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EL SABER
DEL ESCLAVO
Víctor Gómez Pin, Filosofía. Anagrama. Barcelona, 1989.
Es una tarea, a la vez grata y peligrosa, presentar un libro de Víctor Gómez Pin. Grata para mí porque es una nueva ocasión
de experimentar mi afinidad con el autor, afinidad que se nutre no tanto del hecho de que Víctor fue mi alumno en la Sorbona de París, como del hecho mucho más decisivo de que él y yo tenemos los mismos maestros, Platón y Aristóteles. Tarea peligrosa por otra parte, porque no estoy seguro de interpretar correctamente un libro sorprendente, paradójico, excitante, que fuerza a pensar, pero que no siempre dice lo que se debe pensar.
El título es doblemente una provocación. Filosofía es un título orgulloso ¿cómo se puede escribir un libro sobre Filosofía después de tantos siglos de discusiones filosóficas, de las cuales no se puede abstraer fácilmente un concepto unívoco de la filosofía? Los más grandes se aventuraban raramente a escribir una «Filosofía»; el último fue, creo, Jaspers. De su rival Heidegger apareció recientemente un libro póstumo que se llama: Beitrage zur Philosophie. Víctor Gómez Pin no escribe contribuciones, introducciones, prolegomena; va directamente al núcleo del sujeto, que es lo esencial de la filosofía. Pero el subtítulo es, al contrario del título, una invitación a la modestia. Filosofía no es más que «el saber del esclavo». ¿cómo es posible este aparente menosprecio de la filosofía? (en todo caso con respeto a las jerarquías habituales), menosprecio que va en contra de la autovaloración tradicional de la Filosofía, calificada por Aristóteles como ciencia «arquitectónica» y por Platón como ciencia de los «archontes», de los verdaderos dirigentes de la ciudad: ciencia primera, ciencia real, Konigin der Wissenschaften. ¿cómo es posible que esta «reina de las ciencias» se encuentre aquí reducida al saber de un esclavo? Se trata, de hecho, de una alusión a una figura muy simpática de Platón, el joven esclavo
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del diálogo Menón. Dicho esclavo (Víctor Gómez Pin se pregunta si no sería mejor decir criado) no es un símbolo de la alienación sino más bien símbolo de la ausencia de cultura. De cultura en el sentido restringido del cúmulo de informaciones que se hallan normalmente reservadas a una élite, esa élite que dispone de ocio. Pues bien: tal esclavo se revela capaz, gracias a las preguntas hábiles (quizás demasiado hábiles) de Sócrates de resolver un problema geométrico que, de hecho, implica números irracionales. El autor ve en este ejemplo un «paradigma» de dignidad gnoseológica» (por oposición al saber instrumentalizado de los profesores o eruditos).
La experiencia con el esclavo sin cultura es la prueba de que hay en cada hombre un saber nuclear que está normalmente olvidado, o al menos dormido, y que puede ser desvelado mediante una pedagogía apropiada. En este caso, se trata de un saber matemático y Víctor Gómez Pin, que completó su formación filosófica con formación matemática, imagina que el diálogo de Sócrates y del esclavo prosigue
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hasta el punto en que el esclavo descubre por sus propias fuerzas la matriz del cálculo infinitesimal. Aquí se podría hacer un objeción un poco fácil: si la matemática es algo inherente a cada hombre sin disposición particular ¿por qué es necesaria una historia de la matemática?, ¿por qué Sócrates o Teeteto no han descubierto el cálculo infinitesimal o las leyes de Newton?
Pero el saber nuclear de que habla Víctor Gómez Pin no es el saber matemático, que supone la forma de la intuición sensible y con ello quizás la temporalidad y la historicidad. La auténtica ciencia fundamental que poseemos todos sin saberlo es el saber categorial. «El esencial saber del que todos som9s por definición portadores». «Hay en el sujeto representación de un orden o mundo». Se podría pensar que la fuente de este saber común es la razón «aquello de entre las cosas del mundo que está mejor repartido» al decir de Descartes («la chose au monde la mieux partagée» ). Pero Víctor Gómez Pin se enfrenta a una dificultad y una tarea suplementarias, porque intenta mostrar que el núcleo categorial
que hace posible la ciencia se halla contenido en el lenguaje en general y que está a disposición de todo hombre, es decir de todo aquel que habla. Este núcleo sería independiente de toda jerarquía cultural, en razón de que no sería dependiente de informaciones exteriores, recogidas en una experiencia desinteresada que presupone el ocio o por una tradición que se transmite preferentemente en las esferas privilegiadas de la sociedad. Tampoco, nos dice el autor, cabe establecer una jerarquía entre idiomas. No estoy seguro respecto a este último punto que tal fuese ya la posición de Platón y de Aristóteles. En el Menón, antes de preguntar al esclavo, Sócrates se asegura que el esclavo, que pudiera ser un bárbaro, habla al menos griego. Ello es naturalmente la condición de posibilidad del diálogo en la situación particular. Pero me pregunto si no hay aquí una intención de indicar que la lengua griega es más apta que otras a la expresión de relaciones abstractas; creo que Aristóteles también lo creía así. Si entiendo bien, Víctor Gómez Pin es un enemigo decidido del elenocentrismo que caracteriza nuestra civilización y nuestra filosofía, que se sabe occidental, es decir griega, y se declara sin embargo universal. Estoy de acuerdo con la tesis de que no hay jerarquía entre los idiomas, pero hay diferencias en la organización sintáctica de cada uno. Si bien es cierto que todo se puede decir en cualquier idioma, si todo se puede traducir, la tradución no se da sin inflexiones y pequeños desplazamientos exigidos por la organización diferente de cada sistema lingüístico. Se puede concebir que un idioma tenga virtudes que otro no posee y que el segundo posea otras virtudes. En cuanto al núcleo categorial, a la distinción de la calidad y de la cantidad y a esta categoría de medida que es la síntesis de las dos primeras, me parece claro que su descubrimiento fue facilitado por la estructura predicativa de la frase griega que hace posible a la vez la distribución de los tipos de predicados y la afirmación de su común referencia al ser, de su unidad ontológica.
Pero mostraré mi acuerdo, para finalizar, con otra tesis paradógica y a la vez profunda de Víctor Gómez Pin, a saber: que el orden es el mejor amparo contra la jerarquía, porque el orden verdadero es un
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orden objetivo, racional, ontológico, con respecto al cual somos todos iguales y todos igualmente humildes, todos hermanos del joven esclavo sin cultura pero no privado de razón. Debe precisarse que el sentimiento de la fraternidad humana no es una consolación o un bálsamo; es el contrario de la inercia, que crea siempre nuevas jerarquías; tal sentimiento exige un esfuerzo constante, que es todo lo contrario de lo que Víctor Gómez Pin llama «esperanza a costa del juicio» identificándola a la religión. La única esperanza legítima y fecunda es aquella que se forja en la lucidez y el juicio. Se trata, en suma, de un libro optimista a la vez que carente de ilusión, libro que por su originalidad y rigor intelectual merece ser leído y meditado.
Pierre Aubenque
LA
OCIOSIDAD
DEL
FILOSOFO
La banalidad. José Luis Pardo. Editorial Anagrama. Barcelona, 1989. 186 pp.
Qué sucede cuando el filósofo se sienta frente al televisor y se convierte en espectador del ceremonial cotidiano del asalto
de la actualidad que propagan los medios de comunicación? Si el filósofo no se resiste a seguir pensando, su ociosidad produce un libro: La banalidad.
De la misma manera que Foucault definió la esencia del poder, no tanto a partir de quién lo detenta o qué lo sustenta, por su atribución de prohibir o censurar, sino como un dispositivo que funciona mientras se ejerce en todas direcciones, donde se entrelazan la coerción, el placer y la verdad, siendo auténticamente productor de lo real, así, J. L. Pardo piensa
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que la imagen no esconde ni limita un original que persistiera más acá de ella, es decir, no es representativa ni su naturaleza consiste en engañar, sino que, cuando imita, se limita a sí misma en cuanto que lo que hace es repetir el mecanismo de disimulo o desvirtuación que ha tenido lugar anteriormente en la presentación de otra imagen que quería decir algo del mismo género ( es sabido que «superficialmente» todos los anuncios de perfumes se parecen, o todas las películas del Oeste, etc.; por eso la imagen no oculta ni falsea, dice la verdad de sí misma, que es la evidencia del mundo que ella transmite, siendo, pues, como medio privilegiado de comunicación, productora de verdad y realidad.
Sin embargo, parece difícil iden-. tificar ese mundo de imágenes chocantes e irreales con la cotidianidad de cada uno. Lo que sucede en la pantalla del televisor no es nada ordinario, pero no es irrelevante que ese lugar donde se despliegan constantemente la novedad y el sobresalto sea por excelencia el del trabajo y el sosiego. Esto sucede porque la imagen no representa nada, muestra, desnuda e inmediatamente, su transparencia. Conviene, a estas alturas, observar que hay tres acepciones de imagen: 1.-como impresión sensible que recogen los sentidos; 2.-como representación (imaginaria) de un objeto (real); 3.-como superficie o aspecto externo que adoptan al propagarse las imágenes anteriores ( el look): éste es el sentido que nos interesa. Es decir, más allá del color que aparece en la pantalla y del reconocimiento, por ejemplo, del perfume X, cada uno sabe con una seguridad pasmosa que está frente a un anuncio de perfumes. La simple reiteración de una imagen ha
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generado su propio espacio de subsistencia en el momento en que somos capaces de percibirla. Ante este hecho, que suele pasar desapercibido para la fábrica de lugares comunes que es la teoría de la comunicación, J. L. Pardo en La banalidad se pregunta qué pasaría «si no hubiera Sistema del Emisor ni comunidad ideal de los destinatarios, sino un conjunto de reglas estratégicas de producción de situaciones normales», añadiendo que esa especie de maquinaria de guerra está inmediatamente presente en la transparencia de la imagen audiovisual.
Es difícil, pero muy cierto, sostener que la imagen empieza a existir en el límite entre lo visible y lo invisible. lDónde hallarla si no es en esa delgadísima superficie donde cesa la sensación visual para irrumpir lo que en ella hay de invisible, aquello que, a pesar de todo, puede ser leído por una mirada que ha aprendido a ver más allá de lo que ve? Pero no al encuentro del significado, sino a la aprehensión de la regla, a la vivencia del ceremonial de descodificación del mensaje, sin lo cual no habría comunicación.
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Forma parte de la efectividad de este dispositivo el que la imagen sea lo único que aparece frente al espectador y sólo ella enseñe cómo debe ser leída, que no necesite de hoja de instrucciones. Esta es la paradoja: la imagen es visibilidad pura, en su transparencia no oculta nada, dice completamente la verdad sobre sí, pero su evidencia revela lo que hay en ella de invisible, que no es otra cosa que el mundo, ya no exterior porque no lo representa, sino producido en la delgadez extrema del límite de la visibilidad, donde habita lo que hace posible la imagen: el sistema, móvil y precario, de auténticos esquemas a priori que integra la comunicación de masas, por el cual el mundo se convierte en real, es decir, en banal. lQue dice, en definitiva, una imagen? La banalidad esencial del mundo en que habla: el de todos, el de las situaciones más corrientes y las actividades más ordinarias. Lo que, por pudor seguramente, J. L. Pardo no llama nunca la vida, porque quizá la vida es otra cosa.
La banalidad prueba su verdad a través de la publicidad. Encontramos en este libro, junto a un repaso crítico de lo que más normalmente se ha pensado sobre la publicidad, tres notables aportaciones.
En primer lugar, la propia inventiva de J. L. Pardo que nos propone una lectura de los mensajes publicitarios muy cercana a la mitología de Levi-Strauss: el sistema del brillo y el sistema del sabor, que es, como el propio libro declara, un ejercicio de cartografía de la geografía fantástica del imperio del Emisor, a la vez que una mirada jovial que se recrea en aquellos mensajes que pueblan la memoria de todos los espectadores de televisión.
En segundo término, presenta atención a la actitud del semiólogo ilustrado que, frente al Emisor que no dice nada en cuanto que deja hablar a la arbitrariedad o la ambigüedad de su mensaje, y el Receptor que no entiende nada de aquello que, sin embargo, recibe y obedece, es el único que sabe. El saber del semiólogo logra un doble efecto: enseña a leer en el mensaje publicitario, educa la mirada del receptor; al mismo tiempo que convierte su ilustración en publicidad real del Sistema del Emisor, «contribuyendo a extender el rumor de que existe». Cuando J. L. Pardo podría decir con Zaratustra: «i Será posible! iEste no ha oído todavía que el Emisor ha muerto!»
No obstante, el hallazgo más inquietante de La banalidad reside en subrayar lo que cualquiera ha observado, que el mensaje publicitario no dice: «compra», sino simplemente: «mira». lPor qué? porque mirar es obedecer, interiorizar una ley de la que nadie es responsable. En efecto, si acusáramos al Emisor de decir esto o lo otro, la ambigüedad de la imagen que transmite le permite negar cualquier intención, incluso la de vender. lQué hace, pues, la publicidad? Construye las circunstancias en las que se inscribe y tiene significado, forjando a la vez no sólo una imagen del mundo donde tiene sentido y lugar el mercado para su producto, sino una imagen de cómo deben comportarse en él Emisor y Receptor. Por esto mismo, afirma J. L. Pardo que la publicidad no es una forma de comunicación audiovisual, sino la comunicación audiovisual una forma de publicidad. Ahí el Emisor se eclipsa al ocultarse tras la imagen que lo dice todo; cuando él ya no está, no dice ni hace nada, verdaderamente ha muerto. lQué queda, entonces? el Receptor y su deseo: que mira, y al hacerlo se busca a sí mismo y su mundo, es decir, su normalidad, mira deseando no tanto lo que le falta como la permanencia de sí y de lo suyo. De ello se sigue la certidumbre de que nada se arregla con
.. una crítica destructiva porque, hecha en serio, nos destruiría; pero tampoco parece solución la crítica racional-constructiva que colaboraría en la reproducción de lo mismo.
Hay escondida en La banalidad una lectura política, a la que no debe ser ajena la disputa de las páginas finales con las tesis de Apel y
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Habermas, que J. L. Pardo, seguro que intencionadamente: nada más lejos de los propósitos de los términos de este libro que el convertirse en imagen publicitaria de alguna normativa que deba seguir el destinatario, deja en manos, es decir, para la inteligencia del lector. Si hay una propuesta ética y política en La banalidad, tenemos que agradecerle a J. L. Pardo que nos permita ser cómplices de su silencio, y nosotros, los lectores, desde el refugio de nuestra discreción, compartamos la llamada a la inteligencia, oculta, pero presente, en lo que no se dice.
C. N.
LA PALABRA
SOLIDARIA Y
EXISTENCIAL
DE JOSE
BOLADO
José Bolado, Línea imperceptible al temor. Col. Deva, Ateneo Obrero. Gijón, 1988.
E1 pudor de mostrar directamente el sentimiento obliga a poner en sordina las emociones mediante distanciamientos, veladu
ras o conceptualizaciones. Ello favorece, sin duda, el clima lírico, a la par que aumenta las exigencias de rigor en el discurso poético, aunque tal vez pueda confundir al lector con prisas, que nunca será un buen lector de poesía.
Así ocurre -creo yo- con Línea imperceptible al temor. A primera vista puede parecer un libro de exquisitez estética y propio de un poeta en actitud contemplativa, y sin embargo todo un abundante caudal de pleno sentir humano corre por sus páginas: el dolor propio y el ajeno, la evocación de los encuentros amorosos o la amargura del desencanto, la conciencia dolorosa del pasar implacable del tiempo o de la radical soledad humana y otros elementos semejantes presentes en los poemas vienen a demostrar lo que digo. La «línea imperceptible al temor» se trocará,
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páginas adentro, en «línea intuida desde los espasmos del miedo».
José Bolado nos ofrece treinta y cuatro poemas distribuidos en dos partes. La primera, sin título, de mayores concreciones, contiene textos al hilo de la experiencia personal; la segunda parte, con el título de Arido signo, se caracteriza por un mayor hermetismo, consecuencia tal vez del fragmentarismo y de la conceptualización, lo cual acerca el discurso a los modos de la poesía del silencio. No obstante los temas vertebradores del texto total garantizan la unidad.
«Imperceptiblemente, ha acampado la inquietud un retazo: violinista de boca de metro, anciana de esquina, joven calle arriba ... y en mí los poros abiertos sin remedio al pálpito de la muchedumbre con rostros y señas».
Es la ventana abierta solidariamente hacia el dolor y la soledad de los otros. No es el de José Bolado, a pesar del intimismo, un mundo poético egoísta, de conciencia cerrada. El poeta permanece vigilante y proyecta su propia angustia en el existir ajeno: Desde la cristalera/el tiempo ajeno de los paseantes/la soledad/de un guante negro! por su compañero acariciado». Los otros son el violinista, la anciana de la esquina, Jovellanos en el destierro («Hace casi dos siglos un asturiano ilustre/encarcelado en Bellver pasó cinco años»), J. Brel, o el amigo que, hastiado de tantas sombras, buscó «el fuego del agua». Los otros son una palpitante «muchedumbre con rostros y señas».
Y la conciencia del poeta está abierta especialmente a la experiencia amorosa. Hay evocaciones de un amor vivido con intensidad, o que se reclama desde la ausencia(«qué negra y qué blanca la mar/deti me aleja»), con lugares precisos:el andén de la despedida, Madrid,Toledo, París, o un suburbio cualquiera («Contigo amor indescifrable, y con lagunas turbias/de miseria, ay, afueras donde la ciudad sepierde»).
Línea imperceptible al temor es un libro de intensa temporalidad. El poeta es impotente ante la presencia implacable del tiempo («Quise romper el tiempo/pero me aguardaba un ritual de destrucción»). Todo lo que aquí sucede está marcado por el devenir del hombre y su entorno. A ello contribuye ante todo la persistencia de la evocación y nostalgia («Una mañana de septiembre, después de largo viaje,/una foto casual me reproduce inquieto/con aterida nostalgia de lo perdido que no es cansancio»). Subrayan además esta dimensión ciertos simbolismos: el verano es tiempo de luz y de añoranza; en cambio, el invierno, es visto con notas plenas de negatividad:
Mañana los vientos y la niebla sumergirán los restos del verano
[perdido. Entonces nada de ti en el paisaje,
[sólo el poso de tus manos y la
[balaustrada de tamarindos. Deséame, amigo, desde tu refugio
[un corto invierno.
Otros simbolismos funcionan en el libro. Es preciso notar presencia de un reducido bestiario: la urraca negra, el albatros, la gaviota atrapada en la red, los delfines, la corneja. Son elementos que contribuyen a potenciar el clima poético. Algunos elementos subrayan la actitud contemplativa y expectante del poeta: por ejemplo, los cristales, la balaustrada de tamarindos, el velador con siemprevivas. Y sobre todo, el mar (o la mar). Un mar envuelto en brumas que vigila obsesivamente, ya que por él se espera la llegada de alguien; a veces es la mar terrible por lo que ofrece al hombre angustiado: «La mar vértigo del final desgarro». También puede acompañar el acto amoroso: «Esta noche/y los delfines saltarán sobre la tierra».
Con esta primera entrega poéti-
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ca, José Bolado nos ofrece un texto sin vacilaciones en el discurso poético y de plena eficacia. Con una sintaxis limpia y sin exhibicionismos en cuanto a la forma, este poeta gijonés ha conseguido indudablemente la complicidad del lector para entender y aceptar su explicación existencial.
Francisco Alvarez Velasco
EL DIALOGO
COMO
INVENCION
Ernesto González Bermejo, Revelaciones de un cronopio. Conversaciones con Julio Cortázar.
Borges respondió una vez a alguien que, confundiendo diálogo e inquisición, lo interrogaba sobre uno de sus textos: «lQué
quiere que le diga de ese cuento? Yo no hice más que escribirlo.» La verdad contenida en esa réplica -cuyo carácter paradójico, se sabe,es sólo aparente- no nos impide,por suerte, prestar atención a loque dicen los escritores sobre sustextos. Es cierto que esa prácticanos deja a menudo el sentimientode haber sido estafados, como ocurre precisamente con tantos libros
Julio Cortázar.
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de conversaciones con Borges, que daba entrevistas a granel y sin hacer el menor discrimen de interlocutores. Otras conversaciones, en cambio, son observatorios privilegiados de una obra y, más allá de ella, del quehacer literario y sus entresijos. Es el caso de no pocos coloquios, desde el de Goethe con Eckermann hasta el de García Márquez con Plinio Apuleyo Mendoza, sin los cuales nuestra percepción de lo poético no sería hoy lo que es. En esa valiosa categoría se inscribe el diálogo con Julio Cortázar que bajo el título Revelaciones de un cronopio publicara recientemente el escritor uruguayo Ernesto González Bermejo (1).
La conversación, fechada en diciembre del 77 y prologada en el 86, está hecha, en realidad, de muchas conversaciones que los dos interlocutores mantuvieron al correr de los años y de su amistad, la primera de las cuales fuera dada a conocer por González Bermejo en Cosas de escritores (Montevideo, Biblioteca de Marcha, 1971). Diálogo plural, entonces, materializado en tiempos y espacios diversos, pero sometido a una reelaboración vigilante por su autor y a una minuciosa revisión por Cortázar. No tan vigilante la una ni tan minuciosa la otra como para ahorrarnos alguna curiosa coexistencia de tuteo y usteo (pp. 26-7)), pero sí para librarnos de reiteraciones e invitarnos a un recorrido lúcido y asistemático -en consecuencia, muy cortazariano- de la dúctil y sofisticada configuración de opciones éticas y estéticas del inventor de Rayuela.
La eficacia de este encuentro de voces debe tanto a la compleja coherencia del pensamiento del entrevistado como al hecho de que el entrevistador parte a la búsqueda de ese pensamiento desplazándose por la obra cortazariana con la familiaridad de quien camina por su propia ciudad. No sorprende, por eso, que Cortázar hable del diálogo como de una excursión («Me lleváis por buen camino cuando decís eso. Justamente todo esto de que
(1) El libro ha sido objeto de dosediciones, ambas de 1987: una en Montevideo (Ediciones de la Banda Oriental), la otra en Buenos Aires (Editorial Contrapunto). Las citas y referencias de la presente reseña remiten a la segunda de las ediciones mencionadas.
hemos hablado, y que yo nunca había hablado con nadie de esta forma un poco orquestal, lleva al puente que vos acabás de tender.» [p. 301] y que compare las virtudes heurísticas de las intervenciones del entrevistador con las del progenitor de la mayéutica (p. 105).
La heuresis es, a la vez, descubrimiento e invención. Cortázar inventa («Me pregunto, poniéndome a inventar un poco [p. 41]) y descubre («me estás ayudando a conocerme mejor» [p. 105]). Y lo hace al tanteo, por aproximaciones y rodeos, usando la táctica del «Sí, pero ... », que Me-ti, el filósofo dialéctico inventado por Brecht, elogiara tanto. Tres ejemplos entre muchos posibles: «Sí, pero tampoco hay que olvidar que en literatura española hay escritores que han trabajado con una enorme economía de medios.» (p. 28); «Claro, pero no tomes esa negación como una cosa demasiado sistemática.» (p. 70); «Sí, pero precisamente esa frase hay que situarla en el contexto de Rayuela.» (p. 97).
La coincidencia de la estrategia argumentativa cortazariana con la de Brecht no es ocasional. A tal punto que el lector corre el albur de asombrarse, una vez terminada la lectura, de no haber encontrado en el discurso de un hombre que sabe citar a sus autores, una sola referencia al teórico y practicante del teatro épico. Cortázar, teórico y practicante de la contranovela, parece haber llegado a las mismas verdades que Brecht, pero por caminos completamente diferentes. Las coincidencias son sorprendentes: como Brecht, Cortázar es el adversario de lo único y partidario de lo múltiple (ver, en la p. 48, su reprobación de la homogeneidad en Lovecraft), esquiva lo que hay de definitivo en las definiciones (p. 70), sospecha, como lo muestra su concepción de los «géneros» (p. 98), de todo formalismo (en el sentido brechtiano, va de suyo, opuesto al lukacsiano), se consagra a combatir la modorra del pensamiento y la percepción comunes a través de la identificación de brechas en lo sistemático y admitido (pp. 84-85). Y su búsqueda del lector cómplice, que es un aspecto de su lucha contra la hipnosis propia a la estética aristotélica, fundada en la identificación, lo conduce a la aplicación de técnica que coinciden con las empleadas por el estratega de la Verfremdung (p. 84).
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Julio Cortázar.
El recorrido en espiral que este libro propone permite discernir una singular correspondencia entre las opciones éticas y estéticas de Cortázar. Un recorrido que, en el proceso mismo de formulación de estas opciones, las va entretejiendo y transformando en acciones. Así por ejemplo, para Cortázar no hay ruptura radical entre literatura y realidad, universos que, por no cesar de traslaparse, prueban que el vínculo entre poética y política es mucho más que una cuestión de paronomasia. Eso justifica que los interlocutores se pongan a hablar de los personajes de una novela como si hubieran olvidado que esos personajes son ficticios (pp. 87-90) o que emparenten un asunto técnico, como el ritmo de la prosa, conel tema de los procesos de liberación en América Latina (pp. 127-8).
Fundamentalmente literaria (pero lo literario no tiene aquí los límites habituales), la conversación cubre los tópicos más caros a Cortázar: lo fantástico como dimensión de la realidad, la literatura como juego, el humor como provocación, la búsqueda de una autenticidad humana radical a través de la poesía y el socialismo. También, como era de esperar, el tema de la génesis y la factura de los textos. Y es de destacar que las consideraciones de Cortázar que este libro recoge en relación con un aspecto capital de la técnica escriptural, el del ritmo de la prosa, justamente acaso el problema más arduo y menos transitado de la teoría de la literatura-, son tan penetrantes como osadas y originales. Que yo sepa, tales consideraciones no se encuentran expuestas con tanta precisión como aquí (pp. 24-5, 116-9, 125-6) en ninguna parte de la producción del escritor argentino.
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Es verdad que el diálogo se desliza a veces hacia asuntos de la vida menor y que se demora en detalles triviales. Pero tales momentos son escasos y, por añadidura, dan al escritor argentino la ocasión de poner en evidencia, una vez más, las fallas de nuestros esquemas nacionales. De modo que, tanto como el resto, esos deslizamientos hacen del libro de González Bermejo un elemento insoslayable de la bibliografía de (y no sólo sobre) Cortázar.
Por lo demás, lpor qué considerar lo trivial como únicamente trivial, cuando en realidad es una condición de lo trágico? Nadie se dirá desencantado de La cérémonie des adieux o de Ece hamo por haberse enterado en esos libros de que Sartre detestaba los tomates y de que Nietzsche, a la hora del desayuno, era un ferviente partidario del chocolate caliente. Bien caliente. Y con dos bizcochitos, por favor.
Javier García Méndez
HUESPED DE
PASO
J. Guillermo García Valdecasas, Elhuésped del Rector. Colección Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1988. e orno en tantos cuentos,
una noche de invierno (de 1863, en este caso), un personaje misterioso llama a las puertas del
Colegio de España de Bolonia. Tal arranque puede presagiar lo mejor
o lo peor, tanto para el rector y único habitante del Colegio por aquellos días, don José María de Irazoqui y Miranda, como para los lectores que inician esta novela corta(apenas 161 pgs.); pero si a lrazoqui no le fue mal del todo con lallegada del extraño y deforme Pedro Justino de Pozas, al lector no lequeda otro remedio que disfrutarcon el desarrollo de una invencióncasi maravillosa y con una prosabella, precisa, elegante. «El huésped del rector» es una curiosa historia a la que la literatura españolade este tiempo no nos tiene acostumbrados; una historia que recreaun pasado con ironía no exenta deternura, y donde todos los elementos aparecen perfectamente dosificados para que los resultados queproducen alcancen plena efectividad. García Valdecasas no se demora en arqueologías ni en reconstrucciones históricas; todo el aroma de los comienzos de la segundamitad del siglo XIX viene dado enla prosa del rector lrazoqui, quediscurre paralela al relato en tercera persona sobre el que se articulaeste cuento.
El procedimiento no es nuevo, y lo utiliza sabiamente, por ejemplo, Joseph Conrad en «La posada de las dos brujas», también novela corta, en la que el narrador acude para completar su relato a las memorias de un personaje llamado Edgar Byrne, oficial inglés durante las guerras napoleónicas en España. El narrador de «El huésped del rector» llega a Bolonia en la primavera de 1968 (lo que, por cierto, le permite hacer un rápido y agudo comentario sobre los sucesos estudiantiles de aquellos días) para completar un bibliografía, y encuentra en un estante, junto a un códice medieval, un mazo de cuartillas atadas con una cinta pálida, una hoja suelta y un cuaderno, dentro de una carpeta abrochada con lazos descoloridos. En este manuscrito, el rector lrazoqui relata su encuentro y convivencia con Pedro Justino de Pozas, y la lucha que ambos mantuvieron contra las asechanzas del período Marliani. El lector bien pudiera suponer que Marliani era un masón que se proponía adueñarse, por afán desamortizador, del desangelado y deshabitado Colegio de España; pero resulta ser un brujo, lo que complica las cosas mucho más.
En «El huésped del rector» no hay más que dos personajes (Mar-
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liani es una presencia omm1osa, pero no llega a ser corpórea) y un solo escenario, el del Colegio de España, lo que da idea de la gran habilidad narrativa de García Valdecasas, dado que el relato no decae en ningún momento. Los diálogos entre ambos son vivísimos; cada personaje expresa su modo de ser, su carácter, en sus palabras. De la humildad de Pedro Justino puede tener el rector sus serias dudas; sin embargo, en su desposeimiento y la resignada aceptación de las condiciones que se le imponen, nos recuerda al soldado lisiado del cuento de Oliver Goldsmith, que dormía sobre una cama de tablas, abrigado con una frazada, «porque siempre le gustó dormir bien». En cambio, Irazoqui es un aragonés enérgico y habla como tal. Los dos personajes están puestos en pie, vivos y coleando: huidizo Pozas, de una pieza Irazoqui. El lector sabe a qué atenerse con el rector, en tanto que Pozas, a cada momento, está a punto de producirle sobresaltos.
El relato roza la literatura fantástica, pero la sortea con prudencia. A fin de cuentas, lqué sucedió en las frías soledades del Colegio de España de Bolonia durante unos días de enero de 1863? lrazoqui lo refiere con detalle, pero él mismo reconoce que pudo haber sucedido tal como él lo cuenta, o de otro modo: a fin de cuentas, parte de aquellos días estuvo poseído por la fiebre. En cuanto a Pedro Justino, desaparece tal como había llegado. En fin, la clave tal vez haya sido descubierta involuntariamente años después, en época de la recuperación del Colegio, por un colegial aficionado a la esgrima.
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«El huésped del rector» es un relato culto, irónico y equilibrado, con algún destello de nostalgia; mas también la nostalgia pasa por el tamiz de la ironía. Incluso un brujo protesta de que cualquier tiempo pasado fue mejor: «Primero han sido los pararrayos, que atraen los fluidos aéreos y los aniquilan de la peor de las maneras. Pero si no fuera bastante, ahora nos ponen líneas telegráficas. Hoy el cielo es un erial. Ya me contará qué arte puede hacerse sin materia prima, después de una devastación así».
José Ignacio Gracia Noriega
PALABRAS
DESDE LA
OSCURIDAD
Fernando Menéndez, Latitud inte
rior, Gijón, Ateneo Obrero, 1988 (Col. Deva, 8).
Tras diez años de dedicación a la poesía se ha decidido Fernando Menéndez (Mieres, 1953) a reu-nir en un volumen la
práctica totalidad de su obra, dispersa hasta el momento en esas pequeñas entregas que la pedantesca jerga poetil ha dado en llamar poemarios.
Seguimos con interés su trayectoria desde 1978, año en el que Fernando Menéndez tomó parte en la primera entrega de una revista poética, más tarde convertida en colección, cuya amplitud de miras la convirtió en un fenómeno inusual entre nosotros: Aeda. En aquel número inaugural de Aeda colaboraban también Juan Muñiz, José Luis García Martín y el editor Alvaro Díaz Huici.
«La marea» (el mismo título que más tarde llevaría una parte de Azul marino) reunía brevísimas composiciones que ya preludian las características dominantes de su poesía (concisión, brevedad, síntesis conceptual). En 1979 publica Fernando Menéndez Sinfonía interior, también en Aeda, ahora ya «Colección de Poesía». Al año si-
guiente aparecerán dos nuevas entregas suyas: Fondo negro, en Salamanca, y Oquedad, también en Aeda.
Noche humana (El Telar de Penélope, 1982), Azul marino (Madrid, Cantiga, 1983), Acuarelas sin color (Gijón, Altaír, 1984), Sentir-se (Valencia, Tabarka, 1985) y Gotas de silencio (Torrelavega, Scriptum, 1986) conforman la continuada serie de cuadernos poéticos con los que Fernando Menéndez ha ido construyendo una obra cuantitativamente ya importante.
Además de las producciones individuales citadas, nuestro autor participó en varios volúmenes colectivos: Cabezas de Kiker (1980), Libro del bosque (1984) y Tetragonía (1986). Precisamente en este último libro tuvo lugar el nacimiento de la colección «Deva», del Ateneo Obrero gijonés, en la que hoy aparece Latitud interior.
En torno al Ateneo Obrero de Gijón se ha congregado un numeroso grupo de poetas locales (Pedro Luis Menéndez, Rosa Espada, Francisco Alvarez Velasco, José Bolado, Jesús Rodríguez Castellano, ... ), de cuya producción nos ofrecen muestras la revista Lúnula y la colección Deva. Con las lógicas divergencias entre ellos, no sería aventurado hablar de un grupo poético gijonés, del que formaría parte Fernando Menéndez.
A medio camino entre la antología y las obras completas, Latitud interior recoge la mayor parte de los poemas de Fernando Menéndez. Quedan excluidos solamente las tankas de Acuarelas sin color y varias composiciones de su obra más primeriza.
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Llama la tención en la relectura de este poeta lo poco que ha variado su línea estética (si es que ha variado algo) en más de diez años. Poema de formato breve, economía verbal, parco repertorio de recursos estilísticos, concesión conceptual, tensión expresiva, ... , son las características tanto del Fernando Menéndez de Sinfonía interior como del de Gotas de silencio, lo mismo sirven para explicar sus poemas de hace diez años como los de ahora mismo.
Tal vez existe una casi imperceptible evolución que ha ido restando aridez al desarrollo intelectual de los poemas iniciales, en beneficio de elementos sensoriales externos. Eso que podría parecer un proceso de desinteriorización queda solamente apuntado en algunos poemas recientes, pero parece que se contradice con el título escogido por el poeta para esta recopilación: Latitud interior. Y no puede considerarse casual la repetición del adjetivo ubicador ya usado para su primer cuaderno poético. Efectivamente, para Fernando Menéndez, como para Valente, según nos enseñó José Olivio Jiménez, el acto poético es un «ejercicio de interiorización», de conocimiento, de indagación en lo más profundo, y por lo tanto en lo más oscuro de lo real. Con estas características no debe extrañar el hermetismo, la impenetrable solidez de buena parte de la obra de Fernando Menéndez. El cosmológico título de su último libro reuerda, y esa coincidencia tampoco es casual, aquel Interior con figuras de José Angel Valente, poeta y teórico de la estética
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en la que nada Fernando Menéndez.
Miguel de Molinos, María Zambrano, Valente, Jaime Siles, ... la llamada «retórica del silencio», el «minimalismo poético» del que hablaba Guillermo Carnero, son los maestros y la línea poética en la que se inserta la obra de Fernando Menéndez. Curiosa persistencia la suya en un modo que no encuentra, aparte de él, ningún cultivador entre la numerosa y variada prole de poetas asturianos del momento.
Carlos González Espina
EL DON DE
LA
CREDULIDAD
Ignacio Fontes, Poemas 1978-83. Ediciones Libertarias. Madrid, 1989.
Haz maleta de ti. Eso te queda». Así concluye Ignacio Fontes uno de los poemas de su libro último.
«Haz maleta de ti». La imagen, a más de hermosa, es alta de contundencias. Con el augurante «eso te queda», se anuncia el sino maltrecho y nómada de estas páginas que son, en efecto, itinerario de un hombre sobre un lustro de su vida, pero que también son breve anclaje de ésta en sus cuerpos, ciudades y conmociones.
Un muy vigente Michaux advirtió «el escribir para lo que era verdad deje de serlo». Uno, más modestamente, diría: escribir para que una verdad, o un manojo de verdades, sean las nuestras. O aún mejor, nosotros. Es aquello de la escritura porque al cabo seremos las cosas que amamos, según dictara Cernuda. O las que odiamos, como olvidó añadir éste. A tales asertos anda aliado Fontes, en estas sus páginas. Y bien se deduce de ellas que para semejantes peligros sólo de una valentía se arma el poeta, desarmando así al hombre: el lenguaje. De aquí la profusión de vocablos en latín, francés o inglés, incluso poemas enteros, que Fontes gusta y que, lejos, por fortuna, de ser fácil coartada cultista o postclásica, revelan una voz que sí se
quiere albacea de incontables idiomas es porque se busca nombradora de eso tan insondable y humilde que es la realidad y sus misterios.
El verdadero creador, aún así, está por debajo -o sea, por encima- de todo esto. En el insólito huésped neoyorkino que vive de frente «el continuo strip-tease del rascacielos Chryslern o soporta, ya en Madrid, cómo «la ciudad puso un cartel de no hay silencio». Incluso en el no menos audaz y conmovido visitante de la mujer o los crepúsculos: «nieva, nieva, oigo que me digo y me consuelo» o «Y sin ti: recorrer minutos, horas, días, eternidades que no son, que no son para nosotros y sin embargo nos añoran». Parece que un saxo hubiera trasnochado a lo largo de todo el libro, mientras fue escrito y que ahora, cuando se lee, nos acompaña más incógnito y nocturno. Parece que un desnudo andar de muchacha o el dulce bulto de su ropa se ocultara de un poema a otro, a lo largo del bosque erótico o la macrourbe sentimental que esgran parte de estas páginas.
Coloquialismo, intimismo, lírica urbana a menudo, poesía sensual otras veces. Pero quizá mejor, una urbana de la lírica, un intimismo de la actualidad, una sensualidad de lo poético, es lo que lucra de excepción, en este libro, los sempiternos temas del hombre y su corazón sitiado.
Y en torno a ello, el impudor de la ironía, pericia aún más atrevida cuando nos encontramos ante instantes que, como apuntaría el mismo autor, tampoco tienes por qué contar a nadie.
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Si la ciudad hacía más soledad la soledad y el erotismo más mujer la mujer, la ironía prodiga, si no siempre el desdén, sí el elegante desarraigo de ambas. He aquí alguna alevosía o ejemplo: «Si ese bronce art-decó es una dama, yo soy un caballero» o «comprar un poco de hogar por $125 -es como hay que hablar en USA». Dejar que la realidad opere en nosotros, como aquí ocurre -y la escritura, como el amor, y la lujuria, es un acto de pasividad, de atenta convalecencia- obliga a una indesmayable capacidad de asombro, de sucesivo redescubrimiento. A esta fe poética, que ya Coleridge fijó en la abolición de la incredulidad, se encomienda Fontes, cada noche, en cada poema: el poeta sólo puede ser crédulo. Y él, también narrador, lo sabe.
Angel-Antonio Herrera
CARLOS -
BOUSONO:
ELEGIAS A
VICENTE
ALEIXANDRE
Elegías (a Vicente Aleixandre), Valencia, La pluma del águila, n.º 7, 1988.
En noviembre de 1949, Carlos Bousoño se doctora con una tesis sobre la poesia de Vicente Aleixandre. Dos años des
pués, cuando se publica en la editorial Insula, ya habían aparecido sus dos primeros libros· poéticos: Subida al Amor (1945) y al año siguiente, Primavera de la muerte. Posteriormente, seguirán otras entregas, Noche del sentido (1957) e Invasión de la realidad (1962) hasta la que era considerada, por ahora, su postrera etapa con Oda en la ceniza (1967) y Las monedas contra la losa (1973). Pero el lúcido autor, entre otros estudios, de Teoría de la expresión poética, nos ofrece estas Elegías al Premio Nobel español de la generación del 27, que constituyen una primicia de Metáfora del desafuero (1988), último libro poé-
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tico de Carlos Bousoño, del que forman parte y que la Colección de poesía La Pluma del águila, de Valencia, ha publicado en una cuidada y restringida edición.
En la condensada Presentación que el propio poeta hace a su obra nos explica tanto las motivaciones personales que dieron pie a la escritura de las mismas como el homenaje póstumo que representan.
Este canto elegíaco de Bousoño a Vicente Aleixandre está constituido por siete poemas, constando el primero de ellos, que ya apareciera en estas mismas páginas en diciembre de 1986, de tres partes. Por lo que respecta a su forma externa, en versículos, tienden, por su disposición, al acortamiento y a la progresiva tenuidad como emotiva expresión del sentimiento de desposesión que la muerte conlleva. De ahí que los poemas sean cada vez más breves y sus configuraciones más cortas, produciendo esa sensación de caída hacia el vacío y la nada. Con la excepción de uno de los poemas, «Desde que yo le conocí», de claro matiz noticioso y simbólico, los restantes adoptan la actitud lírica de apóstrofe: el poeta, identificado con el yo poemático, se dirige a su amigo desaparecido e ilusoriamente le pregunta acerca de su muerte, unas veces, y otras, las más, evoca visionaria y simbólicamente su vida y compañía. (Desde que yo le conocí/lluvias cayeron abundantes/soles hubo también,/ muertes, amores, cielos).
LAS ELEGIAS EN LA POESIA DE BOUSOÑO
Las Elegías a Vicente Aleixandre se inscriben dentro de la definida
Carlos Bousoño.
como última etapa del autor de Oda a la ceniza y Las monedas contra la losa. Como ocurriera en estos libros, el estilo de las Elegías es sorpresivo y deslumbrante. El lector queda asombrado ante un rico lenguaje repleto de paradojas, contrastes, símbolos monosémicos y disémicos, rima interna, correlaciones, imágenes visionarias, desarrollos imaginativos no alegóricos en los que el término comparativo se antepone al comparado agudizando aún más el efecto estético. Todo ello en un discurrir de los versos, conversacional y fluido: (Y quedan, sin embargo, tras tu ausencia, uniones, relaciones/coyunturas o hilos por los que antes íbamos a tí/cables de plata y oro, refulgentes, solventes, consistentes,/ para que siempre fuésemos por ellos/a tu presencia inamovible ... ).
Así pues, el neorromanticismo del Bousoño de los años 40, se trueca en un barroquismo y gesto por la amplificatio retórica, lo que proporciona al texto un carácter lento y reposado, acorde con la meditación acerca de la muerte, de la brevitas vitae, y de la constatación de la pervivencia de la belleza en el mundo, de la rosa, a pesar de su evidente precariedad. (La rosa se ensanchaba, más y más, y era el mundo).
No nos es difícil reconocer en estas Elegías el estilo de Bousoño en sus últimos libros líricos al mismo tiempo que sigue utilizando unos determinados elementos léxico-simbólicos que recorren toda su poesía, portadores de su peculiaridad cosmovisionaria: crepúsculo, lluvia, canto, rosa, porcelana, pájaro, ola, azul-color este clave-... (en misterioso canto/la sinuosa realidad). En Invasión de la realidad, con evidentes influencias guillenianas, asistíamos no sólo al impacto de la realidad, en su presencia, sino que también la canción, la danza y la melodía de la realidad y del hombre se imponían. (El cielo todo se levanta y canta/y los humanos cantan en el viento, proclama en «Humanos en el alba» del mismo libro).
Estos poemas de aparente facilidad, dado el sello concreto e inicios de los que se parte, «historia humana como substancia del poema», al decir de Octavio Paz cuando comenta la obra de T. S. Eliot, también como en la de éste se amplía y discurre por vías de irracionalismo simbólico. Así en el poe-
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Vicente Aleixandre.
ma titulado «Desde que yo le conocí», se observa cómo el término real (A): la llegada estruendosa de la vejez y la consiguiente emoción es comparada al sentimiento ocasionado por el advenimiento inesperado de un alud (B), que progresivamente va desarrollándose en otros términos tales como tromba de agua (b1), corrientes oceánicas (b2), regiones árticas, polar destino (b3), determinados metonímicamente por «soplo helado, blancura interminable», con patentes connotaciones de la muerte.
Lo mismo podríamos decir del aparente desorden y caos existentes en la última parte del titulado «La derrota» en el que, no obstante, hay una sucesión de versos compuestos de una retahíla de sustantivos y adjetivos heterogéneos pero encauzados y dirigidos por una misma emoción: el desmoronamiento cruel del vivir humano.
POESIA DE LA PLENITUD
PERENTORIA
«La claridad y la aventura que Vicente fue, su capacidad para convertir la vida, tan gris, en un espectáculo de resplandeciente color, es lo que aquí se intenta decir», proclama Bousoño en la Introducción. Y no es otra idea la que vertebra estas Elegías y en general, su obra poética: Un canto gozoso ante la realidad que se nos impone (Invasión de la realidad) simultáneo a la dolorosa comprobación de su futilidad y vacío (Oda en la ceniza, Primavera de la muerte). El siglo de Oro y, más concretamente, la vitalidad de Lope de Vega imbricada al
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desengaño de Quevedo son algunas de las huellas en esta cosmovisión bousoniana, según la cual se comprueba la realidad en su plenitud (Guillén, presente en la vida y obra de Bousoño) a la par que se constata su engaño y falsedad. «He amado frenéticamente el mundo, sabiéndolo perecedero, y por eso es la frase primavera de la muerte y no la nada siendo la que mejor puede incorporar la intuición que perdurablemente se halla al fondo de mi vida y no sólo de mi poesía.» (1) De ahí el continuo negar lo que con rotundidad y aplomo previamente se ha afirmado. «Himno elegíaco» es el título del segundo poema de Elegías a Vicente Aleixandre y que una vez más corrobora esta preferencia de Bousoño por la paradoja y el contraste que resaltan y enfatizan la idea expresada mediante estos recursos literarios: Himno (exaltación, triunfo), elegíaco (funerario, derrota). El poeta ante esta realidad mundana y efímera construye y admira un gozoso espectáculo en su plenitud, (Mientras nosotros, inmortales, sumos/con nuestros puños duros sosteníamos/las bóvedas del mundo... en la continua porcelana intacta/ del incesante amanecer) en paralelismo correlativo con estos otros versos que los complementan (que se venían abajo/a cada instante ... Hasta que al fin la porcelana pura se hizo añicos). Lo que de nuevo se comprueba en estos otros (levitando, cantando/pero no levitaba/no cantaba.)
«La labor del poeta», título de un poema de Bousoño, consiste en trasmitir a los hombres el amor al mundo, aunque éste presente «triste horror, de ocaso envejecido ... » Ese es el papel que para Carlos Bousoño desempeñó Vicente Aleixandre tanto por su biografía como por su obra (Donde ponías tu mano... otra cosa cantaba/tu mano aleteaba/fragancia deleitosa/sin ser pájaro o rosa.)
El arte y por ende, la palabra poética servirá de correlato a esta doble perspectiva de la realidad creada por el poeta, que consiste en alumbrar y hacer ver tanto la verdad comparable por todos cuanto el sentido último que intuye el artista, significación invisible para los demás hombres (Cuando en la habitación/andabas, de repente/aquello trastornaba/su ser, y mesa, silla/cobraban un sentido/cambiado ... )
La elegía ha tenido en nuestra
lírica castellana muchos y excelentes cultivadores y más en particular, el llanto ante la desaparición del amigo ha catalogado ya algunos nombres en nuestro siglo XX (García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández ... ) Dentro de esta tradición se inscriben estas Elegías a Vicente Aleixandre. Júbilo y llanto, himno y elegía. En ellas Bousoño exalta la figura del poeta amigo del 27 al conseguir describir, emotiva y literariamente, la persona, vida y obra de aquel, cuya amistad se había construido «con materiales sólidos, de rigor permanente/monumento sin día hecho para durar,/ como, romano, un acueducto/donde discurre todavía el agua muy amorosamente, ... »
Santiago Fortuño Llorens
(1) C. Bousoño, Selección de misversos, Madrid, Cátedra, 1980, pág. 19.
VIDA DE
PERROS
Alfonso Armada, La edad de oro de los perros.
La mirada de un hombre que acaba de cumplir los treinta años sobre su época. Una mirada amarga y lúcida, brutal a veces, in
cómoda y a ratos desaforada. «La edad de oro de los perros» es la segunda obra de Alfonso Armada, un autor que también se enfrenta a la dirección de sus obras y que en la primera, «Cabaret de la memoria», había dado ya muestras de una curiosa sensibilidad para entroncar con lo más valioso de la tradición teatral del siglo XX en un homenaje, lleno de plasticidad, de guiños y con cierta morbosa delectación en el recuerdo. Ahora, en su segunda obra estrenada, Alfonso Armada da un paso adelante y abandona las «citas», los homenajes para ofrecernos una propuesta más personal, más dura y también más difícil y probablemente menos inmediatamente aceptable por un público y una crítica demasiado poco acostumbrados a valorar las nuevas propuestas en un clima donde la hegemonía del «sainete» y del teatro cortesano ha desterrado todo intento de crear un nuevo teatro, el nuestro.
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Y la obra de Armada podía ser síntoma de que las cosas podrían cambiar si se prestara una cierta atención a esos nuevos autores y a esos nuevos directores que tienen que luchar con la desconfianza y sobre todo con la limitación de medios a que les condena una administración poco dada a arriesgarse y una crítica que no suele apostar por lo que no se encuadra en lo «ya visto». «La edad de oro de los perros» es una yuxtaposición de escenas aisladas, de diálogos cruzados entre dos parejas que con sus cuerpos y su parloteo van desentrañando el reiterado juego del amor y el sexo en distintas situaciones, intercambiándose . ... Y lo que queda al final de esa aparente dispersión, que para muchos rompe las normas de lo que se considera sabia e imprescindible dramaturgia y adecuada carpintería teatral ( esos dos tópicos que se han apoderado de nuestra escena y que los saineteros proclaman cerrando el paso a cualquier solución que entronque con las ya históricas vanguardias) es una historia desolada de desencuentros, una visión agria sobre la contemporaneidad más inmediata, unos individuos movidos por instintos y encerrados «con un solo juguete» en un universo desalmado, lelo y sin estímulos, pero sobre todo sin expectativas. La juventud de Armada, su propia implicación en el texto hace todavía más urgente su propuesta, porque por primera vez vemos en el escenario la cara sucia del «vive como quieras y disfruta que lo demás no cuenta»; el mismo título es una declaración de intenciones que se superpone
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todo el tiempo como metáfora a esos personajes que deambulan, se arrastran, se acoplan y se golpean: animales en celo que se aburren y que nos dan una nueva visión del hastío. No ya del absurdo de los años sesenta, sino el nuestro. De aquella «movida» que se quiso exultante, vitalista y posmoderna queda ahora una abulía embrutecida y tosca, unos gestos que se repiten y unos cuerpos que se buscan y se separan y juegan a la ruleta rusa o relatan sueños que nunca llegarán a cumplirse: el mundo del final de los ochenta hosco, agresivo, sin demasiadas ilusiones, un mundo de jóvenes que han perdido la gracia y a los que se condena al paro y a la estulticia.
Un texto que está montado con rigor y con unos jóvenes actores que ponen lo mejor de sí mismos, pero a los que en muchos casos el texto parece superar, como si la densidad de lo que allí se encierra se les escapara. No es un teatro fácil y la falta de apoyo condena el espectáculo a una pobreza no querida que basa todo el trabajo en la interpretación. No es mala cosa, porque el teatro es fundamentalmente actores, pero, cuando ésta falla, el ritmo se resiente y el texto comienza a funcionar como palabra y no como materia encarnada. En cualquier caso es un trabajo que hay que tener en cuenta, un espectáculo que debería encontrar a su público, ese público joven, universitario o no, que ha huido hace tiempo del teatro y que es de algún modo protagonista de la obra. Y víctima.
Lourdes Ortiz
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