el polvo del santuario-alejandro soltonovich
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Alejandro Soltonovich
EL POLVO DEL SANTUARIO
Un ensayo sobre la experiencia sionista y
su influencia en el judaísmo
Entalpía
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Soltonovich, Alejandro El polvo del santuario: un ensayo sobre la experiencia sionista y su influen-cia en el judaísmo. - 1a ed. - Buenos Aires: Entalpía, 2010. CD-ROM. ISBN 978-987-26257-0-2 1. Sociología. 2. Judaísmo. 3. Sionismo. I. Título CDD 306
Datos para impresión: 278 págs., 21 x 29,7 cm.
Ilustración de portada: Trabajo pictográfico digital del autor sobre detalle
fotográfico del Arco de Tito (Roma), representando el saqueo del templo
de Jerusalén.
© Alejandro Soltonovich
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 – Producido en Argentina
ISBN 978-987-26257-0-2
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Nota editorial
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Atendiendo a esta situación, la edición en disco compacto es una res-
puesta que solventa, al menos parcialmente, este obstáculo en la vincula-
ción entre el autor y el lector, abriendo la posibilidad de dinamizar los
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Intercambiar la energía y el esfuerzo del autor con su entorno de poten-
ciales lectores es, así, el objetivo principal de Entalpía.
Buenos Aires, octubre de 2010
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Alejandro Soltonovich
El Autor:
Es natural de Buenos Aires, ciudad en la cual reside.
Es sociólogo por la Universidad de Buenos Aires y Doctor en
derecho y sociología del derecho por las universidades Carlos
III de Madrid y Milán. Es docente del ciclo básico común de la
UBA y ha colaborado como investigador y profesor invitado en
otras universidades.
Además de escribir sus tesis ha publicado diversos
artículos sobre teoría sociológica y aplicada y análisis sociológi-
co del derecho. Durante muchos años ha trabajado temas vincu-
lados al judaísmo, investigando en diversas universidades y en
forma independiente.
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“Mi corazón está en Oriente
Y yo al final de Occidente.
¿En qué manjar encontraré un sabor
Que pueda parecerme dulce?
¿Cómo podré mis votos
Y mis promesas cumplir
Mientras yace Zion
En las mazmorras de Edom
Y yo aquí sigo, entre árabes encadenado?
¡Hasta me parecería luminoso:
Si abandonara ya todas
Las buenas cosas de España,
Viendo qué precioso es
El contemplar con mis ojos
El polvo del Santuario desolado!”.
Yehuda Ha–Levi (c.1141)
“Ser Judío es ser Judío en el exilio”.
Inmanuel Levinas
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ÍNDICE
PALABRAS PREVIAS ....................................................................................................... 9
CAPÍTULO I .................................................................................................................. 17 EL SIONISMO EN EL CONTEXTO DEL FIN DEL SIGLO XIX ........................................... 17
A_ Condiciones y tensiones básicas en el sionismo ............................................ 17
B_ Nacionalismo y racismo en el pensamiento occidental ................................. 27
C_ Sionistas y no–sionistas: la integración del sionismo .................................... 33
CAPÍTULO II ................................................................................................................ 43 GÉNESIS DEL SIONISMO COMO FENÓMENO POLÍTICO ................................................ 43
CAPÍTULO III ............................................................................................................... 63 EL SIONISMO REALIZADOR : DEL FENÓMENO MIGRATORIO AL CONFLICTO
INTERNACIONAL .......................................................................................................... 63 A_ Apuntes sobre las migraciones humanas ....................................................... 63
B_ La migración judía a Palestina durante el período pre-estatal ....................... 67
C_ La activación del conflicto mediante la realización de la utopía ................... 79
D_ El sionismo en el contexto de la segunda guerra mundial ............................. 84
E_ La ley del retorno: la inmigración como política del estado judío ................. 92
CAPÍTULO IV ............................................................................................................... 99 EL SIONISMO Y EL ESTADO DE ISRAEL EN EL CONTEXTO DE LAS RELACIONES
INTERNACIONALES ...................................................................................................... 99
A_ Elementos preliminares y contexto general ................................................... 99
B_ En la era de los imperios .............................................................................. 109 C_ El período de transición colonialista ............................................................ 114
D_ Los cambios en las relaciones internacionales ............................................ 128
E_ En el “nuevo orden” ..................................................................................... 145 CAPÍTULO V .............................................................................................................. 151 EL CONFLICTO LOCAL Y SU INSERCIÓN EN EL ÁMBITO GLOBAL ............................. 151
A_ la globalización como contexto de la situación local .................................. 151
B_ Principales lineamientos de la articulación económica y política del conflicto palestino-israelí .................................................................................................. 156 C_ La globalización del conflicto local ............................................................. 179
CAPÍTULO VI ............................................................................................................. 187 EL SIONISMO Y EL PROCESO DE ADAPTACIÓN CULTURAL DE LA JUDEIDAD ............ 187
A_ Los elementos básicos del fenómeno cultural ............................................. 187
B_ La adaptación cultural de la condición judía ............................................... 194
C_ Las estrategias actuales de adaptación cultural y sus debilidades ............... 209
CAPÍTULO VII ........................................................................................................... 215 PROYECCIONES: EL IMPACTO DEL SIONISMO EN LA CULTURA JUDÍA MUNDIAL .... 215
A_ La lucha por la supervivencia cultural del judaísmo ................................... 215
B_ La judeidad en el proceso de cambios culturales ......................................... 231
C_ Características generales de los efectos del sionismo en la judeidad .......... 238
D_ Epílogo: El Polvo del Santuario ................................................................... 268
BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES DOCUMENTALES ............................................................. 271
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PALABRAS PREVIAS
En el Tratado de Shabat, el Talmud asegura que la primera pregunta
planteada al espíritu que se presenta ante el tribunal divino es: “¿Te has
comportado justicieramente con tus semejantes?”. La cuestión que llegué
a formular, pero que no pretendo responder, es la siguiente: ¿Puede pre-
guntársele a un conjunto de personas reunidas por una historia común sí
se ha comportado justicieramente con sus semejantes? Me pregunto por
los Deberes y Obligaciones de ese colectivo humano en cuanto tal, por su
responsabilidad histórica y social.
La tentación inmediata, en la que ha caído una parte considerable de la
filosofía política moderna, es asumir que el Estado, en particular el esta-
do-nación moderno, reúne en sus instituciones jurídicas y políticas los
Deberes asumidos por una comunidad en relación con los sujetos que la
componen y con los sujetos y comunidades ajenas. En esta perspectiva se
supone que el estado realiza su tarea ejecutando los procedimientos pre-
vistos en cada caso para las faltas e injusticias cometidas. Sin embargo,
ningún estado posee los medios para juzgar su propio pasado como con-
junto de prácticas organizadas, pues esa es una tarea que no corresponde a
las oficinas burocráticas, ni a los operadores políticos, sino a la reunión de
las conciencias, que resulta difícil de lograr en la gran extensión y com-
plejidad de las sociedades modernas. Los talmudistas antiguos, filósofos
además de legisladores, intuirían la ineficacia del estado en este aspecto
pues, decían, “no es posible la justicia sin amor”. Y el estado no ama lo
que juzga sino que, literalmente, lo procesa. Esto equivale a decir que hay
un espacio ocupado por cada conciencia que es indelegable e intransferi-
ble, que opera sólo en comunión con otras conciencias, en el ámbito de la
vida cotidiana.
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La materia de este trabajo no es moral, ni siquiera es –
mayoritariamente– política. No obstante, una aproximación a la historia y
las consecuencias del sionismo hacia dentro y hacia fuera del judaísmo
encuentra que debe tener el cuidado necesario para no tergiversarlas al
tratar asuntos que las afectan directamente. Así, no se tratará aquí de estu-
diar en forma específica del conflicto árabe-palestino-israelí, ni se intenta
juzgar la actuación histórica del sionismo en uno u otro sentido. El objeto
de este trabajo es exponer las causas y procesos que dieron forma al pro-
ceso social y político que llevó a la creación del estado de Israel y, a partir
de allí, presentar los efectos de este proceso hacia dentro y hacia fuera del
judaísmo como universo complejo de experiencias comunitarias, enrique-
ciendo la información existente con una perspectiva sociológica amplia.
No se intenta ocultar tampoco que el conflicto mencionado es parte im-
portante de estos procesos. En este sentido, que no se haya hecho centro
en él (perspectiva para la que existe abundante material bibliográfico) no
implica olvidar sus consecuencias humanas en el pasado o en el presente
y, de hecho, su presencia aquí no deja de ser considerable.
Analizar al Movimiento Sionista como fenómeno social y como deve-
nir histórico supone también profundizar en aspectos que a menudo que-
dan olvidados o relegados, y que pueden aportar información relevante a
pesar de que esta perspectiva omite el detalle y el rigor de escalas de ob-
servación más próximas a objetos de estudio puntuales. Estas cuestiones
prefiguran problemas a resolver en un análisis más completo y profundo,
que comprendería elementos de los que se trata aquí en forma general.
Atendiendo a la complejidad de la materia, me he valido de los datos
históricos y la teoría social como fuentes principales, dejando en lo posi-
ble a los datos estadísticos como puntos de llegada y no de partida para
las explicaciones y argumentos. Porque, en general, las estadísticas por sí
solas muestran muy poco de las causas que interactúan en un proceso de
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estas características, en especial cuando se trata de estadísticas primarias.
Por otra parte, esta presentación del trabajo no está dirigida a científicos
sociales principalmente, sino que intenta alcanzar la reflexión del público
en general. No se tratará tampoco de escribir (una vez más) la historia del
estado de Israel, ni de narrar una cronología de desencuentros y catástro-
fes sociales. Esas experiencias ya se han hecho y existe al respecto una
sobreabundancia de material en todo el arco ideológico y científico. Inten-
taré aquí un enfoque diferente, más atento a las circunstancias sociales
que a las anécdotas políticas y militares que abundan en la mayor parte de
las aproximaciones a la materia y omitiendo toda búsqueda de construir
un relato definitivo sobre la materia y un juicio taxativo sobre sus proce-
sos y resultados.
Una cierta dosis de subjetividad es inevitable en este tipo de estudios,
pero he intentado que el trabajo desarrolle lo más objetivamente posible
los asuntos de los cuales trata. Porque las consecuencias de los procesos
históricos que se analizarán aquí continúan afectando a poblaciones ente-
ras y con ellas, necesariamente, a las perspectivas analíticas que intentan
comprender para actuar, y no sólo para observar y opinar.
A menudo se insiste también en que la comprensión externa de un
fenómeno es imposible, que es necesario vivir en las comunidades invo-
lucradas para desarrollarla. No coincido con este punto de vista: con fre-
cuencia sólo una mirada diferente permite reflexionar acertadamente,
asumiendo nuevas perspectivas. Además, siendo parte de la experiencia
judía por educación y tradición (aunque de índole laica más que religio-
sa), mi mirada tampoco es completamente externa y, por cierto, para
comprender la vida de una colmena se consulta a un especialista, no a las
abejas.
En cuanto al contenido particular de este estudio, intentar caracterizar
al sionismo, una manifestación propia y parcial del pueblo judío, como un
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fenómeno influido por una pluralidad de tradiciones culturales y políticas,
puede parecer exagerado. No obstante, veremos que no existe contradic-
ción alguna entre la comprensión de la condición particular y acotada de
este fenómeno social, orientada en forma exclusiva a un colectivo huma-
no identificable como es la judeidad, y su interpretación como una com-
posición compleja sobre la base de diferentes y a veces contrapuestas ten-
dencias históricas, sociales y políticas de alcances más amplios.
El interés que puede tener el análisis de este movimiento consiste tam-
bién en su singular adaptación de las tendencias sociales que predomina-
ban en el llamado “mundo occidental”, básicamente en las potencias im-
periales y coloniales europeas, entre mediados del siglo XIX y mediados
del siglo XX y que, adoptando nuevas formas, constituyen un factor deci-
sivo en la actualidad. Asimismo, el estudio del sionismo permite acceder
al análisis de algunos hechos de gran importancia para comprender los
actuales circuitos socio-políticos en el marco del proceso general de glo-
balización, entendido como un cambio profundo y extendido en el modo
de organización de las sociedades complejas.
Por otro lado, el propio concepto de globalización, al ser comprendido
como variable en un estudio de caso, puede revelar interesantes facetas
ligadas a las relaciones internas de su desarrollo en tanto fenómeno gene-
ral, compuesto y con una lógica propia de desarrollo. Otros trabajos sobre
la materia, a pesar de organizar bien la información y brindar un panora-
ma amplio y a la vez profundo, tienden, sin embargo, a dejar de lado esta
cuestión. Específicamente, nos referimos a las relaciones entre los aspec-
tos económicos y culturales del fenómeno, que no dejan de mostrar las
relaciones existentes al interior de la globalización como fenómeno mul-
tidimensional. El sionismo se presentará así, en este aspecto, como caso
testigo y ejemplo práctico de un proceso histórico significativo.
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El desarrollo del complejo social representado en el sionismo tiene
también, como es lógico, un aspecto político y jurídico importante. Este
aspecto se desarrolla tanto en el plano interno, en las relaciones sociales
propias de los segmentos socio-culturales que el fenómeno comprende y
que debían ser reguladas, como en el plano externo, en función de las
normas internacionales afectadas de un modo particular por la aparición
del movimiento sionista, sus antecedentes y su particular devenir históri-
co. Todo ello, al menos, por cuanto el sionismo ha sido protagonista en un
tramo de la historia signado por importantes hitos en materia de legisla-
ción internacional, como es la creación de las Organización de las Nacio-
nes Unidas y la proclamación de instrumentos de legislación de carácter
universal, especialmente en relación con el conjunto de los Derechos
Humanos.
Dichas cuestiones hacen de éste un fenómeno digno de atención, a la
vez que puede ayudar a comprender de manera ordenada –si no objetiva–
las consecuencias de su posterior desenvolvimiento y su presente, que si-
gue dando motivos para la controversia y el debate. En éste último aspec-
to, no ha sido mi intención dar respuesta a las disputas políticas plantea-
das –ni tampoco restarles importancia–, sino presentar de ellas un pano-
rama de antecedentes socio-históricos que contribuyan a la interpretación
de los conflictos que permanecen vigentes.
Uno de los signos más claros de la importancia de este acontecimiento
en particular es la amplitud con la que han sido debatidas las implicancias
históricas y morales de un proceso todavía inacabado, en donde la acción
política y jurídica internacional ha representado un papel importante, aún
cuando se la juzgue insuficiente e ineficaz. Resulta entonces un proceso
que no sólo puede exponer las causas abiertas en contra o a favor de los
implicados, sino también calificar la propia acción internacional, señalan-
do los intereses y conflictos más amplios que tendieron a limitar el carác-
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ter puramente jurídico o moral del tratamiento del caso. Me ha interesado
particularmente, aunque las describo de manera muy general y acaso in-
justificadamente sucinta, indagar en las consecuencias sociales y cultura-
les que ha tenido para la judeidad en su conjunto el desarrollo del sionis-
mo, porque sus consecuencias se reflejan en muchos de los problemas y
necesidades que enfrentan las comunidades judías comprendidas como
espacios culturales en donde la riqueza todavía puede comprenderse como
diversidad de modos de sentir, de pensar y de actuar. En este aspecto, mi
estudio no refleja la vida externa, porque a pesar de no ser sionista (en
ninguna de sus variantes), por educación, tradición y afecto soy induda-
blemente judío sin que importe tampoco, en realidad, como otros, desde
la religión, la ciencia o la política, pretendan definir mi propio ser y sentir
al respecto, y resultaría irresponsable y erróneo negar que el sionismo
forma parte importante de mi propio ambiente social y cultural.
Por último, teniendo en cuenta las consideraciones precedentes, en este
trabajo no intentaré ofrecer conclusiones morales o políticas y todo cuanto
aquí se diga taxativamente debe entenderse como un exceso de retórica.
Dos son las razones que explican la ausencia de opiniones consolidadas
sobre un tema que ha generado miles de ellas: en primer lugar, en térmi-
nos estrictamente metodológicos, la característica indagatoria del trabajo,
que no habilita la expresión de conclusiones que resulten de la validación
o refutación de hipótesis previas y, en segundo lugar y más importante, la
convicción y la premisa de que buena parte de las causas del carácter irre-
soluble que presentan los conflictos implicados no se encuentran en las
condiciones internas del proceso, sino en el contexto mismo de su desa-
rrollo: las características propias de los estados nacionales y la estructura-
ción de las relaciones políticas internacionales que afectó y afecta a los
colectivos enfrentados, que deben ser contemplados desde una perspecti-
va crítica si se quiere comprender su lógica de funcionamiento.
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En cualquier caso, he intentado que el último capítulo resuma los
hallazgos (¡y las dudas!) que se me presentaron durante la investigación
previa. Evidentemente, la apertura de problemas y la ausencia de conclu-
siones no implican una ausencia de opiniones que en un tema de estas ca-
racterísticas no dejarán, espero, de aflorar como debates con el texto en la
mente del lector.
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CAPÍTULO I
EL SIONISMO EN EL CONTEXTO DEL FIN DEL SIGLO XIX
A_ Condiciones y tensiones básicas en el sionismo
1_ La creación del “judío universal” a partir del judaísmo europeo occi-
dental
El movimiento Sionista aparece en el último cuarto del siglo XIX1,
constituyéndose en el primer movimiento judío de carácter nacionalista
después de casi dos milenios de desarrollo polifacético de la cultura judía
sin el resguardo de las fronteras de un territorio que pudiera considerar
propio, es decir, sin adoptar la forma moderna del estado nacional. Mo-
vimientos anteriores de repoblación judía en Palestina, en ese tiempo par-
te del imperio otomano, no alcanzaron jamás el grado de organización y
efectividad del movimiento sionista. Su fracaso se debió principalmente a
que estos intentos no fueron organizados teniendo en cuenta las variables
geopolíticas implicadas, pues era el judaísmo como condición social y no
el estado el centro de sus reflexiones y objetivos2.
1 El texto fundacional del Sionismo Político El Estado Judío de Herzl se publica en 1896 y el Primer Congreso Sionista se realizó en Basilea, Suiza, en agosto de 1897. En una discusión pertinente, algunos autores sugieren que es más adecuada la traduc-ción El estado de los judíos. Aunque consideramos válida la corrección, volcamos aquí, simplemente, la forma más utilizada en las ediciones castellanas. 2 No obstante, Ben Ami y Medin en su Historia del estado de Israel (RIALP, 1992) intentan prologar su obra enfatizando la relación entre los judíos en la diáspora duran-te 2000 años y la tierra de Israel, de acuerdo a un “nexo esencial”, escasamente ava-lado por auténticas experiencias re-fundacionales de un estado hebreo en esta tierra, aún cuando no pueda negarse la relación ideológica entre la etapa estatal antigua y los discursos propios de la ideología judía durante este largo proceso. Por otra parte, de la mera persistencia de poblaciones judías en la región no puede deducirse una tendencia
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Esta sola característica advierte de una singularidad, pues la ideología
sionista presuponía –y supone todavía– una unidad conceptual del pueblo
judío que no era ni es de ningún modo evidente. Porque la experiencia
cultural judía, considerada como conjunto, no es homogénea: la mezcla de
tradiciones y modos de vida propios con otros adquiridos se da en ella con
singular intensidad. Ello no implica que con el sionismo se intentara ne-
gar la pluralidad interna, sino que se sometía esta pluralidad a la posibili-
dad de una homogeneización de índole política. Tampoco se contaba en-
tonces con canales permanentes de comunicación entre las comunidades
de diversas geografías, y que constituían de por sí una cantidad notable de
experiencias culturales particulares. Que los elementos comunes a todas
ellas pudieran identificarse y caracterizarse como una serie más o menos
definida de rasgos de identidad de una única cultura no constituye sino un
ejemplo de la voluntad política de reconstruir las identidades. Esta ten-
dencia es muy propia de la modernidad, pero no necesariamente es acer-
tada como estrategia de supervivencia cultural.
Sin embargo, cuando se observan en términos comparativos dos espa-
cios culturales las diferencias deben ser tenidas en cuenta al menos tanto
como las similitudes, pues de otro modo se corre el riesgo de diluir cual-
quier capacidad descriptiva que el término cultura pudiera tener. No obs-
tante, ello no quiere decir que no existiera un substrato social y cultural,
aunque en ningún caso étnico o racial, que pudiera reconocerse como jud-
ío, en tanto heredero de una tradición común3. Por el contrario, el concep-
general del judaísmo a la reconstrucción de un hogar nacional, como parecen inferir los autores. 3 En su trabajo El sionismo contra Israel, (Fontanella, 1970. Pág.80 y sstes.) Weins-tock sugiere que, en cierta medida, el sionismo incorpora al pensamiento judío estas categorías, al proclamar la “alteridad esencial” del judío frente a las demás naciones. Aquí, más bien, señalaremos que esta diferencia es relativa, pues Weinstock no llega a considerar el carácter homogéneo de las experiencias culturales cuando éstas se vincu-lan a las características centrales de las sociedades de masas modernas.
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to de “lo judío” se hallaba presente y existía la conciencia de unas presun-
tas particularidades, aunque dicho concepto era más bien abstracto. De
diferentes modos, esa “sustancia de lo judío” se hallaba mezclada con
otras formas sociales y culturales, o había adquirido características pro-
pias y específicas, irreductibles en muchos casos al concepto genérico con
que se definía esta presunta sustancia. Tal circunstancia conduce a reali-
zar la distinción conceptual entre el Judaísmo como religión y, sí se quie-
re, como matriz histórica y cultural, y la Judeidad, como representación
del conjunto de circunstancias particulares y específicas mediante las cua-
les el judaísmo primitivo llegó a desarrollarse. Por otro lado, aunque asu-
mimos en plenitud el carácter “impuro”, mixturado, de cualquier tradición
colectiva, no por ello asumimos la posibilidad de intercambiar pacífica-
mente una tradición por otra. En otras palabras, que una cultura no sea
pura no significa, según nuestro entender, que esa cultura no sea “ella
misma”, capaz de generar principios de identidad propios y no intercam-
biables por los de otra cultura.
En otras palabras, en términos históricos más que estrictamente consti-
tutivos, Judaísmo sería el mínimo común denominador y Judeidad la
máxima ampliación posible del reconocimiento de lo judío como parte de
la identidad de comunidades e individuos. Incluso los límites de uno y
otro concepto son imprecisos: según el primer concepto, los Caraítas (an-
cestral tendencia anti-rabínica) no serían judíos pero, ¿qué otra cosa podr-
ían ser? Ellos mismos se consideran como tales; es más, se consideran los
“auténticos” judíos; según el segundo concepto el Islam y, menos clara-
mente, el cristianismo serían sendas expresiones de la “Judeidad”, cuando
evidentemente han seguido su propio camino y desarrollado su propia ri-
queza cultural interna, además de haberse nutrido de otras experiencias
culturales. Ocurre que la “materia” histórico-social se resiste a ser encasi-
llada en conceptos cerrados y acabados y cierta incertidumbre e indeter-
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minación son parte inseparable de sus contenidos. Esta última observa-
ción debe conjugarse con la constante verificación de que, como señalara
Geertz, el análisis cultural es intrínsecamente incompleto.
En cualquier caso, cuando el sionismo aparece lo hace en un contexto
específico y, por lo tanto, es formulado originalmente para responder a las
necesidades y expectativas de un colectivo judío concreto y no a las de
todas las formas existentes de judaísmo. El “judío abstracto”, cuyos pro-
blemas el sionismo vino a tratar, era en la historia efectiva el judío con-
creto de algunas comunidades urbanas de Europa occidental; esto es, un
judío que, pese a tratar de integrarse en la sociedad, era rechazado y se-
gregado por ésta, precisamente por su condición definida de judío. Así,
cuando el fundador del movimiento sionista, Teodoro Herzl, impulsa la
idea de la creación de un estado nacional judío y para alcanzarla contribu-
ye a la creación del movimiento sionista, lo hace intentando resolver un
problema derivado de la tensión entre la condición general de miembro de
la sociedad europea y la particularidad de la condición judía. No tenía en
realidad en mente los problemas de todo el conjunto de las manifestacio-
nes culturales que partían de la matriz judaica, como el pensador Ahad
Ha´am, supo señalar con nitidez.
Siendo un movimiento de carácter reactivo, como una respuesta a la
situación externa de la discriminación sistemática, el sionismo no nace
tanto como una propuesta positiva a este problema, al interior de la socie-
dad en la que aparece, sino como un intento de separar ambos mundos, de
alejar el problema de la discriminación del colectivo afectado4. Así: “El
nacionalismo judío es, ante todo, un nacionalismo reflejo, una reacción
defensiva contra la burguesía ascendente, que justifica su antisemitismo
con la exaltación del sentimiento nacional”5.
4 Cfr. Pinsker, Auto-Emancipation. [1882], Federation of American Zionists, 1916. 5 Weinstock, El sionismo contra Israel, Op. Cit. Pág. 63.
21
Con curiosidad se descubre que el problema es tratado desde su inicio,
en el seno del movimiento sionista, con el sello inequívoco de la moder-
nidad. Porque se trata del intento de crear, mediante el ejercicio de la vo-
luntad política, la solución a un conflicto, impulsando la creación de un
estado para responder a las necesidades de un colectivo que es a su vez el
resultado de una abstracción. A la vez, el etnocentrismo característico de
la Europa decimonónica se reproduce en la intención de resolver la cues-
tión judía para la Judeidad en su conjunto, sin importar las sustanciales
diferencias en las circunstancias concretas de otros colectivos judíos. El
mecanismo ideológico de universalización de un modelo de judaísmo
mediante la abstracción de las comunidades judías concretas es análogo al
mecanismo liberal clásico para la asignación de derechos individuales,
compartiendo las virtudes y los defectos de este modelo. La gran diferen-
cia es que la mayor parte de los estados modernos se conformaron a partir
de formaciones sociales bastante definidas, mientras que el sionismo tra-
bajó en el contexto de unas comunidades minoritarias y de escasa integra-
ción recíproca.
Como se verá en la etapa realizadora del sionismo y también durante
el proceso de afirmación del estado de Israel, la tendencia a adaptar las
estructuras sociales y estatales a este modo particular de ser judío, conver-
tido en Universal, no dejarán de incrementarse y de ganar espacios insti-
tucionales. Pero, al mismo tiempo, esta tendencia termina por incorporar
plenamente las tensiones sociales existentes en este ámbito ideológico al
interior del propio movimiento sionista.
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2_ La Tensión entre Liberalismo y Socialismo
Originalmente, la propuesta de crear un estado judío es recibida en
forma despareja por las comunidades judías, incluso en Europa occiden-
tal. Desde el principio, aún entre aquellos que la reciben con entusiasmo,
penetran en la estructura del movimiento los conflictos sociales y políti-
cos característicos de esa etapa de la modernidad. La lucha por los dere-
chos civiles está muy lejos de haber terminado y el pensamiento socialista
se encuentra en auge en los años que siguieron a la muerte de Karl Marx
(1883). Así, cuando se reúnen los congresos sionistas la influencia del ala
izquierda judía fue importante, pues el socialismo (en tanto expresión po-
tencial de los sectores socialmente subordinados) había calado hondamen-
te en las comunidades judías. De hecho, es posible afirmar que el socia-
lismo se extendió entre las comunidades judías del levante europeo con
más consistencia que en ningún otro colectivo, probablemente porque a
sus reclamos económicos y políticos de carácter clasista se agregaban los
problemas generados por la segregación religiosa y cultural, pues es ésta,
también, la época de los mayores pogromos6.
De esta forma, el propio intento de crear un estado judío debió lidiar
desde el comienzo con la tensión política interna. Se trataba de crear un
estado liberal –objetivo de los principales impulsores del movimiento– o
un estado socialista –tendencia representada a partir del Segundo Congre-
so Sionista (1898) y acentuada por las características colectivistas, aunque
heterogéneas, de las primeras oleadas de colonos al territorio de Palesti-
na–. Por ejemplo, a pesar de a sus contradicciones internas, el socialismo 6 Marx intentó responder a esta necesidad con un alegato por una emancipación uni-versal de las clases trabajadoras que fuera el camino para la emancipación particular de los judíos. No obstante, la crítica de Marx comprende principalmente a la judería aburguesada, que ciertamente reclamaba por sus derechos civiles y políticos en tanto parte del ideal burgués de persona política. Sería completamente inadecuado extender esta misma crítica a todos los judíos europeos de la época.
23
sionista, concentrado principalmente en torno a “Poalé-sión” (Obreros de
Sión) y el pensamiento de Borokhov, no puede en ningún caso ser con-
fundido con una forma subterránea del colonialismo de los imperios occi-
dentales. De modo que la confusión entre sionismo y colonialismo, si bien
no es un tema menor no es aceptable para comprender al sionismo como
fenómeno. Además, luego de la muerte de Lenin y las purgas estalinistas
–que terminaron con un auténtico exterminio de intelectuales judíos en la
URSS después de la segunda guerra mundial– los vínculos entre el socia-
lismo judío y el mundial quedaron definitivamente dañados.
Lógicamente, nacido en el seno de la modernidad, el movimiento sio-
nista no tenía más remedio que cargar con las contradicciones de ésta. En
la práctica, esta tensión fue contenida por la organización cooperativa y
en muchos casos colectivista de los asentamientos en Palestina, frente a
una organización de los congresos sionistas (que hasta 1936 se realizaron
en Europa) en donde los representantes del liberalismo político ocupaban
puestos clave. Sí para la vida práctica en las colonias el cooperativismo
era indispensable, era sobre todo un medio circunstancial que no necesa-
riamente se correspondía con el pensamiento predominante entre los líde-
res políticos del movimiento. Sí el socialismo aportó buena parte de las
fuerzas vivas necesarias para la realización práctica de los objetivos sio-
nistas, su matriz ideológica y, posteriormente, las conflictivas relaciones
políticas entre los bloque del este y del oeste terminaron por diluir su in-
fluencia, dado el posicionamiento pro-occidental que el estado de Israel
debió asumir. Esta tensión se mantendrá en la forma habitual de la lucha
política partidaria luego de la creación de las instituciones del estado jud-
ío7. Sin embargo, debe atenderse a que el capitalismo de la primera mitad
del siglo XX muestra una profusa tendencia a generar movimientos que
combinan ciertas formas de corporativismo de estado con el manteni- 7 Cfr. Ben Ami, Israel, entre la Guerra y la Paz, Punto de Lectura, 1996.
24
miento de las relaciones capitalistas de producción, en muy diferentes
proporciones: tal fue el caso del New Deal americano, del fascismo italia-
no y del nacionalsocialismo alemán.
3_ La Tensión entre Laicismo y Religión
Puede sorprender, en todo caso, una importante ausencia en la base de
este movimiento de liberación cultural que devino en nacional. El elemen-
to religioso, que a priori podría interpretarse como una característica fun-
damental de este colectivo en particular, y que por ello debía hallarse pre-
sente en el desenvolvimiento del movimiento, no tenía la fuerza que debi-
era tener en una lectura principalmente religiosa de la condición judía.
Los representantes del sionismo religioso (que es ciertamente anterior al
sionismo político, pues comienza a operar desde 1880, enviando grupos
reducidos a la tierra de Palestina) no unieron fuerzas, y no sin grandes
reticencias, con el movimiento sionista sino hasta 1904-1905, en el marco
del Sexto Congreso Sionista, realizado también en Basilea. El movimien-
to político-religioso Hibat Zión fue el principal exponente de esta tenden-
cia, que devino posteriormente en la formación de alguno de los partidos
religiosos israelíes.
Su presencia en la estructuración del movimiento fue más bien débil,
lo cual se percibirá con claridad en la organización jurídica y política del
futuro estado, en donde muy pocas de las prescripciones religiosas habrán
de tener auténtica cabida, sino que se presentarán más bien como conce-
siones al apoyo político. Quizá su principal influencia –y no es poca co-
sa– haya sido en el aspecto decisivo de la determinación del marco territo-
rial específico en el que el sionismo podría y debería desarrollarse. Para
los sionistas religiosos quedaba completamente claro que ningún territorio
era apropiado para el pueblo judío sí no era la tierra de Israel. Por otra
parte, no debe pensarse que el sionismo religioso se hallaba exento de la
25
influencia filosófica y política del socialismo. Por el contrario, algunos de
los principales exponentes de esta tendencia, como Rabí Abraham Isaac
Kook (1865-1935), incorporaban esta tendencia con facilidad al pensa-
miento judío religioso, debido sobre todo al alcance moral de los conteni-
dos compartidos en función de la idea de justicia social.
Ya desde fines del siglo XVIII el movimiento intelectual de la Has-
calá, el “Iluminismo Judío”, había propiciado la apertura hacia la moder-
nización mediante la incorporación de los sucesivos desarrollos filosófi-
cos característicos de la burguesía emergente. Pero, en lo que hacía a las
prácticas políticas, mucho más decisivo es en el sionismo el componente
nacionalista secular. De hecho, puede interpretarse también que el sio-
nismo permitió a muchos judíos librarse de contenidos culturales que ya
no se correspondían con sus prácticas sociales para adoptar otros, más
modernos e ideológicamente más ajustados a sus auto-representaciones
sociales, sin renunciar a su auto-representación de “judíos”. Este es quizá
uno de los efectos más importantes del sionismo dentro de la judeidad
como conjunto.
En los tiempos de la formación del sionismo político, la herencia de la
tradición revolucionaria burguesa y el nacionalismo militante son los
principales motores del movimiento, muy por encima de la ancestral tra-
dición cultural judía. Por ello, pese a la abundante tradición de carácter
religioso que auguraba la reconstrucción de Israel como expresión históri-
ca de la voluntad divina, desde sus comienzos y hasta el presente el sio-
nismo se organizó como una corriente de pensamiento predominantemen-
te secular.
Es difícil negar que la tendencia a comprender al judaísmo como una
totalidad con un “centro” imaginario en Jerusalén había persistido durante
toda la baja edad media, especialmente entre los intelectuales sefardíes,
como Maimónides o Yehuda Ha-Levi e incluso, posteriormente, Yosef
26
Karó. Este último publicó en Venecia, en 1565, un texto fundamental para
el desarrollo posterior del judaísmo europeo, especialmente en lo que a la
organización moral y legal se refiere: el Shuljan Aruj –“La Mesa Tendi-
da”– con una marcada influencia del racionalismo legal sefardí anterior
que recoge una parte importante del pensamiento ético y jurídico de esa
etapa. Yosef Karó argumenta en favor de la Khlal Israel, la “Comunidad
de Israel” que anticipa las formas modernas de universalización. A pesar
de ello, no existió un intento serio de reconstruir en Palestina un estado
judío, aunque sí existió una migración doctrinal en la que destacaron los
cabalistas de Safed. Pero, ya en el siglo XIX, el sionismo religioso reco-
gió el elemento nacionalista de una forma diferente al sionismo político.
Más que un fin en sí mismo, el estado judío sería el medio para salvar a la
cultura judía de las constantes amenazas, verificadas en forma de violen-
cia directa en Europa oriental, a diferencia de la discriminación efectiva
pero no inmediatamente destructiva que se verificaba en la Europa occi-
dental8. Se trata de un plan de acción político, antes que el resultado una
revelación religiosa.
Sí bien fue la tendencia laica la que terminó por imponerse, es induda-
ble que el agregado del elemento religioso le permitió ganar fuerzas en
tanto movimiento integrador y cohesivo al momento de intentar llevar a
cabo su programa. A pesar de esta integración táctica y de la conforma-
ción predominantemente laica de las estructuras del estado de Israel, al
día de hoy permanecen activos y con fuerza considerable partidos políti-
cos de inspiración religiosa (en una forma muy particular y pragmática de
comprender los contenidos religiosos). Por otra parte, no dejan de existir
movimientos religiosos judíos anti-sionistas, posición que se comprende
interpretando la misma tradición profética de la Reconstrucción de Jeru-
8 Cfr. Ahad Ha´am, Jewish State and Jewish Problem, JPSA, 1912.
27
salén como una tarea exclusivamente divina, que no puede acometerse ni
debe apresurarse mediante acciones humanas.
B_ Nacionalismo y racismo en el pensamiento occidental
En el siglo XIX la relación entre judaísmo y nacionalismo no era clara
ni evidente, aunque así lo parezca desde nuestra actual perspectiva. Y no
llega a comprenderse sí no se considera un elemento particularmente im-
portante al momento de indagar en la situación de los judíos, y de las re-
laciones interculturales en general, en muchos de los estados europeos de
la época. Ocurre que, como en otros aspectos relativos a la comprensión
de lo social, el tratamiento que se le daba al judaísmo como fenómeno no
era sólo religioso y cultural, sino también racial y biológico. Ello tenía
también una decisiva influencia ideológica en la percepción de lo “nacio-
nal” –pues es también la época de Darwin y Spencer– e incluso el pensa-
miento jurídico no dejaba de reflejar esta tendencia.
Conscientes de su pluralismo interno, los judíos no necesariamente
asumieron en aquella época esta distinción racial. Pero, dado que la defi-
nición externa tenía una importancia capital por ser el ambiente mismo de
desarrollo de la ideología judía moderna, no pudo dejar de influir en el
movimiento. Porque las estrategias políticas, debido a su naturaleza an-
tagónica, no pueden hacer exclusión del “discurso del otro”.
La interpretación del judío individual como miembro de un “pueblo”,
no de una “raza”, es absolutamente predominante. La noción de “raza jud-
ía” no se encuentra presente en los autores judíos, sionistas o no, pero sí,
y con gran profusión, en los autores no-judíos, aún en aquellos que no
mostraban ninguna animosidad contra este colectivo. Entre los judíos, la
auto-apelación colectiva predominante es la de “Ham-Israel” (Pueblo de
Israel), lo cual explica también la crónica referencia a Palestina como
“Eretz Israel” (Tierra de Israel) sin que ello implique en forma necesaria
28
una vocación nacionalista atemporal, como luego recogerá la ideología
sionista.
Lejos de agotarse en el siglo XIX, el tratamiento de la cuestión judía y
nacional en general como un problema biológico no dejó de acrecentarse
hasta estimular el racismo político alemán con las consecuencias conoci-
das de intentar expandir las fronteras que limitaban a la “raza superior” y
la tentativa de exterminio masivo conocido como la “Solución Final”9.
Entre los filósofos sociales que atendieron a este fenómeno probablemen-
te Michel Foucault, en su Genealogía del Racismo es quien mejor ha cap-
tado la relación existente entre el racismo como ideología y la estructura
sociopolítica y, así, nos dice del racismo que: “... es el modo en que, en el
ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una se-
paración, la que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir, a par-
tir del continuum biológico de la especie humana, la aparición de las ra-
zas, la jerarquía entre razas, la calificación de unas razas como buenas y
otras como inferiores...”10.
En la etapa de expansión de los imperios europeos, este tipo de razo-
namiento funcionaba de manera extendida y completamente legitimada,
desplazando a modos pretéritos de establecer la jerarquía social. De
hecho, la jerarquía racial sólo parece haberse vuelto completamente “ma-
la” cuando se volvió contra las propias potencias europeas, que la habían
utilizado ampliamente para legitimar la esclavitud y el expansionismo
imperialista hacia lo que posteriormente se denominó “tercer mundo” y
que luego se rebautizarán como “economías emergentes”. En este último
sentido, dado que actualmente nos hallamos racialmente igualados por la
9 Por otra parte, es incorrecto suponer que el “racismo científico” involucraba sólo al nazismo alemán, pues se hallaba igualmente presente en Italia, Francia e Inglaterra. 10 En Genealogía del Racismo, (La Piqueta, 1992). Se trata de una definición que tiene diversos usos: “lo que debe vivir y lo que debe morir”, no se trata sólo de sujetos bio-lógicos, sino también de sujetos sociales y culturales comprendidos históricamente.
29
legislación internacional, la jerarquía social adopta un carácter economi-
cista, en especial en materia de relaciones internacionales (esto es, la dis-
tinción entre desarrollo y subdesarrollo), menos inadecuado, pero no ne-
cesariamente menos perverso11. No falta tampoco el discurso que tiende a
jerarquizar las culturas o las civilizaciones entre superiores e inferiores.
La jerarquía ideológica de los “tipos” humanos puede rastrearse hasta
filósofos clásicos como Platón y Aristóteles, pero sólo con el racismo
moderno se reviste de un discurso con apariencia de cientificidad.
Durante siglos fue la adherencia a determinadas concepciones religio-
sas el mecanismo de integración social preferido para marcar las diferen-
cias: por entonces, ser monoteísta (en general) era mejor que ser “paga-
no”; ser cristiano mejor que judío o musulmán; ser católico (por ejemplo)
mejor que protestante y ser feligrés de una parroquia, también mejor que
concurrir a una capilla rival. Pero al suplantar, siquiera parcialmente, el
nacionalismo militante al componente religioso –un proceso que en Euro-
pa demando varios siglos y multitud de sangrientos enfrentamientos– el
biologicismo fue el encargado de mantener las jerarquías sociales en su
lugar. Para ello fue utilizado el esquema racista tanto fuera como dentro
de las fronteras del “mundo civilizado”. Empujado el proceso ideológico
por los gigantescos beneficios derivados de la explotación de las pobla-
ciones aborígenes amparadas bajo las presuntas bondades de la civiliza-
ción y de la trata de esclavos, mecanismos que ciertamente superaron la
etapa de transición entre uno y otro modo de regulación ideológica. Y to-
do ello a pesar de las claras advertencias de los mayores expertos en la
materia: “Aunque en las razas humanas existen diferencias entre sí, por
varios conceptos, como son color, cabellos, formas de cráneo, proporcio- 11 No obstante, la Declaración Universal de los Derechos Humanos no está rigurosa-mente actualizada al respecto, pues se sigue mencionando en ella a la “Raza”, como si existiera la posibilidad de verificar entre las poblaciones humanas las distinciones biológicas que el término implica.
30
nes del cuerpo, etc., sin embargo, consideradas en su estructura total, se
halla que se asemejan mucho en un sinfín de puntos. Gran parte de estos
son de poca importancia, o de naturaleza tan especial, que es muy difícil
suponer que hallan sido adquiridos independientemente por razas o espe-
cies desde su principio distintas. La misma observación tiene igual o ma-
yor fuerza respecto a los variados puntos de semejanza mental que exis-
ten entre las razas humanas más distintas. Así, por ejemplo, los indígenas
americanos, los negros y los europeos discrepan en sus facultades menta-
les unos de otros, tanto como cualesquiera otra raza que se quiera nom-
brar; y, sin embargo, siempre me sorprendía considerablemente en el
tiempo en que viví con los fueguinos, a bordo del Beagle, los mil numero-
sos rasgos de carácter que me probaban lo semejante que eran sus facul-
tades a las nuestras, y otro tanto advertí en un negro puro con quien tuve
mucho trato”12. Lo cual influye en la consideración conceptual siguiente,
que fue primorosamente olvidada, a todos los efectos prácticos, por la
mayor parte de la sociedad europea civilizada: “Asimismo, es casi indife-
rente que se designen con el nombre de razas las variedades humanas, o
que se las llame especies o subespecies, aunque este último término pare-
ce ser el más propio y adecuado”13.
Pero, enfocando hacia dentro, la ideología predominante reprodujo el
mecanismo, recalificando sus propias relaciones de dominación y, mien-
tras al criminal y al trabajador le fueron endilgadas “cualidades naturales
y congénitas” para realizar sus tareas respectivas, el judaísmo corrió idén-
tica suerte. Se retrocedió buena parte de las conquistas que bajo el manto
de la “igualdad” se habían conseguido desde la revolución francesa, pues
la “diferencia” de profesar otra religión, insustancial bajo las tesis moder-
nas, fue reemplazada por la pertenencia a una “raza”, si no claramente
12 Darwin, El origen del Hombre, Edad, 1989. Pág. 175. 13 Ídem. Pág. 177.
31
inferior, al menos aproximadamente maligna. No se trata de una novedad
ideológica, establecida ad hoc para los judíos: los esclavos africanos de
las colonias francesas tampoco se encontraron nunca bajo el amparo de
los Derechos del Hombre, menos aún de los del Ciudadano, por no hablar
de la situación relativa de la mujer en general.
Todo ello sin desmedro de que pudieran combinarse ambos elementos
discriminatorios, pues precisamente el comportamiento religioso es el
principal “fenotipo” de identidad del judío europeo decimonónico, aunque
con frecuencia se pretendió “ilustrar” físicamente una singularidad cultu-
ral e ideológica, asignando un “cuerpo (anti)ideal” al judío arquetípico.
Esta caricatura decimonónica es la que permite al actor mediocre caracte-
rizar un Shylock medieval más o menos convincente con muy poco talen-
to14.
El sionismo surge como un intento de responder a esta forma discrimi-
natoria a través del mecanismo de la liberación nacional. Paradójicamen-
te, su triunfo se debe a largo plazo al buen uso de las herramientas jurídi-
co-políticas existentes en el propio espacio cultural europeo y a un ajusta-
do conocimiento del balance de las relaciones de poder, negociando las
condiciones para el establecimiento del “Hogar Nacional” para el pueblo
judío. En este sentido, el sionismo se adapta perfectamente a la transición
ideológica que marca el decaimiento de la distinción racial y el predomi-
nio de la particularización nacional. Así, los judíos dejan paulatinamente
y por su propia elección ideológica de ser considerados una raza para ser
percibidos como una nación. Es una calificación tan inadecuada, en
términos socio-históricos, como la anterior, pero más sencilla de vincular
a los mecanismos ideológicos existentes. Dicho de otra forma, el naciona- 14 En El Sionismo contra Israel, (Op. Cit., Pág. 79) Weinstock dice que la historia del judaísmo como “pueblo-clase” explica parcialmente esta situación. Acertadamente, este autor reúne la condición étnica con la económica, aunque sin recordar que existe una categoría sociológica para dicha situación, es decir, la de “casta”.
32
lismo judío es también un resultado de la necesidad de superar el trance
de la discriminación biológica. Como lo señala claramente la historia jud-
ía del siglo XX, esta superación no llegó lo bastante pronto, sino dema-
siado tarde.
No obstante, el sionismo político no reprodujo ni en sus discursos ni
en sus prácticas este carácter racista derivado de la jerarquía biológica. Es
decir: que el racismo fuera una de sus causas no implica que fuera una de
sus consecuencias. En este sentido, el carácter de segregación que pueda
tener la actual articulación política del estado de Israel se debe a su condi-
ción de estado moderno, que establece las distinciones jurídicas y admi-
nistrativas sobre la base de la distinción entre “Ciudadano” y “No-
ciudadano”. Si existe algún componente etnocéntrico concreto éste se ve-
rificará no en una discriminación interna de tipo racial, sino en la asigna-
ción de la condición de ciudadano con más facilidad al judío que al no-
judío15. Esto no es un modelo exclusivo, sino que reproduce la política
migratoria de la mayor parte de los estados, especialmente de aquellos
concentrados en el norte opulento.
El sistema parlamentario israelí protege a las minorías no judías garan-
tizando sus derechos civiles y políticos, pero ello es, ciertamente, con la
condición tácita de que los partidos “judíos”, laicos y religiosos, conser-
ven siempre la mayoría parlamentaria y ejecutiva, pues de otra manera se
disolvería por completo el carácter de “hogar nacional” que ostenta hoy
en día el estado.
Puede sugerirse al respecto que el problema subyace en la propia natu-
raleza política de los estados nacionales modernos. Son estructuras que
pueden integrar eficazmente extensas fuerzas productivas, con una amplia
división del trabajo en sociedades masivas y complejas pero, pese a ello,
15 Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Dónde se destacan las dife-rencias de adaptación incluso entre los diferentes colectivos judíos.
33
su capacidad de organización económica no conduce a una capacidad de
administrar todas las esferas de lo social. Esto es especialmente cierto con
todo aquello que no pueda o se resista a convertirse en mercancía, que es
a su vez la principal tendencia del sistema. Por ello, a largo o mediano
plazo, estas contradicciones comenzarán a afectar al carácter “judío” del
estado de Israel.
Esta es quizá la principal consecuencia de haber aceptado como una
verdad ontológica la concepción ideológica del sionismo político original,
que postulaba implícitamente la condición judía como la de una “nación”
para la cual había que crear un “estado”. Intentando esquivar la trampa
del estigma de lo racial, el sionismo se hundió profundamente en las are-
nas movedizas de lo nacional. Su organización se lleva mal con la plura-
lidad característica de la judeidad, dónde no todo cabe en Israel como es-
tado, ni puede convertirse en un elemento de lo político, y así es como el
estado nación no alcanza a gestionar eficazmente las diferencias cultura-
les internas.
Las consecuencias de estas falencias son enormes porque condujeron,
en el aspecto práctico, a un tipo de integración con los habitantes árabes
de Palestina poco adecuado a las estructuras sociales existentes, provo-
cando situaciones de intensa desigualdad que con el tiempo condujeron a
una incapacidad jurídica y política catastrófica para resolver los conflic-
tos.
C_ Sionistas y no–sionistas: la integración del sionismo
A las diferencias ideológicas entre el socialismo y el liberalismo que
afectaban al conjunto de las sociedades europeas de fines del siglo XIX,
se sumaba una diferenciación intrínseca a las comunidades judías. Porque
las comunidades judías de las grandes ciudades no eran idénticas a las
comunidades-pueblo rurales, conocidas como Shtetls, con lo que a la dife-
34
rencia entre “izquierda” y “derecha”, se sumaba la tensión “ciudad-
campo”, que no alcanzaba a desprenderse totalmente de un contraste so-
cioeconómico. Siguiendo las tendencias de la población en general, y
aunque existía una considerable proporción de pobreza judía urbana, los
estratos altos judíos tendían a concentrarse en las ciudades.
También existían conflictos entre las tendencias laicas, que sólo pre-
tendían resolver la “cuestión judía” como un problema político, y aquellas
derivadas e influidas por el pensamiento religioso tradicional. Éste último
veía en la “reconstrucción” del estado judío no sólo una institucionaliza-
ción capaz de dar respuesta a algunos de sus problemas, sino también una
revitalización de antiguas promesas míticas ligadas a ésta reconstrucción.
La percepción de estos tres pares conflictivos interrelacionados (Libera-
lismo-Socialismo, Ciudad-Campo y Laicismo-Religión), que no son los
únicos pero son quizá los más significativos ayuda a comprender que es
poco menos que una fantasía interpretar al sionismo como un movimiento
homogéneo, propio de un colectivo también homogéneo o, lo que es peor,
como una instancia política clasista y colonialista. Además, es una pers-
pectiva insostenible desde toda perspectiva analítica que no sea mera re-
tórica apologética o difamatoria.
Por otra parte, es imposible omitir que a cada una de las tendencias
implicadas en el sionismo le correspondía su par entre los judíos que no
eran sionistas, vale decir, entre aquellos que no consideraron por entonces
que la creación de un estado judío constituía una respuesta para sus pro-
blemas colectivos o particulares. En esta misma época se está producien-
do el gran éxodo de judíos desde Europa oriental hacia el oeste, funda-
mentalmente hacia los EUA y, en menor medida, hacia países latinoame-
ricanos. Este desplazamiento significó una porción de un fenómeno mi-
gratorio de intensidades que no han vuelto a repetirse en el mundo “occi-
dental”, pues alcanzaba no sólo a los judíos: alemanes, polacos, irlande-
35
ses, españoles e italianos, entre otros, se desplazaban también, escapando
de la pobreza, en cantidades extraordinarias hacia espacios sociales en
crecimiento, en donde al menos pudieran garantizarse un mínimo sustento
material inmediato y existieran perspectivas futuras de crecimiento y as-
censo social16. Así, mientras el sionismo producía sus primeros pequeños
contingentes de emigrantes hacia Palestina, en los primeros años del siglo
XX la mayor parte de los judíos europeos que decidían emigrar no lo hac-
ían hacia Palestina, sino hacia América. Por otro lado, en Palestina existía
ya una comunidad judía significativa, generada parcialmente por el “go-
teo” migratorio del pre-sionismo religioso y por el sistema de caridad que
permitía a muchos judíos mayores de edad pasar sus últimos años en la
tierra considerada sagrada. En este mismo sentido, el propio fundador de
la doctrina sionista discute en un texto fundacional las opciones de crear
un estado judío en Palestina o en Argentina, y lo hace en los siguientes
términos: “¿Deberemos elegir Palestina o Argentina? Deberemos tomar
lo que nos sea dado, y lo que sea elegido por la opinión pública judía. La
sociedad determinará ambos puntos. Argentina es uno de los países más
fértiles del mundo, se extiende sobre una vasta extensión territorial, tiene
una escasa población y un clima suave. La república Argentina podría
obtener un considerable beneficio de la cesión de parte de su territorio a
nosotros. La actual infiltración de Judíos produce algún descontento y
sería necesario iluminar a la república de la diferencia intrínseca de
nuestro nuevo movimiento. Palestina es nuestro siempre recordado hogar
histórico. El mero nombre de Palestina atraería a nuestro pueblo con una
fuerza de maravillosa potencia. Si Su Majestad el Sultán nos diera Pales-
tina, podríamos como contrapartida encargarnos de la regulación de to-
das las finanzas de Turquía. Podríamos formar allí una parte de la mura-
lla de Europa contra Asia, una avanzadilla de la civilización opuesta a la 16 Cfr. Bruun, La Europa del Siglo XIX (1815–1914), FCE, 1999.
36
barbarie. Podríamos como un estado neutral mantenernos en contacto
con toda Europa, garantizando así nuestra existencia. Los santuarios de
la Cristiandad serían salvaguardados asignándoles un estatus extraterri-
torial, el cual es bien conocido para la Ley de las Naciones. Deberíamos
formar una Guardia de Honor para esos santuarios, respondiendo al
cumplimiento de ese deber con nuestra existencia. Esa Guardia de honor
sería el gran símbolo de la solución de la cuestión judía, después de die-
ciocho siglos de sufrimiento judío”17.
Este fragmento expone una serie de problemas que es necesario men-
cionar y que requieren por ello de algún análisis del texto.
En primer lugar, el texto destaca la inconsistencia de estos primeros
postulados nacionalistas, implicados en la mera falta de decisión sobre un
punto capital a la hora de intentar construir un estado, como es la cuestión
territorial. Herzl parece suponer, al respecto, que la negociación con las
potencias europeas sería más fácil que con el Sultán Turco, propietario
nominal de la tierra más adecuada para el establecimiento del estado na-
cional judío y con quién, en efecto, fracasaron las negociaciones apenas
comenzado el siglo XX. Pero lo que resulta significativo es que le parece
posible pensar la realización de este proyecto en una geografía tan distan-
te y ajena a él mismo como era la Argentina. La república Argentina era
entonces rural y oligárquica, con realidades sociales y ambientales dife-
rentes a las de la mayor parte de las comunidades judías existentes18. Pese
a que reconoce que “El mero nombre de Palestina atraería a nuestro
pueblo con una fuerza de maravillosa potencia”, analizando la dirección
que tomaron los principales contingentes migratorios judíos de los años
subsiguientes puede apreciarse que no ocurrió así. Con posterioridad, 17 Herzl, The Jewish State (1896), Edición informática del original editado en 1946, TAZEC. 18 Sólo en 1889 comienzan a asentarse colonias judías rurales de importancia, en las provincias argentinas de Entre Ríos y Santa Fe.
37
también el “Proyecto Uganda”19 fue largamente debatido, e incluso una
propuesta para colonizar la península del Sinaí. De modo que, lo que en la
obra de Herzl es todavía especulación, alcanzó un grado aproximado de
probabilidad unos años después. Finalmente predominó la tesis opuesta,
que argüía para el Pueblo de Israel un único y específico espacio territo-
rial posible, en Palestina. La “opinión pública judía” tomó, en este senti-
do, una decisión muy clara.
En segundo lugar, hay que destacar el lugar que el pensamiento pro-
gramático y racionalista propio de la modernidad tiene en el discurso de
Herzl. Pese a que el proyecto que vuelca en las páginas de “El Estado
Judío”, suele pecar de voluntarismo y un optimismo injustificado –propio
de un texto de retórica política, que intenta convencer más que demostrar–
, el discurso confía en la razón, en la capacidad de encontrar beneficios
mutuos, a través de la “iluminación” de las conciencias.
En tercer lugar, directamente ligado con el punto anterior, debe desta-
carse la monolítica convicción en la superioridad de la cultura europea,
convicción tanto más sorprendente cuando es de la propia irracionalidad
del racismo occidental de la que nace la necesidad de escapar de Europa
para fundar un estado judío autónomo. Por esta razón, sólo puede atribuir-
se a la hegemonía ideológica del proyecto ilustrado que Herzl haya pro-
puesto crear un estado que sea a la vez “Hogar Nacional” y muralla exte-
rior o vanguardia (Outpost) de “la civilización frente a la barbarie asiáti-
ca” . La creación de la “guardia de honor” y la protección a los santua-
rios de la Cristiandad –olvidando o ignorando que también para el Islam,
religión protegida por “Su Majestad, el Sultán”, Jerusalén guarda tesoros
de incalculable valor espiritual– no parecen tener otro objeto que preca-
verse frente a las posibles críticas perspicaces y tener de resguardo alguna
19 Se trata de una propuesta del gobierno británico de crear una autonomía judía en Uganda, que se debatía todavía en 1903.
38
moneda simbólica de cambio. El ofrecimiento explícito de “ocuparse de
las finanzas del imperio” es otra muestra del calado de la ideología occi-
dental en cuanto al judío arquetípico en los orígenes del sionismo político.
Por último, pese a su desinterés inicial, pues no discute sus preferen-
cias, sino que deja la respuesta a la opinión pública y la suerte política,
Herzl pretende poner fin a “Dieciocho siglos de sufrimiento judío”. Y lo
hace asumiendo un discurso que supone una continuidad, siquiera simbó-
lica, entre el futuro estado nacional judío y los remotos y extintos reinos
davídicos, lo cual nos recuerda que, aunque no lo menciona en este párra-
fo, el imaginario bíblico continuaba operando en forma abierta o sublimi-
nal en la conciencia de los ideólogos sionistas no-religiosos.
Y no sólo en este sentido el sionismo quiere revestirse con la fuerza
del discurso racional para garantizar el cumplimiento de sus objetivos
políticos, sino que considera “natural”, influido por el discurso dominante
de la época, que el pueblo judío busque materializar su nacionalidad. Así,
vemos a otro precursor del sionismo, el ruso León Pinsker, sostener que la
razón por la cual los judíos no son reconocidos como iguales por el resto
de las naciones es, precisamente, que no se deciden a auto-emanciparse,
construyendo su propio estado que los iguale al resto de las naciones:
“Esta es la piedra fundamental del problema, tal como yo lo veo: Los
judíos comportan un elemento distintivo entre las naciones en las que vi-
ven, y así nunca podrán asimilarse o ser eficazmente subsumidos por
ninguna nación. Entonces la solución radica en encontrar la manera de
reajustar este elemento exclusivo a la familia de las naciones y así la ba-
se de la cuestión judía será removida en forma permanente”20.
20 Pinsker, Auto-emancipation. Op. Cit. La emancipación individual mediante la pose-sión de un estado que se revela aquí está en perfecta consonancia con el desarrollo del pensamiento liberal moderno.
39
Así vemos que para este autor, como para Herzl, el problema no es la
aculturación o la amenaza de genocidio, sino la imposibilidad de realizar
eficazmente la conversión de lo cultural en lo nacional en el marco del
territorio europeo por medio de la asimilación. A tal punto llegaba la po-
tencia del pensamiento dominante que los no-asimilados debían lamentar-
se de ello y buscar los caminos para superar el trance. Por supuesto, no
debemos pensar que el préstamo lingüístico del concepto “asimilación” es
inocente, sino que está directamente vinculado con el pensamiento socio-
biológico imperante. El propio Pinsker se encarga de acentuar esta idea
unos párrafos después, asegurando que: “El gran impedimento en el ca-
mino de los judíos a una existencia nacional independiente es que ellos
mismos no sienten su necesidad. Y no sólo eso, van tan lejos como para
negar su autenticidad. En el caso de un hombre enfermo, la falta de ape-
tito es un síntoma muy serio. No siempre es posible curarlo de su omino-
sa pérdida de apetito. Y aunque su apetito se restablezca, queda todavía
la cuestión de sí es capaz de digerir la comida, aún cuando la desee. Los
judíos se encuentran en la infeliz condición de esta clase de paciente”21.
De esta forma, la falta de “apetito nacional” es presuntamente un
síntoma de una enfermedad grave, pues iría contra la naturaleza del ser
social racional, que es el de constituirse en torno al modelo occidental de
estado-nación. Por supuesto, esta concepción organicista está fuertemente
relacionada con el corporativismo propio de muchos movimientos socia-
les de la primera mitad del siglo XX, de modo que su influencia no se
agotó en el suministro de metáforas aptas para el consumo técnico o re-
tórico. El fragmento que consideramos aquí muestra también hasta qué
punto el sionismo político no era hegemónico –y buscaba con ahínco tal
grado extremo de legitimidad– pues existían elementos que negaban pa-
tológicamente la autenticidad de la “nacionalidad” judía. 21 Pinsker, Auto-emancipation. Op. Cit.
40
Como contrapartida, el sionismo político no sólo reprodujo el naciona-
lismo como estrategia, camino y necesidad, sino que no cesó de ejercitar
una activa propaganda interna –es decir, entre la propia “opinión pública
judía”– para posicionarse frente a otras tendencias sociales y políticas en
las comunidades judías. El organicismo era una parte importante de la
ideología hegemónica, al punto tal que la sociedad como conjunto llegó a
ser considerada según parámetros biológicos22. De cualquier manera, no
debe sorprender que en este ambiente ideológico también el sionismo
haya nacido con algunas de estas nociones incorporadas. Las metáforas
biologicistas –“nacimiento”, “incorporación”– continúan utilizándose sin
mayores inconvenientes semánticos en las ciencias sociales y en la lengua
coloquial.
Pero lo que resulta importante aquí es denotar que esta manera de
comprender la búsqueda de la independencia nacional se enfrentaba a la
estrategia de supervivencia tradicional de las comunidades judías, es de-
cir, la tendencia a la trans-culturización. Ésta se resolvía con el recurso de
conservar un conjunto variable de elementos de identidad que actuaban a
su vez como defensas de resistencia cultural frente a los cambios del en-
torno, incorporando para responder a las restantes necesidades buena par-
te de los componentes de este mismo entorno. En cambio, el sionismo
propuso la completa separación respecto de los múltiples entornos –en
especial de las ciudades de Europa occidental– para generar un “entorno
propio”. Para ello, en realidad, intentaba copiar en otra escala el modelo
segregacionista del que supuestamente quería escapar.
22 En Arqueología del saber (Siglo XXI, 1988. Pág. 286), Foucault nos dice que: “En un cuarto de siglo, de 1790 a 1815, el discurso médico se modificó más profundamen-te que desde el siglo XVII, que desde la edad media, y quizá incluso desde la medicina griega”. De modo que no sorprende que tal revolución haya afectado a todo el cono-cimiento disponible.
41
La trans-culturización como estrategia de supervivencia goza de una
historia muy larga para las comunidades judías, al menos desde el período
de los Gaonim23, y el sionismo introdujo una tensión en la posibilidad de
mantenerla por su continua ambición hegemónica. Evidentemente, sí sólo
se puede emancipar al judío mediante su “nacionalización”, esto excluye
toda posibilidad de encontrarse emancipado manteniendo otra nacionali-
dad, pues a efectos prácticos la nacionalidad implica una exclusividad ju-
risdiccional. Esta abstracción del judío como sólo judío es análoga al re-
pertorio liberal de conversiones de los hombres abstractos, que sólo como
abstracciones se convierten en sujetos de derecho, bajo el cobijo de la
ciudadanía24.
El sionismo político pretendía alcanzar la Igualdad formal mediante la
separación territorial, no retornar a las fuentes judías, pues la avasalladora
creencia en la superioridad de la civilización occidental había penetrado
profundamente en las conciencias judías ilustradas. De hecho, la interpre-
tación de la condición judía como “intrínsecamente ilustrada” llegó a ser
parte del imaginario y la auto-representación de muchos judíos, sionistas
o no, durante los siglos XIX y XX.
De este modo, el triunfo político suponía una claudicación cultural que
los dirigentes sionistas no eran capaces de comprender, en parte por ce-
guera ideológica y en parte porque la sociología de la época no era capaz
de explicar esta clase de tendencias sociales. La influencia del iluminismo
en el mundo judío no era novedosa, ni el sionismo fue su primera mani-
23 Entre los siglos VIII y XI, los gaonim eran los directivos principales de las escuelas jurídico-religiosas en Babilonia, en especial de las academias de Sura y Pumbedita. Eran nombrados por el “exilarca”, regente de las comunidades judías en el exilio y cumplieron un importante papel en la conservación y desarrollo de la ley judía pos-talmúdica. 24 Cfr. Touraine, Qu'est-ce que la démocratie?, Fayard, 1994.
42
festación, pero con este movimiento alcanza la posibilidad de convertirse
en discurso dominante, si bien nunca llegó a ser hegemónico25.
25 Cfr. Weinstock, El Sionismo contra Israel, Op. Cit.
43
CAPÍTULO II
GÉNESIS DEL SIONISMO COMO FENÓMENO POLÍTICO
El sionismo aparece en momentos en que el sistema económico y polí-
tico mundial se encontraba en un momento de inflexión. Nuevas poten-
cias (Alemania, Italia, Rusia) se apresuraban a mover los ejes del poder
mundial, apoyadas en una revolución económica tardía en relación con
los centros industriales europeos, pero que habrían de basarse en nuevos
sistemas organizativos que derivarían en una completa transformación de
los sistemas productivos. El nuevo complejo tecnológico se apresuraba a
descomponer buena parte de los sistemas productivos tradicionales, tanto
en las bolsas preindustriales remanentes en Europa –en los Estados Uni-
dos la guerra de secesión había acelerado el proceso– como en el ámbito
de los imperios coloniales de las potencias centrales e incluso en muchos
países independientes de la periferia. Esta época registra, por ejemplo, el
desarrollo del capitalismo en Rusia y Japón, por citar ejemplos de singu-
lar importancia.
El nacionalismo secular, básicamente republicano, era la ideología
política predominante en los estados centrales, aún en los que seguían
siendo formalmente monarquías, y se perfilaban ya las características ope-
rativas de las democracias representativas, aun cuando las prácticas dista-
ran bastante de lo que actualmente se entiende por democracia26. En el
primer congreso sionista se reproducen las restricciones políticas propias
de esta etapa del liberalismo político: las mujeres, por ejemplo, tenían voz
pero no voto en las deliberaciones. Por otra parte, las más importantes
potencias imperialistas ponían en juego su capacidad militar fuera de las
26 Cfr. Mendelsson, From the First Zionist Congress (1897) to the Twelfth (1921), JAI, 2000.
44
fronteras europeas, con el objeto de mantener el sistema colonial, funda-
mental en esta etapa para el proceso de reproducción ampliada de las in-
versiones de capital27.
De ninguna de estas condiciones dejó de nutrirse el Sionismo, y con
ninguna pudo evitar medirse e incluso enfrentarse. Pronto fue evidente
que sólo Palestina reunía las condiciones ideológicas para constituirse en
el objeto de la lucha colectiva por un territorio específico, gracias a la
permanencia de las antiguas tradiciones religiosas28. Si de allí podía deri-
varse un Derecho a la tierra –a ese territorio en particular– es como poco
dudoso, pero en cualquier caso no era menor al de quienes ostentaban el
poder político en el lugar.
Palestina era todavía, formalmente, parte integrante del imperio turco.
Pero las potencias imperiales europeas, en particular Francia e Inglaterra,
se apresuraban a repartirse los restos de este imperio, agregando esta parte
del mundo a su ámbito de influencia y constituyéndose como los auténti-
cos interlocutores del movimiento sionista. Hay que considerar al respec-
to que el Imperio Británico era todavía la principal potencia mundial. A la
partición de Palestina entre judíos y árabes le precedió la repartición del
cercano oriente entre Francia e Inglaterra, quedando Palestina y Transjor-
dania bajo el mandato británico y Siria y el Líbano bajo la influencia
francesa, con alguna previsible participación del Imperio Ruso, que se
diluyó, por supuesto, con la Revolución de Octubre de 1917 29.
Si bien la población autóctona en el área de influencia del imperio
británico se hallaba sólo parcialmente sometida, de ningún modo sería 27 Cfr. Amín, Imperialismo y desarrollo desigual. Fontanella, 1976. 28 Como se ha dicho, la propuesta de crear un territorio autónomo judío en Uganda, sobre la base de una propuesta de Joseph Chamberlain en 1903, fue largamente deba-tida y finalmente rechazada, lo cual produjo la primera división de considerables pro-porciones en el sionismo. Cfr. Mendelsson, Zionist Congresses Under the British Mandate, TAICE, 2002. 29 Véase la Partición del Cercano Oriente según el acuerdo Sykes–Picot de 1916.
45
reconocida en pie de igualdad con los súbditos de la corona victoriana.
Como los hindúes o los maoríes, los beduinos y otros grupos locales que
podrían, quizá, ostentar el título de “palestinos autóctonos”, eran conside-
rados por los británicos como socios comerciales, como mano de obra
barata, como medios políticos o como una molesta resistencia a la cultura
europea30. Ninguna de las demás potencias coloniales ostentaba otros títu-
los legítimos que no fueran su interés económico y político en las tierras
ocupadas. Ni aspiraban a otra cosa que a los beneficios que pudieran ob-
tener, pues el mantenimiento de los ejércitos imperiales no se justificaba
sino por el rendimiento neto que el imperialismo representaba en el aspec-
to económico.
Pero, curiosamente, si el sionismo nace en una etapa álgida del impe-
rialismo, su etapa realizadora se corresponde más exactamente con el pe-
riodo posterior, el de la descolonización, cuyo resultado sería el cambio
de la política de enclaves por la política de “zonas de influencia”, que al-
canzara su máxima expresión durante la Guerra Fría, entre 1945 y 1985.
En otras palabras, el estado judío independiente comienza a ser viable
cuando se demuestra insostenible el mantenimiento del sistema imperial,
un decaimiento acelerado luego de la Primera Guerra Mundial que tuvo
como resultado el establecimiento de la adecuada posición de cada poten-
cia en el panorama mundial en función de la relación de fuerzas existente.
Sólo que, en vez de resultar una auténtica descolonización para Pales-
tina, el triunfo del ideario sionista significó una recolonización de ese es-
pacio territorial. Porque las colonias judías no desaparecieron con la des-
colonización, sino que esa población inmigrante pasó a ser el grupo social
dominante en Palestina al retirarse la potencia mandataria. En todo caso,
es necesario señalar que ni siquiera en los espacios en los que la descolo-
30 Weinstock (El Sionismo contra Israel, Op. Cit.) describe la mala situación de los campesinos árabes antes del advenimiento de los colonos judíos sionistas.
46
nización fue efectiva se produjo un completo repliegue de la cultura occi-
dental. Aunque ya no gobernaran enviados de potencias extranjeras, los
cambios sociales y económicos introducidos, que habían desarticulado y
desplazado a los sistemas tradicionales de cada región, dejaron una im-
pronta estructural que terminó por traducirse también en cambios políti-
cos profundos. Estos cambios se podían percibir antes incluso de que fi-
nalizara formalmente el período de dominación imperial31.
Dos son los legados principales, profundamente interconectados, de
este período: la extensión a escala global del estado-nación como expre-
sión política y la mundialización de las sociedades que organizaron sus
economías en función de la producción de excedentes para el consumo
interno o la exportación: estas son las características generales que en ma-
teria de economía comparten el estado liberal y el socialista burocratiza-
do, así como todas las formaciones sociales intermedias.
Pero una significativa diferencia separa al sionismo de otras luchas na-
cionales. Ésta consistía en que parte de la lucha debía darse “sobre el te-
rreno”, en el seno mismo de la sociedad europea, al interior de sus propios
canales institucionales y mediante sus propios mecanismos de influencia
política. Este doble aspecto del sionismo se explica parcialmente por su
carácter re-colonizador. Pero le imprime un tono singular a su lucha, pues
los problemas culturales y políticos que desata estaban latentes no en una
lejana isla de la Polinesia ni en el lejano oriente, sino en cada ciudad im-
portante de Europa. La actividad sionista reasumía conflictos instalados
en la propia cultura local y que al imperio británico le tocaba gestionar
debido a su posición predominante en Europa y en la región en conflicto.
El sionismo debía realizarse en Palestina por el peso simbólico de la Tie-
rra de Israel, pero también, como bien lo comprendieron los fundadores
del movimiento, porque no podía realizarse en Europa la emancipación 31 Cfr. Bruun, La Europa del siglo XIX (1815–1914). Op. Cit.
47
del judío de las tradicionales desventajas devenidas de su condición so-
ciocultural. Ello se aplicaba igualmente al judío pequeño-burgués y al
empobrecido artesano o trabajador judío de Europa oriental.
Dado que no existían los instrumentos jurídicos para administrar un
reclamo de éstas características el desarrollo del caso siguió el camino
habitual de la lucha política y social, que es el camino mediante el cual
los instrumentos jurídicos terminan por ser creados. Y ello pese a que
Herzl, Pinsker y otros ideólogos sionistas aluden repetidamente a la “Ley
de las Naciones”, comprendida así como una suerte de extensión de la
Ley Natural aplicada a unos derechos colectivos todavía indefinidos32.
Tanto las relaciones con los representantes de la potencia imperial como
con los habitantes no judíos de la región terminaron siendo resueltas me-
diante acciones políticas, sociales y militares claramente no jurídicas, al
margen del inmenso cúmulo de negociaciones jurídicamente encaminadas
a regularlas. La legislación existente, buena o mala, terminó relegada a un
segundo y ostensiblemente inútil plano.
No existía una auténtica legislación internacional a la que los sionistas
pudieran apelar para realizar sus objetivos y, sin embargo, todavía podía
conseguirse que los poderosos de la tierra “crearan” un derecho, si se los
persuadía y convencía de la utilidad de éste: “Esta es, entonces, la situa-
ción diplomática a la que el movimiento Sionista se enfrenta. Cuatro Po-
deres, incluyendo a los mayores del globo, se han mostrado favorable-
mente dispuestos, si no con el pueblo Judío, en cualquier caso sí con el
movimiento Sionista. Su majestad el emperador alemán expresó su sim-
patía con nuestro movimiento y sus principios. El gobierno Británico está
preparado para evidenciar su simpatía de una manera muy práctica y
sustancial: en la forma de una garantía territorial. El gobierno Ruso ha
32 Cfr. Pinsker, Auto-emancipation, Op. Cit.; Herzl, The Jewish State. Op. Cit.; Ahad Ha´am (A. Ginsberg), Jewish State and Jewish Problem. (1897), Op. Cit.
48
declarado su buena voluntad hasta comprender el asentamiento Judío en
Palestina. Los Estados Unidos de Norteamérica han dado recientemente
dos pasos diplomáticos que justifican la esperanza de que cuando llegue
el momento no reclamaremos su simpatía en vano”33.
Entonces, ya en 1903 existían indicios de que no sólo las potencias
mundiales apoyaban la creación de un Hogar Nacional para el pueblo jud-
ío, sino que, además, existían las bases políticas para llevarlo adelante en
el territorio de Palestina. Todo ello supuso un aliciente importante para
que se continuara llevando a cabo la política colonizadora judía34. En este
contexto, diferentes sociedades en Europa, como la Sociedad para la Co-
lonización Judía de Viena, y otras muchas, principalmente en Rusia, in-
tensificaron sus actividades35. Así, combinándose la insistencia política
con la persuasión económica, los líderes sionistas, como Jaim Weiz-
mann36, consiguieron un importante logro político al emitir el gobierno
británico la “Declaración Balfour” 37: “El gobierno de Su Majestad ve con
favor el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo
Judío, y hará su mayor esfuerzo para facilitar el cumplimiento de este
objetivo, quedando bien entendido que nada se hará que pueda perjudi-
33 Max Nordau, Mensaje en el Sexto Congreso Sionista, Basilea, 24 de Agosto de 1903. 34 Cfr. Ruppin, Buying the Emek. TNP, Mayo de 1929. 35 Es muy interesante al respecto el cuadro que traza para la Sociedad de Viena Rup-pin en 1907, acerca del estado de los asentamientos judíos en Palestina. Buying the Emek, Op. Cit. 36 Weizmann (n. 1874) es quizás el más importante líder del Sionismo político. Tuvo una importante participación en los primeros congresos sionistas –acompañado de figuras tan representativas como Martín Buber o Leo Motzkin– siendo presidente de movimiento sionista hasta la creación del estado de Israel, del cual fue el primer pre-sidente hasta su muerte, en 1952. 37 Nota enviada por la Oficina de Asuntos Exteriores del gobierno británico (Foreign Office) el 2 de Noviembre de 1917 al barón Rothschild, uno de los principales peticio-narios. Cfr. Weizmann, Historia de la Declaración Balfour. CJM, 1967. Incluye un facsímil de la declaración.
49
car los derechos civiles y religiosos de las comunidades no-judías exis-
tentes en Palestina o los derechos y estatus políticos de los que disfrutan
los judíos en cualquier otro país”38.
Weizmann había colaborado con los ingleses en su carácter de quí-
mico en la Primera Guerra Mundial y Rothschild era un importante finan-
ciero dedicado al armamentismo39. Pero esto no debe velar que la coloni-
zación territorial sionista de Palestina ya había comenzado de hecho, en
especial por la corriente migratoria del este europeo, en donde había pre-
dominado el Sionismo político-religioso de Hibat Zion40 y donde los pro-
blemas de la población judía eran materiales e inmediatos. Como nos des-
cribe Ahad Ha´am41: “En los países orientales el problema (de los judíos)
es material: ellos deben luchar constantemente por satisfacer sus necesi-
dades físicas más elementales, para ganar un mendrugo de pan o un so-
plo de aire, cosas que les son negadas porque son judíos. En el Oeste, en
las tierras de la emancipación, su condición material no es particular-
38 Los problemas ocasionados por la situación de los judíos a los imperios y los inten-tos de resolverlos son de larga data, así: “Tiberio Claudio César Augusto Germánico, sumo pontífice, investido del poder tribunicio, proclama:... Desde ahora es también derecho de los Judíos, quienes están en todo el mundo bajo nuestro poder, que podrán mantener sus costumbres ancestrales sin impedimento alguno, y así también les orde-no que usen de mi bondad de la manera más razonable, sin despreciar los ritos reli-giosos de otras naciones, aunque observando sus propias leyes”. Edicto de Claudio sobre los derechos de los judíos. 41 e. C. Internet Ancient History Sourcebook. Dieci-nueve siglos para que la historia termine por imitarse a sí misma. 39 Cfr. Weizmann, Historia de la Declaración Balfour. Op. Cit. y Lorch, Las Guerras de Israel, Plaza & Janes, 1979. 40 “Amor de Zion”. Movimiento en donde confluyeron diversas tendencias religiosas en contra del mayoritario rechazo de los Rabinos al Sionismo; en particular, la fuerte relación establecida por los “Hassidim” –movimiento renovador religioso surgido en el siglo XVII– entre Ley Judía y Trabajo, resultó fundamental para el establecimiento de las primeras comunidades agrícolas en Palestina. Cfr. Ruppin, A Picture in 1907. Ha-aretz Press, 1936. 41 Célebre intelectual sionista ruso, cuyo seudónimo significa, en hebreo, “Uno es el Pueblo” y que formó parte de la oposición al proyecto del sionismo político planteado por Herzl y su sucesor Max Nordau.
50
mente mala, pero el problema moral es serio: quieren tomar plena venta-
ja de sus derechos, pero no pueden hacerlo”42.
Lo que está recusando Ahad Ha´am del sionismo político es su fuerte
tendencia a la desprotección del judaísmo en tanto cultura, religión y tra-
dición. Y ello debido precisamente a la identificación de los “Judíos del
Oeste” con la cultura europea, su ethos, y su modus vivendi más que con
lo que él considera importante rescatar con la creación de un estado judío:
“El Judío Occidental, después de dejar el Ghetto y buscando unirse al
pueblo del país en el que vive, es infeliz porque su esperanza de una cor-
dial bienvenida es desengañada. Él retorna, reluctante, a su propio pue-
blo, y trata de encontrar dentro de la comunidad Judía esa vida por la
cual suspira, pero en vano. La vida y los problemas comunales ya no lo
satisfacen. El ya se ha acostumbrado a una más amplia vida social y polí-
tica, y por el lado intelectual el acervo cultural judío no lo atrae, porque
no formó parte de su formación primaria, y es para él un libro cerrado.
Entonces, en ese dilema, se vuelve a la tierra de sus ancestros, y se figura
cuán bueno sería si un Estado Judío se restableciera allí, un Estado or-
denado y organizado exactamente según los parámetros de otros Estados.
Entonces él podría vivir una vida plena entre su propio pueblo, encon-
trando en casa todo lo que ve afuera, frente a sus ojos pero fuera de su
alcance”43.
Al margen de la notable perspicacia demostrada, esta crítica material –
respecto de la desigual condición de los judíos occidentales y orientales
(que antes resumimos como un conflicto ciudad-campo, pero que es tam-
bién un conflicto de carácter clasista)– se reúne con su crítica a los obje-
tivos del sionismo, por cuanto entiende la relación orgánica entre ideo-
logía de clase e ideología política. El análisis de Ahad Ha´am es tanto
42 Ahad Ha´am, Jewish State and Jewish Problem. Op. Cit. 43 Ídem.
51
más destacable por cuanto lo ha realizado “sobre el terreno”, sin las con-
siderables ventajas que la perspectiva histórica nos ofrece. Si algunas de
sus advertencias no fueron dichas en vano –el sionismo político terminó
por comprender la necesidad ideológica de contar con los exponentes de
Hibat Zion– otras nos sirven para completar el carácter ambivalente del
sionismo como movimiento de emancipación, ambivalencia resultante de
la presencia inextirpable de las formas ideológicas occidentales en su
conformación y desarrollo. También nos ayuda a visualizar el carácter
ambiguo de los comienzos de la colonización judía en Palestina: “Esta es
la base del Sionismo Occidental y el secreto de su atractivo. Pero el
Hibat Zion Oriental tiene un diferente origen y otro desarrollo. Origi-
nalmente, como el “Sionismo”, era un movimiento político; pero, siendo
el resultado de dificultades materiales, no pudo descansar satisfecho con
una “actividad” consistente sólo en la expresión del sentimiento y deli-
cada fraseología. Esas cosas pueden satisfacer al corazón, pero no al
estómago. Entonces, Hibat Zion comenzó a expresarse en actividades
concretas: en el establecimiento de colonias en Palestina”44. No es sor-
prendente así que este intelectual se haya sentido decepcionado por el
desarrollo de la colonización judía en Palestina45.
La tensión entre ambas tendencias no alcanzó una clara resolución,
aunque en el largo plazo vemos un relativo triunfo del sionismo occiden-
tal, en lo que a la organización del estado de Israel se refiere, dejando fi-
nalmente al colectivismo agrícola relegado a un papel secundario, aún
cuando éste jugara un papel determinante en el largo proceso de instala-
ción y organización material de las bases del futuro estado. Esta organi-
zación material se basaba, sobre todo, en la adquisición de tierras en Pa-
lestina, bajo el compromiso de no volver a venderlas y destinarlas al
44 Ídem. 45 Cfr. Weinstock, El Sionismo Contra Israel, Op. Cit.
52
mantenimiento, mediante su incorporación al aparato productivo, de la
colectividad judía en Palestina. Tal es el caso del Emek Izreel, el valle
más amplio y fértil de la Baja Galilea, que lentamente fue adquirido y
explotado por los colonos judíos, pero cuya apropiación no dejó de deto-
nar agudos conflictos, en particular con el gobierno turco –y los grandes
terratenientes locales, pues existía una marcada concentración de la pro-
piedad de la tierra–, que rehusaba favorecer a las colonias judías median-
te la venta de tierras en Palestina: “El Gobierno Turco rehusó autorizar
la venta [de parte del valle], y eso aunque el permiso oficial no fue reque-
rido por el Fondo Nacional [Judío], ni por la Compañía para el Desarro-
llo de Palestina, sino por un judío particular, Efraim Krause, quien era
ciudadano turco. El gobernador en Nazareth, un anti-sionista rabioso,
declaró que combatiría esa operación hasta las últimas consecuencias;
además, ignoró las órdenes de su superior, el Gobernador del Distrito en
Acco, quien no deseaba dificultades para la transacción. No obstante,
fuimos forzados a apelar ante el Valí, el Gobernador General en Beirut.
Fue necesario apresurarse mucho, porque la operación estaba comen-
zando a llamar la atención y círculos influyentes hacían su mejor esfuer-
zo para anularla”46.
Ruppin no lo destaca, pero buena parte del valle era propiedad de un
único terrateniente.
De modo que a la lucha ideológica interna se sumaba, en las dos pri-
meras décadas del siglo XX, la resistencia comprensible del gobierno tur-
co a desprenderse sin más de parte de su soberanía, habida cuenta de las
dificultades internas que debía soportar y que lo llevaron a tomar el peor
partido posible en la Primera Guerra Mundial. El intento de moderniza-
ción del imperio, que coincide con las revoluciones burguesas de media-
dos de siglo XIX, tuvo resultados tan desastrosos, aunque en un sentido 46 Ruppin, Buying the Emek. Op. Cit.
53
bien diferente, como la orientación hacia el capitalismo liderada por la
dinastía de los Romanov en el imperio ruso. El problema principal, por
supuesto, consistió en intentar convertir al imperio tradicional en un im-
perio burgués sin que se hubieran desarrollado las clases sociales propias
del capitalismo.
Por otra parte, ya en 1903 Nordau había advertido que la simpatía del
gobierno ruso por algunos de los principios sionistas disuadiría al gobier-
no turco de oponerse a ellos abiertamente, por temor al enojo de “su más
temible enemigo”47. Ninguna de estas disputas, no obstante, interesaba al
gobierno británico en lo que a su relación con el sionismo se refiere. Para
el gobierno inglés los “judíos occidentales” que conformaban los cuadros
del sionismo político eran los únicos interlocutores válidos respecto del
proyecto de crear una autonomía judía en Palestina, y a quienes, en defi-
nitiva, estaba reservada la responsabilidad de resolver los problemas
“jurídicos”. Así, se establece un doble camino para el sionismo: por una
parte, los líderes políticos en Europa intentaban establecer el Estado Jud-
ío de Jure, mientras que en Palestina, por la otra parte, los colonos ya se
apresuraban a edificarlo de Facto, utilizando las nuevas colonias y rela-
cionándolas con las antiguas comunidades. En Palestina persistían pobla-
ciones de judíos sefardíes, así como algunos pobladores de origen yeme-
nita o marroquí. Estas comunidades, relacionadas con las de Siria o Ale-
jandría, por ejemplo, se hallaban bien integradas con la población árabe y
los beduinos, y era de hecho el árabe su lengua habitual. El despliegue
del nacionalismo sionista y los conflictos étnicos desatados terminaron
por disolver esta particular forma de convivencia48. Pero la actitud del
gobierno británico, refrendada en la Declaración Balfour, no se mantuvo
en relación con estos colonos, cuya presión social y política comenzaba a
47 Nordau, Mensaje en el Sexto Congreso Sionista, Cit. 48 Cfr. Ruppin, A Picture in 1907. Op. Cit.
54
hacerse sentir y a generar conflictos con las poblaciones autóctonas del
territorio de Palestina. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial co-
menzó a hacerse evidente que la situación geopolítica planteada por el
desmembramiento del imperio turco, y en particular por la presencia
prácticadel sionismo, precisaba de alguna respuesta internacional: “El 19
de abril de 1920, los aliados (Inglaterra, Francia, Italia, Grecia, Japón y
Bélgica) convinieron en San Remo (Italia) discutir el tratado de paz con
Turquía. En dicha conferencia se decidió asignar a Gran Bretaña el
mandato sobre Palestina, en ambas márgenes del Jordán, y la responsa-
bilidad de hacer efectiva la Declaración Balfour”49.
La importancia de la conferencia de San Remo es sustancial, por cuan-
to se hizo evidente la voluntad de las potencias europeas de realizar, si-
quiera parcialmente, el proyecto sionista, lo cual motivó la inmediata re-
acción de la población árabe –que había sido prevista por algunos de los
principales actores– y algunos episodios de violencia en Jerusalén que
motivaron la creación de las fuerzas paramilitares judías: “El Vaad Hatzi-
rim50 encargó a Ze´ev (Vladimir) Jabotinsky la tarea de organizar la au-
to-defensa judía. Jabotinsky fue uno de los fundadores de los batallones
judíos que habían servido en el ejército británico durante la Primera
Guerra Mundial y había participado en la conquista de Palestina a los
Turcos”51.
Así, se hace evidente que la colaboración entre el movimiento sionista
–en la forma de los “batallones judíos”– y el imperio británico no era una
novedad, como no lo fue tampoco la existencia de regimientos judíos en
el ejército rojo durante la segunda guerra mundial. De hecho, conforma-
49 Lapidot, The Stablishment of the Irgun, en www.us-israel.org. 50 El Vaad Hatzirim (“Secretaría de Delegados”) era el órgano ejecutivo principal de los colonos judíos en Palestina, directamente relacionado con la Organización Sionista Mundial. 51 Lapidot, The Stablishment of the Irgun, Cit.
55
ban una alianza táctica de considerable valor para ambos, aunque las acti-
tudes posteriores del gobierno británico demostraran que una alianza
táctica no tiene valor una vez superado el objetivo inmediato por el cual
es pactada. Este hecho no pudo dejar de tener importantes consecuencias,
en vista del inminente establecimiento del mandato británico sobre Pales-
tina y Transjordania. La más evidente de estas consecuencias es de carác-
ter político, pues automáticamente los judíos quedaron mejor posiciona-
dos que la población árabe frente a la potencia mandataria. Una segunda
consecuencia importante fue la formación del primer cuerpo militarizado
autónomo judío de defensa, conocido como la Haganá, literalmente, “De-
fensa”.
Los conflictos también se desplazaron al interior de las colonias jud-
ías, pues el propio Jabotinsky promovió la formación de un movimiento –
llamado Revisionista– al interior del sionismo, cuyas posiciones se acer-
carían bastante al modelo corporativo-militarista de la Italia fascista. La
reacción de las cooperativas agrícolas de tendencia socialista, que con-
formaban el segmento principal de la colonización sionista, consiguió
contener esta “revisión”, que se mantuvo, sin embargo, en la tradición
corporativa del movimiento Betar52, en donde puede observarse una nue-
va influencia de las corrientes ideológicas predominantes en occidente
dentro de las múltiples líneas de pensamiento sionistas.
Desde que el mandato británico se hizo efectivo, parecía claro que los
pasos siguientes debían tender a efectivizar materialmente el contenido
de la Declaración Balfour. No obstante, un cuarto de siglo mediaría entre
la conferencia de San Remo y el proyecto de partición de Palestina pro-
puesto primero por la potencia mandataria y, luego de que ésta decidiera
abandonar su mandato, por la Organización de las Naciones Unidas en
52 Este apelativo recuerda al último reducto en caer ante los ejércitos del emperador Adriano durante la última guerra romano-judía (132-135 EC.).
56
1947. En este interregno, la faz geopolítica del mundo cambiaría radical-
mente, sin que ninguno de los sectores participantes pudiera dejar de ser
afectado por estos cambios.
El fin de la Primera Guerra Mundial trajo consigo la novedad del esta-
blecimiento de la primera sociedad sostenida políticamente por la ideo-
logía socialista. Esto significó, en vista de que esta sociedad era una con-
siderable potencia militar, una polarización de los conflictos en otras so-
ciedades europeas53. Marcó, además, un gradual pero sostenido giro a la
derecha de muchos gobiernos occidentales, tendencia a su vez contenida
por la necesidad de intentar controlar, con las herramientas de la econom-
ía política de las que disponían los estados, la emergente crisis económi-
ca54. De esta combinación surge la posibilidad (acaso la necesidad) de
mantener y empujar al capitalismo industrial mediante un estado fuerte,
capaz de controlar las tensiones sociales resultantes del proceso, en vez
de minimizar la acción del estado en la esfera pública, que sería la ten-
dencia “natural” del liberalismo. Pero mientras fronteras adentro era po-
sible mantener una regular apariencia de orden –pagando un costo social
y político (en materia de protección de derechos) elevadísimo– el deterio-
ro de los imperios como estructuras productivas y comerciales se volvió
una carga demasiado pesada de mantener, pues la retracción del mercado
licuaba las ganancias, mientras que se resentían las vías de comunicación
comercial. En forma pareja, y no sólo en las potencias derrotadas en la
guerra, el mundo liberal y progresista que los sionistas políticos habían
tomado como modelo comenzaba a ceder. Se sucedieron intensas activi-
53 La creación del Ejército Rojo tendrá una incidencia decisiva en la derrota de la Alemania Nazi (Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Crítica, 1995). No deja de ser una ironía (trágica) que su principal promotor fuera judío: Lev Davidovich Bronstein, es decir: León Trotsky, cuya condición étnica le impidió suceder a Lenin en la Secre-taría General del Partido Comunista Soviético, facilitando el ascenso de Stalin. 54 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
57
dades represivas que no consiguieron más que dejar a las sociedades co-
lonizadas en un estado deplorable para reconstituirse en sus aspectos so-
ciales y económicos. Las regiones que no tuvieron la suerte de encontrar-
se flotando en petróleo –e incluso algunas que sí lo están– continúan, más
de medio siglo después, pagando el costo de ese proceso.
El ala socialista judía no-sionista organizada en torno al Movimiento
Socialista de Trabajadores Judíos (BUND), después de una actuación
destacadísima en los sucesos revolucionarios rusos de principios de siglo,
terminó por fundirse en la estructura partidaria bolchevique, campeona de
la Revolución de Octubre y victoriosa también –o, al menos, sobrevivien-
te– de la guerra con los “Blancos”, conservadores y reaccionarios. La
participación del BUND en este proceso es incuestionable pues: “¿Cómo
olvidar que el manifiesto del congreso constitutivo del POSDR55 fue edi-
tado en la imprenta clandestina del BUND y que los militantes del BUND
participaron masivamente en las huelgas de 1903-1904” 56.
Los EUA y otros países con buen futuro eran todavía el objetivo de
buena parte de los emigrantes, aunque el flujo se contrajo para finalmente
detenerse a medida que la crisis tomaba también las grandes ciudades in-
dustriales norteamericanas57. El gobierno norteamericano llegó a imponer
cuotas a la inmigración que redundaron en un crecimiento del atractivo
de Palestina como destino migratorio de numerosos judíos.
En Palestina, la relativa paz existente luego de los últimos disturbios
de 1921, ya bajo la jurisdicción británica, se quebró con los enfrenta-
mientos de 1929, y que se iniciaron en Hebrón, un lugar sagrado para
judíos y musulmanes58. Pero ya en 1921, desde el inicio mismo de su
mandato efectivo, comenzó a perfilarse (o más bien: a desdibujarse) la 55 Siglas del Partido Obrero Social-Demócrata Ruso 56 Weinstock, El Sionismo contra Israel, Op. Cit. Pág. 85. 57 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit. 58 Cfr. Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit.
58
política británica respecto a la situación en Palestina, en una ambivalen-
cia irritante para todas las partes y que se mantendría hasta el final del
mandato, lo cual desembocaría directamente en el establecimiento del
estado Judío –sin que pudiera acordarse la situación del estado Palestino–
y en la llamada “Guerra de la Independencia” (desde el punto de vista de
los israelíes) de 1947-49. Esta ambivalente política británica tenía sus
raíces tanto en el temor que causaba la posible expansión de la revolución
rusa como la endeble situación económica de casi todas las economías
occidentales, que no habían, sin embargo, tocado fondo: “En sus conver-
saciones con los líderes judíos, Churchill59, a la vez que reafirmaba el
principio reconocido en la Declaración Balfour, también hacia hincapié
sobre la importancia de impedir la inmigración de gentes sospechosas de
< traer consigo doctrinas bolcheviques>. La sensibilidad británica sobre
este punto contribuyó sin duda al estallido de los disturbios árabes que
se produjeron de nuevo tras el desfile del 1º de mayo de 1921, en Jaf-
fa” 60.
La escalada de violencia y la tensión existente derivó en la emisión, a
instancias del propio Churchill, del llamado Documento Blanco, que obs-
taculizaba la inmigración judía vinculándola a la capacidad de absorción
económica que tuviera el país61, y que a largo plazo extinguiría de hecho
la vigencia de la Declaración Balfour. Sin embargo, la presión migratoria
de la población judía del este europeo continuaba arreciando y, a media-
dos de la década del 20, recibió un nuevo empujón por la conjugación de
las cuotas impuestas a la inmigración por el gobierno norteamericano y al
crecimiento de políticas anti-judías en el este europeo.
59 Winston Churchill, a la sazón Secretario de Estado para las Colonias, visitó Palesti-na en marzo de 1921. 60
Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit. Pág. 35. 61 Ídem. Pág. 40.
59
Pero, con o sin Documento Blanco, los acontecimientos políticos eu-
ropeos daban constantes alientos a la emigración judía hacia Palestina. El
prestigio del ideal sionista creció a medida que se hacía más evidente que
el racismo del nacionalsocialismo alemán tenía al judaísmo –sea como
fuere que éste fuera concebido– como un objetivo (y un medio) de su
propaganda política, desarrollada desde finales de la década del 20 de un
modo tan desgraciado como eficiente. El resultado de la constante pre-
sión migratoria judía hacía que la Yishuv62 creciera a la vista –hasta casi
triplicarse en el quinquenio 1931-35– a pesar de las restricciones estable-
cidas. Como no podía ser de otra forma esto contribuía, junto con la ya
citada ambivalencia gubernativa, a irritar a los líderes y a la población de
origen árabe. La violencia se convirtió en una actitud cotidiana en ambas
partes, en un espacio en el cual las fuerzas del orden –las fuerzas de segu-
ridad militar y policíaca británica– actuaban sin coordinación aparente.
Así, la organización de las fuerzas vivas de la población árabe de Palesti-
na, partiendo de las jefaturas de clanes a menudo enfrentadas entre sí, se
gesta en un caldo de cultivo tan adverso como era posible: malestar so-
cial, acostumbramiento a la violencia, falta de canales políticos e institu-
cionales efectivos, presión policíaca (militarizada) y una absoluta ausen-
cia de diálogo político entre las partes.
De estos disturbios se desprendió una importante consecuencia: len-
tamente, el desplazamiento de la población que huía de los conflictos fue
dejando zonas de la región bajo el predominio de uno u otro colectivo.
Eso acabó con la convivencia judeo-árabe de antaño en varias ciudades y
la convirtió en una fuente de conflicto en otras. Finalmente derivó en la
posibilidad de establecer “campos” para cada bando, lo cual no habría
62 En el ideario y la fraseología sionista, la Yishuv (“Asentamiento”) es la población judía en Israel, en contraposición con la Galut, es decir, la población judía en la Diás-pora.
60
sido posible con el modelo mixturado original, en el cual las poblaciones
convivían en cada ciudad, barrio y casa.
El gobierno inglés tampoco decidió a favor de los árabes la organiza-
ción política autónoma de Palestina. Una representación proporcional da-
ba todavía la mayoría absoluta a los líderes árabes y, si Inglaterra no
quería un estado judío, mucho menos quería un estado árabe, al menos
por el momento. Con esto consiguió también postergar sine die la organi-
zación de un órgano ejecutivo político capaz de resolver pacíficamente
las diferencias. La adjudicación de un estatus exclusivamente árabe para
la Transjordania no tuvo en cuenta ni los intereses de la población árabe
de Palestina ni las diferencias entre distintos colectivos árabes.
No obstante, la inminente lucha europea y el fracaso de las negocia-
ciones de febrero de 1939 entre árabes y judíos –por la violencia desatada
en la región– condujo al gobierno británico a revisar su política, lo que
representaba un inesperado éxito político para la parte árabe y que a pun-
to estuvo de acabar con las realizaciones sionistas: “Tras el fracaso de la
Conferencia, el Gobierno Británico vio el camino libre para publicar, el
17 de mayo de 1939, el Documento Blanco MacDonald que, en efecto,
anulaba la Declaración Balfour y la obligación contraída bajo el manda-
to vis–a–vis del hogar Nacional Judío. Decretaba drásticas limitaciones
en las ventas de terrenos en Palestina y la restricción de la inmigración
judía a quince mil personas por año y para los siguientes cinco años, al
final de cuyo periodo Palestina se convertiría en Estado independiente,
con su permanente mayoría árabe reflejada en sus instituciones guber-
namentales. El Documento Blanco señalaba el fin de lo que pudiera lla-
marse sociedad de veinte años entre el movimiento Sionista y Gran Bre-
61
taña. Trágicamente, llegó en el momento en que fue mucho mayor la ne-
cesidad de que los judíos emigrasen de Europa”63.
Finalmente estalló la Segunda Guerra Mundial, cuyas consecuencias
vinieron a alterar definitivamente el esquema geopolítico de la zona. El
genocidio nazi, que redujo en un tercio, aproximadamente, la población
judía mundial, terminó por exaltar al sionismo como principal esperanza
para muchos judíos, tanto supervivientes de Europa como miembros de
otras comunidades, especialmente en América64. Las fuerzas de la
Haganá y de sus fuerzas especiales –el Palmaj– se reforzaron en número
y en experiencia y ni el mantenimiento de las políticas restrictivas britá-
nicas consiguió detener el enfrentamiento, que ya no sólo oponía a judíos
con árabes, sino también a judíos contra británicos, quienes ya no podían
controlar lo que habían contribuido a crear.
Dado que había fracasado la propuesta de partición de la “Comisión
Peel” de 1936, que consideró agotada también la política del “Mandato”,
el conflicto se intensificaba. Después de la anulación práctica de la De-
claración Balfour, las fuerzas paramilitares judías desataron una guerra
de guerrillas contra la propia potencia mandataria, en especial entre el fin
de la guerra y 1948. El malherido imperio británico, que veía desmoro-
narse todo su “capital colonial”, dio por terminada su participación en
Palestina y anunció el fin del mandato, lo cual precedería a la retirada de
sus tropas del territorio. La responsabilidad de resolver la partición terri-
torial fue delegada en las Naciones Unidas, heredera de la Sociedad de
Naciones: “Este cuerpo despachó al UNSCOP –Comisión Especial de
las Naciones Unidas para Palestina que (...) recomendó la partición de
Palestina en tres zonas: un Estado Judío, un Estado Árabe y un enclave
internacional alrededor de Jerusalén. (...) La Asamblea General de las
63 Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit. Pág. 60. 64 Cfr. Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel, Op. Cit. Págs. 53 y sstes.
62
Naciones Unidas adoptó una resolución sobre la partición de Palestina
basada en estas recomendaciones, contra una virulenta oposición árabe,
el 29 de noviembre de 1947...”65.
El mandato británico, oficialmente, perduraría hasta mayo del siguien-
te año y, a medida que sus tropas se fueron retirando –abandonando a la
fuerza de las armas un conflicto que la propia política imperial se había
encargado de activar–, se intensificaron los combates por la posesión
efectiva de las porciones respectivas de territorio. Sin embargo, esta etapa
de la guerra fue de “baja intensidad”, considerando la posterior invasión
de Palestina por parte de las tropas de los países árabes circundantes,
producida al día siguiente de la declaración de independencia del Estado
judío, el 14 de mayo de 1948. La guerra duraría hasta junio del siguiente
año, cuando terminó con la sorprendente derrota de los ejércitos árabes.
Con la firma del armisticio con Siria el ideal sionista quedó definitiva-
mente establecido.
A partir de la independencia del estado, el sionismo se encontró en
posición de estimular su propio crecimiento a partir de ese logro indiscu-
tible y aparentemente benéfico para los intereses de toda la Judeidad.
Cualquier judío contaba a partir de entonces con una referencia política
legítima y reconocida a nivel internacional Se trataba de un logro de tales
proporciones que ni siquiera el estado de guerra casi permanente consi-
guió opacarlo.
65 Lorch, Las Guerras de Israel. Op. Cit. Pág. 65.
63
CAPÍTULO III
EL SIONISMO REALIZADOR : DEL FENÓMENO MIGRATORIO AL CONFLICTO
INTERNACIONAL
A_ Apuntes sobre las migraciones humanas
El período de desarrollo y concreción del sionismo político, junto con
las condiciones impuestas por el anti-judaísmo en Europa y las diferentes
políticas migratorias nacionales, significó un total reposicionamiento de
las poblaciones judías a escala global. Por esta razón es imprescindible
comprender al sionismo como fenómeno migratorio, además de político
y cultural.
Sin embargo, antes de dedicar nuestra atención al sionismo como
fenómeno migratorio, debemos ocuparnos con brevedad del desplaza-
miento de poblaciones como objeto de estudio en general, para compren-
der sus condiciones de aparición, razones y variedades posibles, antes de
indagar con qué tipo particular de migración humana estamos tratando.
En primer lugar, una migración humana implica el desplazamiento de
fracciones considerables de una población determinada, de modo tal que
puedan rastrearse las causas sociales de dicho desplazamiento. No es su-
ficiente, ni conceptualmente considerable, el desplazamiento de unos po-
cos individuos, pues en ese caso los motivos de la migración estarán refe-
ridos a situaciones no generalizables, remitiendo el hecho a un ámbito
distinto al de nuestro marco de estudio.
En segundo lugar, cabe distinguir entre las migraciones sistémicas y
las migraciones coyunturales. La primera clase de migraciones identifica
a los desplazamientos que forman parte de la vida cotidiana de una co-
munidad humana, como es el caso de los pastores trashumantes y las po-
blaciones nómadas en general, que hacen del desplazamiento una forma y
64
un medio de vida. La segunda clase de migraciones, en cambio, se verifi-
ca cuando una población se ve impulsada a desplazarse por razones ex-
cepcionales, que no se vinculan con su modo anterior de subsistencia.
Desde los albores de las grandes civilizaciones, vale decir, desde la crea-
ción de los grandes estados, es este segundo tipo de desplazamiento el
que atrae la atención, tanto por la paulatina desaparición de las poblacio-
nes nómades como por el carácter invariablemente traumático de la expe-
riencia migratoria de carácter coyuntural. Porque la migración sistémica
puede poner en contacto pacífico e incluso fructífero a diferentes forma-
ciones sociales, pero la migración coyuntural, al poner en contacto a so-
ciedades no preparadas para el encuentro, supone siempre un cierto grado
de conflictividad, que puede incluso resultar catastrófica para alguna de
las partes implicadas.
En tercer lugar, debe considerarse la posibilidad de entender los
fenómenos migratorios cuyas causas eficientes no hayan sido producidas
por el desenvolvimiento propio de una sociedad determinada, sino que
afecten a esta sociedad por la acción de otra sociedad o por las condicio-
nes existentes en otras sociedades, condiciones que fuerzan o estimulan
el desplazamiento. Tal es el caso del desplazamiento de población en la
forma de mano de obra esclava, conocida desde la antigüedad y que en-
contró diversas formas hasta bien entrada la modernidad. Este es también
el fenómeno que se presenta detrás del “Efecto Llamada”, que promueve
el desplazamiento de poblaciones de zonas pobres hacia zonas, si no ri-
cas, al menos mejor posicionadas en términos laborales o vitales, tanto en
el ámbito regional como nacional y, a partir del siglo XIX, internacional
y hasta intercontinental. Este último es un factor de principal importan-
cia, como se verá, para comprender el fenómeno sionista.
Por último, debe atenderse a los casos en los que la migración de una
parte de la población de una región sea producida por la expulsión gene-
65
rada por otro grupo social. Estos dos últimos aspectos del fenómeno mi-
gratorio son particularmente importantes en los desplazamientos de las
poblaciones durante el último siglo y medio. En cualquier caso, los efec-
tos de la migración coyuntural son inevitablemente traumáticos, como se
ha dicho, e implican cambios importantes para las poblaciones desplaza-
das, generándose modificaciones en sus pautas sociales y culturales y
dando lugar a sucesos inesperados en la historia de las culturas. Eviden-
temente, los resultados son traumáticos también para las poblaciones re-
ceptoras de la migración coyuntural. Todo ello no niega que pueda existir
enriquecimiento cultural en el intercambio verificado pero, lógicamente,
se busca aquí comprender los problemas sociales, y ello supone concen-
trar la mirada en los aspectos desfavorables de los procesos implicados.
Queda todavía una modalidad particular de migración: la colonizado-
ra. En este caso el proceso de desplazamiento se realiza en el marco de
una cultura y una formación económico-social dominante o que pretende
serlo66. Esta modalidad es importante para nuestro caso, y profundizare-
mos en ella más adelante, cuando hablemos del imperialismo moderno y
los procesos de colonización y descolonización. No obstante, diremos
que el apoyo económico, logístico y militar de una potencia imperial
convierte a la colonización en un caso límite y excepcional. Se trata de
un caso más cercano a las migraciones sistémicas, por cuanto se desarro-
llan en el marco social específico de un proceso de colonización como
política imperial, que a su vez responden a necesidades económicas o
demográficas de la propia potencia imperial. Hechas estas consideracio-
nes, podemos fijar nuestra atención en las formas modernas de las migra-
ciones para contemplarlas en perspectiva y atender a sus especificidades
con mayor facilidad.
66 Cfr. Amín, Imperialismo y desarrollo desigual. Op. Cit.
66
Al respecto, hay que señalar en primer lugar que el desarrollo de los
modelos políticos exportados desde Europa a partir del siglo XV agota-
ron las existencias de áreas libres de jurisdicción, es decir, de zonas en
las que un colectivo migratorio pudiera establecerse sin colisionar o in-
teractuar con un marco político preexistente en la región de acogida. Por
lo tanto, cualquier desplazamiento de población que se verificara desde
entonces no sólo encontraría al colectivo desplazado bajo un sistema
jurídico-político diferente al propio –aún cuando el colectivo decidiera
permanecer aislado– sino que, en la práctica, debería adaptarse a las con-
diciones impuestas por el estado receptor. Por su parte, el completo éxito
del modelo de estado-nación, a veces encubierto bajo el sistema colonial,
imperial o de mandato, convirtió al fenómeno migratorio en un asunto de
relaciones internacionales. Le confirió una entidad jurídica que no nece-
sariamente abarcaba todas las posibilidades, ni tampoco garantizaba por
ello mejores condiciones para las poblaciones desplazadas, pero que en
todo caso es insoslayable para atender a las formas actuales del fenóme-
no.
Incluso los casos de desplazamiento forzado –represiones, guerras,
persecuciones, etc.– se enmarcan desde entonces en la esfera de lo nacio-
nal y se tratan como problemas de relaciones internacionales. Sobre esta
base se levanta un complejo sistema de administración de las migracio-
nes humanas cuya dimensión predominante, pero no exclusiva, es
económica, sustentada sobre todo en los intereses políticos de los secto-
res gobernantes y los intereses económicos de las clases capitalistas de
las potencias imperiales, tanto en su propio territorio como en sus colo-
nias. La lucha inter-imperialista y los conflictos armados desatados en
pro de una mejor posición en el mercado mundial habrían de convertirse,
de hecho, en el principal aliciente para los desplazamientos forzados,
67
mientras que las condiciones económicas desiguales de diversas regiones
estimulaban las migraciones coyunturales relativamente voluntarias.
El desarrollo económico promovió a partir del siglo XVII la migra-
ción del campo a la ciudad, que se convirtió en la pauta dominante de
distribución demográfica en muchos estados nacionales. El despliegue
industrial de la segunda mitad del siglo XIX creó las condiciones para
que amplias masas de población se desplazaran a los centros industriales
de Europa occidental y Norteamérica.
Durante el siglo XX tanto las políticas de expulsión o persecución
como la re-estructuración o desaparición de los sistemas económicos tra-
dicionales se han convertido, ante la desaparición del esclavismo y el
nomadismo, en las causas principales de las migraciones coyunturales.
Como veremos, ambas condiciones interactúan en el caso que nos ocupa,
y su reconocimiento es útil para enmarcarlo y comprenderlo en el contex-
to de un proceso más amplio.
B_ La migración judía a Palestina durante el período pre-estatal
1_ Elementos generales de la migración judía a Palestina
Así como los conflictos con la población árabe de Palestina y con los
países árabes vecinos no terminaron con la Guerra de 1947 a 1949, el
fenómeno sionista tampoco se agotó con la creación del estado de Israel.
De hecho, su particularidad como fenómeno migratorio coyuntural es la
prolongación en el tiempo de su vigencia efectiva, motivada por el impac-
to ideológico del sionismo en la judeidad. Al día de hoy, condiciones ide-
ológicas, políticas y jurídicas continúan alimentando la migración de di-
versos colectivos judíos hacia Israel, sí bien por razones bien distintas.
Esto contribuyó a la vigencia del sionismo en su aspecto realizador
además de ideológico-político y al variable pero reiterado afincamiento de
68
población judía inmigrante desde muy diversas geografías. Desde lo que
se considera la primera Aliá67, la primera corriente de colonización judía
en Palestina impulsada por el sionismo religioso de Hibat Zion, hasta las
últimas olas migratorias de la última década del siglo XX, signada por la
instalación de grandes contingentes de judíos rusos que provenían del de-
rrumbe del imperio soviético ha pasado un periodo de tiempo significati-
vo.
Esta extensión en el tiempo puede explicarse sólo en forma multilate-
ral, pues no es un mero impulso inercial de nacionalismo judío lo que
arrastró a cada oleada migratoria. En cualquier caso, todas las oleadas mi-
gratorias que antecedieron a la formación del estado guardaban una rela-
ción particular. En ellas, en el aspecto ideológico, se combinaban un prin-
cipio de acción racional con arreglo a valores que se puede denominar
“tradicional”68, alimentado por la constante presencia de la Tierra Prome-
tida como elemento central en la mitología judía y también en elementos
de carácter escatológico, como interpretación del cumplimiento de las
“promesas permanentes” que eran interpretadas de las Sagradas Escritu-
ras: nos referimos aquí, particularmente, a la renovación del Reino Daví-
dico como acto y símbolo de la redención del Pueblo Judío69. El adveni-
miento del Reino Renovado contaba, además, con una promesa esperada
y temida por los creyentes de las tres religiones monoteístas: El Fin del
Mundo, el Juicio Final y la Consagración del último estado de Perfección
67 Aliá (pl. Aliot): Éste término es sumamente significativo, pues su traducción literal es “ascensión”, la elevación –física y espiritual– a la Tierra de Sion. El emigrante a Israel es un Olé, un “ascendente”, de modo que el sustantivo mismo adjetiva la acción social, asignándole un valor moral positivo. Como Aliot son designadas las sucesivas corrientes migratorias intensas, como se desarrolla más adelante. 68 Cfr. Weber, Economía y Sociedad, FCE, 1992. 69 Jeremías y Ezequiel son, quizá, los libros canónicos hebreos en los cuales este tema es abordado de manera más extensa.
69
Cósmica; de modo que el atractivo puramente místico de la empresa no
puede ser descartado sin más.
A este principio tradicional se une el elemento axiológico moderno,
aportado principalmente por el sionismo político y su propaganda en las
comunidades judías, que hemos intentado caracterizar más arriba. Por su-
puesto, ambos dispositivos ideológico-prácticos implicaban una actividad
que podríamos caracterizar como un objetivo general: el de la creación de
un estado judío en Palestina. Pero este principio teleológico es secunda-
rio, siendo una derivación necesaria de la combinación de los elementos
axiológicos destacados.
Pero el fermento principal de la experiencia, que cambiaba en cada ca-
so, es quizás el mecanismo de acción racional con arreglo a fines que im-
pulsó a cada oleada migratoria a fijar su destino en Palestina. Al repasar
con algún detalle las cifras de los contingentes migratorios y los contextos
históricos de las principales fuentes geográficas de cada caso, puede ob-
servarse como el contexto social original de cada colectivo emigrante ex-
plica los motivos de una decisión siempre difícil para una población ajena
al nomadismo como modo de vida, impulsada a un proceso dificultoso de
migración coyuntural.
En el caso de los inmigrantes judíos a Palestina, dos son los elementos
principales que influyeron en la decisión: el antisemitismo ideológico y la
pobreza. Porque, exceptuando casos extremos de convencimiento ideoló-
gico, la enorme mayoría de los emigrantes que se radicaron en Palestina
se enfrentaban en sus países de origen a uno de estos elementos, y en oca-
siones a ambos, como ya lo destacaba Ahad Ha´am. Los componentes
axiológicos de la decisión influían en el destino elegido, pero era la
búsqueda de mejores condiciones sociales y económicas lo que empujaba
la migración, convirtiéndola de una posibilidad en una acción.
70
No es adecuado, por otra parte, simplificar la cuestión relacionando
uno de los factores con uno los destinos, uniendo la causa “Antisemitis-
mo” con el destino “Palestina” o la causa “Pobreza” con otros destinos: la
valoración de los ideales del Sionismo, político o religioso, tuvieron un
peso importante en la selección del destino, lo cual dividió las decisiones
en buena parte de las comunidades.
En cualquier caso, ambas causas interactuaban generando oleadas
cíclicas en las que el factor ideológico introducido por el sionismo se
transformó en una causa de creciente importancia. Ello ocurrió a medida
que ganaba consistencia política, lo cual le otorgaba visos de posibilidad
al planteamiento utópico que, a su vez, ganaba legitimidad.
Porque las condiciones de las poblaciones judías tendían a empeorar
debido tanto a la paulatina destrucción de las bases económicas tradicio-
nales, en el caso de las comunidades rurales y de las masas trabajadoras,
como por el incremento del factor racista en las políticas de estado, mien-
tras que los asentamientos judíos en Palestina ganaban en organización y
capacidad de desarrollo. Posteriormente, la concreción del ideal político
sionista contribuyó también a estimular oleadas posteriores de diferentes
colectivos, tanto en forma pasiva, por su sola presencia como nuevo cen-
tro político del mundo judío, como en forma activa, llevando adelante
políticas migratorias de diferente tipo, tanto en el aspecto de la absorción
como en el de la motivación. No es casual que el estado de Israel sostenga
desde mediados de la década de 1960 un “Ministerio de Absorción” de
nueva población, ni que haya llevado adelante planes tan arriesgados co-
mo el “rescate”, en operaciones militares, de colectivos judíos como el
iraquí o el etíope.
Hasta la Segunda Guerra Mundial se cuentan cinco olas migratorias de
importancia, signada cada una de ellas por uno o dos picos significativos.
El análisis cualitativo de cada caso muestra que los colectivos inmigrantes
71
son diferentes entre sí, tanto por el lugar de origen como por su confor-
mación. Por otra parte, la mayoría de los inmigrantes de esta época termi-
naron por dedicarse a las labores agrícolas. Estas labores tenían el doble
objetivo de mantener a la Yishuv y de “fijar” la tierra como medio de
apropiación territorial previo a la creación del estado.
2_ La Primera Aliá (1882–1903)
Como se ha dicho, se conoce como “Primera Aliá” al asentamiento de
las primeras comunidades europeas judías europeas a fines del siglo XIX,
impulsadas ideológicamente por el pensamiento nacionalista-religioso de
Hibat Zion, y prácticamente por los pogromos de 1881–8270. Más que
importante en su número, apenas sumó entre 20 y 30 mil emigrantes, es
importante como antecedente práctico para el sionismo político y realiza-
dor, pues sus comunidades rurales, conocidas como “moshavot”71, sirvie-
ron de ejemplo para los asentamientos posteriores, que llevaban ya el sig-
no del sionismo político.
Aproximadamente al mismo tiempo que el millonario Edmond de
Rothschild brindó apoyo económico a esta iniciativa, otro filántropo jud-
ío, el barón de Hirsch, prefería ayudar a los emigrantes judíos europeos
para asentarse, por ejemplo, en las amplias zonas rurales de Argentina.
Pese a la indudable importancia de esta “Primera Aliá”, los esfuerzos (fi-
nancieros, se entiende) de Hirsch, dieron mejor resultado que los de
70 Tanto la denominación de las olas migratorias judías hacia Palestina como los gua-rismos aproximados que ofrecemos para ellas pueden encontrarse en diversas fuentes, que aparecerán en la bibliografía. 71 El régimen de la Moshavá es diferente al del Kibutz. Este último responde a la in-fluencia del socialismo, mientras que el modelo de la Moshavá es heredero de las co-munidades-aldea de Europa oriental, los Shtetls, y se caracterizan por un cooperati-vismo rural o manufacturero combinado con propiedad privada.
72
Rothschild. Porque las dificultades con la población árabe, el gobierno
turco y el propio territorio, considerado en términos económicos, contri-
buyeron para que aproximadamente la mitad de esos inmigrantes decidie-
ran marcharse luego de Palestina, reafirmando la tesis de la importancia
de la acción de acuerdo a fines frente a los valores involucrados. El
“Amor por Sión”, en este caso, no alcanzaba el completo sacrificio, sino
que se encontraba matizado por los intereses más concretos de la estabili-
dad, la seguridad y la supervivencia.
Si se considera que la población judía estimada a escala mundial para
principios del siglo XX era de unos 11 millones de personas72, la mayor
parte de ella afincada todavía en Europa oriental, vemos que esta iniciati-
va afectó sólo a una fracción poco significativa de esta población. La ma-
yor parte de esta ola provino de Rusia, y se trataba de campesinos con
fuertes convicciones religiosas. Junto a ellos se trasladaron intelectuales y
rabinos que contribuyeron también a la activación de la vida cultural pro-
piamente judía en la zona.
Parte de esta población emigrante se asentó en las ciudades, especial-
mente en aquellas en donde ya existían barrios judíos. Por ejemplo, en
Jerusalén la población del sector judío creció con la llegada de emigrantes
Teimanim, es decir, judíos yemenitas. Éstos se sumaron a la actividad
económica como obreros de la construcción y, posteriormente, como tra-
bajadores rurales en las Moshavot dedicadas a la producción de cítricos.
Su llegada marca la primera aparición de población judía de origen no-
europeo vinculada al sionismo, y con ella la oportunidad de verificar las
enormes diferencias culturales existentes entre colectivos judíos diferen-
tes. Décadas después de creado el estado de Israel la adaptación de los
Teimanim continuaba siendo considerada un problema73. El componente
72 Fuente: World Jewish Congress (WJC). Lerner Publications Company, 1998. 73 Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit.
73
“oriental” de la población judía en Palestina, con el desarrollo del nacio-
nalismo árabe, violentamente anti-judío en muchos casos, se incrementó
notablemente hasta el momento de la creación del estado74.
3_ La Segunda Aliá (1904–1914)
Sin ser tampoco impresionante en cifras el impacto social y político de
la segunda oleada migratoria, con sus 40.000 personas inmigrantes, fue
mucho mayor, aunque también de esta oleada casi la mitad de las familias
decidieron no radicarse en Palestina. Esto destaca la circunstancial debili-
dad del sionismo como fuerza política efectiva, pues no sería en verdad
influyente sino hasta el establecimiento del predominio británico en la
zona, al finalizar la primera guerra mundial. Pero esta oleada migratoria
marca el primer triunfo del sionismo político en su aspecto realizador,
pues se suma a los indudables avances que en materia de legitimación y
consenso –y también de apoyo financiero– obtenían los sucesivos congre-
sos sionistas en Europa.
Estos colonos, que inauguran realmente la etapa jalutziana75 del sio-
nismo, llegan también principalmente desde Rusia, empujados por los
grandes pogromos y portando ahora modernos principios socialistas que
se ponen en práctica con la formación de los primeros Kibutzim, siendo
el primero de ellos Degania, fundado en 1909, y la institución de las
primeras fuerzas de autodefensa judías en Palestina: Ha-Shomer, “El
Vigía”; sin embargo, este cuerpo es cualitativamente diferente de la
Haganá, porque no se trata de una policía militarizada, sino de pioneros
que cumplían dicha función en forma supletoria. Las diferencias religio-
74 Cfr. Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel Op. Cit. 75 De Jalutz, pionero. El movimiento jalutziano es, en general, la fase práctica del sio-nismo político.
74
sas no eran obstáculo para la formación de estas particulares explotacio-
nes colectivas, que en estos primeros tiempos eran de carácter netamente
agropecuario y en conjunto desempeñaron un papel clave en el desarrollo
de la colonización judía de Palestina.
En esta etapa comenzarán a desarrollarse las ciudades pobladas casi
exclusivamente por judíos, como Tel–Aviv, pues en el resto de la región,
incluyendo Jerusalén, la población, sólo con minorías judías (o carecían
completamente de judíos). Este elemento contribuirá a la larga a la con-
formación demográfica y por lo tanto incidirá en un aspecto clave para la
distribución del territorio, como es el factor de las mayorías relativas de
población. Consecuentemente, este factor fue considerado fundamental en
los posteriores intentos políticos de partición del territorio. También para
esta época comienza a utilizarse el hebreo, modernizado durante el siglo
XIX, como lengua cotidiana76, pues el lenguaje principal de los judíos
asquenazíes era el yiddisch (o directamente el ruso), mientras que el de
los Sefardíes era el judeo-espanyol y el de los mizrahíes el árabe. Esta
renovación lingüística resultó en una insignia cultural del sionismo, como
símbolo frente al judaísmo arcaico, no nacionalista, con quien se enfren-
taba ideológicamente. Sin duda es una ironía histórica que el yiddisch re-
presente al “viejo judaísmo”, por cuanto es una lengua relativamente nue-
va, pues su historia, desde el primitivo “Laaz” , no alcanza todavía los
nueve siglos de edad, frente a una lengua como el hebreo, no sólo varias
veces milenaria, sino que en el siglo XIX estaba prácticamente muerta
como lengua coloquial77. Para la mayor parte de las comunidades judías el
hebreo se conservaba como lengua litúrgica e incluso algunos sectores la
reservaban a este papel en forma imperativa, considerándola como
Lashón Ha-Kodesh, la Lengua de lo Sagrado, que sólo debía usarse para
76 Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. 77Cfr. Shyovitz, The History and Development of Yiddisch, www.us-israel.org.
75
oficiar el culto, en forma análoga a lo que ocurriera con el latín en el culto
católico romano.
Tanto ésta Aliá como la primera tienen en conjunto otro importante
significado político, que consiste en preestablecer las bases de una pobla-
ción judía autónoma en Palestina, fundamental para el período de manda-
to británico, pues constituye una fuente de legitimación y de presión polí-
tica, sin la cual difícilmente el sionismo hubiera conseguido sus objetivos.
A escala mundial, no obstante, el sionismo como fenómeno migratorio
continuaba siendo marginal para las poblaciones judías europeas, que se-
guían prefiriendo otros destinos, en especial la costa este de los EUA. Los
partidos políticos y las organizaciones obreras también comienzan a
hacerse presentes, consolidando la vida judía institucionalizada y llevando
a la región formas de vivir (y de luchar) occidentales, convirtiéndose así
en factores importantes de la localización en Palestina de las costumbres
europeas.
4_ La Tercera Aliá (1919–1923)
Al finalizar la primera guerra mundial la población judía residente en
Palestina contaba con unos 50.000 miembros y, con esta tercera oleada,
algo mayor que las anteriores, el número se elevó a casi 90.00078. Este
incremento incorporó más de 6000 nuevos colonos por cada año y se su-
maba a la creciente influencia británica en la región. Todo ello acrecenta-
ba el riesgo de que la Declaración Balfour y la resolución de la conferen-
cia de San Remo comenzaran a dar avisos de efectividad, y ello no podía
78 Para esta etapa, la fuente de los guarismos que indican las poblaciones parciales y el incremento debido a la inmigración ha sido The Emergence of the Palestinian-Arab National Movement, 1918-1929. Frank Cass, 1996, pp. 17-18, 39. Citado por Bard, British Restrictions on Jewish Immigration. Una fuente más fiable, aunque menos detallada, que confirma estos datos es: Statistical Abstract of Israel, CBS, 1998.
76
dejar de intranquilizar a la población árabe, que ninguna fuente declara
que haya sido consultada respecto de la posibilidad de crear el estado jud-
ío en Palestina.
Las indudables mejoras que se producen ya en ésta época en materia
de explotación agrícola y diversificación de las manufacturas no compen-
saron el déficit político que representó este tratamiento del asunto. Algu-
nos sectores de la población árabe notaron, sin embargo, la constante in-
versión en bienes de capital y la ampliación del mercado regional, que era
manifiesta. Así: “el sector de los musulmanes pobres, quienes precisa-
mente se habían beneficiado con los primeros asentamientos judíos, en
general tenían buena predisposición hacia los judíos, mientras que los
árabes cristianos les eran hostiles”79. Porque si bien el gobierno británi-
co, ante la avalancha migratoria (en un quinquenio ingresaron más judíos
que en las dos décadas anteriores), estableció “cuotas” para la Aliá, esto
sólo sirvió para fomentar la inmigración ilegal. Los guarismos se dispa-
rarán de todas formas los años subsiguientes, y con ellos la excitación
política, produciéndose importantes enfrentamientos judeo-árabes en
1921, que prefigurarán los graves conflictos de 1929. No obstante esto, la
población árabe continuaba siendo la absoluta mayoría en el territorio:
para 1922 el censo contabilizó 84.000 judíos y 643.000 árabes (incluidos
los árabes cristianos)80.
En el plano interno de la colonia judía, las instituciones políticas del
futuro estado comienzan a prefigurarse: se crea la poderosa central obrera
judía, la Histadrut, y emergen el Consejo Nacional y la Asamblea de Re-
presentantes. Las estructuras económicas comenzarán a perfilar alternati-
vas al trabajo rural, que continuará siendo la actividad predominante, al
conformarse las primeras manufacturas industriales sustitutivas. Este de-
79 Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 99. 80 Bard, British Restrictions on Jewish Immigration. Op. Cit.
77
sarrollo de la colonia judía en medio de la ambivalente política imperial
se interpretó –correctamente– como un avance del sionismo político, lo
cual contribuyó a reforzar la capacidad política del movimiento, cuyos
congresos continuaban reuniéndose en Europa. Pero también crecieron los
motivos de incomodidad y sedición entre la población no-judía mayorita-
ria.
5_ La Cuarta Aliá (1924–1929)
Aún cuando sucede en el tiempo a la oleada anterior, sin que se inte-
rrumpiera el flujo migratorio por una gran guerra (como entre la segunda
y la tercera) y sin que mediaran diferencias ideológicas (como entre la
primera y la segunda), este momento es crítico y cualitativamente diferen-
te a los anteriores: empujado por una crisis económica mundial sin prece-
dentes. La razón es que el desplazamiento alcanzó a comunidades urba-
nas, en especial de Alemania.
En sólo tres años a partir de 1924, ingresaron cerca de 60.000 personas
y, consecuentemente, muchas lo hicieron en forma clandestina. Ya no se
trataba sólo de trabajadores rurales, sino también de profesionales y técni-
cos que contribuyeron a darle un nuevo impulso económico a la colonia
judía. Al mismo tiempo, volvían más palpable su presión demográfica,
pues un crecimiento tan brusco de una población que ya resultaba conflic-
tiva no podía dejar de tener graves consecuencias, en la forma de una re-
acción violenta de los líderes árabes. No parece, en realidad, que éstos
últimos tuvieran otros medios de influir sobre la política británica, que no
obstante mantuvo en vigor el “Documento Blanco”. Nuevamente, el etno-
centrismo occidental, al negar políticamente a una parte importantísima
de la población, se muestra como uno de los puntos de partida de los con-
flictos crónicos posteriores.
78
Además, este brusco crecimiento puso seriamente en duda la capaci-
dad de absorción de la tierra, pese a las importantes mejoras ya realizadas,
y de hecho una cuarta parte de los inmigrantes de esta Aliá abandonaron
el país. Como resultado, en 1927, dos años después del pico más alto de
inmigración, la cantidad de emigrantes superó a la de nuevos inmigrantes,
que apenas pasó la exigua suma de 3000 personas, si se consideran las
más de 34.000 ingresadas dos años atrás. Esta etapa terminó con los vio-
lentos enfrentamientos de 1929, lo cual supuso el estrangulamiento de la
paciencia imperial y el incremento de la actividad represiva en ambos
“frentes” el judío y el árabe. No obstante, los acontecimientos europeos,
por completo irrefrenables, pronto volverían inútiles estos esfuerzos.
6_ La Quinta Alía (1930–1939)
En este período de casi una década se concentran momentos cruciales
marcados por el profundo deterioro de todas las relaciones políticas inter-
étnicas e internacionales. En lo que hace al fenómeno migratorio en sí,
pueden observarse dos etapas bien definidas: la primera de ellas abarca el
trienio 1930-32, en el cual la inmigración judía se vio contenida por la
política británica y por la propia falta de impulso del movimiento sionista.
Pero con la ascensión al poder del partido nacionalsocialista en Ale-
mania, que hizo del antisemitismo una parte central de su programa polí-
tico, las cifras de inmigración volvieron a superar los índices conocidos.
Si en 1932 ya se notó un fuerte incremento con respecto al quinquenio
anterior, a partir de 1933 los picos se suceden hasta alcanzar la máxima
expresión en 1935, con más de 66.000 inmigrantes en un sólo año. En to-
tal, desde la llegada de Hitler al poder hasta 1939, ingresaron a la región
unas 235.000 personas. De este modo, para 1940 la población judía en
79
Palestina alcanzaba las 450.000 almas, lo cual acortó sensiblemente las
diferencias respecto de la población árabe.
Con esta oleada dejan de contarse las Aliot como experiencias pione-
ras, si bien ello de ninguna manera representó el fin del sionismo como
fenómeno migratorio, Por el contrario, éste alcanzará un nuevo nivel en
los años que siguieron al fin de la guerra.
C_ La activación del conflicto mediante la realización de la utopía
Sí fuera necesario marcar un período para el inicio del conflicto árabe-
palestino-israelí éste debe indicarse en el período comprendido entre la
segunda ola migratoria y el comienzo de la quinta. Es durante este lapso
que el sionismo político desarrolla su estrategia de ocupación territorial,
mediante el asentamiento de población, la creación de órganos políticos
propios y la adquisición de tierras, haciendo evidentes sus intenciones
(que siempre fueron explícitas), tanto para la población autóctona como
para las potencias imperiales. Al respecto deben destacarse las particula-
ridades de la colonización sionista, que representa la base poblacional de
la realización nacionalista, pues son circunstancias decisivas para com-
prender el tipo de enfrentamiento planteado, tanto en el ámbito político
como en el ideológico. Pero, coincidentemente, este período está marcado
por una fuerte inestabilidad política a escala internacional que hace difu-
sos los límites de los hechos históricos. Esta indeterminación se ha acre-
centado por causa del constante tratamiento interesado de la problemática
en la bibliografía existente y en los discursos ideológico-políticos de las
partes involucradas e incluso de terceros interesados en favorecer una u
otra posición. Hasta tal punto llega la dificultad que no es fácil encontrar
datos cruzados que corroboren las principales fuentes, incluyendo a los
80
datos producidos por organismos internacionales, presuntamente neutra-
les. Como consecuencia, es en el análisis cualitativo en donde se encuen-
tran mejores respuestas.
En primer lugar, el sionismo no representa un modo típico de coloni-
zación pues puede decirse de sus activistas que “Se trataba de coloniza-
dores y no de colonialistas. Su objetivo no fue el de aprovechar las mate-
rias primas para enriquecerse fácilmente, sino que se dedicaron a dese-
car pantanos y a luchar contra la inclemencia de los desiertos. Tampoco
llegaron para explotar la mano de obra de los árabes, sino que elevaron
el principio del propio trabajo a fe religiosa y vieron en el mismo el me-
dio esencial para la redención de los judíos”81. Ciertamente, este modo
de expresar la cuestión no carece de contenido ideológico, pero no deja de
describir adecuadamente el funcionamiento de las colonias judías pione-
ras. En segundo lugar, se trataba de una colonización dependiente de los
intereses de potencias imperiales con sus propios y característicos modos
políticos. La dependencia de la jurisdicción otomana primero y de la
británica después, que nunca fueron completamente pro-sionistas, implica
una diferencia importante respecto de otras experiencias colonialistas, en
las que la potencia dominante apoyaba con su fuerza militar el estableci-
miento de emprendimientos colonizadores.
Un grado considerable de utopía, de intención redentora, bien diferente
de la pura codicia que impulsó ideológicamente al capitalismo desde sus
comienzos, subyace en el discurso fundacional del sionismo. La exalta-
ción “del propio trabajo” no coincide sólo con la vocación socialista: ya
el movimiento de los Jasidim sostenía esta tradición al menos desde un
siglo antes del surgimiento del socialismo político. Pero, pese a no ser
colonialista en el estricto sentido de la expansión capitalista de los siglos
XVII al XIX, el sionismo realizador tampoco podía pretender ser neutral 81 Cfr. Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel, Op. Cit. Pág. 34.
81
y objetivo ante la situación social con la que se enfrentaba el emprendi-
miento. Parece bastante claro, considerando los discursos de los principa-
les líderes sionistas, que el aprovechamiento de la política expansionista
francesa y británica es conciente, y más todavía después de haber fracasa-
do los intentos de negociar con el imperio otomano. Este aprovechamien-
to suponía obtener una posición ventajosa frente a poblaciones autóctonas
relativamente indefensas. Porque era también evidente que en el territorio
deseado existía una población autóctona no judía que no podía ser neutral
ante la idea de vivir en un estado con una vocación etnocéntrica tan mar-
cada como la que pretendía el ideal sionista: “Observamos que Borokhov
menciona en ciertos escritos a los Fellahs de Palestina. Esta evocación
de los habitantes del país es bastante ocasional en la literatura sionista
de la época, cuya característica precisamente es ignorar deliberadamente
la existencia de los autóctonos”82.
Esta observación es pertinente y se corresponde con los intereses
explícitos del sionismo. Pero destaca al mismo tiempo sus diferencias con
el colonialismo clásico, pues éste centra su atención en el control y la ex-
plotación de las poblaciones colonizadas. La población autóctona de Pa-
lestina vivía en su mayor parte en malas condiciones, bajo la forma es-
tructural de un capitalismo agrícola cuasi-feudal, estructuralmente arcaico
y tecnológicamente atrasado, pese a los fallidos intentos modernizadores
que se intentaron en el imperio otomano. Era un sistema basado en la
concentración de la tierra y la riqueza y en el endeudamiento de las masas
campesinas, y bajo la forma política de un imperio decadente en dónde el
poder se distribuía en forma despareja y arbitraria. Por ello mismo, no
tiene sentido oponer a la pintura idílica del sionismo progresista, pionero
y justiciero frente a los palestinos –aunque lamentablemente incompren-
dido–, un cuadro bucólico de un pueblo palestino secularmente feliz y 82 Weinstock, El Sionismo contra Israel, Op. Cit. Pág. 87.
82
libre de las garras del sionismo. Ambas imágenes son igualmente falsas.
La realidad es más similar a la de muchos pueblos que, con la llegada de
los conquistadores europeos, se vieron liberados de una forma de domina-
ción para terminar en otra forma de opresión. La ceguera de esta situación
no era total en las filas del sionismo político, sin embargo: “ [Martín] Bu-
ber recordó hasta qué punto el lugarteniente de Herzl, Max Nordau, fue
trastornado por el descubrimiento (!) de que Palestina estaba poblada de
árabes y que los sionistas cometían, de hecho, una injusticia respecto a
ellos”83.
Sin embargo, de esta conciencia y de esta conmoción no se siguieron
unos pasos políticos destinados al diálogo con la población autóctona. Es-
ta falta de diálogo sólo puede atribuirse a la evidencia del antagonismo de
intereses, pues no podía esperarse que la población árabe (cristiana o mu-
sulmana) se sometiera sin más a la jurisdicción de un estado étnico (y,
para peor, judío) en forma pacífica y comprensiva. Las grandes potencias
tampoco tuvieron en cuenta el punto de vista árabe, de modo que llegó un
momento en el cual la curva de la realización política superó la de la utop-
ía y se concentró en la consecución de su objetivo, dejando de lado los
ideales pacifistas que sin dudas existieron, pero que resultaron desborda-
dos por las necesidades inmediatas.
Por otra parte, los efectos conciliadores de la modernización económi-
ca introducida por los colonos sionistas (un aspecto crónicamente olvida-
do por la propaganda anti-sionista, incluida la de tipo progresista) no al-
canzaron a mitigar los efectos políticos a largo plazo. Porque unas mejo-
res condiciones de vida para la población árabe campesina implicó una
pérdida de poder relativo de los terratenientes árabes tradicionales y su
correspondiente agitación. Con toda probabilidad, el desplazamiento pre-
maturo de la mano de obra árabe (lo cual, de todas formas, terminó por 83 Ibídem. La bastardilla y el signo de admiración son del autor.
83
ocurrir) habría tenido idénticos efectos negativos. Pero la cuestión central
es que, dada la preexistencia de población autóctona en Palestina, todo el
proyecto sionista era inviable a largo plazo sin un enfrentamiento político
de fondo, como ocurre en cualquier emprendimiento colonial. Y ello tanto
con la población árabe, dado que la admisión de la creación de un estado
étnicamente no-neutral en su territorio implicaba la aceptación de una
ciudadanía de segunda clase (sin ir más lejos, en lo que a beneficios mi-
gratorios se refiere, afectándose ampliamente la “igualdad de oportunida-
des”), como con la potencia imperial que ocupara la zona.
Ciertamente, de no haber contado la Yishuv con la capacidad suficiente
de generar una estructura social propia, el proyecto del estado étnico
podría haber fracasado, debido a la necesaria compaginación de las colo-
nias judías con la población árabe, reconduciendo la situación a un com-
plejo típicamente colonial y, en este sentido, étnicamente insostenible.
Pero la cíclica y creciente llegada de nuevos inmigrantes judíos, una bue-
na proporción de los cuales debía ofrecerse como mano de obra en los
asentamientos rurales, supuso la aparición de una clase obrera propiamen-
te judía en Palestina. Con ella se dieron las bases para la existencia de una
sociedad estructurada en términos occidentales, pero conformada por una
población casi completamente judía, con sus correspondientes conflictos
y fórmulas de administración de los mismos. Con esta división social
termina por hacerse posible un estado judío sin árabes o palestinos, y ter-
mina también la construcción de la utopía, abriéndose el camino de la
evolución política hacia el estado nacional.
84
D_ El sionismo en el contexto de la segunda guerra mundial
1_ Hacia la Tierra
En la práctica, cada Aliá representó una duplicación de la Yishuv, si se
observan en forma homogénea sus resultados y elevando a la vez las cres-
tas y los valles de cada ola. Pero la revolución causada por la Quinta Aliá
y su entorno histórico a escala internacional es total, pues no dejó de
cambiar ninguno de los parámetros geopolíticos importantes.
Esta etapa marca el agotamiento de la capacidad negociadora del im-
perio británico. El régimen del mandato era inoperante para administrar el
problema planteado en una forma que no fuera coactiva, al mismo tiempo
que su propia posición en el ámbito internacional se veía amenazada y no
tardaría en caer, estimulada por la inestabilidad de buena parte de su im-
perio colonial y por la ascendente capacidad militar de Alemania y tam-
bién de la Unión Soviética84. Los disturbios de 1936 y el fracaso rotundo
de la propuesta de la “Comisión Peel” para la partición de Palestina, que
daba a su vez por terminada la utilidad del régimen mandatario, agotaron
los mecanismos políticos en este aspecto. Por otra parte, el dubitativo ali-
neamiento de los líderes árabes frente a la inminente guerra europea no
les ayudó a mantener sus posiciones políticas, pues al menos Gran Breta-
ña no podía dudar de la posición que tomaría cualquier colectivo judío al
respecto y, de hecho, varios batallones judíos sirvieron para el Imperio en
diferentes frentes.
Pese a ello, las relaciones eran sumamente ásperas en este lado tam-
bién, principalmente debido al mantenimiento del Documento Blanco y la
liquidación práctica de la Declaración Balfour. Demasiado tarde los agen-
tes del imperio británico decidieron darse cuenta que la población árabe
84 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
85
no había sido tomada en consideración pero que, a su vez, el sionismo
realizador había crecido demasiado como para anularlo sin más. Y más
aún cuando no parecían quedarle al judaísmo muchas opciones de super-
vivencia, lo cual catapultó definitivamente al sionismo en su margen de
legitimidad interna: con el terror racista nazi, los mecanismos sociales de
exclusión que habían convencido a Herzl de la necesidad de separar a los
judíos y brindarles la protección de su propio entorno nacional parecían
una necesidad ineluctable más que una opción política. En estas condicio-
nes, la polarización y el integrismo aparecen como un resultado indesea-
ble, pero de ninguna manera sorprendente.
Dado el desarrollo de la guerra, la atención imperial estaba puesta en
su propia supervivencia, y el problema palestino quedó relegado en la lis-
ta de las prioridades políticas. Antes de la invasión a Polonia se había in-
tentado reunir a las partes en una conferencia infructuosa, de modo que al
finalizar la guerra el problema era una herida abierta de creciente exten-
sión. Los grupos sionistas más activos continuaron la lucha contra el pro-
pio imperio británico en dos frentes. En el frente demográfico, crearon
una red integral de tráfico ilegal de inmigrantes judíos (junto con otros
elementos necesarios). Se la llamó Alyah Beth (literalmente “Aliá ‘B’”).
En el frente militar, creando fuerzas de choque y enfrentamiento que poco
tenían que ver con la autodefensa, cuyo grupo principal fue el Irgún.
El fin de la guerra y la revelación del alcance del genocidio nazi (o
más bien: la capacidad de medir sus efectos socio-políticos) alteraron por
completo el panorama. Mientras que la restringida e ilegalizada entrada
de judíos a Palestina se redujo a unos 20.000 inmigrantes al año entre
1939 y mediados de 1948 (incrementando la Yishuv hasta unas 650.000
personas), la comunidad internacional tomó conciencia de que debía darse
una respuesta a la cuestión judía. Gran Bretaña decidió abandonar el
régimen del mandato, acordado en 1922 con la extinta Liga de las Nacio-
86
nes, a la que la Organización de las Naciones Unidas vendría a suplantar
respondiendo al nuevo balance estratégico global. Como no se optó por
perseguir una solución consensuada (por ser considerada imposible), se
prefiguraba ya –y se evaluaban los posibles resultados– el enfrentamiento
entre las poblaciones árabes y judías ya fuera en términos políticos o terri-
toriales. Para los operadores internacionales parecía claro que sólo la
fuerza resolvería la cuestión, o al menos eso se deduce de las posiciones
tomadas al margen de los discursos. De este modo, realmente ninguna
parte actuó para evitar que el enfrentamiento ocurriera.
En términos demográficos, el genocidio nazi produjo un violento reba-
lanceo en la distribución de las poblaciones judías, que habían desapare-
cido prácticamente de toda Europa oriental, excepto en la Unión Soviéti-
ca, en dónde de todas formas se encontraban en una situación deplorable
por la animadversión del régimen estalinista contra las diferencias inter-
nas de todo tipo. En particular, los intelectuales judíos en la URSS fueron
víctimas de una caza de brujas, una suerte de Macartismo en versión co-
munista85.
De todo ello resultó que el brusco descenso en el recuento de la pobla-
ción judía mundial fortaleciera relativamente a la población judía en Pa-
lestina, pues los que habían podido refugiarse en Palestina se habían sal-
vado del exterminio, cumpliendo las profecías auto-realizadoras sionistas
al pie de la letra: “Los supervivientes de los guetos y de los campos, aque-
llos que habían salido con vida de la pesadilla de la total desesperanza y
abandono –como si el mundo fuera una jungla en la que a ellos les co-
rrespondiera el papel de presa inerme–, tan solo tenían un deseo, el de-
seo de ir allí donde jamás volvieran a ver un rostro no judío. Necesitaban
la presencia de los emisarios del pueblo judío de Palestina, a fin de saber
85 Cfr. Senderey, Crónica Judía Contemporánea (1925-1950), Ed. Israel, 1950. y Sneh, Historia de un Exterminio, CJM, 1967.
87
que podían ir allí, legal o ilegalmente, de cualquier modo, y que allí ser-
ían bienvenidos. No, no era preciso que los emisarios los convencie-
ran” 86. Eso significó el triunfo definitivo del Sionismo como instrumento
ideológico de salvación para todo lo que se pudiera denominar judío. Sólo
quedaba por ver si el cuasi-estado judío sería capaz de resistir la inminen-
te guerra.
2_ Hacia la Guerra
La victoria israelí en la guerra de 1947-48 tuvo dos partes. Primero,
sobre la población árabe de Palestina, que sufrió el temido desplazamien-
to con el que se veía amenazada desde hacía una década, que aun cuando
no fuera forzado manu militari como sostiene parte de la historiografía
israelí fue, como no podría ser de otra forma, igualmente terrible para la
vida de estas poblaciones. Después, conteniendo el avance de las tropas
de los países árabes vecinos sobre sus “fronteras”, que resultaron más
amplias si se compara con el plan de partición presentado por la ONU en
194787.
De allí resultó esta consagración final de un circuito ideológico auto-
afirmado: a la mayor concentración relativa de judíos en Palestina-Israel,
correspondía una mayor legitimidad del sionismo, que a su vez contaba
con más poder para estimular la colonización. Ahora, además, se sumó el
reconocimiento de la ONU, en noviembre de 1947, de las aspiraciones
sionistas, y la posterior declaración formal de independencia, el 14 de
mayo de 1948, día en que terminó definitivamente el mandato británico88.
86 Cfr. Arendt, Eichmann en Jerusalén, Lumen, 2000. Pág. 343. 87 El desarrollo de las guerras árabe-israelíes se encuentra ampliamente documentado, por lo que sólo nos referiremos a sus consecuencias sociales y políticas más significa-tivas. Cfr. Lorch, Las guerras de Israel, Op. Cit. 88 Cfr. Warzawski, Historia de la Partición de Palestina. CJM, 1967.
88
La victoria militar, la necesidad de contar con más combatientes para
futuras contiendas y el clima internacional relativamente favorable de la
posguerra estimularon un nuevo impulso migratorio. Este llevó en tres
años y medio, entre junio de 1948, mientras continuaba la última fase de
la guerra, y 1951, a una nueva duplicación de la población israelí por el
camino de la inmigración. Ello significó que, del menos del 1% de la po-
blación judía mundial comprometida con la causa sionista luego de la Se-
gunda Aliá, debido al fenómeno migratorio y al exterminio nazi, para me-
diados del siglo XX más del 10% de la población judía mundial –
alrededor de 1.300.000 personas– se concentraba en Israel.
La concisa brutalidad aritmética de los cómputos no permite apreciar,
sino apenas intuir, el completo descalabro que en materia humana y cultu-
ral significó para la judeidad este período tan cercano en el tiempo, y poco
podemos aquí hacer más que resumirlo en unas pocas líneas: con los des-
plazamientos forzados, la emigración, el exterminio sistemático y la opre-
sión cultural, formas culturales particulares quedaron reducidas a su
mínima expresión, en especial en el centro y el sur de Europa. De ello se
derivó una homogeneización forzada de las poblaciones judías, acelerán-
dose la transformación hacia formas más modernas, pero también menos
reconocibles, de organización comunitaria y cultural. El problema del ju-
daísmo como cuestión biológica desapareció de todas las agendas y de
casi todos los discursos occidentales, deseosos de separarse, no siempre
con completa buena fe, de cualquier relación con la experiencia nazi.
Se reunieron en el triunfo sionista, por un lado, la falta de pericia u op-
ciones de los líderes árabes en materia política, producto de su desventa-
josa situación: muchos de sus países habían sido “creados” tanto o más
89
que Israel por las potencias imperiales89; y, por otro lado, la intrincada
maraña estratégica extendida a escala mundial por la inminente Guerra
Fría. Así fue como el estado de Israel se convirtió en un aliado estratégico
de los EUA, la nueva gran potencia occidental. En condiciones bien dis-
tintas a las previstas por Herzl, realmente este pequeño país se convirtió
en una avanzada de occidente frente a la “barbarie” del este. La marcada
hegemonía del partido laborista (MAPAI) y de su líder, David Ben Gu-
rión, y el poder de la central obrera judía, no representaron obstáculos se-
rios para esta alianza, porque las necesidades políticas y económicas pre-
dominaron por sobre los valores y las ideologías, ya que la debilidad rela-
tiva del estado de Israel no dejaba mucho margen de maniobra a sus diri-
gentes. Debe apreciarse en este sentido el gran peso político de la pobla-
ción judía norteamericana, que se constituyó en un importante grupo de
presión política.
Pese a la voluntad de diálogo de algunos dirigentes judíos, la política
israelí fue intransigente con sus vecinos árabes90. Esta política fue incen-
tivada por las actitudes soviéticas y norteamericanas, que se apresuraban a
convertir al mundo en un enorme tablero de ajedrez, en donde Israel y sus
vecinos pronto no fueron más que una casilla más para dominar o atacar
la posición del rival91. La actitud furiosamente anti-judía de los países
árabes no colaboró para abrir nuevos caminos diplomáticos: “Este argu-
mento de la defensa [de Otto Adolf Eichmann durante su juicio en Israel
(1961)] estaba peligrosamente emparentado con la más reciente teoría
antisemítica referente a los Padres de Sión, expuesta pocas semanas an- 89 Tal es el caso de Jordania, Siria, Irak y el Líbano, directamente implicados en el crónico conflicto con Israel. La influencia británica en Egipto era también importantí-sima. 90 Cfr. Alperin, Nahum Goldmann, CJM, 1976. También, Davis, Miths and Facts, 1985. A concise record of the Arab-Israeli conflict. NER, 1986. 91 Cfr. Maerz, Israel entre dos imperialismos, Actitudes, 1971; Gothelf, El Comunis-mo, el Problema Nacional y el Antisemitismo en la Unión Soviética. Actitudes, 1971.
90
tes, con toda seriedad, en la Asamblea Nacional Egipcia, por el ministro
adjunto de Asuntos Exteriores Hussain Zulficar Sabri, según la cual,
Hitler no tuvo responsabilidad alguna en la matanza de los judíos, sino
que fue una víctima de los sionistas que ‘le obligaron a perpetrar crímenes
que, más tarde, les permitirían alcanzar sus ambiciones, es decir, crear el
Estado de Israel’” 92.
Por su parte, el conjunto de la población árabe de Palestina desplazada
no encontró reposó: en la desgracia y por la desgracia comenzó el lento
camino de la creación de una conciencia colectiva. Al finalizar la guerra93,
los territorios que le habían sido asignados al todavía no configurado pue-
blo palestino por el plan de la ONU –en forma artificial y forzosa– se
hallaban ocupados por otros poderes regionales. La zona norte, fronteriza
con el Líbano, fue anexionada por Israel y ni siquiera ha sido motivo de
disputa, en un silencio que delata también la ineficacia, e incluso la com-
plicidad, de las resoluciones internacionales posteriores. La región de Cis-
jordania, reducida por la intrusión de las tropas judías hasta Jerusalén,
quedó en manos de Jordania, quien la anexionó en 1950 para renunciar a
ella más tarde; algo similar ocurrió con la Franja de Gaza (considerable-
mente más extensa en el mapa de la ONU que en su formulación poste-
rior), que quedó durante años bajo control del ejército egipcio.
Los cambios de autoridad militar de estos últimos territorios (y en los
Altos del Golán) durante la guerra de los Seis Días en 1967, no hicieron 92 Cfr. Arendt, Eichmann en Jerusalén, Op. Cit. Pág. 36. 93 Es notabilísima la diferencia entre diversos autores (Por ejemplo: Iglesias Velasco, El proceso de paz en Palestina -UAM, 2000- y Ben Ami y Medin, Historia del estado de Israel, Op. Cit.) respecto de la composición de las fuerzas militares de uno y otro bando en la primera guerra árabe-israelí y de los resultados sociales de la misma. Si se cotejan los datos que se entregan a los lectores, resultará claro que detrás de esas dife-rencias cuantitativas se despliega un interés ideológico. Por ello, nuevamente, nos basaremos para nuestro análisis no sólo en los datos más seguros, sino en aquellos que coincidan con las consecuencias históricas verificables, pues en este caso la verosimi-litud es más fiable que la revisión cuantitativa.
91
más que empujar aún más a parte de esta población, en un problema que
no encontraba solución y que tendía ya a saltar una generación. El “arras-
tre histórico” de la situación de los palestinos es un agravante a la situa-
ción jurídica del conflicto al que el derecho internacional es, al margen de
la falta de voluntad política, completamente incapaz de responder. El de-
recho internacional es ciego al arrastre histórico no por error o por casua-
lidad, sino porque los países que impusieron el actual sistema legal inter-
nacional serían los más perjudicados si se contemplaran las experiencias
históricas de la población mundial de los últimos siglos en función de una
reparación de los males sociales y personales causados.
Al mismo tiempo, el estado de Israel se reforzaba por su persistencia
en la historia contemporánea, como no lo habían supuesto ni sus propios
antiguos aliados. Una situación humana como aquella no podía más que
dar malos frutos, como la matanza producida en Jordania en 1971, cono-
cida como el “Septiembre Negro”. Las resoluciones de la ONU y sus or-
ganismos –en especial la número 242– no fueron eficientes. Porque la
anexión de tierras se produjo igualmente y no se resolvió sino por vía mi-
litar, como es el caso de la Galilea y de Cisjordania. La excepción ha sido
la cuestión de la península del Sinaí.
Como consecuencia del constante conflicto dos fenómenos migratorios
se superpusieron, uno centrífugo, el desplazamiento de la población árabe
de Palestina, y otro centrípeto, la llegada de nuevos contingentes judíos
incentivados por la política poblacional sionista, que continuaba siendo
uno de los ejes fundamentales del estado de Israel. Así, con las guerras se
consolidó un esquema de reemplazo poblacional que terminó fijando te-
rritorialmente un orden político conflictivo. Pero junto con un tipo de po-
blación, de cultura, de gobierno y de estado se fue creando una conciencia
social en la que la militarización y la violencia inter-étnica formaron parte
de la vida cotidiana.
92
E_ La ley del retorno: la inmigración como política del estado judío
A partir de la sanción de la “Ley del Retorno”, el 5 de julio de 195094,
la inmigración se convirtió en parte de la política oficial del estado de Is-
rael, legalmente instituida. Su artículo primero asegura que: “Todo judío
tiene el derecho de venir a este país en calidad de Olé [Inmigrante jud-
ío]” . Significativamente, la expresión “judío” no se encuentra desarrolla-
da en el resto del texto, y sólo se definirá la expresión en la segunda en-
mienda de la ley, en marzo de 1970 (sección 4B), destacándose que: “Pa-
ra los propósitos de esta ley, “Judío” significa todo aquel que haya naci-
do de madre judía o que se haya convertido al judaísmo y no sea miem-
bro de otra religión”. De este modo, el estado gana en capacidad de se-
leccionar a los candidatos a beneficiarse de esta ley (pues su ejercicio
comportaba el deber del estado de facilitar la absorción de los inmigrantes
adscritos a la categoría de Olé –plural Olim–), reforzando su papel de
árbitro en torno a la vieja definición de “judío”. Esta definición había sido
relegada en los primeros tiempos, precisamente porque la voluntad de
emigrar a Israel podía considerarse el mejor aval para la condición de jud-
ío; todo ello a pesar de que el grueso de la inmigración se adaptaba mejor,
aunque no siempre más allá de toda duda razonable, a la primera parte de
la definición. Así se diferencia el concepto de ciudadanía del estado judío
respecto de los cánones habituales en las naciones occidentales, pues no
se trata de un Ius Sanguinis puro, sino que se combina con una adscrip-
ción religiosa y, más precisamente, a la pertenencia a comunidades étni-
camente diferenciables e identificables con el judaísmo en diversas geo-
94 Las fechas oficiales del “Sefer Ha-Jukim” (el Libro Oficial de las Leyes del estado, que pese a su nombre hebreo recoge buena parte de la legislación británica del Manda-to), se inscriben según el calendario hebreo. Así, la Ley del Retorno se sanciona el 20 de Tamuz de 5710. Aquí se han preferido, sin embargo, las fechas en el calendario común.
93
grafías. Que el judaísmo y, más todavía, la judeidad sean fenómenos co-
lectivos de carácter religioso es por lo menos tan opinable como la califi-
cación de “raza” para cualquier colectivo judío. De hecho, la incertidum-
bre es preservada por la propia actitud del estado frente a grandes contin-
gentes migratorios, como ha sido el caso de la gran inmigración desde las
repúblicas soviéticas, en las cuales el elemento religioso fue omitido es-
crupulosamente.
La inmigración continúa siendo una cuestión prioritaria para Israel
luego de la fundación del estado, tanto por sus necesidades de crecimiento
económico y defensa como por la necesidad de responder al menor cre-
cimiento vegetativo relativo de la población judía secularizada respecto
de las familias palestinas. Contaba, además, con estimulación financiera
suficiente que se dilapidaría si no se invertía en forma productiva, y con
su propia matriz ideológica, cuya tendencia era a concentrar, al menos
potencialmente, a los casi 12 millones de personas que componían a me-
diados del siglo XX la población judía mundial.
Semejante capacidad de absorción, que se sumaba a la creciente tasa
de multiplicación de la población característica del siglo XX, componía
un logro claramente imposible. Porque buena parte de la judería mundial
que quedaba no tenía la menor intención de abandonar sus domicilios, lo
cual es particularmente evidente en el caso de la mayor comunidad judía
del mundo: la norteamericana. Conteniendo, al menos durante esta etapa,
más judíos que todo el estado de Israel debido a las buenas condiciones de
vida en EUA, esta comunidad proporcionó en términos relativos menos
Olim que comunidades bastante menores, lo cual se explica también por
las malas condiciones de vida imperantes en algunas de estas comunida-
des. Dicho esto de otro modo: entre 1952 y 1990, y si bien los principios
axiológicos del sionismo se mantenían en pie, atrayendo a contingentes
regulares de más de 30.000 inmigrantes al año de promedio, con despare-
94
jos picos quinquenales, no se produjeron ya esos enormes saltos pobla-
cionales por efecto de la inmigración que caracterizaron a la primera mi-
tad del siglo XX.
La política de estado en materia de inmigración no fue pasiva. En las
grandes comunidades el sionismo continuaba operando en su aspecto ide-
ológico con particular éxito en Latinoamérica, por ejemplo, que desde la
década del 60’ aportó regularmente contingentes importantes de “Aliá
ideológica”, es decir, de migrantes convencidos de la centralidad de Israel
en la vida judía. Se consiguió reemplazar en la educación al Yiddisch por
el hebreo en buena parte de las comunidades y se hizo de la historia del
sionismo parte central de la historia judía, intentando generar, y consi-
guiéndose en gran parte, una hegemonía consistente en muchas comuni-
dades.
La cuestión del judaísmo se cerró en torno del estado nacional, centra-
lidad que no todos aceptaron, pero que pocos combatieron. Porque el re-
cuerdo de la desprotección absoluta frente al nazismo estaba todavía de-
masiado fresco como para rechazar esa coraza de seis puntas en la bande-
ra del estado judío95. Además, se implementaron políticas de atracción y a
veces de “importación” de comunidades enteras de países próximos, ame-
nazadas. Este ha sido el caso de los judíos iraquíes, sirios, yemenitas, et-
íopes, marroquíes y tunecinos, cuya incorporación al cuerpo social, bási-
camente eslavo, aportó una variedad que no fue apropiadamente respeta-
da, pues la consigna de la igualdad en tanto que judíos, reflejada en una
encomiable igualdad y progresividad de derechos, no procuró sino tan-
gencialmente la defensa de las particularidades de cada colectivo96.
95 La estrella de Seis Puntas (o los dos triángulos superpuestos) es conocida popular-mente como “Maguén David”, y se dice que era el blasón del escudo del rey David. 96 Cfr. Ben Ami y Medin Historia del estado de Israel, Op. Cit.
95
Esta política terminó por polarizar la demografía judía, caracterizada
con anterioridad por su dispersión extendida. A mediados de la primera
década del siglo XXI, si bien se encuentra comunidades judías en más de
110 países, las que tienen poblaciones de más de 100.000 personas son
sólo 11, que reúnen más del 92% de la población total y, de ellas, las que
superan el millón no son más que dos: EUA, en primer lugar, con cerca
de 6 millones; e Israel, con 5 millones de personas aproximadamente. De
modo que estas dos grandes comunidades albergan al 75% de los judíos
del mundo (41% y 34% respectivamente), mientras que el que era el prin-
cipal depositario de su riqueza social y cultural hace un siglo, Europa, hoy
sólo contiene un 14,5% de los 14.200.000 de judíos97 contabilizados para
el año 2000, repartidos en partes similares entre Europa occidental (con-
centradas en Francia, el Reino Unido y, muy por detrás, Alemania y
Bélgica), por un lado, y Europa oriental (Rusia, Ucrania, Hungría y Bielo-
rrusia) por otro. Encontramos también otro 6% repartido entre las restan-
tes comunidades de más de 100.000 personas: Canadá, Suráfrica, Brasil,
Australia y Argentina; todas ellas formadas entre fines del XIX y princi-
pios del pasado siglo. Tal es la magnitud de los movimientos migratorios
y las consecuencias demográficas de la combinación entre anti-judaísmo
y pobreza en el lado de la emigración, y del sionismo político y realizador
en el lado de la inmigración.
En una fecha tan tardía como 1968 –luego de la Guerra de los Seis
Días– los intereses del sionismo no habían cambiado demasiado, excep-
tuando, claro está, el objetivo ya alcanzado de la creación del estado: 97 Existe un desajuste entre el cómputo total de la fuente (algo más de 13 millones) y la sumatoria total; la agregación de los datos se acerca más a la sumatoria (unos 14.2 millones) por lo que elegimos este guarismo para realizar los porcentajes presentados, el cual, asimismo, se ajusta mejor a los valores agregados de otras fuentes, así como a la tasa tendencial de crecimiento vegetativo, que de todas formas es muy baja, debido principalmente a los procesos de asimilación y aculturación que se registran en mu-chas comunidades importantes.
96
“Las metas del Sionismo son: La unidad del pueblo Judío y la centrali-
dad de [el estado de] Israel en su vida; la concentración del pueblo Judío
en su Hogar Nacional histórico, Eretz [la Tierra de] Israel, por medio de
la Aliá desde todas las tierras; el fortalecimiento del Estado de Israel
fundado sobre los principios proféticos de Justicia y Paz; la preservación
de la identidad del pueblo Judío a través del fomento de la educación jud-
ía y hebrea y de los valores espirituales y culturales Judíos; la protección
de los derechos de los judíos en cualquier lugar”98.
Es posible apreciar, no obstante, giros novedosos en el discurso res-
pecto de los principios sionistas pre-estatales: la centralidad política del
estado de Israel –y lo que resulta más sorprendente: su centralidad cultu-
ral– y la recuperación de valores religiosos que permanecían alejados de
los principales discursos del sionismo político. Pero lo que interesa en
este aspecto es que permanece intacta la vocación centralizadora y pro-
motora de la inmigración que caracterizara al movimiento en la etapa rea-
lizadora, ya superada. El discurso nacionalista había calado tan profun-
damente –reforzado por las enormes proporciones de patriotismo y soli-
daridad interna necesarias para soportar un estado de guerra casi perma-
nente– que no sólo se suponía posible reunir a toda la población judía en
el “Hogar Nacional Histórico” (¡Cómo sí la idea de “hogar nacional” tu-
viera milenios de edad y no menos de un siglo!); esa era, en realidad, la
directiva para las políticas de estado.
Desde la disolución de la Unión Soviética, Israel impulsó una nueva y
fuerte corriente de inmigrantes desde estos países99, alcanzando en la
98 De la Enmienda del 27º Congreso Sionista (Jerusalén, 1968) al Programa de Jeru-salén de 1951, que resumía los objetivos del movimiento. 99 Aunque no es posible asegurarlo, esta política se vinculó probablemente a la inten-ción de compensar la mayor tasa de natalidad de la población palestina o de reempla-zar, siquiera parcialmente –y con escaso éxito– la creciente necesidad de mano de obra palestina.
97
última década del siglo XX la cifra aproximada de un millón de nuevos
inmigrantes. Este desplazamiento masivo es conocido como la “Gran
Aliá” , de modo que la concentración de población judía no se ha deteni-
do, y continúa siendo impulsada por las acciones teleológicas que apuntá-
bamos más arriba: el deseo de los emigrantes de mejorar su situación so-
cial o económica. Esta migración debió obedecer a razones de índole
práctico, porque de la población judía de la ex URSS no se esperaba un
convencimiento ideológico de retornar al territorio ancestral del pueblo
judío ni tampoco una fuerte identidad religiosa.
Analizando el fenómeno en términos demográficos y migratorios, po-
demos decir que el sionismo resultó una respuesta política defensiva fren-
te al anti-judaísmo. A su vez, representó una alternativa vital estructural
que lo conformó como respuesta migratoria a la pobreza. Pero también
fue, por su momento y modo de inserción práctica, una variante tardía del
colonialismo que no pudo conciliar su desarrollo con un tratamiento ade-
cuado de los contactos con la población autóctona. De hecho, como en
toda relación colonial (aunque fuera “colonizadora” y no “colonialista”),
yacía en la base misma de la práctica sionista un conflicto étnico, cultural
y político latente que no podía resolverse sin un enfrentamiento que re-
sultó a la vez largo y doloroso, gravoso para todas las partes y, en defini-
tiva, causa constante de grandes injusticias. De la combinación de estos
elementos debe entenderse el relativo éxito (también el relativo fracaso)
del movimiento sionista.
99
CAPÍTULO IV
EL SIONISMO Y EL ESTADO DE ISRAEL EN EL CONTEXTO DE LAS RELA-
CIONES INTERNACIONALES
A_ Elementos preliminares y contexto general
Las consideraciones que puedan hacerse sobre el sionismo como caso
particular de migración humana son relevantes pero insuficientes para
comprender el fenómeno. Es necesaria otra perspectiva de los temas con
los cuales se vincula, situándolos en el proceso histórico del que forman
parte a la luz de nuevas fórmulas teóricas o conceptuales, inexistentes al
momento de originarse el proceso pero relevantes para interpretarlo.
Dos son los elementos relevantes para cotejar la información reunida
hasta el momento. En primer lugar, la globalización en tanto contexto y
ámbito de desarrollo de los conflictos, porque se trata de una circunstan-
cia que ya no puede dejar de ser considerada y, en segundo lugar, los ins-
trumentos políticos en el contexto internacional pasado y presente.
En relación con la globalización, el sionismo sirve de caso testigo para
fenómenos que sólo muy posteriormente se comienza a analizar y, en este
sentido, actúa como prueba del largo tiempo de maduración y desarrollo
que requieren tanto los fenómenos sociales como su interpretación. Así,
vemos como el sionismo actúa como agente particular para la expansión
global del estado nacional basado en relaciones capitalistas de produc-
ción100. Sin embargo, la tendencia a la globalización del estado nacional
no tiene un origen aleatorio, sino que nace con los sistemas expansivos de
la modernidad (el colonialismo y el imperialismo) y se integra con los
100 Cfr. Boaventura de Sousa Santos, La globalización del derecho, ILSA, 1998.
100
diferentes modos de regulación del capitalismo como sistema económico,
es decir, las diferentes formas en las que las relaciones entre capitalistas y
trabajadores se establecen y se vinculan con los mercados y con el estado.
En cuanto a los instrumentos jurídicos internacionales, si son conside-
rados como instrumentos jurídicos positivos poco habría que agregar más
que verificar el grado de su observancia por las partes en conflicto a partir
de su promulgación. Porque la Declaración Universal de los Derechos
Humanos fue creada con posterioridad a la activación del conflicto árabe-
israelí. Esta creación normativa, que no necesariamente ha tenido carácter
vinculante con las acciones de los estados en general, coincide con los
años de la segunda posguerra, en la que el conflicto toma proporciones
supra-nacionales.
Si las guerras mundiales fueron un impulso para que la ONU se deci-
diera a elaborar un catálogo de Derechos Humanos, sin importar otra cosa
que un mínimo acuerdo no exento de numerosas incongruencias derivadas
del conflicto geopolítico bipolar emergente de la segunda posguerra, fue
también porque se hizo evidente que los mecanismos preexistentes no
habían sido efectivos para la regulación de los enfrentamientos. Por otra
parte, puede considerarse a estos derechos como el resultado del mismo
proceso histórico y, más que contenidos jurídicos en toda regla, se trataría
de principios generales destinados a un modo de hacer en las relaciones
humanas y que se dispusieron como límite a los estados y sus institucio-
nes.
En este último aspecto, sí bien su éxito, y el de las organizaciones in-
ternacionales, ha sido moderado, es difícil negar su capacidad de actuar
como contralor y parámetro de las acciones que se emprenden en perjui-
cio de personas y colectivos. Porque sí estos derechos son básicamente
individuales, en la práctica parecen haber inspirado (y contenido) más
bien los comportamientos institucionales que los personales.
101
Ello no debe, por otra parte, sorprendernos. Porque son las institucio-
nes jurídicas y políticas de los estados, y no los individuos, las unidades
de sentido en las que el contenido material de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos se dispuso para intentar hacerse efectivo. Asu-
miendo esta característica sí pueden valer estos instrumentos como pará-
metros para evaluar los comportamientos de las partes implicadas, aún los
desarrollados antes de que el catálogo de los derechos humanos tuviera
consistencia política.
En este aspecto tiene mucha importancia la comprensión del movi-
miento sionista como fenómeno directamente vinculado con las tenden-
cias ideológicas imperantes en su contexto de aparición, que conllevaban
una práctica política determinada: el ambiente del Imperialismo. Sí se
permite esa mirada retrospectiva, multitud de consecuencias adversas en
relación con el catálogo de derechos: la opresión, la explotación, la expo-
liación y la discriminación son elementos centrales en el marco de las re-
laciones coloniales, que en muchos sitios consiguieron sobrevivir incluso
a la caída de los imperios que les daban sustento y legitimidad, en manos
de agentes locales en las esferas de la producción y del gobierno.
Desde esta perspectiva parece posible comprender al sionismo como
una modalidad de este movimiento ideológico-práctico general. Pero es
necesario señalar que no hubiera alcanzado sus objetivos sin el apoyo,
siquiera táctico y circunstancial, de la potencia dominante con la que tenía
mayor contacto, pues era en sus orígenes un movimiento extremadamente
débil en términos de capacidad de acción política: sin verdadera influen-
cia en el gobierno, sin ejército propio, sin medios de financiación sufi-
cientes. Aún sí el colonialismo sionista evitó mantener las perniciosas re-
laciones coloniales, lo hizo en una situación particular de expansión impe-
rialista, porque estas relaciones son también variables y tienen dimensio-
nes singulares.
102
El retrato del colonizado que hace Memmi es muy ilustrativo de esta
situación: “He dicho que era de nacionalidad tunecina; como los restan-
tes tunecinos, era tratado como un ciudadano de segunda clase (...) Pero
yo no era musulmán, lo que en un país donde coexisten tantos grupos
humanos, pero todos muy celosos de su propia fisonomía, tenía una con-
siderable significación. Para simplificar digamos que el judío participa
tanto del colonizador como del colonizado. Sí era indiscutiblemente un
indígena, como se decía entonces, muy cerca del musulmán por la inso-
portable miseria de su pobreza, por la lengua materna (mi propia madre
no supo nunca el francés), por la sensibilidad y las costumbres (...) sin
embargo, trataba desesperadamente de identificarse con el francés. En
un gran impulso que le llevaba a occidente, que le parecía el parangón
de toda verdadera civilización y cultura, volvía alegremente la espalda a
Oriente...”101.
El sionismo político y realizador recoge esta tensión casi en estos
mismos términos y en su propio territorio, como viéramos al analizar el
discurso de Herzl, y estas relaciones confusas no dejaron de influir en las
relaciones con la población árabe. Así, aún cuando no lo quisiera su dis-
curso, sus propias prácticas se hallaban marcadas, si no por el abierto
desprecio, al menos sí por un acusado desinterés por las consecuencias de
sus propios actos sobre los otros colectivos humanos presentes en la re-
gión. En términos de derechos humanos no cabe disculpar las consecuen-
cias, sin importar lo imperiosas que le parecieran sus propias necesidades
culturales y por muy justificables que les parecieran los medios emplea-
dos para la supervivencia nacional. Porque la característica fundamental
de la categoría de Derechos Humanos es su alcance universal y toda afir-
mación particular de los mismos no puede (en teoría) suponer la vulnera-
ción de otros derechos de la misma categoría. 101 Retrato del colonizado, Edicusa, 1971. Pág. 45.
103
Esto implica, evidentemente, la violación del principio de igualdad,
que se reproduce en las mismas condiciones que en su origen ideológico:
sobre la base de una abstracción y a un modelo de ciudadano –y de no-
ciudadano– indefectiblemente ligado a un modelo específico de sociedad:
el estado nacional centralizado con una estructura económica capitalista.
En este sentido, no tiene casi relevancia que la Declaración de los Dere-
chos Humanos haya sido convalidada también por las potencias y países
socialistas, pues compartían con las potencias capitalistas dos obsesiones
interrelacionadas y fundamentales: la soberanía del estado nacional y la
ampliación permanente de la capacidad productiva. En relación con estas
dos obsesiones basaban también su presunta superioridad sobre cualquier
otro modo de articulación social.
Entonces, mientras el imperialismo tuvo como resultado secundario la
expansión del modelo de estado-nación occidental a casi todo el mundo,
el sionismo aprovechó el interés y la capacidad del imperio Británico pa-
ra forzar la recolonización de Palestina, utilizando en su beneficio la bre-
cha abierta en el imperio Turco. En todo caso, sí al imperialismo como
modo de articulación del capitalismo de fines de siglo XIX y principios
del siglo XX le corresponde buena parte de la responsabilidad política e
ideológica por la mala gestión de los conflictos locales que tanto daño
causaron a la población autóctona en Palestina, eso no supone restar las
responsabilidades inmediatas que bajo los mismos supuestos le caben al
sionismo en lo que a la falta de atención sobre los efectos que sobre la
población no-judía de Palestina tendría el proceso de formación de un
estado étnico, ni mucho menos de los efectos causados por la acción
efectiva del estado creado.
Es siempre un motivo de fuerte polémica, seguramente inevitable, la
asignación de responsabilidades frente a una situación extendida y conti-
nuada de violación de derechos, cuando esta situación es resultado de un
104
proceso histórico extenso y que abarca varias generaciones. Ideológica-
mente, y como resultado de la aplicación del principio de responsabilidad
individual y de daño individual (que son débiles e insuficientes para tra-
tar este tipo de casos), el proceso es contemplado como una fatalidad, en
donde lo histórico y lo sociológico no parecen tener sentido.
Las situaciones estructurales de vulneración de derechos resultantes
de procesos sociales e históricos continúan siendo un lado ciego a la hora
de tratar los casos concretos. En realidad, esta debilidad es una condición
necesaria para el mantenimiento del conjunto de las situaciones globales,
pues poco y nada de lo que hoy existe en las relaciones internacionales
terminaría sin ser “pesado en la balanza, y encontrado falto de peso”102.
Considerar al sionismo en éstos términos históricos, juzgándolo como un
modo de colonialismo e imperialismo, con los que sin duda está relacio-
nado, implicaría la necesidad de extender el juicio al conjunto de las si-
tuaciones análogas y ninguna potencia de la tierra parece dispuesta a en-
carar semejante empresa. Se trata, en última instancia, de la comprensión
de un estado de relaciones de fuerza, donde los vencedores que propug-
nan la universalidad de los derechos humanos se niegan a aplicar esta
universalidad cuando es su propia práctica la que debe ser juzgada.
A diferencia del sistema de derechos existente, la percepción judía re-
ligiosa tradicional –y también el derecho musulmán103– sí atendía a la
posibilidad de comprender las situaciones trans-generacionales como ob-
jeto de juicio moral. Aún más, para justificar la colonización de Palestina
esta “memoria” fue ampliamente utilizada e incluso aceptada en su mo-
mento por los propios organismos internacionales: “En vista de que se ha
dado reconocimiento a la conexión histórica del pueblo judío con Pales-
102 Cfr. Daniel 5, 27. 103 Cfr. Coulson, Historia del derecho Islámico, Bellaterra, 1998.
105
tina y a las tierras para reconstituir su hogar nacional en ese país”104. Sí
el recurso histórico vale para la práctica enunciación de un derecho co-
lectivo ¿Por qué no ha de valer también para asignar responsabilidades
frente a situaciones estructurales de vulneración de derechos, aún las cau-
sadas por generaciones anteriores? Sí el pueblo judío podía reclamar por
un territorio luego de dos milenios, eso supondría el establecimiento de
un peligroso precedente: casi ningún habitante del planeta dejaría de ser
parte de algún proceso histórico que nunca tuvo una reparación jurídica,
ya sea como víctima o descendiente de víctimas o como victimario o
descendiente de victimarios, e incluso puede sospecharse que buena parte
de la humanidad representaría varios casos de ambas clases. Lógicamen-
te, al menos en el contexto presente, la discusión no tiene auténtico senti-
do, porque lo que realmente determina las diferentes situaciones sociales
es el estado de las relaciones de fuerza en materia política, económica,
militar e ideológica y no un sentido trascendental de justicia, tan ajeno a
la modernidad.
Un último punto a destacar en estos elementos preliminares es un lla-
mado de atención acerca de los resultados del sionismo en la propia ju-
deidad y en relación con lo que ésta contenga de cultura judía. A pesar de
la concentración en Israel de buena parte de la población judía mundial
existente, la población judía mundial no ha seguido durante el último
medio siglo el crecimiento demográfico de la mayor parte de la población
en general. Esa concentración ya parece acercarse, por otra parte, al lími-
te de absorción medioambiental de la región, principalmente por la gran
escasez de recursos hídricos.
Esta debilidad relativa de la curva de crecimiento no se debe a un des-
censo particular de la tasa de natalidad, ni a condiciones externas de per-
104 Prólogo en: Resolución del consejo de la Liga de las Naciones sobre el Mandato de Palestina, del 24 de julio de 1922.
106
secución política, sino a una alta tasa de aculturación (reconocida gene-
ralmente como asimilación cultural o pérdida de la identidad). Conjugan-
do ambos datos, parece claro que la creación del estado de Israel sólo ha
cumplido a medias con su misión de salvar a la cultura judía. La medida
en que el sionismo sea causa de este estancamiento demográfico no debe
impedir observar otras causas que deben estar influyendo en este aspecto.
Es probable que la tremenda presión que ejercen las ideologías dominan-
tes, a escala global, estén mermando las fuerzas de las identidades tradi-
cionales y para ello, no hay duda, ni el sionismo en su aspecto político ni
el estado de Israel pueden ofrecer respuestas, precisamente porque desde
su matriz son representantes de esa misma ideología dominante. Sobre
estas cuestiones trataremos más adelante con algo más de profundidad.
Así vuelven a reunirse e integrarse los elementos conflictivos que lla-
man nuestra atención: sionismo, relaciones internacionales y globaliza-
ción, pues ya no pueden considerarse aisladamente ni reducirse los con-
flictos a su expresión más inmediata, sino que deben ser articulados con el
contexto general en que se desarrollan.
El movimiento sionista y, posteriormente, el estado de Israel, depen-
dieron en sus orígenes de la evolución de las relaciones políticas interna-
cionales para su propio desarrollo. Debe atenderse a su relativa debilidad
como movimiento político, en el primer caso, y como nuevo estado en el
segundo, siempre en relación con las estructuras políticas y administrati-
vas nacionales e imperiales relevantes en la época. En buena medida,
además, su evolución o, mejor dicho, la evolución de sus circunstancias,
sirve de contraste para esas mismas relaciones internacionales, como pie-
dra de toque para la evaluación preliminar de su constitución, evolución e
importancia relativa frente a otros factores, ya sean económicos, políti-
cos, culturales e incluso militares.
107
En primer término, el período de desarrollo del sionismo como mo-
vimiento político y el establecimiento del estado judío coinciden –en
forma no totalmente casual ni causal– con la evolución de importantes
organismos e instituciones tendientes a regular y controlar, si bien no
siempre con buenos resultados, las relaciones internacionales, entre los
cuales destacan la Liga de las Naciones, la Organización de las Naciones
Unidas y, en el marco de ésta última organización, el Consejo de Seguri-
dad. En segundo término, la situación conflictiva planteada desde el ini-
cio por la intención y posterior concreción de la actividad colonizadora
sionista permite observar y evaluar las sucesivas acciones internaciona-
les, la vocación y calidad negociadora de las instituciones y las relaciones
de fuerza entre los bloques enfrentados en este caso concreto.
La ubicación espacial y temporal del conflicto no es casual. Se trata,
por una parte, de una época (hablamos del fin del siglo XIX) en la que
los estados con capacidad de dominación imperial basada en relaciones
capitalistas de producción avanzadas se encontraban en posición, antes
de enfrentar sus propias crisis, de expandir su influencia, compitiendo
con oponentes sumidos en un estancamiento crónico y una paulatina de-
clinación: los imperios de Europa central y el oriente próximo y lejano.
Por otra parte, la tierra de Palestina en disputa se encuentra en uno de los
límites de la lucha, hasta convertirse en una trinchera más de la enorme
guerra de posiciones políticas desarrollada por estos años y hasta el fin de
la primera guerra mundial105. Así, ambos contextos, el local y el interna-
cional, deben ser tenidos en cuenta.
Para facilitar el análisis del largo período histórico en el que el sio-
nismo y el estado de Israel se comunican e interactúan con las institucio-
nes internacionales y su contexto conflictivo, hemos dispuesto el recorri-
do en cuatro etapas: la primera de ellas abarca el período de gestación del 105 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
108
proyecto sionista, marcado por la lucha entre los imperios de diversa
índole, hasta el conflicto mundial 1914-1918, en donde eclosionan nue-
vos actores y situaciones que influirán poderosamente en ambos contex-
tos; la segunda etapa comprende los años de entreguerras, que es un per-
íodo signado políticamente para la región por el mandato británico y por
el rebalanceo de las fuerzas existentes en el sistema geopolítico mundial,
una de cuyas expresiones significativas es la “Liga de las Naciones”, esta
etapa concluye con la segunda guerra mundial para el panorama interna-
cional y con la creación del estado de Israel en el contexto particular; la
tercera etapa comprende un período particularmente importante en térmi-
nos institucionales, pues el fin de la Segunda Gran Guerra trae consigo la
institucionalización de la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, junto con la institución del Consejo
de Seguridad, cuya importancia estratégica en la gestión del conflicto lo
hace merecedor de un apartado; en el plano local esta etapa se distingue
por la guerra árabe-israelí y la terminación de la posibilidad de establecer
un estado palestino independiente durante muchas décadas. Esta imposi-
bilidad es origen, a su vez, de buena parte de los conflictos que continúan
activos actualmente. Por último, como parte fundamental, podremos ana-
lizar el estado actual del conflicto y de las relaciones internacionales que
han cambiado y cambian en forma acelerada, aún cuando ello tarde en
verificarse en términos institucionales.
Dado que a la historia local hemos dedicado páginas anteriores, es al
contexto internacional al que daremos ahora mayor importancia, hacien-
do a la realidad particular del oriente medio las referencias indispensa-
bles, además de aquellas que aporten nuevos datos. Por su parte, el análi-
sis de las prácticas institucionales de los organismos internacionales y de
las principales potencias mundiales en cada etapa no será exhaustivo ni
109
mucho menos. Por el contrario, estará acotado a los aspectos relaciona-
dos con nuestro tema.
B_ En la era de los imperios
Es un uso común hablar de Imperios y de intenciones y prácticas im-
perialistas. Si nos atenemos a la etimología latina del término, verifica-
mos que el “Imperio” denota un área geográfica bajo control militar cuya
cabeza era el emperador. Las fronteras de los imperios son habitualmente
difusas y menos precisas que las del moderno Estado-nación, pues están
ligadas a la capacidad de control militar y administrativo, pero no es tan
claro el alcance de la jurisdicción jurídica y política. En cualquier caso, lo
que define al sistema imperial es su vocación expansionista, pues no es
otra cosa lo que lo diferencia de otros sistemas estatales. Esta vocación
expansionista debe responder, a su vez, a necesidades políticas o econó-
micas concretas, pues el expansionismo nunca deja de provocar situacio-
nes de conflicto interno y por fuerza las causas sociales que impongan la
tendencia a la expansión deben ser muy importantes. La presencia de un
alto grado de militarización no es sino la consecuencia de esta vocación y,
por ello mismo, un sistema imperial planteará grandes efectos en las rela-
ciones interculturales, ya sea en la etapa de expansión o en la de consoli-
dación de la dominación. En efecto, los imperios se han caracterizado por
la concentración del poder en campos sociales fragmentados, resultando
especialmente aptos para administrar sociedades cuyo sustrato productivo
requiriera de grandes contingentes de trabajadores esclavos o de pobla-
ciones tributarias.
Desde la primitiva organización de los estados en torno al sistema im-
perial, entres tres y cuatro mil años antes de la era cristiana, que es una
110
característica de sociedades amplias y complejas, este sistema no ha de-
jado de cumplir un papel importante en la evolución histórica de la
humanidad. Este hecho, debe ser tenido en cuenta porque la evolución de
los imperios ha marcado el desarrollo de occidente. La causa de esta in-
fluencia no es un secreto, pues la vocación expansionista que caracteriza
a los imperios se explica a partir de sus necesidades estructurales.
Todo imperio debe mantener un elevado nivel de gasto interno en ma-
teria de manutención de las clases dominantes y de vastos contingentes
militares, que son, en primera instancia y desde un punto de vista econó-
mico, consumidores improductivos. En el caso de los imperios antiguos,
la constante necesidad de nuevos contingentes tributarios, en dinero, es-
pecias o mano de obra, suponía el incremento de ambos factores de con-
sumo, lo cual abría las puertas para una futura y necesaria etapa de ex-
pansión imperial.
A diferencia de este modelo, que puede calificarse como “tradicio-
nal”, el imperialismo moderno, basado económicamente en la producción
masiva e industrializada, no tiene en la base de sus necesidades expan-
sionistas una relativa debilidad interna en materia de capacidad de pro-
ducción de excedentes. Por el contrario, muestra la urgente necesidad de
encontrar válvulas de escape y desarrollo para sus fuerzas productivas,
que son extraordinariamente dinámicas. En cualquier caso, ambos mode-
los tienen en común unas marcadas tendencias expansionistas cuyo prin-
cipal motor se encuentra en las necesidades materiales objetivas de sus
clases y sectores dominantes. Estos sectores se ven periódicamente obli-
gados a romper el statu quo de las relaciones sociales internas o externas
a fin de conseguir los medios para su reproducción social. En el caso de
los imperios apoyados en relaciones capitalistas de producción es tam-
bién una reproducción necesariamente ampliada y no, como en el caso de
111
los imperios tradicionales, una ampliación de las propias clases dominan-
tes o de sus contingentes armados.
Hemos apuntado ya que toda organización estatal ligada a un sistema
imperial debe desarrollarse en una sociedad compleja. En relación pro-
porcional a esta complejidad, dichos estados deben poseer una estructura
jurídica en dónde representan un papel sustancial la jerarquía de las per-
sonas jurídicas vinculadas recíprocamente por contrato y la expresión
legal de las relaciones productivas (las condiciones de propiedad que
hacen a la apropiación de la riqueza producida socialmente). Así, cada
imperio configura un particular estado administrativo de las regiones y
espacios sociales bajo su mandato, articulados en una jerarquía específi-
ca. Por otra parte, las características del sistema imperial implicaban que,
dados dos imperios, las aspiraciones expansionistas de uno y otro casi
siempre concluían con un enfrentamiento por el control de las zonas limí-
trofes o, eventualmente, por el conjunto del territorio.
Esta caracterización que hemos esbozado servirá para ubicarnos en el
problema específico que debemos tratar para comprender la particular si-
tuación del sionismo en el momento de su aparición como agente político.
Cuando esto ocurre, ya asomándose en el horizonte el siglo XX, el impe-
rialismo se encuentra en su apogeo, pues casi cualquier fracción del pla-
neta se hallaba afectada por sus relaciones con un estado imperial o por su
pertenencia a algún imperio106.
El régimen de mandato, que tantas complicaciones traería para el caso
de Palestina, fue ampliamente utilizado en este período. El estado actual
de buena parte de África, por ejemplo, es una prueba más de la inoperan-
cia de los organismos internacionales de la época, pues esta región fue la
más afectada por las malas prácticas de los imperios modernos. También
es ejemplo de la perversión existente en todos los casos de dominación 106 Cfr. Bruun, La Europa del Siglo XIX. Op. Cit.
112
imperial, agravada por la figura hipócrita de la “protección” implícita en
la fórmula del mandato y que la Carta de la ONU asume con naturalidad.
En los años que precedieron a la primera Guerra Mundial el mapa del
mundo era un tablero de juego para los intereses imperiales enfrentados.
Las cambiantes relaciones de fuerza implicaban una complicada maraña
de alianzas y oposiciones que desatarían el conflicto bélico más feroz del
que se tuviera noticia, tanto por su extensión geográfica, como por la can-
tidad de víctimas y la mortífera tecnificación de las armas utilizadas107.
Con la primera guerra mundial se determinó el posicionamiento de los
imperios europeos en el mundo y es en el proceso que prepara este desen-
lace cuando aparece el sionismo. Pero ni la alineación de las fuerzas en
este conflicto ni el resultado del mismo es casual. La primera guerra
mundial trajo consigo la seguridad de que, si existía una forma de domi-
nación imperial que tuviera futuro, ésta sería la del imperio basado en po-
derosas fuerzas productivas internas, dándose por terminada la era de los
imperios “tradicionales” tributarios, esclavistas o semi-feudales. Al ter-
minar la guerra los imperios centrales fueron divididos y privados de bue-
na parte de sus colonias y su organización interna se vio forzada a la se-
mejanza respecto de las potencias centrales.
La Rusia zarista se había convertido en el núcleo de la Unión Soviéti-
ca, ejemplo de una nueva forma de imperialismo burocrático, pero susten-
tada por una productividad promedio muy superior a la de los imperios
tradicionales, ya que terminó por incorporar con facilidad los principios
de racionalización instrumental de la producción. Finalmente, en el aspec-
to que más interesa aquí, el Imperio Otomano fue desmembrado y su área
de influencia en oriente medio se repartió entre Francia e Inglaterra, apa-
rentemente los grandes vencedores de la guerra. En esta repartición de
oriente medio las potencias imperiales europeas terminaron con una larga 107 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
113
tradición y fijaron los límites de los estados modernos, convirtiendo a los
territorios bajo su jurisdicción política o militar en potenciales mercados
para las manufacturas o en proveedores de materias primas y mano de
obra barata108. La dominación inglesa en Palestina tuvo como consecuen-
cia introducir al movimiento nacionalista judío en el centro de un enfren-
tamiento de un rango más amplio y con profundas consecuencias sociales.
Al eliminar al Imperio Otomano como factor regional de poder y asis-
tir al mismo tiempo a la realización del ideal sionista, el imperio británico
instaló un mecanismo conflictivo en donde la cobertura ideológica del
“progreso de la civilización”, en la forma más concreta del etnocentrismo
europeo, ocultó estas mismas condiciones conflictivas.
No obstante, una vez eliminado como enemigo el imperialismo tradi-
cional, los antiguos aliados se volvieron enemigos, pues competían por la
ampliación de los mercados y las zonas de influencia. El obligado cambio
político y económico dentro del desmembrado imperio alemán, sumado a
las opresivas condiciones impuestas por los vencedores y a las dificulta-
des para controlar las contradicciones sociales dentro de la propia Europa,
instalaron las condiciones que conducirían al auge del nacionalsocialismo
y a la Segunda Guerra Mundial.
En la etapa previa a la Primera Guerra Mundial, el sionismo político
no representó un papel relevante, ni fue realmente tenido en cuenta pese a
los constantes intentos de los líderes sionistas por aproximar sus reivindi-
caciones a los gobernantes de todos los imperios implicados. La consoli-
dación de los imperios y los conflictos inter-imperialistas no eran asuntos
en los que un grupo insignificante de intelectuales que no actuaban real-
mente en representación del colectivo implicado –pues dicho colectivo
era una construcción ideológica y no una realidad sociológica– pudieran
intervenir con alguna posibilidad de éxito. Esta posibilidad se presentaría, 108 Cfr. Amín, Imperialismo y desarrollo desigual. Op. Cit.
114
no obstante, una vez que el conflicto se encontraba en vías de definición y
se tornaba importante delinear una política que atendiera a la administra-
ción de las regiones y poblaciones reconfiguradas por el resultado de la
guerra. A pesar de la escasa información documental acerca de las razo-
nes que llevaron al gobierno británico a apoyar la causa sionista entre
1917 y mediados de la década de 1920, podemos analizar algunos aspec-
tos a la luz de sus consecuencias y considerando el tipo específico de re-
laciones sociopolíticas que se desarrollaron entonces.
C_ El período de transición colonialista
Colonización y descolonización no son, como podría parecer, dos pro-
cesos sucesivos, dos etapas que implicarían modos distintos de regulación
política para la etapa expansiva del capitalismo, aunque esta segunda ca-
racterización se encuentra más cerca de captar el fenómeno. Sí mediante
la colonización se procura un modo extensivo de acumulación de capital,
el proceso de descolonización marca el agotamiento del modelo, que pasa
a centrarse en la intensificación de la acumulación por otros medios.
Pero no se trata de dos etapas diferenciadas por completo en la historia
efectiva. Porque mientras en algunos lugares del mundo se retrocedía en
la vocación colonialista, en otras regiones la colonización misma co-
menzó en forma tardía. Cada región del mundo no-europeo ha seguido un
ritmo distinto en sus procesos de colonización y descolonización. El colo-
nialismo es un modelo político general y un modo de valorización del ca-
pital, pero ha presentado numerosas variantes dependiendo de las carac-
terísticas de la población local y de los colonos –e incluso de los recursos
y medios de producción que se pretendían extraer de cada región–, y tam-
bién del momento histórico, lógicamente.
115
El proceso puede rastrearse verificando las fechas de las declaraciones
de independencia de los países por región, donde encontraremos que en
una fecha tan tardía como la década de 1970 continúan apareciendo esta-
dos en África; e incluso después, si se considera la reaparición de estados
incorporados al mundo soviético, que recuperaron su autonomía a partir
de 1990. A pesar de que la independencia de cada estado particular solía
suponer un fracaso para el imperio mandatario y para el imperialismo
como sistema, en realidad se produce una reafirmación importante del
sistema capitalista mundial.
Porque la “independencia nacional” supuso normalmente la aceptación
de las reglas políticas de la modernidad, condensadas en la forma del es-
tado-nación vinculado a relaciones de producción de tipo capitalista (o, al
menos, a la producción masiva de excedentes), pues de otro modo se difi-
cultaba el acceso al mercado mundial. Esta es una condición necesaria
para la globalización como acontecimiento general, pues para la relativa
superación progresiva del estado-nación tradicional a escala mundial este
modelo debía imponerse primero a la misma escala.
En el cercano oriente, por otra parte, dichos procesos se producirán en
forma tardía, pues no hay que confundir la dominación de una región por
parte de un imperio tradicional con la dominación de una potencia impe-
rialista: sus modos de funcionamiento y sus efectos son por completo di-
ferentes. Palestina debió esperar a que las condiciones geopolíticas madu-
raran y que cayera en la zona de influencia de los imperios coloniales para
que estos introdujeran las condiciones que la transformarían en una parte
integrante del mercado capitalista mundial.
Pero los efectos no son sólo políticos, económicos o culturales, sino
también demográficos. El desarrollo de las relaciones capitalistas de pro-
ducción trajo consigo un explosivo incremento de la población a escala
mundial. En realidad, el crecimiento de la población humana acompañó el
116
desarrollo de las grandes sociedades, por la sencilla razón de que sólo
podía producirse un aumento de población en aquellas estructuras sociales
que aseguraran, a un ritmo mayor o menor, el incremento de la producti-
vidad.
En el caso europeo, la población había crecido ininterrumpidamente
desde comienzos de la edad media, exceptuando la crisis demográfica del
siglo XIV, producida por la peste negra. Desde los albores de la moderni-
dad el crecimiento se acelera notablemente para pasar de 52 millones a
principios del siglo XV a 95 millones a principios del XVIII, es decir,
trescientos años para aproximarse a su duplicación. Pero en los doscientos
años siguientes, la población se triplicaría hasta alcanzar los 295 millones
en 1900109. Esto significa que el período de mayor crecimiento de la po-
blación europea se corresponde con la etapa de expansión imperial, pues
la tasa de crecimiento en Europa desciende con bastante brusquedad a
partir de 1950110. Pero el efecto de este crecimiento es mayor en términos
relativos pues, aunque el subcontinente indio y el sudeste asiático alber-
gaban históricamente mucha más población absoluta que Europa (entre 4
y 5 veces más), su crecimiento explosivo característico es propio del siglo
XX, cuando el colonialismo ya había desarticulado los sistemas económi-
co-sociales tradicionales de estas regiones111: “Las cifras correspondien-
tes a Europa, por sí solas, no son suficientes para indicar toda la magni-
tud del logro europeo en materia de crecimiento de la población. Entre la
caída de Napoleón, en 1815, y el estallido de la primera Guerra Mundial,
en 1914, más de 40.000.000 de emigrantes abandonaron sus patrias eu-
ropeas para establecerse en otros continentes. Las consecuencias de esta
vasta migración hicieron que los europeos se convirtieran, en gran parte,
109 Cfr. Livi–Bacci, A Concise History of World Population. Blackwell, 1992. 110 Ídem. Pág. 31. 111 Ibídem.
117
en una raza extra-europea. En 1814 había menos de 20.000.000 de per-
sonas nacidas en Europa o de sangre predominantemente europea del
otro lado de los mares. Hacia 1914, el total se había multiplicado diez
veces, hasta sumar cerca de 200.000.000. Este incremento y dispersión
de los europeos durante el siglo XIX fue un reflejo fiel de su espíritu im-
perial. Hacia 1914 había tantas personas de ascendencia europea fuera
de Europa, como habitantes había tenido este continente el siglo ante-
rior” 112.
Lo que nos interesa de estos datos demográficos es constatar que el
proceso de colonización sionista de Palestina se encuentra, en este senti-
do, completamente integrado al proceso general de colonización como
“exportación” de la población europea. No obstante, se trata también de
un caso específico y que presenta importantes singularidades.
Si puede considerarse a la colonización como un tipo particular de mi-
gración, sustentado en un sistema imperialista, inmediatamente debemos
decir que se trata, sobre todo, de un mecanismo idóneo para la transfor-
mación estructural de las áreas afectadas. A diferencia de una fuerza mili-
tar de ocupación, cuya tarea es mantener un territorio bajo el control ju-
risdiccional de un estado (sean o no imperialistas o expansionistas sus in-
tenciones), la población colonizadora tiene por objeto general transformar
una estructura económica, ya sea importando a una región determinadas
poblaciones socializadas en un contexto específico de relaciones sociales
o transformando las relaciones preexistentes en la región. En estas condi-
ciones, la relación con la población autóctona de una región, implicará su
dominación, su expulsión e incluso un eventual exterminio.
Porque la colonización es, ante todo, un tejido de relaciones inter-
sociales e inter-culturales que persigue un fin específico que está relacio-
nado con la estructura social de la que parte el colonizador: no es simple- 112 Cfr. Bruun, La Europa del Siglo XIX. Op. Cit.
118
mente un abandono del país de origen. Por el contrario, la colonización,
desde la perspectiva del colonizador, implica la transformación de un
nuevo espacio social a la imagen y semejanza de la sociedad de origen,
aunque otro, y muy distinto, es el destino de los colonizados: “El coloni-
zador marcha a la colonia porque es el medio con el que cuenta para lo-
grar un estatuto económico superior al metropolitano y porque, además,
al vivir en un sistema basado en la opresión, puede alcanzar rápidamente
un ascenso social que tampoco habría obtenido en la Metrópoli. En el
extremo inferior de la escala social colonial, ya fuera de ella, se encuen-
tra el indígena; en el superior, el colonizador, ya sea comerciante (con
más pingües ganancias y beneficios menos controlados), ya sea funciona-
rio (trabajando no en una mediocre prefectura, sino en un auténtico vi-
rreinato), ya sea militar (liberado de la observación de los políticos y do-
tado permanentemente de facultades excepcionales)”113.
Esta caracterización del colonizador contribuye a acercarnos una idea
importante: que no todas las áreas por las que un imperio podía extender-
se eran zonas aptas para la colonización. Sí el primer paso para lograr la
incorporación de un territorio era la conquista militar –sea cual fuese la
excusa para tal ocupación– la lógica de la expansión es fundamentalmente
económica, y los pasos que siguen a la ocupación militar implican la in-
corporación del nuevo territorio al área de acción económica de la poten-
cia imperial. El primer paso es dado por el estado, que es entonces un es-
tado volcado al servicio de una clase social. Pero la colonización debe ser
desarrollada por particulares con apoyo de este estado. Por lo tanto, para
que existan candidatos a desplazarse de la metrópoli a la colonia deben
existir oportunidades efectivas de crecimiento económico y social para
estos candidatos. Porque el militar de carrera y el funcionario continúan
formando parte del aparato del estado imperialista, pero no hacen a la 113 Sartre, Prólogo en Memmi, Retrato del Colonizado. Op. Cit. Pág. 14.
119
transformación de la estructura económica de la colonia sino como fuer-
zas auxiliares.
Ahora bien, en aquellas zonas ocupadas militarmente que no ofrecían
este tipo de incentivo resultaba entonces mucho más difícil establecer una
colonización efectiva. A largo plazo, la ocupación no resultaba rentable
para el imperio. De hecho, ciertas zonas eran ocupadas por su importancia
estratégica y no por su valor económico, para conservar el sistema impe-
rial. De esta forma, las colonias de América, por ejemplo, representaron
desde el primer momento una fuente de riquezas fácilmente extraíbles
para los conquistadores, atrayendo de inmediato la atención de los impe-
rios y facilitando la atracción de colonos, junto con adelantados, misione-
ros y aventureros de toda índole. En otras regiones, como el sudeste asiá-
tico, la presencia de grandes sociedades refrenó la presencia colonial, que
se concentró en enclaves urbanos, antes que en grandes extensiones de
propiedad rural, resultando el comercio desigual la mayor fuente de ga-
nancias. No hace falta insistir en el particular beneficio que se obtuvo de
África.
Pero Palestina, como otras partes del cercano oriente, no ofrecía las
oportunidades de otras regiones. Como resultado, la victoria sobre el Im-
perio Otomano no garantizó un convincente botín para la instalación de
contingentes migratorios europeos que colonizaran este territorio. Por otra
parte, esta conquista se obtuvo en forma tardía –porque tampoco había
sido deseada antes– en relación con otras zonas del mundo. El cercano
oriente no se encontraba “maduro” para la independencia nacional, vale
decir, no existían todavía las condiciones sociales en la forma concreta del
beneficio colonial para la implantación del estado-nación. Pero precisa-
mente era esta la ambición política de los estados imperiales europeos en
las regiones que no anexionaban y de dónde no obtenían suficientes bene-
ficios directos: la implantación global del sistema del estado-nación, con
120
vistas a crear y obtener nuevos mercados y fuentes de ganancias o mate-
rias primas. Por ello no es sorprendente que el imperialismo británico y el
francés se retiraran sólo después de crear una serie de estados nacionales
cuya población se encontraba sometida a los designios de las clases do-
minantes –a menudo en forma de clanes poderosos– apoyadas por los im-
perios salientes.
Uno de los grandes éxitos del capitalismo como sistema social es su
tendencia a la “clonación” política. Porque, a diferencia de las sociedades
estamentales, se basa en la liberalización de las individualidades econó-
micas (sea cual fuere la posición en el mercado de cada individuo) y en la
expansión continua de sus mercados. Con ello, al enfrentarse con otras
formaciones sociales complejas, le basta con destruir el tejido social exis-
tente en las tierras invadidas, mediante el uso de la violencia imperial,
para que el capitalismo, buscando oportunidades de crecimiento, llene el
vacío dejado por la vieja estructura. La instalación controlada de las rela-
ciones mercantiles capitalistas induce a la articulación política local a co-
piar o adaptar paulatinamente el modelo de los países centrales. Si la ope-
ración sale mal, y la estructura política no es copiada, siempre quedan
como opciones el saqueo y el abandono posterior.
El reparto del cercano oriente entre Francia –que ocupó la zona de in-
fluencia Sirio-Libanesa– y Gran Bretaña –que ocupó el resto de la región–
fue relativamente sencillo, precisamente porque la zona no era demasiado
prometedora: el arreglo pacífico implicaba que no valía la pena una gue-
rra por el control de esa zona. Pero, dado que el esclavismo estaba agota-
do y que el modelo imperial se hallaba ya en retroceso, las posibilidades
efectivas del sistema colonial apenas fueron aplicadas a la región. Por otra
parte, el sistema colonial es efectivo si el intercambio con la metrópoli es
fluido y constante, vale decir, si el capitalismo central se encuentra en
buenas condiciones. Pero la salida de la Primera Guerra Mundial encontró
121
una Europa occidental a las puertas de la paralización económica que fre-
naba cualquier fluidez en los intercambios. El estado no había desarrolla-
do todavía toda su capacidad de intervención interna en el manejo de la
economía114, que sólo sería desarrollada por el Fascismo y el Nazismo
(como se hacía ya en la Rusia Soviética) y, posteriormente, por el Keyne-
sianismo práctico. Esta relación entre el estado fascista y el estado de
bienestar no debe sorprender: se trata en ambos casos de un modelo cor-
porativista de estado intervencionista, y es en este sentido en el que debe
realizarse la equiparación, no en cuanto a las formas políticas y los dis-
cursos implicados.
Frente a este estado de cosas, el sionismo vino a resolver parcialmente
este problema para Gran Bretaña en lo que a la colonización de Palestina
se refería, ofreciendo una masa colonizadora importante, motivada y que
no pedía de la metrópoli sino que la dejaran instalarse allí. El hecho de
que este movimiento procurara su propia independencia nacional no cons-
tituía en realidad un inconveniente, pues al menos tendería a establecer la
forma políticamente correcta en la región para el establecimiento de rela-
ciones económicamente provechosas y, además, se podía esperar mante-
ner el poder en la región manu militari, de modo que dicha “independen-
cia” siguiera bajo su control. La Segunda Guerra Mundial se encargaría
de destruir esta última percepción, aunque el principio sigue siendo váli-
do: en la actualidad Israel es considerada una nación moderna (en el sen-
tido europeísta) en contraste con sus vecinos de la región.
Así se comprende que, de todos los estados creados por las potencias
europeas por aquellos años en la región (Siria, Líbano, Iraq, Jordania,
etc.), sólo Israel acabara teniendo, durante varias décadas, la forma de es-
tado característica de los estados nacionales europeos avanzados y tam-
bién que sólo en Palestina se produjera un auténtico recambio poblacio- 114 Cfr. Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit.
122
nal. Las corrientes migratorias sionistas actuaron como los colonizadores
que la escasa atracción de la región impidió desarrollar eficientemente en
los países vecinos. Bien distintas habrían sido las cosas, puede suponerse,
de haberse sabido y comprendido el valor geopolítico y económico de los
yacimientos petrolíferos de la región.
Como se ha visto, de todas formas existió un elemento económico im-
portante para dicho desplazamiento, derivado de la situación sociopolítica
inestable en Europa oriental. Pero a la potencia imperial, en principio, po-
co le importaban estas causas: de los pioneros sionistas, pocos y ninguno
era ciudadano inglés. El imperio proveyó a la zona de soldados y gober-
nadores. Sin embargo, hasta el fin de la guerra era otro imperio el que
dominaba en la zona, y sólo el Gran Sultán tenía entonces peso en ella. La
actuación “internacional” comenzó cuando este dominio llegó a su fin.
Como hemos visto, la política imperial europea de fines del siglo XIX
y comienzos del siglo XX, a diferencia del viejo imperialismo, no se ba-
saba en la anexión territorial directa sino en el control colonial. Esta polí-
tica encontró su sanción jurídica, también tardía, en el régimen de Manda-
to, según el cual se otorgaba a una potencia imperial el control jurisdic-
cional de un territorio, refrendado por el envío de tropas y funcionarios115.
El cambio en las relaciones internacionales que siguió a la Primera
Guerra Mundial produjo una rearticulación de este sistema. Mientras que
antes de 1914 la conquista imperial se basaba en el dominio militar, con
la consiguiente posibilidad de desatar conflictos de interés con otros con-
quistadores, con la creación de la Liga de las Naciones se incorporaron, al
menos en apariencia, los marcos jurídicos para administrar mejor esos
conflictos. La guerra había puesto en evidencia que la ausencia de un
marco de regulación para las relaciones internacionales –y, más precisa-
mente, inter-imperiales– podía acarrear serios problemas de supervivencia 115 Cfr. Bruun, La Europa del siglo XIX. Op. Cit.
123
para los propios imperios. Además, ahí estaba la revolución bolchevique
como muestra y advertencia de lo que los conflictos podían llegar a repre-
sentar para los imperios capitalistas.
Esto no significó que los imperios renunciaran a ejercer su poder. Se
encontraban implicados en la tensión que existía entre la necesidad de de-
sarrollo (que hemos destacado como una característica general del impe-
rialismo) y la necesidad de asegurar un marco de subsistencia política que
tendía a refrenar este mismo desarrollo. Esto ocurría en un momento
histórico en el que el despliegue capitalista europeo se hallaba detenido y
hasta en retroceso, porque el sistema expansivo utilizado hasta el momen-
to, que se apoyaba en el régimen “colonialista” de acumulación, mostraba
ya claramente sus limitaciones. Por otra parte, la necesidad existente lue-
go de 1918 de establecer canales de comunicación política se hizo eviden-
te pues: “Para quienes se habían hecho adultos antes de 1914, el contras-
te era tan brutal que muchos de ellos, incluida la generación de los pa-
dres de este historiador o, en cualquier caso, aquellos de sus miembros
que vivían en Europa Central, rechazaban cualquier continuidad con el
pasado. <Paz> significaba <antes de 1914>, y cuanto venía después de
esa fecha no merecía ese nombre (...) en la Primera Guerra Mundial par-
ticiparon todas las grandes potencias y todos los estados europeos excep-
to España, los Países Bajos, los tres países escandinavos y Suiza”116. La
primera guerra mundial abre también la era de los genocidios, con la ma-
tanza de 1.500.000 armenios por parte del imperio turco. La virtual ruina
económica que resultó para los países “vencedores” del conflicto acentuó
la sensación de brutalidad del conflicto, y sin duda contribuyó a acelerar
la desintegración de los sistemas imperiales. Esto, como se ha dicho, no
fue obstáculo para que resultara en una conquista para el capitalismo, en
la forma de la globalización del modelo de estado-nación. 116 Hobsbawm, Historia del Siglo XX. Op. Cit. Págs. 30-31.
124
No obstante, el organismo creado para de contener el conflicto me-
diante el diálogo multilateral, la Liga de las Naciones, en ningún momen-
to tuvo una capacidad política efectiva, e incluso se transformó en un me-
dio cuasi-legal para la aplicación de políticas imperialistas. De esta forma,
cuando en 1922 se promulgó el mandato de Palestina, que daba la conce-
sión política de la zona al imperio británico: “La mayoría árabe objetó
que el mandato inconstitucionalmente violaba el Convenio, frustrando la
independencia nacional que el artículo 22 había reconocido provisional-
mente para aquellos que fueran habitantes indígenas de Palestina desde
antes de 1919. Pero la perspectiva inglesa del Mandato no puso un énfa-
sis semejante en el rol legal del artículo 22 o, ciertamente, de la Liga de
las Naciones en general”117. Así se señala la improcedencia legal del
mandato en relación con las atribuciones británicas, y destaca su contra-
dicción con el Pacto de la Sociedad de Naciones.
En este sentido, es evidente que el imperio no estaba intentando dis-
minuir su propio poder, y ninguna atribución concreta había sido atribuida
a la Liga: la función de ésta parece haber sido crear los canales de comu-
nicación necesarios entre las potencias, pero en ningún caso limitar su
poder como lo haría un organismo auténticamente supranacional. David
Ott recoge al respecto unas declaraciones esclarecedoras de Lord Balfour,
que mantiene una actitud soberbia e imperialista: “<Debe recordarse que
el Mandato es una limitación auto-impuesta por los conquistadores sobre
la soberanía obtenida por ellos sobre los territorios conquistados (...) los
Poderes Aliados (...) han consultado a la Liga de las Naciones para que
los asistieran (...) pero la Liga de las Naciones no es la autora de la polí-
tica, sino su instrumento>. Él [Balfour] Concluye que <el Mandato no
117
Ott, Public International Law in the Modern World, Pitman, 1987. Pág. 61.
125
fue hecho por la Liga, ni puede, en sustancia, ser alterado por la Li-
ga>” 118.
Semejante postura excluye toda consideración sobre la capacidad de
la Liga de las Naciones no ya de regular, sino siquiera de condicionar las
acciones de los estados imperiales. De todas formas, repasando el texto
mismo del Mandato, nos encontramos con que éste ha sido redactado pa-
ra mayor gloria de la potencia mandataria, de modo que en la práctica la
Liga de las Naciones funcionó, en este sentido, como un instrumento “in-
ternacional” de legitimación de la política imperial, sin importar lo que
dijeran sus estatutos fundacionales. Es un antecedente que debe tenerse
en consideración para el futuro desarrollo de las relaciones internaciona-
les por medio de organismos multinacionales.
De la misma forma que el Mandato establece en su artículo primero la
casi completa discrecionalidad de la potencia mandataria que “tendrá
plenos poderes de legislación y administración”, asimismo el texto com-
pleto asume como propia la Declaración Balfour de 1917. Lo hace en su
preámbulo, en donde se la cita expresamente como decisión de los pode-
res aliados el acuerdo de que “el mandatario será responsable de poner
en efecto la declaración originalmente hecha (...) por el gobierno de su
majestad Británica (...) en favor del establecimiento en Palestina de un
hogar nacional para el pueblo Judío”; y en el artículo segundo declara
directamente que “el Mandatario será responsable de poner el país bajo
condiciones políticas, administrativas y económicas tales que aseguren
el establecimiento del hogar nacional judío (...) y el desarrollo de insti-
tuciones de auto-gobierno, así como salvaguardar los derechos civiles y
religiosos de todos los habitantes de Palestina, sin consideración de su
raza y religión”.
118 Íbidem.
126
El remate político de este documento consiste en establecer una
Agencia Judía encargada de mantener las relaciones con la potencia
mandataria. Dicha Agencia no sería otra que la Organización Sionista
(Art. 4). En cuanto a la estructuración jurídica “El Mandatario será res-
ponsable de observar que el sistema judicial establecido en Palestina
asegurará a los extranjeros, tanto como a los nativos, una completa ga-
rantía para sus derechos” (Art. 9).
Dado que estos artículos protegen los derechos “civiles y religiosos”
de los habitantes de Palestina, hay que aclarar que quedan fuera de la dis-
cusión los derechos políticos de los mismos. Sea cual fuere el país que se
construyera a partir del Mandato, desde la óptica británica los habitantes
no-judíos de Palestina no tendrían nada que decir acerca de la constitu-
ción política o judicial, por no hablar de la estructura económica y admi-
nistrativa. Lo que se considerara desarrollo o no desarrollo quedaba tam-
bién bajo la jurisdicción británica hasta nuevo aviso, pues el mandato tie-
ne fecha de inicio pero no de terminación.
Muy pobre es el aporte efectivo de la Liga de las Naciones a la situa-
ción regional que nos ocupa, como pobre era en realidad el diálogo entre
las potencias. Los EUA se encontraban más preocupados por su propio
desarrollo que por los problemas europeos, y su inmenso territorio le
permitía por el momento esquivar la necesidad de expansión colonial. De
hecho, Hobsbawm señala que esa es una de las causas por las que los
EUA no pudieron tomar el relevo de Gran Bretaña como impulsores del
capitalismo internacional119.
En realidad, ya había desarrollado tal experiencia contra la población
indígena norteamericana, México y España durante el siglo XIX. A su
vez, las potencias derrotadas de Europa central fueron tratadas con una
impiedad y un rigor que no podía dejar de sentar las bases para un futuro 119 En Historia del siglo XX, Op. Cit.
127
conflicto regional. Los veinte años que mediaron entre el fin de la prime-
ra Guerra Mundial y el comienzo de la segunda no resultaron más que
una larga espera en materia de acción bélica internacional.
Sin embargo, esta espera política no era posible en términos socioe-
conómicos ya que, luego de terminada la guerra: “la mundialización de
la economía parecía haberse interrumpido. Según todos los parámetros,
la integración de la economía mundial se estancó o retrocedió. En los
años anteriores a la guerra se había registrado la migración más masiva
de la historia, pero esos flujos migratorios habían cesado, o más bien
habían sido restringidos por las guerras y las restricciones políticas”120.
De hecho, entre mediados de la década de 1920 y mediados de la siguien-
te el sistema económico mundial se derrumbó y con él, por largo tiempo,
el ideal liberal de funcionamiento de la economía doméstica de los países
centrales, que debieron buscar otros sistemas distributivos ya fuera en la
izquierda o en la derecha, con resultados similares.
Pero el auténtico colapso político lo experimentaron las relaciones co-
loniales, pues era ese el régimen de acumulación capitalista que se en-
contraba en crisis. Declinaba la era de las gigantescas ganancias produci-
das por el intercambio desigual, basado en el constante detrimento de los
términos de intercambio, al menos bajo la forma política del imperialis-
mo decimonónico. La posesión de vastos territorios ultramarinos ya no
representaba para los imperios una razón de prosperidad, mientras que el
mantenimiento de la administración de las colonias se volvía proporcio-
nalmente más oneroso y difícil de mantener.
En este contexto, el mantenimiento de Mandatos improductivos era
fuente de problemas y no de soluciones para los gobernantes imperiales,
y sí eran mantenidos era por su presunta importancia estratégica. Por su
parte, la Liga de las Naciones no contaba con ninguna facultad u orga- 120 Hobsbawm, Historia del Siglo XX, Op. Cit. Pág. 95.
128
nismo subsidiario que pudiera siquiera ocuparse del problema económi-
co, pues el “sistema mundial” se había desarrollado sin ninguna dirección
que no fuera la constante persecución de nuevas ganancias.
Uno de los motivos principales de la desarticulación del mercado
mundial consistía en que el sistema imperial no preveía que las colonias
o los países dependientes de las economías centrales se convirtieran en
demandantes de producción, reactivando la economía desde el “eslabón
débil” de la cadena. No obstante, fue necesario que la Segunda Guerra
Mundial desplegara toda su capacidad destructiva para que se compren-
diese que la era de los imperios coloniales, y con ella la de los Mandatos,
había llegado a su fin.
D_ Los cambios en las relaciones internacionales
Una de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial fue el intento
–fallido– de “humanizar” los conflictos armados, intento que tuviera por
herramienta principal a la convención de Ginebra (1925)121. El recuerdo
de los horribles efectos del gas tóxico –en realidad, apenas un comentario
acerca de los horrores vividos– condujeron a la prohibición de este tipo de
armamento, por lo demás bastante ineficaz como elemento de destrucción
masiva, aunque algunas potencias imperiales no dudarían en utilizarlos
contra colonias poco sumisas122.
Todavía más terrible, más extensa e inhumana que la primera, la Se-
gunda Guerra Mundial hizo comprender que lo que debían humanizarse
121
Cfr. Ott, Public International Law in the Modern World. Op. Cit. 122 Lo cual constituyó la verdadera razón de su abandono. El desarrollo de los auténti-cos gases letales debió esperar a la guerra fría, con su alucinante repertorio de “arma-mento no convencional” y su uso en “guerras sucias”, como Vietnam. Cfr. Hobs-bawm, Historia del Siglo XX, Op. Cit.
129
no eran los conflictos armados, sino las relaciones internacionales y, al
menos entre las potencias mundiales, qué es lo que podía y qué es lo que
no podía ser destruido sin más. Para agilizar las relaciones entre los países
se crea la Organización de las Naciones Unidas, y para aproximar un
acuerdo acerca de lo que debía defenderse desde este ámbito se redacta la
Declaración Universal de los Derechos Humanos como un catálogo de
acuerdos mínimos para encarar las relaciones internacionales.
Las profundas críticas que merecen ambas instituciones, especialmente
en lo que a sus usos políticos se refiere, no deben ocultarnos su marco
histórico, signado por la experiencia traumática de dos guerras descomu-
nales y un interregno que, para el mundo capitalista al menos, estuvo
marcado por un continuo vivir al borde del abismo social y económico
antes de caer en el precipicio bélico. Así, la propia Carta de las Naciones
Unidas se presenta a sí misma como un producto del trauma causado por
esa época terrible: “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resuel-
tos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que
dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos
indecibles...”123. Siendo un producto de las potencias mundiales más que
de la humanidad a quien estaba dirigida, la Carta consintió en omitir los
sufrimientos indecibles infligidos a la humanidad por esas mismas poten-
cias antes de los conflictos armados a los que alude la carta.
La Carta de las Naciones Unidas, si bien pretende que el alcance de
sus buenas intenciones sea universal, tiene un efecto inmediato, que es el
de sancionar definitivamente la figura del estado nacional como la forma
organizativa por excelencia de las sociedades humanas. Se trata de un ac-
to de un etnocentrismo tan apabullante que pasa por lo general desaperci-
bido y resulta tanto más paradójico por cuanto se apoya, en términos mo-
123 Carta de las Naciones Unidas (San Francisco, junio de 1945).
130
rales, en un marcado individualismo ético, que inmediatamente entra en
conflicto con la forma de organización impuesta.
La fórmula política de la organización para la toma de deisiones: “un
estado, un voto” –que, como veremos, será de inmediato inoperante–
tiende a sancionar un estado de cosas mediante el cual se ratifican los
triunfos europeos sobre el resto de la humanidad. En este sentido, la “his-
toria” también ha operado en favor del ideal sionista. Porque, dadas las
diferentes concepciones de lo “judío”, la única que encontrará un estatuto
de máximo nivel en este contexto será precisamente la que se apoye en la
idea del estado nacional, que es precisamente lo por aquellos años que
intentaba concretar en Palestina el movimiento sionista. Y la construcción
se hallaba en un estado bastante avanzado de desarrollo, por otra parte, si
se consideran las dificultades a las que se enfrentaba. Cualquier colectivo
humano que lograra su independencia y se organizara en torno a un estado
nacional pasaría automáticamente a ser un ente protegido por la Carta,
ciega en la práctica para cualquier otra forma de colectivización humana,
acorazando los flancos políticos del nuevo estado. En su defensa de la paz
internacional, no le quedaría a la Organización de las Naciones Unidas
más remedio que la de apoyar su subsistencia, dado que la alternativa im-
plicaría necesariamente un conflicto armado de gran envergadura relativa,
como efectivamente ocurrió, de todas formas.
Pero la Carta tiene otros efectos de capital importancia, pues instituye
organismos clave que se sustentan en una base bastante contradictoria.
Mientras su artículo 2.1 destaca que “La Organización esta basada en el
principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros”, su desarrollo
posterior instala en el centro del poder político que la ONU pudiera tener
un mecanismo de toma de decisiones derivado de la Segunda Gran Guerra
y de las nuevas condiciones geopolíticas, marcadas por el enfrentamiento
bipolar: el Consejo de Seguridad.
131
Bajo el dominio de las potencias coloniales e imperiales los mapas
políticos del mundo se dibujaron más de una vez, incluso en el propio te-
rritorio europeo. Cada una de las “correcciones” de las fronteras trazadas
implicó algún conflicto bélico o social. La Paz entre Estados es el hilo
argumental, casi obsesivo, de toda la experiencia institucional de la ONU
en su etapa fundacional. Sin embargo, otros temas se le presentaban tam-
bién como amenazas al orden mundial. Así, la experiencia de la ONU na-
ce con un conjunto de instituciones que funcionaban supuestamente bajo
su órbita o en relación con ella: ellos son el Consejo Económico y Social,
la Corte Internacional de Justicia y, principalmente, el Consejo de Seguri-
dad. El núcleo formal de todo el aparato es, no obstante, la Asamblea Ge-
neral de las NU, bosquejo moderno de Ágora en donde cada estado
miembro presenta sus situaciones, opciones y opiniones frente a los de-
más y en igualdad de condiciones. La máxima autoridad adquirida por
este organismo da especial relevancia a su documento más extendido: la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fue consensuado
por el conjunto de los países miembros cerca de dos años después de la
Carta. Con todos estos instrumentos, se esperaba hacer de las Naciones
Unidas –suponemos– una herramienta eficaz para alcanzar un estado de
cosas a escala mundial acorde con los “valores universales” volcados en
la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Sin embargo, desde un primer momento la ONU se pierde en el des-
concierto implicado en las diferencias ideológicas y políticas instaladas en
su seno, en especial en el desarrollo de la bipolaridad creciente. Por esta
razón el conflicto desatado en oriente medio es útil como situación para
evaluar la actuación de las instituciones internacionales
Por otra parte, al momento de desarrollarse las instituciones interna-
cionales y a pesar de la extensión del modelo de estado nacional como
modo de organización política y económica, quedaban numerosos rema-
132
nentes coloniales, subordinados a las potencias dominantes que ejercían la
soberanía en esos territorios. Así lo refleja, por ejemplo, el artículo 2.2 de
la Declaración de los Derechos Humanos: “No se hará distinción alguna
fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o terri-
torio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un
país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria,
no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía”. Por
otro lado, el artículo 15.1 asegura que: “Toda persona tiene derecho a
una nacionalidad”, de modo tal que depender de la jurisdicción de un es-
tado nacional se convierte en una condición necesaria para disfrutar real-
mente de los posibles beneficios de la Declaración. Para los habitantes
autóctonos de Palestina esta posibilidad llegó demasiado tarde, pues para
entonces Gran Bretaña se había retirado virtualmente de la región, mien-
tras que la persistencia del estado de Israel, mediante la victoria militar
sobre los países árabes en 1948, implicó la aparición de nuevas fronteras
para los habitantes de la zona y la denegación de una nacionalidad me-
diante la cual vincularse a la ONU.
El problema de Palestina fue uno de los primeros con los que la fla-
mante organización debió enfrentarse. El caso era particular, aunque esta-
ba lejos de ser único: era un territorio que quedaba fuera de toda jurisdic-
ción nacional, dado que la potencia mandataria, en forma unilateral,
abandonaba la región dejándola librada a su –mala– suerte política y a un
más que probable enfrentamiento armado con una organización militar-
mente superior que dio como resultado un amplio desplazamiento pobla-
cional, acompañado de una considerable incapacidad de organización so-
cial de los palestinos.
Como en realidad no existían mecanismos de legislación internacional
para la resolución de un conflicto de estas características, la Asamblea
General de la ONU recurrió al único dispositivo político del que disponía
133
pese a que los capítulos XI, XII y XIII de la Carta intentan resolver la
situación de los “territorios no autónomos o fideicometidos”. Eso supuso
una pésima solución del conflicto y una grave auto-atribución de jurisdic-
ción que sentaba un pasmoso precedente. La ONU, sin competencias ni
atribuciones legítimas y sin más apoyo que las convicciones ideológicas
imperantes, continuó la política de sus predecesores políticos en la región,
e impulsó la constitución de dos estados, mediante la resolución 181 de la
Asamblea General: “En 1947, la Liga Árabe propuso referir el caso Pa-
lestina a la Corte Internacional de Justicia (...) pero la Asamblea General
se negó a hacer tal cosa, decidiendo entonces (en un acto que trasgredía
su poder de acuerdo con la Carta de las NU) la partición del país en un
estado judío y otro árabe”124.
La causa de esta decisión es, evidentemente, política: se había acorda-
do, por diversos precedentes, tales como el Mandato de Palestina de 1922,
otorgar al pueblo judío su Hogar Nacional, y la continuidad de la comu-
nión territorial significaba anular esta decisión si no se aseguraba un mar-
co territorial para una mayoría judía importante. Las Naciones Unidas
asumen así, con legitimidad más que dudosa, el punto de vista sionista,
según el cual la condición judía era una condición nacional, posición nada
fácil de sostener en 1947 o en cualquier otro momento. Sin mayores mi-
ramientos la ONU asume lo mismo para la población árabe de Palestina
(que ni siquiera tenía una representación propia ante la Asamblea, ni pod-
ía tenerla, por cuanto era un colectivo débilmente constituido en aquél
momento), aunque tanto posteriormente la Organización para la Libera-
ción de Palestina como muchos defensores de la causa del pueblo palesti-
no hayan intentado construir retroactivamente una imagen nacionalista del
mismo, ¡imitando al sionismo en sus postulados básicos!
124 Ott, Public International Law in the Modern World. Op. Cit. Pág. 61.
134
Así, la ceguera sociológica y la incapacidad política de la ONU hun-
dieron a la población autóctona de Palestina en el limbo de la indetermi-
nación jurisdiccional, pues la obligó a tomar por un camino que no había
elegido, y para el cual no se encontraba preparada ideológica, económica
ni políticamente, porque las sociedades no se articulan automáticamente
siguiendo las instrucciones de una resolución. El resultado de esta pésima
estrategia fue una guerra inmediata –precisamente lo que la ONU habían
querido a evitar– y la súbita creación de un inmenso número de refugia-
dos cuya desgracia se transformaría en un problema crónico y que ha tras-
cendido las generaciones. Sin resolver el problema heredado del Mandato
Británico y conformando un eslabón más, y no el último, en una triste ca-
dena de desinteligencias (o excesos de malintencionada astucia) la parti-
ción de Palestina signa un gran fracaso de la nueva organización.
Desde entonces, en lo que a la Asamblea General se refiere, el pro-
blema “Palestina” continuó apareciendo periódicamente en las resolucio-
nes y preocupaciones generales de sus sesiones. Pero a medida que el
tiempo pasaba este organismo pasó a ocuparse del tema preferentemente
desde el punto de vista del asistencialismo humanitario. El conflicto ára-
be-israelí, que produciría al menos tres guerras abiertas, sumadas a una
pacificación intermedia siempre inestable, siguió el mismo camino frente
a la organización.
Sin embargo, las causas de la permanencia del conflicto no se encuen-
tran en este caso en una mala política de la ONU, sino en la articulación
del conflicto con la situación global, cuyo epicentro institucional no era la
Asamblea General de la ONU, sino su Consejo de Seguridad.
Resulta sumamente ilustrativo repasar el principal documento emitido
por la ONU respecto al intento de Partición de Palestina y contrastar sus
objetivos y mecanismos con lo que efectivamente ocurrió, de modo que
pueda medirse, siquiera aproximadamente, el alcance del fracaso de la
135
organización. Dicho fracaso no es, por cierto, motivo de la menor alegría
para ninguna de las partes. Pero la fuerza de las organizaciones interna-
cionales en términos de legitimidad institucional obliga a tenerlas en con-
sideración para cualquier análisis consecuente de la situación, enmarcada
todavía en el proceso de descolonización que ya hemos caracterizado y
con independencia de su auténtica capacidad de resolución de conflictos.
La Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU es emitida el
29 de noviembre de 1947, es decir, cuando la primera fase del conflicto
ya se había desatado ante la retirada progresiva de las tropas británicas.
De este modo, la primera parte de la resolución nace ya muerta, pues en
ella se prevé que “las fuerzas armadas de la potencia mandataria serán
progresivamente retiradas de Palestina, la retirada se completará lo an-
tes posible y en cualquier caso no después del 1 de agosto de 1948”. Para
dicha fecha el conflicto ya había crecido en intensidad y, pese a que ello
supuso la anulación de toda la arquitectura institucional que sigue el tex-
to, la resolución fue emitida.
No obstante este descarado intento de la realidad por abortar los planes
de la organización, un mapa político e institucional bastante completo se
traza para la región. Se asegura que una comisión especial facilitará el
tránsito del mandato a la independencia, la libertad de cultos (con la
explícita protección de todos los lugares santos) y, en consonancia con la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, se asegura a todos los
habitantes de Palestina la ciudadanía. Pero el punto más interesante en
términos institucionales es el intento de crear un país sui generis, novedo-
so y refrescante para la activa vida de la zona. Se trató de separar políti-
camente el país –aunque siguiendo un criterio marcadamente étnico–
manteniendo una unión económica íntima, lo cual incluía el manejo
común de las finanzas, la libre circulación, la unidad aduanera y otras
condiciones de máxima importancia para el manejo de la economía, como
136
el control justo y equitativo de los importantísimos, por escasos, recursos
hídricos.
De este modo, la separación es sólo relativa, pues las exigencias de
una unión económica terminan siempre por imponer importantes coinci-
dencias políticas e institucionales o la subordinación de un grupo étnico
respecto del otro, como ocurrió finalmente en este caso. Sólo en el marco
de esta unión económica es posible comprender el rompecabezas de las
fronteras propuestas para ambos estados en la parte II de la Resolución
181. Dicha propuesta consiguió disponer una frontera extensísima en un
territorio pequeñísimo, a lo que se agrega la condición especial prevista
para la ciudad de Jerusalén, dividida de tal modo que resultara una mala
opción para cada una de las partes implicadas. Esta solución “no-
conflictiva” sólo es comparable, por su ingeniosa idiotez, con la división
de Alemania en la segunda posguerra y la construcción del Muro de
Berlín, cuya caída supuso tantas alegrías para el mundo occidental. El
mapa resultante de la resolución es un garabato insostenible.
Al concluir la guerra pudieron apreciarse mejor las distancias que se-
paraban a la decisión de las Naciones Unidas de la realidad: Israel había
declarado su independencia, anexionando la franja del norte que hubiera
correspondido al estado árabe y también un pasillo que lo conectaba con
su parte de Jerusalén; Jordania había hecho lo propio con el Banco Occi-
dental, que pasaría a formar parte del reino Hadremita hasta la Guerra de
los Seis Días de 1967; la “Franja de Gaza”, también dividida, sería con-
trolada por Egipto hasta la misma fecha. Toda posibilidad de crear un es-
tado palestino había quedado abortada, al igual que toda posibilidad de
pacificar la región. La sistemática negativa a atender la posición de los
países árabes no había sido un hecho menor en la ONU, pues sus conse-
cuencias fueron graves y nocivas para todos los implicados.
137
Una pregunta clave al respecto gira en torno a la sinceridad institucio-
nal de la Resolución 181. ¿Realmente se creyó que el plan era viable en
las condiciones que se presentaban? ¿Podía ignorarse el inminente enfren-
tamiento? No parece haber una respuesta clara para esta “ceguera”, no ya
ideológica, sino política. Sin embargo, el poder mandatario saliente parec-
ía prever el conflicto, hasta el punto de presuponer un resultado desfavo-
rable a Israel que finalmente no se dio125.
En este punto, nuevamente, las fuentes históricas no se ponen de
acuerdo por razones ideológicas: para unos, las potencias y organismos
internacionales favorecieron a Israel claramente, para otros, actuaron a
favor de las fuerzas árabes con la misma claridad. Más probablemente, en
el aspecto diplomático fueron incapaces de encontrar una solución institu-
cional acertada; en el aspecto político, fueron observando interesadamente
el curso de los acontecimientos, para hacer las paces con el vencedor; y,
por último, en el aspecto humanitario, fueron indiferentes hasta la com-
plicidad con las consecuencias del enfrentamiento.
Sólo en marzo de 1948 la Resolución 181 encuentra un nuevo lugar en
la ONU, con la emisión de la resolución 42 del Consejo de Seguridad, que
a partir de entonces sería el órgano encargado de administrar, o al menos
de considerar, el problema de Palestina. Así, el conflicto local se abrirá
definitivamente al orden mundial, pues estar en el centro de las discusio-
nes del Consejo de Seguridad implicaba formar parte del juego diplomáti-
co de la recién estrenada bipolaridad mundial.
Aún cuando formalmente no sea sino una parte de la estructura de la
ONU, el papel protagónico del Consejo de Seguridad, al menos hasta el
fin del siglo XX, es difícil de sobreestimar. La propia Carta de las Nacio-
nes Unidos le dedica un espacio más que considerable, pues aparece en la
misma ocupando una posición clave en buena parte de las funciones eje- 125 Cfr. Lorch, Las guerras de Israel. Op. Cit.
138
cutivas. La comprensión de su importancia para el caso que nos ocupa,
tanto cuando actúa como cuando se abstiene de hacerlo, requiere de algún
detalle previo de su estructura y modo de funcionamiento.
Se trata de un producto directo de la Segunda Guerra Mundial, pues
intenta equilibrar las tensiones existentes a escala global de acuerdo con
el resultado de dicho conflicto. La guerra fría, aún antes de comenzar en
forma efectiva, encuentra un espacio de desarrollo idóneo en el particular
sistema organizativo de este cuerpo. Según cualquier parámetro que se
desee tomar, se trata también de un organismo increíblemente antide-
mocrático, en contraposición con el principio de “igualdad entre las na-
ciones” que rige para la Asamblea General. La primera evidencia de esto
radica en su composición, que originalmente se reducía a 11 miembros
antes de ampliarse a 15 en 1963. Por otra parte, el altísimo nivel diplomá-
tico del Consejo comporta en general un secretismo en sus negociaciones
que escapa a cualquier control de la opinión pública incluso de los países
más profundamente democráticos que puedan encontrarse.
El “núcleo duro” estaba originalmente compuesto por las potencias
vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (EUA, Gran Bretaña, Francia y
la URSS) a las que se sumaba China. Estos cinco estados eran los miem-
bros permanentes del cuerpo y sin duda el espacio interior de las decisio-
nes de máximo nivel. El resto de los integrantes eran no-permanentes, y
carecían de las capacidades especiales de estas potencias. Con bastante
prontitud se desarrolló este núcleo en torno a otra cuestión elemental,
pues los Miembros Permanentes del Consejo eran, además, los encarga-
dos de hecho de mantener a raya la posibilidad de un conflicto en el que
se implicara el uso de armamento nuclear.
Pero la característica más interesante es el modo implícito que este
cuerpo tuvo históricamente para dibujar la agenda internacional. Sus
enormes atribuciones frente a la Asamblea General y el Consejo Econó-
139
mico y Social –y también frente a la Corte Internacional de Justicia– in-
cluían la posibilidad de vetar el tratamiento de asuntos que a cada uno de
los miembros permanentes le resultaría inmediatamente molesto poner
sobre la mesa de discusiones. De este modo, los asuntos tratados en forma
efectiva por el Consejo y, por extensión, por la ONU en su conjunto, in-
variablemente se desentendían de los aspectos que afectaran directamente
a alguna de las potencias principales. Los conflictos políticos tratados se
desplazaban entonces hacia los márgenes de este sistema126.
Esta situación, por una parte, contribuyó a alejar el peligro de un en-
frentamiento directo entre los dos grandes bloques y, por otra parte, supu-
so que vastas regiones terminaran incluidas en la pugna maniquea este-
oeste, en general para su propio perjuicio. Así, cada potencia podía reali-
zar las acciones que considerara pertinentes en su ámbito de influencia,
pero la cobertura del veto en el Consejo de Seguridad impedía que el tema
llegara a tratarse en forma efectiva, lo cual tendía a no ocurrir con los
acontecimientos que no implicaban directamente a estos poderes. Argelia,
Corea, Vietnam, Afganistán, Nicaragua, Nepal, etc. y, sobre todo, las
políticas internas de las grandes potencias se convirtieron, junto con mu-
chos otros, en temas tabú para el Consejo, secretos a voces que todos es-
cuchaban y sobre los que nadie podía hablar. Este es el motivo por el cual
casi no aparecen resoluciones del cuerpo respecto de los mayores conflic-
tos armados de la segunda mitad del siglo XX. Dónde la influencia de es-
tos poderes menguaba o se mantenía oculta, por otra parte, existía una
mayor posibilidad de acción, un rango diplomático más amplio.
Por supuesto, esto coloca a la capacidad de acción de toda la ONU
muy lejos del marco de colaboración y diálogo que había venido supues- 126 Huntington, en su obra Choque de Civilizaciones (Paidos, 1997), esboza una hipó-tesis similar, aunque consideramos insostenible la línea ideológica que defiende este autor, orientada a la construcción de enemigos políticos más que a una interpretación socio-histórica equilibrada.
140
tamente a conseguir. Eso repercutió en un hecho notable: si bien no se
presentaron nuevas contiendas armadas a gran escala, el mundo sufrió
numerosos conflictos locales durante varias décadas. Porque si la guerra
fue fría para los países centrales, no lo fue para el mundo que se mantenía
en su periferia. América Latina, África, el Oriente Medio y el Sudeste
Asiático ardieron alternativamente y con diferentes modalidades (Guerras
Civiles, Guerras Secretas, Guerras Sucias, Guerra de Guerrillas, etc.),
acumulando un desparejo pero constante goteo de atrocidades. Uno de
estos conflictos avivados constantemente por las grandes potencias en esa
guerra de desgaste que duró entre la rendición de Japón y la caída del Mu-
ro de Berlín, fue el enfrentamiento árabe-israelí, en el que quedó atrapada
la población palestina. En esta dura fragua de sufrimiento esta población
fue moldeando buena parte de su identidad.
Cuando el Consejo de Seguridad comienza a intervenir en el conflicto
árabe-israelí, por intermedio de su Resolución 42 de marzo de 1948, inicia
una extensa relación con este conflicto, que habrá de convertirlo en gran
protagonista de las disputas internacionales. El sistema de tratamiento de
los problemas entre las potencias, que derivaba la atención hacia la perife-
ria, sumado a la política auto-restrictiva que desarrollaron en sus relacio-
nes recíprocas, pueden ayudar a explicar la notable presencia de este
asunto particular en las prácticas de las organizaciones internacionales de
máximo nivel. Sin tener en cuenta este sistema y su contexto, puede sor-
prender que un área geográfica limitada y una población implicada relati-
vamente reducida acapararan tanto la atención de estas organizaciones.
Si se contabiliza el total de resoluciones del Consejo de Seguridad
desde su creación hasta el comienzo del siglo XXI resulta que, de algo
más de 1400 resoluciones unas 250 se relacionan directamente con este
141
conflicto, es decir, cerca de un 17,5% del total127. Asimismo, la Asamblea
General –y también el Consejo Económico y Social– recoge un número
muy importante de resoluciones relacionadas. Sólo desde la perspectiva
de la acción humanitaria esta importancia relativa se aproxima a la reali-
dad. Sobre las razones que contribuyen a explicar esta desmedida aten-
ción, por otra parte crónicamente ineficaz, y como conjetura razonable,
puede sugerirse que, paradójicamente, la relativa falta de importancia es-
tratégica de la región puede ser una razón principal.
Porque las grandes potencias carecían de auténticos intereses en la zo-
na, excepto como un mercado para el tráfico de armas, de tal manera que
el juego de la guerra era bastante inocuo en términos de amenaza para la
paz mundial. Esta situación se prolongó hasta que la crisis del Canal de
Suez en 1956 y la crisis del petróleo de comienzos de la década de 1970
obligaron a replantear estas políticas. A diferencia de los hechos en los
que las potencias estaban inmediatamente implicadas, y por lo cual las
posibles intervenciones del Consejo de Seguridad eran o serían con segu-
ridad vetadas por alguno de los miembros permanentes, la cuestión árabe-
israelí podía ser discutida hasta el hartazgo sin que ello implicara ninguna
posibilidad de “contagio” en materia de conflictos internacionales. Esto
no significa que los bandos enfrentaos no tuvieran preferencias, pues el
mundo se había convertido en un inmenso tablero de ejercicios y manio-
bras encubiertas, pero sí que preferían medir sus fuerzas en un campo cu-
ya pérdida no significaría una auténtica derrota para ninguno de ellos. De
aquí, posiblemente, la inutilidad de tantas resoluciones tomadas a lo largo
de cuarenta años, y el olvido de los principios enumerados en la Carta de
las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos.
127 El dato, de cuya producción primaria somos responsables, corresponde a julio de 2002, pero sigue siendo muy significativo casi una década después.
142
Otra razón posible de la permanencia de la contienda puede rastrearse
en el intento irreflexivo de resolver cuestiones internas –como había sido
la cuestión judía en el siglo XIX europeo– recurriendo a herramientas le-
gadas de la conquista territorial y el ejercicio del colonialismo y el impe-
rialismo. La “creación” de estados no ha dado precisamente un buen re-
sultado, como puede apreciarse no sólo en este caso. También en la divi-
sión de Corea o Alemania, en el eterno conflicto Indio-Pakistaní, en los
Balcanes y en la partición de África se observan resultados crónicamente
desastrosos. La exposición de estos sucesos como si fueran inevitables
tiende a ocultar que son el fruto de una imposición ideológica y política.
Particularmente sorprendente y paradójica es al respecto la Resolución
242 del Consejo de noviembre de 1967, motivada por el resultado de la
Guerra de los seis Días, considerando que: “Israel, al final de la corta
guerra, poseía 68.672 kilómetros cuadrados de territorio que antes se
hallaban en manos de los árabes o lo que era igual a unos 1.115 kilóme-
tros cuadrados en los Altos del Golán, 5.870 en Judea y Samaria, 360 en
la franja de Gaza y 61.175 en el Sinaí”128.
Este hecho constituye el corazón de la Resolución 242, pues en ella se
rechaza la posibilidad de obtener soberanía sobre una región conquistada
por medios militares. Lo que las potencias habían desarrollado durante
varios siglos y que había conformado el mundo tal como se lo conocía,
suponía ahora una grave violación a la ley internacional, dado que el Con-
sejo de Seguridad se hallaba en posición de determinarlo así. No obstante,
la misma resolución recoge una de las principales consignas de la política
israelí desde entonces: la importancia de la seguridad y el derecho a dis-
poner de unas fronteras defendibles, lo que era totalmente impensable pa-
ra Israel con el mapa de la partición propuesta en 1947, “dónde cada es-
tado pueda vivir en seguridad”, según la jerga de una resolución que era: 128 Lorch, Las guerras de Israel, Op. Cit. Pág. 108.
143
“necesariamente vaga, como resultado de la necesidad de conseguir tan-
to el apoyo de los Estados Unidos como el de la Unión Soviética”129.
Cuarenta años más tarde, de los conflictos existentes al final de la
Guerra de 1967, sólo la cuestión del Sinaí ha sido resuelta satisfactoria-
mente –y se ha agregado, como contrapartida, la cuestión del Líbano–,
producto de la decisión de Egipto de abandonar la política nacionalista
seguida por Nasser. Pero la resolución tampoco se acercaba, siquiera re-
motamente, al problema humanitario con el que debían lidiar los palesti-
nos desde hacía al menos 20 años. Una nueva generación había nacido y
crecido entre la ineficacia de la Resolución 181 y la ambigüedad parali-
zante de la Resolución 242. En estas condiciones, no es sorprendente que
se hayan desarrollado movimientos insurreccionales que recurrirían a la
violencia inmediata de acuerdo con los medios de los que dispusieran.
La ayuda militar prestada por los soviéticos a los países árabes, así
como la ayuda occidental prestada a Israel, se enmarcaba en el amplio
conflicto internacional que mantenía ocupadas a las potencias, es decir:
los conflictos derivados de la última etapa de la descolonización en diver-
sas regiones del globo y que había llegado a coagular (pero no a cristali-
zar) en el movimiento del Tercer Mundo –por entonces una denominación
política más que económica– que reunía situaciones diferentes y no equi-
distantes del conflicto bipolar principal. El éxito de la revolución cubana
y la experiencia de la lucha insurreccional en Argelia y Vietnam fueron
escuela para los movimientos independentistas palestinos de carácter na-
cionalista, como Al-Fatah y no dejaron de tener una fuerte influencia en
los movimientos de carácter político-religioso. Por otro lado, estas expe-
riencias sirvieron también de antecedentes para los aparatos represivos
“antisubversivos” o “antiterroristas” de muchas regiones planeta en las
décadas de 1960 y 1970. 129 Íbidem.
144
Los movimientos independentistas palestinos intentaron adaptar el
modelo insurreccional a su situación particular, pues el estado de Israel
era considerado una potencia invasora (como sí hubiera una potencia im-
perialista judía en otra región) y no un país vecino y rival. De esta mane-
ra, se aprecia que en oriente medio se combinaron varias modalidades
conflictivas.
Luego de esta época convulsionada, en particular luego de la caída del
comunismo de estado en la URSS –cuyo lugar en el Consejo fue ocupado
por Rusia–, varias resoluciones del Consejo de Seguridad (338, 1397,
1402, 1403 y 1405, por ejemplo) recogen infructuosamente el espíritu de
la resolución 242. Se incorpora ahora la necesidad de resolver los proble-
mas vitales de los palestinos, luego del relativo avance en la situación que
constituyera, después de 1990, la afirmación de la Autoridad Palestina,
que pasaría, sin embargo, por numerosas situaciones de inestabilidad en la
siguiente década y hasta el presente.
En resumen, si bien el Consejo resultó una válvula útil para adminis-
trar los conflictos entre las potencias nucleares, su acción efectiva, más
que resolver los conflictos, contribuía a desplazarlos hacia los márgenes
del sistema y de allí que el equilibrio logrado por esta vía institucional
fuera la fuente perenne de enfrentamientos en oriente medio y otras re-
giones. Pero aún cuando finalmente se contuvo, ya que no se resolvió re-
almente, el conflicto árabe-israelí, que había sido provocado por la deci-
sión unilateral de las potencias de occidente de crear estados “étnicos” en
la región, el problema de los palestinos –en realidad, el problema para los
palestinos que se refleja en problemas para los israelíes– continuó sin so-
lución alguna. El apoyo que recibieron durante su lucha armada contra
Israel de los países árabes, sin medios adecuados y sin auténticas esperan-
zas de victoria, fue atenuándose más y más, hasta que el alineamiento de
varios de esos países con los EUA y el temor de los demás a represalias
145
militares (como terminó por ocurrir) implicó que sólo recibieran alguna
ayuda económica en forma de donativos.
Tanto como las resoluciones de la Asamblea General, las del Consejo
de Seguridad tienden a obtener escasos resultados cuando las potencias no
se deciden a imponer realmente sus determinaciones. Esto denota un défi-
cit en la máxima organización internacional, y marca una profunda dis-
tancia respecto del estado-nación. Porque este último modelo, que se ha
ido modificando pero que, en esencia, sigue siendo la base del sistema
político en casi todo el planeta, cuenta siempre con los medios –más o
menos limitados– para imponer su voluntad política y legislativa, mien-
tras que en el ámbito de la ONU eso depende todavía de los intereses par-
ticulares de las potencias implicadas.
E_ En el “nuevo orden”
Lógicamente, la causa principal por las que las resoluciones de los di-
ferentes órganos de la ONU no han tenido el efecto que declaraba su con-
tenido, es necesario señalar en primer lugar la falta de decisión política
de las potencias implicadas de hacer valer ese contenido. El hecho de que
más sesenta años después de emitida la resolución del Consejo 242
(1948) las resoluciones siguientes de este órgano respecto de la situación
de los territorios ocupados por Israel no hayan cambiado demasiado en
su contenido, es prueba suficiente de ello.
Sí resulta sorprendente que las instituciones destinadas a proteger los
Derechos Humanos no hagan demasiados esfuerzos por hacer acatar sus
resoluciones y que la legitimidad de este sistema, por no hablar de su uti-
lidad, no sea puesta en duda por quienes tienen el poder para alterarlo, es
forzoso concluir que esos poderes se encuentran satisfechos con el fun-
146
cionamiento existente. En estas condiciones, el sistema no es solamente
ineficaz, sino también perverso, en el sentido de que no pretende en rea-
lidad defender a las personas de acuerdo a los derechos que les son atri-
buidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos sino a los
intereses de ciertos estados e incluso de ciertos grupos de presión dentro
de los estados. Caso por caso, año por año, tal vez resultaría difícil soste-
ner esta tesis, considerando las dificultades de cada evento particular. Sin
embargo, se han acumulado ya seis décadas de buenas intenciones, omi-
siones interesadas y desacatos sin castigo alguno –del que la Resolución
242 es un caso preclaro– que, por mera acumulación, señalan la tenden-
cia general del dispositivo. No obstante, esta imputación no implica des-
merecer los valores implícitos en los Derechos Humanos. Es sólo que
parece que se ha producido una profunda brecha, una dislocación entre su
uso político y su significación axiológica: en general, el pragmatismo
político, económico o militar se ha impuesto sobre los valores humanita-
rios.
A todo ello se ha sumado en las últimas décadas, por una parte, la cri-
sis financiera de la ONU, sostenida de manera poco convincente por los
estados miembros, pues se encuentra atravesada transversalmente por
intereses económicos que nunca invierten por nada y, por otra parte, el
desequilibrio de poder producido en el Consejo de Seguridad por el de-
rrumbe del socialismo de estado.
La responsabilidad de este proceso no puede, evidentemente, achacár-
sele a la ONU, aunque sí abre la posibilidad para sostener el carácter re-
lativo de los Derechos Humanos, resultado de la forma unilateral de ejer-
cer el poder, que exige rápidos alineamientos y escaso sentido crítico de
las políticas decididas de esta forma. De esto resulta un quiebre, una frac-
tura en la incipiente organización del orden socio-jurídico, como lo se-
ñaló Chomsky: “si tomamos la definición –un estado que rechaza sus
147
obligaciones internacionales, que actúa unilateralmente, que se abre pa-
so violentamente– Estados Unidos es el “estado ilegal”, por ser de lejos
el país más poderoso y extremo en la violación de la ley internacional,
en su rechazo de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Na-
ciones Unidas. La posición oficial es que Estados Unidos no está limita-
do por convenciones internacionales. (...) El Departamento de Estado
dijo que antes podíamos contar con que la mayor parte del mundo estar-
ía de acuerdo con nosotros, si no sufrirían las consecuencias. Cuando
llegó la descolonización el mundo se diversificó y no podíamos esperar
más que todos estuviesen de acuerdo. En consecuencia nos reservamos
el derecho de decidir lo que está dentro de nuestra jurisdicción”130.
De esta forma puede profundizarse el mal funcionamiento del sistema
“universal” de protección de los derechos, incluyéndolo como parte en un
proceso más amplio y convirtiendo los valores absolutos que se pretendía
defender en variables al servicio de la política del poder político o
económico. La alineación tradicional del estado de Israel con los EUA
sin duda contribuyó también a la polarización del conflicto, pues en toda
actividad política en donde existen “socios”, el socio menor queda inme-
diatamente implicado en las decisiones tomadas por el socio más podero-
so.
Situada al borde del mecanismo neo-imperial, que ya no usa en gene-
ral de la ocupación militar sino del control político-económico de cada
región, Palestina, pese al fin de la Guerra Fría, se encuentra todavía en
una de las fronteras más conflictivas del sistema. En otras palabras, Israel
ha contado con el apoyo de la mayor potencia mundial, pero a condición
de seguir ligado a los intereses políticos o económicos de esta potencia
aliada. Esta posición subordinada se ha convertido en una premisa de la
130 Chomsky, Noam, Entrevista, en diario Página 12, Bs. As, 13 de noviembre de 2000.
148
política israelí y redunda en un continuo deterioro de su imagen interna-
cional, que no deja de reflejarse, a su vez, en la reaparición crónica de
prejuicios anti-judíos cuyo origen es, no obstante, parcialmente indepen-
diente de la situación en el oriente medio, porque los prejuicios étnicos
muestran una notable resistencia a la desaparición.
Considerando el grado de mundialización de la política actual, este
régimen no puede ser pasado por alto al intentar analizar el estado de la
cuestión en Israel-Palestina. Porque no es razonable intentar describir –y
menos aún prescribir– la política que sigue o debería seguir un estado en
un asunto que implica problemas de derechos humanos si no se atiende al
peso específico del contexto. Por ello, cuando se juzguen los procedi-
mientos políticos del estado de Israel, no puede hacerse abstracción de
las condiciones globales que contribuyen a determinarlos. La relativa in-
eficacia de la Derechos Humanos no es exclusiva de la cuestión Palesti-
na, sino que afecta a la mayor parte de la población mundial.
Este proceso de acumulación y concentración de la riqueza, confirma-
do por los datos oficiales de los organismos internacionales, no habla
precisamente en favor del éxito de estos mismos organismos, así como
tampoco pueden presumir de haber conseguido atenuar otras formas de
conflictividad. Las relaciones económicas entre el estado de Israel y los
territorios palestinos que ocupó desde 1967 –si bien con diferentes gra-
dos de intervención– no son sólo estrechas, sino que marcan un grado de
integración “de hecho” notable, aunque bien distinta que la prevista por
la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU en 1947. Estas re-
laciones deben ser comprendidas también dentro de los movimientos ge-
nerales de la economía mundial.
En este sentido, el enfrentamiento palestino-israelí se entrelaza con las
condiciones de la globalización como fenómeno, con marcados y tras-
cendentales efectos sobre los derechos humanos y sobre la condición de
149
ciudadanía, que se convierte en un mecanismo que establece la condición
de una persona dentro de un marco jurisdiccional nacional, atendiendo al
uso común del derecho administrativo: “El problema y los conflictos
surgen precisamente cuando se constata que los <diferentes> ya no se
encuentran solamente <fuera>, sino también <dentro> de una misma y
supuestamente homogénea organización política”131.
Este parece ser, precisamente, el resultado de la crónica relación isra-
elí-palestina: la conjugación de una interacción económica fortísima y
sumamente desigual con la acusada diferencia en el estado de ciudadanía
de las poblaciones condujo al distanciamiento permanente de la situación
de ambas poblaciones, en beneficio, claro está, del aparato gubernamen-
tal mejor establecido y de la población mejor situada para aprovechar
este desequilibrio jurídico: “Las desigualdades extremas en la distribu-
ción de distintivos fundamentales como son los ingresos, la riqueza, el
status, la instrucción y los grados militares equivalen a desigualdades
extremas en las fuentes de poder político. Obviamente el país que man-
tenga desigualdades extremas en el acceso a los resortes políticos tiene
grandes posibilidades de producir tremendas desigualdades en el ejerci-
cio del poder, de ser un régimen hegemónico”132.
En líneas generales, la regionalización de la economía en permanente
conflicto ha estructurado una relación que ha colocado a la parte más
débil, en función de la falta de una estructura estatal autónoma, en una
posición sumamente desventajosa. De ninguna manera se trata de un caso
aislado. De la misma manera, otras sociedades han sido sometidas a la
discrecionalidad de organismos internacionales o nacionales verificada
en una similar ausencia de autonomía política. Estos organismos se
131 Fariñas Dulce, Globalización Ciudadanía y Derechos Humanos. Dykinson, 2000. Pág. 38. 132 Dahl, La Poliarquía. Participación y oposición, Tecnos, 1989. Pág. 84.
150
hallan encargados de introducir las políticas públicas que faciliten la rup-
tura de las condiciones sociopolíticas preexistentes para reemplazarlas
por otras más convenientes al régimen de acumulación que pretende im-
ponerse a escala mundial, lo que en buena medida se ha conseguido ya,
conduciéndose al ya indicado incremento de la desigualdad: “La globali-
zación, por supuesto, no está evolucionando equitativamente, y de nin-
guna manera es totalmente benigna en sus consecuencias. Muchas per-
sonas que viven fuera de Europa y Norteamérica la consideran, y les
desagrada, una occidentalización (…) La mayoría de las multinacionales
gigantes están también instaladas en EUA y las que no, vienen de los
países ricos, no de las zonas más pobres del mundo. Una visión pesimis-
ta de la globalización la tendría mayormente por un asunto del norte in-
dustrial, en el que las sociedades en desarrollo del sur tienen poco o
ningún peso. La vería destrozando culturas locales, ampliando las des-
igualdades mundiales y empeorando la suerte de los marginados. La
globalización, razonan algunos, crea un mundo de ganadores y perdedo-
res, unos pocos en el camino rápido hacia la prosperidad, la mayoría
condenada a una vida de miseria y desesperación. En efecto, las estadís-
ticas son angustiosas (…) En lugar de una aldea global, alguien podría
decir, esto parece más el saqueo global. Junto al riesgo ecológico, con el
que está relacionado, la creciente desigualdad es el mayor problema que
afronta la sociedad mundial”133.
En consecuencia, en este contexto de globalización corresponde ana-
lizar el estado actual del conflicto en Palestina, porque es el contexto en
el que se desarrollan las restantes variables. No obstante, esto no implica
de ninguna manera que el estado desaparezca como agente político, aun-
que hayan cambiado sus funciones.
133
Giddens, Un mundo desbocado. Taurus, 2000. Pág. 27.
151
CAPÍTULO V
EL CONFLICTO LOCAL Y SU INSERCIÓN EN EL ÁMBITO GLOBA L
A_ la globalización como contexto de la situación local
Aunque el sionismo como experiencia general es nuestro objeto de es-
tudio y no el conflicto palestino-israelí, resulta imposible no dedicarle una
mirada atenta a la persistente lucha regional. Porque esta lucha crónica es
ya parte constitutiva no sólo de la historia, sino también de las institucio-
nes del estado de Israel y, a la vez, afecta todos los aspectos comunitarios
y culturales en la judeidad en su conjunto. No obstante, es fácil perderse
en las complicaciones del problema sin llegar a conclusiones útiles, debi-
do sobre todo a la gran cantidad de apreciaciones diferentes y antagónicas
que se han hecho sobre los mismos hechos.
Medio siglo de guerras supone una formación particular de la con-
ciencia y las instituciones; medio siglo, además, en el que el mundo no ha
dejado de cambiar. Aunque son elementos bien diferentes los que pueden
recogerse, en este capítulo el análisis se centrará en las condiciones es-
tructurales del conflicto, es decir, en sus aspectos políticos y económicos.
Queda hecha, no obstante, la advertencia de que difícilmente se hallarán
aquí respuestas a los interrogantes que un observador cualquiera pudiera
tener pues la descripción del conflicto se desarrolla aquí no para explicar-
lo, ya que no es el objeto de nuestro análisis, sino como contexto del sio-
nismo desde el momento de la independencia de Israel.
Cuando se habla de la globalización resulta más fácil captar los efec-
tos puntuales de este fenómeno que construir una definición capaz de
abarcar todos esos efectos y que al mismo tiempo no sea tan ambigua que
el concepto mismo pierda valor. Por otra parte, la ausencia de definicio-
152
nes totalmente aceptadas o precisas no es, como podría parecer, síntoma
de ninguna deficiencia teórica: se trata simplemente de reconocer que la
globalización es un proceso socio-histórico muy complejo que funciona
como un sistema. No se trata de un acontecimiento que pueda resumirse
en una fórmula o en una ecuación. A eso se agrega que: “el término
<globalización> aparece siempre envuelto en cierto grado de indetermi-
nación conceptual, cuando no de obviedad y de evidencia, es decir, la
globalización forma parte ya de nuestro lenguaje y nuestra comprensión
comunes y se nos presenta como algo inevitable”134, lo cual no contribu-
ye a hacer más claro el panorama, sino que obliga a prestar atención al
intentar referirse a situaciones afectadas por el mismo proceso.
Por otra parte, sí podemos apreciar que el sistema que se está desarro-
llando causa tantas y tan diferentes transformaciones que puede requerir
–o estimular– el establecimiento de nuevas pautas de observación de las
múltiples realidades sociales que involucra. Así: “La universalización no
se refiere sólo a la creación de grandes sistemas, sino a la transforma-
ción de los contextos locales, e incluso personales, de experiencia so-
cial” 135; esta predisposición amplia para la comprensión del fenómeno no
es incompatible con una interpretación crítica del proceso, ni tampoco es
obstáculo para entenderlo como a un régimen autónomo pues: “Algunas
de las tendencias que se suponía harían la vida más segura y predecible
para nosotros, incluido el progreso de la ciencia y la tecnología, tienen a
menudo el efecto contrario”136.
No obstante, la globalización no es un fenómeno carente de orienta-
ción ni de origen incierto. Por el contrario, parece tener fuentes específi-
cas y una orientación clara. Porque aunque no se trate “sólo, ni siquiera
134 Fariñas Dulce, Globalización, Ciudadanía y Derechos Humanos. Op. Cit. Pág. 5. 135 Giddens, Más allá de la izquierda y la derecha, Cátedra, 1996. Pág. 14. 136 Giddens, Un mundo desbocado. Op. Cit. Pág. 14.
153
principalmente, de un fenómeno económico”, ya que en él “las tradicio-
nes tienen que explicarse, abrirse a preguntas y a debates”137, es indu-
dable que sus alcances económicos son enormes. Muchas interpretacio-
nes que le dan forma giran en torno a las condiciones de vida que se ge-
neran en su seno o que son alteradas por él y en las que el componente
económico es inextirpable y fundamental. Por ejemplo, la definición que
propone Castells postula que la globalización: “En sentido estricto es el
proceso resultante de la capacidad de ciertas actividades de funcionar
como unidad en tiempo real a escala planetaria”, lo cual supone un
hecho de fundamental importancia pues “la economía global no es, en
términos de empleo, sino una pequeña parte de la economía mundial.
Pero es la parte decisiva” 138.
Por un lado, se verifica un continuo y acelerado proceso de transna-
cionalización de los factores económicos, ya sean productivos, financie-
ros e incluso políticos, en lo que respecta todavía a las políticas económi-
cas nacionales y regionales que ya no pueden, en general, abstraerse del
contexto global. No obstante, por otro lado, deben apreciarse las profun-
das diferencias y yuxtaposiciones que se presentan en el sistema globali-
zado en cuanto a formas y políticas económicas que se superponen, com-
plementan y contraponen en la enorme complejidad del sistema.
Esto hace de la globalización un sistema no sólo complejo, sino que
opera en diversas secuencias simultáneas y no en un único sentido: así,
por ejemplo, una compañía multinacional puede funcionar dentro de un
conjunto de referencias jurídico-económicas en su país-sede, mientras
que al mismo tiempo lo hace en otras “coordenadas” jurídicas en un país
137 Giddens, Más allá de la izquierda y la derecha. Op. Cit. Pág. 15. 138 Globalización, estado y sociedad civil: el nuevo contexto histórico de los derechos humanos. Isegoria nº22, 2000. Pp. 5–17.
154
periférico139. Sin embargo, pese a este desdoblamiento, ambos procesos
funcionan de manera simultánea, por ejemplo, para determinar el precio
total de una empresa, y ambos contextos son tenidos en cuenta al evaluar
los ejercicios financieros y al proyectar las estrategias de la compañía.
La competencia ya no ocurre en un espacio acotado, en el mercado de
trabajo o en el mercado de bienes y servicios a escala nacional o regional.
En el contexto de la globalización es posible ver que la competencia ocu-
rre en varios espacios simultáneos y que los aliados en un mercado son
adversarios en otros. Por otra parte, la globalización se origina no sólo en
un desarrollo socioeconómico que no había sido previsto, sino en una
revolución tecnológica –o, mejor dicho, a una serie de ellas– que en las
primeras etapas de la era industrial nadie podía siquiera imaginar. Lo que
podemos observar hoy con claridad es que la globalización se desarrolla
en diferentes secuencias que se entrecruzan e interactúan a distintos nive-
les. De este modo, la explicación de un caso particular puede servir como
punto de partida para otro análisis, pero no como parámetro explicativo
de situaciones “similares”, porque la pluralidad de los contextos es lo que
caracteriza a este momento histórico.
Lo cierto es que, sí se comparan las condiciones mundiales desde
1945 hasta comienzos de la década de 1970 con la actualidad, podremos
verificar que dichas condiciones no sólo se mantienen sino que incluso se
han fortalecido. Es posible destacar al respecto algunos elementos sus-
tanciales.
a) El estado-nación, pese a la crítica y la presión económica de otras
corporaciones, no ha sido eliminado ni superado como modelo de orga-
nización de las sociedades. En la actualidad no existe un auténtico siste-
ma jurídico supranacional eficiente, ni los estados han cedido sus princi-
pales atribuciones ni abandonado sus principales funciones, aunque está 139 Cfr. Castells, La era de la información, Alianza, 2000.
155
claro que existen estados subordinados y con escasa autonomía. Para
apreciar este aspecto de la cuestión debe observarse que las formas alter-
nativas de organizar las sociedades que persistieron hasta mediados de
siglo XX –imperios tradicionales, sistemas de aldeas o de castas–, han
quedado reducidas a su mínima expresión.
b) Con el derrumbe del socialismo de estado la economía de mercado
se ha consolidado como sistema económico hegemónico, e incluso una
potencia socialista sobreviviente como China puede parecer más como
una variable híbrida de capitalismo de estado, que avanza, como lo ha
hecho ya la URSS, hacia su extinción como ejemplo de “socialismo re-
al”.
c) En el ámbito ideológico y cultural, la “profesionalización”, la estan-
darización de las industrias culturales y el culto de la individualidad no
han cedido casi terreno alguno, a pesar de las inagotables promesas de
revolución artística y vanguardismo.
d) Los modelos educativos directos e indirectos, fundamentales para la
reproducción y adaptación de la división social del trabajo, se han man-
tenido de acuerdo a premisas ya tradicionales y, en todo caso, se han
acentuado las tendencias preexistentes.
e) Los modelos jurídicos basados en el constitucionalismo y los dere-
chos liberales –y con ellos la existencia de cuadros burocráticos especia-
lizados– se han extendido en forma imparable hasta que sus principios
éticos han alcanzado una hegemonía de considerable fortaleza en el
ámbito mundial. La indeterminación que existía en la Declaración de los
Derechos Humanos por la convivencia forzada con el Socialismo de Es-
tado se ha resuelto en favor de este mismo modelo liberal de derechos.
f) La democracia formal se ha transformado en el único modelo legíti-
mo de administración del estado. Sin embargo, la mayor parte de las de-
mocracias actuales son sistemas corporativos y burocratizados en donde
156
elección periódica de los mismos es un mecanismo formal con escasa
capacidad de decisión popular sobre los actos de gobierno o sobre las
políticas corporativas, tanto privadas como públicas: “Desde la perspec-
tiva subjetiva del ciudadano del sistema económico, el compromiso del
estado social consiste en que se gane lo suficiente y se obtenga la sufi-
ciente seguridad social para poder reconciliarnos con las tensiones de
un trabajo más o menos alienado, con las frustraciones de una función
más o menos neutralizada como ciudadano sin más, con las paradojas
del consumo de masas (...) con el fin de reconciliarse con la miseria de
una relación clientelista con la burocracia”140.
Por causa del predominio del modelo político occidental y la estructu-
ra de la economía de mercado pareciera que la globalización no ha hecho
otra cosa que extender el predominio de las formaciones culturales,
económicas y políticas de los países centrales, herederos todos ellos de la
Europa de la modernidad. Las necesidades de este sistema encuentran su
marco institucional en las políticas de los organismos financieros y co-
merciales internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mun-
dial, Organización Mundial del Comercio), que articulan mecanismos
completos y complejos en materia de políticas económicas que se impo-
nen a los países periféricos. Israel y los países del oriente medio no son,
en este sentido, ninguna excepción.
B_ Principales lineamientos de la articulación económica y política
del conflicto palestino-israelí
La guerra árabe-israelí de 1948 y los conflictos que le sucedieron ex-
tinguieron toda posibilidad de creación de un estado palestino hasta el
140 Habermas, Ensayos Políticos, Península, 1988. Pág. 35.
157
presente cuando, en medio de una situación caótica y desastrosa en
términos humanitarios, vuelve a plantearse esa posibilidad141. Las poten-
cias occidentales, sumidas en el universo conspirativo de la Guerra Fría,
no hicieron gran cosa para subsanar el problema, pues casi de inmediato
Israel se convirtió en su único aliado en la región. La insegura posición
de los jefes de estado de los países árabes, que no acertaron a ponerse
bajo el ámbito de influencia de la unión soviética, contribuyó al mante-
nimiento de la ocupación israelí y al fermento de la conflictividad de la
zona. En 1964 se crea la Organización para la Liberación de Palestina
(OLP) en cuyo quinto congreso es nombrado Yasser Arafat presidente
del comité ejecutivo. Este movimiento político palestino termina por
plasmar las intenciones nacionalistas palestinas, en medio de una retórica
característica de los grupos revolucionarios africanos y latinoamericanos
y fuertemente marcada de un mesianismo arabista que contribuyó a su
desenvolvimiento coactivo. La inmediatez geográfica de su enemigo
político contribuyó decisivamente a la eclosión de la oposición oriente-
occidente, que determinó, andando el tiempo, que fuera el Islam un factor
geopolítico relevante a escala mundial en tanto “problema” para el des-
envolvimiento de los mercados. Por supuesto, a esto se suma el decisivo
factor del control del precio del petróleo.
Pero la lucha de la OLP no dio buenos frutos y, finalmente, la con-
junción de varios procesos regionales desmembró el bloque anti-israelí.
Para finales de la década de 1970, hace ya treinta años, los palestinos
141 La versión original de este texto fue redactada antes de las “Hojas de ruta”, los preacuerdos de Madrid y la desocupación de la Franja de Gaza. Pero cuando llegamos a revisarlo se han perdido de vista las soluciones pacíficas y se ha retornado a un mo-mento anterior, luego de sostenerse los ataques en el Líbano y de desestabilizarse la situación interna entre las facciones políticas palestinas. Los constantes cambios polí-ticos hacen imposible por el momento fijar un periodo de paz lo bastante largo como para abrigar auténticas esperanzas al respecto, a pesar de lo que aparenta ser un giro en la política exterior estadounidense a partir de comienzos del año 2009.
158
quedaron prácticamente aislados frente a la realidad de un país inexisten-
te y la ocupación militar de sus tierras –es decir, de las tierras en las que
finalmente se les permitió vivir– por parte de una potencia extranjera:
“El debilitamiento de la OLP, delimitado por los cambios en la escena
internacional, la llevó a aceptar que el 60% de la Franja de Gaza junto
con las reservas de las tierras agrícolas permanecieran en manos de
cuatro mil colonos israelíes”142. Pero ni siquiera la retirada unilateral de
Israel de la franja, que altera lo que parece ser el contenido central de esta
noticia, ha cambiado el panorama d manera significativa. Entre los pro-
cesos históricos que se desarrollaron deben destacarse a) la guerra del
Líbano, que se extendería por muchos años siguiendo el modelo de la
guerra fría, es decir, evitando el enfrentamiento directo entre tropas isra-
elíes y sirias; b) el acuerdo egipcio-israelí, que cerraría ese frente, hasta
ahora en forma definitiva, con la devolución del Sinaí a la soberanía
egipcia; c) la alineación de los algunos de los principales países árabes
productores de petróleo con occidente; d) la guerra iraquí-iraní y, más
recientemente, e) la invasión norteamericana a Irak.
Se han acumulado así más de cuatro décadas de ocupación o inter-
vención militar israelí en los territorios de Cisjordania y la Franja de Ga-
za. Es previsible que una pésima relación tan prolongada haya determi-
nado consecuencias importantes para ambas partes, pues sólo con el apa-
ciguamiento del conflicto árabe-israelí el “elemento palestino” queda ais-
lado. De este modo, aún cuando fuera cierto que los palestinos carecían
de un impulso nacionalista análogo al del sionismo, este largo período de
tiempo bastó para que fraguara un sentimiento general de pertenencia
colectiva, aunque las tensiones internas continúan siendo muy intensas.
A pesar de que la OLP y la Autoridad Palestina (AP) continuaron re-
cibiendo apoyo financiero, éste no alcanza para definir una política cla- 142 Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 118.
159
ramente pro-palestina, pues otros intereses (los de cada país, los de la
OPEP) tienen un peso decisivo. Además, luego de una convivencia for-
zada tan prolongada ni la percepción de Israel como un remanente colo-
nial ni la descripción de la resistencia palestina como un grupo terrorista
resultan ser perspectivas útiles para comprender la situación. Cuando los
ideólogos sionistas pretenden descubrir en la OLP, en Hamás o en Hez-
bollah una organización terrorista que tiene por único objetivo la desapa-
rición del estado de Israel, deliberadamente culpabilizan al pueblo pales-
tino, como quiera que éste sea concebido, y principalmente a sus dirigen-
tes, de su actual situación de pobreza material y marginación política.
Reservan así a Israel el papel de nación que intenta sobrevivir en el hogar
ancestral de su pueblo y que se ve permanentemente obligada a defender-
se de ataques injustificados.
Este discurso es falaz pero, por su parte, durante mucho tiempo la re-
tórica palestina y árabe en general se revistió de un fuerte carácter anti-
judío en general y anti-sionista en particular, lo cual no puede ser visto
por la población israelí sino como una amenaza constante a su existencia.
La población israelí también ha cambiado de generación en este período,
lo cual nos hace retroceder a un problema que hemos tratado con anterio-
ridad: la completa ineficacia de la legislación internacional para tratar
cuestiones que se extienden históricamente, afectando no sólo a grandes
poblaciones sino también a diferentes generaciones de cada población.
Por otra parte, la prolongación del problema político original ha dado
como resultado complicaciones extremas en otros aspectos, habida cuen-
ta del particular tipo de relaciones establecidas entre uno y otro colectivo.
A los problemas específicos de la ocupación militar y la batalla por la
legitimidad de las respectivas actividades políticas se suma la forzada
integración económica y, singularmente observables, los grandes pro-
160
blemas que no afectan sólo a las poblaciones, sino a todo su entramado
simbólico y vital.
A las complicaciones políticas derivadas del conflicto se agregan las
relaciones económicas forzadas y restringidas, cuyas variables fueron y
son manejadas también como herramientas políticas y por ello ineficien-
tes en relación con la distribución de la riqueza y la producción. Las con-
diciones impuestas a la vida económica en los territorios palestinos ocu-
pados derivan en un singular estado de atraso tecnológico, de estructura y
de infraestructura y en una composición macroeconómica poco desarro-
llada. Esta situación es causa constante de nuevos conflictos pues, consi-
derando la superficie ocupada por el antiguo Mandato Británico, el país se
ha dividido en dos zonas económicamente muy diferenciadas.
En el lado israelí se encuentra una economía desarrollada y bastante
sólida, basada en la producción agro-intensiva pero también en la aplica-
ción y desarrollo de alta tecnología en diversos campos. Sus números ma-
croeconómicos nos muestran una sociedad muy similar en sus parámetros
principales a los de muchas naciones de Europa Occidental. Para fines del
siglo pasado, por ejemplo, Israel tenía un Producto Nacional Bruto per
cápita de 18.648 dólares, es decir, levemente superior al de España y bas-
tante superior al de las naciones del este europeo, aunque inferior al de las
economías principales en materia de producción industrial y tecnológi-
ca143. Su tasa de desocupación ha seguido una tendencia creciente pero es
también similar a los valores que se registran en Europa occidental y es
inferior al de buena parte de las economías “emergentes”, al menos hasta
la etapa previa a la última gran crisis mundial. Según todos los parámetros
–considerados a escala–, la economía israelí es mucho más dinámica y
sólida que la de todos los países de la región que no son productores de
petróleo, lo cual incluye a Egipto, Turquía, Siria, Líbano y Jordania. Estos 143 Fuente: CBS, Israel.
161
datos no significan, ni mucho menos, que la economía israelí no tenga
problemas, en especial en la debilidad de su balanza comercial (que ter-
mina significando una crónica debilidad en su sector externo, vía balanza
de pagos) y se trata de una economía tan débil a las crisis internacionales
como cualquier otra en la actualidad. Pero en todo caso puede verse la
enorme diferencia con el sector palestino, en donde la desocupación es
muy superior y el producto bruto per cápita es muy inferior. En este sec-
tor, las condiciones políticas, que se tradujeron en ausencia casi total de
políticas para el desarrollo, contribuyeron a definir un espacio económico
atrasado, basado en la producción de materias primas o de manufacturas
con escaso valor agregado, que se agregan a la “exportación” de su mano
de obra de mediana o baja calificación. El principio de desarrollo mostra-
do desde mediados de la década de 1990 puede haberse truncado o dislo-
cado seriamente desde el estallido de la Segunda Intifada (Septiembre-
octubre de 2000) y la última década no ha visto mejoras tan significativas
en este rubro que permitan hablar de un cambio en los parámetros genera-
les. No obstante este desequilibrio regional y las diferencias políticas, que
pareciera mostrar dos mundos distintos, la economía israelí y la palestina
se encuentran fuertemente interrelacionadas. De hecho, si se considera el
régimen de intercambios recíprocos la economía palestina aparece como
una bolsa de atraso empotrada en el sistema productivo israelí, tal como
existen bolsas de miseria en muchas economías desarrolladas.
Para mantener los bajos estándares de vida palestinos un alto porcen-
taje de los trabajadores necesitaban trabajar dentro de las fronteras israel-
íes, en especial en los sectores de la construcción y en la agricultura.
Haciendo una retrospectiva de los últimos lustros, para 1994 más de 38
mil habitantes del Judea y Samaria (Cisjordania), la Franja de Gaza y el
sur del Líbano, cruzaban la frontera para trabajar en Israel, en total cerca
de un 15% de la población económica activa palestina. Por supuesto que
162
esta situación no deja de afectar a la propia economía israelí pues resulta-
ba“cada vez más difícil sostener la creciente dependencia de la barata
mano de obra palestina”144.
No debe descartarse –ni afirmarse sin más– que el descenso de esta
ocupación –26.600 en 1996– haya motivado parcialmente el levantamien-
to palestino, pues la Autoridad Palestina no contaba (ni cuenta) con autén-
ticas posibilidades de manejar grandes y bruscos cambios en la situación
laboral de los territorios que controla nominalmente, porque carece de
medios para establecer una política económica o social autónoma. Pese a
la recuperación de estos números –35.000 de promedio entre 1997 y
1999– precisamente en el año 2000 se verificó un nuevo descenso en este
singular tráfico de servicios en forma de mano de obra barata. La política
de cierres fronterizos intermitentes se transformó en una política de pre-
sión del gobierno israelí, pues resultaba en una inmediata amenaza para la
economía doméstica palestina, ya que repercutía rápidamente en un buen
número de hogares, lo cual lo convierte en un sistema represivo de “esta-
do de sitio” particularmente odioso. La debilidad económica de los países
árabes de la región, por su parte, estimuló naturalmente esta relación des-
igual. Ni Siria, ni Jordania, ni mucho menos el Líbano, se hallaron nunca
en condiciones de absorber y compartir las necesidades de la población
palestina radicada en los territorios ocupados. Al mismo tiempo, son al-
gunos de los principales centros de absorción de refugiados palestinos
(Para el año 2000, en Jordania se contabilizaron 1.570.192 refugiados pa-
lestinos, 383.199 en Siria y 376.472 en el Líbano, el 56% de ellos menor
de 25 años)145.
144 Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 117. 145 Informe de la UNRWA sobre la situación de los refugiados palestinos, datos hasta el año 2000.
163
De este modo, Israel se convirtió en el único agente económico con
cierto dinamismo en la región, hasta que se consolidó una relación com-
pletamente despareja pero sólidamente integrada entre los dos sub-
sectores de la economía regional. En esta relación, el “socio menor”, se
encuentra completamente subordinado a las políticas económicas israel-
íes. Poco tiene que ver esta articulación con la proyectada por la Resolu-
ción 181 de la Asamblea General de la ONU de 1947. Se trata de un desa-
rrollo posterior y circunstancial, derivado de los conflictos militares pre-
cedentes y es un resultado de las invasiones egipcia y jordana, y no sólo
de la israelí. Pero también es un desarrollo dislocado, en el que la situa-
ción administrativa (ser palestino o israelí) ha resultado en una diferencia
enorme en cuanto al acceso a bienes y servicios materiales y simbólicos.
Esto se agrega al diferente acceso a la defensa de los derechos de cada
colectivo, puestos en relación con la Declaración Universal de los Dere-
chos Humanos.
La economía palestina paso a depender ampliamente de la israelí, en
un proceso que no se detendría en seco con la creación o independencia
próxima o lejana del estado palestino. Más del 90% de las exportaciones
palestinas tuvieron como destino a Israel en 1997146, que a su vez fue el
emisor de más del 80% de sus importaciones. Esta relación deja un im-
portante saldo a favor de Israel, pues el desigual intercambio permitió a
este último país cubrir una parte considerable de su propio déficit comer-
cial147. Por el otro lado, acentúa la dependencia de la economía palestina,
que para cubrir parte de su propio déficit debe recurrir a una importante
porción de donativos, que no crecen a lo largo del tiempo y que no esti-
mulan tampoco la productividad local. El tráfico de este dinero “libre”, a
146 UNCTAD, The Palestinian economy. 147 Fuente: CBS, Israel.
164
su vez, unido a la delicada situación política, fomentó la existencia de un
grado de corrupción importantísimo en la Autoridad Palestina148.
El establecimiento de políticas económicas de largo alcance no ha si-
do posible por la situación política y, de hecho, sólo teniendo en cuenta a
Israel podría establecerse una política de desarrollo económico viable pa-
ra Palestina. Esta misma inestabilidad ha redundado en un serio perjuicio
para el comercio exterior israelí: la importación de “bienes de defensa”, es
decir, armamentos y tecnología militar, ha representado una parte consi-
derable de la importación149, y deben contarse las pérdidas causadas cícli-
camente por el descenso del turismo, una importante fuente de ingresos
para Israel y el más afectado por las acciones de los militantes palestinos.
El conjunto de factores supone un gasto superior incluso a los beneficios
obtenidos del tráfico con los territorios de la Autoridad Palestina e impli-
ca una carga tremenda para la economía regional.
En cualquier caso, son los palestinos quienes pagan mucho más caro
los resultados de la inestabilidad política resultante de la ocupación150. El
establecimiento de una tan desigual relación económica no hace sino
agravar las relaciones recíprocas, pues a las diferencias étnicas y políticas
vienen a sumarse diferencias de tipo clasista que enfrentan directamente a
los intereses de las dos poblaciones implicadas. En cualquier caso, el
mantenimiento de este último aspecto diferenciador es incompatible con
el establecimiento de una paz duradera y estable y permite suponer,
además, que existen intereses económicos preocupados por la posible re-
solución del conflicto, pues obtienen de él beneficios y oportunidades
económicas. Política y economía son, en definitiva, dos aspectos del
148 Cfr. Said, Crónicas Palestinas, Grijalbo, 2001. 149 Fuente: CBS, Israel. 150 La primera Intifada (1987-92): “Destrozó la ilusión de una ocupación humana: la Intifada llevó al hogar de los israelíes el precio absolutamente desalentador de la ocupación”, dice Ben Ami en Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 116.
165
mismo fenómeno: “Los israelíes pueden seguir sin reflexionar acerca de
lo que hicieron en 1948 y, después, en 1967, cuando la ocupación. El mo-
vimiento de los nuevos historiadores lo ha intentado, pero no ha penetra-
do en la sociedad israelí. Ésta sigue sin saber que en 1948 un pueblo fue
desposeído y una sociedad destruida. La mayor parte de los israelíes des-
conoce esta parte de la historia, viven en una burbuja. (...) La realidad es
que la mayoría de los palestinos vive hoy con menos de dos dólares al
día. Los israelíes no lo saben, y nos corresponde a nosotros, a los pales-
tinos, el que tomen conciencia de lo que nos están haciendo. Pero en lu-
gar de avanzar por está vía, ponemos bombas en restaurantes, lo que
produce el efecto exactamente contrario”151.
En la práctica, el sistema resultante reprodujo en el ámbito local el
régimen de acumulación transnacional que impera en muchas relaciones
internacionales supuestamente interdependientes. Se trata de mecanismos
de expoliación en gran escala que suponen la implantación de un imperia-
lismo reticular (pues más que ningún otro mecanismo la “integración”
económica funciona en una red de nodos interconectados pero asimétri-
cos152) de nuevo cuño pero no menos destructivo que lo que fue su ante-
pasado colonialista.
Las consideraciones precedentes deben servir para comprender que la
situación planteada en Palestina no es ya sólo un conflicto entre partes
políticamente separadas, sino también un conflicto entre partes económi-
camente interdependientes. De hecho, durante el período en el que la Au-
toridad Palestina tuvo en sus manos algunos aspectos de la política
económica de los territorios ocupados (entre 1994 y 2000) esta relación
no se diluyó. De hecho, se reforzó mediante la implantación de una regu-
lación macroeconómica conjunta en cuanto al comercio exterior, lo que
151 Said, Entrevista, Diario Página 12, Bs. As., 9 de diciembre de 2001. 152 Cfr. Castells, La era de la información. Op. Cit.
166
en la práctica significó que la Autoridad Palestina seguiría en forma au-
tomática la política israelí en la materia153.
En consecuencia, una auténtica resolución del conflicto no pasará sólo
por la rearticulación política, sino también por la reubicación de los facto-
res económicos, lo cual implicaría una reestructuración profunda que re-
sultaría ya difícil para un estado sin conflictos étnicos tan marcados. Pero
este aspecto se agrava porque la región en su conjunto se encuentra ligada
a un sistema transnacional de relaciones económicas y políticas que no
puede ser omitido, y sobre el cual las partes implicadas no tienen control
alguno.
Siendo como es el conflicto árabe-israelí en general y el problema pa-
lestino en particular uno de los campos de batalla más persistentes ante la
opinión pública mundial, y alrededor del cual se han tejido tantas con-
tiendas con buena y con mala fe, nos llegan desde esta pequeña porción
del mundo, periódicamente, malas nuevas para recordarnos y asombrar-
nos de lo que somos capaces los seres humanos. Sin embargo, pese a to-
do, sin intentar minimizar en ningún grado sus efectos, las bombas, el
tanque y los helicópteros artillados no son sino síntomas, medios o resul-
tados; rara vez son en sí mismos causas para el análisis y nunca son, en
cualquier caso, los procesos sociales de los que participan. Considerándo-
los en perspectiva, los Hombres-bomba y los tanques han tenido muchas
formas a lo largo de la historia y, así, es fácil caer en el maniqueísmo y la
demonización. Más arduo y menos compensatorio es intentar comprender
por qué algunos hombres se ven en la situación de convertirse en homici-
das u ocupantes, en qué contexto se instalan unas actuaciones moralmente
reprobables porque “la violencia revolucionaria no necesitó tener éxito
para ser eficaz. Sólo fue necesario que produjera divisiones sustanciales
153 UNCTAD, The palestinian economy. Op. Cit.
167
dentro de la sociedad dominante, de modo que quedara comprometida la
capacidad del gobierno para emplear su fuerza”154.
Hasta aquí nos hemos ocupado de buena parte del contexto histórico y
social del conflicto en forma amplia, pero para continuar debemos fijar
nuestra atención en los acontecimientos de los cuales estos hechos forman
parte y en situaciones en las cuales ocurren e influyen de manera directa.
Tres problemas reclaman nuestra atención al respecto, tres asuntos sin
solución que se entremezclan con la situación social, política y económica
a la que hemos intentado dar forma hasta aquí y con esas imágenes que
todavía nos rodean:
a) La existencia de varios millones de refugiados palestinos, dentro y
fuera de los territorios ocupados por Israel en junio de 1967.
b) Los Asentamientos de “colonos” judíos en los territorios ocupados,
tanto en los que debiera imperar la Autoridad Palestina –Judea, Samaria
y, hasta hace relativamente poco tiempo, la Franja de Gaza– como en los
Altos del Golán, tomados a Siria.
c) La Cuestión de Jerusalén, ciudad reclamada por ambos colectivos
como ciudad capital, que guarda también importantes elementos religio-
sos para el islamismo, el judaísmo y el cristianismo.
a_ Los refugiados palestinos.
De acuerdo con los datos de la UNRWA, los refugiados palestinos,
diseminados por muchos países, en especial en los países limítrofes, cons-
154 Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 116. Esto es parcialmente aplicable también a la segunda Intifada, aunque la “Guerra contra el Terror” desatada por los EUA desde el año 2001 con la invasión de Afganistán e Irak, que será recor-dadas, tal vez, como uno de los mayores engaños de la historia en razón de las excusas que intentaron legitimarlas.
168
tituían a fines del siglo pasado cerca de un 18% del total de los refugiados
contabilizados en el mundo. Este organismo tiene registrados cerca de
3.740.000 refugiados palestinos y considera que esta cifra representa tres
cuartas partes del total de refugiados palestinos existentes, alrededor de 5
millones de personas.
La categoría de “refugiado” es muchas veces confusa en la práctica, y
mucho más en circunstancias en las que no existía, como en este caso, un
punto de partida jurisdiccionalmente adecuado para situar a la población.
Según el uso convencional del término un refugiado es aquella persona
que “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza,
religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opinio-
nes políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda
o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal
país; o que, careciendo de nacionalidad y hallándose fuera del país don-
de antes tuviera su residencia habitual, no pueda, o a causa de dichos
temores, no quiera regresar a él”155.
Dado que no existe un estado palestino, no deja de ser refugiado –y
apátrida– cada palestino que sea reconocido como tal. El problema que se
plantea aquí mezcla a las poblaciones distribuidas dentro de los territorios
ocupados, que desde la resolución 242 del Consejo de Seguridad es moti-
vo de reclamo contra Israel. Existen campos de refugiados de la UNRWA
–de un total de 59 para junio del 2000– dentro de los territorios ocupados
(19 en el Banco Occidental y 8 en la franja de Gaza) y fuera de ellos (10
en Jordania, 12 en el Líbano y 10 en Siria). Más de 1.200.000 personas,
un 32% del total de los refugiados registrados, soportan esta situación,
dependiendo en buena medida de la ayuda internacional y en partes simi-
155 Peral Fernández, Éxodos masivos, supervivencia y mantenimiento de la paz. Trotta, 2001. Pág. 36.
169
lares en los territorios ocupados y en los tres países limítrofes citados,
aunque existen palestinos en muchos otros países156.
Aunque el desplazamiento de la población árabe pudo haber comen-
zado de manera efectiva como resultado de los enfrentamientos árabe-
judíos inmediatamente previos a la declaración de independencia del es-
tado de Israel, debemos tomar el año 1948 como el comienzo del proble-
ma en sí mismo, como resultado del violento re-acomodamiento de las
fuerzas resultante de la retirada de la potencia mandataria.
Para 1953, y hasta comienzos del siglo XXI, los primeros datos que
aporta la UNRWA contabiliza algo más de 870.000 refugiados, de modo
que en 50 años la población se ha cuadruplicado; en este mismo período
la población israelí ha pasado de 650.000 a 4.955.000 (un incremento de
factor 7,6)157, empujada violentamente en la última década por la política
migratoria israelí orientada hacia los judíos residentes en la ex URSS. Es-
ta política migratoria ha resultado fundamental para equilibrar la balanza
demográfica.
Así se ha constituido un mecanismo de “lucha de poblaciones” de tipo
demográfico, pero que tiene profundas connotaciones políticas y cultura-
les además de sociales. El reclamo del retorno de ésta población a su tie-
rra “original” implica un grave problema político, dado que ello determi-
naría el fin de Israel como “Estado Judío”, pues su carácter étnico está
asegurado, en un sistema de mayorías democrático como el que sustenta,
en la mayoría absoluta de judíos frente a otras minorías étnicas. El recla-
mo incluye, entonces, un dilema vital: Israel ha adquirido sus “derechos”
sobre el territorio de Palestina con todo el apoyo de la legalidad interna-
cional, aunque esta misma legalidad pueda ser puesta en duda, pero sobre
156 UNRWA, Palestine Refugees, Op. Cit. 157 Las cifras para la población refugiada ha sido obtenida del citado informe de la UNRWA, mientras que los datos para Israel han sido tomados de la CBS Israel.
170
la base de unas necesidades y unas condiciones no del todo compatibles
con el modelo de estado nacional que mantiene. ´
Pero, por eso mismo, guarda esta contradicción con la regla de las
mayorías, que deben ser mayorías “cualificadas” en función de una cate-
goría, la de judío, que, como hemos visto, tampoco respeta íntegramente
las diferencias que pueden encontrarse bajo esta misma denominación. En
cualquier caso, resulta inaceptable, desde la perspectiva del estado judío,
el retorno de una población que supondría la eliminación de esta califica-
ción poblacional.
Sí la respuesta a este dilema es moralmente confusa, al menos pode-
mos tener la seguridad de que Israel no cederá a este reclamo y es como
poco dudoso que la comunidad internacional, sabedora del problema,
apoye a los palestinos en este punto. Sin embargo, la solución “nacional”
para la cuestión judía siempre entrañó estos problemas y, dado que la
formación del estado fue acompañada por el uso de la fuerza (primero la
de la potencia imperial y luego la del estado judío), ello no podía tener
más que malas consecuencias. Porque la inserción en el mercado mundial
y el carácter de las relaciones sociales e internacionales que se imponen
conducen a que el propio modelo de socialización estatal-nacional resulte
a mediano o largo plazo incompatible con las necesidades étnicas y los
intereses culturales de la población, cuando esta no es homogénea. En
otras palabras, a largo plazo el elemento étnico del estado deberá ceder a
su contenido propiamente político, porque así lo exigen las estructuras
internas y externas de las que depende su funcionamiento.
No obstante, el problema de los refugiados palestinos permanece acti-
vado, pues no han sido tomados en cuenta de manera realista por las solu-
ciones planteadas hasta el momento. Sin contar los problemas relaciona-
dos con la violencia y la ocupación, la Autoridad Palestina no es capaz de
mantener a su propia población sin concurso de la economía israelí y sin
171
la ayuda internacional. Mucho menos sería capaz, entonces, de incorporar
en estas condiciones a los refugiados que se encuentran en terceros países
y que requieren, a su vez, mucha ayuda internacional. Los países que al-
bergan grandes poblaciones palestinas, en especial Jordania, son países
relativamente pobres y con situaciones socio-políticas internas delicadas.
Los territorios ocupados muestran ya una preocupante densidad de pobla-
ción y en Israel mismo ésta es de 277 habitantes por Km2, una densidad
que requiere de una economía dinámica y bien organizada, y que permite
suponer graves problemas ambientales futuros158.
En realidad, los refugiados suponen un problema de difícil solución
para cualquiera de los colectivos implicados. Pero, sobre todo, constitu-
yen un problema actual porque no se intentó seriamente dar una respuesta
a su situación cuando el momento histórico lo requería. Las políticas que
al respecto desarrollan los organismos internacionales no son hoy en día
más que paliativos; y paliativos bastante pobres, además, a la situación de
extendida pobreza y carencia de recursos. Como ocurre con el problema
de la debilidad estructural y de la dependencia económica, la solución de
este problema supone la alteración profunda de las condiciones existentes,
mucho más allá del mero establecimiento de una paz armada. Pues aún
con ella las situaciones sociales conflictivas no se solucionan, sino que
tan sólo se posponen; requieren en realidad de una gestión de largo rango
y no un súbito cambio de denominación.
158 Fuente: CBS, Israel.
172
b_ Los asentamientos judíos.
Así como la cuestión de los refugiados es un arma demográfica de
presión política, también lo son los asentamientos judíos dispuestos en los
territorios ocupados por Israel, con el ingrediente de que son acompaña-
dos de una considerable fuerza de ocupación militar permanente destinada
a su “protección”, complementando a las tropas que controlan las pobla-
ciones palestinas. La cantidad y distribución de estos asentamientos deno-
ta claramente el apoyo gubernamental con que han contado, de modo que
su instrumentación como estrategia de ocupación no es meramente espe-
culativa. La pertenencia a estos asentamientos sólo puede deberse a un
estrecho convencimiento ideológico o a algún estímulo estatal. En el me-
jor de los casos, la cercanía de la relación entre el estado judío y la ten-
dencia anexionista que conlleva el establecimiento de estas poblaciones
no es un buen síntoma.
Los asentamientos y la fuerza de ocupación que implican constituyen
un permanente motivo de irritación. Aun cuando el pueblo palestino no
hubiera existido antes de 1967 –lo cual no es así– esta presencia sería mo-
tivo suficiente para agrupar a la población local invadida y recluida, cons-
tantemente humillada por la presencia de esos colonos que gozan de dere-
chos, libertades y oportunidades (sociales, económicas y políticas) que les
son vedadas. Nuevamente se trata de una reproducción en pequeña escala
del sistema colonial, que no tiene otro fundamento que la fuerza y el in-
terés y que, con certeza, no supone ninguna “seguridad” para Israel. En su
institución se encuentran presentes el mesianismo nacionalista que con
tanta frecuencia se pretende asignar a la otra parte, y una forma nada sutil
de terrorismo de estado.
La solución política del conflicto es difícil, y hablar de expulsión es la
forma más fácil de atenderlo (se trata de una población estimada en casi
173
un cuarto de millón de colonos). Pero cabe también la posibilidad de in-
corporarlos como minoría, en un futuro estado palestino. No parece pro-
bable, por otra parte, que esta segunda solución, más racional, sea acepta-
da por estos mismos colonos, que consideran la tierra que ocupan como
parte integrante de la tierra sagrada en su conjunto. La retirada de los
asentamientos de la Franja de Gaza no ha sido sino una solución mínima
para este problema, porque el grueso de los asentamientos, y los más sóli-
damente establecidos, se encuentran en Cisjordania.
c_ La cuestión de Jerusalén.
La Resolución 181 de las Naciones Unidas preveía para la ciudad de
Jerusalén un estatus particular, pues se tenía en consideración su impor-
tancia simbólica y cultural tanto para las partes árabe y judía como para
los cristianos (católicos, ortodoxos y protestantes, es decir, sectores im-
portantes en muchas de las grandes potencias). Aquella intención de in-
ternacionalizar la ciudad terminó, como todo el proyecto, con la guerra de
1948. El estado Judío elevó a categoría de ley su ancestral anhelo de re-
torno a la ciudad proclamándola su Capital, sede del Parlamento y de la
Suprema Corte de Justicia, aunque hasta 1967 sólo controló de manera
efectiva su parte occidental, es decir, la Jerusalén “nueva”. Pero al plante-
arse nuevamente el conflicto con el pueblo palestino –relegado durante la
ocupación Jordana de la ciudad vieja– no existe la menor intención de
retomar el camino de la internacionalización de la ciudad que contiene
tantos símbolos sagrados. No debemos olvidar al respecto que “símbolo,
mito, imagen, pertenecen a la sustancia de la vida espiritual; que pueden
camuflarse, mutilarse, degradarse, pero jamás extinguirse (...) El lengua-
174
je simbólico (...) es consustancial al ser humano, precede al lenguaje y a
la razón discursiva”159.
Pero no es sólo el símbolo religioso, sino también el político el que se
defiende aquí. El mantenimiento de Jerusalén como capital le asegura a
Israel la conservación de un pasillo territorial que constriñe bastante las
fronteras de Judea y Samaria (regiones sur y norte de la Cisjordania),
manteniendo, además, dividido al territorio palestino: unos 25 Km. sepa-
ran a la Franja de Gaza del punto más cercano de Judea. Ninguna de las
propuestas israelíes, incluyendo la de Taba de enero de 2001 (que mejo-
raba considerablemente la propuesta de Camp David de julio de 2000),
renunciaba a este embudo, pues su base se ensancha a medida que se aleja
de Jerusalén160.
De los tres problemas planteados en este apartado, no obstante, el
problema de Jerusalén, a pesar de su peso simbólico, pareciera ser el me-
nos arduo de resolver. Pero ello no es motivo de alegría, pues esto sólo
quiere decir que “sería” más fácil de resolver si se resolvieran también los
otros puntos conflictivos. El problema de Jerusalén se enlaza con el de los
asentamientos pues se han construido algunos particularmente importan-
tes –en especial Ma´ale Adumim– al oriente de la ciudad vieja (es decir,
en la dirección opuesta al pasillo), cuyo mantenimiento parece incompati-
ble con una división apropiada o de la coparticipación de la soberanía de
la ciudad161.
A estos tres elementos conflictivos debe sumarse una “constante” re-
gional: la problemática relativa a la administración y distribución de los
escasos recursos hídricos. Podemos concentrarnos después en los fenó-
menos más inmediatos que son los detonantes de la observación pero que
159 Eliade, Mito y Realidad, Kairós, 1999. Pág. 11. 160 Cfr. Dossier, Le Monde, Paris, abril de 2002. 161 Ídem.
175
corren el riesgo de transformarse en los árboles que oculten el bosque. No
es difícil apreciar que, en este caso, los hechos de violencia pasados con-
tribuyen a desencadenar actos violentos en el presente. Un régimen de alta
violencia recíproca se ha instalado como modus vivendi en la región, des-
atando una interminable cadena de represalias y fraguando las ideologías
respectivas en el resentimiento, el odio, la desconfianza y el prejuicio.
Como resultado, y habiendo estado su formación tan influida por los
acontecimientos violentos del siglo XX, y su supervivencia amenazada
con frecuencia, el estado de Israel es la sociedad occidental en donde
puede desarrollarse con mayor plenitud el concepto de “Guerra total”162.
Es decir, aquel estado en el cual los recursos de una región, humanos y
materiales, se vuelcan por completo al acto de guerra. Prácticamente la
totalidad de la población se encuentra en alguna medida capacitada para
actuar en caso de necesidad y el período durante el cual un reservista
cuenta como efectivo es más largo que en la mayor parte de las naciones
formalmente democráticas. La distinción de sexo no ha supuesto una me-
nor participación en el esfuerzo bélico. Por otra parte, hasta una edad más
avanzada de lo habitual los ciudadanos con periódicamente convocados
para reacondicionar su capacidad militar operativa.
Todo este esfuerzo, que tiene un componente económico nada despre-
ciable, no puede dejar de tener efectos sociales destacados. Las Fuerzas
de Defensa israelíes gozan de un prestigio que rara vez se encuentra en
sociedades democráticas y que trasciende en el plano interno su capacidad
militar: la mayor parte de los líderes políticos israelíes de peso, fueran de
izquierdas o de derechas, han tenido alguna importante participación en
alguna de las guerras libradas por Israel desde su independencia. Ser uno
de los fundadores del estado o haber participado activamente en la defen-
162 Cfr. Hobsbawm, Historia del siglo XX. Op. Cit.
176
sa de éste han sido condiciones importantes, aunque no siempre necesa-
rias, para acceder a la jefatura del gobierno163.
Aunque la autoconciencia de estas fuerzas armadas se expresa sobre
todo como fuerzas defensivas del estado, basadas en la propia ciudadanía,
lo cierto es que un poder militar es siempre, básicamente, un poder de
destrucción o de control. Pero ello da lugar a interesantes paradojas: sólo
en Israel una parte considerable de los reservistas militarmente capacita-
dos pueden considerarse a sí mismos pacifistas sin que ello suponga un
estado de esquizofrenia. La defensa del país es un valor en sí que no se
contrapone con opiniones políticas no belicistas164. No obstante, toda
fuerza armada es utilizada con un fin político, incluso cuando no se en-
cuentra operativa, y en este caso lo es de la manera más concreta posible,
es decir, como fuerza de ocupación destinada a imponer el imperio de un
estado.
La cesión de parte de la soberanía efectiva a la policía de la Autoridad
Palestina terminó con encontrarse con la realidad de que estas fuerzas po-
liciales acababan por representar el oponente militar más visible de las
fuerzas de ocupación. Los tanques israelíes rodeando u ocupando las ciu-
dades palestinas no son sino la culminación, amplificada por su impacto
visual inmediato, de la red militar montada en los territorios bajo la excu-
sa de proteger a los colonos judíos asentados en ellos, de modo que su
163 Según la Ley Básica Israelí el primer ministro debe pertenecer, además, al parla-mento unicameral israelí (Knesset) y suele formar su gabinete siguiendo la relación de fuerzas políticas existentes, en donde cada partido lucha por el control de una cartera de su interés. De este modo, cada primer ministro se encuentra refrendado por un cier-to caudal de votos. Esto quiere decir que el prestigio militar suele representar un capi-tal político importante. 164 En abril-mayo de 2002 un grupo de oficiales israelíes firmó un comunicado me-diante el cual declaraba que no estaban dispuestos a seguir la política beligerante de su gobierno en lo que a la ocupación y el control del territorio palestino se refería. Dicha actitud no conllevaba una renuncia a la participación en la defensa del territorio isra-elí.
177
retirada no significa, ni mucho menos, el fin de la ocupación. Pero por
ello mismo la presencia de los tanques no debe confundirnos, se trata de
una forma más de ejercer el poder sobre la población palestina, pero no se
trata de la única ni de la peor. La política de cierres preventivos de la
frontera y la construcción del muro de seguridad, destinados a impedir el
paso de hombres-bomba u otros agentes “terroristas”165, determina de
manera inmediata un violento descenso en el nivel de vida de la población
en general, estrangulando la capacidad económica de los territorios ocu-
pados. La ocupación como política de largo rango es lo que contribuye a
mantener en un punto muerto el desarrollo indispensable para superar las
condiciones de pobreza de la población palestina, y la retiene bajo condi-
ciones desiguales de intercambio de bienes y servicios, de las cuales el
estado de Israel es el principal beneficiario.
En consecuencia, así como la sociedad israelí se ha militarizado y se
comprende esta militarización como el efecto de medio siglo de guerras y
luchas casi continuas, así también los palestinos han vivido este tiempo
entre la ocupación y la falta de autonomía, entre la pobreza extendida y el
rencor social. Han desarrollado su ideología frente a un estado que pro-
clama a viva voz su constitución como estado étnico, y de una etnia de la
que los palestinos están formalmente excluidos.
En estas condiciones, resulta casi imposible que el conflicto no sea
percibido por sectores palestinos como una lucha vital y, según parece, le
corresponde al estado más beneficiado por el desarrollo histórico prece-
dente llevar adelante los mayores esfuerzos por desactivar esta lucha ex-
165 El término terrorismo, que ha adquirido un signo político particular, es siempre, no obstante, el resultado de una manipulación política. Por ello es peligrosa su utiliza-ción, pues dentro de esta categoría terminan por caber fenómenos tan disímiles entre sí como las bandas ocupadas de realizar secuestros o atentados que implican extorsión, grupos nacionalistas independentistas, sectores religiosos e incluso países enteros. Por lo tanto, sociológicamente, es un término insostenible.
178
trema. Así lo han comprendido incluso sectores bastante amplios de la
población israelí, movilizados a favor de una paz que implica renuncias,
en algunos casos importantes166. Pero también es cierto que se ha produ-
cido el efecto contrario, en la forma de una radicalización de los senti-
mientos religiosos o nacionalistas, en otra parte de esta misma población.
Para empeorar las cosas, cuanto más se extienda en el tiempo la situación,
más se profundizarán las diferencias a menos que se produzca un giro
dramático en las condiciones existentes. Y más crecerán entonces las re-
nuncias necesarias para alcanzar una solución razonable al conflicto, lo
cual redundará en un aumento de los intereses e ideologías existentes para
no alcanzar una paz duradera basada en relaciones armoniosas: “se trata
de la lucha de dos mitologías nacionalistas que reclaman el monopolio
del sufrimiento y el martirio”167.
La lucha que se establece sobre el terreno es acompañada de una con-
siderable lucha simbólica que fluye mucho más allá de las fronteras del
oriente medio. Así, “los conceptos <judíos> de expulsión, exilio, Diáspo-
ra y Holocausto son en la actualidad parte de la ideología nacionalista
palestina”168. Uno de los principales valores que sustentaron la creación
del estado judío fue el reconocimiento de algún mecanismo de protección
de los colectivos judíos históricamente despreciados y perseguidos en Eu-
ropa, sensación que se volvió perentoria con el genocidio nazi. Pero el
reconocimiento de un derecho de protección ante un genocidio o la des-
trucción cultural excluye la posibilidad de realizar estos actos en perjuicio
de un tercer colectivo. No obstante esto, el mantenimiento de las pésimas
condiciones de vida para los palestinos acercan periódicamente esta acu-
sación al propio estado de Israel. Ello despierta viejos odios y prejuicios
166 Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit. 167 Ídem. Pág. 112. 168 Íbidem.
179
igualmente injustificables, pues tiende a confundir la identidad cultural
con la acción estatal, ya que ni ser alemán implica ser nazi, ni ser esta-
dounidense implica ser imperialista, ni tampoco ser judío (o sionista) im-
plica mantener una ideología anti-palestina, anti-arabista o xenófoba en
general. El sionismo corre el riesgo de engendrar, si no ha engendrado ya,
un nuevo tipo de anti-judaísmo, basado en las evidencias del mal uso que
se realiza del estado nacional que se le ha concedido.
El método histórico que hemos ensayado en la primera parte se impo-
ne para la comprensión de las situaciones dadas en la región aún cuando
no se esté dispuesto a conceder el estado de racionalidad a algunos de los
actos que se contemplan con horror. La cita de Said que volcamos más
arriba también destaca el olvido histórico que actúa en perjuicio de la re-
solución del conflicto, y al respecto es también la población más benefi-
ciada por la historia local quien tiene mayores probabilidades de “recor-
dar” con menos rencor las acciones pasadas.
C_ La globalización del conflicto local
El carácter local del conflicto se diluye no sólo por la difusión mediá-
tica de sus acontecimientos sino también porque ha estado históricamente
situado en el centro de problemas de algunas situaciones fundamentales.
La descolonización, la lucha entre bloques ideológico-políticos y el cho-
que de culturas son factores que pesan en la balanza de esta pequeña re-
gión y que han colocado a una población que representa a bastante menos
del 0,2% de la humanidad en el centro de debates enconados. Se trata de
un caso testigo que, si no habilita analogías directas, al menos resulta un
episodio que nos permiten acercarnos a nuevas alternativas analíticas. Di-
cho de otra forma, este proceso relativamente acotado está ligado a tantos
180
problemas importantes a escala mundial a lo largo de la historia reciente
que se ha convertido en sujeto de experiencia global. De cómo se intenta
resolver –o no resolver– los problemas existentes en esta región se des-
prenden consecuencias de gran escala para buena parte de la humanidad.
En otras palabras, la incapacidad que israelíes, palestinos y árabes expre-
san para resolver sus diferencias de manera no violenta refleja la incapa-
cidad de las sociedades contemporáneas de gestionar grandes conflictos
sociales.
Así, puede prestarse atención a las políticas que diferentes partes de-
dican a este fenómeno y a las reacciones que despierta para comprender,
sobre todo, cuales son las políticas predominantes que afectan a ese colec-
tivo mayor que es la humanidad comprometida con el proceso de globali-
zación. El problema palestino-israelí se presenta como un problema de
todos porque los problemas de todos en alguna medida se representan en
él, incluidos algunos problemas relacionados con sistemas de prejuicios
sociales y culturales que ni siquiera son reconocidos como tales.
El conflicto local se globaliza no sólo por su presencia mediática, sino
porque se ha instalado a partir de conflictos que son también globales. La
lucha ideológica entre la izquierda y la derecha, la función de las creen-
cias religiosas en la lucha política, la intolerancia y el diálogo intercultu-
ral, o el desarrollo de las relaciones de poder en el marco de la hegemonía
de la economía transnacional de mercado, son algunos de estos factores
globales que operan en el ámbito local.
Sobre el terreno, en cambio, la percepción de los problemas es bien
distinta. Desde la perspectiva local el problema es local con consecuen-
cias globales; en cambio, desde la perspectiva global, el problema es glo-
bal, con características locales. Otros conflictos importantes, en África, en
Asia Central, en América Latina, se mantienen más ligados a su “locali-
dad”, menos presentes en el discurso “universal”, aunque no por ello son
181
menos destructivos y abominables. En el ámbito político a escala global
es posible componer un cuadro en el cual se vean las posiciones adopta-
das por grandes agentes con capacidad de operar en el desarrollo del con-
flicto. Así, puede observarse con qué apoyos externos cuenta cada colec-
tivo y trazar una semblanza de la auténtica correlación de fuerzas existen-
te.
El estado de Israel lleva también en este terreno una amplia ventaja,
pues mientras que sus aliados históricos se han visto favorecidos en las
últimas décadas, el pueblo palestino ha quedado prácticamente privado de
firmes apoyos externos más allá de un ejercicio insuficiente de caridad
internacional. Las simpatías que despierta la resistencia de los palestinos
entre intelectuales y movimientos de izquierda occidentales no tienen
consecuencias políticas prácticas, ya que los partidos socialdemócratas
con fuerte presencia en los aparatos de los estados occidentales no han
traducido en hechos esta simpatía excepto en la forma de una ineficiente
y, se diría, deliberadamente torpe asistencia diplomática. La preocupación
global no significa en modo alguno la posibilidad ni la voluntad efectiva
de una acción global. Por su parte, los EUA, la gran potencia emergente
de las últimas décadas, tiene en Israel un aliado firme aún cuando parece
que ese territorio le causa problemas. La alianza es comprensible porque:
a) Existe una fuerte relación económica entre ambos estados, de la que
el socio mayor obtiene beneficios;
b) Existe una importante comunidad judía en los EUA que tiene vías
directas de comunicación con el gobierno norteamericano y una conside-
rable capacidad operativa;
c) Existe una considerable coincidencia táctica frente a la determina-
ción del enemigo político, que se combina con una separación cultural: la
determinación del “factor islámico” como amenaza. Los intentos de cam-
biar esta percepción no han dado hasta ahora resultados apreciables.
182
d) A diferencia de lo que ocurre con otros colectivos políticos, como
Japón, China, Rusia o la Unión Europea, Israel no puede representar para
los EUA una competencia económica seria;
e) Por último, Israel es el único país de la región cuyo sistema político
es discursivamente aceptable para el ideario norteamericano declarado
(con la excepción del Irak post-Saddam Hussein, remodelado a base de
tanques y bombarderos), aunque en la práctica otros regímenes son tole-
rados.
Por su parte, no existen entidades pro-palestinas que contrapesen esta
alianza, a menos que se destaque ciertas circunstancias puntuales que no
garantizan una acción conjunta efectiva. El bloque árabe y el mundo islá-
mico se encuentran divididos, y sus miembros menos dóciles están per-
manentemente amenazados por los posibles exabruptos bélicos de los
EUA. En lo que se refiere a intervención efectiva, el resto de los países
centrales, incluso cuando no se alineen detrás de la política exterior nor-
teamericana, tienen otras prioridades y objetivos cuando cualquier crisis
económica global o cualquier escándalo mediático de sus políticos de
línea aparecen en los titulares.
En definitiva, el problema palestino y el sufrimiento de los palestinos
despiertan auténticas simpatías en aquellos sectores que critican la acción
de los poderes imperantes en la globalización, pero que tienen escaso o
nulo peso político. Por ello no puede sorprender que entre los múltiples
problemas que se reúnen en torno a la lucha contra esta forma de univer-
salización incluyan la cuestión de Palestina, porque al menos en ese ámbi-
to no se olvida lo que la política oficial relega en la práctica: que allí se
están afectando valores relativos a los Derechos Humanos, al menos en lo
que a sus contenidos axiológicos se refiere, si no a los normativos. Por
otra parte, existe una oscilación derivada de la imposibilidad de definir
una solución práctica que no viole los derechos de otros implicados. Una
183
vez más, el carácter individualista del catálogo de derechos humanos se
muestra como un obstáculo que vuelve al sistema incapaz de abordar pro-
blemas de larga trayectoria histórica, que afectan a colectivos humanos
complejos.
En lo que se refiere al papel de los estados, si bien es cierto que puede
hablarse de modificaciones de gran importancia producidas por la globa-
lización en la organización y funciones de los aparatos gubernamentales,
persiste la idea de que, en realidad, se trata una gradual extinción de las
funciones del estado, una agonía que comienza por el descontrol econó-
mico y que terminará en un irremediable colapso político. Por supuesto,
no diremos aquí que el estado nacional tal como lo conocemos –basado
en el control jurisdiccional y territorial, burocratizado, centralizado, etc.–
sobrevivirá y perdurará eternamente. Sólo señalamos que aún no está
muerto y que no es seguro que lo estará próximamente. Sí el estado pierde
sus funciones como organizador de las actividades relacionadas con el
control de los mercados, entre ellas la potencia de control jurídico de los
mismos, bien puede dárselo por muerto. Pero no es esto lo que ocurre con
los estados: sus funciones económicas han cambiado, pero no han desapa-
recido.
Sí se han perdido posibilidades de “controlar” al gran capital transna-
cional, y de hecho muchos estados parecen decisivamente influidos por
él, al estado le corresponden todavía dos funciones económicas esenciales
en cualquier lugar del planeta y ambas están íntimamente relacionadas. La
primera de ellas es el control económico de las poblaciones, pues éstas –
que constituyen la práctica totalidad de la humanidad– siguen atadas en su
inmensa mayoría a su espacio económico local y a sus vicisitudes: pagan
impuestos (e intentan evadirlos), adquieren y se desprenden de bienes y
servicios, se enfrentan judicialmente, se quieren y se matan por dinero. En
estas relaciones específicas los estados cumplen su misión controladora y,
184
en ocasiones, distribuidora, a escala local. Incluso las mayores corpora-
ciones transnacionales necesitan que el estado mantenga esta función,
pues conseguir beneficios en una población sin control estatal es inviable
en las actuales condiciones de comportamiento capitalista. De hecho, las
entidades financieras internacionales no conocen otro interlocutor que el
estado y los propios integrantes de esas corporaciones viven en entornos
signados por el imperio jurisdiccional de un estado que garantiza en me-
nor o mayor medida sus derechos. La segunda función irrenunciable del
estado consiste en mantener el control coactivo de las poblaciones, en es-
pecial de aquellos sectores que se oponen al propio poder del estado: el
crimen y la insurrección popular son dos formas diferentes del conflicto.
El estado moderno puede adoptar todas las formas posibles mientras
estas dos necesidades funcionales se encuentren cubiertas. En este senti-
do, el estado en Israel las cumple ampliamente y para su población es tan-
to estado-distribuidor como estado-policía. Pero desde 1967 estas tareas
se ejercen en forma diferenciada en dos sub-regiones, pues el mismo apa-
rato estatal actúa de forma desigual con la población israelí que con la
población de los territorios ocupados, e incluso en ocasiones en los países
limítrofes, como es el caso del Líbano. El estado, que es todavía de un
relativo bienestar en Israel, garantizando educación y justicia al menos, es
de un decisivo malestar en los territorios ocupados –y también para los
trabajadores palestinos en Israel, pues la distinción es administrativa–; la
Ley Básica de Dignidad Humana y Libertad169 no tiene una auténtica
aplicación en la sub-región más desfavorecida, y aún cuando la Autoridad
Palestina ha ganado algunas funciones, éstas no excluyen en la práctica la
intervención del estado israelí en asuntos esenciales.
En estas circunstancias considérese si,es posible hablar de debilidad
del aparato estatal. La dislocación política israelí es, en este sentido, su- 169 Fuente: Ministerio de asuntos exteriores de Israel, MFA.gov.il
185
mamente aguda: un kilómetro más acá es un modelo de estado democráti-
co de derecho, tolerante, que impulsa la renovación científica y tecnológi-
ca; un kilómetro más allá y se ha transformado en un monstruo de prepo-
tencia y discriminación, que mantiene unas condiciones que impiden a las
personas salir de la marginación y la pobreza.
Pero la inmediatez del cambio no debe confundirnos: este sistema se
encuentra funcionando ampliamente a escala mundial y ni siquiera la in-
dependencia de un estado palestino supone necesariamente un cambio
radical en la situación de su población aunque parezca deseable, de todas
formas. Ya que un estado palestino reforzado frente a Israel puede ser,
con todo, un estado muy débil frente a poderes económicos que exceden
largamente la pequeñez del estado judío. La inmediatez del conflicto
oculta a la propia población israelí este riesgo cierto.
La mercantilización y colonización de la vida privada no es un fenó-
meno que predomine entre las poblaciones más pobres sino en los estratos
medios y altos, y a veces redunda incluso en la pauperización de amplias
capas de clases medias170. Integrándose con el sistema local de domina-
ción sub–regional, el sistema global de control actúa sobre ambas pobla-
ciones a niveles diferentes pero interconectados. En este sentido el pro-
blema local es también problema global, pues sus características particu-
lares terminan por confluir por la poderosa dinámica de las relaciones
económicas internacionales. Lo que por un lado se hace transnacional im-
plica por otro una desintegración y recomposición de identidades, que no
por ello desaparecen y que resultan a veces en perjuicios y peligros ines-
perados.
La conclusión que podemos proponer respecto a estos problemas es
que la globalización tal como se presenta no constituye un agente eficaz
para alcanzar el cosmopolitismo –suponiendo que se lo valore positiva- 170 Cfr. Habermas, Autonomy and solidarity, Verso (New Left Books), 1992.
186
mente– o la resolución de conflictos internacionales, por no hablar de una
solución o una correcta gestión de los mismos. Pero con ello no hemos
agotado los efectos del sistema que se impone.
Sí el sistema global es relativamente nuevo, muchos de sus factores
fundamentales se han desarrollado al menos desde el siglo XIX. La expe-
riencia sionista, aparecida y desarrollada en este entorno, ha quedado in-
disolublemente ligada a esos factores y al proceso de globalización en ge-
neral. De esta manera, muchas de las responsabilidades históricas que
pueden ligarse a este fenómeno son compartidas –y generadas– por proce-
sos más amplios y decisivos, con el imperialismo, el colonialismo y el
multifacético régimen de acumulación transnacional como ejemplos más
destacados. De hecho, el sionismo no es sino un desprendimiento particu-
lar del proceso histórico precedente.
187
CAPÍTULO VI
EL SIONISMO Y EL PROCESO DE ADAPTACIÓN CULTURAL DE L A JUDEIDAD
A_ Los elementos básicos del fenómeno cultural
En las páginas que siguen nos desviaremos brevemente de nuestro
tema principal para dejar constancia de los elementos conceptuales que
conforman parte del análisis en esta sección de nuestro trabajo. La impor-
tancia del fenómeno cultural y de sus condiciones queda frecuentemente
empañada por la necesidad de dar respuestas a problemas de otra índole.
Por ello creemos que está justificada su introducción aquí, en la medida
en que forma parte de la experiencia sionista la modificación de la vida
cultural judía a escala mundial desde la aparición del movimiento nacio-
nalista.
El término “cultura” no sólo tiene diversos significados, sino que en
ninguna de sus posibles acepciones se encuentra un sentido unívoco co-
mo instrumento de reconocimiento analítico. No obstante, el fenómeno
cultural existe y es relevante, pues no todo cabe en el análisis político o
económico de un hecho social, no obstante lo cual los estudios culturales
no pueden –ni deben– omitir las categorías relativas a estos campos:
“Siempre está el peligro de que el análisis cultural (...) pierda el contac-
to con las duras superficies de la vida, con las realidades políticas y
económicas dentro de las cuales los hombres están contenidos siempre, y
pierda contacto con las necesidades físicas en que se basan esas duras
superficies. La única defensa contra ese peligro (...) es realizar el análi-
sis de esas realidades y de esas necesidades en primer término”171. Así,
puede observarse que la extensión de la indeterminación se extiende has-
171 Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, 1997. Pág. 40.
188
ta la metodología misma de la ciencia antropológica: “Creyendo con Max
Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación,
considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura
ha de ser, por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes,
sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”172.
Además de esta dificultad general (de la que advertimos más arriba)
nos hallamos frente al problema específico planteado por una doble parti-
cularidad del sionismo: en primer lugar, es una práctica específica que se
ha desenvuelto dentro de un colectivo humano genérico, el de la judei-
dad, que no es homogéneo, pues ni siquiera es posible hallarlo desligado
de fuertes vínculos con otros colectivos. La multiculturalidad se trans-
forma así en una de las pocas coincidencias entre colectividades judías
diferentes. En segundo lugar, el sionismo y la judeidad como conjuntos
se encuentran afectados, en forma diferenciada, por el proceso de globa-
lización, que modifica algunas de sus características culturales en la me-
dida que modifica la estructura social en la que éstas necesariamente se
sitúan. A pesar de estas dificultades, la cuestión cultural continúa presen-
te. Teniéndola en cuenta, se debe expresar como punto de partida qué
concepción del fenómeno cultural se utilizará en relación con los proble-
mas referidos al sionismo y a la judeidad. A describir la aproximación
utilizada aquí nos dedicaremos a continuación.
En el contexto de nuestro universo biológico los seres humanos no
somos, en términos orgánicos, demasiado diferentes de otras especies
animales. Pero sólo nosotros reunimos en una única especie modos de
vida muy diferentes sin renunciar a ninguna de las actividades necesarias
para mantenernos con vida y sin que se diferencien biológicamente unos
colectivos humanos de otros. Debemos preguntarnos para empezar acerca
del por qué de esta variedad en los modos humanos de asociación, es de- 172 Ídem, Pág. 20.
189
cir, indagar en la función biológica de esta diferenciación. La respuesta
inicial es relativamente sencilla: las conductas específicas difieren porque
la adaptación a contextos diferentes debe ser diferente a fin de asegurar la
supervivencia de un colectivo humano en particular. Una vez separada
específicamente la adaptación biológica de la adaptación cultural, ésta
sustituye parcialmente a aquella en la tarea de permitir la reproducción de
las generaciones humanas.
Esta diferente adaptación al medio, que incluye la posibilidad de en-
carar la supervivencia en contextos similares por medio de estrategias
diferentes, afecta tanto a los procesos económicos como a los políticos en
formas ideológicas y simbólicas particulares y, en líneas extremadamente
generales, eso lo que percibimos como “diferencias culturales”. La mag-
nificencia de la vida moderna a menudo hace olvidar que no fue hace tan-
to tiempo, desde el punto de vista de la vida de una especie, que el ser
humano abandonó el nivel de vida promedio de una horda de babuinos,
sin considerar las ocasiones en que recaemos a niveles bastante más ba-
jos. En conjunto, hace unos doscientos mil años no constituíamos todavía
un ejemplar biológico demasiado impresionante. Pero aquello cambiaría,
pues nuestra supervivencia dejó de estar inmediatamente ligada a la adap-
tación natural al medio, para pasar a depender de la más veloz adaptación
de las conductas, espacio de la existencia en el que resultó determinante
la capacidad de comprensión y creación comunicativa, el lenguaje, sin el
cual no habría existido ningún desarrollo cultural. Este sistema de adap-
tación particular es el que ha permitido que pasemos de depender para
nuestra subsistencia de un régimen de la organización social biológica-
mente adaptado a un régimen de la organización social culturalmente
adaptado, organización que, naturalmente, nunca puede desatender las
necesidades biológicas.
190
Pero pese a la persistencia de nuestras necesidades fisiológicas en es-
ta nueva situación, con el despegue cultural se ha abierto una posibilidad
no biológica para que se multiplique el número de adaptaciones posibles
a las circunstancias en que dichas necesidades deben satisfacerse, no sólo
adaptando la cultura al medio ambiente sino también cambiando el medio
ambiente mediante los recursos culturalmente generados. Esto significa
que los seres humanos son capaces de “crear” alternativas de adaptación
independientes de nuestras capacidades individuales estrictamente bio-
lógicas. Pero la importancia de la identificación de las necesidades radica
en que sobre ellas se abre no sólo la posibilidad de identificar el origen de
las similitudes y diferencias culturales entre sociedades diferentes, sino
también las razones por las cuales llegan a producirse enfrentamientos y
disputas.
El proceso de adaptación cultural no sólo contribuye a la superviven-
cia de la especie humana, sino que también genera los rasgos más carac-
terísticos de la concepción del mundo en la que un ser humano particular
es introducido y de la que pasará a formar parte en el futuro. En este sen-
tido, el espacio cultural es también un espacio ético, al que corresponden
unas apreciaciones morales particulares y dinámicas. En conjunto, el sis-
tema funciona de acuerdo no sólo a las condiciones materiales, sino tam-
bién en estrecho vínculo con las relaciones simbólicas características de
una comunidad humana, relaciones que suelen sobrevivir y cambiar aún
cuando el espacio de relaciones materiales en el que ha surgido se haya
desintegrado o desaparecido173.
Esto hace posible que pueda rastrearse una continuidad histórica ex-
tensa, aunque el resultado de un proceso particular sea una organización
social completamente diferente a su fuente social más antigua identifica-
da. Los cambios serán tanto más significativos en cuanto los bienes 173 Cfr. Geertz, La interpretación de las culturas. Op. Cit.
191
simbólicos que mantienen el imaginario de una comunidad mantendrán su
imagen pero cambiando profundamente de significado. Los integrantes de
un colectivo histórico así identificado darán en cada momento una dimen-
sión particular a los elementos propios de la cultura que integran, muchas
veces importando o intercambiando bienes simbólicos u modos de orga-
nización con otras culturas. Así, “la tradición nos permite pensar en
nuestra inserción en la historicidad, en el hecho de estar constituidos
como sujetos a través de una serie de discursos ya existentes, y de que
precisamente a través de esa tradición que nos constituye nos es dado el
mundo y es posible toda acción política”174.
La vida social es impensable sin las manifestaciones simbólicas y, al
mismo tiempo, los fenómenos simbólicos son aquellos que tienden a ser
más característicos de una cultura en comparación con otras, precisamente
porque es en el campo de lo simbólico y de la significación en donde las
necesidades tienen mayor posibilidad de encontrar formas diferentes de
interpretación y satisfacción. A su vez, a medida que avanza la historia de
cada cultura, y en la medida en que se presenten cambios en sus capaci-
dades y necesidades, es en este terreno en el que las características cultu-
rales encontrarán mayores oportunidades de diferenciarse. Y es en su re-
lación con la organización social que los contenidos simbólicos de cada
cultura ganan en “densidad”, son identificados y pasan a ser necesidades y
bienes que resultan ser mecanismos tan importantes y fundamentales co-
mo aquellas funciones ligadas a la integridad biológica de los individuos.
De esta forma, el espacio simbólico constituye también un ámbito de
satisfacción de necesidades y de lucha por el control de bienes estratégi-
cos. Los diferentes procesos de adaptación cultural desatan una multipli-
cación de las relaciones en el terreno de lo simbólico que, desde la pers-
pectiva de los miembros de una cultura particular en relación consigo 174 Mouffe, El retorno de lo político, Paidós, 1999. Pág. 128.
192
mismos o con los integrantes de otras culturas, pueden llegar a representar
valores tanto o más importantes que los bienes de carácter material.
No obstante, todo intento de hallar elementos culturales “puros”, aje-
nos a la política o la economía, por ejemplo, está condenado al fracaso.
Las adaptaciones culturales resultan de una estrategia de supervivencia
integral e inconsciente, de modo que tiende precisamente a cruzar e inte-
grar los elementos relacionados con la organización social y económica.
De aquí también que toda declaración de respeto hacia una cultura que
pretenda, sin embargo, imponerle cambios institucionales (jurídicos, polí-
ticos o económicos) redundará en un cambio de la estrategia de supervi-
vencia de esa cultura.
En estos términos resulta difícil trazar una frontera clara entre una
“cultura” y una “sociedad”, pero es que hasta ahora sólo hemos tratado a
las culturas en forma abstracta, como si se tratara de elementos de socie-
dades aisladas. Pero la realidad es que las sociedades se relacionan entre
sí, provocando fusiones, contradicciones e incluso yuxtaposiciones entre
los elementos que componían su estructura cultural “original”, que se
contamina también, pues puede ser el fruto histórico de fusiones, contra-
dicciones y yuxtaposiciones precedentes. Este proceso de sedimentación
cultural se encuentra particularmente presente en la judeidad, con su ex-
periencia adaptativa de constante “re-sedimentación” de la experiencia
histórica175. Es en las relaciones entre miembros de sociedades diferentes
donde la identificación de un rasgo cultural cobra importancia política, al
convertirse en objeto de antagonismo, pues dicho rasgo aflora desde la
estructura en donde resultaba funcional para instalarse en otro universo
social, en donde puede resultar un rasgo conflictivo, como vimos que
ocurría en el caso de las migraciones.
175 Cfr. Berger y Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrurtu-Murguia, 1984.
193
Aunque no existan jerarquías objetivas entre culturas, son abundantes
las “jerarquías” ideológicas, que provienen de un interés por fundamentar
o justificar una posición en las relaciones interculturales. Las consecuen-
cias prácticas del establecimiento de jerarquías culturales suelen ser la
desaparición de la cultura más débil, lo cual conlleva cambios más o me-
nos profundos en la cultura vencedora. No obstante, no es la estratifica-
ción cultural el único tipo de relaciones entre dos culturas. Es posible
hallar ejemplos de adaptaciones unilaterales o recíprocas más pacíficas, e
incluso de cohabitación funcional, en la forma simbiótica de la división
cultural del trabajo, en donde a un colectivo culturalmente diferenciado le
corresponde una tarea socialmente necesaria no realizada por ningún otro
estamento en un universo cultural.
Indudablemente, un contacto prolongado entre dos culturas supondrá
cambios en ambas partes –aunque no en el mismo grado–, e incluso dicho
cambio puede ser buscado por una de las partes para garantizar la cohabi-
tación. Pero no debe perderse de vista que existen elementos sustancial-
mente importantes, como los relacionados con el sistema productivo o el
político, que resultan decisivos a la hora de evaluar qué cultura desarro-
llará los mayores cambios en sus estructuras.
Entre las comunidades judías, la multi-culturación, que consistió en el
aprovechamiento de los rasgos culturales de la sociedad huésped, es de-
cir, su aprendizaje e incorporación pacífica con la condición tácita de no
renunciar (al menos de manera inmediata y explícita) a rasgos básicos de
identidad, constituye un ejemplo notable de relación intercultural. De
hecho, durante dos milenios la característica social más relevante de las
comunidades judías fue su estructura social incompleta, que se comple-
mentaba necesariamente con la cultura dominante en el entorno. En bue-
na medida, el discurso nacionalista del sionismo es una forma más de
completar dicha estructura incompleta, al mismo tiempo que permitió
194
ideológicamente a muchos judíos cambiar rasgos culturales que ya no
resultaban importantes por otros valorados precisamente por su adaptabi-
lidad a las condiciones sociales modernas.
Durante la misma modernidad, el éxito militar, comercial, productivo
y demográfico de las sociedades occidentales implicó una aguda sensa-
ción de superioridad que no dejó de afectar al conjunto de las relaciones
internacionales, mediante la imposición de los rasgos característicos de
este universo cultural, en donde subsisten, evidentemente, múltiples for-
mas compatibles. Ello supuso un extendido proceso de empobrecimiento
de la humanidad respecto de su diversidad cultural y también una amena-
za para las formas culturalmente diferenciadas observables en la judei-
dad.
B_ La adaptación cultural de la condición judía
1_ De la crisis de supervivencia a la adaptación cultural
Al analizar la estrategia política del sionismo respecto de los propios
colectivos judíos, señalamos que una de sus tácticas consistió en estable-
cer la posibilidad de unificar la noción arquetípica de “judío”. Intentare-
mos explicar brevemente por qué puede considerarse que este empeño no
se adecuaba a la realidad de las diferentes comunidades judías de acuerdo
con la interpretación cultural que estamos desarrollando.
Desde el siglo segundo de la era cristiana el judaísmo perdió consis-
tencia como cuerpo social monolítico. Sí ya existían colonias judías im-
portantes fuera del territorio de la provincia romana de Judea, la destruc-
ción causada en la guerra de 132 a 135 e. C. dejó a estas comunidades, y
al mínimo remanente judío en la región, en situación de ejercitar un nue-
vo tipo de adaptación cultural en su lucha por la supervivencia. Este ca-
195
mino ya había debido iniciarse en el siglo anterior, cuando la destrucción
del templo de Jerusalén y la extinción del sacerdocio supuso un cambio
notable en las estructuras jurídicas y religiosas judías. Los momentos de
crisis vital, como el planteado en el siglo II, obligan naturalmente a un
forzoso replanteo de las condiciones culturales. La eliminación de la po-
blación judía de Judea forzó el desarrollo de una percepción diferente de
su propia existencia a los colectivos de tradición religiosa y jurídica judía
de otras regiones (Persia, Egipto, Roma, etc.). La estrategia seguida hasta
el momento, que consistía en referir la identidad judía a la centralidad de
Jerusalén y su culto religioso, no resultaba ya la más conveniente para
sobrevivir culturalmente y fue necesario tomar nuevos caminos. Nace
entonces el judaísmo descentralizado, en el cual las escuelas rabínicas de
interpretación legal –cuyo resultado directo es el Talmud, el gran cuerpo
legal y filosófico del judaísmo, que ha contribuido a mantener la unidad
conceptual de la cultura–, representaron un papel fundamental176.
Las comunidades judías que pervivieron solventaron la crisis vital
convirtiéndose, en resumidas cuentas, en sub-culturas jurídicamente or-
ganizadas. La organización estatal imperial tributaria que predominaba en
la época, si bien restringía la autonomía de los colectivos subordinados a
su autoridad, no exigía sino en casos límite la adscripción al sistema le-
gal-religioso imperial. En otras palabras, mientras pagaran sus impuestos
y respetaran a los agentes políticos imperiales, las provincias y los súbdi-
tos podían profesar la fe y las costumbres que mejor les parecieran, regu-
lando los comportamientos sociales de acuerdo con sus propias tradicio-
nes jurídicas. Por supuesto, la “libertad de cultos” se hallaba condiciona-
da por dos constantes: el sometimiento político y la opresión económica,
176 Cfr. Soltonovich, Judea después de la destrucción del templo. Estrategias de su-pervivencia y fragmentación cultural, mimeo, 1999.
196
que afectaban con mucha más intensidad a los sectores sociales subordi-
nados. De modo que incluso las prácticas jurídicas propias podían volver-
se, en estas circunstancias, instrumentos de opresión. Porque los sectores
dominantes locales, como en toda sociedad estratificada verticalmente,
tendían a utilizarlas para proteger sus propios intereses inmediatos, más
que para solventar problemas culturales o desigualdades sociales.
Debido a la dispersión de las escuelas jurídicas judías, éstas ya conta-
ban con características singulares que las diferenciaban unas de otras, si
no en la fuente legal, al menos sí en la interpretación de las mismas. Cada
comunidad debía adaptarse a las circunstancias de la región en la que es-
tuvieren asentadas. Así, no era lo mismo lo que la comunidad judía de
Alejandría debía cambiar o re-evolucionar para pervivir que la de Roma o
la de Persia, tanto en sus rasgos folklóricos como en sus costumbres jurí-
dicas. Con el paso del tiempo y la aparición de nuevos contextos sociales
interculturales las diferencias se acentuaron. Cambiaron las costumbres
gastronómicas, la entonación de las oraciones religiosas, la interpretación
de los mismos párrafos de las Escrituras consideradas sagradas, el len-
guaje popular. El resultado de dieciocho siglos de transformaciones es
una serie bien definida de diferentes culturas judaicas.
En este sentido, la multi-culturación como adaptación sistemática de
la condición judía a las necesidades y posibilidades de las sociedades en
las que habitaban, se convirtió en una estrategia excelente durante este
largo período. Porque el colectivo judío continúa siendo perfectamente
reconocible. En parte esto se debió a la consistencia ideológica del núcleo
de la ideología judía: la referencia continua a un texto complejo como es
el Tanaj, conocido como Antiguo Testamento, un texto capaz de desarro-
llar una historia mítica completa al mismo tiempo que, a la manera de las
constituciones modernas, fija los principios éticos y morales para el com-
portamiento interpersonal.
197
Sin embargo, consideradas individualmente, no todas las adaptacio-
nes culturales judías corrieron la misma suerte, ni resultaron ser igual-
mente efectivas. Por ejemplo, la táctica del “encriptamiento”, el oculta-
miento de las características culturales judías, bajo la aparente aceptación
de elementos culturales impuestos por la cultura dominante, fue la estra-
tegia adoptada por una parte de las familias sefardíes durante las persecu-
ciones religiosas de la inquisición a finales de la edad media. Pero esta
estrategia resultó a largo plazo un fracaso tanto en Europa como en Amé-
rica, pues estas comunidades terminaron por ser asimiladas en términos
culturales. En cambio, para este mismo colectivo original resultó efectiva
la táctica de la dispersión territorial, que a su vez contribuyó al enrique-
cimiento de la propia cultura sefardí177.
Pero en un marco de relaciones culturales múltiples y muchas veces
peligrosa, toda supervivencia exitosa debía pagarse igualmente con la
adaptación, es decir, con la renuncia a elementos culturales que resultaran
prescindibles e incompatibles con el entorno social, respetando el difuso
límite de la identidad, que hasta el siglo XIX era principalmente religio-
so. Así, el siglo XIX encuentra multitud de comunidades dispersas que no
pueden, excepto formando un arquetipo limitado, resumirse en una única
identidad, aun cuando conservaran los elementos característicos centrales
de la religiosidad y la regulación de las conductas interpersonales propia
de la Ley Mosaica.
La estrategia sociocultural de fragmentación desarrollada en el ju-
daísmo para superar la crisis del siglo II es bien distinta de la de otras eta-
pas. De este modo, cada circunstancia histórica general y cada ámbito so-
cial específico determinó la existencia de diversas experiencias de adapta-
177 Cfr. Soltonovich, Dispersión y encriptamiento: estrategias de supervivencia de la cultura sefardí, mimeo, 2000.
198
ción que significaron cambios culturales correlativos, Estos cambios se
ubicaron en procesos divergentes que podían ser contemporáneos entre sí.
Pero el judaísmo no sólo debía producir las características que le per-
mitirían subsistir en cada contexto social. Muchas veces no podía sino
aceptar las condiciones que este espacio le imponía como colectivo y
adaptarse a existir con ese condicionamiento externo. Tal es la experien-
cia de muchas comunidades judías del occidente europeo durante la edad
media.
A diferencia de la modernidad, que intentó disolver las diferencias
culturales para construir a partir de allí un modelo de ciudadano y de na-
ción, en los estados que predominaron en el ámbito europeo durante la
edad media la diferenciación estamental constituía la base misma de la
organización social. Sin las distinciones que separaban al hombre laico
del religioso, al noble del plebeyo, al cristiano del infiel, el orden feudal
sencillamente no habría existido. Con respecto a la última distinción, los
judíos ocupaban un lugar particular. Se trataba de uno de los colectivos
que, siendo considerados infieles y ser por ende repudiados y abomina-
dos, cumplía, sin embargo, funciones sociales importantes y característi-
cas. Es de hecho este desprecio radical la base que hizo posible construir
el modelo de judío apto, en términos estamentales, para funcionar en el
mundo feudal cristiano178. Sí nos extendemos sobre este punto, tan ante-
rior a nuestro tema, es porque el reconocimiento simbólico del judaísmo
en la modernidad y en particular respecto de los prejuicios que afectaron a
sus comunidades tomaron forma en esta etapa previa.
Analizando brevemente la estructura del orden feudal cristiano po-
dremos comprender mejor en qué consistía la función de “los judíos”,
aunque la generalización es ciertamente inadecuada. Dicho orden social
se sustentaba en una base económica que era predominantemente no mer- 178 Cfr. Delacampagne, Racismo y occidente, Arcos Vergara, 1983.
199
cantil, es decir, que el grueso de la producción no se transformaba en
mercancías, sino que era consumida en las mismas unidades productivas
en concepto de bienes de consumo que satisfacían necesidades básicas.
Este sistema tampoco concentraba su atención en la producción regular y
masiva de excedentes ni daba prioridad a los intercambios. Esta configu-
ración restringía el desarrollo monetario y entorpecía así, por la vía pro-
ductiva y la distributiva, el desarrollo del comercio. Pero que la acumula-
ción monetaria y el comercio entre feudos, regiones y áreas de influencia
imperiales no fueran las prioridades económicas del sistema, esto está
muy lejos de significar que no existieran o que fueran indeseables179. Por
el contrario, quienes tenían acceso a los bienes excedentes los apreciaban
en gran medida, pues eran a la vez bienes materiales y simbólicos que
destacaban y protegían su dignidad y su poder.
El sistema, por otra parte, carecía de medios institucionales para ad-
ministrar las necesidades y la distribución de estos bienes, y era particu-
larmente sensible a las carencias de dinero en efectivo para cubrir necesi-
dades urgentes. Los propios estamentos feudales y religiosos no se prove-
ían a sí mismos de un sistema eficaz para subsanar estas deficiencias por-
que las tareas necesarias para solventarlas eran, por una parte, indignas
desde el punto de vista de los estamentos ideológicos, militares y admi-
nistrativos dominantes y, por otra parte, requerían de una capacidad para
el despliegue geográfico y ciertos conocimientos específicos de los que
carecían.
Dos elementos correlacionados, originalmente independientes de esta
evolución histórica, determinaron que a los judíos les fuera reservada,
aunque no en forma exclusiva, la responsabilidad y la obligación de per- 179 Cfr. Le Goff, Mercaderes y Banqueros de la Edad Media. Eudeba, 1962. El autor deliberadamente no acepta distinguir entre mercaderes de diversas etnias, porque con-sidera el hecho irrelevante para comprender el funcionamiento comercial y financiero medieval.
200
mitir el funcionamiento de este subsistema económico de gran importan-
cia. En primer lugar, la prohibición de que este colectivo tuviera tierras en
propiedad o sirvientes cristianos restringían sus oportunidades de inte-
grarse al escalafón social en forma plena y, en segundo lugar, el desprecio
religioso los convertía en los factores sociales ideales para desarrollar ta-
reas consideradas “indignas”. Sin ser los únicos ni los principales posee-
dores de conocimientos comerciales –que obligaban a veces a construir
complejas redes de tráfico interregionales– o de dinero metálico acumula-
do, sirvieron de enlace para las tareas que los estamentos superiores dele-
garon en ellos o – mejor dicho– en el subsector de la población judía que
contaba con los medios para desarrollar estas actividades. Aunque no
existen estadísticas para saber qué proporción de la población judía exis-
tente se dedicaba a estas actividades, las restricciones de la época en ma-
teria de producción y consumo debía acotarla bastante. Resultaba así que,
en realidad, sólo una fracción de la población judía podía, en realidad,
realizarlas.
De estas actividades la que ha tenido mayor repercusión, por razones
ideológicas, ha sido el ejercicio de la usura que, a diferencia del enorme
prestigio conque cuenta hoy en día –bajo la denominación de “capital fi-
nanciero”–, era una actividad repudiada en la edad media180. De hecho los
judíos, a partir de la ley Mosaica, también la repudiaban en lo que a sus
relaciones intracomunitarias se refería y uno de los principales tratados
legales judíos bajo-medievales, el citado Shulján Aruj de Yosef Caro, la
condena explícitamente. Sin embargo, recurrir a este estamento como in-
termediario era una necesidad cuando existían excedentes para comerciar
o se precisaban urgentemente sumas de dinero considerables.
180 Cfr. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo en Ensayos para una sociología de la religión, Taurus, 1988.
201
La adaptación cultural propia de este período y estos espacios sociales
consistió entonces en aceptar las condiciones impuestas siempre que se
permitiera continuar profesando la fe judía, lo cual implicaba un cierto
grado de independencia jurídica, evitando en lo posible las conversiones
masivas y forzosas o las matanzas ocasionales que caracterizaron, no obs-
tante, a la etapa de las cruzadas181. De esta forma, puede apreciarse cómo
la organización social e ideológica del contexto social dominante terminó
por ser decisiva en la transformación adaptativa de la cultura judía euro-
pea, proceso bien distinto al desarrollado paralelamente en las comunida-
des judías afincadas en territorios controlados por el Islam. Consecuente-
mente, estos hechos terminan por confluir en la conformación de rasgos
culturales característicos que no eran compartidos por todas las comuni-
dades judías.
Porque sin que dejara de existir la distinción religiosa, en el Islam la
situación social del judío no se encontró tan desfavorecida como en el or-
den feudal cristiano. La organización de los imperios musulmanes, más
similar a la del antiguo imperio persa, al que las comunidades judías se
habían adaptado notablemente antes y después de la crisis del siglo II, ex-
plica parcialmente esta situación diferenciada, mientras que la tradicional
tolerancia de la religión mahometana respecto de sus “ancestros” mono-
teístas hizo el resto182. En el Islam, la conversión religiosa a la Fe del Ma-
homa no tiende a ser compulsiva, como sí ocurriera en la cristiandad me-
dieval.
De este modo, una diferente combinación ideológico-estructural ex-
plica también la situación del judaísmo en este contexto. Al respecto debe
recordarse que la cultura sefardí encuentra en estas relaciones, al menos
en Occidente y en Egipto, un clima más propicio para un desarrollo am-
181 Cfr. Delacampagne, Racismo y occidente. Op. Cit. 182 Cfr. Coulson, El derecho Islámico. Op. Cit.
202
plio y autónomo, y que habría de influir notablemente en el resto de las
juderías en los siglos siguientes183. En este caso, la transformación del
pensamiento y las culturas judías, transformación igual o mayor que en la
cristiandad, se deslizó por los caminos más fáciles del aprendizaje y el
intercambio: el racionalismo aristotélico, el metodismo jurídico y las ma-
temáticas avanzadas, por ejemplo, penetran así en el universo judío, en
donde adquirieron un sabor original184. Desde el siglo VII al menos y has-
ta bien entrada la modernidad, grandes familias comerciales judías pros-
peraron en los califatos más importantes185.
Así reconoceremos la última instancia que corresponde destacar aquí
de este sistema de adaptaciones e intercambios culturales que presenta-
mos de la manera más simplificada posible antes de entrar en los proble-
mas de adaptación cultural específicos de la modernidad. Se trata sim-
plemente de señalar la importancia de los comerciantes judíos en las rela-
ciones entre sociedades, más aún tratándose de civilizaciones crónicamen-
te enfrentadas, entre las que el monoteísmo y la existencia de comunida-
des judías constituían los más destacados rasgos culturales comunes. Hay
que señalar esta situación para destacar a la ley mosaica y rabínica como
norma válida para el tejido comercial judío en el mediterráneo medieval.
En buena medida, entonces, esta tradición jurídica se transformó en una
lex mercatoria de la época en buena parte de la cuenca mediterránea.
183 Cfr. Stavroulakis, The Jews in Greece, Talos press, 1990. 184 Tal es el ambiente original del pensamiento racionalista de Maimónides o del caba-lismo. Cfr. Barnatán, El Zohar. Introducción a la Cábala (Del Dragón, 1986) y Solto-novich, Ontología de la Cábala, mimeo, 2001. 185 Cfr. Stavroulakis, The Jews in Greece. Op. Cit.
203
2_ La adaptación cultural en la modernidad
“Ser Judío es Ser Judío en el Exilio”. El filósofo judío lituano Levi-
nas supo dar esta definición críptica de una condición particular para
abrirnos las puertas a un debate general sobre la ontología de las identi-
dades socio-culturales en la modernidad. Dos desarrollos se sucederán a
partir de esta proposición.
Uno, que no seguiremos, se relaciona con una tradición de seguridad
mesiánica y formato mítico-religioso. Según esta corriente de pensamien-
to, que condujo al anti-sionismo religioso, el pueblo judío fue expulsado
de la tierra prometida por voluntad de dios y a causa de las faltas cometi-
das por el pueblo de Israel. Así, lo que dios ha sentenciado no debe desa-
fiarse con una voluntad política, de modo que la presunta “sentencia” –el
Exilio y la Diáspora– debe cumplirse voluntariamente hasta que, por me-
dio del Mesías, se alcance la redención o la perdición definitiva186.
Otro camino consiste en comprender al “Ser en el Exilio” con una in-
tención sociológica, es decir, interpretarlo como un desarrollo cultural
característico de una historia singular. Es una interpretación que, por otra
parte, también le cabe al sionismo, en tanto movimiento desarrollado ori-
ginalmente en Europa. En el marco del ideario mesiánico descripto, la
vocación sionista es claramente reprobable. En cambio, en el segundo
camino se trata de un episodio más, que a su vez puede colaborar a bifur-
car los caminos hacia atrás en esta definición del “Ser Judío”. Por un la-
do, el Ser en el exilio puede considerarse una situación contingente, resul-
tado de un proceso histórico pero, por otro lado, puede consistir en una
característica intrínseca del Ser, por devenir con el paso del tiempo en un
elemento estructural, de modo tal que acabar con el Exilio –con la condi-
186 Cfr. Segal, Varieties of orthodox judaism. Calgary Univ., 2002.
204
ción de pertenecer y no pertenecer a la vez a un cuerpo social– es acabar
con el Judío.
El sionismo sostuvo y sostiene –sobre todo a través de sus prácticas–
que esto no es así y que, por el contrario, acabar con el exilio es salvar al
judaísmo de los peligros que acechan en el mundo para la condición judía
elaborada, eso sí, en torno a la figura arquetípica del judío europeo mo-
derno. Existe, por lo tanto, una interpretación divergente y antinómica de
una condición particular.
Suponer que el ser judío se confunde necesariamente con la condición
de exiliado supone decir también que existen rasgos comunes a cualquier
judío que se definen en esta condición y sólo en esta condición. El pen-
samiento sociopolítico moderno, atrincherado en el estado-nación, puede
contemplar una definición así con una mezcla de escepticismo cínico e
incredulidad antropológica y, por supuesto, el sionista convencido no
puede menos que rechazarla de plano: para él, la condición judía no pue-
de realizarse mejor, más libremente, más decisivamente que dentro de las
fronteras protectoras del estado judío, al punto de suponerse la creación
de un “Nuevo judío”187. Aún cuando admita que existen judíos fuera de
Israel y que pueden, si lo desean, seguir así, la idea de que el exilio es
parte inextirpable de la condición judía habrá de parecerle siempre extra-
ña, contradictoria y, en alguna medida, peligrosa. Porque el Ser en el exi-
lio contradice la creencia ideológica en la necesidad de conformar un es-
tado nacional en donde realizar la condición judía.
Una concepción estrictamente sociológica de esta condición judía
impide tomar la definición de Levinas en un sentido literal. Porque debe
asumirse que una condición propia de cualquier colectivo humano es su
historicidad, fraguada y expuesta a través de rasgos culturales relativos a
su supervivencia, identificables pero dinámicos. En este sentido, “Sio- 187 Cfr. Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz. Op. Cit.
205
nismo” y “Diáspora” son, en principio, dos alternativas culturalmente
válidas de adaptación, que encierran peligros y oportunidades diferentes.
No obstante, la definición es atractiva como desafío intelectual. Por-
que es en el espacio del exilio en donde los rasgos de la tradición judía se
han diversificado y multiplicado. A diferencia de otros colectivos –y a
semejanza de otros–, no se ha fijado a un único marco territorial, y en
buena medida se ha distinguido hasta el siglo XX como cultura no solo
no-nacional, sino también no-imperial. Es la dispersión resultante de un
proceso histórico concreto lo que ha permitido que la cultura judía, ob-
servada en perspectiva, adquiera esa imagen plural. Buena parte de las
combinaciones en cuanto al peso relativo de los rasgos culturales carac-
terísticos pueden hallarse en la judeidad como conjunto: la combinación
es también el resultado de la interacción con la sociedad en que cada co-
munidad se encuentra situada.
Como introdujimos en el primer capítulo, la materialización del ideal
sionista condujo, partiendo de sus premisas éticas, a la construcción de un
judío modélico, una criatura social que nunca había existido: el judío na-
cionalista, hebreo-parlante, moderno en términos políticos y, sobre todo,
diferente de ese judío del exilio, segregado y sin protección en un am-
biente radicalmente hostil a su particularidad. En resumen, pretendió
construir un judaísmo sin exilio, saltando dieciocho siglos de historia pa-
ra reiniciarla en su propio “hogar nacional”. Se trata de una construcción
racional, pues era políticamente necesaria, que derivó en una vocación
apta para resolver problemas existentes y cuyo peso no puede negarse,
pero que no podía dejar de tener profundas consecuencias, por cuanto
implicó un cambio revolucionario en la ideología y la forma de vida de
muchas comunidades.
El judaísmo como hecho social no-nacional persiste. La reproducción
innumerable de los mitos hebreos y de los textos sagrados; la presencia
206
indeleble de los judíos en la historia de occidente y en su herencia cultu-
ral –ahora mundializada–; la amplitud de su dispersión geográfica; por
último, la multitud de reacciones que sobre el judaísmo se han generado;
todos estos son hechos que parecen probar la existencia de un colectivo
singular. A este colectivo deben estar ligadas determinadas pautas cultu-
rales y definen a sus integrantes, conocidos con el nombre genérico de
“judíos”. Sin embargo, la pluralidad de las formas y costumbres que ca-
racterizan a este colectivo convierten a menudo en una tarea difícil identi-
ficar sí un individuo en el que estén presentes algunos de estos rasgos
culturales puede separarse de su entorno social específico sin que queden
anuladas no sólo las características de este entorno, sino la propia manera
de ser judío.
La definición de Levinas encierra precisamente este secreto: que lo
que pueda existir como propiamente judío es inseparable de una relación
pero también de un extrañamiento con su entorno. Sí se separa al judío de
ese entorno particular, su propio judaísmo, adaptado singularmente, se
pierde. Pero también se pierde sí se acerca demasiado a él. Por eso, tal
como se ha dado históricamente, “Ser Judío” ha significado exactamente
eso: ser un exiliado en su lugar de origen. Ahora bien, esto es cierto sólo
parcialmente, porque el grado de integración al entorno social ha variado
significativamente de una comunidad judía a otra y de un individuo a
otro, de modo que la pluralidad de comportamientos prescinde de toda
norma en este aspecto. De esta manera, el judaísmo se ha presentado –e
incluso auto-representado– como cultura mixta. Y la razón de que ello
ocurra reside en que la estrategia de supervivencia cultural eficiente obli-
ga a cualquier colectivo judío –incluyendo a los existentes en el estado
judío– a “completar” con las prácticas aprendidas y desarrolladas en otros
entornos sociales las instituciones que garanticen la continuidad social.
207
Pero las innovaciones ideológicas traídas por las revoluciones bur-
guesas, que incluyen el intento de considerar al hombre como un ser abs-
tracto, susceptible de ser considerado genérico o universal, han tocado la
línea de flotación del mecanismo de cultura mixta. Porque tiende a privar
a los sujetos de toda determinación previa para subsumirlo luego en la
categoría general de “ciudadano”. Sí el judío acepta esa carta de ciuda-
danía, debe hacerlo sin reservas, porque es una imposición política y no
una materia sujeta a la elección comunitaria o individual, quedando suje-
to a los derechos y deberes generales y a la jurisdicción de la nación a la
que está ligado. Esto es así porque la modernidad termina con el plura-
lismo jurídico medieval en donde la ley no era igual para todos, para sus-
tituirlo por otro pluralismo ligado a la funcionalidad de la justicia más
que a la situación social del material humano considerado administrati-
vamente.
Pero, justamente, lo que permitía al judío mantenerse sólo a medias
en relación con el entorno era la separación parcial que significaba poseer
una ley y una historia, propias de su comunidad particular. Lo que distin-
guía al judío era su adscripción a la ley de Moisés, los talmudistas y los
rabinos, y el respeto de sus instituciones. No obstante, el poder avasalla-
dor de las sociedades occidentales ha configurado una situación en la que
todo sistema jurídico que difiera de sus principios funcionales es automá-
ticamente invalidado, considerado inferior y apto para ser destruido188. La
Declaración Universal de los Derechos Humanos es el punto culminante
de este proceso, y por eso es declarada Humana y Universal, es decir,
que abarca a la mayor cantidad de individuos en el espacio jurisdiccional
más amplio posible.
Con todo, el sistema jurídico extendido entre las comunidades judías
se vio sólo parcialmente afectado por este sistema impuesto, sí se lo 188 Cfr. Foucault, Genealogía del Racismo, Op. Cit.
208
compara con los de otras sociedades, y ello por una razón muy sencilla:
los valores subyacentes en esta declaración general de derechos represen-
tan parte de la herencia que el judaísmo pretérito legara a las culturas que
pasaron a predominar en el mundo desde el siglo XVI, a través del ejerci-
cio continuado de la iglesia cristiana como fuente moral y legal más im-
portante. Sin embargo, la exigencia inmediata para cualquier ciudadano
es que renuncie a cualquier sistema jurídico incompatible con el del esta-
do nacional, y no sólo a los contenidos normativos incompatibles con los
propios, borrando así la diferencia en términos legales entre estos indivi-
duos y el resto de la población. Por su propia lógica jurídica estructural,
que se manifiesta en efectos sociopolíticos concretos, los mecanismos
legales de los estados nacionales tienden a extinguir la posibilidad de que
existan “exiliados” en su sistema, donde “ilegal”, “irregular” o “indocu-
mentado” ocupan las más bajas posiciones sociales posibles.
Las particularidades de los colectivos judíos rara vez se limitaron al
aspecto jurídico de la organización social, y muchos de sus mecanismos
de integración e interacción específicos quedaron al margen de la senten-
cia de extinción. En cualquier caso, debe atenderse a este fenómeno por-
que con el triunfo de la modernidad europea la sujeción alcanzó por igual
a casi todas las comunidades judías importantes. Así, las disparidades de
los diferentes entornos tendieron a disolverse y la posición unificadora
sionista encontró una justificación ideológica importante.
En el contexto de esta tensión la combinación entre la segregación
cultural y la presión de los cambios sociales ha dado lugar en la judeidad
a la aparición de una estrategia novedosa, notable por su perspectiva radi-
cal: la estrategia nacionalista. Desde esta perspectiva cultural, el sionismo
representó un intento de compensar, mediante la masiva introducción de
valores “modernos”, la debilidad relativa de los judíos europeos en rela-
ción con las condiciones precedentes de supervivencia. La tremenda pre-
209
sión de los sistemas administrativos nacionales, al menos desde el modé-
lico Código Napoleónico, para borrar las diferencias jurídicas, incluían la
“necesidad” sistémica de desarticular la identidad jurídica de los colecti-
vos minoritarios, en particular de la ley judía189. Se sumaba a esta presión
la persistencia de las ideologías anti-judías que no sólo no desaparecieron
con la modernidad, sino que se adaptaron las percepciones de lo judío pa-
ra convertirlo no ya en enemigos de la cristiandad, sino en enemigos de la
nación, como quedó retratado en el famoso caso Dreyfuss; algo más tarde,
el judío terminó siendo clasificado como enemigos de la propia “raza
humana”, y no sólo por los ideólogos del nazismo alemán. Ya se ha trata-
do en los primeros capítulos de la organización política y las condiciones
sociales de aparición de este fenómeno, de modo que sólo pretendemos
articularlo aquí con las consideraciones que hemos venido realizando so-
bre los fenómenos relativos a la adaptación cultural.
C_ Las estrategias actuales de adaptación cultural y sus debilidades
La dispersión comunitaria resistente de tipo multi-cultural y el nacio-
nalismo sionista constituyen entonces las dos principales estrategias cul-
turales de supervivencia que pueden encontrarse hoy en la judeidad. Pero,
a su vez, no debe olvidarse que existen en ambos espacios múltiples posi-
bilidades: la pertenencia a diferentes comunidades religiosas o la existen-
cia de diferentes ideologías políticas conducen a la existencia de diferen-
tes tipos de instituciones y organizaciones.
189 Napoleón Bonaparte combinó una estrategia de presión política al Sanedrín francés (máximo tribunal judío) con promesas conciliatorias de difícil cumplimiento, que in-cluían la reconstrucción del Templo de Jerusalén o, al menos, la restauración de la ciudad.
210
En el primer caso, aunque cada comunidad judía se revista con carac-
terísticas específicas, incorporando un localismo o adaptándolo a las
prácticas tradicionales, queda abierta la posibilidad de hallar otros muchos
cruces culturales en cada sector. Los diferentes sectores pueden optar por
continuar con las tradiciones religiosas de manera ortodoxa, conservadora
o reformista, pueden participar de la vida política de su comunidad o de la
sociedad que actúa como entorno, o pueden sentirse más ligados en forma
emocional o ideológica a una corriente política. Las alternativas de re-
configuración cultural son prácticamente ilimitadas, de modo que nos
hallamos frente a una gran variedad de posibilidades para ese “Ser” que
no es posible analizar rápidamente. Ni siquiera el análisis de cada caso
daría una idea de las combinaciones posibles y cualquier síntesis repre-
sentaría así una simplificación inaceptable. Pero sí puede apreciarse co-
mo, en conjunto, diversas comunidades han optado por mantener sus rela-
ciones con las sociedades en las que se encuentran instaladas sin renun-
ciar por ello a su identidad judaica, aún cuando esa identidad no sea
homogénea.
Esta estrategia se opone en la práctica a la concentración territorial
propuesta por el sionismo, que será en la misma medida cultural, y hemos
visto a su vez como se producen tensiones entre este esquema y la lógica
del estado-nación moderno, que tiende a borrar toda característica étnica
de sus integrantes, aunque casi siempre en forma incompleta. No obstan-
te, la oposición conceptual no impide que exista un determinado grado de
negociación entre ambas tendencias, que compiten frente al mismo “audi-
torio”, gracias a que las condiciones globales de comunicación intercultu-
ral se han modificado profundamente durante el último siglo. Básicamen-
te, se trata de presentarse como opciones vitales, que implican diferentes
renuncias y alternativas para los individuos que opten por una u otra. Por-
que es posible elegir entre vivir en una comunidad instalada en otra socie-
211
dad, conservando así los rasgos característicos –y también cambiantes– de
la cultura-marco, o trasladarse a un espacio territorial cuyo estado defien-
de una particular forma de ser judío, aunque nunca a lo judío en general,
por mucho que lo pretenda el discurso legitimador.
En la materialización del sionismo se conjugaron los ideales con una
evaluación racional de las condiciones de vida de los individuos y las fa-
milias, a veces, incluso, de las comunidades. Así, lógicamente, en una
comunidad judía despreciada, pauperizada o perseguida la estrategia de la
concentración territorial, que al parecer asegura mejores condiciones para
la defensa de los individuos judíos, tenderá a encontrar una mayor pro-
porción de adeptos, mientras que en comunidades bien adaptadas y acep-
tadas dicha tendencia será menor. Por supuesto, esto no es una regla, pues
la propaganda política puede elevar la proporción de sionistas en una co-
munidad mediante el convencimiento ideológico. No obstante, como se
reveló al analizar las migraciones judías en el capítulo tercero, hay que
señalar que esta propaganda ha resultado sólo marginalmente efectiva. Ha
contribuido a decidir el destino de un sujeto decidido a abandonar su lu-
gar de origen, pero sólo en pocos casos ha estimulando la emigración en
sí. Por otra parte, entre los judíos que no sean anti-sionistas religiosos o
que no reparen en los riesgos y las consecuencias implícitas en la adop-
ción de la estrategia sionista, difícilmente no ha despertado ésta alguna
simpatía, aun cuando la estrategia vital del individuo particular no opte
por la emigración a Israel. Los crímenes cometidos contra las comunida-
des judías durante al menos diez siglos no son fantasías. Son hechos do-
cumentados, sea cual sea el uso político que de esta realidad histórica se
haga en el presente, al punto tal que su recuerdo ha llegado, en algunos
casos, a formar parte integrante de la identidad judía. Al mismo tiempo, el
sionismo –al menos desde las políticas de estado, si no desde la perspecti-
va de la defensa del pluralismo cultural– es capaz de apreciar que una ex-
212
cesiva concentración le restaría apoyos externos, al margen de la insufi-
ciencia territorial del estado judío existente para absorber una cantidad
ilimitada de judíos.
Así, se ha alcanzado en las últimas décadas un delicado equilibrio en-
tre ambas estrategias. La segunda mitad del siglo XX ha visto como el
sionismo ha ganado una inmensa fuerza relativa en función de la concen-
tración territorial y la extensión de la ideología sionista, o al menos pro-
sionista, en muchas comunidades. A esto se ha sumado el estado de Israel
como vía de escape para muchos judíos que se encontraron en situaciones
sociales o políticas peligrosas en sus países de origen. Por otro lado, la
capacidad de absorción demográfica del estado judío muestra ya clara-
mente sus límites, de modo que no debe esperarse un éxito completo en
este objetivo, a menos que se considere como un éxito la desaparición de
otras formas de judaísmo.
Hasta la aparición del sionismo la dispersión de las comunidades, des-
arrollada desde la destrucción del segundo templo en el siglo I de la era
común, fue la gran estrategia de supervivencia de la judeidad. Hay buenas
razones, sin embargo, para pensar que se encuentra hoy en día amenaza-
da. Evaluando las tasas de reproducción de las diferentes comunidades la
amenaza principal no parece surgir de la competencia con el sionismo,
aunque la emigración a Israel de grandes contingentes judíos debilite de-
mográficamente a sus comunidades de origen. Por el contrario, el sionis-
mo como ideología judía no parece ser aquí más que un síntoma del pro-
blema central: la debilidad de la estrategia multi-cultural característica de
la judeidad hasta el fin del siglo XIX, problema que afecta también a la
cultura judía radicada en el propio estado de Israel.
Los efectos de la globalización son impresionantes en el terreno de la
política y la economía, y lo son también en el ámbito de la cultura. Frente
a la presión de la economía expansiva de mercado y sus instituciones
213
políticas anexas, el aislacionismo cultural o el repliegue identitario –que
representan otras posibilidades de supervivencia cultural– son poco via-
bles para unos colectivos habituados a intercambiar información y modos
de vida con otras culturas, como es el caso de las comunidades judías. A
los efectos generales de la globalización, la economía de mercado y las
condiciones políticas resultantes de su expansión característica sobre las
estrategias de supervivencia cultural y a las relaciones entre estas estrate-
gias se dedica el último capítulo de este trabajo. Porque sólo analizando
este contexto podremos recomponer una imagen general del estado actual
del problema y los efectos particulares del fenómeno sionista.
214
215
CAPÍTULO VII
PROYECCIONES: EL IMPACTO DEL SIONISMO EN LA CULTURA JUDÍA
MUNDIAL
A_ La lucha por la supervivencia cultural del judaísmo
1_ Reproducción social y cambio cultural
Para la observación de objetos inanimados, existir significa simple-
mente que permanezcan en una continuidad espacio-temporal; para los
animales y plantas, no dotados de auto-conciencia, consiste en verificar la
satisfacción mecánica de necesidades orgánicas predeterminadas. Para los
seres humanos, en cambio, existir significa más que eso, pues “existir”
incluye la percepción de ser reconocido y reconocer a sus semejantes. La
existencia física y psíquica de un ser humano depende de su integración
en una estructura social, lo cual se logra por medio de la socialización y el
ejercicio de la acción comunicativa y la experiencia simbólica. El comple-
jo animal humano incluye entre sus condiciones de existencia la auto-
percepción y el reflejo de la percepción de otros, satisfaciendo la necesi-
dad existencial de reconocimiento de los demás miembros de su comuni-
dad (más o menos orgánica, más o menos integrada), y que supone una
doble conexión entre la identidad y la diferencia. En resumidas cuentas, el
“Yo” se auto-reconoce porque existe un “otro” social, límite y continui-
dad a la vez, a tal punto que la mente humana puede considerarse una
función de esta relación social: “La mente no es un componente de siste-
ma, es el producto emergente de la interacción entre las personas, obje-
tos y artefactos en la actividad. La mente no existe bajo la piel del sujeto
216
ni está inscrita en los instrumentos culturales. La mente es una cualidad
sistémica de la actividad humana mediada culturalmente” 190.
A su vez, esta relación vendrá a producirse siempre entre seres
humanos que se reconozcan recíprocamente, independientemente de que
hayan sido educados o no en la misma estrategia cultural de supervivencia
biológica. De modo que “la cultura proporciona estrategias cognitivas
que contribuyen a organizar, interpretar y representar el mundo físico y
social”191.
La base biológica común a todas las culturas humanas posibles –
mientras los genetistas no nos conviertan en otra cosa–, está vinculada
con la capacidad de mantener con vida al colectivo humano concreto, de
individuo a individuo pero también de generación en generación. Esto
tiene como consecuencia que una estrategia cultural de supervivencia es
reconocible por otra según las funciones que realiza para alcanzar su pro-
pia continuidad, en la forma de analogías funcionales, para responder de
diversas formas a la satisfacción de sus necesidades vitales. La percepción
de estas analogías abre el espacio del diálogo intercultural, para que exista
la posibilidad de articularlas en una estrategia común, aunque esto no dice
nada del mantenimiento de las relaciones sociales preexistentes ni de la
justicia o bondad de las relaciones pretéritas o de las resultantes, refleja-
das en sus respectivas estructuras jurídico-políticas.
En este contexto, para una cultura “existir” significa que sus integran-
tes se reconozcan, en menor o en mayor medida, dentro de los límites de
una determinada estrategia de supervivencia, lo cual no significa que sean
necesariamente conscientes de ella como tal. Significa también que se es-
fuercen, en el medio natural o social en el que se encuentran (o en los que
190 Cole y Engestrom, Commentary. Human Development, 38 pp. 19–24.Citado en Herranz Ybarra y Sierra García. Psicología Evolutiva I, UNED, 2002. Pág. 39. 191 Ídem. Pág. 42.
217
son incorporados), por conservar los elementos característicos –siempre
históricamente cambiantes– de esa estrategia general. Compartir una es-
trategia de supervivencia es, entonces, la base social de la identidad, que
es el dispositivo principal del auto-reconocimiento cultural.
No obstante, los miembros de una cultura, o una parte de ellos, pue-
den optar por modificar o ser obligados a cambiar, incluso sistemática-
mente en ambos casos, algunos de los dispositivos culturales de satisfac-
ción de necesidades por otros, construyendo un nuevo modelo cultural en
el cual la siguiente generación será socializada. Así, una cultura, tal como
se la reconoce en un momento dado, puede desaparecer, efecto que se
consigue también mediante la opresión sistemática o el genocidio. Sin ser
seres vivos o conscientes, las culturas que han demostrado a sus integran-
tes ser capaces de mantenerlos con vida y reproducirse se comportan ani-
madamente: cambiando, persistiendo y, en definitiva, luchando por so-
brevivir. Y sobreviven precisamente porque los individuos socialmente
integrados que las componen consideran, sean cuales fueren las fuentes de
sus creencias éticas e ideológicas o las consecuencias de aplicarlas en la
vida cotidiana, que esa es una forma adecuada de vivir. Aún así, el mero
conocimiento de la existencia de otras culturas puede conllevar el replan-
teo de la propia en ciertos aspectos de su desarrollo.
Prácticamente toda cultura –a menos que se encuentre en una fase
próxima a la extinción– dará respuesta a las necesidades básicas de sus
integrantes y se organizará en torno a un conjunto de reglas de comporta-
miento para intentar garantizar la reproducción de las instituciones desti-
nadas a ello. Esto explica por qué, para muchas culturas, dichas institu-
ciones suponen la vida misma de la comunidad, y que sean consideradas
muchas veces más importantes que los propios individuos, que son casi
siempre reemplazables en sus funciones sociales.
218
Aunque es difícil de apreciar desde el presente, esta situación es más
bien la regla que la excepción en la conformación de las sociedades
humanas. El individualismo ético de matriz liberal rompe parcialmente
con esta tendencia cambiando la cultura deontológica del deber ser del
sujeto en la sociedad por la cultura ontológica del deber hacia el sujeto
propietario de derechos inalienables. Pero, a pesar de su éxito ideológico,
es todavía demasiado pronto para considerar todas sus consecuencias.
Unos pocos siglos de existencia social no garantizan a una cultura ningún
éxito de adaptación seguro. Además de la historia de las civilizaciones,
los peligros medioambientales y sociales a los que nos vemos expuestos y
que son sufridos por buena parte de la humanidad nos advierten sobre los
límites del modelo económico y social vinculado a este entorno cultural.
Con todo, difícilmente habrá una relación simétrica entre culturas. En
este sentido, la sociedad cuyos sistemas internos favorezcan, estimulen o
necesiten una mayor obtención de bienes materiales tenderá a expandirse
y, si lo consigue, a imponerse sobre otras formaciones sociales. Y mucho
más cuando, como es el caso de la economía de mercado moderna, preci-
san de la constante ampliación de sus fronteras económicas para sobrevi-
vir, ya sea hacia fuera, colonizando poblaciones y territorios, o hacia de-
ntro, mercantilizando ámbitos de lo social anteriormente excluidos del
sistema económico.
De modo que las relaciones culturales entre diferentes sociedades no
sólo no son simétricas, sino que pueden tener entre sus mecanismos inter-
nos los medios para producir agentes específicamente preparados para
producir cambios en otras culturas además de en la cultura propia, cuyas
características variarán de acuerdo a las concepciones. En realidad, este
mismo proceso, desde el punto de vista económico y político, es el que
hemos caracterizado anteriormente acerca del imperialismo como régi-
men político expansionista y del colonialismo como práctica acumulativa
219
particular. En el campo cultural el proceso es menos evidente y continuo,
pero no menos efectivo, y en este sentido la judeidad no ha constituido
una excepción.
2_ Judeidad y modernidad
Buena parte de la judeidad no sólo se desarrolló en los últimos siglos
vinculada a los procesos característicos de la modernidad, sino que en
buena medida se desarrolló en el interior de los mismos. Porque muchas
comunidades eran ya expresiones multiculturales que contaban con una
parte de su “matriz” judaica, junto con otra parte seleccionada –o impues-
ta– desde las culturas existentes dentro de las sociedades en las que se
desarrollaban los motores de la “cultura occidental”. En términos socioló-
gicos, no hay posibilidad de afirmar la existencia de una única o verdade-
ra cultura judía, ni mucho menos de identificar sus elementos “puros”,
“esenciales” “permanentes” o “eternos”. Para la cultura judía existe, ape-
nas, la posibilidad de identificar elementos que han evolucionado, dado
que la consistencia de las culturas es material, social e histórica, no me-
tafísica.
El resultado, sin embargo, no es que no exista la judeidad como cultu-
ra sino que, al contrario, existen –y persisten– numerosas formas cultura-
les dentro de la judeidad. Todas ellas se hallaban ligadas en alguna medi-
da, hasta el advenimiento del sionismo al menos, a la atención en la vida
comunitaria de los relatos y preceptos –localmente reinterpretados– de las
Escrituras Canónicas y de sus interpretaciones admitidas. Esta centralidad
conduce inevitablemente a la existencia de instituciones propias y carac-
terísticas en donde se desarrollen sus efectos prácticos, como la sinagoga,
el rabinato, el centro de estudios judaicos, los tribunales rabínicos, etc. La
220
multiplicidad de las culturas judías en ámbitos multiculturales implica una
consecuente pluralidad de culturas “con” judíos, con formas diferencia-
das, a su vez, de atender a los conflictos derivados de dicha identidad
multicultural. No obstante, ser un elemento integrante o yuxtapuesto con
la cultura dominante y expansiva, para el caso de las comunidades judías
inmersas en las sociedades occidentales, no asegura de por sí la inmuni-
dad frente a la “colonización” interna, que supone el establecimiento de
una hegemonía ideológico-práctica en el manejo y control de las relacio-
nes sociales. Por el contrario, el peligro y la lucha por sobrevivir se vuel-
ven inmediatos y constantes, hasta el punto de convertirse en una necesi-
dad consciente. Como otras culturas y sub-culturas locales, como otras
sociedades, la judeidad de todo el mundo, sea cual fuere su forma origi-
nal, recibió el impacto multidimensional de la expansión europea. Como
no podía ser de otra manera, una de las manifestaciones de este impacto
fue el propio sionismo.
Con todo, el desarrollo completamente desigual de la globalización
obliga a no exagerar el papel de la homogeneización cultural, pues toda
cultura se desarrolla en un medio ambiente socioeconómico particular,
decisivo a la hora de determinar diferencias culturales. Así, hay culturas
afectadas por la globalización que no se benefician de su despliegue
económico, como se ha visto en el quinto capítulo. Esas experiencias cul-
turales son constantemente degradadas y, en forma eventual, destruidas.
Toda interpretación jurídico-política que, en el análisis de las relaciones
interculturales, no tenga en cuenta esta asimetría parece condenada a ses-
gar las opiniones. Simplemente, en las nuevas condiciones dejan de res-
ponder positivamente a la necesidad de reproducirse a sí mismas, garanti-
zando el éxito reproductor de sus integrantes, y son abandonadas. A me-
nudo el “folklore” no resulta ser más que un triste remanente local, que
pudo sobrevivir por su escasa importancia en el ámbito mercantil o preci-
221
samente porque se lo ha convertido en atracción turística o en artesanía
comercializable192. Actualmente, la destrucción cultural ocasiona que am-
plios sectores de diversas poblaciones sean incapaces de articularse so-
cialmente, y continúan sumergidos en la marginación, la miseria y la vio-
lencia recíproca.
Con la gran diversidad de situaciones adversas que las comunidades
judías europeas debieron transitar durante siglos, hay que decir que mu-
chas de ellas sobrevivieron. Sin embargo, la cultura sefardí, por ejemplo,
no sobrevivió sino con enormes cambios a la experiencia de la expulsión
de España en 1492, no obstante lo cual su “matriz judaica” tendió a per-
manecer, como así también su sabor ibérico.
Que la cultura judía contiene importantes elementos jurídicos propios
y que constituyen una de sus principales singularidades no es algo que se
discuta fácilmente, luego de dos milenios de influencia en Europa, Asia y
África de sus principios éticos y morales. Sin embargo, una de las más
crudas características de la globalización (porque es algo propio de las
economías de mercado a escala) es que no tolera conductas que se opon-
gan a la mercantilización de la vida en general, de modo que incluso la
dureza de este núcleo jurídico, que supo ser también el núcleo de la resis-
tencia cultural judía desde la edad antigua, se encuentra amenazada.
Existen dos elementos fundamentales que contribuyen a comprender
los alcances de la globalización en cuanto a la injerencia cultural de la
modernidad en el universo cultural judío. El primero de ellos es el marca-
do retroceso de la capacidad organizadora de los discursos tradicional-
mente unidos a lo religioso a lo largo de toda la modernidad. Sobre todo,
importa el abandono de la Trascendencia como elemento central del sim-
bolismo religioso, atando a las ideologías imperantes a la “realidad” del
192 Cfr. García Canclini, Las culturas populares en el capitalismo, Casa de las Améri-cas, 1982.
222
“aquí y ahora”, elemento que se conjuga perfectamente con el modelo
antropológico individualista y egoísta característico del pensamiento libe-
ral y que se entreteje con todo el marco efectivo de la globalización. El
segundo elemento está dado por la imposición de un sistema económico
versátil y multifacético, como es el capitalista, que siempre ha exigido de
las sociedades en las que se instala profundos cambios que no pueden de-
jar de afectar a la estrategia de supervivencia cultural que anteriormente
se manifestara en cada colectivo.
Una postura excesivamente relativista tiene también dos aristas. La
crítica habitual a este pensamiento consiste en que excederse en esta tesi-
tura implica caer en un abstencionismo moral frente a las atrocidades co-
metidas en nombre de la autonomía cultural. No obstante, este planteo se
deriva a su vez de un comportamiento etnocéntrico marcado: existe un
peligro que consiste en imponerse la tarea ideológica de juzgar a otros
colectivos a través de la matriz jurídica y moral propia. Esta es una heren-
cia ecuménica de la tradición religiosa occidental.
El capitalismo-liberal, como bloque cultural, considera ideológica-
mente que tiene el deber, además del derecho, de imponerse por doquier,
dado que supone que su sistema productivo y su sistema de derechos son
incontestablemente superiores, según su propia evaluación, adherida al
sistema políticamente infalible de buscar la paja en el ojo ajeno antes que
intentar quitar la viga del propio. Juzgar, antes que comprender y, peor
aún, destruir antes que conocer, son dos características que han acompa-
ñado a la expansión comercial y política de los países centrales desde el
período de formación de los imperios coloniales, es decir, desde bastante
antes incluso de que se impusiera el modelo ético-jurídico liberal y, tam-
bién, mucho antes de la aparición del sionismo.
Por otra parte, la carga de la imposición cultural se incrementa por la
gran expansión productiva del capitalismo, que suele descomponer a otros
223
sistemas económicos sin que se pueda constituir una reacción eficaz que
permita equilibrar las relaciones sociales, económicas y culturales. De
este modo, se descubre un profundo interés, ajeno a los valores humanita-
rios, en las acciones que supusieron y suponen la expansión de la ideolog-
ía dominante.
En el caso de la judeidad, es el proceso de debilitamiento de la reli-
gión como discurso de legitimación institucional lo que posibilita la con-
moción de sus propios sistemas de supervivencia multi-culturales, y lo
que abrió la posibilidad de que una nueva ideología, signada por el pre-
dominio del nacionalismo, se abriera paso en sus estructuras culturales.
Por ello el sionismo resultó una opción ideológica tan eficaz. Por un lado,
ofreció una alternativa a una identidad religiosa amenazada por las ten-
dencias imperantes en la modernidad; por otro lado, encontró las vías
políticas para materializar su propuesta. Pero que el resultado de todo el
proceso sea la supervivencia cultural de la judeidad es todavía una cues-
tión incierta. El sionismo no sólo introduce una nueva forma de identidad,
sino que debe, por sus propios contenidos y por el entorno social que
asume y reproduce, disolver permanentemente las formas y signos de
identidad cultural que hay más allá del icono y la referencia política pun-
tual. Y el punto más grave de este proceso es que sus protagonistas suelen
ser completamente inconscientes del mismo y sus consecuencias.
3_ Nacionalismo sionista y religión
Sin embargo, a pesar del debilitamiento de los discursos religiosos en
tanto representaciones ideológicas consideradas válidas, los fenómenos
nacionalistas presentan diversos puntos de contacto con aquellos porque,
en realidad, la vinculación ética con el mundo tiene siempre un aspecto
224
moral que no escapa, sociológicamente hablando, de una determinada
concepción de lo sagrado y lo profano, es decir, de las fronteras socioló-
gicas del ser colectivo y su interpretación particular del bien y del mal, del
tótem que habilita la integración social y el tabú que previene su desinte-
gración. Esto es particularmente cierto en la concepción de los discursos
organizadores de la vida social. Dicho de otra forma: el cambio en el mo-
do discursivo no necesariamente implicó en todos los casos un cambio de
los dispositivos de integración, interacción y control social.
Uno de los principales puntos de contacto es que ambos fenómenos, el
religioso y el nacionalista, permiten el desarrollo de formas de reconoci-
miento e integración social, de inclusión y exclusión de una comunidad
determinada, más o menos amplia y con características particulares. Esto
implica un conjunto de actitudes y expectativas frente a las acciones de
los correligionarios o compatriotas entre sí. Tienen así una capacidad im-
portante para determinar los tipos de comportamiento considerados lícitos
o ilícitos, enmarcados dentro de determinados marcos éticos, que consis-
ten en una juridicidad determinada, aún cuando no se encuentre en nor-
mas legales, y dan “sensibilidad” al tejido social. Esta sensibilidad lo hace
comprensible para sus integrantes y les permite organizar sus discursos y
acciones relativos a la posición y función que cada cual ocupa en las es-
tructuras sociales. Aunque la identidad religiosa, por supuesto, puede vol-
carse en formas de reconocimiento más amplias que las fronteras políticas
nacionales, esta capacidad también se encuentra enmarcada en las condi-
ciones históricas de auge, conflicto y preeminencia efectiva entre ambas
formas discursivas.
Históricamente, y en occidente, sólo en tiempos modernos se ha dado
una contradicción política radical entre estos dos términos de identidad y
legitimación de las instituciones sociales, debido al retraso de las religio-
nes dominantes para adaptarse a las reglas de juego capitalistas en parte,
225
también por el papel central que cumplía la fe religiosa en la organización
social medieval pero, en alguna medida, por la contradicción entre los
principios éticos de la religión humanista y la ciega instrumentación mer-
cantilista que persigue el beneficio particular.
Al combatir los aspectos políticos de la religión socialmente dominan-
te en el sistema feudal como organizadora del ethos colectivo, la burgues-
ía, en su posterior expansión y por las formas éticas e ideológicas que de-
bió desarrollar en la lucha contra el feudalismo, extendió su desprecio
político por las religiones a todo lo largo y ancho del mundo. Del triunfo
de este discurso se desprenden muchas posiciones contemporáneas res-
pecto de otras sociedades y formaciones políticas.
No obstante, esto no implicó la abolición de las creencias, actitudes y
sentimientos religiosos de las nuevas clases sociales en el poder, sino que
limitó y redujo el campo de aplicación de los discursos religiosos tradi-
cionales como organizadores de la vida social, relegándolos a aspectos
relativos a la privacidad de los individuos o, como mucho, de algunos
grupos minoritarios. Pero, no obstante el enfrentamiento, el nacionalismo
se asemeja a algunos fenómenos religiosos, en especial en lo que hace a la
organización jurídica de los estados burocratizados. Esto hace posible
que, en muchos casos, ambos discursos –aparentemente escindidos de
manera definitiva por la modernidad– vuelvan a reunirse, cuando apare-
cen intereses confluentes o cuando no se encuentran mejores vías discur-
sivas de legitimación para una estrategia política.
Las identidades nacionales, al igual que las religiones, también preci-
san para su confirmación de la existencia de momentos fundacionales y
figuras heroicas, y no parece haber un obstáculo serio para que una iden-
tidad de matriz religiosa derive en una nacional. Este es parcialmente el
caso del sionismo, siempre y cuando se verifiquen las demás condiciones
que definirían la existencia de una identidad nacional en términos moder-
226
nos. Sí en algunos estados antiguos y medievales la religión ocupaba un
lugar central en la conformación del estado, especialmente en el ámbito
de la generación de discursos que dieran sentido a las estructuras sociales
existentes, la razón positiva moderna parecería dar otra forma al sentido
utilizado para comprender al estado. Sin embargo, en muchas sociedades
modernas, y en especial en el ámbito europeo, el tránsito de la sociedad
feudal a la moderna produjo un desplazamiento de las formas de pensa-
miento religiosas ligadas a lo institucional, por lo que las nuevas institu-
ciones no dejaron de presentarse sacralizadas: “La Patria”, “El partido”,
“La Nación”, “El Estado”, “La Democracia”, incluso “los Derechos
Humanos” son nuevas formas que, si bien desplazan al señor, al rey, a la
tierra, al viejo estado, a la iglesia, en definitiva, a la antigua expresión de
los estratos sociales, no por ello alteran la lógica de sustentación discursi-
va de esas instituciones sociales pretéritas.
Porque estos nuevos discursos tampoco son ajenos a la estructura de
clases ni al estado de la lucha entre ellas, ni al modo de producción soste-
nido por una sociedad determinada, aunque presenten profundas diferen-
cias socioculturales frente a otras sociedades. Así, la nación moderna no
es el resultado de la aplicación inteligente de un sistema social racional,
sino el resultado de la maduración histórica de procesos económicos, so-
ciales y culturales coligados, representados en diversos discursos que no
alteran fundamentalmente las razones por las que los sujetos individuales
o colectivos los sustentan aunque cambien sus formas externas. En este
sentido, la nación moderna no es más “racional” que el estado feudal, lo
cual no quiere decir que no lo sea, por ejemplo, la utilización de los recur-
sos o el desarrollo de los medios y factores de producción, aunque siem-
pre en términos instrumentales mediados por la maximización esperada
de la ganancia.
227
Atender al discurso religioso como dador de sentido y en algunos ca-
sos como organizador legítimo de las relaciones sociales nos habla de
formas históricas de organización del estado, no necesariamente de dife-
rencias de grado entre aquel discurso y los discursos políticos que organi-
zan el estado moderno. Estos discursos políticos, además, nacen también
de la observación de los cambios que ocurren en los sistemas anteriores,
de la necesidad de dar sentido a las nuevas realidades sociales. Como en
todos los discursos tendientes a organizar sociedades y grupos humanos,
más que la veracidad técnica importa comprender la plausibilidad social,
la capacidad del discurso de dar sentido de manera coherente y compren-
siva a las realidades sociales a las que se enfrente.
El estado moderno es el que ha resultado del proceso de ascensión y
asentamiento del capitalismo como forma productiva dominante. Sobre
él, entonces, debieron concentrarse los discursos para darle forma, legali-
dad y legitimidad, aspectos que los discursos de tipo religioso (lo que se
entendía entonces por religioso) no podían satisfacer, precisamente por
estar ligados a las viejas formas de organización social. Una vez asentada
en las potencias dominantes, ya desde los primeros momentos de la ex-
pansión colonial, los estados centralizados europeos sólo reconocieron
como organizaciones sociales precisamente a aquellas que presentaban un
estado centralizado. Extendido el modelo en forma global por su propia
lógica material, todo grupo o comunidad que pretendiera regirse autóno-
mamente frente a las potencias dominantes (las nuevas potencias imperia-
listas) debió manejarse en el marco de esta órbita discursiva.
Esto es lo que ocurrió con el sionismo, con la variante de que las pre-
misas religiosas que sustentaban a la ideología judía tradicional y plural
no habían estado ligadas a las formas políticas medievales dominantes.
Por el contrario, habían estado ligadas a las formaciones sociales subordi-
nadas, por lo que pudieron acoplarse sin tantas fricciones con el nuevo
228
modelo. No obstante, el contenido político de la religión judía, que se ex-
presa en sus normas jurídicas, resultó sumamente restringido, como
hemos visto, en el desarrollo del sionismo político y en el período funda-
cional del estado de Israel: la ideología nacionalista secular resultó am-
pliamente vencedora en el reparto del poder legítimo, principalmente por-
que los contingentes pioneros más poderosos y activos eran seculares. De
otro modo, la creación del estado habría resultado inviable. Esto ubicó al
conflicto en el seno mismo del planteo ideológico sionista en particular y
judío en general.
El conflicto nación-religión instalado es de difícil solución, dado que
la ideología judía nacionalista no podía en ningún caso prescindir del todo
de los elementos religiosos si se pretendía lograr la permanencia de la
identidad nacional étnica. Aún los judíos más afectos al laicismo tendían
a mantener, aunque fuera en forma de tradiciones y costumbres, elemen-
tos simbólicos y religiosos –relatos, rituales, mitos, arquetipos, ceremo-
nias– que constituían el marco en el cual se desplegaran las formas tradi-
cionales de estudio y comprensión del mundo desde el judaísmo, al me-
nos entre la compilación de la Mishná hasta la modernidad: una múltiple
herencia de más de 1500 años de edad.
Según la manera moderna de comprender el estado, el profesar una re-
ligión no es un elemento válido para pretender tener un estado propio,
pues el estado abarca funciones específicas y enfáticamente no-religiosas.
Así lo entendieron también muchos judíos ortodoxos, que prefirieron la
acentuación de sus modalidades religiosas y culturales para enfrentar el
riesgo de la asimilación cultural en vez de la lucha por la creación de un
estado propio.
Los sectores judíos más secularizados también podían entenderlo así,
pero la particular situación de discriminación y persecución los obligaba a
plantear el problema y buscar una solución, que sólo pudo darse política-
229
mente en los canales de las líneas discursivas dominantes en las potencias
que controlaban el flujo del capital expansionista. Desarrollado en los
centros mismos de este poder imperial en sus expresiones más acabadas
hasta ese momento (Inglaterra y Francia), no eran muchas las opciones
ideológicas que pudiera tener un movimiento judío autonomista, lo cual
no significa que pudieran dejarse de lado las formas de identidad cultural
arrastradas y modificadas durante generaciones. La relación entre ambos
aspectos fue, al mismo tiempo, conflictiva y necesaria tal como se revela
en el discurso de los fundadores del sionismo político que analizamos en
el capítulo segundo.
Los primeros sionistas entendieron claramente que su acción tendía a
ser una estrategia de supervivencia pero sin poder plantearse demasiado
profundamente qué era lo que se pretendía salvar (si tradición, pueblo,
cultura o espíritu), más allá de los sujetos humanos que componían las
comunidades. Sólo la tradición jurídico-religiosa podía dar, todavía, un
sentido coherente y comprensivo a las orientaciones políticas judías, por-
que la teoría social y antropológica que podría haber ayudado a compren-
der sus circunstancias no se hallaba todavía lo bastante desarrollada o ex-
tendida y, por otra parte, no son los discursos científicos los que suelen
predominar en las formaciones ideológicas, porque la ciencia se ocupa del
conocimiento predispuesto al cambio histórico, mientras que la ideología
tiende a establecer como sentido común presupuestos que tienden a la
conservación, negando su propia historicidad.
El estado nacional moderno que debían fundar, tal como era com-
prendido por el sentido común (y aún lo es), debía entonces estar ligado al
control jurisdiccional de un territorio habitado mayoritariamente por los
miembros ciudadanos del mismo y regido autónomamente por éstos: un
estado étnico que, en realidad, el modelo nacional moderno no puede so-
portar indefinidamente. El pensamiento dominante judío podía adaptarse
230
a la idea de perseguir un estado, pero no de un estado que renunciara por
completo a los discursos tradicionales que daban sentido a su historia y a
su existencia, es decir, a sus condiciones previas de identidad.
Por otra parte, una vez consolidado este objetivo nada pudo impedir
que la historia de este estado no se viera regida por las condiciones que
marcan el desarrollo de cualquier otro estado nacional contemporáneo, así
como las comunidades judías no pudieron desvincularse de sus contextos
sociales. Sí los estados modernos, para pasar de los modelos ideológicos
medievales a formas discursivas basadas en la razón, debieron ir despla-
zando lentamente a los discursos religiosos, los intelectuales orgánicos
sionistas debieron, para imponer su ideología política, revalorizar y recu-
perar perdidas ideas “religiosas” para legitimar sus pretensiones naciona-
les: “Israel, como toda nación, está basada sobre una serie de mitos fun-
dacionales cuya esencia es la adopción de tradiciones arcaicas y atávicas
al servicio de un renovado nacionalismo”193.
En el caso del sionismo, evidentemente, la ideología religiosa es la
que da forma y contenido a la posibilidad de un reconocimiento nacional,
configurándose en un caso de coagulación religiosa-nacional posterior al
asentamiento del capitalismo en su etapa descolonizadora. No obstante, el
fundamento último del reconocimiento “nacional” judío sionista es la
existencia de una historia, real o mítica, común. Sólo que en la selección
de los mitos fundacionales fueron preferidos aquellos relativos al control
territorial que a acontecimientos religiosos y jurídicos del pasado mítico,
que habían llegado a desprenderse de la necesidad de establecerse en un
contexto territorial específico. Relatos épicos de las guerras judeo-
romanas, como la resistencia de Masada (siglo I) o de Betar (siglo II) y,
principalmente, la advertencia implícita en el recuerdo constante del ge-
nocidio nazi (a pesar de que ocurriera medio siglo después de la funda- 193 Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 69.
231
ción del sionismo político), pasan a conformar el cuerpo mismo de la
identidad estatal: “El Holocausto del judaísmo europeo fue y sigue siendo
una piedra fundamental en la construcción de la nueva nación. El Holo-
causto no sólo reivindica la necesidad de un estado judío soberano e in-
dependiente, sino que al mismo tiempo subraya una de las tensiones más
esenciales de la nueva sociedad israelí, la tensión entre el judío diaspóri-
co, perseguido y aniquilado, y el judío israelí, el hombre nuevo del rena-
cimiento nacional. El Sabra, el israelí nacido en Israel, es retratado por
la joven literatura hebrea como quien lleva sobre sus robustas espaldas
la carga de la derrota histórica del judaísmo diaspórico” 194.
La identidad mítica del sionismo no es entonces tampoco exclusiva-
mente religiosa, dado que es interpretada no como un suceso religioso en
sí, sino como un acontecimiento histórico, plenamente ligado al mundo
sensible, con todas las características de un mito fundacional que es re-
configurado para ser un mito de fundación nacional.
B_ La judeidad en el proceso de cambios culturales
En su libro “El País de las Últimas Cosas” el novelista norteamerica-
no Paul Auster hizo notar que cada generación de judíos se considera a sí
misma la última. Una esperanza mesiánica, un deseo de conocer el final,
sea terrible o dichoso, puede esconderse detrás de esta sensación íntima.
No obstante, está claro que, en cuanto a la identidad cultural al menos,
las estrategias de las poblaciones judías han resultado, hasta el presente,
eficaces. Puede sostenerse esa afirmación porque existe todavía un cierto
número de personas que se identifican con esta condición aunque, indu- 194 Ibídem. Ben Amí no lo anota, pero la propia expresión “holocausto” remite a con-tenidos de orden religioso: al sacrificio ritual y al castigo divino. Por eso en el texto preferimos utilizar sistemáticamente la idea de genocidio.
232
dablemente y con completa independencia de lo que ellos mismos crean,
sus tradiciones y costumbres no se parecerán a ninguna de las que existie-
ron en los tiempos en que reinaba la Casa de David. La selección cultural
ha jugado, en los últimos siglos, en contra de las pequeñas sociedades y
las culturas de escasa extensión. Y no porque se haya multiplicado la po-
blación mundial sino porque las grandes sociedades contemporáneas re-
presentan un peligro inmediato, ya que tienden a seguir expandiéndose.
Las formaciones sociopolíticas ligadas a la economía de mercado han sal-
tado, no obstante, los niveles de cualquier escala acerca de sus efectos
inmediatamente observables.
Nunca antes, en sus muchos siglos de existencia –considerando la
continuidad histórica más general– la judeidad, con sus diversas adapta-
ciones culturales, debió enfrentarse a un enemigo tan poderoso. Y debe
considerarse que los judíos sobrevivieron como cultura a las ciudades-
estado griegas, a los imperios persa y romano, a la expansión del Islam y
al feudalismo, todas ellas formaciones sociales sólidas y muchísimo más
extensas que los reinos judíos o las comunidades dispersas. El precio de
esta permanencia ha sido el de la adaptación constante, pero con la condi-
ción de preservar un conjunto de contenidos mínimos reconocibles. Por
otra parte, si han sobrevivido varias formaciones culturales judías, mu-
chas otras se han extinguido también, al punto que las transformaciones
existentes dificultan la apreciación del pasado, pues éste se recicla y es
reinterpretado constantemente, de modo que hay elementos que parecen
haber desaparecido pero perviven en nuevas formas y otros elementos
que, por el contrario, parecen subsistir, aunque en realidad han perdido su
contenido social y cultural.
El precio que reclaman las actuales condiciones para la adaptación
puede resultar, con todo, demasiado alto, y el sionismo, en especial en su
aspecto realizador y en su estructuración estatal, se muestra dispuesto a
233
pagar ese precio, que nunca es una garantía. La judeidad, al aceptar la
forma del estado nacional, debe incorporarse también a unos circuitos de
integración e interacción sociales incompatibles, en términos jurídicos,
con los que sostuvieron la estrategia cultural emergente de la crisis del
siglo II, que hemos descripto como multi-culturación.
Si es posible “medir” la riqueza cultural de la humanidad consideran-
do la variedad de adaptaciones culturales, hay que decir que estas mismas
condiciones que amenazan a la judeidad representaron un empobreci-
miento violento y radical para prácticamente todas las sociedades existen-
tes, razón por la cual hemos insistido en la importancia de comprender el
proceso de globalización. En este marco, la alteración continua del ethos
de cada sociedad en general y de las formas judías de socialización no
parece ser un hecho que se pueda juzgar a la vez en términos morales, al
menos no sin caer en una contradicción con los términos de análisis pro-
puestos. La incomodidad ante la desaparición de formas culturales no
puede ser, en este sentido, más que estética, pues no hay derecho positivo
que defienda a las culturas como valores en sí mismos. En el mejor de los
casos, se las trata como valores y bienes de individuos dignos de recibir
protección.
El problema moral aparece, de todas formas, cuando esta tendencia a
la homogeneización de las prácticas sociales a escala mundial viola y co-
rrompe constantemente y de forma sistemática los propios valores en los
que reclama apoyarse y que se encuentra lista a defender en la forma del
poder militar de sus formaciones políticas predominantes. Al crear un es-
tado moderno para el pueblo judío, el sionismo ha abierto una puerta que
parece conducir a un tipo de adaptación cultural en la cual los elementos
que se pretendía defender no serán más que un recuerdo ocasional. En las
actuales condiciones de conflicto crónico, dicha elección es objeto de
críticas no sólo culturales, sino también morales. En la actualidad, mien-
234
tras aparentemente se refuerzan Israel y la comunidad judía norteamerica-
na, el resto de la judeidad mundial languidece y tiende a desaparecer, des-
pojada de sus singularidades y disminuida en su capacidad de reproducir-
se, principalmente porque cada generación de sujetos que la componen
renuncia crecientemente a identificarse con las estrategias de superviven-
cia propiamente judías que perviven, incluyendo la sionista.
Cuando se crea el sionismo como movimiento político, la judeidad eu-
ropea carecía de un centro de poder desde el cual se establecieran directi-
vas hacia todas las comunidades. Coincidentemente, las masivas migra-
ciones hacia América diversificaban aún más la distribución demográfica
judía. No existía una institución que tuviera poder suficiente para imponer
una identidad legítima “absoluta”, frente a la cual disciplinar o expulsar
disidentes. Esta ausencia de un modelo central, entonces, eliminó la disi-
dencia como problema político, aunque las diferencias se profundizaban:
judíos ortodoxos, conservadores o reformistas religiosos se diferenciaban
entre sí, tanto como los asquenazíes de los sefardíes. Pero los antagonis-
mos no derivaban hacia intentos importantes de imponer una determinada
legitimidad frente a las sociedades contingentes o frente a los demás gru-
pos.
En este sentido, y al margen de las opiniones sobre la validez o justi-
cia, necesidad o mandato, de construir –o reconstruir– un estado judío, el
sionismo fue un poderoso agente para la reflexión, sí como fue un agente
de ruptura con los marcos tradicionales de identidad, restringidos a acce-
der a una totalidad por la profundización de sus particularidades. El sio-
nismo permitió que las poblaciones judías dispersas se repensaran a sí
mismas y que se admitiera la existencia de diferentes tradiciones dentro
de un marco común. Al mismo tiempo, el sionismo como ideología per-
mitió a muchos judíos comprender su condición en términos que podían
considerar “modernos”, es decir, legítimos. Porque una de las condiciones
235
impuestas por la modernidad es la sensación de que las formas preceden-
tes de comprender la vida social, basadas en discursos religiosos o tradi-
cionales, carecían de un auténtico sentido.
El nuevo judaísmo propuesto por el sionismo brindaba así, en esta
línea de ideas, la oportunidad de revalidar la propia condición judía. Sin
embargo, esta es una postura puramente ideológica, ni más ni menos ra-
cional que otras, y su pretensión de centralidad derivó en un empobreci-
miento de las opciones de lucha por la supervivencia cultural entre las
comunidades judías en donde el sionismo resultó ser influyente.
Durante el extenso período de dispersión de las comunidades, la ley
de Moisés, extendida y complementada con el Talmud y sucesivos inten-
tos de re-codificación de la ley halájica, había permitido no sólo estable-
cer una base para el reconocimiento colectivo. La elaboración de una juri-
dicidad amplia y autónoma había permitido el establecimiento de una po-
derosa red comercial, cuyo funcionamiento se regía precisamente en ese
marco legal, unido en forma indistinguible a una religión, pues el ambien-
te ideológico de la época no exigía su separación sino su integración. En
la baja edad media y la modernidad esos lazos se deshicieron por la lucha
y los procesos de cambio social y ahora, en la modernidad, debían com-
prenderse nuevamente. Pero, precisamente, la ruptura de la modernidad
con las formas tradicionales religiosas de articulación social, se instalaba
ahora en el seno mismo de la judeidad.
Se establecieron así los principios para una lucha, a veces casi imper-
ceptible y manifiesta en otras ocasiones, por crear una historia legítima,
un relato oficial que expresara las nuevas ideologías e intereses de los
grupos involucrados. Los defensores de la fe no necesitaban más que los
relatos comprendidos en los ya antiquísimos textos y los códices jurídicos
que pautaban sus vidas. Pero los precursores del estado necesitaban más
que eso: necesitaban una historia, un relato que validara los derechos so-
236
bre el territorio. Esta necesidad obligó a la imposición de la historiografía
ideológica sionista, según la cual la condición judía era, hasta ese momen-
to, la del exilio y la diáspora, la de la ausencia forzada de una tierra a la
que se pertenecía en cuerpo y en espíritu. Los casi dos milenios de histo-
ria (en realidad, de historias) se reducirían drásticamente entonces, en el
discurso sionista, a una condición dolorosa a la cual debería oponérsele el
bálsamo de la independencia nacional. Sí los primeros sionistas tenían
claro que su búsqueda era la de la salvación, para las siguientes genera-
ciones esa búsqueda sería ya una necesidad inherente a la condición judía.
Que ello implicara la destrucción del “viejo judaísmo” no es más que la
consecuencia necesaria de la extensión de esta forma ideológica. Debido a
sus condiciones ideológicas, entonces, el nacionalismo judío imponía
límites a sus vínculos con otras formas posibles de concebir el judaísmo.
Lógicamente, el conservadurismo y la ortodoxia en materia religiosa tam-
poco proveían un discurso que permitiera una mejor comprensión recí-
proca. Sí el distanciamiento no derivó en una ruptura, ello se debió prin-
cipalmente a que las diferentes tendencias no estuvieron nunca lo bastante
integradas como para tener un espacio político común en el cual desarro-
llar la lucha.
Para los judíos no involucrados en el proyecto sionista este desarrollo
intelectual no resultaba necesario ni evidente, pues su pertenencia e iden-
tidad seguían definidas por cánones religiosos o tradicionales en relacio-
nes multi-culturales históricamente eficientes. Estas posturas no eran indi-
ferentes para el discurso sionista. Por el contrario, resultaban necesaria-
mente peligrosas para el activismo sionista, porque le restaban a la vez
legitimidad y fuerza política frente a los estados nacionales que cada vez
más admitían la libertad de culto dentro de los marcos jurídicos impuestos
por sus organismos legislativos en el ámbito de lo privado. La desapari-
ción, aun gradual e incompleta, de la discriminación con motivos religio-
237
sos no jugaba a favor del ideal sionista, sino más bien lo contrario. Esto se
verifica en la decadencia de la emigración ideológica hacia Israel en las
últimas décadas.
Por supuesto, el acceso a la igualdad ante la ley burguesa equivalía a
la renuncia parcial a las propias leyes (y a su subordinación efectiva) y
por lo tanto a la autonomía relativa que había sido una característica cen-
tral del judaísmo en occidente. No obstante esto, los procesos de asimila-
ción, iniciados con la propia modernidad, habían dejado su profunda hue-
lla, y no fue por el mantenimiento de la autonomía jurídica que los judíos
sionistas se pusieron en marcha. Lógicamente, una nación nacida de euro-
peos precisaba para ser reconocida por Europa y Norteamérica de la exis-
tencia de una ley que le permitiera tratar en términos compatibles con las
potencias centrales, aún con todas sus restricciones y particularidades.
Los derechos del Hombre, su Vida, su Propiedad, su Capacidad Indivi-
dual de Desarrollo Económico, las Posibilidades de Asociación Con Fines
de Lucro, la Permeabilidad a los Mercados Externos, debían presentarse
de una forma moderna para ser legítima. Y ni la ley antigua, ni la talmú-
dica o la halájica respondían a estos cánones. Y no sólo por su antigüedad
y posible falta de actualización, sino, fundamentalmente, por los proble-
mas éticos que acarrearía su incorporación a las reglas modernas de las
relaciones sociales. Cualquier estado judío viable debería necesariamente
responder a las condiciones impuestas por las relaciones internacionales y
el mercado mundial y todo aquello que implicara entorpecer esta respues-
ta, por muy importante que fuera, debía ser relegado a un segundo plano
para mantener la viabilidad del proyecto nacionalista.
238
C_ Características generales de los efectos del sionismo en la judei-
dad
1_ De la Religión sin Estado a la Religión para el Estado
Como discurso que debe organizar al menos una parte del pensamien-
to social, la religión no puede abstraerse de los cambios que ocurren con
el paso del tiempo. Sí la religión no consigue adaptarse a esos cambios, o
adaptarlos a sus propias formas, difícilmente podrá seguir cumpliendo su
función como mecanismo de integración social. Con el advenimiento de
la modernidad y el predominio de la economía de mercado la religión
perdió espacios en dónde dar sentido a la vida cotidiana. Sin embargo,
importantes segmentos de las relaciones humanas siguieron ligadas a ella,
en especial en lo que se refiere a las relaciones consideradas correctas en-
tre las personas, que es nada menos que la base sobre la que se asienta
toda estructura jurídica o moral.
La religión judía, que desde fines de la Edad Media sostuvo normas
de comportamiento muy rígidas en sus expresiones más conservadoras y
muy permeables en otras, no es ajena a los cambios ocurridos en Europa y
América. Pero aún mantenía, hacia mediados del siglo XIX, gran influen-
cia ética entre sus seguidores y también una relativa autonomía frente a
los estados nacionales. Pero sólo con la creación del estado de Israel el
judaísmo como religión tuvo oportunidad de ser “religión del estado”. No
obstante, como se ha dicho, las fuerzas predominantes en la formación del
estado fueron las tendencias políticas seculares y los sectores religiosos
lograron consolidarse como fuerza política bastante después de la inde-
pendencia y sólo gracias a un fuerte proceso de reorientación de sus dis-
cursos (especialmente hacia un nacionalismo-teológico fundamentalista),
lo cual ha dado como resultado situaciones pasmosas: la televisión israelí
239
ha llegado a mostrar a rabinos conminando a enfermos hospitalizados a
votar a sus partidos políticos, a cambio de asegurar la protección divina
en el trance de la enfermedad. La visita, compañía y asistencia a los en-
fermos es un importante precepto de solidaridad judío, pero difícilmente
su sentido original haya sido presionar a los enfermos para conseguir un
rédito político. Así, desde una perspectiva laica: “el mesianismo político
religioso, con su violento desafío a la democracia en nombre de una ab-
soluta e intransigente religión, representa uno de los actuales peligros de
la realidad israelí”195. Pero debe considerarse que el carácter “absoluto e
intransigente” del mesianismo religioso ha sido estimulado por la necesi-
dad de enfrentarse a una absoluta e intransigente secularización de la polí-
tica, mientras que las posturas nacionalistas y militaristas han tenido en
Israel consecuencias igualmente graves en este sentido.
Los creadores del estado judío, en donde predominaron políticos mo-
dernistas de inspiración socialista o liberal-corporativista, tuvieron mucho
interés y cuidado en no fundar una nación basada en una religión que no
era capaz de dar por sí sola respuestas a las condiciones sociales de un
estado nacional moderno. Las necesidades ideológicas del sionismo ten-
dieron –infructuosamente– a intentar negar o atenuar las diferencias étni-
cas con respecto al que consideraban “judaísmo verdadero”, encarnado
por el ideal sionista que tendía a coincidir con los relatos y creencias reli-
giosas, destacando la importancia de los textos recopilados durante la ex-
periencia “nacional” pre-cristiana, que muy poco podía parecerse a la es-
tructura de los estados nacionales modernos. Sin querer ser religioso, en-
tonces, el sionismo tomó para sí la religión, en una relación debida a la
necesidad que tenía de sus matrices discursivas. Pero a la vez la relación
implicaba el rechazo, por lo que “lo religioso” representaba de arcaico y
perimido para su matriz moderna, racional y occidental. 195 Ben Ami, Israel, entre la Guerra y la paz. Op. Cit. Pág. 22.
240
La religión judía, que no había tenido estado, se transformó, modifi-
cada a conveniencia, en religión para el estado, aportando principalmente
su capacidad discursiva de consolidar identidades partiendo de compo-
nentes dispersos, lo cual se consigue sacralizando determinados aspectos
de la vida social o, como ocurre en este caso, diversos símbolos y rituales
ligados a lo nacional: la bandera, el himno, el servicio militar son ejem-
plos de esta renovación ideológica. Persistía igualmente en el mundo el
judaísmo como religión sin estado, como expresión de la fe y la concien-
cia de diversos grupos humanos. Otros grupos de la misma fe optaron por
aceptar ese estado pero no lo eligieron como propio, prefiriendo continuar
sus vidas en los espacios que ocupaban de la forma en que lo habían
hecho hasta el momento. Otros consideraron que esos actos humanos pro-
venían del plan de Dios para la redención del pueblo de Israel. Sin embar-
go, ninguna de estas posturas puede investirse como oposición al naciona-
lismo secular representado por el sionismo político, que es la fuerza que
emerge con la capacidad de orientar realmente el contenido de la ideolog-
ía judía respecto del estado de Israel. La antigua religión, ya fragmentada,
se dividió todavía más con el proyecto de estado primero y con el estado
ya creado luego. Y le quedaba todavía una forma más para adoptar.
El sionismo sigue la tradición nacionalista porque establece para los
ciudadanos una relación fuertemente emotiva y trascendente con el estado
judío. Se vuelve indispensable el “amor a la patria” para que tenga sentido
dar la vida por defenderla tanto como debía darse para los creyentes por la
ley y la fe de Moisés. Esta situación se acentuó por el alto grado de mili-
tarización de la sociedad israelí, que implicaba una profunda conciencia
del “adentro” y del “afuera” para identificar con rapidez y eficacia a los
enemigos y a los aliados. Por supuesto, cuanto más alto sea el grado de
esta cohesión, más cerca estaremos de hablar de aquello que se conoce
por integrismo, que no es sino un eufemismo para nombrar al fanatis-
241
mo político. Las etapas de colonización, fundación y lucha por la supervi-
vencia del estado de Israel estuvieron ciertamente marcadas por estas ca-
racterísticas, y todavía más lo están los discursos contemporáneos para
justificar o defender las políticas desarrolladas por el estado en materia
interior o exterior.
De otra forma, los objetivos no hubieran podido ser llevados a cabo,
tanto en lo que se refiere a la organización productiva de las colonias o la
organización militar de las fuerzas de autodefensa o las fuerzas armadas
israelíes. Vale la pena recordar que casi todos los movimientos revolucio-
narios socialistas del siglo XX, y también el corporativismo de Europa y
los EUA, estuvieron marcados fuertemente por esta condición de “reli-
gión del estado” implícita en todos los discursos patrióticos nacionalistas.
En ella los destinos del estado nacional estaban indisolublemente ligados
con los de la revolución o el destino del pueblo, y que requerían la acep-
tación de los principios establecidos. De modo que al sionismo no le tocó
innovar nada en este sentido, sino colorear con su tinta el dibujo ya traza-
do por la historia.
El estado judío, sacralizado de esta manera, tenía, sin embargo, una
característica particular: la mayor parte de las personas y comunidades
capaces de sentirse, al menos potencialmente, vinculadas a esta forma sa-
cra vivían todavía fuera de sus fronteras. Aún más, durante las primeras
décadas de existencia de este estado, estas comunidades fueron importan-
tes para el mantenimiento y renovación del cuerpo social del mismo, que
consumía recursos en mantener su impulso migratorio a la vez que busca-
ba constantemente apoyo financiero: se solicitaba de las comunidades o
los judíos pobres que aportaran inmigrantes y, de los sectores más favore-
cidos, recursos.
Para el sionismo extremo, el judío no sionista era tan sospechoso co-
mo para el ortodoxo lo era el judío ateo o reformista, y por lo tanto lo era
242
todo aquel que se sintiera ligado a su país de origen o al que sus padres
hubieran decidido emigrar. Se repudió incluso al yiddisch o al ladino co-
mo formas impuras o arcaicas de la vida judía, remanentes de un triste
pasado o síntomas de la adulteración del judaísmo nacionalista “auténti-
co”. Pero, al margen de casos límite, ésta “fe del estado”, que en muchos
casos menospreciara a la antigua religión, se obligó a fundar sus propios
centros de absorción ideológica y a influir fuertemente en el desarrollo de
las comunidades dispersas. A partir de entonces estas comunidades fueron
concebidas principalmente como “diáspora” y “exilio”, y no como unida-
des socioculturales valiosas por sí mismas.
Este es probablemente el problema más importante que la aparición
del sionismo introdujo en la judeidad porque obstruye y dificulta mucho
el mantenimiento de las comunidades judías y, tal vez sin quererlo, con-
tribuye a la desaparición gradual de muchas formas culturalmente apre-
ciables y a debilitar sus propios recursos simbólicos (y, a la larga, prácti-
cos) para mantener la cohesión de Israel como un estado diferente, dedi-
cado a la condición judía.
2_ Efectos del triunfo sionista.
a_ La modernización del judaísmo
Ningún pueblo, religión o cultura que haya entrado en contacto con el
capitalismo y sus exponentes nacionales o imperiales pudo salir indemne
de esa relación, y ni el judaísmo ni la judeidad fueron una excepción, ni
siquiera en sus expresiones más conservadoras. El capitalismo es la es-
tructura social y económica más dinámica que se conoce, pero tal dina-
mismo no es siempre progresivo en lo económico o lo humano, porque es
243
también fuente de numerosos problemas, desde la resistencia ecológica
del medio ambiente a la resistencia de la diversidad biológica o cultural.
La aparición del sionismo, si bien estaba condicionada profundamente
por las ideologías emergentes, introdujo las modificaciones impuestas por
la economía de mercado en seno mismo de la judeidad, volviendo inter-
nos sus conflictos y convirtiendo en propiamente judías a las condiciones
que hasta ese momento habían afectado a los judíos como factores par-
cialmente externos a su cultura. Esto no significa de ninguna manera que
sin el sionismo el judaísmo hubiera quedado protegido de las consecuen-
cias de la expansión del capitalismo, sino simplemente que el discurso
nacionalista le dio un nuevo impulso y una forma muy eficiente de trans-
formación social para las comunidades judías.
Las diversas reacciones de las comunidades judías ante los procesos
de cambio, desde la secularización de su cultura a la exacerbación de las
costumbres, dieron mayor fluidez a unas relaciones sociales internas que
nunca habían sido realmente estáticas, pero que ahora están sometidas a
procesos de transformación muy violentos. Sí antes los cambios se pro-
ducían de generación en generación, ahora acontecen muchas veces y en
muchos sentidos durante una misma generación. De esta forma, el sio-
nismo no viene a destruir una organización construida para edificar una
nueva sobre los escombros, sino que continúa, en uno de los caminos po-
sibles, el proceso constante de cambio del judaísmo y de bifurcación de
sus posibilidades de adaptación sociocultural. Sin embargo, lo hace cam-
biando formas de resistencia cultural debilitadas pero sólidas por estrate-
gias coyunturalmente fortalecidas, pero que son estructuralmente débiles,
porque no se deben a los factores internos de la cultura judía, sino a facto-
res externos a la misma.
Sí algo de magnífico tiene la judeidad histórica para ofrecer a los pen-
sadores sociales es su capacidad para fragmentarse y elegir todos los ca-
244
minos posibles, lo cual implica la constante lucha por el reconocimiento y
el auto-conocimiento, el permanente diálogo sobre la ontología y deonto-
logía de cada grupo judío y cada judío en particular. Habituadas a pensar-
se como pueblos dentro de pueblos, las comunidades judías supieron ser,
al menos en el pasado, instrumentos versátiles y eficaces para superar la
selección cultural.
Dada la relativa debilidad de cada corriente de pensamiento judío res-
pecto de las sociedades en las que se hallaran, los conflictos internos per-
manentes pocas veces pudieron ser resueltos mediante la eliminación de
la ideología judía rival. Por ello predominaron la pluralidad, el diálogo y
las composiciones antes que las resoluciones unidireccionales o totalita-
rias, los cismas antes que las victorias facciosas y los cambios culturales
antes que la consolidación de una única forma legítima para el ser social
de cada comunidad196. Al mismo tiempo, la debilidad de esas comunida-
des obligó a encontrar dispositivos de adaptación y supervivencia que im-
primían nuevas formas de multiplicidad.
Este desarrollo fue posible dentro de sociedades que desconocían los
derechos individuales y que se apoyaban en excluyentes discursos religio-
sos y políticas de coacción directa. Paradójicamente, las posibilidades de
desarrollo cultural se ven trabadas en un sistema mucho más dinámico y
persuasivo, con discursos más abiertos a la pluralidad y con respeto for-
mal por las formas de vida individuales, como es el modelo imperante en
la modernidad occidental. Su dinámica constantemente expansiva tiende a
construir un mundo a su imagen y semejanza, dado que la “esencia natu-
ral” de los hombres se confunde entre su carácter de productores de bie-
nes tangibles e intangibles con su condición de consumidores compulsi-
196 Lo cual está lejos de significar que no existieran sanciones para lo que se conside-raran excesos de “resignificación”. Allí está, para recordarlo, la figura y la vida del filósofo Baruj Spinoza.
245
vos, conductores de necesidades nuevas dentro de un sistema todavía ba-
sado en la desigualdad económica y social.
La aceptación tolerante de las diferencias individuales y culturales se
sofoca en la contradicción que supone un deber excluyente: el de compor-
tarse de acuerdo a las relaciones de mercado que dominan la vida social.
Y como las culturas no son estructuras ajenas a las formas productivas en
la vida social, el cambio de las formas productivas implica la mutación o
destrucción de esas culturas, en el caso extremo de que no consigan adap-
tarse. El fenómeno, en general, no guarda demasiados secretos: la expan-
sión de la economía de mercado requiere la eliminación de las formas no
capitalistas de producción, proceso que prácticamente ya ha alcanzado a
todo el planeta. Quizá es verdad que actualmente cualquier religión o cul-
tura es dejada en paz. Pero eso es siempre y cuando su concepción del
mundo no se oponga al mercado o interfiera en su avance. Esto implica
también, obviamente, que todos y cada uno deben renunciar a leyes escri-
tas o normas tácitas que no avalen las formas jurídicas y las prácticas pro-
pias de la economía de libre mercado en cualquiera de sus expresiones, lo
cual alcanza a sociedades en cuyas bases jurídicas rija un “exceso de soli-
daridad distributiva”, que entorpezca la obtención de ganancias. Por otro
lado, no cualquier forma política alcanza el reconocimiento formal, sino
sólo aquellas implícitas en los marcos del liberalismo. En el caso del sio-
nismo se producen los dos movimientos en forma paralela, que en rela-
ción con sus principios motores implican una cierta contradicción.
Con el sionismo, la judeidad alcanza una forma legítima dentro de es-
tos límites, transformándose en una forma más moderna y aceptable de
judaísmo. Pero al mismo tiempo esto implicó dejar de lado, para quienes
apoyaron el proyecto, las formas tradicionales de comportamiento indivi-
dual y colectivo. Este abandono no es consecuencia de procesos internos
de creación y superación, sino de la influencia implacable de la ideología
246
dominante y sus formas legítimas de actuar en términos políticos. La con-
tradicción radica en que, siendo un movimiento iniciado para asegurar la
existencia del judaísmo, sólo puede alcanzar su objetivo renunciando a
buena parte él, abandonando sus señas de identidad, negando otras y exa-
gerando otras más, pero no necesariamente superándolas.
El precio de la eficacia política es alto (en el futuro sabremos si no es
quizá demasiado alto), porque implica la renuncia a la autonomía de una
manera tan profunda como sutil. Pero también se paga con horror, porque
con el estado judío parte de la judeidad se vuelve capaz de materializar
horrores que en el pasado sólo la habían tenido como víctima: la posibili-
dad cierta de oprimir a poblaciones enteras mediante el ejercicio de la vio-
lencia estatal.
El judaísmo asiste a una modernización forzada de sus expresiones
políticas tradicionales, sin que explícitamente se reniegue de ellas, pero
restándoles su fuerza vital, que radicaba en su capacidad de organizar los
discursos y prácticas sociales, ya fuera mediante las formas religiosas o
rituales y las jurídicas o morales derivadas de ellas. Por supuesto, el sio-
nismo no es sino el punto culminante, en este sentido, de los procesos que
ya se habían ido gestando desde la disolución del régimen feudal, y es así
más una consecuencia que una causa.
Sin embargo, parece cierto que su aparición, y sobre todo la creación
efectiva del estado de Israel, sirvieron para acelerar e incrementar el pro-
ceso. Desde la perspectiva externa, los judíos, contando con un estado
propio, no tendrían ya más derecho a considerarse diferentes dentro de
otras sociedades, pues tienen ahora la opción de trasladarse a un territorio
que pueden considerar propio. Con esto se negaban de hecho las particu-
laridades de los siglos de desarrollo interactivo, acomodando las decenas
de manifestaciones dentro del molde único del estado nacional, tendencia
247
que al día de hoy se manifiesta en muchos países en relación con sus res-
pectivas minorías culturales.
Independientemente de las influencias y presiones ejercidas sobre ca-
da sector y comunidad judía, el sionismo se transformó, sin proponérselo,
en el principal agente ideológico del pensamiento dominante al interior de
la judeidad, dado que propendía a la institucionalización de sus prácticas
en el conjunto de las comunidades y ejercer su representación legítima
frente a organizaciones más amplias e influyentes.
b_ El sionismo y la reconstrucción del pasado
Con la globalización creciente como contexto ideológico y político, el
sionismo, por sus propias necesidades históricas, comenzó a ejercer una
fuerte presión sobre las formas de pensar el pasado judío y la condición
judía. El “recuerdo” de la vida pretérita del pueblo judío como conjunto
en la tierra que fuera el reino de David y Salomón, se fue tornando más
fuerte y preciso que la “vaguedad histórica” de los dos milenios de dis-
persión cultural; la unidad del pueblo se volvió más importante que su
diversidad y se achacó a esta diversidad la debilidad histórica de los jud-
íos frente a los demás pueblos. Después del genocidio nazi en particular,
el sionismo pudo plantear la inseguridad de vivir fuera de las fronteras
nacionales aún con las normas liberales de comportamiento interétnico,
dado el estado de profunda desprotección de los judíos en el resto del
mundo. El pasado de decenas de experiencias judías en cuatro continentes
pasó a ser una muerta recopilación de dolorosas crónicas frente al vivo,
glorioso y luminoso presente nacional y muy pronto el Día de la Indepen-
dencia de Israel (Iom Haatzmaut) y la conmemoración del genocidio (Iom
Hashoá), se convirtieron en ceremonias del ritual colectivo, unidas en el
248
calendario litúrgico a costumbres milenarias. El idioma hebreo se trans-
formó en la lengua oficial judía no sólo en Israel sino en todas las comu-
nidades con fuerte presencia del ideario sionista. Las lenguas que habían
crecido con el judaísmo fueron expuestas como lenguas muertas por el
sionismo ideológico: “El gran logro del Sionismo, la rehabilitación de la
lengua hebrea, estaba también aparentemente ligado a la principal idea
nacional europea del siglo XIX. El renacimiento lingüístico y literario del
idioma nacional era un prerrequisito ideológico para la existencia de una
nación según el modelo europeo”197. La historia en el exilio, convertida
en un extenso martirologio por la ideología sionista, encontraba su reden-
ción en la aparición del estado.
Reconstruida la historia, no podía dejar de reconstruirse la identidad y
un supuesto judío eternamente sufriente y errante tenía la oportunidad de
convertirse ahora en parte activa del renacimiento judío, participando en
la construcción del estado. La Ausencia de Sión, el exilio, que pocas veces
había estado presente como tal y nunca fue dominante en las idas y veni-
das de los judíos por el mundo, era ahora la condición principal a superar.
Por supuesto, la ideología sionista nunca pudo imponerse por completo,
ni siquiera al interior del movimiento o del estado. Porque no tuvo más
opción que recoger sus principios idealistas del legado de dos mil años de
transformaciones, y no pudo recuperarlos inmaculados desde el estado
davídico antiguo, en donde pueblo y nación tenían sentidos completamen-
te diferentes a sus formas modernas.
La predominancia europea y secular en el movimiento político devino
en su preeminencia en la forma del estado y en sus políticas internas y
externas, tendiendo a la homogeneización de la cultura nacional con pre-
ponderancia de su propia ideología. La cultura occidental predominó y
recompuso el “atraso” representado por las comunidades iraquíes, turcas o 197 Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 14.
249
yemenitas “repatriadas” desde sus lugares de origen y a su vez amenaza-
das en ellos precisamente por la existencia del estado judío, dado que
existe también “el fracaso del socialismo israelí en su intento de incorpo-
rar a los judíos orientales en el sistema social”198. Se incrementó de esta
manera la visión dominante del judaísmo occidental y moderno frente a
las “arcaicas” formas de expresión orientales, ligadas culturalmente al
mundo árabe y musulmán. Esta división no dejó de tener importantes
consecuencias en la distribución de la riqueza social generada dentro de
las fronteras israelíes.
El sionismo expansivo se expresó en una política de centralidad del
estado, frente al pasivo desorden de la judeidad como conjunto, para esta-
blecer los cánones de lealtad al exterior de las fronteras de Israel. Las
políticas sionistas hacia las comunidades dispersas, empapadas de una
vocación de liderazgo con matices culturales ligados a la ideología nor-
teamericana, no sólo impulsaban dudosas definiciones de identidad. For-
zaban también una división taxativa de la autoridad que resultó repelente
e impermeable a formas de relación más flexibles y horizontales, si bien
el poder real que el estado judío tenía para imponerse en las comunidades
estaba limitado por su propia falta de recursos ideológicos y materiales.
Su vocación de predominio ideológico chocó con la posibilidad política
de éste, en función de su debilidad y del peso específico de los localis-
mos, lo cual fue notable incluso dentro de las fronteras de Israel durante
las primeras décadas de su existencia.
Al intentar modernizar y unificar al judaísmo el sionismo abrió una
brecha por donde ingresaron las fuertes corrientes de desintegración cul-
tural de la modernidad occidental. La autonomía religiosa y la jurídica no
sólo dejaron de ser características centrales en la ideología judía, sino que
paulatinamente dejaron de ser pensadas como categorías relevantes, dado 198 Idem. Pág. 86.
250
que se las supuso subsumidas en la autonomía nacional. La historia de dos
milenios de juridicidad interna terminó por disolverse en un cúmulo de
anécdotas sobre una riqueza cultural endurecida en códigos sumamente
restrictivos, ligados a una ortodoxia defensiva, tanto menos creativa cuán-
to más carente de flexibilidad.
Como ni siquiera esta forma de cristalización de las creencias religio-
sas y morales, por sí misma tan válida como cualquiera otra, quedó fuera
de la construcción o engrandecimiento del estado, no tardaron en reclamar
a éste por sus propias perspectivas ideológicas, instalando el conflicto en-
tre la religión y la secularización en su propio seno.
Por principio, siendo la religión, o más precisamente los relatos aso-
ciados a ella, el substrato básico de la justificación de su existencia, el es-
tado de Israel no puede librarse de sus reclamos restringiendo esos inter-
eses a una esfera propia y limitada, como ocurrió parcialmente en el resto
de la cultura política de occidente, en donde la influencia religiosa se mo-
vió en general por canales más indirectos a lo largo del siglo XX al me-
nos, sino que debió admitirlos como parte integrante legítima de sí mis-
mo. Durante el largo período de defensa militar del país, este conflicto
permaneció latente, cubierto por las necesidades inmediatas de organiza-
ción total requerida para el mantenimiento de la posición militar. Pero al
estabilizarse los conflictos exteriores, todavía en el marco de la Paz Ar-
mada y con el problema de la relación con el pueblo palestino aún vigen-
te, el panorama interno comenzó a complicarse por la presión de cada sec-
tor ideológico por obtener posiciones preeminentes. No obstante la in-
fluencia parcialmente nociva del predominio de la ideología sionista sobre
la herencia cultural judía, no han aparecido corrientes influyentes en la
judeidad que tiendan a contrarrestar sus efectos, sin que esto implique ne-
cesariamente la negación del estado, sino la apreciación de sus circuns-
tancias y consecuencias. Para comprender este proceso, que es quizá la
251
razón principal de todo este trabajo, es necesario ordenar las considera-
ciones ya expuestas.
En primer lugar se encuentra el avance de la globalización, en cuyo
contexto la modernidad no representó una solución para los problemas
medievales judíos de segregación, sino sólo una mutación en sus formas y
acaso la salvación de unos pocos y la pérdida de la mayoría. En segundo
lugar, derivado directamente de la primera cuestión, se encuentra el triun-
fo ideológico del sionismo al interior de la judeidad, provisto de las
herramientas discursivas y prácticas de lo más dinámico de las ideologías
dominantes. En tercer lugar, la pasividad en la judeidad no sionista deri-
vada de la conexión íntima, emocional, que prevalece frente a la lucha
sionista, aunque no se compartieran sus objetivos, y la ignorancia frente a
las implicancias de la expansión ideológica del nacionalismo judío. La
razón es que dicha expansión fue entendida en general como una moder-
nización del judaísmo, no como la intromisión de una cultura dominante
al interior de los propios contenidos populares. Ciertamente, sólo el análi-
sis sociológico revela esta situación. El predominio político de los secto-
res económicamente más poderosos al interior de las principales comuni-
dades judías, expresados incluso en movimientos sociales de cierta impor-
tancia, es una muestra tangible de este proceso de absorción y sumisión
del judaísmo.
La judeidad no sionista debió enfrentarse al capitalismo de la misma
manera que todos los pueblos sometidos debieron enfrentarse a él. Como
en otros, aparecieron fracciones que, con las mejores intenciones, tomaron
lo que en él hay de progreso, de desenvolvimiento de las potencialidades,
interiorizando esa dominación sutil que el discurso libertario e igualitario
oculta del capital. Obviamente, no son muchas las opciones dejadas a las
culturas dominadas, porque la resistencia es interpretada como bestiali-
dad, fanatismo o arcaísmo, tres formas modernas, siguiendo a Foucault,
252
de distinguir al inferior, al monstruo, al que debe morir o desaparecer.
Dado que ha sido el particular sistema jurídico judío uno de los principa-
les agentes de autonomía judía en el pasado y uno de los elementos más
codiciados, por su capacidad formativa y performativa, para cualquier
pensamiento que busque la hegemonía, se puede utilizar el sistema judi-
cial de una nación para verificar el grado de “ajuste” a las exigencias mo-
dernas, en relación con los mecanismos tradicionales característicos.
c_ Ley antigua y ley moderna: el ajuste del sistema judicial israelí
Para comenzar hay que decir que el sistema judicial del estado de Is-
rael, instituido mediante una Ley Básica, no es demasiado diferente del de
otros países occidentales199, en el sentido de que se trata de una organiza-
ción profesionalizada y burocratizada, en donde los herederos de la lega-
lidad judaica tradicional, basada en los textos rabínicos más importantes y
en los comentarios innumerables acumulados durante más de un milenio,
tienen, con todo, dos vías de entrada. Una es por la vía legislativa, en
donde pueden proponer leyes de acuerdo con su interpretación tradicional
de la legalidad hebrea. La otra es por intermedio de los tribunales rabíni-
cos –existen también tribunales musulmanes, de diez comunidades cris-
tianas, Ba´hai y druzos– que constituyen una instancia optativa, funcio-
nando así como las cortes rabínicas de las comunidades del largo periplo
europeo pre–estatal. Estas instancias judiciales están supeditadas a los
estamentos superiores del sistema judicial (lo cual es una exigencia para
la estabilidad de cualquier estado nacional), en dónde existe una Corte
Suprema que puede actuar por propia resolución en los casos graves o
199 Véase el claro retrato que de su funcionamiento -y de sus defectos- hizo Arendt (Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal, Op. Cit.).
253
urgentes que se le presenten y que actúa asimismo como Tribunal Supe-
rior y de última instancia. Este tribunal se asienta en Jerusalén –al igual
que el Knesset (parlamento legislativo unicameral)–, y por debajo de él se
encuentran las Cortes de Distrito y las Magistraturas; en el último es-
calón, lógicamente, se encuentran los tribunales administrativos y labora-
les de primera instancia, y también los tribunales religiosos, que no tienen
en realidad más atribuciones que las de resolver en casos de derecho de
familia. Existen también tribunales militares, de gran importancia relativa
debido a la casi constante movilización militar de una parte proporcio-
nalmente elevada de la población adulta. No por casualidad, la herencia
“multicultural” en materia de cortes de justicia, no es herencia del manda-
to británico, sino que constituye un legado del anterior dominio otomano,
que el Mandato de 1922 de la Liga de las Naciones recoge en forma
pragmática para anticiparse a los conflictos legales que podrían surgir de
la imposición de un sistema legal monolítico en la región, lo cual no im-
plicó nunca observarlo como un modelo multicultural de aplicación judi-
cial que pudiera aplicarse, por ejemplo, dentro de las propias fronteras
europeas. "Mientras que las cortes militares y laborales no son exclusivas
del sistema legal israelí, sí lo son las cortes religiosas. El sistema legal
israelí es único entre los sistemas legales modernos en la utilización de
varios estatus legales personales en el área del derecho de familia, apli-
cado por cortes religiosas. Este fenómeno tiene raíces históricas y políti-
cas: existía bajo el dominio otomano y fue mantenido por el británico
después de conquistar el territorio"200.
La experiencia resulta sin duda interesante, aunque bien pronto se ob-
serva que poco hay más allá que la confianza depositada en estos tribuna-
les por las partes. En general, las sentencias sobre las apelaciones son re-
sueltas por un tribunal (por un cuerpo judicial que acaba en una instancia 200Cfr. VVAA, The Judiciary, mfa.gov.il. Pág. 6.
254
superior al tribunal de primera instancia en lo familiar) cuyas leyes y
principios poco tienen que ver con valores religiosos, y sí mucho con los
valores burgueses desplegados con la revolución francesa. Libertad y
Dignidad Personal y Defensa de la Propiedad son las consignas básicas
del sistema con la notable excepción de las tierras, cuya enajenación del
cuerpo del estado esta vedada por una ley Básica, resultado del sistema
original de adquisición de territorios para la causa sionista por el sencillo
expediente de ser adquirida por las instituciones sionistas pre-estatales, y
con la menos notable excepción de los momentos de crisis militar o de
seguridad.
El sistema judicial israelí se presenta como una organización suma-
mente independiente, aunque su jurisdicción no alcanza, por ejemplo, a
los territorios ocupados –a menos que así lo decida arbitrariamente el po-
der ejecutivo– por lo cual los derechos básicos de la población palestina
no se encuentran protegidos, en general, por ninguna institución soberana.
Y es bien sabido que un derecho, por humano o fundamental que sea y
evidente que resulte su necesidad de protección o tutela, vale muy poco
sin una auténtica fuerza estatal que lo respalde.
La globalización ha causado un daño en la forma de la degradación
cultural, y esto no podía dejar de reflejarse en la organización judicial de
las sociedades afectadas. En este aspecto, lógicamente, Israel no fue tam-
poco una excepción, sino más bien una experiencia pionera. En pocos
países independizados durante el proceso de descolonización tardío se
produjo una asimilación tan completa y compatible con los sistemas judi-
ciales existentes en occidente, y ello a su vez es el resultado del predomi-
nio de posturas políticas no sólo laicas, sino también progresistas y defen-
soras de la “modernización”, que en este aspecto significa la eliminación
o subordinación de organizaciones e instituciones incompatibles con las
que predominan en el mundo actual.
255
d_ Efectos del “problema palestino”
La situación planteada por el conflicto abierto con el pueblo palestino,
sumado a la política militar del estado de Israel, particularmente desde la
Guerra de los Seis Días, han tenido importantes consecuencias, algunas
de ellas previsibles, pero otras por completo inesperadas. La conjugación
de la permanencia crónica del conflicto con la extensión de instituciones
en casi todas las comunidades importantes que simpatizan con el ideal
sionista o el estado de Israel, ha contribuido a expandir los límites geográ-
ficos del enfrentamiento ideológico por la cuestión palestina, llevando
incluso a confundir sus límites y convirtiendo el problema en un conflicto
cultural, cuando lo cierto es que no existen diferencias culturales que por
sí mismas expliquen o inciten el enfrentamiento, cuyas causas son funda-
mentalmente políticas y económicas. Los elementos que pudieran prove-
nir del ámbito religioso son los que menos tendrían que importar en una
relación judeo-musulmana: ninguna de las dos formaciones culturales
(ambas plurales y multi-étnicas) contiene elementos que supongan la eli-
minación ideológica o física de los representantes del otro colectivo.
El judaísmo ha tenido históricamente una escasa vocación ecuménica,
mientras que para el Islam, con múltiples vicisitudes, el judaísmo ha teni-
do casi siempre un status privilegiado respecto de otros “infieles”, pues si
bien los judíos no han aceptado al Sello de la Profecía que es el Corán y
la Doctrina del Profeta, al menos se los considera como precedentes im-
portantes en el monoteísmo y, al fin y al cabo, el mito bíblico mantiene
una estrecha relación de parentesco entre los colectivos étnicos presunta-
mente “originales” de ambas religiones, en las figuras ancestrales de los
hermanos Ismael e Isaac, hijos de Abraham, el ancestro mítico común. No
256
obstante ello, en la actualidad los más activos referentes del enfrentamien-
to local son integristas religiosos de uno y otro bando, pues mientras son
los Mártires de Al-Aqsa, los integrantes de Hamas o de la Jihad Islámica
(grupos que responden a diferentes tradiciones internas) los sindicados
como “terroristas” por excelencia del lado palestino, son los integristas
judíos de Gush Emunim (Cuerpo de los Creyentes) y otros colonos reli-
giosos los principales referentes de la ocupación civil de los territorios
que ha adoptado la forma del Asentamiento y la ocupación en nombre del
“Israel bíblico”. Sin embargo, el elemento religioso se ha convertido más
bien en un instrumento de la lucha política que en su causa efectiva, y es-
to debe tenerse en cuenta pues a menudo los observadores externos no
han sabido –o no han querido– evaluar correctamente estos elementos.
En verdad no debería sorprender que los fanatismos religiosos ocupen
las primeras líneas en las batallas, precisamente porque la fe los convierte
en fervientes defensores de una causa –aún cuando no la entiendan con
profundidad, o la entiendan en términos que ningún estado moderno estar-
ía en condiciones de aceptar para la vida política nacional– y se encuen-
tran a la vez protegidos del miedo a la muerte en virtud de las recompen-
sas que se esperan recibir de dios una vez cumplido el rito del martirio,
que no tiene para las sociedades en las que actúan sino motivaciones polí-
ticas201. En cambio, las comunidades judías en general se han encontrado
a medio camino entre sus simpatías por Israel y las acusaciones de tolerar,
solventar o promover la opresión del pueblo palestino, acusaciones que
indudablemente no deben en conciencia ni pueden razonablemente plan-
tearse a ningún judío no sionista por el sólo hecho de ser judío, mientras
que incluso para los sionistas más convencidos debería caber el beneficio
201 Curiosamente, el Islam y la Cristiandad han aprovechado mucho más la figura del Mártir en su dinamismo doctrinal y ecuménico que el judaísmo, en donde, en general, no se ha estimulado la mortificación terrenal con fines político-religiosos.
257
de la duda, como lo demuestra la existencia de amplios movimientos isra-
elíes pacifistas y resistentes a la ocupación, si no a la intervención cons-
tante de las fuerzas armadas israelíes en los territorios ocupados.
Cualquiera sea la evaluación del fenómeno sionista, y no hemos aho-
rrado críticas al respecto, la actual situación no ha sido buscada por la
ideología sionista en sí, pues la sujeción de otro pueblo no era un compo-
nente de su ideología original. Sí alguna crítica puede hacerse es al exce-
sivo apego a ciertos valores occidentales comprendidos como “auténticos
rasgos civilizados” que mostraron los fundadores del movimiento político
y también la excesiva condescendencia con las políticas de las potencias
occidentales en las relaciones ulteriores con los países vecinos desarrolla-
da por la mayor parte de los líderes del estado judío, fueran de una u otra
facción política.
Básicamente, no existen en el plano doctrinal razones para que un país
étnicamente dispuesto en torno a valores judaicos no pueda convivir con
otros países de matriz islámica. Todo esto no excluye, por supuesto, la
valoración política y moral de las acciones del estado israelí o de los inte-
grantes de los movimientos armados palestinos, sino que se pretende con-
siderarlas dentro de su contexto histórico, al margen de consideraciones
de tipo sentimental, generalmente cargadas de prejuicios intransigentes.
Siempre resulta difícil, en una situación estructuralmente compleja, de-
terminar la causa de un fenómeno, pues suele ser resultado de procesos
amplios y recíprocamente influyentes. Y en este caso debió haber habido
un particular cuidado en identificar las razones del enfrentamiento.
Todo ello no es un obstáculo, lamentablemente, para que el desarrollo
de los procesos no desemboque en un auténtico odio intercultural, porque
las culturas, no lo olvidemos, continúan desarrollándose en un universo
de complejas relaciones multilaterales e incorporan constantemente nue-
258
vos elementos ideológicos a sus estructuras cuando tienen oportunidad y
necesidad.
Nuevamente es necesario destacar la influencia del contexto histórico
en el que el sionismo político de desarrolló y que culminó con la indepen-
dencia del estado de Israel y el conflicto con los países árabes. Incluso
actualmente, la reunión táctica entre la comunidad judía más importante
del mundo y los intereses de los EUA en su política intercultural no con-
tribuye sino a dificultar el diálogo, pues los acontecimientos políticos
contingentes y los omnipresentes intereses y necesidades económicas no
apuntan a la reconstrucción del diálogo entre dos ideologías religiosas que
han experimentado momentos de convivencia pacífica altamente signifi-
cativos.
El cuerpo social israelí no ha asimilado el conflicto, sin embargo, co-
mo un enfrentamiento cultural, pese a que no ha gestionado correctamente
las propias diferencias internas, mientras que el espíritu militar sí ha cala-
do hondamente en su imagen nacional y su auto-percepción. El prestigio
de su capacidad militar y de sus servicios de inteligencia, ha trascendido
ampliamente las fronteras del pequeño estado judío, lo cual, de alguna
manera, ha contribuido a agravar la situación, exportando la imagen beli-
cista del país.
Dado que el debate acerca de las consecuencias de este proceso ha si-
do constantemente postergado por la constante crisis regional, exportada a
las comunidades judías y al resto del mundo –aunque en forma mucho
más mediatizada–, más de medio siglo después de producida la primera
guerra árabe–israelí incluso el frente cultural permanece abierto, aunque
es significativo que nunca haya formado parte de la agenda en las discu-
siones. Las comunidades judías en los países árabes “enemigos” han sido
en general “rescatadas” mediante operaciones de gran envergadura, mien-
tras que las minorías árabes israelíes han sido medianamente respetadas e
259
integradas políticamente al cuerpo de la sociedad israelí, lo cual no signi-
fica que estén exentas de discriminación negativa. Discriminar al judío
del no judío es una premisa administrativa de Israel en tanto estado étni-
co, como lo es, por otra parte en la mayoría de los países democráticos
occidentales especialmente en materia de inmigración. En términos cultu-
rales, esto ha dado lugar a fuertes contrasentidos: muchos inmigrantes de
pobre e incluso dudosa cultura judía son beneficiados por su “presunción
de judeidad”, mientras que la población árabe, mucho más integrada y
afín al universo cultural israelí, sufre la condición de ciudadanía de se-
gunda clase.
Por último, el conflicto no deja de poner en evidencia procesos de otro
tipo, que comprenden a las relaciones entre las comunidades judías asen-
tadas en otros países: en Francia, por ejemplo, la opresión del pueblo pa-
lestino ha sido excusa para la destrucción de sinagogas y ya es usual en
calles y pancartas ver carteles, presuntamente pro-palestinos, en los cuales
la estrella de David es equiparada a la esvástica nazi. La confusión es in-
justificable y no puede ser atribuida sino a remanentes ideológicos relati-
vos a prejuicios en parte religiosos y en parte raciales que no han sido del
todo superados, al menos en occidente. Estos remanentes discriminatorios
han impedido también, al menos hasta el momento, una lectura profunda
del fenómeno sionista desde el pensamiento crítico y progresista.
La alineación de la política israelí con la agenda exterior norteameri-
cana es también una razón que explica que la situación del pueblo palesti-
no se haya convertido en una bandera de segmentos ligados a la anti-
globalización y la constante reedición de las disputas políticas –que han
alcanzado los máximos niveles institucionales– respecto de un problema
indiscutiblemente grave y crónicamente pendiente de solución, pero que
no es el único ni mucho menos el más grave en términos de déficit huma-
nitario de los muchos que aquejan actualmente a la humanidad.
260
Pero, pese a los conflictos, hoy Israel es uno más entre los países del
mundo. A todos los efectos prácticos, su condición étnica no representa
ninguna diferencia. Esto es especialmente cierto en el plano estructural y
económico, pues no sólo posee las características políticas que se esperan
de las naciones modernas, sino que también posee una economía basada
en relaciones mercantiles y una notable inserción en el mercado mundial,
pese a su pequeñez relativa. Evidentemente, en términos culturales tam-
bién se han introducido cambios significativos, pues justamente no se tra-
ta de un estado étnico combinado con un distanciamiento del mercado
mundial de bienes y servicios. Sin ninguna duda, se trata de uno de esos
países serios y previsibles con los que el mercado prefiere tratar, pues esa
seriedad, reflejada en la estabilidad económica o, al menos, en la coinci-
dencia con las vicisitudes del capitalismo central en tiempos revueltos.
También en este sentido se presenta Israel como una experiencia exi-
tosa, pues ha superado los temores que para el mercado mundial estaban
implícitos en el peso de sus organizaciones sindicales y sus partidos de
izquierda, pues incluso las coaliciones de centro-izquierda de la última
década y media no dejan de representar a esa variante moderada que se
acerca a la “tercera vía”, bien conocida –aunque en la práctica bastante
indefinida– en Europa; sin embargo: “El concepto de la sociedad israelí
como solidaria y preocupada por el bienestar público se ha ido deterio-
rando; las empresas colectivas de la experiencia sionista –histadrut, ki-
butz, moshav y la política de partidos– como instrumentos de socializa-
ción y movilización se encuentran en estado de descomposición total; el
debate público ha perdido las agendas coherentes del pasado”202. En este
sentido, la organización política israelí es mucho más europea que ameri-
cana, aunque siempre está marcada por toques particulares. “La conexión
simbiótica entre la política sionista y la herencia europea aparece como 202 Ben Ami, Israel, entre la guerra y la paz, Op. Cit. Pág. 114.
261
un rasgo constante –si bien no exento de problemas y dificultades– en
cada una de las etapas del movimiento sionista”203. ¿De qué otra forma
podría ocurrir en una población dominante europea asentada en un con-
texto no-europeo?
El peso de los partidos religiosos judíos es considerable, y su influen-
cia ha tendido a aumentar en los últimos tiempos, lo que asegura a estos
sectores cierta presencia en el gobierno ejecutivo, si bien están muy lejos
de tener una mayoría, siquiera relativa. Con la permanencia del conflicto
con el pueblo palestino, que se ha alimentado últimamente con una verti-
ginosa espiral de violencia y en donde los sucesivos experimentos de re-
solución política se suceden siempre en una posición permanentemente
inferior de los defensores de la causa palestina, el estado de Israel ha car-
gado sobre sí con buena parte del antiamericanismo que se ha extendido
en otras regiones del mundo.
Por supuesto, este conflicto ha supuesto un lastre importante para el
desarrollo de la ideología y el discurso sionista actual, pues ha derivado
en una defensa más o menos orgánica de las acciones del estado de Israel
respecto de esta cuestión, en forma no siempre justificable o tan siquiera
argumentable, pues de inmediato se recurre al expediente de las “necesi-
dades” de supervivencia, la política pragmática, o al presunto antisemi-
tismo latente de quien mantenga una postura crítica. En este sentido, al
menos parcialmente, el discurso sionista se ha transformado, más que en
un discurso a favor del estado judío como mecanismo de supervivencia de
la cultura judía, en discurso legitimador de unas políticas estatales deter-
minadas.
Por otra parte es también un error (o una tendenciosa perspectiva
analítica), confundir una fase del discurso con la otra, pues en ese caso se
cargaría retrospectivamente al movimiento sionista con las culpas de una 203 Ídem. Pág. 13
262
ambición de dominio étnico sobre la población palestina, lo cual no se
infiere de la revisión de los planteamientos sionistas que derivaron en la
creación del estado, confundiendo totalmente, al mismo tiempo, la voca-
ción sionista con la vocación imperialista o colonialista. Las relaciones
entre ambos discursos, como hemos mostrado, no son inexistentes, pero
no pueden traducirse simplemente como una ecuación, resultando así que
el sionismo sea interpretado como una “extensión judía” del imperialismo
inglés o norteamericano, aunque sus intereses hayan coincidido muchas
veces. No obstante, la tendencia simplificadora de muchos propagandistas
–sionistas y anti-sionistas– ha inducido a la confusión de la multitud de
factores sociales e históricos en unos pocos argumentos relativos a las
“intenciones” del sionismo. Dichos discursos simplificados, aunque ocu-
pen cientos de páginas, no terminan nunca de salir de sus prejuicios axia-
les (palestinos [buenos-malos] vs. sionismo [bueno-malo]), derivados de
una posición política irreflexiva, y también de una falta de información
sobre algunos aspectos históricos y sociales del fenómeno.
A este último grupo de problemas hemos intentado acercar alguna cla-
ridad, pues frente al maniqueísmo es bien poco lo que puede hacerse des-
de el discurso que planteamos aquí, que intenta atender más a la exposi-
ción informativa que a la convicción ideológica. Esta última nota, por otra
parte, debe entenderse en el contexto ideológico que asigna una gran im-
portancia relativa al problema palestino-israelí en el análisis del fenómeno
sionista.
263
3_ Los efectos del sionismo en las comunidades judías
a_ Israel como nueva comunidad judía
Indudablemente, poco más de un siglo ha sido suficiente para que Is-
rael se convirtiera en una comunidad judía sumamente importante –tal
como se desprende de los procesos demográficos retratados en el capítulo
III–, en donde imperan, además, condiciones novedosas para un colectivo
derivado de la judeidad. En principio, este hecho afecta al conjunto de las
comunidades existentes, influenciadas en forma simbólica y política por
el ejercicio del sionismo político. Pero una de las características de esta
“nueva comunidad” consiste en encontrarse perfectamente adaptada al
modelo socio-político dominante y, como se dijo al analizar la dinámica
general de las culturas en un ambiente determinado, esto conduce necesa-
riamente a modificaciones estructurales y a la aparición de nuevos hábitos
y costumbres, que afectan a todos los niveles de la “cultura”. Particular-
mente, deseamos destacar los efectos del cambio producido por la organi-
zación social en torno a un aparato estatal complejo en circunstancias
históricas particulares.
Ya se ha dicho que la militarización resultante de los conflictos cróni-
cos con colectivos vecinos introdujo un tipo particular de relaciones so-
cio-políticas. A ello se agrega la virtual renuncia a sostener un sistema
jurídico propio y autónomo, lo cual no significa que no tenga la organiza-
ción jurídica israelí rasgos particulares. Sólo que el estado nacional re-
quiere de una organización judicial particular, que vincula el derecho ad-
ministrativo a las conductas cotidianas a un nivel inalcanzable para las
formas tradicionales judías de organización social, que complementaban
sus mecanismos legales con los de la sociedad en la que cada comunidad
se encontraba situada y que se desarrollaron en contextos sociales en
264
cualquier caso mucho más reducidos y menos complejos que las actuales
sociedades. Así, por ejemplo, las cortes rabínicas –entre otras institucio-
nes de matriz “religiosa”– ocupan su lugar en la organización judicial is-
raelí, pero subordinadas a las tareas de control de un sistema judicial
heredado principalmente del período de dominación británica, lo cual ex-
plica la inexistencia de una “constitución” israelí, reemplazándola por una
serie de “leyes básicas”, que incluyen una ley sobre dignidad humana y
libertad personal que no recoge los valores de la ley antigua, sino los de-
rivados de las revoluciones burguesas, en los que la Propiedad ocupa un
lugar superlativo.
De este modo, junto con la organización estatal se imponen también
unos mecanismos judiciales que portan valores fundamentales que termi-
nan por subordinar a los valores tradicionales, pues el tribunal superior
israelí no puede sino basarse en estas leyes básicas con preferencia sobre
las leyes utilizadas, por ejemplo, por los tribunales rabínicos.
Sí bien los valores que se imponen desde el estado no son una nove-
dad para las comunidades judías, en este caso la perspectiva cambia por-
que se trata de un estado legitimado en términos étnicos y culturales, pese
a que sus mecanismos generales de acción sean idénticos a los de muchos
otros estados disolviendo, en este sentido, toda particularidad de la comu-
nidad judía israelí. El estado pasa a ser parte de la propia “tradición” cul-
tural, que es a su vez re-significada para incorporar las novedades socio-
políticas. Así, por ejemplo, ha surgido un nuevo tipo de “religiosidad”
nacionalista judía, diferente del nacionalismo religioso decimonónico,
cuyos exponentes más radicales, como hemos dicho, conforman el cuerpo
principal de los asentamientos judíos en los territorios ocupados. Este me-
canismo particular sería casi anecdótico dentro de la multitud de circuns-
tancias particulares de las diferentes comunidades judías, si no fuera por
265
las proporciones que ha alcanzado el fenómeno sionista en éstas, propor-
ciones que redundan en efectos sumamente significativos.
b_ Los efectos del sionismo en las comunidades dispersas
Además de los efectos relativos a la distribución demográfica y a las
consecuencias políticas de la existencia del estado judío, que ya hemos
analizado, el sionismo ha determinado una serie de cambios y efectos ide-
ológicos e institucionales en las comunidades dispersas, diferentes pero
afines a las características que han adoptado en el propio estado de Israel.
Entre estos efectos podemos contabilizar los derivados de la intensa pro-
paganda política y de la acción efectiva del sionismo frente a algunas co-
munidades amenazadas que, conducidas por las políticas migratorias del
estado judío, han terminado por incorporarse al cuerpo del estado judío
hasta disolverse en él. Casi todas las comunidades importantes cuentan
con sistemas ya sea de divulgación del ideal centralizador sionista o de
apoyo incondicional y activo al estado de Israel, cuyo caso más significa-
tivo es el de los grupos de presión norteamericanos204. También en ellas
existen consecuencias derivadas del éxito del ideal sionista, lo cual se ha
sumado a la destrucción o desaparición de muchas comunidades europeas
y orientales durante el último siglo.
Así, el estado se ha integrado culturalmente a tradiciones muy varia-
das, y este proceso ha sido estimulado por la aceptación internacional de
esta forma de judaísmo. A su vez, el marcado y creciente debilitamiento
de la ley judía tradicional como mecanismo de integración social en com-
paración con los sistemas jurídicos estatales de matriz liberal ha determi- 204 El principal de ellos, AIPAC, reúne a 50.000 miembros de 50 estados de la unión y está considerado por The New York Times y la influyente revista Fortune como uno de los cinco grupos de presión más importantes en los EUA.
266
nado la posibilidad de que el nacionalismo judío representado por el sio-
nismo se transforme en el cuerpo de valores preferido para sectores im-
portantes de cada comunidad, produciéndose un reemplazo de los ejes de
la vida judía: los relatos bíblicos, la ley Halájica, las tradiciones particula-
res de cada comunidad, ceden espacios simbólicos de legitimación e inte-
gración a la centralidad ideológica y simbólica del estado judío. Sin em-
bargo, este carácter central no refleja una capacidad paralela de integra-
ción y reproducción social y, por esta razón, las comunidades tienden a
empobrecerse en lo simbólico y en lo cultural, facilitando los procesos de
asimilación y aculturación que se derivan de las condiciones sociales exis-
tentes.
En un período muy corto de tiempo, entonces, la diversidad cultural
de la judeidad, como ha ocurrido con la diversidad cultural de la humani-
dad, se ha empobrecido tanto en extensión geográfica como en contenidos
característicos. Esto no se debe a un dispositivo perversamente diseñado,
sino a las consecuencias de un largo proceso de degradación cultural. Una
de las razones que explicarían el virtual estancamiento demográfico de la
población judía mundial sería, en este contexto, no tanto la imposición de
otras culturas –pues estar subordinada a ellas es el modo “tradicional” de
ser judío en muchos países centrales– sino más bien la carencia de incen-
tivos para mantener la identidad judía en términos culturales. El reempla-
zo de los bienes simbólicos y culturales por otros representados en el
mercado facilita la transición, que se acelera de generación en generación.
El estado judío es partícipe principal de este proceso, pues ha subordinado
a su condición de estado moderno cualquier característica particular y, así,
para muchos judíos resulta lo mismo ser nacional de este estado o de otro,
mientras que la intransigencia de los sistemas jurídicos occidentales y su
incapacidad para registrar y tolerar las diferencias han hecho el resto.
267
En el ámbito discursivo, esto se ha expresado como la creación de un
“nuevo judaísmo”, pero también de un nuevo judío arquetípico, capaz de
defenderse y prosperar bajo el manto del estado nacional judío. Aunque
estamos hablando de una tendencia, y no de un hecho consumado, las cir-
cunstancias que describimos no son tampoco un diagnóstico de lo que
puede ocurrir en el futuro, sino de una concatenación de hechos que se
verifican en casos concretos, en términos demográficos y culturales. El
problema no consiste tanto en que los judíos no “pueden” seguir siendo
judíos, sino en que no existe ninguna ventaja cultural en serlo en términos
de supervivencia y adaptación, mientras que la presión de la cultura del
mercado, del consumo y del individualismo homogéneo, minan las resis-
tencias subjetivas a este proceso. Los judíos dejan de ser judíos porque se
diluye su interés en pasar sus vidas realizando actividades culturalmente
reconocibles como judías, y este tiempo es utilizado para la práctica del
consumo de masas.
Paradójicamente, luego de enfrentarse con bastante éxito a las socie-
dades cerradas que explícitamente excluían a lo judío, las sociedades
abiertas, que protegen la libertad de culto y que se sustentan en una eco-
nomía de mercado con gran dinamismo socio-cultural, están minando la
fuerza vital del judaísmo, al convertir a una parte importante de las tradi-
ciones y costumbres en bienes mercantiles y, en cuanto tales, en mercanc-
ías que pueden reemplazarse por otras, perdiendo así fuerza como ele-
mentos para la integración de las comunidades judías.
268
D_ Epílogo: El Polvo del Santuario
En el camino que hemos recorrido para aproximarnos al fenómeno
sionista prestamos especial atención a sus aspectos problemáticos, a sus
inconsistencias, a sus incongruencias. Y, sin embargo, no es difícil apre-
ciar que, detrás de estos problemas, hay también aspectos luminosos, hay
sueños cumplidos y esperanzas realizadas. Porque el camino hacia el San-
tuario Desolado, según los nuevos mitos, fue duro y doloroso, y cierta-
mente no se trata leyendas sin fundamento. El sionismo, a través del dis-
curso y de la práctica, recuperó una sensación de seguridad en la condi-
ción judía y en sus posibilidades futuras que ningún otro camino en la ju-
deidad ha tomado con fuerza semejante en el camino muchas veces vio-
lento de la modernidad. Ha alcanzado a crear parcialmente a ese nuevo
judío, aún cuando se juzgue innecesaria o incluso deplorable y contrapro-
ducente la oposición al “viejo”. Es sin duda alguna, por otra parte, una
forma legítima del ser y no podemos imponer un juicio a este fenómeno
por consecuencias que nadie supo prever, y mucho más cuando no se trata
sino de un ejemplo de lo que ha ocurrido con buena parte de la humani-
dad, debido a la imposición de mecanismos mucho más amplios y diná-
micos a los que debe responder de una u otra manera.
Aunque consideramos necesaria la evaluación moral y política de es-
tas consecuencias y la reacción ante los daños causados, y no hemos aho-
rrado al respecto crítica alguna, en especial cuando se ven afectadas per-
sonas y poblaciones, en lo que a los efectos que causa el empuje ideológi-
co sionista en el propio tejido social de la judeidad no presentamos obje-
ciones de tipo moral, pues ya nos hemos desviado tanto del mítico camino
original que la desviación nos impide incluso “saber de qué nos estamos
desviando”. Nos preocupa, eso sí, lo que el ideario sionista deja por el
269
camino, lo que intenta abandonar en el pasado como una carga inútil, esas
experiencias que atraviesan siglos de aprendizaje, a las que seguimos li-
gados parcialmente, por motivos culturales, sentimentales y acaso estéti-
cos.
La ciencia puede penetrar profundamente en el tejido social y psi-
cológico de esta condición, pero no sin desagregar y debilitar estas mis-
mas sensaciones, pues los discursos que se hacen sobre el mundo no son
el mundo –ni mucho menos la percepción sensible del mundo–, al punto
que podemos intuir –pero no exactamente saber– que deshacernos de
ellas, desbrozándolas con la observación metódica y la práctica analítica,
u olvidándolas definitivamente en favor de otras opciones culturales, es
una de las peores cosas que pudieran ocurrirnos si no pudiéramos recupe-
rar el aspecto sensible de esa forma de ser, aún cuando comprendamos
que se trata de opciones legítimas y respetables.
Por eso persiste, al lado de la preocupación por los males sociales y
personales, la preocupación por la destrucción cultural y el empobreci-
miento de identidades que pasan cada vez más veloces, pues ya las gene-
raciones no parecen querer reflejarse en las que las precedieron –como si
tal abandono fuera posible–, buscando en una inmediatez de egoísmo ab-
soluto y de consumo –que es también una dependencia extrema– la satis-
facción de las necesidades físicas y psicológicas. Curioso y triste destino
para el único animal que parece capaz de pensar en recrear el mundo a la
medida de sus utopías.
Como, a pesar de los cambios y de las diferencias, hay en el sionismo
y en la sociedad israelí mucho de lo que todavía podemos considerar pro-
pio o afín, duelen más y causan más enojo las injusticias que se cometen
en nombre de ese colectivo que, de alguna manera, nos incluye y nos in-
tegra. Sí a eso se le agrega la degradación de los elementos que nos per-
miten reconocernos en el peligroso caos del mundo actual, quedarán cla-
270
ras las motivaciones para intentar comprender este fenómeno. Puede ocu-
rrir también, y tal vez sea pronto para saberlo, que alcanzar el Polvo del
Santuario por el camino de la Independencia Nacional no sea el destino
que buscan los corazones puestos en Oriente y éstos deberán decidir algu-
na vez –si pueden– entre seguir andando o atravesar las puertas del eterno
olvido.
Pero mientras nos quede mundo bajo los pies, hayamos elegido o no
ese camino, debemos respetar nuestro sentido del bien, sin rendirnos ni
cerrar los ojos ante la injusticia, en especial aquella que se cometa en
nuestro nombre y en nuestro presunto beneficio. “¿Te has comportado
justicieramente con tus semejantes?”, es la primera pregunta que se nos
haría a los judíos al morir y, quizá, “es una pena que no exista dios” para
formularla. En cualquier caso, esa es la pregunta que debemos hacernos
ante cada decisión colectiva, antes de entrar en la leyenda.
“Este es el fin de nuestra historia, la cual prometimos
contar con toda verdad (...) La manera y el orden que
en contar la verdad de ella se ha guardado, la dejare-
mos para que los lectores la juzguen...”
Flavio Josefo, De la Guerra de los Judíos y la Des-
trucción de Jerusalén.
271
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