el ultimo hombre lobo
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Para Osvaldo Gallone, que escuchó la historia
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Los judíos, como dice Goethe, como pueblo «nunca han valido
gran cosa», según demuestran los apuros que los profetas siempre
han tenido con ellos. A su carácter típico no le faltan aspectos
desagradables, ni siquiera cierta peligrosidad, pero ¿qué pueblo
no muestra rasgos parecidos en su carácter? Cada uno de los pueblos
europeos ha contribuido a su peculiar manera a la perdición de la Tierra.
Pero a los judíos les caracteriza un aspecto que, hay que decirlo, hace
que, entre alemanes, parezcan aún más de «otra casta» que su nariz;
me refiero a su amor innato por el espíritu; ese amor que sin duda
no pocas veces les ha convertido en guías de los caminos pecaminosos
por los que ha enfilado la humanidad, pero que hará que quienes no sean
del montón, los necesitados, los artistas, los poetas y escritores siempre sean sus
deudores y amigos.
Thomas Mann, «La cuestión judía»
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Prólogo
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Capítulo 1
Breve informe sobre hombres lobos, zares y presidentes
«Se convierten con luna llena y para matarlosse necesitan balas de plata […] Pero basta con la
bendición del poderoso para que la criaturaasí nacida se limpie de todos los males.»
Hildegarde Strum, Werewolf
En la Rusia de los siglos XVIII y XIX, aunque no lo registre en toda su esplendor
la literatura de la época, proliferaron los hombres lobo. Hay pruebas de que,
aunque no existieran, la gente los veía a menudo y, sobre todo, los oía, como es
debido, en las noches de luna llena. La gente, digo: las pobres gentes, los siervos
de la gleba, los tipos que arrancaban con los dedos destrozados una patata
enterrada en la nieve.
Como la leña era escasa y el vodka hacía las veces de calefacción en unas
casas inhóspitas, y nadie sabía leer, y la radio y la televisión no se habían
inventado, se tenían muchos hijos, de modo de un séptimo varón no resultaba
tan infrecuente. Hasta era probable que muchos de ellos nacieran en luna llena,
de ser uno lo bastante exigente con la leyenda como para aspirar a esa
precisión. Más allá de la situación celeste, se temía por lo que fuera a ocurrirle al
chico que ocupara ese turno en el árbol familiar. Si era la séptima hembra, sería
bruja, lo cual hasta podía llegar a ser ventajoso: nadie intentó jamás romper el
maleficio de la séptima hembra.
El macho, en cambio, corría el riesgo de convertirse cada veintiocho días
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en un animal mucho más terrible que los lobos y que los hombres: una bestia
feroz de naturaleza ambigua, con asombrosas fauces y una plena conciencia
humana y de estar lanzado al mal. Esta última descripción puede ser aplicada a
más de un individuo considerado socialmente normal, pero yo la destino aquí
únicamente al hombre lobo. El licántropo, el lobo hombre, si se quiere ser más
exacto en el orden de los factores: en esos días, los de plenilunio, era más lobo
que hombre, lo que no nos impide sospechar que el resto del tiempo fuera más
hombre que lobo, pero con un importante remanente de fiera en su invisible
interior.
La cosa se puede plantear de varias maneras desde el punto de vista
moral, y yo asumo la mía: si me pasara algo por el estilo, si cada veintiocho
días, con regularidad cósmica, surgiera de mi humanidad un lobo, un míster
Hyde, un vampiro o cualquier otra cosa por el estilo, o me encontraría en la más
feliz de las condiciones, añorando el acontecimiento durante los veintisiete días
restantes, o me vería obligado a suicidarme para no repetir. Por lo cual, imagino
que algún gusto debían de encontrar los transformados en ese particular papel,
puesto que no se registran casos de muerte por propia mano: a lo sumo, uno u
otro pedía ser cazado o asesinado, pero eran los menos y rara vez era posible
cumplir su voluntad, porque con la fieridad sobrevenía la astucia, y no habían
de ser muchos los mujiks, y menos los kulaks, aún más míseros, que
dispusieran de un arma adecuada para disparar balas de plata, ni, desde luego,
munición de tan preciado metal. En el mejor de los casos, en la mayor
prosperidad, se poseía una escopeta para mejorar mediante la caza furtiva el
puchero familiar. Y no sería en absoluto lógico que un licántropo fuese abatido
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con el mismo instrumento con que caían apenas si medio muertas unas
escuálidas liebres esteparias.
Eso sí, por gozosa que fuera su singularidad, eran peligrosos para los
demás, de modo que no eran ellos los que, aterrorizados, acudían al pope para
que los refugiara en el seno de la madre Iglesia de San Andrés, de presencia por
entonces casi milenaria, es decir, eterna. Los que allí se presentaban eran los
padres más civilizados o más bondadosos, los que preferían ser bendecidos a
abandonar o asesinar a sus hijos.
Los popes ortodoxos no eran gente de una gran imaginación, de modo
que solían oponer a la bestia, licántropo o vampiro, el mismo remedio: la cruz.
Método que sirvió para aumentar el número de víctimas y, por qué no decirlo,
también el de lobos hombres. Se tardó mucho en dar con una auténtica cura
para ese mal, pero al final se encontró. Una cura que sólo era posible en un país
con una Iglesia nacional, en el que, por lo tanto, las cosas del Estado y las del
espíritu no estaban demasiado separadas. La idea, bendecida por cuanto
patriarca anduviera por ahí, y en Rusia no son pocos, además del de Moscú,
que se encuentra por encima de los demás, era que si el zar apadrinaba a la
criatura recién llegada al mundo, el maleficio se rompería.
Quien primero apadrinó, o amadrinó, a un niño en riesgo de enlobarse
no fue un zar, sino una zarina. Más aún: una emperatriz, Catalina, llamada la
Grande, menos célebre de lo debido por su méritos de gobernante, y más
célebre de lo debido por sus costumbres de cama. En alguna fecha de su largo
reinado, Catalina aceptó ser la madrina del séptimo hijo varón de una familia
campesina. Ése parece haber sido el principio de la prueba científica del valor
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de la autoridad terrenal para vencer hechizos y maleficios, puesto que ningún
séptimo hijo varón así bautizado, según abundantes testimonios, se convirtió
jamás en bicho alguno. Mucho tiene que haber decaído la familia imperial para,
menos de un siglo y medio más tarde, acoger en su intimidad al monje
extraviado Grigori Yefimóvich Rasputin. Por lo demás, Rusia siempre ha estado
en decadencia, y sigue estándolo, aunque procure olvidarlo de tanto en tanto
con algún estallido revolucionario, o contrarrevolucionario, que viene a ser lo
mismo aunque eso sólo se sepa al cabo de cien años.
Fue la decadencia rusa lo que llevó a parte de sus pobladores a emigrar,
mucho antes de la llegada al poder de Lenin y de la aniquilación de los
Romanov. Los más emprendedores se iban a América, sin saber demasiado
acerca de nortes y sures, de sueños ambiciosos y de carreras hacia la fortuna:
sólo pretendían comer a menudo y les habían dicho que allá lejos se podía.
Así llegó a la Argentina, a principio de siglo, una pareja de alemanes del
Volga, muy marcados por la cultura rusa, para establecerse en el pueblo de
Coronel Pringles, en la provincia de Buenos Aires, hoy ciudad de veinticinco
mil habitantes. Se llamaban Enrique Brost y Apolonia Holmann, y tuvieron allí
su séptimo hijo varón. El problema era que en el nuevo país no había zar. Pero
pensaron, con lógica impecable, que el presidente podía desempeñar con
eficacia el mismo papel, porque algo de sagrado debía de tener su función;
asunto en el que coincidían con el entonces presidente José Figueroa Alcorta,
que se sentía llamado a tan altos destinos que había decidido enviar a los
bomberos a desalojar el Congreso para poder llevar a la nación hacia su
próspero porvenir sin estorbos parlamentarios.
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Además, en cuanto a lo de ser elegido, era más o menos como un zar: le
tocó, por esos manejos de la política, ser vicepresidente en la candidatura de
Manuel Quintana, a quien la gente, por entonces sólo los varones, sí había
votado, imaginándolo quizás eterno, pese a sus casi setenta años, y que se
murió a los dos de mandato. No sé si hubo fraude en aquellas elecciones,
aunque solía haberlo en casi todas, pero Quintana tampoco era un demócrata
convencido: gobernó con estado de sitio, sin garantías constitucionales y,
cuando aún no era presidente, ante un conflicto entre la provincia de Santa Fe y
la sucursal local del Banco de Londres, había propuesto a Inglaterra que sus
tropas bombarderan la ciudad de Rosario. La calle de Buenos Aires que ostenta
su nombre, y en una de cuyas casas habitó un tiempo don José Ortega y Gasset,
lleva directamente al Cementerio de la Recoleta.
Los Brost, ni cortos ni perezosos, tras haber llegado a un acuerdo sobre lo
sagrado con sus propias almas, escribieron una carta a Figueroa Alcorta
pidiéndole que apadrinara a su séptimo varón, al que bautizarían con el
nombre de José, tanto por el santo como por el mandamás, supongo. Y el
hombre aceptó. Con lo que los séptimos hijos pasaron a ser ahijados del
presidente. La parte más curiosa de esta historia, como de muchas otras, está en
la posterior intervención de Perón en el asunto. Él mismo había apadrinado a
séptimos y a séptimas, cosa normal en el presidente que había hecho aprobar la
ley de voto femenino. Ahora bien, por raro que parezca, el general, como
católico convencido, no era hombre supersticioso. Es probable que en la edad
provecta, por influencia de su mujer y de su secretario, el famoso Brujo López
Rega, tal vez sin conocer el origen de la historia y pensando más en políticas de
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estímulo a las familias numerosas que en cualquier potencial lobisón, que es
como se denomina al monstruo en el campo argentino, en 1974, poco después
de su regreso al país y poco antes de su muerte, convirtió en ley el padrinazgo
presidencial, con medalla de oro recordatoria y hasta una beca para el vástago.
Pero la tradición ya era un hecho en 1946, cuando Perón ganó sus
primeras elecciones. Hacía alrededor de un año que Albert Herder había
llegado a Buenos Aires. Y habían pasado unos veinte desde el arribo de Martin
Lühe.
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Primera parte
El viaje de Martin Lühe
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Capítulo 2
Un joven joyero ario en Berlín
Vieja Alemania, tu sudario heladoYa tejen en la sombra nuestros dedos,
Y en el tejido vil, los labios mezclanDe maldición y cólera los ecos.
Heinrich Heine, «Los tejedores de Silesia»
I
Oficios judíos
El padre y el abuelo, y tal vez el bisabuelo, de Martin Lühe se habían dedicado a
un oficio que, a principios del siglo XX, ya no ejercían muchos alemanes: el de
fundidor de metales preciosos. Por entonces, aquél era un oficio de judíos, lo
que no avergonzaba a Martin, que a sus quince años, casi dieciséis, porque
había nacido en marzo, presenció en enero de 1919 el aplastamiento, por parte
del gobierno de izquierda del socialdemócrata y pacifista Friedrich Ebert, de la
revolución de izquierda iniciada a finales de 1918, a cuyo frente se habían
puesto los espartaquistas, disidentes del grupo de Ebert y fundadores del
Partido Comunista de Alemania. En la semana sangrienta de enero de 1919,
fueron asesinados Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, por orden del ministro
de Defensa, el también socialista Gustav Noske, que actuó así por creer que
«alguien —él— tenía que ser el perro de caza». En esos mismos días se fundó el
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Partido Obrero, entre cuyos primeros miembros se contaba un desconocido
llamado Adolf Hitler.
Al adolescente Martin Lühe le costaba comprender aquello. Sus padres
habían hecho todo el recorrido desde la socialdemocracia al comunismo, se
habían opuesto a la guerra y a la expansión territorial alemana, y lo habían
educado en los principios del progreso, de manera que en su jovencísima
cabeza no entraban con facilidad semejantes barbaridades entre hermanos,
como no fueran debidas a una espantosa y fatal traición de una de las partes,
precisamente la que ocupaba la jefatura del gobierno de la República de
Weimar, traición acerca de la cual el viejo Lühe no tenía dudas. A finales de
aquel año, Martin leyó el recién aparecido libro de Hermann Hesse llamado
Demian, que le enseñó muchas cosas acerca del deseo y la experiencia, pero lo
acercó poco a la realidad. Más cerca de sus intereses estaba Los Buddenbrook de
Thomas Mann.
Más cosas aprendería de los colegas de su padre, que también eran sus
colegas, puesto que ya sabía casi todo lo que había que saber de la técnica de
fundición y factura de joyas, incluida alguna especialidad como el engarce de
piedras preciosas; aprendería, sobre todo, de compañeros y patronos judíos,
que ya en los años veinte empezaban a percibir que algo terrible se les venía
encima, aunque no fueran capaces de precisar qué ni de qué zona de la irritada,
humillada y vengativa sociedad alemana, que en su conjunto atribuía a los
imperialistas extranjeros, apoyados por una misteriosa banca hebrea, su derrota
en la guerra que ella misma había iniciado en 1914. Jóvenes universitarios
simpatizantes del partido de Adolf Hitler, que no era nadie pero que parecía
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encarnar una patología social muy extendida, abuchearon al judío Albert
Einstein, el «nuevo Newton», al decir de la prensa liberal británica, en las clases
magistrales que dictó en varias ciudades alemanas después de recibir el Premio
Nobel en 1921. Ya era símbolo de esos pogroms intelectuales «el despropósito
de la svástica», que coronaba como «expresión toscamente popular», la acción
de «fascismo alemán», según decía Thomas Mann. ¡Ay del que crea que todo
aquello empezó en 1933!
II
Las jóvenes arias y el porvenir perfecto
En 1924, Martin Lühe era un joven con algunas cosas claras, entre las cuales en
modo alguno se contaba su noviazgo con una joven alemana y tradicionalista,
cuando tuvieron lugar tres acontecimientos que cambiarían la orientación de su
existencia.
El primero fue la muerte de sus padres en el incendio de una pensión
barata, en Hamburgo, a donde habían ido con la excusa de vender parte de su
producción de bellos objetos de plata y oro, que habitualmente dibujaba Eva, la
mujer, y realizaba Jürgen, el marido. No obstante, ésa era la parte pública del
viaje. La parte secreta era la asistencia a una reunión del comité fundacional de
una de las infinitas ramas en que se estaba subdividiendo el comunismo alemán
tras su propio fracaso, la desaparición de Lenin y el nuevo camino emprendido
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por los rusos en los últimos meses. Por lo tanto, corrieron incontables rumores
acerca del fuego que acabó con los dos y con algunos de sus amigos: podía
haber sido el gobierno Stresemann, aunque después del proceso y condena de
Max Holtz en 1921, todo el mundo daba por muerto y enterrado el comunismo
alemán; podía haber sido el minúsculo pero atrevido partido del ya muy
conocido Adolf Hitler, rebautizado en el año veinte como Partido Nacional
Socialista Obrero Alemán, aunque éste pasaba por su peor momento después
del fallido golpe de Estado de 1923, el putsch de Munich: en enero de 1924, el
futuro dictador aún se estaba defendiendo a sí mismo en el proceso que se le
seguía por alta traición, con el largo discurso que incluyó la afortunada frase «la
historia me absolverá»; también podía haber sido cualquier banda que,
actuando por libre, hubiese constatado la presencia en el lugar de unos cuantos
comerciantes judíos de Berlín. Podía, por último, haber sido un accidente.
El segundo fue la aparición de La montaña mágica, que Martin devoró con
una mezcla de admiración, temor y apasionado interés por todos y cada uno de
los discursos que se enfrentaban y se entretejían en el texto: por primera vez,
leía a alguien que, más que enseñarle nada, le obligaba a pensar por sí mismo, a
elaborar una idea del mundo propia y libre. Después de años de lecturas
marxistas y debates internos, alguien le ponía delante una posibilidad de elegir
antes de participar. Descubrió, porque era un tipo inteligente, que ninguna de
las opciones que tenía a la vista le parecía suficiente ni necesaria.
El tercer hecho fue a coincidir con un cuarto, absolutamente inesperado
para él. En el mes de diciembre, el taller en el que trabajaba, en la enorme
trastienda de un local aparentemente pequeño, una joyería abierta al público,
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fue atacado durante la noche. Los propietarios, un matrimonio al que no pocos
hubiesen considerado joven, vivían en los altos del edificio: fueron arrancados
de su cama y al hombre lo golpearon con la intensidad necesaria para que
muriera dos días más tarde en un hospital en el que fue atendido sin demasiado
amor. Aunque todos recordemos la noche de los cristales rotos, que no sucedió
hasta noviembre de 1938, por ser el origen de la primera deportación masiva de
judíos hacia una Polonia que tampoco los quería, los pogroms se sucedían con
regularidad y diversas intensidades desde los primeros años veinte. Como en el
caso que tocó a Martin Lühe, se trataba sobre todo de ataques a pequeños
comercios, pero también de asesinatos inopinados de judíos en cualquier calle
más o menos oscura, o aun a pleno sol, de expulsiones de inquilinos judíos por
grupos pagados al servicio de propietarios alemanes, y hasta de propietarios
judíos arrojados de sus propias tiendas.
Los más previsores, como la señora Ruth Grimbank, bella, lúcida y
ocasional patrona de Martin Lühe tras la muerte de su marido, decidieron
emigrar. No tantos como se suele creer, puesto que en 1939 sólo se había
marchado de Alemania uno de cada diez judíos.
—Martin —le dijo a Lühe unos días después del entierro de su esposo
Samuel, mientras tomaban té—, tú no eres hebreo, aunque a veces parezcas uno
de los nuestros. Podrías seguir con el negocio. Yo tengo una prima en la
Argentina, en Bahía Blanca, una pequeña ciudad del sur. Me voy a ir con ella.
Ya no me siento segura en Berlín.
—Nadie se siente seguro en Berlín, señora Grimbank. Yo tampoco. Tal
vez porque parezco uno de los suyos. Tal vez porque no sé quién mató a mis
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padres, ni siquiera si los mataron. Pero yo también pienso dejar Alemania.
Thomas Mann me ha dado a entender que es lo más conveniente.
—¿Quién?
—Un amigo al que usted no conoce, pero que sabe mucho sobre este país
y este mundo. ¿Tiene pasaporte?
—No.
—¿Y dinero para el viaje?
—Tampoco.
—Venda la tienda, el taller, la casa, todo... No le darán gran cosa, pero le
alcanzará para pagarse el pasaje y el soborno.
—¿Qué soborno?
—El que haga falta para conseguir un pasaporte. Eso se lo arreglo yo.
—¿Cómo? Es muy peligroso, ¿no?
—Hay un policía que en un tiempo fue compañero de mis padres.
—¿Comunista?
—Dejó de serlo justo a tiempo. No se preocupe. Es de fiar —no estaba
seguro de ello, pero tenía que tranquilizar a la mujer.
—¿Y tú?
—Venderé la casa. De alemán a alemán. A mejor precio.
—¿Y a quién le vendo yo lo mío?
—A cualquier judío cuya codicia sea mayor que su inteligencia.
Ruth lo miró a los ojos.
—Conozco muchos —dijo, dejando que las lágrimas le corrieran por las
mejillas.
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—El primero que tenga a mano. Le sugiero a Steimberg, que además la
mira con buenos ojos. Si es necesario, déjelo pensar que se va a casar con él
cuando termine el duelo. Para entonces, usted ya no estará aquí. Y quién sabe
dónde estará él, ¿no?
—¿Qué harás con tu novia?
—¿Ilse? Llevarla conmigo, supongo...
Ruth Grimbank tardó en enunciar lo que pensaba al respecto, porque
quizá no le alcanzaran las razones —había visto a Ilse sólo dos veces, y muy de
pasada, y aunque eso le bastara a ella, tal vez no representara nada para
Martin—, pero Martin le caía, por decir poco, demasiado bien, de modo que no
fue capaz de callar.
—Me temo que te equivocas con esa muchacha, Martin. No es como tú.
—¿A qué se refiere? —dudó Lühe.
—A que es, y perdóname por lo que te digo, excesivamente alemana.
Aquél fue el anuncio del cuarto suceso, inesperado únicamente porque
Martin Lühe, que ya había aprendido a esperarlo todo de los demás, había
bajado la guardia con Ilse. Lo meditó aquella noche. Se dijo que ella no podía
entrar en categorías generales: era una mujer con conciencia, con intereses
trascendentes, con una apasionada curiosidad por la política, con una gran
preocupación por el destino de su país, igual que él, aunque a él le inquietara
más el destino de la humanidad... Ahí está la clave, pensó. No vendrá conmigo,
lo considerará una renuncia, me odiará por dejar la patria librada a su suerte.
Decidió no comunicarle sus planes hasta que hubiera avanzado un poco más en
su proyecto, pero todo se le fue de las manos cuando ella llegó con una
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imperdonable novedad.
Se vieron al día siguiente, en un café al que solían ir por los maravillosos
dulces que hacía un pastelero vienés.
Ilse estaba eufórica.
—Tengo algo muy importante que decirte —anunció desde detrás de una
sonrisa perfecta, desde un rostro que hubiese resistido el más minucioso
análisis antropométrico y estético de un médico ario.
—¿Bueno o malo?
—Excelente, creo. Vamos, que estoy segura.
—Te escucho.
—He entrado en el partido.
Para Martin Lühe, el término «Partido», con mayúscula, sólo podía
corresponder al de sus padres, el comunista, se llamara como se llamara en cada
etapa de la historia. Pero comprendió que Ilse no se refería al de sus padres ni al
de Rosa Luxemburgo, que ya no existía. Y todos los demás estaban mal.
—¿En qué partido? —interrogó con ingenuidad, con cierta secreta
esperanza de que se tratara de la socialdemocracia o alguna otra especie
perecedera pero tolerable.
—El de Alemania, mi amor. El nacional socialista.
—¿El de Hitler? —no es que lo ignorara, sólo le costaba aceptar la idea de
que ella, tan luego ella, hubiese dado semejante paso.
—Claro —confirmó ella—. Es un hombre extraordinario. Su discurso...
—Lo he leído completo.
—Pues ahora está escribiendo un libro en la prisión...
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—Lo esperaré ansioso...
Martin comprendió, en una suerte de revelación que lo llevó a actuar sin
mediación intelectual, que tendría que huir de ella tanto como de los demás.
Ilse había empezado en un instante a darle miedo, un miedo espantoso.
—Yo también tengo algo que decirte, Ilse —anunció de inmediato.
—Espero que también sea algo bueno.
—Sospecho que no, que no te hará feliz.
Esperó antes de proseguir. Esperó a que se cumplieran las leyes del
instinto o de la cultura, no sabía a cual de los dos terrenos adscribir la reacción
que esperaba.
—¿Hay otra mujer? —interrogó finalmente Ilse.
Martin no respondió de inmediato. Dejó que fuera ella la que diera la
respuesta a su propia pregunta.
—Sí, veo por tu silencio que hay otra mujer. ¿La conozco?
—No.
—¡Menos mal! Es peor perder a la vez un novio y una amiga.
—No lo sientas, querida Ilse. Dentro de un tiempo, comprenderás que es
mejor que ocurra esto. Yo no estaría a tu altura. ¿Qué va a hacer un pobre joyero
con una mujer como tú?
—Mantenerla. Dentro de poco no quedarán en Alemania joyeros judíos.
Serás uno de los pocos en ese oficio. Serás rico, muy rico...
—No sé si quiero ser rico. Ni si quiero mantener a nadie. Además, yo no
voy a afiliarme a ningún partido, así que los pedidos no serán para mí —sonrió
Lühe.
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—Pero sí para mí...
—Lo siento, Ilse. Se llama Claudia —acababa de tomar en préstamo el
nombre de un personaje de Thomas Mann—. Es obrera. No puedo decirte nada
más.
Se levantó para marcharse y puso dinero sobre la mesa. Ella le apretó la
muñeca y lo miró con unos ojos llenos de interrogantes.
—¿Y todo se acaba así?
—Me parece que es lo mejor. Pronto cumpliré veintidós. Me parece que
soy demasiado joven para tener una doble vida.
—Ya la tienes. Si no, no hubieses conocido a otra. Además, todo el
mundo hace lo que puede en eso.
—¿Tú también? ¿Es lo que me quieres decir?
Ilse se encogió de hombros. Ahora tocaría que llorase, pensó Lühe, pero
no lo va a hacer.
Se deshizo de la mano de la muchacha y se dirigió a la salida.
Acabo de cometer mi primer acto de adulto, se dijo, una vez en la calle. Y
la vida debe de ser toda así, si uno se la toma en serio: una trampa tras otra, una
mentira para ocultar otra mayor, cada liberación un trozo de alma del que
despedirse. Pero si le decía la verdad, me ponía en sus manos. Tengo que
parecer un buen alemán hasta el final, si no quiero acabar mis días en una edad
injusta.
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III
Una mujer madura
Días más tarde, Martin Lühe fue a la casa de Ruth Grimbank. Aún no se había
puesto el sol. Tendría té para él, aunque fuera su día libre.
—Tengo comprador —anunció la recientísima viuda.
—¿Judío?
—Sí. Lo conoces. Moses Blumenfeld.
—Pobre hombre.
—¿Por qué pobre? Ya sabe lo que hay. Tanto como yo. Conoció a mi
marido y ha visto cómo murió. Si se quiere hacer cargo de la herencia, allá él.
—¿Ya le ha dado el dinero? Es importante hacerlo todo ahora, el pasaje y
el pasaporte, para que no se lo coma la inflación.
—Mañana. ¿De verdad irás a la policía por mí?
—Por supuesto.
—¿Cuándo piensas viajar tú?
—Pronto. Solo.
—¿Y la chica?
—Colabora con el partido de Hitler. No le he dicho que la dejaba por eso.
No lo hubiera entendido jamás. Le mentí que me había enamorado de otra.
—¡Ah, qué muchacho! ¡Pensar que con ella en ese sitio estarías seguro y
podrías quedarte! Pero tienes esa cosa de sacrificio, tan cristiana, tan judía en el
fondo... Merecerías ser judío. Perdóname, ya sé que nadie se merece ese castigo,
fue una manera de decir... ¿O sea que estás solo, sin padres, sin novia, sin nadie
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que te cuide?
—Me estoy acostumbrando a cuidarme a mí mismo.
—Hasta que me vaya, o nos vayamos, a quién sabe dónde, porque nadie
sabe dónde está Bahía Blanca, puedo cuidarte yo. Pero no serán más que unos
días...
Martin fingió no enterarse de la proposición, pero pensó en Eva, la
madre de Max Demian, y en el joven Emil Sinclair. ¿Habría tenido Hermann
Hesse la fortuna de conocer realmente una mujer así?
—¿Hasta cuándo estará en la casa?
—Tengo quince días para entregar la vivienda. El resto, lo ocupará el
nuevo dueño pasado mañana.
—Si viaja más tarde, puede quedarse conmigo hasta que yo deje la casa
de mis padres. Tengo que deshacerme de los libros, unos libros que a nadie le
conviene tener.
—¿Vas a quemarlos? —preguntó ella.
—Voy a meterlos en dos maletas y dejarlos en la consigna de una
estación de trenes. Igual descansan allí hasta que llegue quien tenga que llegar a
por ellos.
—Hazlo cuanto antes, por favor...
—Como todo: mañana.
—¿Y hoy?
—¿Hoy? —Martin devolvía la pregunta.
—Sí. Son las siete. Hay que vivir el resto del día, y la noche. No quiero
estar sola. Como no he tenido la suerte de tener hijos, no tengo a nadie. La poca
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familia, lejana, que me queda, está en Polonia, muy, muy lejos. ¿Quieres
quedarte conmigo?
IV
Sobornos
Hasta el mes de febrero de 1925, en que Ruth Grimbank embarcó en Hamburgo
con destino a Buenos Aires, Martin Lühe y ella vivieron juntos. Lo necesario
para comprender que no hay relación más perfecta que la de un hombre joven
con una mujer hermosa que lo dobla en edad; y también para sospechar que las
relaciones perfectas lo son por su condición perecedera, porque no hay ningún
futuro importunando los sueños de los amantes, como no sea el futuro de cada
uno, del cual, en este caso, no se hablaba: era remoto y misterioso, iba a ser en
una tierra desconocida y con personas cuya mera existencia eran en aquel
momento incapaces de concebir.
De modo que la despedida no fue triste. Ruth Ellenson, que había
resuelto abandonar en su pasaporte y en su vida el apellido del finado, le dio a
Martin la dirección de su prima en Bahía Blanca.
Lo que Martin Lühe había hecho para poner a esa mujer a bordo del
Lutetia, que así se llamaba el barco, le pareció a ella casi milagroso. Un
pasaporte en dos días, un visado para la Argentina y un billete en menos de
una semana y todos los volátiles marcos que había obtenido de Moses
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Blumenfeld convertidos en libras esterlinas casi en el acto; cierto que esto
último a un precio lamentable, el que imponía el mercado, pero debía bastar, y
bastó, para alcanzar su destino.
Antes de cambiar el dinero, una parte fue entregada en marcos al antiguo
camarada de Eva y Jürgen Lühe, ahora funcionario de policía, llamado Konrad
Herder. Martin no tuvo más remedio que confiar en él: el pago era por
adelantado. Pero Konrad Herder, que ya no era joven, debía de conservar algún
resto de la vieja moral solidaria de antaño y cumplió con su parte en cuarenta y
ocho horas.
Para su propio pasaporte, Martin hubo de hacer idéntico trámite, pero el
precio fue mucho más elevado porque el individuo que firmaba los documentos
debía ignorar a conciencia la cuestión no resuelta de sus deberes militares. Le
horrorizaba depender de Konrad Herder para encaminar sus proyectos, y ya se
había visto obligado a revelarle que tenía algún tipo de relación con una mujer
judía. Ahora debía explicar que pensaba viajar a América. No dio más
explicación que ésa. No confió a Herder que se dirigía al mismo país hacia el
que había huido Ruth. Porque, después de haber considerado todos los aspectos
de la cuestión, había decidido ir a Buenos Aires. Podía haber optado por New
York, ciudad sobre la que poseía abundante información y que resultaba
interesante para muchos de sus paisanos, pero estaba convencido de que más
tarde o más temprano Alemania iba a ir a otra guerra, y que los Estados Unidos
iban a tener en ella un papel parecido al que ya había tenido en la anterior, la
Gran Guerra, una monstruosidad que, sin embargo, iba a parecer una minucia
en comparación con la que vendría. La idea de regresar a Berlín algún día como
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mujeres le impresionaban y le inquietaban tanto como a él, y del mismo modo:
aquélla era bella y rica, aunque le llevara unos años.
—¿Cómo lleva la cuestión del idioma? —le preguntó el muchacho en
castellano.
Para su propia sorpresa, Martin, que abrigaba terribles temores a ese
respecto y llevaba alrededor de un mes estudiando la lengua con la ayuda de
un viejo conocido que había vivido en España, entendió la pregunta y atinó a
responderla como pudo:
—No mucho bien.
—¿Cuándo te vas?
—Cuando haya barco, en seguida.
—¿Querés que charlemos un poco para estar más tranquilo?
Aquella frase fue excesiva, con el verbo charlar y ese querés que nunca
había oído. Miró a Cicero con cara de idiota.
—¿Quieres que conversemos para aprender un poco más? —tradujo el
argentino—. Ahora te ayuda un español, ¿no?
—Alemán que estuvo en España —articuló Martin, en una frase
afortunadamente libre de erres.
—Con eso, allá, no vas a ninguna parte. Yo te voy a dar una mano.
Lühe no entendió todas las palabras, pero sí el sentido de la propuesta.
—No puedo pagar —declaró.
—Ya me pagaste. Yo no estoy casado, así que vendí el regalo de tu amiga
por dos meses de sueldo. Hasta puedo con el café cuando nos encontremos.
—¿Todos los argentinos son así de generosos? —preguntó Martin en
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alemán.
—No —respondió Cicero en castellano—. Como en todas partes, hay una
mayoría de hijos de puta. Pero la amistad es sagrada —y lo repitió todo en
alemán.
—Está bien.
—Ricardo —le tendió la mano el muchacho.
—Martin —dijo él, estrechándola.
—Martín —corrigió el otro—. Allá todo el mundo te va a llamar Martín,
con el acento en la i.
En el mes y medio que transcurrió hasta que Martin Lühe partió hacia
Hamburgo para abordar el Hispania, que hacía escalas en Le Havre, Vigo,
Lisboa y una decena de puertos más, vio a Ricardo cada día. El argentino se
gastó una parte sustancial del ángel de Ruth en vinos del Rhin. Martin había
vendido la casa, pero podía ocuparla durante un tiempo más, a cambio de un
módico alquiler, de modo que él se encargaba de la comida, por lo general
modesta pero llena de calorías, que contribuían al entusiasmo con que llevaban
a cabo su tarea.
Cicero llevó libros de geografía y una breve historia del país. Martin
tenía un diccionario alemán-español y buscaba las palabras que no sabía: quería
oírlas, pero también leerlas. Y, como la base de todo aquello era la conversación,
acabaron por hablar de todo.
—¿Podés ayudarme a llevar unas valijas? —indagó un día, tras dejar en
el fondo de la memoria la palabra maletas que había aprendido al principio.
—Claro. ¿Adónde?
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—A una estación de tren.
—¿Cuál?
—Cualquiera. Se van a quedar ahí.
—No sé qué pensás llevar, pero lo que sea que abandones lo podés
vender...
—No. Son libros. Libros de mis padres. De mis viejos, dices vos. No los
puedo vender. Es peligroso. Y no sé quemarlos.
—¿Por qué peligroso?
—Mis viejos eran comunistas. Es una biblioteca... inconveniente —al
final, dio con el término.
—¿Sabés una cosa? Mi viejo también era comunista. Se murió el año
pasado. Había estado entre los primeros. Antes, había sido socialista. Por eso
tenía muchos amigos alemanes y hablaba el idioma bastante bien. Creo que lo
aprendió, sobre todo, para poder leer justamente los libros de los que vos
querés deshacerte.
—Explicame eso de los alemanes socialistas, Ricardo.
—Mirá, en la Argentina, igual que acá, hay alemanes indeseables y otros
que no lo son. Hay piantados...
—¿Piantados?
—Locos. Locos que hablan de la raza aria y toda esa mierda. Y tipos que
emigraron por razones políticas en distintas épocas. Unos cuantos anarquistas,
pero la mayoría socialistas. Crearon sindicatos y partidos. ¿Sabés que el primer
diario obrero de la Argentina salió en alemán?
—Ni idea.
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—Tres cosas importantes llevaron los alemanes para allá, aparte de sus
manías: la cerveza, el sindicalismo y el bandoneón.
—Eso es un instrumento... de iglesia, ¿no?
—Justo. Solemne. Pero allá se usa para otra cosa, nada solemne, nada de
iglesia. Se usa para tocar el tango, con la flauta, el violín y la guitarra. Los ricos
le añaden el piano, pero al principio todo era de lo más sencillo.
—¿Hacen bandoneones en Buenos Aires?
—No. Los llevan de Berlín. Los fabrican dos hermanos, los Arnold. Los
bandoneones doble A, de Arnold y Arnold. Pero qué carajo te estoy contando,
si allá te lo vas a encontrar hasta en la sopa. ¿Vos no vas al cabaret?
—Nunca.
—Bueno, alguna vez vas a ir.
Martin acabó hablando de la muerte de sus padres, de Ilse, de Hitler, que
escribía Mi lucha en la prisión de Landsberg, de Ludendorff y de Röhm, y hasta
de los asesinatos de Liebnecht y Rosa Luxumburgo y Rathenau. Y de los judíos.
Imaginaba que debía de haber muchos en la Argentina.
—Mirá si habrá que el primer bandoneón no lo llevó un alemán ario, sino
un judío que se llamaba Bernstein. Pero no vayas a creer que son libres y bien
mirados. Hace muchos años que el ejército argentino es cliente de Krupp y,
como ya te dije, hay muchos hijos de puta sueltos. Y otros que no están sueltos,
sino organizados... pero no me decís nada de tu amiga, la que se fue, la que está
pagando este vino.
—No hay mucho que decir. Tuve mucha suerte. Ella necesitaba ayuda
para huir y yo necesitaba ayuda para vivir. Nos hizo bien a los dos. Nada más
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—todo esto lo soltó en alemán, como todo lo que le tocaba íntimamente.
—Pero te enamoraste de ella —ahondó Cicero en castellano.
—No lo sé.
—¿Y ella de vos?
—Creo que no. Nos hacíamos falta.
—¡Lo que acabás de decir, Martín! ¿Te das cuenta? Nos hacíamos falta.
Eso ya es hablar argentino de verdad —aplaudió—. Y pensar que yo creía que
te iba a mantener...
—A lo mejor no nos vemos más, Ricardo. Seguro que no nos vemos.
—Los reencuentros a veces son tristes.
—Reencuentros —repitió Lühe, acariciando las letras, dulcificando la
erre, y se quedó pensando. Reencuentros no habría muchos en su vida. Pero
tenía que haber encuentros. En última instancia, eso es la vida, una sucesión de
encuentros, reencuentros y desencuentros de toda clase.
Cuando el Hispania zarpó, Martin tenía apuntadas las señas de Ricardo
Cicero, el único amigo que dejaba en Alemania.
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Capítulo 3
Babilonia
Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos,
y aun llorábamos, acordándonos de Sión.
Salmos, 137, 1
I
Taller de joyería
Los primeros días en Buenos Aires, los pasó en una pensión del bajo, paradorde estibadores del puerto, con un baño enorme y helado de cuyos grifos sólo
salía agua fría. Caminó mucho, preguntando y fijándose en los nombres de las
calles. Se compró una Guía Peuser de la ciudad y, consultándola mientras
comía una porción de pizza y bebía un vaso de vino blanco, recibió una de esas
lecciones que suelen propinar los porteños a los desprevenidos:
—Peuser —dijo el hombre, señalando el libro con los planos y los
nombres de las calles—. Un genio ese tipo. Vino cuando Mitre era presidente,
imagínese, y empezó con un bolichito. Pero la vio venir. ¿Qué iba a pasar en
Buenos Aires? Que se iba a llenar de gente. Gente de otros lados. Miles,
millones, y él, Jacobo Peuser, esperándolos con una guía... ¿Se da cuenta? Usted
mismo, que parece recién llegado, ¿qué haría sin la visión de ese hombre?
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—Me perdería.
—¿Ve? ¿De dónde viene?
—De Alemania.
—Igual que Peuser. Claro que él era judío, y usted no parece.
—Las apariencias engañan —Martin soltó una de las primeras frases
hechas que Ricardo Cicero le había enseñado, puso unos pesos sobre el
mostrador y se despidió de su interlocutor. Ya sabía que los tipos que empiezan
así pueden pasarse días hablando. Y el tema le inquietaba demasiado para
dejarlo en manos de alguien que seguramente tenía una solución para la
cuestión judía que a él no le iba a gustar.
Estaba en la calle Corrientes, que aún no había alcanzado la categoría de
avenida y era estrecha y más bien sucia, y acababa de darse cuenta de que la
calle Libertad era la siguiente transversal. Blumenfeld le había dicho que ahí
había unas cuantas joyerías desde hacía tiempo.
Estuvo mirando los modestos escaparates que debían de ser la fachada
de negocios importantes pero no del todo transparentes, como solía suceder en
ese ramo singular en el que casi nadie parece rico. Vio objetos de calidad:
ninguno que él no pudiera hacer y hasta mejorar. Necesitaba un taller. Entró en
una tienda.
—Buenas tardes —saludó el hombre que se encontraba sentado al otro
lado del mostrador, ante un banco de trabajo. Se levantó, desplazando hacia
arriba la lente de aumento con la que trabajaba, y fue hacia Martin—. ¿Le puedo
ofrecer algo? —no tenía acento extranjero.
—Yo vengo a ofrecerle algo a usted —dijo—. ¿Habla alemán?
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—Lo entiendo bien.
—Entonces todo será más fácil. Si me falta alguna palabra...
—Claro. Compro oro, pero los precios...
—Son muy bajos, lo sé. Quiero que vea unas cosas.
Se desabotonó la camisa por debajo de la corbata y sacó un pequeño
envoltorio de terciopelo.
—Pase —invitó el comerciante—. Estaremos más cómodos en el fondo.
En la trastienda había una mesa, tres sillas y unos cuantos ceniceros que
nadie vaciaba. El hombre extendió el gigantesco ejemplar de La Nación del día
sobre la mesa. Se sentaron frente a frente y Martin desplegó el terciopelo. El
otro puso la lente en su sitio y observó cada pieza con atención, sin tocarlas.
—Buena mercadería. Muy buena, diría. ¿De dónde la sacó?
—De los metales. He hecho cada una con mis propias manos —las
mostró para que se vieran las huellas del oficio.
—¿Y entonces? Ya tiene la vida arreglada si sabe hacer esto.
—Acabo de llegar a Buenos Aires. Necesito un sitio para trabajar hasta
que tenga el mío y gente que me compre. Joyeros. No sé vender al público, no
es mi tarea.
—¿Tiene dinero para metales?
—Un poco. Para empezar. Compraré más cuando empiece a vender.
—¿Trabajaría aquí, en esta pieza?
—Si no hay otra cosa, sí. Póngale precio a lo que está viendo y le diré si
me conviene.
El comerciante fue tasando las joyas a precios modestos, pero que a
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Martin podían permitirle vivir. Sin embargo, se resistió a comprometerse de
inmediato.
—Dentro de unos días le diré si me conviene.
—¿Va a hablar con mis colegas? No espere mucho más. ¿Soy el primero
que visita?
—Sí.
—Me llamo Salomón Levy —dijo, tendiéndole la mano—. Igual que mi
abuelo, que fue el primer judío que hizo una boda religiosa en este país.
—Martin Lühe —aceptando la mano, que era fuerte y cálida.
—Usted no es judío, ¿no? —le espetó Levy.
—No. Alemán.
—¿Y por qué se dedica a esto? Aquí, la mayoría somos judíos, aunque
también hay armenios, pocos, y unos cuantos árabes siriolibaneses...
—Mi padre y mi abuelo eran joyeros. Me hace sentir bien, hago objetos
que me gustan.
—Cuando vuelva, lo invito a comer un bife y me cuenta más... porque
usted no vino a hacer fortuna.
—¿Está tan seguro de que volveré?
—Completamente. Nadie le va a ofrecer tanto.
II
Un librero que juega al ajedrez
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Levy le caía bien, pero prefirió conocer a otros joyeros antes de tomar una
decisión. Encontró miserables que buscaban esclavos con talento, tipos que le
ofrecían más pero con los que era evidente que no podría trabajar, y sujetos que
a duras penas sobrevivían porque no habían nacido para el comercio y un
padre torpe les había legado esa función. Lühe pensaba que para hacer dinero,
dinero de verdad, había que nacer con un don, como para ser músico o pintor, y
las tiendas estaban tan llenas de negados como los conservatorios y las
academias de arte.
El resto del tiempo lo dedicó a vagar y revisar librerías de viejo, que
abundaban en la calle Sarmiento, que algunos llamaban todavía Cuyo. Fue en
aquellos días cuando inició su amistad con un librero, Luis Spörer, Ludwig en
origen, alemán de Dantzig. Cuando entró por primera vez en su local, el
hombre estaba jugando al ajedrez solo y Martin se quedó mirando hasta que
terminó la partida y volvió a colocar las piezas. Mientras lo hacía, a ciegas,
observó a su visitante sin ningún pudor.
—No estoy loco —dijo en alemán—. Repito algunas partidas célebres.
—Ya lo he visto. ¿Quiere probar conmigo?
—Empiece —dijo el otro.
Martin movió.
—Esto es una obviedad —dijo Spörer en el cuarto movimiento—.
Alekhine contra Capablanca en Petersburgo, 1914. Así no vamos a ninguna
parte. Mejor sigo solo.
—Hagamos una variación —propuso Martin, situando un caballo en una
posición que no correspondía al juego original.
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Empezó a ir a la librería de Spörer a jugar y a conversar con él. Para el
recién llegado, el librero podía ser el maestro que le permitiera comprender el
país en el que ahora vivía. Spörer le hizo leer a José Ingenieros y a Lugones.
Martin tardó mucho en confesarle a su nuevo amigo que los libros de
Ingenieros no le parecían ninguna maravilla y que Lugones le hacía pensar en
una especie de parodia de escritor de gabinete alemán, con la excepción de su
poesía, que tardó en poder valorar realmente por sus deficiencias en el
castellano. Lo que sí le impresionó sobremanera y ocupó un lugar definitivo en
sus lecturas fue el Facundo, verdadero y trágico génesis de una nación que,
como empezaba a ver, tenía más de imaginario que de real: los ricos argentinos
gastaban como pobres con plata, acumulaban sin esforzarse por ello, no eran
esencialmente burgueses ni aristócratas modernos, sino, sobre todo, dilettantes
de la fortuna. Nada de Buddenbrook.
En cualquier caso, con más o menos placer, leía un libro cada día. Un
acuerdo con Herr Spörer le permitía pagar solamente por los volúmenes con los
que se quedaba. Los demás eran préstamos.
A veces, incursionaba en librerías de nuevo.
III
La casa de Bernal
Finalmente, fue a ver a Levy resuelto a aceptar su propuesta.
Fueron a comer a una parrilla de Sarmiento y Talcahuano, que todo el
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mundo conocía por el nombre de su dueño, el señor Sardi, pulcro, trabajador y
con buenos precios. Martin contó su vida a grandes rasgos y descubrió que
Levy no era ajeno a las batallas que habían librado sus padres, aunque tenía sus
propias teorías sobre el tema.
—La revolución forma asesinos, víctimas de su propia fe y comerciantes.
Tres categorías respetables —decía, habiendo acordado ambos hablar en
castellano—, cada una a su manera. Lenin era un asesino, como Mussolini, y sus
herederos son peores. Tus padres fueron víctimas. Y tipos como yo aprendemos
a negociar. ¿Oíste hablar de Parvus, el tipo que llevó a Lenin a Rusia? Hizo más
guita que Rothschild. Había nacido para eso, y la revolución fue una escuela
fantástica para él. Después, Lenin, que era de los peores, no lo dejó vivir en su
país porque era un burgués: el tipo no conocía el agradecimiento. Era un
asesino petulante.
Martin, por supuesto, no sólo había oído hablar de Parvus, sino que
recordaba su presencia en casa de los Lühe cuando él tenía diez u once años,
pero eligió omitir el detalle. Lenin podía ser un cabrón, pero aquel individuo no
era nada agradable.
Salomón Levy, cuyo abuelo había llegado de Francia sin otra posesión
que su capacidad de trabajo, era un argentino cabal: tenía una teoría para cada
asunto y las exponía sin pudor alguno, se tratase de Lenin o de la correcta
actuación ante un parto inesperado, pero también era eficaz y generoso.
—¿Realmente querés trabajar en mi trastienda? —averiguó.
—No veo otra solución.
—Yo tengo una. Un poco incómoda, pero serías más independiente. Yo
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—¿Tiene hijos?
—Dos, nene y nena, muy chiquitos. Hasta dentro de veinte años no van a
joder a nadie. A lo mejor, después tampoco, pero nunca se sabe...
—¿Cuándo puedo ir a ver la casa?
—El domingo, así te acompaño.
La casa no era nada del otro mundo, pero a él le servía. Era espaciosa y
las puertas y ventanas cerraban bien, algo muy importante en invierno. En el
dormitorio había una cama nueva de dos plazas y un ropero. Lo demás tendría
que ponerlo Martin. Se trataba de un barrio modesto, de viviendas muy
parecidas entre sí, cosa rara en Buenos Aires, pero aquello no obedecía a
planificación alguna, sino a los precios de la construcción: la imaginación tenía
un alto precio y era mejor hacer lo mismo que los demás sin ocuparse de nada
más que de los ladrillos, la luz y los desagües. Los vecinos eran en su mayoría
otros alemanes, todos cerveceros. La estación del ferrocarril estaba muy
próxima.
Martin Lühe se estableció al cabo de una semana. Levy le consiguió un
viejo banco de trabajo que le había quedado a la viuda de un joyero conocido. El
resto lo fue comprando él con el paso del tiempo.
—¿Está bien? —preguntó Levy en el tren a Buenos Aires.
—Sí —dijo Martin.
—No tenés muchas pretensiones, ¿no?
—Estoy solo. Lo que realmente quiero es ganarme la vida sencillamente
y tener tiempo para leer sin que nadie me moleste.
—No te interesa la guita.
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—No.
—Decime, ¿por qué te viniste?
—Porque Alemania es un país insoportable y porque no quiero que
nadie me mande a una guerra ajena. Y va a haber una guerra.
—No están contentos con el resultado de la que pasó, ¿no?
—Nada contentos. Por eso quieren otra. Y otra más, si hace falta, hasta
que ganen y el mundo entero hable alemán y escuche a Wagner. Esta vez las
excusas son el comunismo en Rusia, que ellos mismos impusieron, y los judíos,
muy perturbadores para la nación.
—Está bien. Quedate acá. Es un buen sitio para trabajar y leer. Pero no te
engañes: los argentinos aman a los alemanes y quisieran ser como ellos. Van a
apoyar lo que Alemania haga, no importa lo que sea.
—Seguramente. Pero no van a ser jamás alemanes.
Los dos anuncios, el de Levy y el de Martin, se cumplieron.
IV
Ingeniero White
El lunes que siguió a aquel domingo, uno de los últimos del invierno, Luis
Spörer le habló a Martin por primera vez de la Zwi Migdal.
—Cafishos, sí, cafishos. ¿No conocías la palabra? Aprendela, porque vas
a encontrarte con muchos en esta ciudad. Más que en otras.
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—¿Y por qué hay más que en otras? —ingenuo, Martin.
—Porque hay más putas. Y hay más putas porque hasta aquí vinieron
montones de tipos solos, como vos. Así que algún lince de los negocios se dio
cuenta de que si venían masas, grandes masas, de clientes potenciales, había
que traer minas en masa.
—¿Minas?
—Mujeres. Sí, se dice minas. ¿De dónde sale el oro, si no?
—Ah, claro, entiendo.
—Me parece que no del todo. Tendrías que ir a un quilombo para darte
cuenta. Una casa, un burdel, eso es un quilombo. Donde hay minas.
—No pienso hacerlo —comunicó Martin.
—Eso quiere decir que tenés una idea de cómo es.
—Sí.
—Bueno, ahora te voy a decir algo que no te va a gustar, lo sé, porque sos
como sos, rarito en esas cosas.
—Te escucho.
—La mayor parte de los quilombos son de cafishos judíos y tienen putas
judías. Empezaron los polacos, pero como las pibas más pobres de Polonia, la
carne de cañón, estaba en los shtetl, en las aldeas judías, tuvieron que negociar
con colegas que hablaran idish. Así empezó el desastre. Porque los judíos
pueden ser buenos o malos, pero no son tontos. ¿Y por qué iban a hacer lo más
duro del trabajo sin estar asociados? Porque reclutar es lo peor. Van, se casan
con ellas en las aldeas y dan una dote, se las llevan y las traen para acá. No te
gusta, ¿no?
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—La verdad es que no. Es como darle la razón a los nacionalsocialistas.
—Sí, ya lo sé. Y lo saben los rabinos y la comunidad, que están contra
ellos, que naturalmente son un ínfima minoría, pero no pueden hacer mucho.
Les negaron el entierro en sus cementerios y ellos fueron y se consiguieron uno,
con rabino y todo. ¿Pero vos crees que una mujer puede emigrar sola? Si alguna
llega sola hasta Buenos Aires, cae en la trampa enseguida. No le queda otra. O
eso o encontrar un marido, que no es tan fácil como parece. Acá no se ponen
anuncios en los diarios, como en Alemania.
Fue una conversación larga, en la que Martin preguntó por todos los
detalles imaginables: la empresa misma, las condiciones del trabajo, la
impunidad de quienes lo hacían, el soborno a las autoridades, las mafias, los
beneficios. Spörer lo sabía todo. Lo había estudiado. Tenía un amigo, el
comisario Alsogaray, uno de esos tipos que creen en lo que hacen, que había
investigado la cuestión y estaba escribiendo un libro.
Aquella noche lo escribió todo, a medias en alemán, a medias en
castellano. Lo escribió para poner orden en los conocimientos que había
adquirido, pero al día siguiente metió las hojas en un sobre, fue al correo y se lo
envió a Ricardo Cicero con una confesión final, en tono delicadamente
argentino: «¿Te acordás de la señora que te regaló el ángel? Está en Bahía
Blanca. Voy a buscarla.»
Los trenes de entonces, de propiedad británica, tenían un vagón comedor
en el que se servía el mejor café con leche del mundo. Lo servían unos
camareros como de circo, que recorrían el pasillo de una punta a la otra con dos
enormes cafeteras, una en cada mano, la del café y la de la leche, se paraban
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junto a cada una de las mesas y escanciaban los líquidos desde una altura
sorprendente y en la proporción que pedía el pasajero. El servicio incluía pan
tostado o medialunas y dos platitos, uno con mantequilla, a la que Martin ya
sabía llamar manteca, y otro con dulce de naranja amarga. Cerraban y abrían en
turnos de una hora. En el largo trayecto hasta Bahía Blanca, Martin pasó dos
breves horas allí, leyendo dos tomitos de poesía que había adquirido en la
Librería de Colegio, que se llamaba así por estar en la esquina del Colegio
Nacional de Buenos Aires, un institución gloriosa de la instrucción pública
argentina. Se titulaban Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente, y los firmaba
Jorge Luis Borges, de quien él ya había leído con gusto Inquisiciones. Pese a sus
limitaciones con el idioma, que le imponían el uso de un diccionario, aquello sí
que le olía a grandeza, sin el almidón de los cuellos de Lugones, que a Borges
tampoco le gustaba.
Para el asiento, donde leería sin interrupciones, se había llevado dos
libros recién aparecidos: Don Segundo Sombra y El juguete rabioso, dos obras
exactamente antitéticas, ambas novelas de iniciación, que no eran Wilhelm
Meister pero tenían una enorme fuerza.
Consiguió no pensar en Ruth durante casi todo el viaje, catorce horas, en
las que el sol se puso y volvió a salir, en las que el ferrocarril recorría cerca de
setecientos kilómetros por la pampa inagotable, parando en incontables
estaciones y también, sin que viniera a cuento, en el medio del campo, todo
igual, con algunos pueblos o caseríos o cascos de estancias de tanto en tanto. El
hombre que iba a su lado no era muy conversador pero Martin logró averiguar
que era de Ingeniero White y que conocía la dirección de Ruth, que él le mostró
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escrita en un papelito seco y que se partía por los dobleces después de casi un
año en su cartera.
—Esto está cerca del centro. No le va a costar nada llegar. Pero me parece
que por ahí hay unas cuantas casas no muy respetables... Casas de mujeres de la
vida.
No dijo más. A Martin la expresión «mujeres de la vida» le dolió como
una puñalada, pero se negó a preguntarse qué sentiría si encontraba a Ruth en
esa actividad, cuánto podría llegar a sufrir por ello. No necesitaba interrogación
alguna respecto de lo que haría, más allá de sus sentimientos por esa humillante
circunstancia —no estaba seguro de si sería humillante para él o para ella—:
intentaría llevarla con él a Buenos Aires, a la casa de Bernal. Como amiga, como
esposa, como socia en el taller de joyería, como ella quisiera, pero con él, a salvo
del mal.
Como le había dicho su parco compañero de asiento, no le costó nada
encontrar la dirección. La de la prima de Ruth Ellenson, que se llamaba Rachel
Zimmerman. Llamó a la puerta y salió a atender una mujer entrada en carnes,
muy pintada, con una bata de boatiné y unas chinelas doradas que a todas luces
le iban pequeñas. Al ver que era un hombre, le sonrió como una serpiente,
sacando la lengua, y se hizo a un lado para dejarlo entrar. Martin no se movió
del umbral. Le tendió el papelito con los nombres de Ruth y Rachel.
—¿Están acá? —preguntó.
—La Raquel ya no —dijo la gorda—. Está en White —pronunciando
Guaite—, en otra casa. Y la otra debe de ser la prima, que no quiso quedarse y
también se fue para aquel lado. ¿Usted quién es?
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—Un primo de Alemania.
—Raquel tiene un hombre. O un hombre la tiene a ella, que viene a ser
más o menos lo mismo, ¿no? Se lo digo por si se hizo ilusiones. Y acá está todo
muy organizado. No se aceptan forasteros en el negocio, recién llegados, tipos
sueltos...
—Me hice muchas cosas en la vida, verdaderas perrerías, pero nunca una
ilusión, señora. ¿Tiene la dirección de Guaite?
—No se va a perder. Tiene que seguir todo el camino, medio empedrado,
con árboles a los lados, hasta Guaite. Busque las casas de chapas que están cerca
del puerto. Las hicieron altas, sobre pilares o pilotes, que no sé cómo llama la
gente a eso, unas columnas, para que cuando el mar sube mucho no entre en las
piezas. Pregunte en cualquiera por la Raquel, con el apellido, porque es un
nombre que usan unas cuantas.
El peso que llevaba era poco: dos mudas, dos camisas, cuatro libros no
muy voluminosos, todo en una bolsa que ni siquiera aspiraba a maletín. Iba a
cumplir veintisiete años. Echó a andar, aunque llevaba más de veinticuatro
horas sin dormir y los asientos del tren eran considerablemente hostiles en la
segunda clase. El camino era incómodo porque en ningún punto se podía
apoyar un pie en un sitio totalmente liso. No se apresuró ante la posibilidad de
torcerse un tobillo y quedarse varado. De tanto en tanto, pasaban a su lado, en
uno y otro sentido, carros, coches, camiones destartalados y hasta un sulky en el
que un hombre de bombachas y alpargatas, con el sombrero metido hasta las
cejas, llevaba a una bonita niña, hija de algún poderoso de la zona.
Llegó a Ingeniero White a media tarde, tras un recorrido de ocho
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kilómetros. No era el puerto de Buenos Aires, pero tampoco era despreciable.
Los vagones de carga del ferrocarril llegaban hasta allí, de todos los rumbos,
por decenas de vías. Había dos enormes elevadores de granos. Nadie le contó a
Martin entonces que habían sido construidos en Inglaterra y transportados en
partes para ser montados allí. Ni que era un extremo de la modernidad,
automatizados y con capacidad para almacenar y mover más de diez mil
toneladas de cereal a granel, y que todo aquello consumía la mayor parte de la
electricidad producida en el castillo que formaba parte del impresionante
paisaje de los muelles. Toda esa escena contradecía el resto, que era pueblo y en
su mayor parte, pueblo muy pobre.
Las casas que buscaba estaban al otro lado del puerto, en una zona cuya
miseria ni siquiera era disimulada por el falso pintoresquismo del barrio
porteño de La Boca. Martin recorrió un par de kilómetros más y entró en un
local con paredes de adobe y techo de hojalata acanalada, con un fogón donde
ardían unas brasas, un mostrador y hasta una mesa pequeña y una silla para
comer un trozo de carne y tomar un vaso de vino. Por aquel lado, los sifones,
un lujo de moda en Buenos Aires, no eran de uso habitual y en el agua no
confiaba.
Atendía una mujer, aindiada, flaca y con ganas de hablar.
—¿Busca trabajo? —preguntó al servir el vino.
—No. Busco a una persona. Me dijeron que la encontraría en unas casas
de lata que hay por acá.
—¿Una mujer?
—Sí.
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—¿Suya?
—No sé. A lo mejor, no. O sí. Quién sabe.
—Si está en las casas... Mal asunto el de esas chicas. A veces viene
alguna, con su hombre, claro, que la saca a pasear. Mire qué paseo, traerlas acá,
como si esto fuera para fiestas.
—La que busco se llama Raquel, a lo mejor la conoce.
—No sé los nombres, señor, sólo pasan y no hablan más que con ellos.
Cuando le puso la carne y un trozo de pan delante, Martin sacó de su
bolsa Luna de enfrente y puso cara de concentrarse en él. La mujer entendió que
no quería más charla y se quedó apoyada en el mostrador, una especie de cubo
de ladrillos con una madera suelta encima, mirándolo.
Martin comió en un santiamén. Estaba empezando a desesperarse, pero
no podía enfrentar el resto del día sin meterse algo en el estómago. A los cinco
minutos, sacó un billete del bolsillo del pantalón y apartó la vista del libro que
no leía para pedir otro vino y pagar: se encontró con los ojos de la mujer, fijos
en él.
—Usted viene a buscar a esa mujer, ¿no?
—Sí —confirmó Martin.
—¿Está en la trampa? ¿La tiene alguien?
—No sé.
—Peliaguda la cosa, amigo. ¿Tiene un bufo?
—¿Un qué?
—Un revólver. Con menos no se va a mover por ahí.
—No tengo, no.
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—Le alquilo uno. Cincuenta pesos. Se maneja fácil.
—Yo sé que se maneja fácil. Por eso no llevo.
—Por cincuenta pesos más, le averiguo dónde está, qué pasa con ella y lo
que va a tener que hacer. Es barato. Si la tiene que comprar, los precios son en
miles.
Martin tenía cien pesos; bastante más, en realidad. La oferta de la mujer
era extorsiva, pero le convenía aceptarla. Le hubiera venido bien un amigo
como el gaucho Segundo Sombra, o tal vez un protector como Facundo
Quiroga, suma de espantos y de fuerza. Un tipo capaz de hablar con las fieras.
Pero no lo tenía. Sacó dos billetes de cincuenta del bolsillo de la camisa, se
levantó y los puso encima del mostrador.
—Haga —dijo.
La mujer desapareció como una cucaracha, por una grieta imprevista
entre dos zonas del muro, cubierta por una plancha de lata, dejándolo ahí.
Volvió a los dos minutos, por la entrada, con un revólver que dejó sobre la mesa
a la que Martin había vuelto a sentarse. El alemán lo recogió, abrió el tambor,
comprobó que tenía las seis balas de rigor y amagó metérselo en la parte de
atrás de la cintura del pantalón. No abultaría mucho, no era un arma grande.
—Llévelo en el bolsillo del saco —dijo ella—. Ahí atrás, va a ser lerdo
para sacarlo. Téngalo escondido, en la mano, y tire sin sacarlo si hace falta.
Martin obedeció. Era de puro sentido común pero a él le pareció una
observación admirable.
—Ahora, esperemé.
Y fue lo que hizo.
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Cuando ella volvió, al cabo de una hora, le hizo un gesto para que la
siguiera y le señaló las casas. Quilombos, pensó Martin.
—Vaya a la segunda. Como cliente. Pida por Raquel y lo harán pasar a su
pieza. De la otra, nadie sabe nada. Sólo que no quiso acompañar a su amiga y se
fue. Deje sus cosas acá, yo se las guardo, no va a ir para quedarse.
En la casa, la puerta estaba abierta. En la habitación de la entrada no vio
a nadie, pero sonaba un disco, un tango, en una victrola de manija, así que
alguien debía de andar cerca. Apareció enseguida una gorda que podía ser la
hermana gemela de la que lo había mandado hasta ahí desde Bahía Blanca. Con
la misma sonrisa de serpiente.
—¿Buscás una chica? —preguntó, con un fuerte acento idish.
Martin dudó y la mujer esperó. Lo más probable era que ella se hubiera
quedado con una parte de los cincuenta pesos para facilitar aquello.
La gorda lo sacó de la duda.
—La Raquel está libre ahora. Pasá, te va a gustar la polaca.
Y Martin la siguió por un pasillo hasta la tercera y última pieza. El sitio
no era muy grande.
Delante de la puerta, la madama le dijo:
—Son diez pesos.
Y le entregó una especia de medallita de lata.
—Entrá —y lo dejó ahí.
Raquel no estaba realmente vestida, pero se había cubierto con una bata
de raso. No les dejaban ropa para que no pudieran ir a ninguna parte.
—Busco a Ruth —fue el saludo de Martin, que se quedó de pie porque
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sólo podía sentarse en la cama, o en la única silla, a condición de retirar de ella
una palangana desportillada con un líquido de color sospechoso. Prefirió
mantener las manos limpias.
—Ruth no está acá. Hace mucho que no la veo. No quiso hacer este oficio
y se fue. Yo le presenté un hombre que la iba a cuidar, pero no le interesó. Así
como llegó, se fue. Se escapó. Tenía el nombre de alguien en el Mercado de la
Victoria y lo iba a ver. No sé quién.
—¿Dónde está eso?
—En Bahía. Ahí nomás. Sé que el tipo era lanero, de los que crían ovejas,
y que ella pensaba que eso era mejor que esto. No sé. ¿Vos por qué la buscás?
—Somos amigos.
Raquel se quedó callada. Martin sacó diez pesos y se los mostró.
—Vos sabés algo más.
—Dame la chapa —pidió ella, y Martin le entregó la medallita de lata y
los diez pesos—. El lanero se llama Natanson. Ella me lo dijo.
—¿Y vos, por qué no te fuiste con ella?
—¿Para qué? Me irían a buscar. Ya hubiera vuelto.
—Gracias —Martin cerró la conversación. No iba a entrar en teologías
con una mujer perdida.
Cuando volvió al asador, la mujer seguía ahí, sola.
Lühe puso el revólver encima de la mesa y pidió la bolsa.
—¿Se va a ir como vino? —preguntó ella—. Ya se hizo de noche. Si no le
hace ascos, tengo un cuero de vaca para poner en el suelo y duerme acá.
—No, gracias, estoy apurado.
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aceras por la que debían de llegar los transportes para descargar y volver a
cargar mercancías. Al otro lado de la entrada del casi infinito galpón de los
comerciantes, había unos bancos de madera rústica, incómodos pero suficientes
para descansar un rato durmiendo con un solo ojo.
Las ovejas huelen casi tan mal como las fábricas de cerveza, pero a
Martin aquello ya no le molestaba. Lo único que le preocupaba era llegar a
tiempo, justo antes de que la trituradora engullera a Ruth. Si no lo conseguía, le
dolería durante un tiempo y después se convertiría en un recuerdo triste,
porque la memoria está hecha de muchas cosas, también de olvido salvador.
Pero eso aún no lo sabía. Vio a dos hombres más en los bancos, y los imitó,
echándose en uno de ellos, tendido cuan largo era y con la bolsa debajo de la
cabeza. Durmió a ratos y se mantuvo casi todo el tiempo en un entresueño
alerta. Lamentaba no haberle comprado el revólver a la mujer del asador, se
hubiese sentido más seguro con la mano en el bolsillo aferrando el arma.
Apenas hubo amanecido, todo empezó a moverse a su alrededor. Un
hombre corpulento, con traje de chaleco y corbata, portador de un llavero
inmenso, abrió los candados que sujetaban las cadenas, rodeado por un montón
de hombres con ropa de campo y facón a la cintura. Era una aglomeración que
no se agitaba ni aguardaba con ansiedad. Eran tipos que desconocían la
ansiedad. Estaban ahí esperando al funcionario para entrar antes y salir antes.
Lo que querían era vender, cobrar y largarse a sus casas, en pueblos o puestos
de estancia, con sus ovejas peladas, para esperar pacientemente a que volviera a
crecerles el pelo. Uno de esos hombres tenía que ser Natanson.
Se acercó en el momento preciso en que con gran esfuerzo de varios
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hombres y un ruido de óxidos antiguos, abrieron el portón.
Se paró junto a ellos, con la bolsa en la mano.
—¡Natanson! —pronunció el nombre en voz alta y clara, sin llegar al
grito, que le parecía una falta de respeto.
Se volvió hacia él un hombre mayor, de espesa y crecida cabellera blanca,
que no rendía pleitesía a los peines. Llevaba ropa de campo.
—¿Quién me busca? —miró alrededor hasta dar con la figura solitaria de
Martin Lühe, a unos metros de los demás, con ropa de ciudad, una bolsa y cara
afantasmada por el cansancio. Se acercó a él.
—¿Usted?
—Me llamo Martin Lühe —le tendió la mano, que fue aceptada por el
otro.
—Y yo que estaba seguro de que no existía... ¿Sabe? Ruth no tenía dudas
de que usted iba a venir a buscarla.
—¿Dónde está? ¿Qué hace?
—Quédese tranquilo, está bien, vive en una pensión con los restos de lo
que se trajo y un poco de trabajo que le doy yo, con las cuentas. Además, la
comunidad, que somos muy poquitos, la cuidamos. Esos tipos de la Migdal,
que son como cuervos, la rondan todo el día. Pero nosotros damos un poco de
batalla por las mujeres que no quieren caer en sus manos. Y hasta les sacamos
algunas. Es raro, pero muchos cafishos tienen su propia versión de la ortodoxia
judía y no discuten con un rabino que les reclame una muchacha. Otros no. En
este caso, tuvimos suerte porque ella se resistió mucho.
—¡Gracias a Dios! ¿Y por qué no la mandaron a Buenos Aires? Hay
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empleo obrero.
—No quiso moverse de acá porque lo esperaba. Esperaba a Martin.
Usted es goy, ¿no?
—Sí.
—Eso me tranquiliza. Si no, a lo mejor pensaba que era otro cafisho. No
se puede confiar.
—Pero son sus paisanos.
—Hay judíos y judíos, y en este país cayeron demasiados de los peores.
—¿Puedo verla? —Martin no quería disquisiciones sobre temas acerca de
los cuales lo había considerado todo.
—No se mueva de acá. Dentro de una hora, vendrá. Le pedí que viniera
para contar el dinero y las ovejas y ponerlo todo en el libro. Sabe contabilidad.
Yo lo sé hacer, pero no me gusta, así que le ofrecí el trabajo a ella...
—Bueno —dijo Martin.
—Yo voy a entrar. Tampoco en esto se puede confiar. Te das vuelta y te
falta un fardo de lana, y como son todos iguales...
Martin regresó al banco y esperó. Le quedaban unos pocos cigarrillos. No
iba a ponerse a leer. No podía.
Pasó bastante más de una hora antes de que Ruth Ellenson, mucho más
delgada que cuando era la señora Grimbank en Berlín, apareció a lo lejos. Él la
vio sin que ella reparara en su presencia: andaba mirando el suelo, salvando
escollos como había hecho él en la tarde anterior, como mujer de ciudad, llena
de miedos ante lo que no era más que naturaleza dominada a medias. Martin se
levantó y fue a su encuentro. Ella se detuvo un instante al reconocerlo, sólo un
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instante, y después echó a correr hacia él.
Se abrazaron.
—¿Por qué tardaste tanto? —le lloró al oído sin apartarse de él—. ¡Me
hacías tanta falta! —reconoció, ignorando que ratificaba lo que Martin había
dicho mucho antes, definiendo su relación, a Ricardo Cicero.
—¿Cómo sabías que iba a venir?
—Lo sabía —se separó unos centímetros para mirarle los ojos—. Sabía
que en cuanto te enteraras de cómo eran las cosas acá, ibas a venir a buscarme.
—Terminá tus asuntos con Natanson y nos vamos a Buenos Aires.
—Quedan dos días con la lana pero voy a hablar con él.
Era la única mujer en aquel sitio. Vestía con una discreción casi
exagerada, luterana, pensó Martin mientras volvía a su banco y encendía otro
cigarrillo.
Ruth salió del galpón con una sonrisa en los labios.
—Termino hoy, a mediodía. ¿Cuándo querés que nos vayamos?
—Cuando haya dormido un poco. Dos días son mucho tiempo para el
cuerpo. Buscaré una pensión.
—Vení a la mía. Te van a aceptar. Eso sí, en otra pieza. No puede ser de
otro modo... No estamos casados.
—Ya sé. Está bien. Sólo quiero descansar.
—Te acompaño y vuelvo para acá. Así dormís.
Bastó con que dijera «él es Martin Lühe» para que la dueña de la casa se
deshiciera en atenciones. Hasta le preparó un baño sin cobrarle ningún extra.
Martin despertó en la madrugada del día siguiente. No era una emoción
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profunda lo que experimentaba, eso tal vez viniera más tarde, pero sentía un
gran alivio. Se afeitó y bajó a la cocina, donde ya habían preparado mate cocido
y tenían un lugar reservado para él. Sólo estaba la patrona.
Cerró una mano fuerte sobre el brazo de Martin y lo miró de frente.
—Es usted una bendición —le dijo—. Y los matrimonios en que el
hombre es más joven son mejores. Cuídela.
Empezó a entrar gente, inquilinos, que se presentaron formalmente y le
dijeron cosas parecidas. Todos habían oído hablar de él hasta el cansancio. Y
por una vez estaban delante de un hombre que no defraudaba, que recorría
enormes e inhóspitas distancias para reunirse con la mujer que lo amaba. Nadie
preguntó si él la amaba a ella, se daba por sentado o se pensaba que ése era un
detalle menor si realmente estaba comprometido con ella.
V
Ángeles reunidos
Al llegar a Buenos Aires, Martin recibió un telegrama de Ricardo Cicero. «Gané
timba. Volví a comprar ángel. Espero tengas el tuyo.» La respuesta fue: «Sí.
Tenemos ángeles.»
Se establecieron en la casa de Bernal, donde Martin trabajaba horas y
horas. Iban juntos a Buenos Aires una o dos veces por semana, y Salomón Levy
compraba invariablemente toda la producción. Era un buen dinero. Comían con
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él o con Luis Spörer, hablaban de Alemania, del crecimiento del nazismo, de la
imparable ascensión de Adolf Hitler, de los delirios de Mussolini, del ajedrez.
Corría 1927. Siguieron con atención el enfrentamiento entre Capablanca y
Alekhine en la ciudad, como si hubieran ido hasta allí a jugar para ellos. Iban al
cine y estaban atentos a los informativos que precedían a la película.
Finalmente, pudieron hacerse con una radio de onda corta en la que podían
escuchar las emisiones en alemán de la BBC.
A mediados de 1928, un espía francés envió a París un informe sobre
Adolf Hitler. "No es idiota, sino un demagogo bastante astuto", apuntó, “es el
Mussolini alemán”, “comanda grupos paramilitares de orientación fascista”,
pero no es peligroso y no hay que preocuparse al respecto.
En esos mismos días, surgió en una de las reuniones con Spörer la idea
de formar una asociación para ayudar a la resistencia alemana, que era una
mezcla extraña de ausentes como ellos y gente que se había organizado en el
interior de Alemania para hacer un poco de todo: atentados, panfletos y, más
tarde, después de 1933, protección de judíos que no hubiesen huido a tiempo y
una necesariamente limitada colaboración con los ingleses y con los soviéticos.
Martin prefería a Míster Churchill, conocía demasiado bien la otra parte y no
pensaba hacer esfuerzos por ella. Existía en la Argentina un contacto con ese
movimiento interior, un médico de la provincia de Córdoba, liberal y discreto.
De la ayuda a la URSS se ocupaban ya los comunistas.
Decidieron llamarla Berlín Libre, un nombre para andar por casa, porque
nadie debía saber fuera de ellos que tal cosa existía. Por otra parte, no podía ser
un grupo demasiado activo porque las posibilidades de hacer llegar un apoyo
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real a Europa eran muy limitadas. En realidad, Berlín Libre sólo funcionó
realmente después de 1945, cuando empezaron a llegar supervivientes de los
campos. Hasta entonces, apenas si pudieron enviar un poco de dinero y
sumarse a las manifestaciones antinazis de los argentinos. Aproximadamente la
mitad de los argentinos. De la otra mitad, mejor no hablar.
El contacto sería siempre el librero. Una de las acciones de Berlín Libre
sería la organización del viaje, en 1929, de Stephan Spörer, el hermano del
librero, a cuyo pasaje contribuyeron todos, incluido Ricardo Cicero, que se
encargó de entregarle un pasaporte argentino en blanco, con el que el hombre
pudo viajar a Barcelona y, desde allí, a Buenos Aires.
A Luis Spörer le llegaban libros y revistas desde los lugares más
insospechados. Había recibido una carta y un paquete de un alemán de
Olavarría. El hombre le ofrecía que dispusiera de aquella bibliografía como
quisiera, pero que no la vendiera. Que la regalara o la donara a una biblioteca.
En aquel montón de papel impreso, Spörer encontró un rimero de pruebas de
imprenta de la revista Die Neue Mercur con un artículo de Thomas Mann
titulado «Sobre la cuestión judía». Como él tenía una colección propia que
incluía aquella publicación, la repasó en busca del número en que Mann había
publicado aquello. Encontró un ejemplar de la revista dedicado al tema, de
1921, pero Mann no figuraba en él. En su siguiente carta a su hermano, que
vivía en Alemania, le contó lo que le había ocurrido. La respuesta fue que se
había hablado del tema, que los editores le habían pedido una colaboración y
que Mann había enviado un texto antisemita y el Mercur lo había rechazado.
Pero lo que Spörer tenía delante era un ardiente alegato projudío. Se lo explicó a
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su hermano pero éste no supo responder a su demanda. Pasaría mucho tiempo
antes de que se llegara a saber que el propio Mann lo había retirado por
considerarlo excesivamente subjetivo: no era hombre de exhibir pasiones.
Las pruebas de «La cuestión judía» formaron parte del regalo de bodas
que el librero hizo a Ruth y a Martin a mediados de junio de 1928, cuando
decidieron que todo estaba lo bastante bien como para casarse, únicamente en
el juzgado, porque ni la sinagoga ni la iglesia estaban dispuestas a unirlos en
matrimonio.
Martin leyó el artículo con auténtico placer. Él sabía desde hacía mucho
quién era Mann y aquello terminaba de convencerlo de que se trataba del más
grande alemán de su tiempo y el mejor mentor que podía proporcionarse para
una vida justa. Y estaba claro que por una vez se le había adelantado,
emprendiendo antes que él el camino del exilio. No en lo de casarse con una
mujer judía, cosa que Mann había hecho hacía mucho. Lo único que lamentaba
de todo aquello era que la experiencia les estaba demostrando que no iban a
tener hijos, cosa que se comprobó en 1930, cuando Ruth entró en la menopausia.
Y, a finales del año, enfermó.
VI
Variaciones diplomáticas
El 6 de setiembre, el general José Félix Uriburu, a quien sus camaradas de armas
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llamaban Von Pepe por su archiconocida germanofilia, perpetró un golpe de
Estado. Entre los judíos de Buenos Aires se corrió la voz de que entre los
proyectos presidenciales estaba el de cercar los barrios de Villa Crespo y Once,
donde se concentraba la mayoría de la población hebrea de la ciudad, y
convertirlos en ghettos. Las cosas no llegaron a tanto, ni siquiera a nada
aproximado, pero el antisemitismo se manifestó con mayor virulencia y los
ataques a comercios y consultas de profesionales judíos se hicieron frecuentes.
Para la vida de Martin Lühe y Ruth Ellenson, el cambio de gobierno,
además de hacerlos más prevenidos, tuvo una consecuencia muy directa: los
miembros de la embajada argentina en Berlín, hasta en el más modesto de los
empleos, fueron reemplazados por otros, resueltamente afines al ascendente
partido de Hitler, de modo que Ricardo Cicero regresó a Buenos Aires con su
ángel de plata y oro. No lo habían puesto en la calle, pero de allí en más no le
quedaron esperanzas de volver a salir del país con un sueldo asegurado y tuvo
que conformarse con un minúsculo puesto de oficina en el ministerio de
Exteriores.
Como tenía libertad para viajar con todo lo que por aquel entonces
formara parte de su casa y nadie le iba a revisar los baúles al llegar nada menos
que de un país tan de fiar como Alemania, había retirado de la estación en la
que se encontraban, las maletas con los libros que habían sido de los padres de
Martin. No estaban ya donde las habían dejado, pero la secular burocracia
prusiana todavía no las había subastado: las localizó en un depósito de los
ferrocarriles y sólo sus documentos diplomáticos, una autorización fraguada de
Martin Mann, que era el nombre que L