el poder dela alegría
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El Poder de la Alegría. ¿Y tú... estás dispuesto a dejar tu sufrimiento por el camino? Claudia ha decidido acabar con todo: con su pasado, con su presente... con su vida. Su hijo muerto, abandonada por su pareja, con un trabajo que no la alegra, sin pasiones ... sólo el poder de la alegría puede ayudar a Claudia ahora. Sólo ella puede elegir AHORA. En las librerías a partir del 1 de junio. www.atreveteaserfeliz.comTRANSCRIPT
Anne Astilleros
Con la estrecha colaboración de Victoria Vinuesa
El Poder
de la Alegría Un relato sobre la Vida, el Crecimiento Personal y la
Ley de la Atracción
Ediciones Atrévete a Ser Feliz
2009 El Poder de la Alegría, S.L.
Imagen de la portada: Shutterstock
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préstamo públicos
Desde su asiento, divisaba un mar de nubes blancas,
algodonosas. Siempre le había gustado la sensación que la
embargaba al viajar en avión. Allí no había responsabilidades,
no había llamadas ni e-mails que contestar, no había ningún
tipo de obligaciones o problemas que resolver con urgencia…
Nada que hacer, nada que temer, nada que sentir…
—Señora, ¿Té, café...? —preguntó una azafata.
El rostro de la pasajera, reflejaba algo de irrealidad, y
su mirada inmensa, verde azul, era bastante fría.
—No gracias —contestó sin más mientras se
interrogaba.
“¿Cómo puede la gente sonreírle todavía a esta vida? ¿Acaso
nadie ve lo absurda… y lo cruel que es? “
De nuevo, dirigió su mirada a lo lejos apoyando su
frente contra la ventana. Hacía semanas que había planeado
este viaje. A su jefe Peter Walker, no pareció importarle
mucho, cuando le dijo que no volvería más a la oficina…
En su apartamento vacio, colgaba un cartel de Se
Alquila y su correo, seguiría acumulándose en el buzón…
Mientras se dejaba llevar por sus pensamientos,
Claudia recordó que… al lugar donde iba, ya nada de su vida
cotidiana tenía importancia... Luis —pensó —ya sólo quedan
unos días para volver a estar juntos.
Las pastillas comenzaron a hacer su efecto; cayó en un
profundo sueño. Hacía tiempo ya, que las pastillas se habían
convertido en el mejor amigo de esta mujer; unas para no
dormirse durante el día, otras para escapar de la tristeza, otras
para no sentir angustia, y por supuesto, otras para dormir por la
noche; pastillas, pastillas para olvidar, pastillas para no sentir.
Habían pasado varias horas cuando sintió su cuerpo
sacudido. Una mano firme la agarraba por el hombro.
—¡Señora, por favor despierte, ya hemos llegado.
Señora!
—¡Sí, sí, está bien, ya voy! —contestó malhumorada.
Todos habían bajado del avión. Las azafatas esperaban
para despedirse de la última pasajera. Se sorprendieron al ver la
silueta esbelta de aspecto elegante que se levantó del asiento.
Claudia descubrió una real aunque maltratada belleza.
Un poco mareada, la morena asombrosa cogió su bolsa
de viaje, y se dirigió hacia la puerta de salida, sin tener en
cuenta, las miradas furtivas de lástima que le dirigía la
tripulación al saludarla.
Su vestido azul marino, caía hacia un lado dejando
aparecer un esbelto hombro y un largo y estilizado cuello. Sus
piernas largas descubiertas y perfectamente formadas, se
dejaban embellecer sobre unos modernos zapatos de tacón.
Cubrió sus increíbles ojos con sus gafas de sol, pues, la
repentina luminosidad la molestaba espantosamente.
Desde lo alto de las escaleras, miró fijamente el suelo
de Alicante, cuna de su nacimiento y el lugar donde había
decidido ponerle fin a su pobre e ininteresante vida. Respiró
profundamente dejándose invadir por una rabia perfectamente
controlada. La brisa marina tan familiar, cargada de olores, le
creó un nudo en la garganta. El viento, le trajo un tumulto de
sensaciones al tiempo que azotaba su corto vestido. Su corazón
se aceleró, sintió un cosquilleo que le recorría la espalda y
subía por la parte posterior de su cabeza.
Por fin, bajó las escaleras rígidas y empinadas del
avión con cuidado. Con pasos medidos, se dirigía directamente
hacia la salida del aeropuerto. No había traído maleta, sólo
pensaba quedarse unos días.
—¡Ya creía que no ibas a salir nunca!
—Hola mamá, yo también me alegro de verte.
—No seas cínica hija, claro que me alegro de verte,
pero hace ya más de media hora que tu avión ha aterrizado, y…
me empezaba a preocupar.
“¿Preocupar? ¡Ja! Tendrá cara” —se irritó Claudia
interiormente—, mientras su madre le acercaba la mejilla, a la
que automáticamente, ella, le acercó la suya. Las dos besaron el
aire.
Como su hija, Marina tenía un cuerpo estilizado pero
su cabello era rubio; siempre perfectamente peinado, todavía
presumía de algunos ligeros reflejos pelirrojos. Era guapa y de
aspecto muy cuidado. Pronto cumpliría los 60 años.
Se quedó viuda unos años atrás. Un cáncer fulminante
se había llevado a su marido.
—¿Por qué no cambiaría esta mujer? —se preguntó
Claudia con amargura, mientras se dirigían al parking donde
esperaba el descapotable blanco y perfectamente lustrado de su
madre. —Siempre todo igual —observó la hija, —su ropa
perfecta, su coche perfecto, su postura erguida y altiva, su
pañuelo blanco perfectamente anudado en el cuello. Siempre
imperturbable... incluso ante la muerte.
La presencia de su madre era como un detonador de
tensiones para ella. No sabía por qué, pero siempre había sido
así. Desde niña ya, esa mujer la irritaba; aún ahora, no podía
evitarlo, en su presencia seguía sintiéndose invisible, ridícula,
como un estorbo.
En el coche, el aire sacudía su pelo corto mal sujetado
por sus gafas de sol. A su madre le seguía gustando la
velocidad. Los olores de su infancia y adolescencia invadían su
nariz y golpeaban su pecho. Dejaron atrás algunos pueblecitos
blancos, cargados de memorias. “¡Victoire!” pensó de repente,
pero Claudia no se esforzó por recordar los escasos momentos
de una posible felicidad y desde luego, demasiado lejana.
Frente a la empinada cuesta bordeada de árboles
centenarios que llevaba a la entrada principal de la casa de los
Fuentevilla, se dejó invadir por las sensaciones más que por los
mismos recuerdos. Las imágenes de su pasado corrían por
aquella cuesta, y su estómago, a punto de estallar, se esforzó
por controlar las mismas nauseas que le habían atormentado en
aquel ayer, increíble y horrorosamente presente todavía…
Sintió la necesidad de gritar, pero no lo haría delante de su
madre. Le había costado demasiado demostrar a todos, dos
décadas atrás, que estaba cuerda y sana.
Se recordó, siendo niña, en el coche de su padre yendo
al colegio, pero pronto, se vio más adelante en su adolescencia,
cuando volvía del instituto cada viernes, con una alegría
creciente, sí, fue un viernes cuando… conoció a Paul… ¡Paul!
Ese nombre corría ahora por sus venas, provocándole una
verdadera explosión por todo el cuerpo; una sensación de
cuchillada atravesándole el estómago le cortó la respiración,
estaba a punto de marearse cuando su madre se dirigió a ella:
—Tan habladora como siempre ¿eh?
—¡Y tú, —se esforzó Claudia— tan… fiel a tu cinismo
como siempre! ¿Verdad, mamá?
El ambiente se volvió tan denso, que se podía haber
cortado con un cuchillo. Ambas evitaron mirarse a la cara. El
descapotable subió la cuesta con facilidad, y, ante los ojos
febriles de la joven, comenzó a aparecer la enorme casa blanca
que no supo protegerla de su tragedia. Recordó, con una cierta
angustia y un real desprecio hacia sí misma, cómo fantaseaba
de niña con que, esa casa era un palacio en el que la tenían
prisionera. Le gustaba imaginar y convencerse de que una
noche, aparecería un príncipe con su corcel blanco y la
rescataría de aquella tortura, de aquellas gentes que por una
razón misteriosa, la guardaban cautiva... Al recordar así sus
infantiles miedos o ensoñaciones, no pudo evitar criticarse con
severidad una vez más.
“¡Dios santo, qué ilusa era entonces! Los príncipes
encantados y encantadores, sólo existen en la mente estúpida e
ilusa de las niñas, y en los cuentos del mismo nivel de
inteligencia…”
Frente a la gran puerta de entrada verde esmeralda, le
pareció inmediatamente ver a Luis esperándola con sus bracitos
en alto, pidiéndole que le cogiera. Un dolor inminente y
bastante visible para cualquier mirada, menos para la de su
madre, la mantuvo como paralizada unos instantes antes de
entrar en esa casa.
—Ya queda poco cariño —murmuró entre dientes con
un suspiro cargado de coraje.
Se esforzó para contener un llanto de desesperación e
impaciencia. Una lágrima cayó de su ojo derecho y, sin tocar
apenas su mejilla, terminó en su boca. Este sabor le recordó el
de tantas otras lágrimas inútiles, que habían corrido por el
mismo surco. Sí, había habido tantas ya… pensó, demasiadas.
Su determinación implícita, le permitió retomar sus
fuerzas y volver a respirar. Por fin pasó a la casa en la que su
madre ya había entrado hacía un momento. Recorrió por
primera vez, desde los últimos veinte años, el gran pasillo
central de paredes blancas cargadas de cuadros aburridos, pero
muy bien compaginados con su elegante frialdad, y por el que
se entraba directamente al salón.
¡Dios santo! Ahora, todo le recordaba a Luis con una
horrible exactitud: la silla del piano a la que siempre se
intentaba subir sólo para provocar la admiración de todos por
su logro, las columnas de mármol detrás de las que se escondía
riéndose a carcajadas, la alfombra roja debajo del billar francés,
en la que se revolcaba huyendo de las cosquillas de su
abuelo… “¡Basta, basta ya Claudia, basta de recuerdos!" se
impuso con lágrimas amargas.
En el sofá detrás de ella, sentía la presencia fría de su
madre; en un movimiento brusco se volvió hacia ella. Sí, ahí
estaba sentada; su… madre, el detonador y a la vez, el último
testigo de toda su desdicha.
Diecinueve años habían pasado desde su último
encuentro aquí, en casa.
Marina llevaba un rato observándola. Ahora la miró
francamente, con reproches y enfado en sus ojos brillantes.
“Cada uno ofrece las emociones que puede y la cara
que tiene” —pensó Claudia tensando las mandíbulas. Inició un
gesto de impaciencia que inmediatamente controló; ahora, sólo
sentía furor y odio mientras esperaba.
—Bueno hija… —empezó marina abriendo la
batalla—. ¿Tienes algo interesante que decirle a tu madre?
—Pues sí, quizás tenga mucho que decirle a…mi
madre, pero no sé exactamente a que te refieres, no estoy
segura...
—¡Tu padre…! —arrojó Marina.
—¡¿Sí…?! —cortó Claudia a la defensiva.
—¡Hace cinco años que murió. No te dignaste, ni a
acompañarle en su dolorosa lucha, ni tampoco a presenciar su
último adiós! —dejó caer Marina como un trueno. Su cara y
todo su cuerpo desaparecían ahora detrás de un aspecto
perfectamente ofendido.
—Desagradecida —prosiguió sin darse tiempo para
respirar. —Después de todo lo que ese hombre hizo por ti.
Después de todos los disgustos que le diste. ¡Sabes que si
enfermó sólo fue por tu culpa! —vomitó con ojos dispuestos a
salirse de sus órbitas, y venas a punto de estallar por su cuello.
Claudia se contenía, su sangre hervía, sentía la cadena
de la injusticia estrechar un poco más, todo su cuerpo. Pero,
pero… tal vez esto fuera sólo una pesadilla, pero… ¡No, no lo
era! Sintió tal rabia, que su ira se desbordaría seguro si no la
contuviese. La agitación en su cabeza, en su cuerpo todo
entero, en su corazón, era tan violenta que no podía acertar a
colocar sus palabras. A pesar de una sensación de parálisis,
buscaba algo coherente que decir, algo que despertara a esa
mujer que estaba ahí sentada, apuñalándola sin escrúpulos ni
sentimientos de ningún tipo. “¡Dios, dios!,…” De repente,
recordó su resolución de acabar con todo; en ese mismo
momento sintió como un golpe fuerte en la cabeza, y,
curiosamente, se tranquilizó.
—Madre —dijo por fin con más odio en la mirada del
que Marina había podido ver jamás, —¡Tú, fuiste quien me
obligó, y me enseñó a ignorar a los muertos! ¿No es así?
—¡Era lo mejor para ti… sólo eras una irresponsable!
—asentó Marina.
—¡Ojalá te mueras y… dejes de ensuciar este mundo
con tu presencia! ¡Te odio! ¡Te odio tanto..! —dejó escapar
Claudia rompiendo a llorar.
Echó a correr por el mismo pasillo que la había traído
al salón; ahora, corría tan rápido como se lo permitían sus
largas piernas tras diez horas de viaje en avión.
Sin pensárselo más, se dirigió cuesta abajo hacia el
acantilado que marcaba el límite de la propiedad. Bajo el
impulso del dolor, descendió por unas estrechas escaleras. Por
fin, amparada y camuflada por la ruidosa y continua queja de
las olas, se puso a chillar. Gritaba con todas sus fuerzas
vomitando su desesperación. De rodillas en la arena húmeda,
seguía llorando con golpes de pecho y casi afónica. Al borde de
la extenuación se dejó caer boca arriba; tumbada en la arena
fijó su mirada en el cielo.
—Tú… —empezó— tú que eres el padre de todos, tú
que nos quieres y nos amas, tú que quieres lo mejor para
nosotros, tú… tú dejaste que muriera… sin mí. Tú me has
quitado a mi hijo. Me lo has quitado todo. ¡Te odio!
Sus ojos lloraron; ahora, lloraban en silencio convencidos por
su pena y desdicha.
No tenía idea del tiempo que había pasado así, cuando,
lentamente, se incorporó y se sentó en la arena. Con un gran
esfuerzo, se arrastró hasta la roca barriguda detrás de ella. El
mar respiraba con fuerza. Reclinó su espalda sin dejar de
fijarse en el mar. Su llanto había cesado, y, de nuevo, no sentía
nada ¿quizá era eso la tranquilidad?
Se había hecho tan habitual para ella, el no sentir, estos
últimos veinte años, el vagabundear por su vacio interior; sí, un
vacio perfecto, desnudo, sin puertas ni ventanas, sin alegrías, ni
tristezas… Era tan familiar, ese hueco lleno de nada, esa
ausencia de emociones. Pero un día, meses atrás, habían
empezado a molestarla, otra vez, algunos recuerdos. Sí, de
repente habían vuelto a invadir, más y más, su frío y
preservado silencio interior, a herir con violencia su estómago.
De manera sorprendente e incontrolable, le habían empezado a
venir nombres de su pasado lejano a la mente, nombres contra
los cuales inmediatamente, tiraba alguna sombra o pensamiento
helado para borrarlos. Aun así, se despertaba gritando alguno:
“Paul” “Luis” “Luis” “Paul“. Pero, desde hacía un mes más o
menos, también empezó a gritar el nombre de Victoire.
Nombre que rechazaba al despertarse igual que los otros dos.
No obstante, su rechazo dejó de funcionar de repente. Pues,
sencilla y cruelmente, su estudiada indiferencia, perdió su
habitual fuerza. Sin que Claudia pudiera entender el por qué,
este arma utilizada para controlar su pasado y anular su
presente, empezó a mostrar una horrible debilidad. Esto,
obligaba a Claudia, cada vez más, a enfrentarse a los demonios
encadenados de su ayer, furiosos y con intenciones de
desencadenarse, sin que los pudiera seguir controlando de
ninguna manera. Sí, por cruel que Claudia lo sintiera, su dolor
la estaba empujando sin más excusas, a enfrentarse a él. Así es,
cómo la joven volvió a sentir de nuevo. Sin ruido, la amargura
y el espanto, la habían terminado alcanzando de nuevo. En el
corazón de esta repentina e incontrolable tormenta, la
desdichada vio irrefutablemente cuan vacía estaba, y siempre lo
estaría, su vida… anhelando a Luis a su lado, sin Paul, sin
nadie en este mundo a quien ella importase.
¡Dios santo, pero… qué podía hacer! ¿Acaso, había
algo que ella pudiera hacer? empezó a preguntarse desesperada
y reiteradamente…
Apoyada contra la roca imponente, perdía su mirada y
todo su ser, en el ir y venir repetitivo y casi sordo de las olas.
Curiosamente, el mar le pareció infinito y como entregado al
cielo, cuando la sorprendió el graznido de una gaviota.
Recordó aquel instante, amante del atardecer, en que
Paul y ella, sentados al pie de esta misma roca, se besaron por
primera vez. Eran muy jóvenes, aún podía sentir la ternura de
los labios de Paul y la intensidad de ambas miradas. Un
estremecimiento sacudió su cuerpo entero al recordar los
abrazos fuertes y los ojos penetrantes del chico. Sólo entre los
brazos de aquel muchacho se había sentido jamás, en casa…
Pero ahora sólo eran, angustia y… dolor lo que le
causaba aún la traición de Paul. Se encogió toda entera
cerrando sus brazos, cogió su cabeza entre sus manos. “¿Por
qué, Paul…? Me engañaste, me hiciste creer que me querías…
parecía tan real… tus ojos reflejaban autenticidad... ¡¡¡Bueno
Claudia ya está bien. Deja de pensar en él de una vez, no te
quería. Te dejó, se fue. No le importabas, se burló de ti y
encima, se casó con otra!!!”
Curiosamente, al cabo de unos instantes, como para
contrarrestar ese dolor, la empezaron a invadir las carcajadas
de Luis mientras jugaban allí mismo, en la arena, haciendo y
deshaciendo castillos, el verano antes de que desapareciera para
siempre. Su memoria, sin parar ahora, le traía recuerdos
desordenados, veía a Luis esperándola en el aeropuerto con una
florecilla, Luis jugando en su habitación con Pepito, su muñeco
favorito, Luis dormido con su carita de ángel, Luis travieso
para llamar su atención, Luis dormido en sus brazos, Luis…
—¿Claudia? —interrumpió una voz.
—¿Qué, quién…? —se sorprendió como entre dos
realidades.
Abrió lentamente los ojos, pero la cegaba la luz del sol,
sólo podía percibir la figura de una mujer que tenía el pelo
corto y… ¿sí?, no, no puede ser… ¿Victoire? Aunque su mente
le pedía cerrar los ojos de nuevo y volver inmediatamente a su
tumultuoso interior, Claudia se sintió como atraída por esa
presencia.
—Claudia, Claudia, soy yo, Victoire.
De rodillas frente a ella, Victoire le tendía los brazos y
su presencia toda entera, la sonreía irradiando como siempre lo
hacía en el pasado, el poder de su alegría.
—¡¿Victoire?! —preguntó, no obstante, con una voz de
ultratumba.
Las dos mujeres se abrazaron y siguieron abrazadas un
largo rato. Claudia, sentía su cuerpo dolorido, y a la vez, como
invadido por el fuego mismo. Victoire, percibía con claridad el
tremendo dolor de su amiga mientras le ofrecía, naturalmente,
su alegría de reencontrarla. Con suavidad, se desprendió de este
inesperado abrazo; frente a frente, las dos mujeres se
observaron; sus rostros no fingían. Claudia reconoció
inmediatamente a esa paz viva que, sólo esta amiga había
podido jamás transmitirle a lo largo de su lejana adolescencia.
—Oh, Victoire, Victoire pero… ¿Eres tú?, ¿de verdad
estás aquí? Oh Dios, tengo tanto que… ha pasado tanto
tiempo…
—Ven, caminemos un poco por la orilla ¿Te apetece?
—Propuso su amiga, como si se hubiesen visto por última vez
unos minutos atrás.
—Sí, sí creo que me hará bien moverme —asintió
Claudia levantándose con gran esfuerzo y bastante aturdida.
Cogida de ese brazo tan familiar, se sorprendió al cabo de unos
pasos, al sentir que sus pies estaban apreciando la calidez de la
arena dócil.
Victoire había percibido sin dificultad, el desorden
tanto físico como emocional de su querida amiga. Pues le era
fácil ver el sufrimiento que aún le estaban causando las yagas
abiertas de su pasado. Pero, no diría nada, esperaría a que
Claudia se abriera, a su ritmo. Caminaron por la orilla
respetando su debilidad. El silencio las rodeaba límpido y
espacioso.
Victoire era una persona sencilla y feliz. Sabía
comportarse con el dolor de los demás. También ella había
tenido que tratar sus heridas años atrás, con la ayuda de algún
terapeuta y el apoyo de unos cuantos maestros a los que había
acudido alrededor del planeta, pero hoy, era un vivo ejemplo de
que el sufrimiento humano, sólo era, un proceso, como un
impulso, en la evolución de cada uno, era una herramienta
sobre el camino. No obstante, desde muy temprano en su vida,
había sentido y entendido que, cada uno de los habitantes de
este planeta, disponía del poder innato de disfrutar con su
tiempo aquí. También fue consciente enseguida, de que le sería
necesario prestarle una atención muy amorosa y constante a esa
“pequeña luz” que traía consigo a este mundo, para aumentarla.
Un poco como hicieron los primeros hombres que descubrieron
el fuego; pues estos, guardaban las ascuas y las protegían como
el mayor de los tesoros porque, gracias a éstas, pudieron
encender grandes fuegos y así iluminarse, calentarse, asar
carne, etc.
Confiar en sí misma, y fluir con la Evolución del
planeta que daba vueltas por el espacio, le había permitido y
seguía permitiéndole, hacer los cambios que fueran necesarios
para enriquecerse. Sufrir era parte de la evolución humana,
regocijarse en el sufrimiento sólo lo aumentaría frenando así su
crecimiento y alegría de vivir.
Instructora de crecimiento personal, y coach de la Ley
de la Atracción desde hacía… muchos años, Victoire había
podido observar a lo largo de su experiencia profesional, que el
sufrimiento, era el denominador común de las personas, y que,
curiosamente, este estado de ánimo, bajo de energía, era lo
último que aceptaría soltar el ser humano… Sí, el sufrimiento
se había convertido en su principal forma de existir…
Las amigas llevaban un rato caminando, sin que
ninguna de las dos pronunciara una sola palabra, cuando
Claudia paró de repente. Se dejó caer en el suelo, y se puso a
golpear la arena con rabia; rompió a llorar.
—¡Le cubrieron de tierra sin dejarme si quiera verle
por última vez! —arrojó con un llanto ahogado.
Victoire no la interrumpió. Simplemente le ofrecía su
presencia; testigo del dolor, sólo dejaba correr sus propias
lágrimas. Silenciosa, acompañaba a la desesperación profunda
de Claudia, desesperación que pronto se convirtió en un grito
afónico. Ahora, todo su rostro pedía, sí, pedía como lo haría el
más atrevido de los mendigos… sólo que ella pedía justicia.
Cada centímetro de su cara enrojecida por la súbita
demonstración de su resentimiento y sentimiento de injusticia,