes no fue traída de Europa, sino que la construyeron los propios jesuitas, con los elementos que tenían a mano. Su historia –imperfectamente conocida– constituye uno de los más extraordinarios ejemplos de tesón y de capacidad organizativa desplegados durante la etapa colonial: con maderas de los bosques cercanos y metal fundido en el mismo sitio, se pudo hacer una imprenta itinerante –si es que no fueron dos, o tal vez se trató de la primera modificada de manera sustancial hacia 1705–, que en varias “doctrinas” o reducciones, publicó obras de devoción traducidas al idioma guaraní.

Acallada tras no demasiados trabajos y expulsados sus promotores, el más completo olvido cayó sobre esa magnífica empresa, recuperada paulatinamente para la memoria colectiva por Pedro de Angelis, Juan maría Gutiérrez, Bartolomé mitre, manuel Trelles, José Toribio medi-na y el padre Guillermo Furlong.

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Al respecto, esto escribió mitre: “la aparición de la imprenta en el río de la Plata es un caso singular en la historia de la tipografía después del invento de Gutenberg. No fue importada: fue una crea-ción original. Nació, o renació en medio de selvas vírgenes, como una minerva indígena armada de todas sus piezas, con tipos de su fabri-cación, manejados por indios salvajes recientemente reducidos a la vida civilizada, con nuevos signos fonéticos de su invención, hablando una lengua desconocida en el viejo mundo, y un misterio envuelve su principio y su fin”.

los antecedentes se remontan a la segunda mitad del siglo XVI, cuando los jesuitas resuelven impulsar la evangelización de los aboríge-nes en sus propias lenguas, eludiendo –contra el parecer predominante entre autoridades y colonos– enseñarles el idioma castellano: el criterio que prevaleció entre esos religiosos se confunde hoy entre los ecos difusos de una gran polémica soterrada y sobreentendida que opuso al mundo civil con el eclesiástico, una vez asegurada la conquista de las Indias: los reyes querían súbditos con los que fuera fácil comuni-carse y los colonos deseaban peones para sus minas y haciendas, y los preferían indios para no tener que pagar esclavos. En ambos casos, la lógica indicaba la conveniencia de imponer el uso del español entre los naturales.

Pero los hombres de la Iglesia advirtieron –casi desde un comienzo y un buen ejemplo de esto es fray Bartolomé de las Casas– que el con-tacto entre blancos e indios conducía en breve tiempo a la degradación y hasta la extinción de éstos, y en el deseo de preservarlos en cuanto seres a los que debía llevarse la verdad revelada, llegaron a proponer soluciones contradictorias y absolutamente no evangélicas como la terrible opción de traer esclavos negros.

Vistas desde la perspectiva del tiempo actual ambas posiciones son rechazables, sin que haya margen ni siquiera para un atisbo de comprensión retrospectiva: los colonos querían mano de obra barata21 y los misioneros tendían a ver a sus acólitos como irremisibles menores de edad, incapaces de defenderse y necesitados, por lo tanto, de vivir en aislamiento. Sobre este principio se edificaron las misiones del Pa-raguay y todos los datos hoy existentes corroboran la extrema tutela

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con que eran regidos los aborígenes, objetos pasivos de ese peculiar socialismo selvático puesto bajo el amparo de la prédica cristiana. Cabe señalar, por otra parte, que el encono con que esta posición era vista por los colonos era muy fuerte y que rastros de ese sentimiento existen todavía hoy en la tradición paraguaya y en la de áreas brasile-ñas próximas.

El método de aislar a las poblaciones que pusieron en ejecución los religiosos consistió, en lo fundamental, en adoptar como franca –“lengua general”, acostumbraban decirle– una lengua aborigen de desarrollada complejidad y difundirla mediante la catequización entre tribus afines. Las dos principales fueron el quechua y el guaraní y ha sido evidentemente su acción la que hace que hoy sobrevivan en diversas zonas argentinas. Pero para ejercer esa tarea era menester, en primer lugar, contar con sacerdotes que supieran esos idiomas y ésa fue la causa de la proliferación de gramáticas y vocabularios que nacieron junto a ese apostolado, y que al presente son, muchos de ellos, invalo-rables documentos lingüísticos.

El anhelo jesuita de poder imprimir esos trabajos se remonta al mismo momento en que la Compañía decidió esa política evangeliza-dora. Una y otra vez se tramitaron permisos que nunca llegaron, tal vez por mediar desconfianzas de los gobernantes y de los pobladores blancos. Pero consolidados por fin los misioneros en las riberas del Paraná y del Uruguay, dominando ya plenamente el idioma guaraní y habiendo avanzado, inclusive, en la alfabetización de los aborígenes, se entendió que era conveniente proveer a éstos de material de lectura: una primera tentativa consistió en hacer copias manuscritas “imitando la tipografía de las imprentas”, labor que los indios realizaban con ma-ravillosa perfección, hasta un punto que un ojo inexperto no advierte la diferencia y cree hallarse ante un libro común. En especial, un ritual a dos tintas conservado en el Seminario de Catamarca, durante mucho tiempo fue creído un impreso.22

Pero las limitaciones de ese sistema eran insalvables y no reem-plazaban la falta de una imprenta, elemento que cada vez se veía como más necesario. Entonces, con planchas hechas con madera de árboles de la zona, contrapesos de piedra, abrazaderas fundidas bajo el cuida-

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do de los mismos padres y tipos de estaño que también hicieron ellos mismos, se pudo, asombrosamente, acceder a esa posesión deseada, a través de una obra superior a todo encomio, a la que debían seguir otras complementarias si hemos de creer a Furlong cuando afirma que los misioneros planeaban, también, la elaboración de papel, único insumo que hacían traer y cuyo precio resultaba muy caro, casi prohibitivo.

Según Furlong, en 1700 el padre Neumann hizo imprimir un Mar-tirologio romano y en 1703 vio la luz una traducción al guaraní hecha por el padre José Serrano del Flos Sanctorum del padre rivadaneyra, libros ambos de los que no se conserva ejemplar alguno. Sí los hay del tercero, aparecido en 1705, razón por la cual mitre supuso que era el primero, edición verdaderamente monumental de la Diferencia entre lo temporal y eterno – Crisol de desengaños, con la memoria de la eternidad – Postrimerías humanas y principales misterios divinos, del padre Juan Eusebio Nieremberg, traducido al guaraní también por el padre Serrano, cuyo pie de imprenta dice, escuetamente: “Impreso en las Doctrinas” y el año. los grabados están notablemente reproducidos de la edición príncipe de Amberes y hay otros originales, en el mismo estilo, que Mitre ha querido filar al de Durero.

los libros aparecen impresos en los pueblos de loreto, Santa maría la mayor y San Francisco Javier y, en ocasiones. simplemente con esa indicación de “en las doctrinas”. No se conocen trabajos he-chos después de 1728 y el último consiste en una lámina denominada Sanctus Joannes Nepomuceno, grabada por el indio Tomás Tilcara. No obstante, se sabe que hubo otras impresiones posteriores aunque no han llegado hasta nosotros: documentación recogida por Furlong prueba que hasta 1747 la actividad proseguía, o bien su recuerdo era aún muy cercano. En esa fecha, una carta del padre Cardiel informa, justamente, que “hasta imprenta hay en un pueblo”.

No se sabe por qué dejó de funcionar y ni aun si tuvo una plena au-torización real, cosa que negó Juan María Gutiérrez y afirmaron Mitre y Furlong; éste último, además, supuso que el abandono de la actividad estuvo vinculado al costo excesivo del papel. otra presunción no des-deñable es que en los trámites de habilitación medió, asimismo, una autorización “menor” del virrey del Perú, pero que ésta sólo consentía

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las publicaciones en guaraní, seguramente para excusar el paso por la censura, imprescindible si los textos eran en una lengua “reconocible”. y sucedió que, en medio de los sacudimientos registrados en el Para-guay por la rebelión de los comuneros, en 1727 se difundió un impreso en castellano con el inusual pie “Typis missionum Paraquariae” que bien podía corresponder a la imprenta de los misioneros, a no ser que fuera fraguado, que transcribía una carta del cabecilla José de Ante-quera al obispo de Asunción, publicación que era parte de una lucha de facciones a la que no estaba del todo ajena la propia Compañía. las autoridades iniciaron una investigación para determinar dónde había sido impreso ese papel y varias imprentas tuvieron que remitir mues-trarios de sus tipos para acreditar que no correspondían a los utilizados en ese libelo. Al parecer la de las misiones no quedó libre de sospecha y, en ese caso, habría incurrido en quebrantamiento del permiso con el que actuaba, que sólo era para publicaciones en guaraní.

Acaso ello haya creado un malestar que los jesuitas interpretaron prudentemente como una señal de que había que llamarse a sosiego. Es probable que para ese momento, además, hubiesen crecido demasiado las quejas de los colonos paraguayos y que, presuntamente, estuviesen incrementándose las reticencias españolas al uso de lenguas que nega-ban la homogeneidad del imperio: no hay que olvidar que los Borbones habían traído consigo el requisito moderno de la unidad del Estado y que, en el trasfondo, estaban madurando en occidente la mentalidad romántica y el incipiente nacionalismo que habría de signar a los siglos posteriores.

Después el silencio. los jesuitas tendrían que irse y nadie más habló de esas cosas tan extrañas. En todo caso, se mencionaban cada tanto ciertas referencias que de a poco se fueron confundiendo con lo legendario. En 1787 el virrey loreto escuchó alguna conseja al res-pecto y le interesó. Dirigió un pedido de informes a sus delegados en las misiones y al cabo de unos meses tuvo respuesta. Parecía que era cierto, que los jesuitas habían tenido una imprenta construida por ellos mismos, “a escondidas”, con ayuda de los indios; es más, en Santa maría la mayor se encontraron unas abrazaderas herrumbrosas, unos pedazos de madera carcomida “y un montón de moldes de letras he-chos de estaño” que se habían vendido para su fundición. A la vuelta

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del tiempo, las abrazaderas están hoy en el museo Histórico Nacional, a la espera de curiosos.

***

Nos es preciso continuar con los jesuitas. Sus gestiones para tener una imprenta en estas regiones finalmente alcanzaron éxito y en 1761 arribó una a Córdoba, al aparecer en viaje a un colegio que la Com-pañía poseía en Chile o a la misma Universidad de San Felipe. Por motivos no bien dilucidados –y previo un pago de dinero por parte de la “Casa de Trejo”–, se convirtió en posesión de ésta, la que la asignó al Colegio de monserrat, cuyo director, el padre ladislao orosz, vino a ser su responsable, secundado en las tareas prácticas por el hermano lego Pablo Karer, quien conocía el oficio de impresor.

Sólo en 1766 vio la luz el primer libro, Cinco oraciones lauda-torias en honor del Dr. D. Ignacio Duarte y Quirós, de autor ignoto pues no se sabe si lo fue el famoso padre Peramás o el padre Bernabé Echenique, aunque es posible que antes y después produjese cartillas y pomposas disertaciones de graduación, elogios y notas ceremoniales, que eran los requerimientos habituales de las universidades y que en el caso de Córdoba se llevaban a imprimir a lima. Hubo algunas otras publicaciones –un Manual de ejercicios y una Pastoral del arzobispo de París–, pero inopinadamente, al menos para las calmosas rutinas de la ciudad, en julio del año siguiente los agentes oficiales pusieron bajo custodia a todos los integrantes de la Compañía para trasladarlos de inmediato a Buenos Aires y se incautaron de sus bienes. Había sonado la hora de la célebre expulsión de los jesuitas, efectuada entre nosotros con inusual eficacia y prontitud por el gobernador don Francisco de Paula Bucarelli.

En el inventario hecho entonces, la imprenta fue descripta como un conjunto de muebles y cajas al que se depositó en un sótano del mismo monserrat. Allí permaneció en total abandono por más de una década, acaso por falta de interés de los franciscanos, quienes habían heredado la posición que antes habían tenido los jesuitas en la Universidad, tal vez por falta de un operario capaz como lo había sido Karer: el impulso

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inteligente y la diligencia que habían distinguido a los miembros de la Compañía de Jesús no pudieron ser reemplazados, al menos en ese ámbito, y el desinterés se instaló donde antes había descollado la acti-vidad. Sólo en 1788, el maestro manuel Antonio Talavera, comisionado por el rector Guitran, del Colegio monserrat, gestiona ante el virrey la adquisición de una imprenta “pues no se podían dar a luz pública los papeles de conclusiones que [se] manuscriben”. la respuesta fue contraria por los perjuicios que podía ocasionar a la Casa de Niños Ex-pósitos, a la cual se le había concedido el privilegio de ser su imprenta la única editora de cartillas y “catones” que debían ser usados en todo el virreinato. Una nueva tentativa se hizo en 1815, pero sólo en 1823 volvió a haber imprenta en Córdoba.

El virrey Vértiz hizo una primera averiguación en 1779 y despachó correspondencia al rector del Colegio, fray Pedro José de Parras23, en la que le expresaba estar informado de que en ese establecimiento se hallaba “una imprenta de la que no se hace uso alguno desde la ex-pulsión de los jesuitas; que ese mismo abandono durante tanto tiempo la ha deteriorado sobremanera, y consiguientemente les era ya inútil, y porque puede aplicársela aquí a cierto objeto que cede en beneficio público; medirá V. P. su actual estado; si mediante alguna prolija re-composición podrá ponerse corriente y en qué precio la estima ese Colegio con concepto a que no se sirve de ella y al bien y causa común para que se solicita”.

Cuenta Efraín U. Bischoff que en su respuesta Parras indicó que “he buscado esta imprenta y la he hallado en un sótano donde desarma-da y deshecha la tiraron después del secuestro de esta casa, y sin que con intervención del impresor se hiciese inventario de los pertrechos de esta oficina, que era la principal y más útil alhaja del colegio”, lo que al citado autor cordobés se le hace muestra de simulado interés, “puesto que el padre Parras, hombre diestro en manejar la pluma y de inquietu-des culturales, sólo entonces acordábase en hacer el encomio…” Aña-día el rector que se habían encontrado 18 quintales de letras mezcladas, “grandes y chicas” y también “letra nueva, todavía en los paquetes en que vino de Europa, con seis planchas de cobre usadas, destinadas a imprimir muestras, según parece, de varias formas de letras para las Escuelas…” En cuanto al precio, manifiesta al virrey que “puede man-

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dar conducir a Buenos Aires cuanto se halla aquí, que el Colegio que-dará muy contento con aquella compensación que se considere justa, rebajando después cuanto V.E. quiera, en obsequio al beneficio común que debe preferirse a los particulares intereses de una casa…”.

Se pagó por ella mil pesos y, a principios de febrero de 1780, trece cajones y una petaca acomodadas en la carreta del vecino de Córdoba don Félix Juárez llegó a Buenos Aires. Es ésa la famosa imprenta “de los Niños Expósitos”, llamada así por haber dispuesto Vértiz que el usufructo que su explotación originase se asignara a reforzar la siempre magra dotación de la real Casa de Niños Expósitos que había fundado poco antes, sea porque en efecto el funcionamiento del orfanato reque-ría fondos o bien para con esa alegada finalidad poder tapar las bocas de quienes se quejasen de que el manejo de la imprenta estuviera de hecho en manos del gobierno civil, y no del eclesiástico. En la práctica, es posible que el primero de esos cometidos nunca se haya llenado: un informe redactado en 1788 señala que para esa Casa, “la imprenta no ha rendido hasta la fecha más producto que el preciso y necesario para su permanencia”. Tampoco es verdad sino mera leyenda edificante que los propios huérfanos ahí asilados fuesen los impresores, pues siempre existió un regente, del que en todo caso algunos de ellos pueden haber sido auxiliares.

Como se dijo, administrador del taller fue Silva y Aguiar y la primera publicación consistió en un papel oficial que consignaba una designación castrense. luego fueron apareciendo muchas otras, entre documentación, hojas y libros, según las tendencias ya descriptas de las imprentas coloniales. Hubo también gacetas, naturalmente no periódicas, de las cuales la primera aparecida fue Noticias recibidas de Europa por el Correo de España, y por la via del Janeiro, Buenos-Ayres, á 8 de enero de 1781. ricardo rojas asevera que en treinta años ninguna obra de genuino valor surgió de su prensa, siendo en realidad la primera –pero ya en la época revolucionaria– la reedición del Con-trato Social de rousseau dispuesta por mariano moreno.

En general, ése fue el destino de todas las imprentas enumeradas lo que revela las enormes limitaciones del ambiente cultural de las colo-nias, así como un tema más en el que es menester reparar: el desmedido

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gasto que en ese entonces representaba el precio del papel. Cercadas y sin el apoyo de un público vasto de consistente interés por los temas de la cultura, se contrajeron a producir devocionarios y catecismos, aparte de material para la enseñanza, como cartillas para aprender a leer que fue, en particular, el más rentable de sus rubros productivos. No han cambiado en eso demasiado las cosas; también las mayores ganancias de las editoriales provienen hoy de los libros destinados a uso escolar.

Las excepciones brillan simplemente por serlo: en Lima, a fines del siglo XVII, fue impreso el Arauco domado, del chileno Pedro de oña; Sor Juana Inés de la Cruz, pese a ser quien era y no obstante su ascendiente en los círculos áulicos de méxico, vio impresas sus obras en España, lo que probablemente deseaba, por razones de prestigio. Sobre el final del período, incluso se trataba, a veces, de compensar con embustes esa escasez, seguramente en función de un patriotismo localista que despuntaba. Así la edición príncipe del Lazarillo de cie-gos caminantes, de Concolorcorvo, figura como impresa en la “ciudad de los reyes”, junto al rimac y cerca de El Callao. los eruditos han podido demostrar que esa atribución es falsa y que en realidad el tra-bajo se realizó en Gijón. En rigor, la importancia de esas imprentas –o de sus continuadoras, en el caso de las más antiguas–, incluida la de los Niños Expósitos, no habría de corresponder a esa etapa sino a la siguiente, cuando sobrevino la alborada revolucionaria: su gran papel histórico fue el de posibilitar primero el periodismo didáctico, y luego el de ideas y de apasionamientos que engendró y fue, a la vez, hijo del afán emancipador. los textos devotos dejaron su lugar a otros, acaso retóricos y de ingenuo utopismo, pero que traslucen un fervor de plenitud y de libertad que viene hoy –a nosotros, latinoamericanos– a justificarnos ante el mundo.

Vale la pena apuntar, asimismo, el carácter tal vez simbólico que para la descripción verosímil de lo ocurrido entonces representan las contrapuestas actitudes de “la docta” Córdoba y de la “ciudad de tende-ros” que era Buenos Aires, ante la imprenta. Paradójicamente, aquélla exhibe abierta indiferencia no ya ante su instalación sino, peor, ante su pérdida; en tanto ésta se manifiesta –lo hace a través de sus hombres y gobernantes– como ansiosa por poseer ese artefacto que daría alas al

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espíritu y multiplicaría la voz de los reclamos y adoctrinamientos. Toda interpretación figurada arriesga siempre incurrir en arbitrariedades, en anacronismos, en percepciones antojadizas, pero, en desafío a todo eso, se me hace que es gozoso entender, a propósito de esa disparidad notoria, que de un lado estaba el medievalismo de los Austrias y del otro la levita recamada de los Borbones, antesala de la Argentina que ahora nos cobija.

***

y otro punto pendiente, de crucial importancia: el gran trastorno que para las colonias en general y, muy particularmente para las co-marcas del río de la Plata, representó la expulsión de los jesuitas: ¿qué fue y por qué fue? la cuestión es delicada pues en su consideración forzosamente se superponen diversos sedimentos ideológicos que tuvieron enorme peso y que hoy, evidentemente, cuentan con escasas posibilidades de ser comprendidos a la luz de las concepciones pre-dominantes. Por otra parte, es un asunto que, aun en su mero enun-ciado, todavía hiere susceptibilidades y origina polémicas amargas. Católicos de nuevo cuño e incrédulos que reniegan del liberalismo que los hubiese amparado hace siglo y medio o dos, suelen estar muy mal preparados para abordar el tema de los jesuitas, para acordar sobre los inmensos merecimientos que es justicia reconocer a la labor desplegada históricamente por los miembros de esa “milicia a lo divino”, o bien para comprender los terribles enconos que despertaron, y aun –en lo anecdótico– la condenatoria acepción que hasta el presente cabe al adjetivo “jesuítico”.

Por lo común se relacionan aquellas medidas que en varios países padeció la Compañía de Jesús como resultado de “calumnias” en que cristalizarían turbias “maniobras masónicas”. Sin desdeñar la acción de logias ni los fanatismos que caracterizan a cada ciclo humano, parece sensato contraponer a esas presunciones el hecho cierto de que sus principales ejecutores –sus majestades “Fidelísima”, “Cristianísima” y “Católica”, respectivamente, y el soberano de los dominios austríacos– no pueden ser vistos, retrospectivamente, como anticatólicos, ni ellos

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ni sus súbditos, como tampoco puede serlo el Sumo Pontífice quien oportunamente decretó la extinción de la Compañía, que no volvió a reconstituirse sino en 1814. Verdaderamente no había anticatolicismo en la América española, ni antes ni después de la expulsión y ocurre, para terminar de confundir todo, que quienes la impusieron y realiza-ron –con un rigor y una diligencia en ningún otro caso exhibido por la metrópoli y sus agentes– eran y siguieron siendo en lo inmediato, cam-peones de la ortodoxia romana contra los devaneos librepensadores.

Se trata, además, de algo de peso decisivo para el conocimiento cabal del pasado del río de la Plata, cuestión acerca de cuya sustancia profunda seguramente no se podrán superar las incertidumbres de manera absoluta, en la medida en que nuestras referencias actuales difieren de modo marcado de las que guiaban a quienes protagonizaron aquel enfrentamiento. Fue un choque en el seno del antiguo régimen y es indudable que él expuso una crisis interna que anticipaba su pronta desaparición: el poder secular tenía crecientes dificultades para conti-nuar siendo uno con el poder espiritual y en medio del conflicto des-atado, tocaron a esta porción del mundo –y en especial, a su proyección cultural– las gravosas desventajas de constituirse en campo de batalla en una guerra cuyos hijos no podían entender.

Porque cualesquiera hayan sido sus faltas, aquí los jesuitas lo eran todo: fueron los maestros de los colonos y los apóstoles de los salvajes, eran preceptores y moralizadores de unos y consoladores de otros. Fueron misioneros, músicos, médicos, arquitectos, cartógrafos, astró-nomos, dibujantes, naturalistas, historiadores, gramáticos, lingüistas, impresores, industriales, cultivadores, exploradores, en una profusión y proporción de las que apenas atinaríamos hoy a darnos cuenta. Su-yos eran los colegios, las universidades y hasta las primeras estancias organizadas como tales y, junto al imperio conventual erigido en las selvas paraguayas, había otros centros de evangelización en moxos, en Chiquitos, sobre las márgenes del orinoco y en las cabeceras del Amazonas surgieron las misiones del maynas. Entre profesos y legos, fueron expulsados, en esa ocasión, del río de la Plata algo menos de 500 individuos, la mayoría peninsulares o criollos, pero también alema-nes, italianos, ingleses, flamencos, franceses, checos…24 Si calculamos la población de estas provincias en aquel entonces en unos 300.000

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habitantes, tenemos que para la población actual de la Argentina equi-valdría a la sangría de unos 60.000 individuos, con la salvedad de que se iría con ellos la sal del país: sus sabios, sus artistas, quienes guar-dan la memoria de la sociedad y quienes pueden anticipar pronósticos sobre su porvenir; lo mejor de la cultura colonial fue repentinamente desterrado.

Para un observador ceñido a lo local, lo ocurrido es casi absoluta-mente incomprensible: los ávidos colonos hallaban en ellos una traba para explotar aún más a los aborígenes y si esa circunstancia puede ex-plicar odios y malevolencias, no parece posible que tales sentimientos llegasen a afectar reacciones gubernamentales vinculadas con la alta política. ¿Por qué sucedió, pues? ¿Qué motor impulsó ese hecho para nosotros descalabrante, al menos durante algún momento, cuando esta-ba en gestación la índole misma de una sociedad todavía no moldeada? Es claro, por lo demás, que una exposición honesta sobre nuestros orí-genes culturales, no puede eludir internarse en esos interrogantes.

Someros datos de la historia sindican a la Compañía de Jesús como resorte activísimo de la denominada Contrarreforma, manifestación conspicua de la respuesta dada por la Iglesia Católica a la desfavorable posición en que la había dejado el clamoroso pronunciamiento de mu-chos pueblos puesto en marcha por la rebelión protestante. Ignacio de loyola, antes de ser religioso había sido soldado y puso al servicio de roma, a través de sus seguidores, las cualidades eminentes que digni-fican esa condición. Al papado le dio la Compañía una cuota grande y vivificadora de disciplina, organización, rigorismo, formalismo, para contrabalancear la imagen maravillosa pero también pecaminosa de la Iglesia renacentista, desmesuradamente alta en valores estéticos y en magnificencia temporal pero alejada, en más de un sentido, de los fieles sencillos.

la acción de los jesuitas fue ante todo misional en el Nuevo mundo y en Asia, y ante todo docente en el viejo occidente clásico. llegaron a ser los dueños de las universidades y colegios católicos y avanzaron más todavía, procurando ser preceptores en el seno de las grandes familias, empezando por las dinásticas. Por ese camino, ter-minaron por ser consejeros de magnates y gobernantes y ciertos hilos

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finos de la política europea, de sus alianzas y tratados, pudieron quedar al alcance de sus manos, concomitancia que les dio poder y riquezas.

Tal proceso no ha sido distinto, en principio, de muchos otros pro-tagonizados a lo largo de los siglos por grupos ascendentes, a los que un motivo de convicción llevó a querer expandir su influencia. Por cierto, el carácter religioso de la institución –y el predicamento que eso podía darle en caso de un conflicto que dividiera a las multitudes– complicaba el panorama, pero pareciera que hasta ahí no peligraban sus relaciones con los poderes seculares. la ruptura, en realidad, se produjo cuando éstos comenzaron a cambiar y algo de eso hemos visto al considerar la evolución cultural de las colonias: está ínsita en la noción que anima a la monarquía absoluta, la identificación del monarca con el Estado, primero, y luego con la nación, transformada de ese modo en una per-sonificación exclusivista. Donde primero se registró ese fenómeno fue en la Francia del rey Sol y es allí y en esa época, que surge la primera oposición plena que se genera en el catolicismo contra los jesuitas, ma-teria de la que paradójicamente Blas Pascal es el precursor. Es lógico: al fin y al cabo éstos representaban una concepción anterior, centrada en la tradicional versión supranacional de la Iglesia, que no en vano es “católica” (es decir “universal”), que no en vano se ha encarado siempre a sí misma como una suerte de “internacional de la fe”.

A la salvación de los fieles, el nuevo laicismo opuso la unidad y preservación de los súbditos, que a poco llegaron a ser los compatrio-tas. El caso –y sus matices– queda ilustrado, a mi ver, de manera muy clara a propósito de los sucesivos y contradictorios rechazos que la naturaleza de las misiones del Paraguay despertó en los colonos desde un comienzo y, más tarde, en las autoridades. Unos reprochaban a los jesuitas que protegiesen a los aborígenes e impidiesen que se los escla-vizara; otros se preocupaban no por esa protección –que no juzgaban negativa–, sino porque ella entrañaba un aislamiento que no dejaría convertir a los acólitos en súbditos, en compatriotas, en “ciudadanos”, para utilizar una terminología más cercana a nosotros. Al no ense-ñarles nuestro idioma se los condenaba a la segregación y como eso, a la vez, chocaba con la esbozada política de unificación nacional, la conclusión que cabía extraer desde esa actitud ideológica era que los

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jesuitas pretendían crear un Estado dentro del Estado, presunción no absolutamente falsa si admitimos que el pensamiento que inspiraba a la Compañía era, en el fondo, una proyección del discernimiento feudal en el que el Estado no constituye sino una forma de propiedad. Eran leales al rey, no a España, realidad fáctica que a la sazón apenas comenzaba a diseñarse.

Es entonces que sobreviene la ruptura y no es extraño que la ini-ciativa de la expulsión haya provenido de un país colonialista cuyos agentes seguramente se encontraban ante disyuntivas semejantes a las que desvelaban a los de España. En 1759, la corte de lisboa dispuso la expulsión de los dominios portugueses de la Compañía de Jesús, lo que fue imitado por el francés luis XV en 1764 y por el español Carlos III en 1767, en tanto el emperador José II procedió de igual manera en las posesiones que regía como jefe de la Casa de Habsburgo. Erradicada la orden en todos los países católicos de entidad, Clemente XIV se dejó ganar, asimismo, por la ola de inquina y disolvió la orden en 1773. Algunos jesuitas huyeron y otros fueron reducidos al clero secular; aunque suene extraño, un grupo encontró reparo a la sombra del lute-rano Federico el Grande, quien naturalmente no tenía por qué prestar atención a las protestas de roma y admitió que conservaran un vestigio de organización religiosa en Silesia y en ciertas extensiones de Polonia de las que se había apoderado.

notas:1 Todavía al promediar el último tercio del siglo XVIII, España porfiaba y obtenía

que se consignase en los tratados que firmaba con otras potencias, la renuncia de éstas a permitir que naves de sus banderas ingresaran al “mar del Sur”, lo que, por supuesto y aparte de los feroces filibusteros, no impidió los viajes de Cook y de La Perouse, ni la popularidad de relatos como el de Alexander Selkirk, náufrago que sobrevivió en la isla de Juan Fernández entre 1704 y 1709, cuando Inglaterra “no estaba en guerra” con España sino que reconocía como rey a Carlos de Habsburgo, historia que dio motivo al Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.

2 Tras la batalla de las Dunas, librada en 1640, y en la que la escuadra holandesa destruyó a la del almirante oquendo, los españoles renunciaron a disputar el dominio de los mares.

3 Después adhirió a la causa independentista, fue tomado prisionero y pereció fusilado.

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4 Pero tampoco se trataba de una política unívoca y en su aplicación hubo nume-rosas contramarchas y recaídas: en plena época virreinal se dio entre nosotros la orden de erradicar las vides y olivares, para evitar que los productos peninsulares tuvieran competencia. En cuanto a la supresión en sí del monopolio, se dieron pasos interme-dios que nunca concluyeron por abolirlo del todo; uno de ellos fue la constitución de “compañías de comercio”, similares a las establecidas por ingleses y holandeses para la explotación de sus colonias. la primera fue la de Caracas, en 1727, y luego en 1740, se creó otra en la Habana. Hubo una tercera para las Filipinas y una cuarta, nonata, la “Compañía marítima”, que iba a ocuparse de la pesca y las loberías de la Patagonia y las malvinas. Sus funciones eran las de acopiar las importaciones y exportaciones, encarar negocios de colonización, explorar territorios e introducir pobladores.

5 Pero esa colonia siguió siendo acendradamente francesa y España nunca pudo asimilarla. Hubo insurgencias y los esfuerzos del general o’reilly por dominarlas tuvieron, como consecuencia colateral, el hundimiento del orden administrativo y el hecho de que Nueva orleáns se convirtiera en nido de piratas, verdadero retroceso y anacronismo para esa época.

6 recuérdese el lema del escudo nobiliario adoptado por el “almirante de la mar océano”; él decía: “Por Castilla y por león / nuevo mundo halló Colón”.

7 Véase el estudio preliminar hecho por Fernando o. Assunçao a la Relación de la conquista de la Colonia por D. Pedro de Cevallos y descripción de la ciudad de Buenos Aires, del padre Pedro Pereira Fernandes de mesquita, editada por la Acade-mia Nacional de la Historia en 1980.

8 Sin que baste para resolver el punto, es pertinente citar un dato de hierro: du-rante la guerra de Sucesión, a comienzos del siglo XVIII, el poder real en un momento quedó de hecho extinguido y ello no provocó mayores trastornos en las colonias. Cien años más tarde, una situación similar las sublevó en un par de años a casi todas, con fuerza tal que, en otros tantos lustros, tres siglos de dominación se vinieron abajo.

9 En manchester, en 1774, el expulsado jesuita Tomás Falkner publicó su libro Descripción de la Patagonia y lugares adyacentes de Sur América: y en él se lee: “Si a una nación cualquiera se le antojase poblar esta tierra, ello sería asunto de tener a los españoles en continua alarma. los indios de las orillas del río se enrolarían en la ex-pedición por amor al botín y de este modo será factible la caída de Valdivia e incluso de Valparaíso”. En España se quiso interpretar estas palabras como una invitación a Inglaterra para que ocupara la Patagonia, pero todo induce a pensar que se trataba de la mera reflexión de alguien que había conocido lugares cuyo abandono le chocaba.

10 Esta es una variante asimismo sugerente: a su turno, los conservadores mexica-nos no trepidaron en poner su suerte a disposición de la Francia “libertina”, maniobra que simultáneamente intentó también Gabriel García moreno; es verdad que Francia parecía haber hecho en esos años, “un gesto de expiación”, pues Napoleón III había acudido en auxilio de Pío IX, acosado por los patriotas del Risorgimento.

11 En La Literatura Argentina, parte dedicada a “los coloniales”.12 Un historiador que lo fuese estrictamente “de la política” podría objetar que el

gobierno español no tenía otro camino posible: se había atacado antes a Gran Bretaña sólo porque la presencia de Francia propiciaba cierta impunidad: ¿qué pasaría ahora si ese país desaparecía como potencia? Con espanto se vio el crecimiento de la marea

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revolucionaria y hay abundantes testimonios de los esfuerzos hechos por la diploma-cia española para lograr que se preservara la vida de los Borbones franceses, pero el fracaso de esas gestiones hizo inevitable la ruptura. En 1794, la coalición de Europa contra Francia hacía temer que ésta fuese aplastada y, como consecuencia, que todo lo no continental viniese a quedar en exclusivas manos inglesas. Tal sería la razón del vuelco aparentemente absurdo dado por España.

Extremando el razonamiento se tendría que, en realidad, hacia 1800 la subsis-tencia del imperio español dependía de la suerte de las armas francesas y esto, en el fondo, como consecuencia de la opción belicista hecha antaño por Carlos III. Para-dójicamente, en ese caso las colonias sólo se hubiesen conservado de haber España admitido de buen grado a “Pepe Botellas” como rey. Pero esto, que tiene su lógica, plantea disyuntivas serias para la comprensión del resto de los temas que tratamos; deja en el aire, por ejemplo, el que si los recalcitrantes conservadores de las sociedades coloniales habían contemplado con desconfianza la difusión de las ideas iluministas, ahora, dado el horror que despertaban los hechos revolucionarios, su actitud era empa-rejada en algunos sentidos por la de todos los sectores cultos y acomodados: el francés regicida era naturalmente malo, aunque fuese aliado y nadie lo quería cerca. El gran problema del periodismo en las colonias después de 1795 es que la censura tiene que hacer equilibrios increíbles (y muy inestables) entre la adhesión al rey y el desagrado que causan sus amigos. Como se sabe, termina ese intríngulis con la ascendente an-glofilia de finales de la colonia, abarcadora, por igual, de patriotas y españolistas.

13 Este sobrino del gran Góngora tiene el mérito inusitado y en verdad sorpren-dente, dadas las circunstancias, de habernos dejado una de las escasísimas obras novelescas de la época colonial: Infortunios de Alonso Ramírez. recordemos que las novelas estaban prohibidas en sí: no algunas sino todo el género como tal, Por qué estaban prohibidas es otro asunto, sobre el que poco y nada expuesto hay; tal vez haya sido por ser el tema de suyo inasible: acaso se creyera peligroso el que estimularan la imaginación o las pasiones de gente rústica y carente de formación.

14 Esto entre nosotros; en méxico y en lima solían participar actores profesio-nales.

15 Su designación oficial era “Casa de Comedias”.16 Fue a raíz de haber caído sobre él un cohete disparado desde la torre de San

Francisco, con motivo de un festejo. Cabe atribuirse esto a accidente, porque suponer en los frailes una específica –y delictiva– voluntad piromaníaca, parece excesivo.

17 Nicolás Fernández de moratín (1737-1780), entre otras pullas, tramó ésta so-bre “…los moscovitas, / si antes barbones / ahora señoritas”. Supongo que es el más antiguo antecedente castellano de interés por minucias novedosas consignado por escrito; su autor había leído algo asimilable a lo que en la actual jerga periodística se denomina “nota color”.

18 A menudo se citan, también, libros ingleses. Pero es seguro que casi única-mente se los leía en traducciones al francés.

19 Puede esta mención parecer extravagante pero es cierta: se entiende, por supuesto, que izaban la media luna turca, porque provenían de puertos griegos, que integraban las posesiones del sultán; las tripulaciones eran del mismo origen y ello explica la presencia entre nosotros de marinos de esa nacionalidad, como los héroes

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navales Jorge y Spiro. la multiplicidad de procedencias la exhibe también el caso de Azopardo, nacido en la isla de malta.

20 Véase El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española, por José Torre revello, Casa Jacobo Peuser, Bs. As. 1940.

21 El peón era siempre más barato que el esclavo y no sólo porque por éste había que pagar para adquirirlo, sino, asimismo, porque era necesario mantenerlo de manera permanente; en tanto al otro bastaba con pagarle su jornal y después hacerlo volver a su “querencia”, una vez concluida la tarea temporaria que requería su esfuerzo.

22 El padre Francisco Jarque (o Xarque) que estuvo en las reducciones muy en sus inicios dice que los indígenas “con expedición leen cualquier letra de mano…: los que escriben llegan con su pluma a imitar tanto la mejor letra que copian un misal im-preso en Antverpia (Amberes), con tal perfección que es necesaria mucha advertencia para distinguir cual de los dos escribió la mano del indio…” El padre José Peramás ponderó, a mediados del siglo XVIII, “la singularísima habilidad con que remedaban a mano los guaraníes los tipos y caracteres de un libro impreso”.

23 Las viejas imprentas de la universidad, de Efraín U. Bischoff, editado por la Universidad Nacional de Córdoba en 1976.

24 los reunidos compulsivamente en Buenos Aires y desde aquí embarcados fueron 457, de los que 295 eran españoles, 81 criollos “del país”, 53 alemanes, 17 italianos, cuatro ingleses, dos peruanos, dos portugueses, un griego, un francés y un belga; se entiende que las denominaciones de “alemán y de “inglés” son genéricas y están referidas a la soberanía bajo la cual habían nacido. Correspondían a 16 reduc-ciones sobre el Uruguay, 13 sobre el Paraná, diez de la zona de Chiquitos y ocho del Gran Chaco, y a setenta establecimientos diversos, de los que 14 eran colegios.

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II antecedentes,

perIódIcos, sucesos

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Los periódicos

Al promediar el siglo XVIII estaban maduras en las colonias españolas las circunstancias que proporcionan sentido a la actividad periodística y crean su necesidad. Se daba, a la vez, la suma de requi-sitos que la hacen posible: la existencia de ciudades en las que se ha estabilizado cierta complejidad social como hecho propio de su natu-raleza, la decantación de grupos letrados de carácter permanente con capacidad para comenzar a comportarse como público –o “masa de lectores”– de ese periodismo, la aparición de controversias ideológicas y de intereses contrapuestos que demandan y justifican la exposición regular de puntos de vista que actúen como respaldo de determinadas posiciones y, en fin, la disponibilidad de recursos técnicos y de meca-nismos de interrelación regional que hagan posible la difusión regular de lo publicado.

En mayor o menor grado, todo eso se hallaba presente en la América española hacia esa época y, en efecto, pese a las trabas, a la censura, al aislamiento, a la frecuente falta de recursos materiales y aun al carácter improvisado y precario de lo que había en cuanto a los mencionados condicionamientos, el periodismo empezó a dar señales de sí. las prensas, que bastante avaras habían sido en cuanto a suminis-trar literatura y conocimientos variados, fueron generosas, en cambio, cuando se trató de avisos, de aleccionamientos, de argumentaciones y polémicas. limitado en sus alcances, sujeto siempre a imposiciones apremiantes, casi sin noticias y a menudo raquítico en materia de for-mación actualizada, hubo, sin embargo, auténtico periodismo en las colonias españolas, surgido no mucho después del europeo y afín a éste en muchos aspectos, no obstante desenvolverse en un ambiente infinita-mente más restringido, pobre y carente de tradiciones intelectuales.1

méxico, que de lejos era el país más rico y avanzado de todos los que componían el imperio español y que fue el único al que algo

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conmovieron las vicisitudes de la madre patria durante la Guerra de Sucesión, al punto que incluso alcanzaron a tramarse en ese momento planes secesionistas, fue también el primero que contó con periódico, la Gazeta de México y Noticias de Nueva España, en 1722, publicación por demás episódica pues duró sólo seis meses, lapso en el que cambió de nombre dos veces. A partir de 1728, por obra de otro redactor y con el título simplificado de Gazeta de México y, más tarde, Mercurio de México, tuvo aparición regular hasta 1742. También en méxico salió, en 1768, el Diario Literario de México2, clausurado a poco por orden del virrey, en gesto que mostraba a las claras que no necesariamente resultaba grato que se difundiera información, aunque hubiese sido au-torizada previamente, según entonces era norma. Es sintomático, pues, que en 1772 el periódico que vino a llenar el vacío fuese el Mercurio volante con noticias importantes y curiosas sobre varios asuntos de Física y Medicina, transparente indicación de que no había voluntad de sondear honduras. Entre 1784 y 1810 apareció la Gazeta de México, compendio de noticias de Nueva España; en 1787, las Observaciones sobre la física, historia natural y artes útiles, y en 1794, la Gazeta Literaria de México. Por fin, en la misma ciudad vio la luz, en 1805, el segundo cotidiano aparecido en las colonias: el Diario de México cuya publicación se continuó hasta 1817, siempre bajo la égida del poder español que subsistía allí intocado.

Es pertinente detenerse en estos escuetos datos sobre los orígenes del periodismo mexicano, para poder dar cabida a la transcripción de una carta –citada por José Torre revello– dirigida por el virrey matías Gálvez a la corte de Madrid, significativa para la comprensión de la etapa del periodismo que nos ocupa, especialmente porque el remitente fue un gobernante culto y progresista, con el añadido de que figuraba en un ámbito en el que existía ya cierta tradición periodística: “yo ten-go –manifestaba– a la Gazeta por muy útil, siempre que se reduzca a noticias indiferentes: entradas, salidas, cargas de navíos y producciones de la naturaleza; elecciones de prelados, de alcaldes ordinarios; pose-siones de canónicos y otras particularidades apreciables que en un país tan dilatado ocurren. Todo esto se olvida á poco tiempo y entre mucha inutilidad y fruslerías que se encuentran en todos los escritos de esta clase, sería éste un medio de conservar aquellos sucesos públicos que

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después de cierto tiempo se olvidan y conviene perpetuar…” Cómo se ve, pedía información útil para el ámbito de lo económico, político y religioso y otra “instructiva”, a la vez que veía la innovación como un recurso para contribuir a la memoria social, pero implícitamente inhibe cualquier otra finalidad.

Acerca del Diario… –y un diario supone forzosamente un ajustado ritmo de trabajo y un estricto horario de cierre– hay un impagable re-lato: uno de los problemas más engorrosos que debió afrontar en algún momento de su trayectoria y que redundaba en serios atrasos en la sa-lida, era la costumbre del virrey don José de Iturrigaray –quien lo fue hasta 1808– de ejercer “en persona” el papel de censor. lógicamente no podía hacerse presente en el taller sino al cabo de sus otras ocupa-ciones y por lo común se demoraba hasta altas horas, lo que sumía en impotente desesperación al redactor y al impresor. Hasta que finalmen-te se hacía presente, tomaba las pruebas de galera y daba comienzo a la tarea de tachaduras, enmiendas y supresiones. Se advierten en este acaecido dos hechos dignos de atención: uno es la obvia restricción en cuanto a poder expresarse que padecía el periódico; el otro, la dimen-sión aldeana en que el asunto se manejaba: la estructura vigente no sólo ordenaba y supervisaba, sino que el propio mandamás vigilaba que no se publicasen inconveniencias. y aquí hay una contradicción de fondo que, al menos teóricamente, imposibilitaría el ejercicio del periodismo, necesitado siempre de la impersonalidad derivada de la complejidad del ámbito en que actúa: no es lo mismo un organismo de censura que un censor que a la vez es magistrado y vecino al que cabe encontrar en la calle. En verdad, el virrey venía a ser, en la práctica, un jefe de redacción.

Acerca de esto muy atinadamente señala Torre revello: “Admira observar en esas planas el esfuerzo que debieron realizar sus redactores para sofocar cualquier ambición de pensamiento, para no quebrantar la consigna impuesta por las autoridades reales con respecto a temas relacionados con la política y la religión”.

y sigue: “Agreguemos a cuanto acabamos de decir (la existencia de), la censura a que eran sometidos previamente los escritos que se insertaban, censura que se encargaba de suprimir cuanto podía

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considerarse sospechoso o ajeno a lo que por entonces se tenía como finalidad del periódico, según el concepto que sobre el mismo tenían las autoridades”. Pero esta última acotación obliga a volver con una reflexión sobre la situación que se le planteaba al Diario de México: ¿no sería que los de suyo burocráticos órganos de censura no daban despacho suficientemente rápido a los textos de factura cotidiana de ese periódico, y que por eso el desconfiado virrey se veía en el caso de tener que controlarlos en persona? Creo que esta reflexión es atendible y no puede dejarse a un lado.

otras dos ciudades mexicanas tuvieron periódicos durante al etapa colonial: Veracruz y Guadalajara.

***

Después de méxico, la segunda ciudad colonial que contó con pe-riódico fue Guatemala: la Gazeta de Goathemala vio la luz entre 1729 y 1731. más de medio siglo más tarde, se publicó otro periódico con el mismo título pero ya modernizado: esta segunda gaceta salió entre 1794 y 1816 y fue el formal e ilustrado vocero de la Capitanía General, área que permaneció tranquilamente bajo el mando español hasta 1821.

la Gaceta de Lima comenzó a salir en 1743 y en un comienzo fue bimestral; se dejó de editar en 1767. En 1790 dio comienzo la publica-ción del primer medio de aparición cotidiana que existió en la América española: el Diario de Lima curioso, erudito, económico y comercial3, y ella se prolongó hasta 1793, cuando debió dejar de aparecer por falta de suscriptores suficientes para sustentarlo. Su editor y principal re-dactor era Jaime Busate y mesa, otro yo de don Francisco de Cabello y mesa, como luego veremos.

En 1791, fray Antonio olavarrieta sacó, sin ningún éxito, un Se-manario Crítico con la intención moralizante de “reformar el Teatro de lima, los cafés, los bailes y el método de lactación”, y de 1795 es el Mercurio peruano de historia, literatura y noticias públicas, para cuya edición se constituyó la “Sociedad Académica” o “Sociedad de Amantes del País”, que agrupaba a sus suscriptores y protectores, pe-riódico afamado que se constituyó en modelo de otros de las colonias,

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entre ellos nuestros Semanario de Agricultura y Correo de Comercio. De los varios periódicos que salieron en el resto de la etapa colonial es destacable la Gazeta de Lima, a cargo de Guillermo del río, periodista que habría de tener relevante actuación en el ocaso del Perú virreinal. la novedad que en ese momento aportó fue la de dedicar lo más del contenido a la trascripción de informaciones aparecidas en órganos extranjeros, tendencia obviamente vinculada con la intensificación de las noticias generada por los acontecimientos que desencadenó la re-volución Francesa. Para esos años, en la memoria que deja a su sucesor, el virrey Gil de Taboada y lemos, tras hacer balance de la buena vo-luntad y de los reparos que, a la vez, experimentan las autoridades ante el periodismo, reflexiona: “Después que por medio de la prensa se ha hecho más fácil entre los hombres la comunicación de las ideas, se ha conocido claramente que el establecimiento de los periódicos es uno de los medios más proporcionados, expeditos y seguros para facilitarlas, siempre que un gobernador prudente les contenga dentro de los precisos límites que prescriben la religión y las leyes del Estado”.

En la Habana salió la Gazeta… en 1764, que reproducía en general las características del madrileño Diario de los Avisos, lo que es expli-cable dada –en el caso americano– la índole principalmente portuaria de la ciudad; esa índole justifica en que el mismo tiempo saliese en la capital cubana otra publicación titulada El Pensador. A partir de 1784, una segunda Gaceta de la Habana reunió ambas funciones y se centró en la reproducción de disposiciones oficiales y en la trascripción de información aparecida en periódicos españoles. En 1795 una “Sociedad patriótica” ahí formada comenzó a publicar un Papel Periódico que apareció hasta 1804 y que fue decisivo en la formación del horizonte cultural de la isla, hoja a la que contestó –ya en un atisbo de polémica literaria– El Regañón de La Havana, aparecido entre 1800 y 1802.

Aviso del Terremoto es, pese a su designación, el primer periódico de Bogotá. Salió en 1785 y es calificable como tal debido a que se edita-ron tres números, necesarios para relatar las sucesivas consecuencias de la catástrofe. Tras una no menos fugaz Gazeta de Santa Fé de Bogotá, del mismo año, la capital de Nueva Granada consiguió tener su primera publicación estable en 1791 mediante el Papel periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, que se mantuvo hasta 1797, bajo la dirección

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del cubano manuel del Socorro rodríguez, hombre intelectualmente notable y que fue uno de los últimos sustentos de ese tipo que halló el régimen colonial. Entre 1806 y 1809, a raíz de una invitación del virrey Amat editó El Redactor Americano, con profusas noticias sobre los acontecimientos que entonteces sacudían las estructuras creadas en América por los españoles. Con alarma, melancolía y clarividencia consignó la secuencia de sucesos que fueron encadenándose a partir de las intentonas británicas en el río de la Plata, y no en balde una de sus publicaciones posteriores se llamó Los Crepúsculos de España y Europa, expresivo título que resumía su estado de ánimo. Fue uno de los pocos hombres de la cultura de ese momento que deliberada y tenazmente se pronunció en favor de mantener las estructuras de la dominación española.

Su contrafigura neogranadina fue el ilustre científico y futuro mártir Francisco José de Caldas, quien en 1808 sacó el Semanario del Nuevo Reyno de Granada, “uno de los periódicos más importantes de cuantos vieron la luz en la América meridional”, según Torre revello. Con prudencia se escudó en la ciencia, la geografía y la economía, temas en los que el propio Caldas había alcanzado singular relieve, en tanto dejaba al soslayo su ideología iluminista y su vocación liberal.

otro sabio eminente, el humanista y médico mestizo Francisco Eu-genio Espejo fue el iniciador del periodismo en lo que hoy es Ecuador, mediante la publicación, en 1792, de Primicias de la Cultura de Quito, centón de certezas didácticas, consejos útiles y vagas admoniciones contra un poder al que cada día se veía como más opresivo.

Para facilitar un cotejo necesario, corresponde indicar que el pri-mer periódico editado en el territorio de lo que actualmente son los Estados Unidos fue el bostoniano Publick Ocurrentes both Foreign and Domestic, aparecido en 1690 y cerrado a poco por negarse los muníci-pes a admitir sus críticas. En cuanto a Brasil, el primer periódico fue la Gazeta de Rio do Janeiro, de 1808.

y acerca de que el surgimiento del periodismo no sobrevino en las Indias de Castilla tan tardíamente como cabía esperar, sirve ex-poner que en Francia el más antiguo periódico formal fue la Gazzette de France, de 1631, y el primero de la península la Gazeta de Madrid,

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definitiva en su aparición regular sólo en 1697 aunque existiese es-porádicamente desde años antes. En otro orden, el primer diario fue el londinense Daily Courant, de 1701; la modalidad demoró bastante en llegar a otros países y en España sólo lo hizo en 1758, si bien no se consolidó hasta 1786.

***

Antes de pasar al específico caso de Buenos Aires y de su apéndice en estas materias, montevideo, hay que señalar que en las menciona-das y en otras ciudades que no llegaron a tener órganos de prensa, circularon antes y después de las fechas mencionadas, impresas o manuscritas, autorizadas o clandestinas, toda clase de hojas sueltas de carácter informativo, o bien libelos, o adulaciones a quien conviniera, o celebraciones, epigramas, sátiras, monsergas o chismes vulgares.

Salvo excepciones, escaso interés presentan, al margen de que puedan ser considerados precursoras del periodismo, lo que es verdad en algunos casos, y en todos si es que así decide alguien que lo sean. En rigor –y en general– parecen más bien brotes extemporáneos de la curiosidad y de la malignidad esenciales del ser humano. Sin duda los hay con informaciones importantes sobre pestes, guerras y sucesiones monárquicas, pero también hay otros inspirados por minúsculas y sórdidas querellas de cabildo, o de convento, acusaciones anónimas, halagos solapados y amañados, imputaciones de irreligión y calumnias soeces, referidas generalmente al probable origen ilegítimo de alguien, que era el gran asunto y el gran achaque de las colonias, seguramente porque el sayo les caía a muchos: insulto frecuente era calificar de mestizo, de mulato, de cuarterón.

Supongamos que la mayor parte de los escritos de ese tipo se han perdido, en lo que poco hay que lamentar, y que lo que queda apreciable es simple muestra de que todo se valoriza con el paso del tiempo. y va-yamos al resto, sin duda interesante y que exhibe –al cabo de dos, tres o cuatro centurias– la diligencia de las autoridades, o acaso, en efecto, la emergencia de un periodismo casual y esporádico, todavía no periódico pero sí ya venal, en el sentido de que se hacía para obtener una retri-

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bución. Porque por mucho que aquel mundo fuese incomparablemente menos informado que el nuestro, no por eso estaba absolutamente privado de noticias; queda de lo antiguo, un dicho revelador: “A cada muerte de obispo”, referencia a que sólo cabía enterarse de la del pro-pio, merced al anuncio hecho desde el púlpito, en cambio que hoy nos enteramos todos los días de la muerte de algún prelado en no importa dónde, de modo que la expresión ha perdido significado puntual.

Pero, además, las guerras y los decesos reales o papales eran conocidos y daban motivo a expectativas y ceremonias: los bandos y añadidos a los sermones mencionaban esas cosas, por supuesto, pero no las alteraciones de la moda, las novedades frívolas o los amanera-mientos elegantes o recomendables, y también es verdad que todo eso circulaba profusa y velozmente, tal vez no mucho menos que ahora. Sin bien hablar del aislamiento como característica de las sociedades preindustriales constituye un hecho documentalmente comprobable, en vista de la escasez y pobreza de los lazos de comunicación que entonces podían establecerse, en buena medida entraña una exageración si nos hace presumir que los procesos resultantes eran demasiado distintos a los de hoy, siendo la principal diferencia no la magnitud de información sino su falta de simultaneidad.4

En el rubro de las específicas noticias hay mucho para citar; como ejemplos de la especialidad existen cientos; por ejemplo: en 1643 surgió en lima un folleto de 16 páginas titulado Relación verdadera de todo lo sucedido en los Reynos de España y Francia, Inglaterra, Flandes, Alemania, y demás partes de Europa. Dase cuenta de algunas cosas prodigiosas que han sucedido en la Isla de Canaria y en las Filipinas. También allí, había circulado en 1621 una Nuevas de Castilla. Venidas este presente año de 1621, por el mes de Octubre, en cuatro páginas, del que conocemos el nombre del responsable: un tal Jerónimo Contre-ras. En ambos casos, el nombre da idea de algo como un “almanaque mundial”, que es, indudablemente, una de las formas más primitivas de periodismo.5

lo común era englobar a ese tipo de publicaciones bajo la desig-nación genérica de “gacetas”, llamándose, cuando había motivo para una secuencia, “nueva” a la inicial, y “segunda”, “tercera”, “cuarta”,

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a las siguientes, con lo que se venía a conformar una serie, aunque carente todavía de periodicidad. Pasaba esto, sobre todo en méxico y en lima, por ser los ejes principales de la sociabilidad indiana, y en determinados puntos, como la Habana y Santo Domingo, por su con-dición de puertos y ser, por ende, lugares privilegiados en cuanto a la llegada anticipada de novedades, pues es de creer que en ciertos casos esas gacetas se difundían, asimismo, lejos del sitio en que habían sido confeccionadas.

De méxico se conocen algunas que nos son de particular interés, porque representan, a todas luces, algo así como un bosquejo de perio-dismo dedicado a temas internacionales: en 1667 circuló una Primera gazeta del año de 1667 y Relación de los sucedidos en Portugal. Al año siguiente se publicó la Gazeta nueva de varios sucesos hasta el mes de junio de este año de 1668. A continuación hay durante unos años gacetas “sueltas” y luego viene la Primera gazeta nueva del aviso de este año de 1675 y la publicación se prosiguió con nombres diversos Gazeta nueva, Gazeta de la Flota –porque reproducía las noticias llegadas con el arribo de los buques convoyados–, Relación Nueva, Relación de Aviso… A partir de 1687 suelen tener numeración, si bien los nombres continúan variando: Gazeta General, Relación de Noticias, Relación General de Novedades de Europa, Relación de Operaciones Militares, Relación General más Moderna y, por fin, Gazeta de Julio de 1700, tras lo cual desaparecen, posiblemente por alguna interdicción de difundir noticias dispuesta por el virrey, dada la conflictiva situación que comenzaba a vivir España y que se habría de prolongar por más de una década.

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Prolegómenos del periodismo argentino

Hay bastantes datos de gacetas sueltas que circularon manuscri-tas por Buenos Aires, pero pocas se conservan, la más antigua de las cuales es de 1764; bajo el título de Gazeta de Buenos Ayres del martes 19 de junio de 1764 consigna, sin mayor gracia, unas cuantas noticias locales y europeas. Tuvo alguna continuidad pues se conocen otros tres “números” de esa publicación, de cuya redacción se encargaba un francés naturalizado, Jean Baptiste de lasalle, que castellanizaba su apellido bajo la forma “lasala”. Sabemos, además, por referencias de Juan maría Gutiérrez6 y por el trasunto de sumarios judiciales, que circularon otras, que dejaron huellas no gratas por su carácter satírico o avinagrado. Hay, después –desde 1781, según se citó más arriba–, gacetas impresas específicamente noticiosas, con motivo de sucesos por lo común europeos y en cuya factura es muy fácil advertir la mano del gobierno.

resulta evidentísimo que, a la sazón, la principal interesada en que hubiese periodismo, o algo afín, en Buenos Aires era la administración virreinal, si bien sus propósitos al respecto seguramente no eran el puro y lirondo adelanto cultural de la sociedad, sino, más bien, el deseo de encuadrarlo y de darle una dirección determinada, de acuerdo con las políticas regalistas, acentuadas en virtud del entonces predominante despotismo ilustrado, uno de cuyos principios sustanciales está resumi-do en la divisa clásica: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.7

Ese creciente protagonismo gubernamental era particularmente comprensible en el río de la Plata, región carente de tradición de es-tudios, desprovista para entonces de una clase social con pretensiones aristocráticas que viese como un galardón el refinamiento o el poder ejercer mecenazgos, y donde la Iglesia nunca había alcanzado sino un mediano desarrollo en cuanto a riquezas. Sin embargo, existía notorio interés por la información y real inquietud cultural, aunque en manos

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plebeyas y por lo tanto inseguras de su ascendiente y aún no conven-cidas del todo de que su naciente preponderancia fuese a arrumbar definitivamente a lo antiguo. Acerca de nuestro tema, sabemos que los periódicos que entonces se publicaban en España tenían aquí y en las comarcas del Río de la Plata, a fines del siglo XVIII, tal vez unos trescientos suscriptores y que la llegada de barcos era motivo de honda expectativa no sólo para los mercaderes sino también porque venían con impresos y noticias.8

En 1792, el ministro español de Hacienda, Diego Gardoqui, acuer-da con Eugenio laruga y con Diego maría Gallard, la publicación en madrid de un periódico titulado Correo Mercantil de España y sus Indias, al que según era usual se apoyaría mediante una suscripción de ejemplares pero con el que, además, las autoridades colaborarían proporcionando a los editores todas las noticias e informaciones dis-ponibles en la esfera oficial; al respecto, una circular dirigida en 1795 a todos los consulados de comercio les encomendaba, para ese fin, el envío mensual de “una razón de los precios corrientes de los efectos principales de la Plaza, sus seguros, fletes y cambios sobre los puertos de América y sobre España”, junto con “qué efectos abundan y cuáles escasean”, “estado de las cosechas del país y acontecimientos extraños como inundaciones, terremotos, incendios, naufragios, piraterías, etc.”, más la “entrada y salida de buques en los puertos de la comprensión del Consulado, sus cargamentos, procedencias o destinos”; se agregaba la indicación de que a esos informes se agregarán “las gacetas, mercurios, diarios u otros papeles públicos que de algún modo contengan especies relativas a los puntos insinuados”.9

Desde comienzos de 1794 aparecen en ese periódico artículos va-liosos acerca de las regiones del Plata, pero el tono de éstos se vuelve más conciso, los datos más orgánicos y la extensión más amplia a partir del año siguiente, momento en que comienzan a insertarse los informes pedidos. Esa etapa de marcado interés y exactitud en la información económica proveniente del río de la Plata se extiende por alrededor de un lustro y luego decae. Hubo en el transcurso de ese lapso, sin duda, una mano hábil y un entendimiento despejado, que tomó para sí esa tarea. ya en el curso del siglo XIX, el Correo pierde la iniciativa y en general se limita a transcribir (o a resumir) notas aparecidas en

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nuestro Telégrafo Mercantil o, después, en el Semanario de Agricul-tura, Industria y Comercio, lo que es natural pues el periódico español derivaba la función de informar sobre hechos locales a los surgidos allí donde ocurrían, espontáneos corresponsales de los que no había por qué desconfiar.

Pero antes se había dispuesto, según muestran las páginas de ese impreso madrileño, de una remisión constante, sistemática e inteli-gente, desde el Consulado de Comercio de Buenos Aires, de datos importantes para entender los lineamientos, disyuntivas, posibilidades y problemas de la economía virreinal; formalmente los había enviado el propio Consulado en cuanto institución, de suerte que el mérito y la responsabilidad le competen en un todo. Sin embargo alguien ha debido compilar y redactar esos informes, reducir la masa de información des-ordenada a un texto acotado y a la vez abarcador, apto para una lectura corrida y “aprovechable”, tarea que es en sí periodística y que entraña una suerte de corresponsalía entre nosotros con la que se manejaba el periódico madrileño.

¿y quién era ese ignoto corresponsal, con acceso inmediato a los papeles del Consulado, de visible lucidez, sagacidad asociativa y sufi-ciente destreza en la redacción como para presentar trabajos legibles y hasta atractivos? José M. Mariluz Urquijo afirma que esa labor la hizo manuel Belgrano, secretario de esa institución, auxiliado por el emplea-do Juan rojo, en labor que, como es lógico, se sometería ad referendum de ese cuerpo conciliar: “De modo –dice el citado historiador– que la pluma de Belgrano está presente en ellos [los informes] con algunas excepciones como el primero de la serie, que fue redactado por rojo mientras Belgrano se hallaba en goce de licencia por enfermedad”.

Aceptado esto, tendríamos la respuesta al tantas veces planteado tema de quién fue el primer periodista argentino, cuestión de prece-dencia en cuyo planteo existe, sin duda, algún margen de nimiedad, pero que, al mismo tiempo, refiere una incertidumbre documental y simbólica que no perdura por mero capricho. No podría serlo Francisco de Cabello y mesa, ante todo por no ser argentino, aparte de que su labor distó de ser intachable y de que su personalidad ofrece más de un motivo de objeción. mejores, mucho mejores títulos podría alegar

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Hipólito Vieytes pero, en verdad, es una figura que la historia no ter-mina de definir, deambulante entre el antiguo y el nuevo régimen, entre el comercio y la entrega patriótica, entre el fervor y un insuperable segundo plano. Pero Belgrano, corresponsal activo entre 1795 y 1800, en representación de un organismo que fue esencial para el desarrollo que en la década siguiente habría de conducirnos a la libertad, es bien más que ambos. y habría tenido actuación antes que ellos. Sin disputa, pues, sería nuestro primer periodista.

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luego ya no faltaba sino contar con un periódico. Había público, existía una imprenta, estaban instalados intereses comerciales ya de cierta magnitud y capaces, por lo tanto, de inhibir las tendencias os-curantistas que pudieran querer contrariar la idea, y se hallaba de por medio, también, la voluntad gubernamental de que hubiese uno, para poder por fin completar la sustancia y la imagen ilustradas que la ten-dencia dominante estimaba inexcusables en una sociedad que aspirase a dar felicidad a sus integrantes.

En 1801, mancomunados el virrey Avilés y el extremeño don Fran-cisco Antonio Cabello y mesa llevaron a cabo ese cometido y dieron inicio así al periodismo argentino. Pero antes hubo otro postulante a desempeñar en ese acontecimiento el papel que al final vino a tocar en suerte al ex redactor del Diario de Lima. No era un español ni un crio-llo sino un francés emigrado de paso por Buenos Aires y, curiosamente, pariente muy cercano de alguien que unos años más tarde adquiriría ex-traordinario relieve y que en un punto –por demás fugaz, es cierto– fue dueño indiscutido de la devoción popular en la ribera porteña del río de la Plata: este hombre es don Santiago de liniers, y fue un hermano suyo, el conde de liniers, quien en 1796 presentó al virrey Arredondo un memorial solicitando licencia para publicar un periódico que se lla-maría “Gaceta de Buenos Aires”; no hay noticias posteriores sobre el tema, lo que hace creer que no se tomó en cuenta el pedido, o bien que se lo rechazó lisa y llanamente, lo que muy bien podría vincularse con reticencias debidas a la nacionalidad del peticionante.10

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Cito a Torre revello: “De que el proyecto había sido madurado queda testimonio en el prospecto que adjuntó al memorial, en el que describía las características que tendría el periódico… El sumario o cuadro de materias de que se ocuparía era el siguiente: Gobierno, Pre-cios de los comestibles, Comercio, Teatro, literatura y Artes, Noticias y Necrologías”. Para cada uno de esos acápites, puntualizaba el conde un comentario acerca de cómo lo encararía; explicaba, además, la conveniencia de que apareciera los días domingos y proponía que los beneficios económicos que arrojase fuesen destinados, al igual que la imprenta, al sostén de la Casa de Niños Expósitos.

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Cabello y Mesa: la jornada inicial

Don Francisco Antonio Cabello y mesa, nacido en 1764 en Castilla la Nueva y extremeño adoptivo, por haber residido durante su niñez y adolescencia allí de donde eran oriundos Pizarro, Cortés y tantos otros conquistadores, de lo que se alababa a menudo, había estudia-do filosofía y leyes en Toledo y en Salamanca y realizado modestas tentativas literarias. En 1787 apareció una primera mención pública de él, mediante un aviso en el Diario Curioso, de madrid, que fue el primer cotidiano español, en el que se ofrece para ser mayordomo o gentilhombre de algún señor rico. Informaba tener 23 años, ser hidalgo, estar habilitado como profesor de historia literaria y tener versación en el manejo de papeles “judiciales y extrajudiciales”. No se sabe si este requerimiento tuvo algún efecto, pero lo cierto es que a poco se convirtió en colaborador en ese periódico; casi enseguida está ya en la capital española y es parte de la redacción. Se trataba de un diario “más divulgativo que científico que se dirigía a un público no muy cultivado al que buscaba proporcionar una instrucción general a través de una pluralidad de materias…”.11

Es sumamente interesante la hoja que fundó en Buenos Aires, tan-to por su contenido como por el hecho anecdótico y también simbólico de haber sido la primera en esta ciudad, pero asimismo lo es la índole de su fundador, sujeto sin duda de buena formación y notoriamente voluntarioso, amén de simpático y presunto masón, pero de carácter estrambótico e inconstante, con salidas absurdas y dado a actitudes e incongruencias que finalmente le granjearon la animadversión general, y la repulsa de casi cuantos compartieron con él posiciones políticas. No cabe duda, por otra parte, de que el reducido éxito que tuvo su ini-ciativa y la corta duración que alcanzó, se deben, en lo fundamental, a torpezas puramente de su cosecha.

En 1790 llegó a lima, atraído quizá por la posibilidad de fundar ahí un periódico –no había prensa en ese momento en la capital del

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Perú–, o acaso por su marcado gusto por los asuntos mineros, ramo en el que después se especializó. Se casó allí y casi de inmediato obtuvo una licencia del virrey para sacar un periódico que apareció el 1º de octubre de ese año bajo el título de Diario de Lima, curioso, erudito, económico y comercial, pero por alguna razón no develada12 su redactor se ocultaba bajo un seudónimo: Jayme Busate y mesa.

Puso, con entera evidencia, un inmenso empeño tras una gran am-bición, pues no es cosa menor haber creado el primer diario de América española, merecimiento que sería inicuo negarle, pero la experiencia limeña de Cabello terminó en fiasco y las dificultades comenzaron ya a partir de comienzos de 1791, cuando la “Sociedad de Amantes del País”, tal vez desagradada con manejos de nuestro hombre, alzó frente a su periódico a un fuerte competidor, el Mercurio Peruano, ocasio-nándole una sensible sangría de suscriptores. Del mismo modo que lo veremos actuar más tarde en Buenos Aires, elevó peticiones, encare-ció sus méritos y hasta pidió un empleo público para tener entradas extras. Delegó después la dirección del Diario…, buscó tentar suerte en negocios mineros, alternativa que sería la única a su disposición una vez que, a principio de 1793, el virrey se expidió en términos nada elogiosos hacia su persona, a la que consideró carente de instrucción suficiente y culpable de la decadencia del periódico, a la vez que or-denaba pasar el apoyo gubernamental al Mercurio… Se ha supuesto, además –y ésta sería otra muestra de la imprudencia del publicista– que la malquerencia del funcionario se originaba en un artículo en el que había comparado, en medio de la manía reminiscente de la época, a los incas con los romanos y los griegos, con grave desventaja para éstos en materia religiosa, contraponiendo las “asquerosidades” del paganismo a las excelencias y pureza del culto del sol, cotejo por ahí delicado ante los ojos de la Inquisición.

En Huánuco se ocupó de minas, adquirió representación entre los propietarios y publicó trabajos sobre la actividad. Pasó pronto a yauricocha, formó parte de la milicia local y alcanzó en ella el grado de mayor, mientras sumaba a sus antecedentes el título de abogado conferido por la Universidad de San marcos. muy en breve presa de decepción, solicita licencia por dos años para pasar a España, “a fin de estar cerca de su anciano padre y del rey”. Parte de El Callao, llega a

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Valparaíso, cruza los Andes y en septiembre de 1800 está en Buenos Aires, con el proyecto de embarcarse cuanto antes.

Pero se demora y en el ínterin hace presentaciones ante las au-toridades de aquí para quejarse de agravios recibidos en el Perú y el trámite y la permanencia le permiten establecer vinculaciones. El 28 de octubre se dirige al virrey, marqués de Avilés, para proponerle la publicación de un periódico para el que pide sólo –y muy a las claras, aleccionado por lo ocurrido en lima– el privilegio de que sea exclu-sivo en la ciudad. En tono presuntuoso recuerda a Avilés que ha sido “subscriptor perpetuo” del Diario y que por lo tanto es “testigo ocular” de su capacidad y de la utilidad de los periódicos. la gestión prospera y se conviene, en su transcurso, que el futuro periódico no será diario –segunda señal de aleccionamiento– y que lo respaldará una sociedad patriótica –ésta es una tercera señal– conformada ad hoc, cuyos inte-grantes garantizarían que el contenido sea adecuado y de verdadero interés. No hay que considerar baladí a este requisito: en ese tiempo pocos eran los lectores –entre otras cosas porque los alfabetos consti-tuían una minoría minúscula– y las tiradas, consiguientemente, muy pequeñas. Los beneficios que una publicación podía dejar eran siempre muy bajos cuando no nulos y dado el carácter no comercial de casi to-das, lo habitual era que se conjurase un grupo de interesados, partícipes además en alguna tendencia o finalidad ideológica o filantrópica, para actuar como referencia rectora, a la vez que conformaban el grueso de los suscriptores.13

El informe del regente de la real Audiencia, don Benito de la mata linares, fue favorable, aunque prevenía acerca de que el periódico “debe guardar moderación, evitar toda sátira, no abusar de los concep-tos, meditar bien sus discursos para la religión, Política, Instrucción y Principios, a efectos de que no sea fosfórica la utilidad de este pro-yecto”, texto que anticipaba la autorización que el rey enviaría desde España, pero en el que llama la atención esa palabreja “fosfórica”, obvia concesión a la moda cientificista pero, a la vez, nada velada advertencia de que las cosas no debían desmandarse.

Propuesta –y aceptada– la “constitución” a que se atendría la Sociedad, que establecía tres categorías de socios: honorarios, consti-tuyentes y profesores –expresión equivalente a “profesos”–, más una

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cuarta de aspirantes, formaron la mesa directiva el propio Cabello, como presidente; Martín Altolaguirre (agrónomo aficionado y gran amigo de Belgrano), vicepresidente; Julián de leiva (síndico del Ca-bildo que vanamente habría de intentar oponerse a la revolución de mayo), Juan José Paso, Francisco Bruno rivarola y José Icasarze, censores; manuel Belgrano, secretario, manuel de labardén (el poeta, autor del Siripo), sustituto del secretario; melchor Albín (administrador del Correo), contador; Antonio José Escalada (futuro padre político de San martín), tesorero; y José Joaquín Araujo (publicista, autor de una Guía de forasteros del Virreinato del Río de la Plata), archivero14, grupo del que casi todos serían conspicuos colaboradores del periódico, categoría en la que hay que nombrar a otros como el deán Gregorio Funes, el fabulista Domingo de Azcuénaga, el militar Pedro Andrés García y el sacerdote Julián Perdriel, aparte de aquellos que se irán nombrando al avanzar el relato.

los designados para integrar esa mesa le abrieron las puertas de la confianza pública y nadie osó oponerse. Cabello consiguió, mediante esa elección, desvanecer las eventuales desconfianzas que seguramente hubieran surgido y no entre los entusiastas, para los cuales todo estaría bien, sino entre los reticentes. los elegidos eran, reconociblemente, vecinos de respeto y en nada desmentían el consabido compromiso expresamente determinado: “Todos los que entren en esta sociedad, han de ser Españoles nacidos en estos reynos, ó en los de España, Christia-nos viejos y limpios de toda mala raza; pues no se ha de poder admitir en ella ningún Extranjero, Negro, mulato, Chino, Zambo, Cuarterón, o mestizo, ni de aquel que haya sido reconciliado por el delito de Heregía y Apostasía, ni los hijos ni nietos de quemados y condenados por dicho delito hasta segunda generación por línea masculina, y hasta la primera por línea femenina…”.15 Así, el Telégrafo mercantil, rural, político-económico e historiógrafo del Río de la Plata16, cuyo primer número apareció el miércoles 1º de abril de 1801, comenzó con buen paso. No obstante, ya a fines de agosto Cabello ensaya quejas en una carta al ministro de Estado y Hacienda de Indias –al que había designado “patrono” de la Sociedad– y en la que le solicita tramitar la protección del rey para el periódico, fundado en una ciudad “cuyos habitantes no alcanzan a conocer bien los beneficios” que entraña la publicación, y que no tienen el “bello gusto” de los moradores de lima o méxico.

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Al cabo de un año, el Telégrafo afrontaba serias dificultades econó-micas, al no sustentarse la base de suscriptores locales ni incrementarse los de las provincias. Pide entonces al rey que disponga que todos los consulados y puertos habilitados en América se suscriban y, “de paso”, que se lo nombre a él coronel graduado agregado a la plana mayor de la plaza de Buenos Aires. Para entonces, ya el Consulado porteño lo había desamparado, imputándole no cumplir con los objetivos propuestos y quitádole las suscripciones, con la excepción de sólo dos ejemplares para ser remitidos a la metrópoli. y a continuación el virrey le retiró las licencias concedidas “por abusar de ellas y por poca pericia en la elección de las materias”, decisión con la que llegó la noche para la jornada inicial del periodismo porteño.

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Para saber lo que había pasado basta con recorrer la colección del Telégrafo, que consta de 110 números, dos suplementos y trece ejempla-res extraordinarios. Al principio fue bisemanal –aparecía los miércoles y sábados– y constaba de dos pliegos, es decir 16 páginas; al cabo de unos meses se convirtió en semanario y hubo variación en el número de páginas, si bien la práctica predominante fue la descripta. Arrancó, según el listado publicado, con 145 suscriptores residentes en la capital del Virreinato y otros 101, “forasteros”, aunque es posible que las sus-cripciones hayan sido más, pues seguramente algunos de los incluidos lo eran de más de un ejemplar. Una cita de las Geórgicas de Virgilio encabezó todos los números y en el primero hay otra de Tíbulo, con una muy libre traducción posiblemente del propio Cabello: “Al inocente asido a la cadena / la esperanza consuela y acaricia. / Suena el hierro en los pies, y dale pena; / mas canta confiado en la Justicia”. Viene luego una apología de los propósitos de la publicación cuya trayectoria se iniciaba y que constituye una suerte de editorial y de invocación: “Empiece á sentirse ya en las Provincias Argentinas –dícese–, aquella gran metamorfosis que a las de méxico y lima elevó a par de las mas cultas, ricas e industriosas de la iluminada Europa. Empiese mi plu-ma, enfin a informar á los lectores de los objetos, progresos y nuevos descubrimientos…”

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Y finaliza con un ampuloso pero de sobra merecido: “Mas oyd de un Socio nuestro su invocación excelsa (al Paraná)…” Seguía la “oda” de Manuel de Labardén, que en ese papel veía la luz, dato suficiente y emotivo para justificar retrospectivamente la existencia del Telégrafo. Junto a la palabra “socio” hay una llamada que remite al pie de la pá-gina y ahí se lee esta aclaración: “El Dr. D. manuel labardén, á quien no se puede negar ni su claro talento, ni su buen gusto, ni su escogida erudición, su urbanidad, su decoro, y en fin, las prendas más dignas de un literato, y más acreedoras á la estimación y aprecio Público…” Era el primer número y nacía bajo los mejores auspicios.

En el número tercero del periódico hay una exposición sobre el comercio en la región, favorable a la extensión de las franquicias, diversos datos acerca de navegación y movimiento de barcos, y la sugerencia de que se habiliten faros en el Cerro montevideano y en la isla de Flores. la exposición continúa en el siguiente, con el añadido de otras propuestas como la necesidad de estimular actividades entre ellas la pesca y la ya muy dudosa introducción de esclavos, asunto en cuyo desarrollo el artículo comienza a flaquear: “Aquí pudiera alcan-zarse de la piedad del rey un asiento de negros, como lo tuvo en otro tiempo la Inglaterra; porque si estos brazos fuertes, y adaptables á este temperamento, se consideran necesarios para el cultivo de los campos, para el servicio doméstico, y otras diferentes labores; y si todo el re-yno de Perú se ha de proveer de esta Capital, parecía conveniente que una Compañia Patriotico Económica, á la dirección de la Sociedad Argentina y por medio de una subscripción de estas provincias, y de que yo me encargo de formar el correspondiente Plan, y presentarlo, baxo de ciertos obgetos y determinadas calidades que la hagan dig-na de S.m. y de las gracias que quiera concederla, sería sin duda el mejor medio para la prosperidad general”. A las claras –y con harta impolítica– muestra aquí Cabello su condición de hormiguita práctica y abusiva: quiere, de buenas a primeras, convertir a la sociedad que acaba de inventar en compañía negrera, convencido de que es negocio vender esclavos al Perú. Pero siempre hay una de cal y otra de arena: ese número contiene, asimismo, una “Canción al Paraná”, compuesta en loor a la oda de labardén, elegante ofrenda lírica de José Prego de

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oliver, “nuestro dignísimo socio corresponsal, administrador principal de la real Aduana de montevideo”.

y así sigue la publicación: buenas noticias comerciales, buena información acerca de la navegación, la carta de algún suscriptor, poe-sías, propuestas muy atendibles en ocasiones, citas erradas (y descol-gadas) como la de que “ultimamente dicen los Filadelfos –es decir: los periódicos de Filadelfia– que á fines de diciembre pasado en la Carolina meridional fueron sentenciados á quemarse vivos 2 Negros por un ase-sinato ¡Ablaran todavía los Ingleses contra la Inquisición de España!”, disparate doble que achacaba a Albión culpa en los procederes de los colonos que la habían corrido con ayuda española, y que a la vez traía, sin necesidad alguna, los molestos recuerdos de los “autos de fe”, a la sazón más bien asunto para no menear. Asimismo había avisos de ofer-tas de casas en venta, de productos, de esclavos, e información profusa de los acontecimientos de Europa, extractada de periódicos extranjeros, a veces mera enumeración de invasiones, combates y movimientos de tropas, o trascripción de correspondencia y de partes militares, pero a las que solía añadirse reflexiones esclarecedoras y que solían estar bien expuestas.

Cabello con frecuencia se extraviaba pero es justo reconocerle que al tratar materias concretas como la política, la economía o las cien-cias, era generalmente sólido y sabía elaborar panoramas coherentes a partir de unos pocos datos a mano, que además solían divergir entre sí. Por ejemplo: “Dice una Gazeta de londres que se empieza á dudar en Francia del carácter republicano de Bonaparte, porque todos los actos de su Consulado, manifiestan la disposición á destruir el partido jacovino, como el permitir Comedias de reyes, diciendo que no teme á los reyes de Comedia: que su muger hace hacer Ante-Sala á los Gefes del nuevo gobierno como á Angereau &c. y solo recibe en su Gavinete á los Ex Príncipes y Ex Emigrados… Esto dicen los ingleses… pero mr…, que ha residido algunos meses en París, y acaba de llegar a Fila-delfia, á quien debemos creer por imparcial dice: que Bonaparte goza de una confianza publica sin límites, que su influencia es preponderante á la de Sieyes, Carnot y quantos han hecho la mayor figura en varias Epocas de la revolución, que no se le conoce confidente alguno, y que se le tributa la mayor sumisión, por todas las partes del Gobierno, aun

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por aquellos miembros que son inveteradamente contrarios, respetando profundamente su autoridad”.

Como sea y al margen de las incompetencias que cabe endosar a Cabello y de las varias tachas que afearon a su periódico, es efectivo que la existencia de éste dio cuerpo “a una época de progreso” en la que se despertaron “la curiosidad por la lectura y la ambición natural de escribir para la prensa”, según recapituló muchos años más tarde don Juan maría Gutiérrez. Porque, en el buen sentido de las palabras, el Telégrafo fue un misceláneo estimulante de pasiones y de apetitos. Bueno o malo, alcanzó a poseer cierta identidad indiscutible y el sólo hecho de aparecer constituyó un sacudón notable para el sopor colonial. No era, en modo alguno, una hoja anodina y, en rigor, las adherencias y colgajos del antiguo régimen que aún la acompañaban estaban ya muy diluidos. Su mundo, mezquino y mal diseñado, corresponde, empero, ya a los tiempos nuevos, a los tiempos de comerciantes y de propieta-rios, de soldados y de docentes, de empleados y de viajeros, no ya al de los oidores y los obispos.

Sus páginas dieron cobijo, además, a los poetas aldeanos de ese entonces, los Prego de oliver, los Domingo de Azcuénaga, los manuel medrano, humildes satélites del tampoco en exceso esplendente la-bardén, pero cuyo sistema representaba toda la poesía de la que contá-bamos en ese tiempo. También albergaron las primeras descripciones formales de ciudades de nuestro país y de otras que hoy son parte de naciones vecinas. El gran Tadeo Haenke, desde su retiro cochabambino, aportó una singular cantidad de puntualizaciones sobre los temas a los que estaba contraído: botánica, geología, zoología. El Telégrafo publicó también extractos y consideraciones sobre las iniciales observaciones meteorológicas hechas entre nosotros y fue el teatro de la primera polémica sobre historia que tuvo lugar en nuestro medio, a propósito de un tema asimismo local, como lo es el de los orígenes de Buenos Aires, iniciada por “Enio Tullio Grope”, anagrama en que se revelaba y enmascaraba José Eugenio del Portillo, quien comenzó la controver-sia al pretender rectificar aseveraciones contenidas en el “almanaque” publicado por Juan de Alsina. Este le respondió y pronto se sumaron a la controversia “Patricio de Buenos Aires” (José Joaquín de Araujo), y desde Potosí, Pedro Vicente Cañete.

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la cuestión, entonces en debate, está hoy de sobra aclarada pero vale la pena hacer una breve reseña de lo expuesto, pues hubo en la ocasión alardes bibliográficos que nos trazan un mapa inesperado y con extraños detalles, relativo a la extensión de los conocimientos que manejaban las personas cultivadas que no eran estudiosos contraídos a alguna materia en particular. Alsina había dado la fecha de 1536 como la de la fundación de Buenos Aires, al admitir en calidad de tal a la de-cisión de Pedro de mendoza de establecer su asiento. Del Portillo negó la existencia de esa fundación y consideró que la sola valedera era la realizada por Juan de Garay, de la que sostuvo se había efectuado en 1575, “el día de la Santísima Trinidad”, que habría sido cuando nació “la Capital Argentina”; alegaba como fundamento a esas opiniones pa-peles en poder de José Justo Garay –del que indicó que era descendien-te del gobernador–, y el testimonio del padre José Guevara, historiador jesuita todavía vivo, que transcurría su exilio en Italia.

De modo muy respetuoso, Araujo lo contradijo y atribuyó sus errores “a la oscuridad de los tiempos”. Por su parte y apoyado en da-tos extraídos de las obras de ruy Díaz de Guzmán, martín del Barco Centenera, Antonio de león Pinelo y también de Guevara, así como en comentarios hechos por los padres lozano y Pastor al relato de Ulrico Schmidl, afirmó que Mendoza había mandado erigir su asiento el día de la Purificación de Nuestra Señora (el dos de febrero) de 1535, y no 1536, pero rehúso aceptar que ello hubiese constituido una verdadera fundación, debiéndose esperar hasta la llegada de Garay para que ella tuviese realización. y para poder determinar la fecha de ésta apeló al muy sencillo sistema de consultar la documentación pertinente, en este caso el acta preservada en el registro del Cabildo.

Al parecer de los autores nombrados, Cañete añadió el de Francis-co lópez de Gomara y sostuvo el criterio jurídico de que en tanto los pobladores de la época de mendoza al verse forzados a abandonar el lugar conservaron, no obstante, “el ánimo declarado de volver”, retuvie-ron el derecho al nombre “con las acciones y derechos activos y pasivos de ciudad, de suerte que cabe acreditarle a mendoza el mérito de haber sido el fundador”, a lo que añadió una cuestión opinable relativa a que esto estaría corroborado por la decisión adoptada (y no concretada)

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por álvar Núñez Cabeza de Vaca en 1542, en el sentido de repoblar el paraje en el que había “acampado” mendoza.

Si bien –según es norma– la polémica no tuvo resolución neta ni se llegó a coincidencias sustanciales, Del Portillo –también con muy buenas maneras– se allanó a aceptar la fecha de 1580 como la de la de-finitiva fundación de esta ciudad. Es particularmente digno de mención este intercambio de pareceres porque constituye el primer ejemplo entre nosotros de una sustentada divergencia erudita o académica, y ello es, de manera perceptible, indicio de que entretanto había cuajado una transformación cultural grande y fecunda. Si se añade la multiplicidad de autores traídos a cuento y el correctísimo tono de las exposiciones, el balance es favorable en grado sumo. Por otra parte, mediante esa con-troversia el Telégrafo había hecho cumplido honor al presumido mote de “historiógrafo” que ostentaba, contribución estimable al favorable juicio que el periódico finalmente merece, siquiera en parte.

Pero si se salva en muchos aspectos, en otros es menester ocultarle lunares, feos lunares casi en su totalidad achacables a las limitaciones del dueño y redactor: Cabello ha dejado fama de chocarrero, de torna-dizo, de voluble, de logrero a ratos y de adulón en otros, de “majadero” en demasiadas ocasiones. Eugenio Gómez de mier señala que “al intentar explicaciones de tan prematura declinación (la del periódico), es necesario explorar la personalidad de su inspirador… Puede asegu-rarse que a la fecha de su clausura ya había perdido la confianza de sus suscriptores y que la empresa se había ido vaciando de su entusiasmo fundador”.17 Juan maría Gutiérrez apunta que “el editor [Cabello] con-trajo un compromiso superior a sus fuerzas; propuso realizar en Bue-nos Aires el pensamiento concebido por los redactores del Mercurio peruano..., sin poseer las luces, la seriedad de carácter y las calidades literarias…”

Entretanto, el virrey Avilés había sido sustituido por Del Pino. mónica P. martini cree que ya para comienzos de 1802, Cabello, su-mido en desaliento, como le sucedía con reiteración, pensaba dejar la dirección de El Telégrafo, igual a como había hecho con la del Diario de Lima, también en esta oportunidad con la intención de retornar a España. Admite la opinión de ricardo Caillet-Bois quien sostuvo que la agonía de la publicación venía siendo advertible por lo menos desde

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que una información aparecida el dos de mayo y que daba cuenta del mal desempeño y pérdida de dos barcos españoles en combate con otro inglés, motivó una queja muy fuerte del gobernador militar de montevideo, quien dio datos muy elogiosos sobre el capitán de uno de aquéllos y añadió el detalle faltante de que había muerto en la acción. Hubo un sumario y el 18 de julio el Telégrafo publicó la correspon-diente rectificación disimulada por medio un pretexto pueril y usual: se había cometido “el yerro de imprenta de poner Comandante en lugar de Contramaestre, porque la enfermedad del editor no le permitió corregir por sí mismo las pruebas de la prensa”.

A la sazón, ya nadie daba mucho por el periódico, hostigado por la pérdida de suscriptores, envuelto en alguna manifestación fundada de desagrado gubernamental y con Hipólito Vieytes pisándole los talones, pues ya estaba en plena preparación la salida a la calle del Semanario de Agricultura, según da cuenta el 22 de junio una carta particular de Araujo al deán Funes, en la que menciona la necesidad de estimular a la futura publicación “para que no le suceda lo que al Telégrafo que ya se halla con todos los sacramentos esperando por horas su fallecimiento”. Dos meses después, Cabello, casi ufano, se hace cargo de esa situa-ción y la lamenta en tono desafiante: “Pero si por esto, al fin, llegase á morir de hambre este periódico, en su infancia, entre los brazos de sus patronos y en su misma patria, [ni] ésta, [ni] aquellos, ni la historia no podrán omitir que su editor fue el primero y quien más ha trabajado sobre las márgenes del Paraná y del rimac para transplantar en estos países el buen gusto y los conocimientos de Europa”.

Era una despedida y un reproche. mónica P. martini apunta que a partir de esa egolátrica definición, hay una mordacidad creciente en el periódico, lo que es comprensible, supuesto el despecho de Cabello. Despecho y horrible grosería hay, en efecto, en el escrito “Poesía”, aparecido en la edición del 3 de septiembre, donde “el poeta de las almorranas” formula una serie de consideraciones despectivas, posi-blemente contra los médicos porteños. Finaliza con un “Soneto” que no es tal, lo que hace sospechar que utiliza esa palabra como sarcasmo, para zaherir a los ignorantes:

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¿Hasta quando traidoras almorranas,Después de quedar sanas,Y ya purificadas,Volvéis á las andadas?¿Por qué irritais con bárbaro perjuicioLa paz del orificio,Que acostumbrado a irse de baretaSu posesión á nadie inquieta,y en lícitos placeresHace sus menesteres?No le deis mas tormentos:Dexad que expela en paz sus excrementos

la nota publicada el 8 de octubre de 1802 y que habría sido “la gota que colmó el vaso” y agotó la paciencia de las autoridades, se llama “Circunstancias en que se halla la provincia de Buenos-Ayres, é Islas malvinas, y modo de repararse” y es citada por muchos en ese sentido, con el matiz agregado de que el título suele inducir a la creencia de que tenía algún alcance político y que por esa razón aca-rreó el fin de periódico. Pero no es cierto: se trata, meramente, de la trascripción de un texto redactado en 1778 por Juan de la Piedra18 y que Cabello vino a utilizar como cauce para que circulara el veneno de su disgusto contra un medio en el que se sentía incomprendido, lo que no es óbice para que las observaciones consignadas puedan entenderse, históricamente, como una visión parcial, apasionada y exagerada de la realidad, pero no por eso falsa de manera absoluta, siendo el tono lo en verdad rechazable, sobre todo a la luz de los condicionantes éticos que deben custodiar la labor de un publicista, convocado para hacerla por un gobernante y una comunidad. Veamos:

“Es Buenos-Ayres un Pueblo abierto á todas partes y cuya situa-ción facilita el que una vez entrado en él, pueda sin dificultad trans-ferirse á Lima, Chile, y otros parages de la tierra firme. Su terreno es excesivamente generoso en producir toda suerte de mantenimientos y principalmente ganados cuyas especies parecen inextinguibles, aunque el mas eficaz desorden se aplique á desolarlo. El Río de la Plata, ademas de proporcionar tantos y tan seguros Puertos para las operaciones del

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Comercio, es también tan abundante de pescados que no hay Viernes ó Vigilia que dexen de llegar á sus Plazas de 36 á 40 carretas cargadas, las quales á las 10 horas de la mañana se retornan á sus casas.

En resolucion, para alimentarse los holgazanes, y para ocultarse los que se apartan de su legitimo destino, no puede hallarse en entrambos mundos Pais mas proporcionado; y á que se agrega que el trato dulce de las Porteñas, el agasajo y otras muchas circunstancias que hoy caracte-rizan á esta Capital, es causa se de que envilezcan los mas Europeos que arriban á ella v. g. llega Pedro, Juan ó Francisco, hombres delinqüentes, profugos de sus Paises, ó que en ellos exercian oficios viles ó mecánicos, y eran del estado llano que se dice pleveyo, y lo primero que se encuen-tran en Buenos-Ayres, es con un DoN á que no estaban acostumbrados. Hallanse ademas de esto con la abundancia de Caballos para divertirse y corretear de una parte á otra siempre que se les antoge. A qualquiera quinta ó estancia que lleguen los hospedan con sumo gusto y fraquean con liberalidad quanto tienen en ellas, y no por un día sólo sino por todo el tiempo que quieran disfrutarla, dándose el Señor de la hacienda por muy contento de tenerlo en su compañía; la parte del bello sexo, tiene á todo Europeo una singular afición y es tan abundante que estoy por asegurar que á cada hombre le tocará una docena, y las mas, llenas de mil encantos y gracias á que es difícil resistirse. Viendose las mugeres, como hé dicho, en tan crecido número y que á buen librar una de treinta es la que logra casarse, ó se queda en un forzado perpetuo celibato, ó se corrompen. los mas de los Europeos que llegan de España son mu-chachos á quienes el deseo de hacer fortuna saca de sus casas y Patria y por consiguiente, lo menos en que ellos piensan es en casarse: viven en una libertad sin limites, y con la esperanza de imitar á Fulano que vino de España de marinero, ó Grumete y volvió á ella rico, compró casas y tierras, y al fin se casó con una moza de su Pueblo, no acostumbrada á emplear las mas horas del día delante del tocador, ó sentada en conver-sación en el estrado, sino connaturalizada con el huso, la rueca, y cuya principal gala es regularmente un guardapiés de carro, duroy ó tafetán.

[…]A pelotones salen los muchachos de Vizcaya, montañas, Astu-

rias, Castilla, y otras Provincias de España, para pasar al río de la Plata, nombre impropio que há contribuido á alucinar innumerables

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Jóvenes que en calidad de Polisones se embarcan en los buques de guerra, correos y mercantes, aturdiendo los que llegan á montevideo, y aun los que sin saltar alli en tierra se transbordan en las lanchas que salen para Buenos-Ayres. […] De los marineros tanto de los buques de guerra, como mercantes, pueden decir sus Capitanes lo que les cuesta para regresarse tripulados en disposición de no quedarse en la mar. Son infinitos los medios de que se balen los que quieren quedarse y así vemos que en las Quintas, y Estancias, de esta Provincia, y aun en las casas del Pueblo y ranchitos estan muchos Europeos mozos holga-zanes, sin quererse casar ni tomar otra qualquiera carrera con que se hagan utiles á si mismos y á la Sociedad. lo mas á que se arrestan es á fabricar un ranchillo en el parage que se les antoja, y en distancia de 20,30 ó mas leguas de los lugares que tienen Iglesias y esto quando ya llegan á executarlo es quando tienen algunos posibles, que mientras no se conservan agregados á los que tienen habitación.

Es muy regular que en el extravio en que hallan haya algunos desconsolados, y aun aburridos, deseando dejar aquella vida salbage, porque al fin los desengaños repetidos, y la edad no pueden dejar de hacerles formar mejor modo de pensar y conducirse; pero el mal habito á la vida bribona, el trecho de mar que hay que pasar para regresarse á España, las pocas facultades con que pagar su trasporte, la carga de años, y aun de hijos naturales, y las ningunas comodidades que tienen en su Pais para mantenerse el resto de sus vidas según aquel regalo en que aquí formaron su naturaleza, forsosamente los deja en la imposibi-lidad de ejecutar su pensamiento.

A vista de las irrefutables razones expuestas, bien se deja conocer qual será la guarda que tenga la religión, qual el fomento del Estado, y qual la utilidad que se seguirá á los infelices que se hallan en estas circunstancias.

No es imposible el remedio. los auxilios de la Suprema Autoridad, aplicados devidamente no solo hará utiles á estos pobres Vasallos, sino que se limpiará Buenos-Ayres y toda su provincia de una multitud de zanganos.

ya queda dicho como es superabundante el numero de mugeres que hay solteras en Buenos-Ayres y sus contornos, generalmente en mucha po-

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breza y con tanto lujo que ninguna se quiere presentar menos decente que la otra, usando para ello de arvitrios dignos de compasión. Hagase, pues, un Padron de todos los Europeos solteros é igualmente de todas las solteras que se hallan en Buenos-Ayres. Amonestese á los primeros que dentro de un breve termino que para el efecto les señalarán los superiores ó se han de casar ó regresar á Europa inmediatamente. los que tuvieren dada palabras de casamiento obliguese á que la cumplan sin demora alguna…”

Apareció este bofetón en el anteúltimo número ordinario del Telé-grafo; en el último, la ira se volcaría hacia los curas, a los que golpearía donde más les duele, que es en las suspicacias maliciosas acerca de cómo observan los votos de castidad: en este caso, Cabello trazó un “retrato político moral del gobierno secular y eclesiástico antiguo y moderno de la Sierra del Perú” y en él planteó algo así como un modelo de la perso-nalidad adecuada para ser parte de la Iglesia. Tiene forma de carta y tras citar la segunda Epístola a los Corintios, el autor recuerda que San Pablo ante todo pide la castidad como complemento de la vocación religiosa.

Pasa, después, a describir la perversión de ésta: “la sensualidad es el vicio contrario que amotina los sentidos contra la razón. Es un fuego cargado de humo, que calienta, ciega y ensucia, en vez de alumbrar. El cura sensual, seguramente, es un ciego que solo puede guiar al preci-picio. ¡Pobres ovejas, las que se conducen por un pastor vendado!”.

Pero “en siendo casto ha de ser justo; ha de tener luces claras; ha de ejercitar acciones honestas; y ha de coronar sus deberes, con obras dignas de honor, y de gloria”.

“Para poderlo conseguir, es forzoso huir de las mugeres, pues su conversación calienta como el fuego…” y enumera: “Por eso llamaba Isaias a las mugeres fuego devorante, y ardores de serpiente… Es tan imposible vivir inocentemente entre ellas, que David cayó en el lazo y fue devorado por la concupiscencia, sólo por una mirada curiosa”. El relato continúa con Adán, Sansón, Job, Ulises, hasta arribar al dicho sabio pero chabacano de “entre santa y santo, pared de calicanto”, y traer a la memoria, seguidamente, que un concilio limense, al igual que muchos otros, prohíbe a los curas llevar de la mano o acompañar a mu-jer alguna por la calle, ni menos viajar con ella, ni tenerla a su servicio, ni aun siendo indias y tampoco para que sirvan por pocas horas.

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“Pero ha! querido Amigo mío –dice–, que tiempos, y que costum-bres las nuestras! Que miseria tan lastimosa!” y describe a un cura aislado en el campo, iletrado e incapaz de conversar consigo mismo: “Entra entonces en los temores de caer enfermo: ya se considera en cama, sin mas compañia que las visiones asquerosas de las Indias. Aquí es quando mirándolo todo como un pais de encantos formidables, toma la mula, desampara su Curato, y se va á las ciudades inmediatas, á buscar alivios capaces de sosegar sus angustias. Allí se encuentra compañeros alegres que saben divertirse á costa de su dinero, y pasan el tiempo sin sentir, entre sirenas alagueñas que endulzan la amargura de la campaña…”.

Era su reacción maligna, la perpetua desazón que inevitablemente le volvía, tal vez motivada, pero no por eso menos desagradable y mala consejera, pues lo transformaba en energúmeno. A Buenos Aires la tenía ya entre ceja y ceja, en especial a las porteñas, opción sentimental por demás inconveniente para pretender ejercer el periodismo en esta ciudad. A eso sumaba la desgracia de saber medir sílabas y de ignorar, a la vez, las consecuencias de lo que las palabras significan. Ciertamen-te, versificar lo convertía en un peligro.

En el Telégrafo del 24 de enero –o sea bien antes de las contrarie-dades que podrían justificar las extravagancias mencionadas– apareció una “Satirilla festiva”, en el estilo de los moratines, padre e hijo, y a medio camino entre lo ramplón y la pornografía, entre la predicación amargada y el escándalo del hipócrita. Vaya como botón de muestra:

“Que Cloris se esté en la Iglesia,su marido á trabajar,los muchachos en la cama,y la olla sin espumar: Lindo exemplar!

¡Que lucrecia gaste bata,mucha pompa, y vanidad,y que en cada pelo, su hijo,de liendres tenga un millar: Lindo exemplar!

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Que una madre riña á su hijaporque se quiere casar,y en casa la dexe solaa su anchura, y libertad: Lindo exemplar!

Que en su propio dormitorio,ó en una cama no mas,duerman padres, é hijos juntossin escrupulosidad: Lindo exemplar!

Que leonor tenga una hijade presencia regulary con la Negra la envíeá las tiendas á comprar: Lindo exemplar!

Que una Niña de diez años,ni el credo sepa rezar,y baile afandangadosin olvidar un compás: Lindo exemplar!

Que en esta tierra muy pocosse quieran matrimoniar,y en la Cuna, diariamentevayan Niños á botar: Lindo exemplar!

Que doncellas, y casadas,se pongan á desnudar,á presencia de mil hombres,quando se van á bañar: Lindo exemplar!

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Que Porcia impida á su hijael que se pueda sentarjunto á Gil, y que en el ríose entre abrazada con Blas: Lindo exemplar!

Que Isabela, y ludovico,qual Eva ella, y el Adanse presenten con lisuray tal deshonestidad: Lindo exemplar!

Que Fatima chille, y brinquesi algún pescadito vaá picarla, y que enmudezcaquando la pellizca Juan: Lindo exemplar!

Finalmente que en el río(qual si fuese un lupanar)hombres, mujeres, y niñosse hechen juntos a nadar: Lindo exemplar!”.

Esta asombrosa e insultante retahíla de desparpajos debe haberse publicado con verdaderas ganas, pues al número siguiente el autor –que seguramente estaba en vena versificante– insistió con la modalidad, de modo que hubo una segunda “Satirilla festiva”, en parte volcada hacia la adulación al gobierno con motivo de la reciente paz firmada con Portugal tras la guerra conocida como “de las naranjas”, y también a dejar flecos de algunas jactancias, pero donde asimismo cabe encontrar perlas equiparables a las anteriores. Está firmada en esta ocasión por “Narciso Fellobio Canton”, transposición de las letras de su nombre, a la que complementa la aclaración de “filósofo indiferente”:

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(…)

“y de la que a Silvio,incauto mancebo,le hace creer que es suyoel que es hijo ajeno. Reniego.

(…)

y de la que diceque la empacha un huevo,y engulle, qual Buytre,la carne con pelo. Reniego.

(…)

y de la que osadacon raro denuedo,al Café se entrapara beber fresco. Reniego.

(…)

y de la que entrasin respeto al Templocon mantas de blondas,descubierto el cuerpo. Reniego”.

El mismo día en que apareció ese enjuiciamiento contra los “sen-suales” curas de la Sierra del Perú19, el comisario del Tribunal de la Inquisición en Buenos Aires, Cayetano José maría de roo tomó cartas en el asunto y dirigió una nota al virrey pidiendo su intervención. Con-sideraba que puesto que el artículo constituía “un libelo infamatorio

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contra el cuerpo respetable de los párrocos del Perú y, estando prohi-bidos por la regla 16 del Expurgatorio del Santo Oficio tales libelos, se sirva S. E. dar el competente auxilio para que se recojan todos los ejemplares que se han repartido en esta Capital e impida su circulación fuera de ella”.

Todavía, dos días después –el 17 de octubre–, Cabello tuvo tiempo de sacar un número extraordinario, que fue el último aporte del Telé-grafo: da una reseña de los favorables resultados que arrojó en París una prueba, extendida a más de un centenar de niños, de la vacuna antivariólica con la que Jenner pasmaba en esos días a los círculos mé-dicos. Un bergantín español había llegado a maldonado y se proponía la venta de un negro: “regular cocinero en 360 ps., quien lo quisiera vease con D. Juan ribazo”. y abajo la inscripción: “con privilegio”, ya a un tris de convertirse en falsa.

***

Cabello quedó en Buenos Aires y durante un tiempo tuvo bufete de abogado. Eterno pedigüeño, solicitó autorización para establecer una lotería –lo que no le fue concedido– y también que se le reconozca el grado de coronel; intentó, después, participar en la administración del Teatro que estaba construyéndose, se vinculó a logias y un buen día, William Carr Beresford lo nombró asesor letrado, cargo que más tarde se empeñó en querer demostrar que había aceptado al único fin de pro-teger a los compatriotas puestos a merced del invasor. Pero otra versión lo da como muy interesado en sumarse a la administración que Gran Bretaña iba a instaurar en caso de conseguir afianzar su dominación, en tanto una tercera asevera que en esos días mantenía contactos con el grupo de Álzaga, y otra más, en fin, reduce su papel al lado de los ingleses –pese a lo pomposo de la designación– al de mero traductor.

lo cierto es que al ser reconquistado Buenos Aires desaparece, prófugo al parecer en el campo. Se abrió un proceso y se lo acusó de traición, pero fue sobreseído. Estaba en montevideo y participó en su defensa ante el asalto de las tropas que mandaba Auchmuty. Fue hecho prisionero y es notoria calumnia el que haya vuelto a colaborar con el

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enemigo y escrito en The Southern Star. Con otros cautivos fue con-ducido a Inglaterra y en esa condición permanecía hasta poco antes de llegar la noticia del levantamiento del pueblo de madrid contra Napo-león, el dos de mayo de 1808. la suerte se da vuelta y España pasa a ser aliada de Gran Bretaña. Cabello, liberado, acude a su terruño donde, tras varias alternativas, integra las filas patriotas y combate con valor en algunos encuentros, pero es herido y vuelve a caer prisionero, esta vez de los franceses. Muy pronto el buen trato recibido influye en él, cambia de opinión, se suma al partido afrancesado y acepta de José I la misión de dirigirse a América para defender su causa. Pero el viaje es imposible y debe permanecer en la península donde ocupa la función de superintendente de las minas de azogue de Almadén, que fue la más alta posición que alcanzó en la vida. la derrota de Napoleón lo lleva a Francia, en la que vuelve a las andadas en cuanto a pedir mercedes, esta vez ante luis XVIII. Nuevamente desairado, prueba retornar a la literatura y compone algunos dramas y mientras tanto se desempeña también como traductor y profesor de castellano. Escribió, asimismo, cartillas y libros con este fin, que tuvieron bastante aceptación. En 1823 volvió a España de la mano de los “Cien mil Hijos de San luis”.20 Juró lealtad a Fernando VII y tuvo a bien recordarle –en uno de sus tantos petitorios– que nunca había jurado Constitución alguna.21 Corría el año 1831 y ésa es la última información que hay de él. luego el rastro se pierde y se ignora el lugar y fecha de su muerte.22

***

Corresponden, al menos, dos comentarios sobre lo precedente: uno referido a la tardanza con que hizo su aparición el Tribunal del Santo Oficio. Antonio Zinny se pregunta con sorna si no habría estado “dormido” el comisario inquisidor que vino a quejarse de lo publicado, cuando su obligación –de acuerdo con la práctica inveterada– era leer los textos “antes” de su impresión, procedimiento que explica, preci-samente, el nihil obstat consabido. Al respecto, me inclino a creer que para esa época y en esta región, la censura y el rigor inquisitoriales eran más bien fantasmagorías. Tras las rituales indicaciones de que debían

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respetarse “los derechos de la religión”, no había –en el sector de los “cultos”– sino desinterés de los más y el natural desenfado de quienes se atrevían a poner algo por escrito. Por otra parte, si la presunción de Caillet Bois tiene algún viso de razonabilidad –y parecería corroborarla el hecho de que ya desde el 1º de septiembre estuviese circulando el periódico de Vieytes– cabe suponer que los siguientes pasos dados eran simplemente pro forma, sin perjuicio de que el indecoroso ataque de Cabello a los curas mereciese siquiera un gesto de rechazo. Pero obsér-vese que ninguna consecuencia le acarreó posteriormente el desafuero, lo que tampoco estaría de acuerdo con la arquetípica meticulosidad implacable de la Inquisición; para esa época, a no dudarlo, la censura que podía inquietar era la ejercida por motivos políticos.

El otro punto es acerca de qué tipo de periodismo era ése prohi-jado por virreyes y atendido por personas a las que se llamaba para cumplir una función de antemano descripta como de “bien público”, que requiere privilegios y exclusividades y que necesita de una tertulia de señores prominentes para poder desenvolverse con alguna soltura. En principio se diría que se trata de un periodismo muy distinto al que hoy se conoce, aunque es posible que esa impresión, exacta en lo exterior, sea errada en algunos aspectos de fondo. más claramente que ahora –porque se estaba más cerca de los orígenes– eran recono-cibles entonces las dos grandes vertientes ideales del periodismo: una anglosajona, nacida no al calor del poder sino de las luchas primero religiosas y después partidarias, periodismo en verdad libre, en tanto no dependía de la autoridad como tal en términos legales sino de quienes circunstancialmente la ejercían o eran sus opositores. Ese periodismo es autónomo y franco y apunta, ante todo, a informar a hombres libres que en algún momento deberán pronunciarse y elegir, pero junto a esas buenas cualidades trae consigo, simultáneamente, lo parcial, lo ban-derizo y aun lo fanático capaz de amparar las peores pasiones: puede, por ejemplo, mentir, si ello conviene a la facción que sirve. la otra es de raíz francesa y surgió al lado del absolutismo de los monarcas, cuya cultura y entorno les hacen desear no el beneficio de un grupo sino el “bien común”. Este periodismo nació para aleccionar a los vasallos, difundir nociones útiles, promover la instrucción y expandir los dones de la vida y de la naturaleza que están al alcance de la inteligencia; de

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suyo no es faccioso, pues vive en un mundo en que no hay facciones, e invariablemente apunta a reforzar el raciocino como vía para acercar a los hombres la comprensión de aquello que se les impone.23

Siempre en términos ideales, tendríamos, pues, de un lado la liber-tad y del otro la ética, en uno las noticias y en otro la docencia, en uno la denuncia y en otro el correctivo, en uno el debate y en otro la crítica sesuda, en uno la invectiva y en otro la exactitud, en uno la propagan-da y en otro el adoctrinamiento. Casi es inútil aclarar que de esos dos periodismos ninguno era “comercial” o “independiente”, en el sentido que hoy damos a esas palabras, sin perjuicios de que algunos escribas ganasen y de que, por supuesto, siempre lo hiciese el impresor. En el lapso que va desde 1784, cuando aparece The Times, de John Walter, hasta 1836, cuando ve la luz La Presse de Émile de Girardin, se arqui-tectura paulatinamente el periodismo hoy día reconocible, cuya finali-dad abarca entre otras lo específicamente lucrativo, y en la que se cree conveniente la confluencia armónica de lo mejor de ambas tendencias, modalidad que inunda Europa y los Estados Unidos en el curso de la segunda mitad del siglo XIX y que en América latina sólo termina de consolidarse en las primeras décadas de la centuria siguiente.

El periodismo que entendían y deseaban los virreyes y las clases ilustradas de las colonias españolas era –y no podía ser de otro modo– el que venía de Francia, traído por la mano de los Borbones y que en ese tiempo florecía en todos los países en los que marchaban a la par el iluminismo y el despotismo ilustrado. Avilés y Del Pino estimulaban y maldecían a Cabello tal como antes richelieu y mazarino lo habían hecho con Théophraste renaudot; igual que a éste, a aquel se le pedía exponer ante “la opinión” los “grandes designios” y, a la vez, hacer una labor de moralización, de aleccionamiento y de facilitación de disponi-bilidades sociales explicadas de manera accesible, con el propósito de contribuir a conformar el imperfecto cuerpo social.

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Vieytes y el Semanario de Agricultura

Si el Telégrafo fue un “cajón de sastre”, un amontonamiento más bien caótico de datos, opiniones, informaciones, piezas literarias, alegatos, resúmenes y disparates, en comparación, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, que a partir del 1º de septiembre de 1802 comenzó a publicar Hipólito Vieytes, se presenta como el ordena-do anaquel de un coleccionista casi obsesivo. El cambio de uno a otro periódico fue notable y quizá ni haya sido esperado por los lectores y autores porteños. Puede, incluso, que esa probable sorpresa no resul-tase demasiado satisfactoria para todos. Una anécdota curiosa habría quedado a propósito de eso: Cabello daba, como hemos visto, generosa cabida en su hoja a las manifestaciones poéticas, no siendo el menor de sus méritos el haber publicado el primero de nuestros monumentos líricos, que es la “oda al Paraná”, de manuel José de labardén.

Pero el Telégrafo era, en pretensión, un órgano manifiestamente literario, dirigido a cultivar el “buen gusto” del pueblo. El Semanario, de manera explícita e insistente optó por mantenerse en su enunciado: “de Agricultura, Industria y Comercio” y no salirse de tal lineamiento. En consecuencia, con genuino celo de cancerbero Vieytes se empeñó en guardar la puerta de su publicación de modo que ningún poeta, o aficionado a la poesía o poetastro, pudiese franquearla. Al comenzar la aparición del periódico –se cuenta– don Pedro Tuella, que era un buen amigo de muchos y un apreciable hombre de cultura, le acercó un inocente soneto hecho ex profeso –y que tampoco era malo, se-gún se dice– cuyo nombre procuraba, justamente, quedar bien con el editor: “Industria y agricultura”, pero recibió un rechazo rotundo. El Semanario no publicaba poesías y, en efecto, no las publicó nunca en sus cinco años de existencia, sin permitirse infracciones a esa norma, con un rigor particularmente extraño en aquel tiempo tan dado a la frecuentación hasta banal de las musas.

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El Semanario no era un periódico literario y existía la firme de-cisión de que no lo fuese nunca. y sin embargo estaba mucho mejor escrito, con mejor estilo, elegancia y regularidad, que no el Telégrafo y ésta era consecuencia directa de las opuestas personalidades de ambos redactores: el alocado, disperso y arbitrario Cabello fue suplido en la tarea de abastecer periodísticamente a Buenos Aires por alguien mucho más centrado, más sólido en sus conocimientos e infinitamente más cabal en sus convicciones. Vieytes no era un doctrinario ni un ilumi-nado, carecía del vuelo y de la imaginación de Belgrano, su compañero y amigo y mentor inmediato de la hoja, pero compensaba eso con un indisputable buen discernimiento y con un ahínco coherente que nunca lo abandonó. lo rodeaba, además, el aprecio y el respeto de la gente y nunca hubo verdaderas quejas contra su periódico, ni malestar mar-cado entre las autoridades aunque alguna vez también él haya tenido problemas con la censura.

No se hablaba mal de Vieytes en su tiempo ni tampoco de su periódico. y no se habla mal ni de uno ni de otro, retrospectivamente. la opinión de los historiadores es, en general, sumamente favorable y pareciera que en cuanto a eso no hacen sino reiterar el amplio consenso obtenido entre los contemporáneos, seguramente con justicia pues era un vecino de consideración en la ciudad. En virtud de eso y por haber nacido en el país –en 1764, en el pago de San Antonio de Areco– es que se lo suele tener por el primer periodista argentino, que en térmi-nos estrictos lo fue: se trató del primer compatriota que se desempeñó como editor (o redactor) de un periódico. Por otra parte, sus méritos y la porción de historia por él vivida agigantan la adhesión a todo cuanto hizo, en la medida en que ha quedado inscripto entre los fundadores de la patria, y su labor periodística no tiene por qué ser ajena a esa generalidad relevante.

Pero ante una revisión crítica de aquellos textos el panorama así definido presenta matices que es honesto puntualizar: mejor escrito y mejor pensado que el Telégrafo y también con notas editoriales de mu-cha mayor envergadura, en realidad el Semanario exhibe, comparado con su antecesor, una declinación sensible en cuanto a sustancia perio-dística y a curiosidad intelectual. El casi mamarrachesco Telégrafo es,

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pese a ello, mucho más cosmopolita, más nervioso, más valiente y más “moderno”, si se nos permite este vocablo con tufillo a anacronismo. El ponderado y poco menos que irreprochable Semanario es más laxo, más monocorde, más provinciano, más “virreinal” en el sentido en que lo abarca de modo pleno la dimensión del despotismo ilustrado. y bue-no es reconocer que si mayormente no halló trabas ni en la sensibilidad pública ni en la suspicacia de los funcionarios fue, en gran medida, porque nunca abordó temas conflictivos: llevadera es la libertad de expresión cuando no se la usa.

y no va esto en menoscabo del criterio con que fue hecho, trans-parentado con invariable altura en los 218 números de su colección, ni del prócer Hipólito Vieytes, quien posteriormente mostró con creces, en muy diversas y arduas alternativas, el fervor de sus certidumbres revolucionarias. El juicio se limita a lo que surge del análisis de la hoja, en efecto dedicada casi exclusivamente a disquisiciones sobre los tres temas anticipados en el título, con largos comentarios –muy bien en-tretejidos, es verdad– y escasa información: por excepción, cada tanto aparece entre ellas una de igual tono, pero referida a un asunto más general. y se encuentran consejos útiles, recomendaciones y acotacio-nes sobre usos extranjeros que entrañan mejoras productivas, alguna nómina de vecinos que revistan en un cuerpo militar, el movimiento de buques en montevideo y en nuestro puerto. y nada más, absoluta-mente nada, vacío en el que es fácil advertir la estrictez del neófito; así hasta la breve y discontinuada etapa final del periódico, en la que sí se registraron modificaciones sustanciales y forzosas.

Pues, en efecto, el Semanario fue de la manera que se dice hasta que sobrevino la primera invasión inglesa, acontecimiento que hizo que dejara de publicarse. El número 196 salió el miércoles 18 de junio de 1806, y el siguiente, el miércoles 24 de septiembre, de modo que hubo tres meses de interrupción. A partir de ahí y hasta el último, aparecido el miércoles 11 de febrero de 1807, hay si un cambio grande y el perió-dico se vuelve, por imperiosas razones, una especie de centinela que alerta al pueblo, que le recuerda los trastornos vividos y que los mo-mentos en que todo depende del esfuerzo marcial pueden volver. Hay entonces informaciones de aquí y de Europa, traslaciones de periódicos de ultramar, incitaciones y avisos. la última noticia aparecida, al pie

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del número postrero, es la comunicación que da cuenta de la caída de montevideo en manos de los ingleses, con este agregado en que vibra la historia: “Se ignoran aun las puntuales circunstancias de este infeliz suceso; pero sí sabemos que el Señor Brigadier de marina D. Pascual ruiz Huidobro, su Gobernador [el de la ciudad expugnada], se ha soste-nido con las tropas de la guarnición y con su esforzadísimo vecindario de un modo que hará época en los fastos de la América”.24

Pero ya no era el Semanario, sino otro periódico propio de una instancia que tal vez el editor no reconocía como valedera para sus-tentar el mensaje que se había propuesto transmitir. Belgrano lo creyó así cuando en el prospecto en que anuncia la aparición del Correo de Comercio dijo de su predecesor: “El ruido de las armas, cuyos gloriosos resultados admira el mundo, alejó de nosotros un periódico utilísimo con que los conocimientos lograban extenderse en la materia más importante á la felicidad de estas provincias; tal fue el Semanario de Agricultura, cuyo editor se conservará siempre en nuestra memoria, particularmente en la de los que hemos visto á algunos de nuestros labradores haber puesto en práctica sus saludables lecciones y consejos y de que no pocas ventajas han resultado”.

Cabe creer que Vieytes pensó que había terminado el trance propicio para esa prédica y que el tono adoptado ya no era viable o, al menos, ya no lo era de un modo absoluto, si bien la idea permanecía en el aire y habría de volver, con ajustes, en el mencionado periódico de Belgrano, en el que iba a colaborar estrechamente el ex redactor del Semanario, del mismo modo que el futuro general patriota lo había he-cho en éste, unidos ambos en la común persuasión de que era necesario desarrollar con vigor extraordinario las capacidades económicas del país, si es que se quería hacer de éste el ámbito adecuado para albergar una sociedad digna de sus mejores hijos. Pero el tiempo era ahora otro y todo indicaba que en adelante deberían hablar los tribunos y trabajar los soldados.

Vieytes, agricultor y comerciante, industrial –fue “jabonero”, se-gún enseñan en la escuela– y publicista, iba a tomar, también él, por el nuevo camino y acompañaría a la revolución como “comisario político” del Ejército del Norte y como secretario de la Junta, cargo en el que

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sucedió a mariano moreno; integró después la Asamblea del año XIII y adhirió a Alvear, y al ser éste derrocado se lo confinó al pueblo de San Fernando donde murió poco después.

la orientación que imprimió al Semanario obedecía a la perfec-ción a los cánones del tipo de periodismo admisible y recomendable en la esfera colonial25: si la impresión que hoy nos produce esa modalidad es, en general, pobre –aun para su época–, ello se debe, sobre todo, a que no nos proporciona reflejos de los grandes acontecimientos que sacudieron en esos días al mundo. Vieytes llevó tan lejos el postulado ilustrado de que los periódicos deben apuntar a finalidades morali-zantes y didácticas que nada contó de la coronación de Napoleón, de Trafalgar, de Ulm, de Austerlitz, de la venta de la luisiana a los Esta-dos Unidos, de la caída de Viena, de la abolición del Sacro Imperio… Es lástima no saber hoy cómo interpretaba un porteño informado esas cosas, pero tampoco es cuestión de achacar toda la responsabilidad de la falta a mera opción personal, pues es muy claro que esa renuencia en cuanto “a contar a las damas lo que no tiene por qué interesarles”, refle-ja una actitud que estaba en el aire, difundida por los “reyes filósofos” al que los “ilustrados” habían puesto por las nubes. Al fin de cuentas, es cierto que, como veremos a su turno, el Correo de Comercio no dijo una palabra de la revolución de mayo, y no sería, ciertamente, porque su redactor no estuviese al tanto.

Sólo una excepción se permitió el Semanario en cinco años y fue una implícita respuesta –ya póstuma– al sarcástico anuncio con que el agonizante Telégrafo había saludado la aparición de su sucesor y competidor, a la vez que una airada condena al malhadado artículo “Circunstancias en que se halla la provincia de Buenos Aires…” y al re-dactor del difunto periódico. Surge ya ahí la presunción de que esa nota no fue escrita por el “malvado”26, aunque se haya valido de ella: “¿Qué otra cosa son que miserables palanganadas sus observaciones, quando se hincha de político?”, y luego “Suele ser tal la miseria de un hombre ignorante, quando cae en la tentación de hacer el sabio, que bien puede ser que todo lo que ha dicho esté muy distante de lo que quiso decir”, brulote que finaliza –también en calidad de única excepción– con un estrafalario “Epigrama” en verso.

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La deliberada falta de firmas inhibe las certezas en cuanto a sus colaboradores, con excepción de manuel Belgrano de quien sí se sabe que lo fue, muy estrechamente. Es probable que también lo acompaña-ran el español Pedro Antonio Cerviño y Juan José Castelli. De todos modos, para nada son marcados los cambios en el estilo, que tiene, en general, un tono de elegante sencillez, un poco a la manera “belgra-niana” que evidentemente influía en Vieytes. La ideología era la usual iluminista, pero en su variante “fisiocrática”27, sin duda adoptada por creerla buena para un país como el nuestro, en el que lo rural lo era todo. En la portada del primer número se lee: “la agricultura bien ejercitada, es capaz por si sola de aumentar la opulencia de los Pueblos hasta un grado casi imposible de calcularse porque la riqueza de un País se halla necesariamente vinculada á la abundancia de los frutos mas proporcionados á su situación, pues que de ellos resulta una común utilidad á sus individuos. Es escusado exponer la preeminencia moral, política y física de la agricultura, sobre las demás profesiones hijas del luxo y de la depravación de las Sociedades, pues nadie hasta ahora la ha disputado el ser la arte creadora de la ciencia y los estados: ninguna merece mayor protección de la autoridad pública; porque tampoco nin-guna se dirige mas inmediatamente al interés general: ella es el primer apoyo de la Sociedad, y el origen de las luces adquiridas por el hombre civilizado, y sin ellas aun se hallaria el hombre envuelto entre las cos-tumbres mas feroces; confinado a vivir entre las fieras en la espesura de los bosques. A esta arte noble, y alimentadora de los hombres se debe todo aquel cumulo de conocimientos que admiramos en posesión á las naciones mas cultas: la industria, las artes y el comercio, han recibido de ellas sus preceptos, y sus reglas, y jamás se podrá dar un solo paso en estos preciosos ramos sin su auxilio: ella puede aumentar, ó disminuir los resortes que los mantienen en una perenne y continua rotacion: prefixarles un punto señalado, y decirle como Dios al mar De aquí no pasarás”.

las notas abordan a veces asuntos conceptuales, a veces de téc-nica, a veces de descripción geográfica como los dedicados a los ríos Bermejo y Negro, a propósito de sus posibilidades de navegación, pero todo dentro de un enfoque como de enciclopédica práctica, regido por la atemporalidad y la impersonalidad. las cosas cambiaron más tarde,

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como se dijo, y en un grado tan amplio que la sustancia del periódico pareció diluirse, hecho patente que debe haber llevado a su editor a la decisión de cerrarlo, pues, según era de esperar, ningún dato tenemos de que afrontase problemas como la disminución de suscriptores, aun-que sí los tuvo a raíz del precio del papel, que subió mucho durante 1805, por el bloqueo naval.

la parte segunda se inicia con una carta enviada a Vieytes por liniers, a la sazón a cargo del poder, en la que lo saluda con motivo de haber reanudado la publicación del Semanario, lo que representaba un notable y merecido halago. la precede la leyenda “El señor recon-quistador de esta ciudad al editor” y éste es su texto: “Uno de los mas ilustres escritores Españoles (Saavedra)28 en su inmortal obra de la re-publica literaria hace un parangon inimitable de las ventajas y perjui-cio de la Imprenta; este facil uso de propagar con la mayor prontitud las disposiciones y ordenes consernientes al mejor gobierno, é ilustración de los Pueblos, puede igualmente ser con el abuso uno de los mas faci-les medios de esparcir ideas perjudiciales al buen orden y tranquilidad publicas. Pero constandome que los periodicos de V. m lejos de ser de esta ultima clase, no respiran mas que el mas puro patriotismo, amor á las artes, y mas acendradas ideas morales, en este momento los miro mas necesarios que nunca, quando acabada su reconquista, tememos con el mas justo recelo de vernos de nuevo atacados, y necesitamos que los moradores de esta Ciudad, y sus dependencias se inflamen de un nuevo celo para rechasar los esfuerzos de los enemigos empeñados en nuestra ruina, deponiendo qualquiera otra mira que se oponga a este dichoso y glorioso fin.

Espero que volverá V.m. á emprehender este util curso literario, por el qual procurara instruir al Público de mis ideas enteramente deci-didas á su gloria, y ventajas, como así mismo espero que me impondrá de los hechos de beneficencia y de patriotismo con que se han distin-guido todos estos moradores en el feliz suceso de su reconquista, y no han llegado á mi noticia, para que todo el mundo los conozca, sirva de ejemplo á todos, y me proporcione el indecible gusto de elevarlas á los pies del Trono de nuestro invicto monarca. // Dios guarde a V.m. muchos años &cc, Santiago liniers”.

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Evidentemente ese fue el punto más alto de la buena relación de Vieytes con la ciudad y con sus prohombres; el jefe indiscutido, vencedor de contienda realizada en presencia misma de los vecinos y con su participación, se dirige al publicista para felicitarlo y desearle prosperidad; sin embargo, el “reconquistador” no sabía que en realidad Vieytes ya no deseaba avanzar por un camino que en más le impondría la tarea de “inflamar” la pasión y el patriotismo de su compatriotas. Y no fue por falta de adhesión a la causa de éstos, sino de vocación: se sentía con pasta para predicar no para arengar.

Dijimos que pese a tanta aprobación y señalado contento general, asimismo tuvo dificultades con la censura, que no llegó a sanción efec-tiva, pero que sí lo obligó a rehacer un número que ya estaba impreso y que no fue distribuido, sino que se hizo otro para reemplazarlo. Un ejemplar de la fallida edición se salvó de la destrucción seguramente dispuesta y nos ha llegado, si bien los estudiosos lo han conocido tardíamente. la numeración y la data son las mismas que en la ver-sión que se entregó al público, lo que ha dado motivo a confusiones y debates. Al parecer la nota objetada era una que envió un correspon-sal residente en Tupiza, Alto Perú, en que se describían las terribles condiciones de explotación a que se hallaban sometidos los indígenas que trabajaban en las minas de Potosí, donde los peones debían tragar “las atenuadísimas miasmas de la piedra metálica en polvo”, con serio riesgo para sus pulmones. Tras informar haber visitado una de esas mi-nas, el corresponsal comentaba: “Averigüé que en menos de seis meses habian fallecido sobre setenta indios del morterado y probablemente muchos otros que se retiran con un principio de consunción que va por lo regular en aumento con razón al género de vida desarreglada de todo Indio”. Una primera parte de la nota había salido pero la advertencia “continuará” puesta al pie anticipaba un propósito frustrado. El tema de la explotación que se hacía de los aborígenes era asunto que las au-toridades veían con fuertes prevenciones y extrema desconfianza desde la gran rebelión de Túpac Amaru.

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Belgrano y el Correo de Comercio

Salteamos el orden estricto de las publicaciones aparecidas en Buenos Aires –pues entre 1809 y 1810 circuló la Gazeta de Gobier-no– para pasar al último de los periódicos importantes aparecidos en el Virreinato del río de la Plata, cuya publicación se prolongó hasta once meses después de proclamada la libertad. El Correo de Comercio, de manuel Belgrano, vino a continuar y a perfeccionar la opción perio-dística que había caracterizado al Semanario, al que superó, sin duda, en la medida en que las ideas y perspectivas de su editor eran de más entidad que las de quien había dado vida al precursor en esa actitud. Pero el esquema central de ambas publicaciones es idéntico: consejos y orientaciones para las actividades productivas, para la consolidación del comercio y para un mejor rendimiento de las actividades rurales, todo manifestado en un estilo prolijo y digno. Al fin de cuentas, la pré-dica del Semanario no fue sino un intento por popularizar las ideas que Belgrano había expuesto con anterioridad en sus “memorias económi-cas”, redactadas desde la secretaría del Consulado, cometido que abrió los ojos de muchos acerca de la importancia crucial de lo económico. Esas ideas eran bien conocidas, por otra parte, en el círculo ilustrado, pero inevitablemente chocaban con persistentes resistencias en diversas rutinas mercantiles arraigadas de antiguo.

Belgrano meditó fundar una nueva sociedad literaria y las reunio-nes que tuvieron efecto en su casa con tal fin, deben haber congregado a un grupo grande de personas, más o menos filiables con el todavía impreciso bando de los patriotas, al punto de que el anfitrión se sintió obligado a acudir ante Cisneros para prevenirle de esos encuentros y anticiparse así a posibles inquietudes del virrey. le explicó a éste que estaba en preparación la salida de un nuevo periódico que iba a publicarse, igual que los anteriores, con el auspicio de la autoridad y en estrecha colaboración con ésta. Según mitre, el virrey aceptó muy

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complacido la idea y la tomó como propia, con vivísimo interés: “Era tal la impaciencia de Cisneros por ver publicado el periódico –dice–, que quiso se diese a la prensa para no perder tiempo, el prospecto de un periódico de Sevilla, mudándole el título y la fecha”.

A fines de enero de 1810, Belgrano publicó el prospecto del Co-rreo y fijó en él que la principal finalidad de la publicación sería el estudio de las artes, las ciencias y la historia, y que daría preferente atención a la filosofía de la historia, a la difusión de datos estadísticos y a los conocimientos geográficos. Mitre apunta que “Cisneros circuló el prospecto por todo el virreinato, incitando a las corporaciones a suscribirse, diciendo que «le merecían toda la protección y el fomento que podía dispensarse los objetos del nuevo periódico», deseando que se empleasen los medios que se habían propuesto sus redactores en la propagación de las luces y conocimientos útiles, por cuanto no podían obtenerse esos objetos sin la ilustración y educación de los pueblos. Así es como Cisneros –reflexiona el autor de la Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina–, imitando sin discernimiento el ejemplo de su antecesor (liniers), aguzaba inocentemente las nobles armas de los patriotas. Belgrano, por su lado, convino, después de haber sonado la hora de la emancipación, en que en ese periódico se publicaron papeles que no eran otra cosa sino un acusación contra el gobierno español”.

Pero, sin duda, no como resultado de una acción concertada; es claro que, a esa altura, todos los escritos y pronunciamientos del pró-cer tenían ya un doble sentido, acaso por imposición inevitable de los acontecimientos que estaban transcurriendo: proponer medidas para el estímulo de la economía, por ejemplo, era una forma lateral de poner en cuestión el sistema restrictivo imperante en las colonias; reclamar la ilustración del pueblo venía a ser un modo de puntualizar que hasta ese momento se la había desatendido, y aun invocar los beneficios que podían esperarse de la utilización de la prensa adquiría de pronto el sentido de un rechazo a la censura connatural al antiguo régimen. En el fondo, todo podía verse como envuelto en una gran ambigüedad y es notorio, al respecto, que Belgrano se manejó al frente del periódico con mucho tino y prudencia, sin por eso renunciar en ningún caso a exponer ideas y a comentar con libertad aquello de que daba cuenta. Acerca de esto, mitre señala la destreza y soltura intelectual con que

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muy poco antes del estallido revolucionario Belgrano manifestó su parecer sobre las inminencias que se vivían en un artículo, de título levemente gibboniano: “Causas de la destrucción o de la conservación y engrandecimiento de las Naciones”, en el que a pretexto de estudiar la filosofía de la historia, prevenía a los pueblos sobre la dirección de la marcha que debían seguir para elevarse en el plano cívico, en el cual los adeptos al bando “españolista” no vieron sino plausibles consejos para exorcizar los males que podrían derivarse de la desunión. Apunta mitre que esa fue “una conspiración sorda, llevada a cabo por el ins-trumento de la publicidad, que contribuyó a minar los cimientos del poder colonial”.

la colección del Correo de Comercio, hebdomadario de los sába-dos, consta de 52 números aparecidos entre el 3 de marzo de 1810 y el 23 de febrero de 1811, si bien hubo varios suplementos que prolongaron su presencia hasta el 6 de abril. A partir del número 8 comenzó a aña-dir –en línea más abajo– el subtítulo “de Buenos-Ayres”. Belgrano no fue tan mano abierta como Cabello en cuanto a dar cabida en su hoja a toda clase de trabajos, ni tan impenetrable como Vieytes, quien había proscripto de la suya a la poesía; con mesura y procurando atenerse a cierta excelencia literaria, el Correo admitió en su redil a ese género y así en el número cinco apareció “A la luna”, de nuestro conocido Prego de oliver. mucho más notable es “Delicias del labrador” de V. l. (Vicente lópez y Planes) que vio la luz en el número ocho, del 21 de abril de 1810, suerte de geórgica virgiliana con toda la encantadora artificiosidad con que en la época se referían las cosas sencillas:

“Por delante conducelos tardos bueyes, que el aperosufren apenas: á lo lexos luceel provisto fogón, donde el corderoy la baca sabrosapreparando por cena está la esposa”.

la falta de noticias de la actualidad política es seguramente supli-da –esto pensando que en realidad todos los lectores las conocían– por

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comentarios cuya intencionalidad estaba, a no dudarlo, clara, aunque hoy nos parezcan confusos. Pero el gran tema al respecto, es el de la ignorancia en que el Correo permaneció ante los sucesos de mayo, atribuida –sin excesiva convicción– por Zinny y por Gutiérrez al de-seo de mantener la especificidad comercial del periódico. Discrepa de ellos oscar r. Beltrán29 y en apoyo de su criterio comenta el mismo artículo en que reparó mitre y añade una especial consideración acerca del publicado el 11 de agosto, a menos de tres meses de producido el pronunciamiento, y que el editor denominó “la libertad de la prensa es la principal base de la ilustración pública”, en el que con nitidez se acude en defensa de la Gazeta de Buenos-Ayres, ante quién sabe qué objeciones hechas a la hoja arquetípica de la revolución. Se lee ahí: “¿Qué es lo que temen? ¿Qué se abuse de la libertad? ¿Qué se escriba contra la religión y se la arruine? Pero en prohibiendo que se escriba contra el dogma, con una pena fuerte é irremisible, estará salvado este inconveniente para los que, por un zelo más perjudicial que útil á la misma religión, recelan de la libertad. ¿Temen que se impriman perso-nalidades, sátiras mordaces, indecencias ú obscenidades? Prohibanse rigurosamente, dexando en quanto á lo primero á cada uno la acción de injurias que les dan las leyes, así cómo á nadie se le quita ni ata la len-gua porque con ella puede injuriar, ni las manos porque con ellas puede matar, ni aun la facultad de llevar cuchillos, tixeras, navajas, espadas &c porque sean instrumentos que sirvan para hacer daño, si no que se castiga al que abusa de la lengua ó de las manos, ó de los instrumentos que se les conceden para usos útiles, ó necesarios”.

En realidad, se trata de una mosca blanca –y tampoco explícita, ya que no se aclara de qué se habla–, pues no es ése el tono habitual del periódico, en el que, en todo caso, mucho de lo que se pretende encon-trar queda en el marco de la interpretación subjetiva de presuntas “en-trelíneas”. Pese a todo lo que pueda alegarse o en la materia, cabe tener como absolutamente válida la aserción de Juan maría Gutiérrez en cuanto a que el Correo “puede recorrerse todo entero sin que el lector se aperciba que durante la marcha tranquila de ese periódico pasaban los sucesos de la revolución de mayo”, si bien ese lector del que pode-mos adivinar la falta de percepción, naturalmente es contemporáneo de Gutiérrez o nuestro y no de Belgrano… El propio objetor condiciona

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el alcance de su reparo al agregar que “en esa tranquilidad había algo de la confianza en la fuerza y de la fe en los resultados de los grandes medios con que cuenta la razón en los hechos sociales. El Correo de Comercio era la revolución misma armada de las demostraciones más poderosas a su favor: era un ariete contra el edificio gótico de la Colo-nia que demolía sin estrépito pero acelerada y eficazmente”.

muy amplias son las nóminas de mercancías, con precios corrien-tes en la plaza, las reseñas de “efectos de importación”, y constituyen hoy curiosos testimonios acerca de la multiplicidad de orígenes de los productos que se comerciaban entonces en Buenos Aires, ya con muestras marcadas de la transformación profunda desencadenada por los primeros pasos de la libertad de comercio, que si bien Cisneros acababa de instituir de manera legal, el permanente estado de guerra de aquellos años había ya establecido de hecho, desde una década atrás, debido a las dificultades para la comunicación con la península, pro-ceso en que vino a culminar la cautelosa liberalización comenzada por los Borbones. Tenemos así que –en comparación con el Semanario–, son mucho más abundantes los avisos comerciales y los datos sobre movimiento marítimo.

Por último, un pormenor inseguro: en su ocaso, y por única vez, el Correo se habría apartado notablemente de sus hábitos en una “procla-ma” que aparece añadida a su colección –y que tal vez circuló sumada como hoja suelta a alguno de sus números, lo que acaso facilitó el ser de similar tamaño–, documento que hizo público Francisco Xavier Iturri Patiño, partícipe en las rebeliones registradas en el Alto Perú el año anterior. Se titula Proclama del mas perseguido americano, a sus paysanos de la noble, leal y valerosa ciudad de Cochabamba y fue impresa a dos columnas, la de la derecha con la versión en castellano y la de la izquierda con la traducción en quechua; se enrostra en ella duramente la esclavitud “de tres siglos” hecha pesar por los españoles sobre los pobladores originarios: sería –de justificarse la inclusión de ese papel en la colección del periódico– la debida ofrenda a la causa de la libertad.

Tan similares fueron el Semanario y el Correo que hasta ambos murieron del mismo mal. Del primero dio cuenta, como hemos visto,

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“el fragor de las armas”, que fueron, en su caso, las que se empuñaron para resistir al invasor inglés; el segundo quedó huérfano de su editor ya en septiembre de 1810, cuando los deberes patrióticos impusieron al abogado Belgrano vestir uniforme y ponerse al frente de las tropas que marchaban al Paraguay. Como hacia esa época su colaborador Vieytes también se ausentó de Buenos Aires para acompañar la expedición de ortiz de ocampo, tenemos que el Correo que continuó apareciendo durante algunos meses sin modificación visible, no estaba a cargo de ninguno de los dos: no hay datos sobre quién pudo haber sido el redac-tor sustituto.

***

En resumen: de los nueve años transcurridos entre la aparición del Telégrafo Mercantil y la de la Gazeta de Buenos-Ayres, durante los dos que van desde la desaparición del periódico de Vieytes y el nacimiento del muy fugaz de Cisneros, lisa y llanamente la capital del Virreinato careció de prensa; durante los seis que abarcan las trayectorias sumadas del Semanario y del Correo hasta mayo, se contó con un periodismo sin duda muy estimable, muy formativo y muy significativo en cuanto antecedente de trayectorias que tendrían peso decisivo en el ulterior giro de los acontecimientos, pero que rehuía la información por en-tenderla impropia del alto designio que se proponía; a saber: ilustrar al pueblo y difundir conocimientos benéficos.

El Telégrafo tuvo un criterio distinto al respecto y hemos visto que acostumbraba reproducir noticias que venían en los periódicos extranjeros, práctica que después retomó la Gazeta de Gobierno, forzado su editor por la avalancha de sucesos que estaban, a la sazón, desarticulando las bases de la sociedad colonial, pero ambas fueron flores exóticas, en un medio intelectual que se resistía a comprometer el carácter docente de la prensa. ya se han nombrado hechos extraor-dinarios –o “momentos estelares”, de acuerdo con la feliz denomina-ción de Stefan Zweig– registrados hasta la extinción del Semanario, de los que nada apareció escrito en Buenos Aires, carencia en verdad lamentable.

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Después siguieron más acontecimientos y el incendio que consu-mía a Europa se extendió a la propia España. A río de Janeiro llegó la exiliada corte portuguesa. El Buenos Aires vencedor de los británicos depuso a un virrey e impuso a un caudillo, pronto legitimado por el poder peninsular pero cuya autoridad se negó a aceptar montevideo. los españoles de esta ciudad alarmados se confabularon y álzaga y algunos secuaces fueron desterrados a Carmen de Patagones, donde los oficiales los pusieron en libertad y les permitieron pasar a la capital de la Banda oriental en busca del amparo que les daría el rebelde Elío. El francés liniers vacila y mil historias se cuentan de él, en tanto hace su aparición fantasmal el marqués de Sassenay y un grupo de exaltados da vivas en las calles porteñas a Napoleón. michelena va montevideo con orden de reducir a Elío a la obediencia y es sacado literalmente a las trompadas, para afrontar enseguida el riesgo de linchamiento a manos de una multitud enfurecida. Con entusiasmo del que nadie duda se jura lealtad a Fernando VII, el rey cautivo. la infanta doña Carlota envía mensajes y agentes; entre río de Janeiro y Buenos Aires hay un constante tránsito de espías e intrigantes, bajo los ojos atentos de lord Strangford, embajador ante la corte de Juan VI, rey de Portugal, y del almirante Sydney Smith, jefe de la armada británica en el Atlántico Sur. Cisneros viene y cree que liniers rehusará entregarle el mando, por lo que permanece expectante en la Colonia del Sacramento, adonde se debe ir a buscarlo. la rebelión estalla en Quito y se la ahoga en sangre; golpea enseguida en el extremo Norte del Virreinato y en la Paz y en Charcas hay fusilamientos. En Buenos Aires se representa a Alfieri y el virrey tiene tiempo todavía para declarar la libertad de comercio, disponer la obligatoriedad de la vacuna y tomar providencias acerca de la enseñanza elemental.

Son muchas cosas, en principio importantes o llamativas, y, sin embargo, ninguna existió para el periodismo restringido de entonces. No es cuestión de descalificarlo por eso ni de creer, tampoco, que tama-ñas omisiones hayan sido mero producto de la censura o de un clima de censura. las prohibiciones y las amenazas, los riesgos y las persecucio-nes, han existido siempre y también estaban presentes en aquel tiempo. Igual que sucede en todas partes y en todas las épocas, es seguro que actuaron en el sentido de inducir a cautelas y a zalamerías, pero no es

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imaginable que bastasen en ese trance –como no bastan nunca– para acallar del todo a hombres íntegros y que habrían de dar muy en breve pruebas de ferviente devoción patriótica. más es de pensar que había de por medio trabas ideológicas o culturales que limitaban la visión del periodismo a ese sólo modelo descripto, de intermediario entre las luces y la penumbra que debía retroceder ante ellas.

Pero, por otra parte, es evidente que la gente sabía todo, o que, al menos, que quienes tenían que saberlo, lo sabían. Sabían todo, y tam-bién muchas cosas más, incluidas las irrelevantes y las falsas. ¿Cómo se informaban? El tema que plantea este interrogante no tiene demasiadas respuestas en cuanto a variantes posibles y conlleva, a la vez, un par de secretos inescrutables en cuanto a la magnitud desmesurada de la información que se manejaba y a la rapidez de su difusión. Por supues-to, había bandos y proclamas, reuniones y discusiones alimentadas por el profuso arribo de periódicos extranjeros, por lo común españoles o franceses, y también ingleses, después de 1808.

Veinte años hacía que las colonias estaban siendo acechadas, cada vez más, por la incertidumbre, el temor y la esperanza de una vorágine intuida y próxima, según los indicios. En un contexto semejante es comprensible que la importancia de las noticias se potencie enorme-mente. No olvidemos que Cisneros cae debido a saberse algunas relati-vas a la situación de España. las trajo una fragata mercante inglesa que arribó a montevideo el 13 de mayo: sólo Cádiz permanecía libre de la dominación napoleónica y la Junta Central se había refugiado en la Isla de león, pensando que aun esa ciudad estaba a punto de perderse. Al día siguiente, y más o menos deformada, se las conoce en Buenos Ai-res. El 17, el virrey sale al cruce, resuelto a luchar contra una agitación que juzga inminente; pone las cartas sobre la mesa y da a publicidad ese conjunto de novedades por medio de una hoja suelta.

luego, la “Gran Semana” y el derrumbe del mundo conocido. En lo exterior no se trataba sino de algunas noticias que alarmaban y desorientaban: no es un despropósito decir que a Cisneros lo derribó el periodismo, o un antecedente del periodismo.

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El complemento

Don Baltasar Hidalgo de Cisneros, último representante del poder español en Buenos Aires tuvo, durante su breve y ajetreada gestión, palpable evidencia de la necesidad en que se hallaba de disponer de un medio impreso que le sirviera de respaldo. Un vértigo de noticias inquietantes, contradictorias y tercamente negativas y muy negativas, se enconaba con él y no le daba respiro. Nadie salía a polemizar en su favor y la falta de un periódico adicto le impedía aun desautorizar versiones o rumores de obvia falsedad, cuya puesta en evidencia razo-nablemente podría redundar en descrédito para quienes los difundían y en la contraposición de algún crédito para las autoridades.

ya se ha reseñado la simpatía con que vio los preparativos que ha-cía Belgrano para sacar lo que sería el Correo de Comercio y el apoyo que dio a la iniciativa. Suponía, probablemente, que tendría un aliado en ese periódico y, en rigor, no tuvo un enemigo, pero las miras de Bel-grano eran muy otras y muy bien se cuidó de dar pasos que pudieran favorecer a un régimen del que ya estaba profundamente alejado.

Pero antes de esa intentona por ganar un apoyo a su política, el vi-rrey había efectuado otra muy curiosa, de la que se ocupó personalmen-te. más arriba se ha contado del virrey de méxico que, hacia la misma época, revisaba y corregía, de su mano, los originales de un periódico. Pero Cisneros lo superó, pues fue –él mismo, y no un secretario alec-cionado– el editor de la Gazeta de Gobierno, que apareció entre el 14 de octubre de 1809 y el 9 de enero del año siguiente, publicación que veía la luz dos veces por semana –hasta ahí las de Buenos Aires habían sido casi exclusivamente semanales y la iniciativa revela un fuerte inte-rés por salir sin tardanza a difundir ciertas noticias, como antídoto de otras– y que llegó a sacar 50 números. Otra circunstancia significativa, era que la publicación venía a llenar el vacío sensible representado por la ausencia de periódicos desde hacía dos años.

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Esa Gazeta primigenia se llenaba con pronunciamientos y dispo-siciones oficiales y –justamente, porque eso era lo que faltaba y era lo que mantenía en incómoda defensiva al gobierno colonial– con tras-cripciones de periódicos extranjeros, por supuesto tendenciosamente entresacadas, de modo de no perjudicar las posiciones propias. En alarde de discreta prescindencia, no informaba ni comentaba ningún acontecimiento del virreinato, dado que no se puede ser a la vez au-toridad y espectador. Este hecho, que en sí no es reprobable, como es lógico le impidió alcanzar verdadero ascendiente y a poco el virrey comprendió que muy poco obtenía con la publicación. la desaparición de ésta volvió a dejar sin periódicos a Buenos Aires, esta vez por dos meses, hasta la aparición del Correo de Comercio.

***

Fuera del ámbito porteño y también de la esfera de las instituciones virreinales, apareció en montevideo un periódico célebre y bastante mal conocido, que fue el primero de esa ciudad y que editaron los ingleses mientras la mantuvieron ocupada durante algunos meses de 1807. No corresponde exactamente al tema que se está exponiendo y su inserción puede ser tachada de arbitraria: no obstante, la impor-tancia que a esa publicación se le atribuye en los relatos históricos, la frecuencia con que es mencionada y la indudable influencia que su efímera existencia tuvo en el desarrollo del fermento revolucionario hacen inexcusable incluirla

la capital de la Banda oriental no tenía, para ese tiempo, sino 8000 habitantes, pero poseía –además de su excelente puerto– la prin-cipal guarnición española de la región. En el curso de la guerra iniciada en 1805 y tras la fallida expedición de Beresford a Buenos Aires, los ingleses se propusieron tomar montevideo, lo que consiguió tras dura lucha el general sir Samuel Auchmuty el 3 de febrero de 1807. A poco llegó a la plaza Whitelocke, quien asumió el mando en jefe: en ese mo-mento había ahí –aparte de los vecinos que no habían huido–, 12.000 soldados británicos y la rada albergaba a veinte naves de guerra de esa bandera, más noventa transportes, que a la vez eran buques mercantes atiborrados de mercaderías para su venta en el país por conquistar.

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Con Auchmuty había venido una imprenta, no se sabe bien en calidad de qué. Aunque en esa época los ejércitos europeos solían llevar medios con que imprimir proclamas y mensajes a las poblacio-nes civiles, ésta no pertenecía a la dotación militar y era, al parecer, de mayores dimensiones que las dedicadas, de habitual, a ese fin. Ese mismo general, convertido en gobernador de la ciudad ocupada, auto-rizó su funcionamiento y la publicación de un periódico, apareciendo al frente de éste, como redactor, un tal Guillermo Giole o Gile, al que Juan Canter identificó como William Scollay30, nacido en Boston en 1785, joven aventurero de singular cultura que había estudiado en la Universidad de Harvard. The Southern Star (“la Estrella del Sur”) comenzó a aparecer en mayo de 1807, con redacción bilingüe en inglés y en castellano. El taller estaba en la calle de San Diego Nº 4 y la publi-cación se hacía “con el permiso y bajo la protección del Excelentísimo Señor Comandante y General en Xefe de las fuerzas de Su majestad Británica en América del Sud”; el énfasis de este encabezamiento y el hecho comprobado de que se liquidaba un salario a Scollay ha hecho presumir que, efectivamente, la pretendida autonomía de The Southern Star no era sino una farsa del gobierno inglés, el que no podía aceptar que dedicaba esfuerzos a hacer propaganda en favor de la supresión del dominio colonial de un país contra el que estaba en guerra, entre los súbditos de éste, hecho notoriamente al margen del “derecho de gentes”. la impostura, por supuesto, consistiría en haber tratado de simular que imprenta y periódico eran “privados”.

Scollay –que firmaba algunos textos con el seudónimo “Veritas”– consiguió sacar un prospecto y siete números hasta el 4 de julio, más uno extraordinario el 11 de ese mes. Aparecía los sábados y el precio de la suscripción era de cinco pesos fuertes por trimestre. la parte inglesa está redactada en excelente estilo, que no desmerece del nivel literario, con trascripciones de Shakespeare y de Horacio y frecuentes y correctas citas históricas y eruditas, lo que acreditaría los estudios académicos cursados por el redactor. En cambio, el castellano en que se traducen esos textos es realmente malo, con incorrecciones e incon-gruencias que en ocasiones rozan lo absurdo.

Aunque hay partes en castellano autónomas, la regularidad de esas malas traducciones ha llevado a muchos a negar que hubiese en The

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Southern Star una participación importante y sostenida de criollos o de españoles “colaboracionistas”, pues aun el mismo traductor ha debido ser extranjero, debiendo desecharse de plano la presunción de alguno de aquellos pudiese tener que ver con la redacción en inglés, o que algo de ésta sea traducción de la castellana. Sobre el particular, el padre Furlong considera que “sería en verdad inconcebible que un español o hispanoamericano escribiendo en su idioma incurriese en tales fallas y, en cambio, exhibiese cimas de perfección cuando escribe en una lengua extraña. Por lo demás, cualquiera capta que el texto español es una tra-ducción del inglés y, en ciertos párrafos, una horrenda traducción”.

Se ha dicho, además, que fue un órgano con finalidades princi-palmente comerciales, debido a la gran cantidad de anuncios, pero una afirmación semejante entraña desconocer que en aquel entonces la prensa era, esencialmente, un instrumento político, al que pocos valoraban como fuente de lucro, y que menos lo sería en medio de una guerra y en una ciudad ocupada. Daniel Castellanos juzga inexistente esa presunta finalidad comercial y puntualiza que si se despoja a los sucesivos números de la maraña de edictos, proclamas y avisos, lo que queda es un sustrato formado por los editoriales y por ciertas trans-cripciones de diarios de londres referidas a política europea. Cree ese estudioso uruguayo que el periódico centraba toda su voluntad en la creación de un clima amistoso y de concordancias que favoreciera e hiciera perdurable la conquista británica de la región. Insinuaba la pu-blicación posibles ventajas por un lado y por otro procuraba convencer del poderío incontrastable del invasor: los relatos de sucesos acaecidos en lugares diversos apuntan siempre a tratar de imponer esta idea. Así, por caso, se publicó una amplia y muy prolija reseña de la batalla de Trafalgar pese a que esta se había librado casi dos años antes. Coin-cidentes en la denigración del monarca español y de sus agentes, así como en el elogio encendido de las ventajas que acarrearía el dominio británico, había un punto en que las versiones en uno y en otro idioma diferían y eran los avisos: algunos de éstos no se traducían y aparecían sólo en inglés, obvia señal de que se los insertaba en la inteligencia de sólo serían de interés para la muchedumbre de ávidos mercaderes convocada por la invasión.

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Con gran alarma vio la administración colonial este intento pro-pagandístico y en Buenos Aires se anunciaron severas penas contra quienes tuvieran ejemplares de este periódico o facilitaran su circula-ción. Una versión –indemostrable– quiere que la real Audiencia haya propuesto a mariano moreno redactar respuestas a los infundios del enemigo y que éste aconsejó el silencio como la mejor política; se dice que lo hizo por así considerarlo o bien por compartir, “en algo”, las propuestas progresistas del invasor, disyuntiva cuya resolución queda a cargo de quien quiera opinar. Sin embargo, pareciera que el enfoque implícito en la segunda de esas presunciones peca de superficial por demás: por cierto, la presencia militar de los británicos en el río de la Plata y la aparición de The Southern Star sacudieron profundamente las imaginaciones locales, pero se creería que eso, más que a tales hechos concretos, se debió al enorme ascendiente que entonces tenía lo inglés. Ya hemos dicho que la anglofilia lo inundaba todo en aquel tiempo y que, a poco andar, abarcaría a patriotas y a realistas. y esto, que iba mucho más allá de la mera adhesión política, muy pocas veces se vinculaba con la determinada voluntad de secundar las miras de la corte de Saint James: Pueyrredón y álzaga mantuvieron contactos con Beresford y eso no les impidió tomar las actitudes que tomaron.

¿y los colaboradores locales? Se puede aseverar, con absoluta certeza, que ni Francisco Cabello y mesa ni el padre Juan Francisco martínez, poeta por otra parte adverso a los invasores, tuvieron que ver con ese asunto. El único criollo que comprobadamente actuó en la redacción de The Southern Star fue el altoperuano manuel Aniceto Padilla, nacido en 1765 y quien residía en Buenos Aires al llegar Beres-ford. Se sabe que estaba al tanto de las actividades de miranda y que simpatizaba con ellas; es posible, asimismo, que tuviese relación con comerciantes ingleses, pero no fue esto lo que lo unió a los designios británicos.

rivadavia lo tenía por muy mala persona y lo rodeaba fama de inescrupuloso. razones no faltaban: en 1806 estaba preso, acusado del robo de alhajas a su querida. En el trastorno que siguió a la ocupación de la ciudad quedó en libertad y guardaba por eso agradecimiento a los ingleses. Confinado en Luján, Beresford se escapa y Padilla piensa que retornará vencedor. Hombre audaz y acaso desorbitado, se pone en co-

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municación con el general Arthur Wellesley (el futuro lord Wellington), y le pide –en deplorable francés– su mediación para que el gobierno inglés apoye la independencia de América del Sur.

refugiado en montevideo, colaboró en el periódico de los intrusos, aunque poco; firmaba con el anagrama imperfecto de “Anselmo Nai-teau”, que a veces es Naiteiu. Tras el fracaso de la invasión se estableció en londres y el gobierno inglés le asignó una pensión. Trabajó en los preparativos de una tercera intentona británica contra el río de la Plata y escribió informes en los que censuró con dureza al comportamiento militar durante la ocupación de montevideo, en especial por presuntas ofensas a la religión y por la rigurosidad del toque de queda. Pero Pa-dilla no era tonto y advirtió con claridad a los ingleses que lo que había quedado manifiesto era que el sentimiento local estaba decididamente en contra de una dominación extranjera, sin perjuicio de que hubiera a la vez tendencias a la emancipación.

Agente de lord Strangford, después de mayo de 1810, éste lo re-comendó a la Junta de Buenos Aires “como persona que ha merecido toda la confianza de mi Corte y la mía”. Venciendo los resquemores que provocaba el conocimiento anterior, se utilizó a Padilla en londres para gestionar la compra de armamentos, cometido en el que se hizo sospe-choso de manejos deshonestos, a la vez que incurría en extralimitaciones y osaba aparecer como “plenipotenciario de las Provincias Unidas”. la llegada a la capital británica de manuel moreno lo redujo a la modesta función de agente secundario, de la que pronto fue apartado.

***

El segundo periódico de la Banda oriental fue la Gazeta de Mon-tevideo, aparecido entre octubre de 1810 y junio de 1814. Aunque para nuestros cómputos habituales excede –ya desde su nacimiento– de la fecha en que damos por existente al Virreinato del río de la Plata, que para nosotros se extinguió con la deposición de Cisneros, ocurre que ésta no es sino una verdad a medias por mucho que haya venido a ser el inapelable veredicto de la historia escolar y a integrar el repertorio de nuestras más acendradas persuasiones cívicas. En realidad, monte-

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video no aceptó la constitución de la Junta de Buenos Aires y proclamó su dependencia del Consejo de regencia establecido en Cádiz, razón por la cual vino a constituirse en el foco españolista de la región y en el principal pivote de los esfuerzos bélicos hechos en ella por los rea-listas, mediante operaciones numerosas en la propia Banda oriental y en Entre ríos, en el río de la Plata y en los cauces inferiores del Uruguay y del Paraná. En 1811 llegó enviado por ese Consejo el anti-guo jefe de la plaza, Francisco Javier de Elío, ahora con la designación de virrey del río de la Plata y con ese título ejerció el mando hasta el año siguiente, cuando regresó a España. Fue, pues, el último de los virreyes y el virreinato en sí no quedó suprimido ni aún al término de su gestión, sino que simplemente fue dejado vacante el puesto de quien debía encabezarlo. Sucedió a Elío el general Gaspar de Vigodet, quien con el título de gobernador –su autoridad estaba restringida ya exclusivamente a la ciudad y a la lejana Carmen de Patagones– fue el jefe realista hasta que se vio obligado a capitular ante Carlos de Alvear, el 23 de junio de 1814.

Es decir, la Gazeta de Montevideo, órgano conspicuo y batallador de la causa realista, editado a la sombra del pabellón español, es, si-quiera en lo formal, parte de la prensa del virreinato. Ese medio atacó con virulencia y sin desmayos a la revolución porteña y, en realidad, ésa fue su única razón de ser. Al pronunciarse el 2 de junio de 1810 el Cabildo Abierto montevideano por el rechazo a la Junta porteña, no existía en esa ciudad imprenta, pero como pronto se hizo sentir la necesidad de contrarestar el influjo de los papeles revolucionarios que subrepticiamente cruzaban el estuario, la urgencia por obtener una y poder sacar un periódico que rebatiese esa propaganda fue de inmediato comprendida y dio motivo a trámites febriles para suplir esa carencia. En un lenguaje que de buenas a primeras se había vuelto antiguo, el jefe del apostadero naval, José maría Salazar, procuraba, el 25 de septiembre de 1810, convencer al ministro de marina del Consejo de que urgiese el rápido otorgamiento de la autorización. la imprenta –le expresaba– “así como mal manejada es el arma mas temible de los Pueblos, quando se usa bien produce ventajas incalculables á la Socie-dad, y felicidad general; al fin podremos decir á los Pueblos y al mundo entero la verdad de los hechos, y desmentir las calumnias y falsedades,

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forxadas en la infame política de la Junta, y estampadas en todas las gazetas de Buenos-Ayres”.

Entre tanto, las gestiones hechas ante la infanta doña Carlota estaban dando frutos y en esos días llegó a montevideo, como aporte de la hermana de Fernando VII remitido desde río de Janeiro, la que comúnmente se conoce como “Imprenta Portuguesa”; más nueva y superior en materia técnica a la de los Niños Expósitos, posibilitaba utilizar tintas de colores. Se asegura que sus elementos – una prensa y seis cajones de tipos– fueron tomados de la llamada Imprenta real establecida en la capital carioca. merced a ella se publicó la Gazeta de Montevideo, cuyo primer número apareció el jueves 13 de octubre de 1810. Un poco antes –el 8 de ese mes– había salido el “Prospecto”, en el cual se avisaba que el futuro periódico comunicaría “las noticias de España u del reyno, reales órdenes, edictos, proclamas, algunos discursos políticos y quanto pueda interesar á los verdaderos patriotas. Tendrá lugar en este periodico lo que ha ocurrido y ocurra durante las circunstancias actuales de la provincia31, y en una palabra, todo lo que contribuya á dar una idea positiva de nuestra situación”.

los números editados fueron unos 150 entre ordinarios y extraor-dinarios y el último salió un día después de la finalización del dominio español en el Plata, el 24 de junio de 1814, en medio de la confusión y cuando todavía no se había formalizado la entrada de las tropas ven-cedoras.

El contenido alternaba anuncios gubernamentales sobre la guerra en América con la trascripción de noticias relativas a los aconteci-mientos europeos. Esta hoja fue la única voz periodística disidente con la revolución de mayo y, de hecho, actuó como estricto vocero del gobierno de montevideo, expresándose según la situación de la lucha, que entrañó dos asedios, combates en la campaña oriental y en los ríos, incursiones depredatorias en las zonas del Ayuí y del Arroyo de la China y hasta un armisticio de por medio, ora con implacable du-reza, ora con atisbos de avenencia. Nicolás de Herrera32 fue nombrado redactor pero no llegó a desempeñarse en el cargo que vino a ocupar el abogado mateo de la Portilla y Cuadra. A partir de agosto de 1811 ejerció esa tarea el después célebre fray Cirilo de la Alameda33, llamado

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a desempeñar un papel relevante y novelesco en la historia española del siglo XIX.

Con la desaparición de la Gazeta de Montevideo se apagó la voz del legitimismo virreinal: una etapa de la historia había quedado atrás.

notas1 Porque –contrariamente a lo que se cree y sostiene– el periodismo en América

colonial surge no demasiado después que en las respectivas metrópolis: apenas unas décadas más tarde. y en un comienzo es bastante similar a éste. Posteriormente sí se producen disparidades en la evolución de uno y otro y es verdad que el asentamiento de la modalidad comercial, o “sensacionalista”, o “independiente” se retrasó entre nosotros setenta, ochenta, o más años, en relación con lo que ocurría en Europa y en América del Norte. Pero eso es ya harina de otro costal y hay que llegar a 1820 o 1830 para encontrar ejemplos que lo atestigüen.

y en cuanto a lo primero, cabe recordar que Inglaterra tuvo su primer periódico en 1622, Francia en 1631 y España unos años mas tarde, pero salvo en el segundo de esos países fueron experiencias fugaces. más consistencia tuvieron las gacetas oficiales aparecidas hacia esa época en Suecia y Holanda.

2 lógicamente, no era un diario, pese a la denominación. El equívoco era usual y subsiste en las denominaciones que a la actividad se da en los distintos idiomas; nosotros decimos “periodismo”, pero los franceses usan la expresión journalisme, que literalmente se traduce como “diarismo”, y los ingleses journalism, que es la misma cosa.

3 la novedad constituye un hecho realmente extraordinario. lima fue la segunda ciudad de nuestro idioma en que salió un diario. Antes había ocurrido en madrid; la tercera fue Barcelona, en 1792.

4 Un ejemplo: la denominación “Venezuela”, con la que desde un comienzo se conoció, también, a lo que los españoles llamaban de preferencia “Tierra Firme”, según tradición originada en el propio Colón, puede haber sido impuesta por aven-tureros castellanos, o bien por otros extranjeros llegados con la expedición alemana financiada por los Fúcar. Pero en un caso u otro eran personas que “habían oído” que Venecia estaba construida sobre el agua y asimilaron eso a la costumbre de algunos indios de erigir sus chozas sustentadas sobre estacas clavadas en el fondo de los ríos; es decir: que estaban “informados” de cómo era Venecia.

5 Torre revello, obra citada.6 Origen y desarrollo de la enseñanza superior pública en Buenos Aires, por

Juan maría Gutiérrez, edición de la Cultura Argentina, Buenos Aires, 1915.7 Porque superpuesto al afán filantrópico imperaban entre los “filósofos” y los

“ilustrados” imperaban ideas muy depresivas acerca del pueblo bajo: “Cuando la chusma interviene –decía Voltaire–, todo está perdido”. Con más circunloquios y

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menos profundidad, entre nosotros el padre maziel contraponía con abierta crueldad al habitante “culto” de Buenos Aires con el de las provincias altoperuanas. Su precoz exclusivismo porteño le hacía definir así a la población local: “No es ese vulgo vil de color bruno / que cualquiera sandez de un viracocha / aunque de todas letras esté ayuno, / le parece de almíbar y melcocha…”.

8 Igual que en otros muchos lugares, las noticias e impresos venían aquí en bar-cos y en ocasiones, cuando existía urgencia por confirmar novedades presumidas a raíz de otras anteriores, se salía a buscarlos con botes de remos para alcanzarlos más rápidamente y traer antes ese material a tierra. Para eso se avizoraba desde algún “alto” la extensión del río y, al divisarse la silueta de un velamen, zarpaba desde la costa la pequeña embarcación.

9 Véase el “Estudio preliminar” de José m. mariluz Urquijo, contenido en la publicación Noticias del Correo mercantil de España y de sus Indias sobre la vida económica del Virreinato del Río de la Plata, edición de la Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1977.

10 No sólo el conde era extranjero –“francés-francés”, y no nacionalizado como su hermano marino–, lo que ya parecería suficiente razón para negarle autoriza-ción, sino que además pasaba por emigrado a causa de la revolución. El año antes, precisamente, la estupefaciente España de Godoy había celebrado alianza con la república Francesa y conjuntamente sostenían guerra contra Gran Bretaña y varias otras potencias.

De todos modos, el conde de liniers permaneció en Buenos Aires donde se avecindó y realizó algunas empresas comerciales. Se ausentó más tarde y regresó después siendo virrey su hermano, en calidad de impreciso agente de no se sabe quién. Se trataba, al parecer, de un aventurero y ése era el concepto que de él se tenía. Aunque es posible que esa fama se la haya echado más tarde y no pesase, por lo tanto, en el ánimo de Arredondo.

11 Véase Francisco Antonio Cabello y Mesa, un publicista ilustrado de dos mun-dos, de mónica P. martini, editado en Buenos Aires, en 1998, por la Universidad del Salvador, amplísimo y muy bien documentado estudio sobre El Telégrafo Mercantil y la singular personalidad de su fundador.

12 mónica martini maneja al respecto la suposición de que Cabello habría in-gresado ilegalmente al Perú, pero este argumento no nos parece concluyente, habida cuenta de que al contraer matrimonio había expuesto su verdadera identidad.

13 Tras la revolución, a esas motivaciones se añadió el embanderamiento político: así, la Sociedad Patriótica y literaria de 1812, terminó confundiéndose con la logia Lautaro y sirvió a los fines de ésta.

14 Haydée Frizzi de longoni, Las sociedades literarias y el periodismo, Asocia-ción Interamericana de Escritores, Buenos Aires, 1947.

15 Segundo número del Telégrafo…16 El mismo nombre “Telégrafo” era un alarde pedantón de modernidad, muy en

el gusto didáctico de la época: se designaba así –antes de la invención de morse– a un artilugio de semáforos que acababa de aparecer, con el que se podía hacer señales visibles a distancia y que tenía aplicación militar.

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17 En el prólogo a la reedición facsimilar escaneada de la colección del Telégrafo y editada por la Fundación Hernandarias, Buenos Aires, 2003.

18 Juan de la Piedra fue un marino español que secundó a Francisco de Viedma en sus exploraciones por las costas patagónicas. No estuvo en Buenos Aires sino entre fines de agosto de 1778 y octubre siguiente y de su cruel relato cabe rescatar cierta presumible veracidad, al menos aproximada. Es claro que no debe haberse sentido cómodo en nuestra ciudad. Cómo ese texto pudo haber llegado a poder de Cabello y por qué éste resolvió publicarlo “sin firma” y haciéndolo aparecer –queriéndolo o no– como producto de su personal aborrecimiento a la ciudad, escapa a cualquier posibilidad de explicación fundamentada.

19 Al que el padre Furlong consideró una correcta “y valiente” descripción del clero de ciertas zonas del Perú, en aquel tiempo y también en épocas posteriores.

20 Así se llamó, en tono festivo, al ejército francés que devolvió a Fernando VII su condición de monarca absoluto.

21 Pero ésa debió haber sido otra de las patrañas de Cabello, pues José I había im-puesto una Constitución y es lógico que los funcionarios la hayan tenido que jurar.

22 En cierta época se creyó que Cabello había perecido fusilado en Sevilla, por opositor a Fernando VII y así lo consigna, entre otros, oscar r. Beltrán, Pero ni una ni otra cosa son verdad y uno estaría tentado de pensar que integran una fábula que pro-curaría adornar, por medio de un final heroico, la pintoresca pobreza del personaje.

23 Sin embargo, paradójicamente el periodismo inglés del siglo XVIII fue servido por algunas de las mejores plumas, como Johnson, Addison, Defoe, Swift, Coleridge, nivel del que estuvo muy lejos el de Francia; en este país la actividad era vista más bien como impropia y son conocidas las burlas de montesquieu y los desprecios de Voltaire. Bastante más se lo consideraba en España y, si bien las figuras que se pue-den nombrar como animadores literarios del periodismo –Francisco mariano Nifo y moratín padre–, son aproximadamente desconocidas hoy, se hallaban en la primera línea de la cultura española de entonces.

24 Se diría que ésa debió haber sido la despedida del Semanario, pero no; inme-diatamente debajo de lo transcripto se lee “Aviso”, palabra que es título de la siguiente línea: “El editor suspende por ahora el Semanario”. Nunca sabremos si este laconismo estuvo inspirado en algún modelo de solemne concisión antigua, en vulgar incerti-dumbre, o en sequedad de ánimo.

25 “…En la esfera colonial”, tal vez allí se encuentre la clave de lo que diferencia al Semanario del Telégrafo: Vieytes era un producto genuino del Buenos Aires vi-rreinal y Cabello, en cambio, un adventicio en el que se esboza el desarraigado y, por derivación, el hombre de preocupaciones y afinidades universales. Uno se ajustaba a la realidad y el otro no. Quizás en una ciudad más desarrollada ambos estilos hubiesen podido coexistir y en ese caso al periódico del primero le hubiera tocar representar una suerte de “periodismo especializado”, pero esto es una fantasía.

26 Por la notoria inexactitud de afirmar que en el Río de la Plata hay algún puerto “seguro para las operaciones del comercio”. “He llegado a suponer –dice Vieytes– que ese papelote se escribió para otra parte, en donde hay efectivamente muchos, y segu-ros Puertos, en donde han entrado las Armadillas de Drake, y Anson, y que se llaman Puertos de la Costa”.

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27 Se llama “fisiocracia” a la teoría económica expuesta en la Enciclopedia por François de Quesnay (1694-1774), que atribuía a la producción rural ser la única fuente de riqueza real de las naciones. Tuvo gran difusión en Francia y constituía un obvio intento de objetar el mercantilismo, cuya proposición central consiste en que el co-mercio es el origen de la riqueza. Los fisiócratas creían en la existencia de un “orden natural” que abarcaba la labor humana y de ahí su lema: “Laissez faire”, antecedente limitativo del ulterior “laissez faire, laissez passer”, que aúna y supera los postulados de ambas escuelas.

28 Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), quien publicó en 1612 la República literaria, en la que hay profusas referencias a autores y al arte de escribir.

29 En Historia del periodismo argentino, Editorial Sopena, Buenos Aires, 1943.30 Este hombre se había unido permanentemente al servicio de los británicos; tras

una vida tormentosa murió en la India en 1814, al parecer asesinado. Con anterioridad a la investigación de Canter, Angel J. Carranza había atribuido la condición de redac-tor de The Southern Star a un tal “mr. Bradford”; las incertidumbres y confusiones al respeto son comprensibles, pues dada la naturaleza del periódico era propio mantener en el anonimato a sus responsables.

31 Es verdad que dice “provincia y no “virreinato”, pero debe repararse que ese prospecto de la Gazeta de Montevideo se publicó antes del arribo de Elío, que fue a comienzos de 1811.

32 No debe confundirse con el sacerdote Nicolás Herrera, porteño, de firme ad-hesión revolucionaria, quien ocupó importantes cargos y fue uno de los editores de la Gazeta de Buenos-Ayres.

33 Español peninsular nacido en 1781 era un empedernido reaccionario; consejero de Fernando VII, la protección de éste lo convirtió en arzobispo de Santiago de Cuba, sede de la que insólitamente fugó para unirse al pretendiente carlista del que también fue consejero. El triunfo de Isabel II no le impidió ser designado arzobispo de Bur-gos y pese a volver a sumarse a otra intentona del carlismo, fue más tarde arzobispo de Toledo y primado de España, pero la resistencia enconada que despertaba en los liberales le demoró alcanzar el cardenalato, que sólo le llegó en inminencias de su muerte, en 1872. Tenía fama de contumaz conspirador y se le atribuía participación en mil y una aventuras apenas creíbles, al punto de haberlo incluido Pérez Galdós en uno de sus Episodios nacionales… Pero aquí no fue sino el oscuro redactor de la hoja con que se pretendía animar a los defensores de una ciudad sitiada.

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El autor

Fernando Sánchez Zinny, nacido en Buenos Aires en 1938, ha sido periodista y es docente en el nivel terciario y universita-rio, a la vez que escritor, contraído en especial a exponer temas de historia y aspectos de la tradición argentina, aparte de haber frecuentado con asiduidad el quehacer poético.

Durante treinta y tres años integró la redacción del diario La Nación, en la que fue editorialista y alcanzó la jerarquía de prose-cretario. En 1992 fue designado miembro titular de la Academia Nacional de Periodismo, en la que ocupa el sillón José Hernández. Es numerario, asimismo, de la Academia Porteña del lunfardo.

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Indice

I La colonia, la cultura, la sociedadExplicación necesaria ..............................................................13las Indias con que se hallaron los Borbones ..........................17Apogeo y ocaso del despotismo ilustrado ...............................21la cultura colonial ...................................................................29Buenos Aires ...........................................................................37las imprentas ..........................................................................43

II antecedentes, periódicos, sucesoslos periódicos .........................................................................67Prolegómenos del periodismo argentino .................................77Cabello y mesa: la jornada inicial ...........................................83Vieytes y el Semanario de Agricultura ................................. 107Belgrano y el Correo de Comercio ....................................... 115El complemento ..................................................................... 123

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Otras publicaciones de la Academia Nacional de Periodismo

• BoletinesNº1a23(1997a2008).

•PresenciadeJoséHernándezenelperiodismoargentino,porEnriqueMarioMayochi,1998.

• Guía histórica de los medios gráficos argentinos en el siglo XIX,1998.

• ElotroMoreno,porGermánSopeña,2000.

• Orígenes periodísticos de la crítica de arte, por Fermín Fèvre,2001.

• Periodismoyempatía,porUlisesBarrera,2001.

• HomenajeaFélixH.Laíño,2001.

• Sarmientoyelperiodismo,porArmandoAlonsoPiñeiro,2001.

• Elperiodismocomodebersocial,porLauroF.Laíño,2001.

• Historiadelaideademocrática,porMarianoGrondona,2002.

• Músicaargentinaymundial,porNapoleónCabrera,2002.

• PremioCreatividad2001,porDiez,PérezyRudman,2002.

• Caraacaraconelmundo,porMartínAllica,2002.

• Laidentidaddelosargentinos,susvirtudesypeligros,porEnriqueOliva,2002.

• Laresponsabilidad socialy la funcióneducativade losmediosde

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140 FErNANDo SáNCHEZ ZINNy

comunicación, por Rafael Braun, Pedro Simoncini y FedericoPeltzer,2003.

• PremioalaCreatividad2002,2003.

• Gerchunoffoelvellocinode la literatura,porBernardoEzequielKoremblit,2002.

• Revistas de la Biblioteca Nacional Argentina (1879-2001), porMarioTesler,2004.

• Orígenes de la libertad de prensa, porArmandoAlonso Piñeiro,2004.

• “LaPrensa”quehevivido,porEnriqueJ.Maceira,2004.

• Elperiodismocordobésylosaños’80delsigloXIX,porEfrainU.Bischoff,2004.

• Tresbatallasporlalibertaddeprensa,porAlbertoRicardoDallaVía,2004.

• Doctrinadelarealmalicia,porGregorioBadeni,2005.

• LaPatagoniadeSopeña,deHéctorD’Amico,2005.

• IndroMontanelli,lasleccionesdeungranperiodista,porJorgeCruz,2006.

• CarlosPellegriniperiodista,porEnriqueMarioMayochi,2007

• ElMiradordeOlímpico,porAlbertoLaya,2007

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