el testamento de las tres marías
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El Testamento de las Tres Marías
―“Amigos míos... En el país de las altas cimas en
el que he vivido durante algunos años antes de regresar
aquí
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, encontré un día a un anciano. Este me contó su
historia...
Desde su más tierna juventud había soñado con una
cosa: convertirse en un sabio. Para ello, primero pensó
que era absolutamente necesario que fuera erudito. Así
que buscó los profesores más doctos, les escuchó, retuvo
las lecciones y efectivamente se volvió muy erudito...
Pero viendo que su saber no bastaba para procurarle
la sabiduría, buscó las mejores maneras de controlar su
cuerpo, de rezar y de meditar. Para ello frecuentó a los
maestros de mayor renombre y se impuso, según sus
consejos, las disciplinas más duras hasta casi dejar de
comer con el fin de que su voz fuese “más límpida y
mejor percibida por el Eterno”. Además de ser erudito, se
quedó muy delgado, hasta sentirse orgulloso de ello.
“Ya está... ahora me he convertido en un sabio” pensó
entonces contando el número creciente de discípulos que
se agrupaban alrededor suyo. Estos estaban fascinados
por su ascetismo, por el rigor de sus palabras y... por sus
cabellos que se habían vuelto blancos.
Sin embargo, me contó que un día una gran tormenta
estalló mientras enseñaba. Se levantó con el fin de
conducir a su asistencia hacia un lugar resguardado pero,
en un gesto torpe, se cayó en el barro destrozando su
bella túnica. Se puso tan furioso que una blasfemia salió
de su boca delante de todos sus discípulos, que estaban
atónitos de ver a su modelo perder la compostura.
―“No es tan grave, maestro ―le dijeron algunos―.
Nosotros lavaremos esa túnica e incluso te traeremos
otra”.
Como el maestro no podía disimular su cólera y su
vergüenza por no haber podido conservar la dignidad que
le parecía indispensable, sus discípulos empezaron a verle
de forma diferente y, uno tras otro, le dejaron.
Me contó que cuando se encontró solo se puso
a llorar. La vida le había colocado frente a sí mismo
y lo que había tomado por sabiduría no era otra cosa
que ilusión, puesto que una simple tormenta le había
mostrado cómo era. La emprendió entonces con el
Eterno, acusándole de su infortunio. Él, a quien le había
dado todo, ¿por qué le había hecho eso?
Tres días después, el Eterno le envió Su respuesta
bajo la forma de un joven con cabello largo y castaño que
pasaba por allí.
―“¿Por qué lloras, anciano?” preguntó.
El anciano le confió su cruel desengaño en el
crepúsculo de su vida.
―“¿Eso es todo? ―respondió el joven―. Déjame
decirte... El remedio era sencillo. Si te hubieses reído
de tu caída e incluso de no haber podido contener
la blasfemia, tus discípulos estarían aquí todavía
escuchándote, te habrían respetado aún más.
Créeme, anciano, saber divertirse de mil cosas de la
vida y de uno mismo es una cualidad divina. Sin ella, las
otras no valen gran cosa. Tú mismo eres testigo; aquel
que no ha hecho suyo el estandarte de la Alegría no puede
controlar realmente nada en él. Antes de ser todo lo que pensamos que es, el Eterno
es Alegría. De la Alegría es de donde procede todo...
porque ella es sencillez y espontaneidad. También es
Amor en estado puro, sin cálculo ni frontera. La Alegría
no es un saber, anciano, es la marca del Conocimiento, el
signo de Lo que une al Señor de toda vida.
Llámala, déjala venir, descúbrela, haz todo por
abandonarte a ella y encontrarás la sabiduría que tanto
has buscado.
La gravedad a la que los hombres como tú se aferran
no es el carácter inicial del Divino; no es más que el
reflejo de este mundo”.
Atónito, aquel que había querido ser sabio le
preguntó:
―“¿Tú quién eres para hablarme así? Tu joven edad
no te permite darme esta lección”.
―“¿Quién soy yo? Un joven con varios siglos de
edad y que no cesa de divertirse y de reír al contacto
con el Mundo celeste. En la Alegría reside la juventud
eterna, en la Alegría toma raíces la sabiduría.
Nadie puede decidir conquistar la sabiduría, aunque
fuese el más docto de los sacerdotes y jugase a ser un
asceta. La sabiduría construye su nido en aquel que ha
dejado un espacio en él, aquel que no interpreta ningún
papel y no tiene ninguna otra pretensión que la de
participar en la danza alegre de la Vida”.
Cuando hubo pronunciado esas palabras, el joven
pasó entonces lentamente la mano sobre su rostro,
revelando así, solo por un instante, el rostro descarnado
y momificado de un cadáver. Cuando recuperó su
apariencia original, simplemente añadió:
―“Has visto el aspecto que tendría si no hubiese
invitado a la Alegría en mi cuerpo y si no la respirase en
este mismo momento. No lo olvides. ¡Deshazte de los
disfraces de la sabiduría y vive!”
El joven siguió entonces su camino, dejando así
al anciano con el más bello de los secretos... Si os he
contado esta historia, amigos míos, ―prosiguió Jeshua
cambiando de tono―, es porque yo también conocí a ese
joven de largos y oscuros cabellos. He visto la Verdad
que vivía en él. Me dejó tocarla y la sentí; ella me habló
de mi Padre y desde entonces ya no me abandona, pues
me ha mostrado la verdadera juventud de mi corazón.
Os lo afirmo... la Alegría es la juventud de las almas
antiguas. Dejemos que se extienda allá donde queremos
invitar al Divino”.
“El Testamento de las Tres Marías” Daniel Meurois