en alguna parte, slavoj zizek cita una frase de rumbo a ... file · web viewel arte y el deseo...
TRANSCRIPT
EL ARTE Y EL DESEO REVOLUCIONARIO: UNA APROXIMACIÓN 1
Eduardo Grüner
En alguna parte, Slavoj Zizek cita una frase de Rumbo a Peor de Samuel Beckett:
“Inténtalo de nuevo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor” 2. Me permito ahora ponerla en
contigüidad con otras dos frases que vienen a mi memoria. Una es de William Faulkner,
que en respuesta a una entrevista dice: “No vaya usted a creer que es fácil fracasar: a mí
al principio me costó mucho, después me fue saliendo cada vez mejor”. La tercera es de
Orson Welles: “Yo empecé desde muy arriba, y tuve que trabajar para descender hasta el
fondo”.
¿Qué hay de común entre estos tres enunciados? No es, como podría parecer, el fracaso ,
sino más bien la idea de que fracasar supone un esfuerzo , demanda fuerza de voluntad .
Lo cual es por supuesto una inversión sarcástica, digna de Marx –de Groucho Marx- del
sentido común según el cual es el éxito el que implica un gran trabajo, mientras el fracaso
se adjudica a la pereza. Se trata, desde ya, de un sentido común típicamente burgués -y
más aún, protestante-weberiano-: el éxito es el producto de la esforzada iniciativa
individual, mientras que el fracaso es el destino del indolente, ya sea el aristócrata
decadente como, en el otro extremo de la estructura social, el marginal que prefiere vivir
de la caridad o de los subsidios del Estado. Y el mismo prejuicio ha fundado,
frecuentemente, el menosprecio colonialista y racista hacia el Otro, el Extranjero, el
Indígena, que solo bajo la esclavitud se transforma en un sujeto productivo . En nuestros
tres enunciados de marras, en cambio, el fracaso es el producto de una lucha , y el acento
positivo está puesto sobre el proceso , sobre la lucha misma, y no sobre el resultado. Esto
plantea, de manera escandalosa para el sentido común de la ideología burguesa, una
suerte de ética “revolucionaria” del fracaso, y una suerte de épica heroico-combativa, no
1 Reelaboración de la conferencia presentada en el Seminario Internacional: Revolucoes: A Creacao do
Sénsivel (Sao Paulo, 20 y 21 de mayo 2011)
2 Cfr. Zizek, Slavoj: “Cómo volver a empezar… desde el principio”, en VVAA: Sobre la Idea del Comunismo , Bs As, Paidós, 2010
1
exenta de un elemento “trágico”, que se desentiende de toda moral del éxito para
reivindicar el valor de la lucha en sí misma: un anti-instrumentalismo de la voluntad contra
la instrumentalidad de la inteligencia, para decirlo en términos entre gramscianos y
frankfurtianos. Y si se prefiere una invertida jerga freudiana, a los que sostienen esta
posición podríamos llamarlos “los que triunfan al fracasar”.
Pero, permítaseme señalar alguna otra ironía. Una frase como la de Orson Welles (“Yo
empecé desde arriba, y tuve que trabajar”, etcétera) podría perfectamente aplicarse a la
historia del capitalismo. Recuérdense los exaltados ditirambos de Marx –esta vez me
refiero a Karl-, en el Manifiesto Comunista , donde canta los fabulosos éxitos iniciales de
ese nuevo modo de producción, pero para anunciar luego que son esos mismos logros
inéditos en la historia de la humanidad los que servirán para sepultarlo. Bien, tal vez las
cosas no se hayan desarrollado exactamente como Marx las preveía –o las deseaba-. Pero
en lo esencial no podemos decir que se haya equivocado demasiado: basta echar una
ojeada a nuestro alrededor, o a las primeras planas de los diarios, para advertir cómo,
habiendo empezado bien desde arriba , el capitalismo ha terminado descendiendo –y
arrastrándonos a todos en su caída- al más abyecto de los infiernos: ¿cuánto más se
puede bajar?
¿Y al revés? ¿Puede aplicarse asimismo el enunciado de Welles a las revoluciones que
intentaron acelerar (y me temo que tendré que volver sobre esta idea de “aceleración”)
esa caída al mismo tiempo planteando una alternativa, y que porque “fracasaron” es que
la lenta agonía capitalista se nos hace ahora insoportable, y presentimos que el final será
más el de un suspiro hediondo que el de una gloriosa explosión, para parafrasear el
canónico verso de Eliot?
Pero, claro, la pregunta supone que esas revoluciones efectivamente fracasaron , puesto
que no obtuvieron los objetivos que se proponían; y entonces nos hemos vuelto a enredar
en el sentido común de una moral del éxito, en la instrumentalidad “resultadista”, para
decirlo con el lenguaje futbolístico, y hemos olvidado la ética y la épica del proceso de
lucha . Nos hemos olvidado, quiero decir, de “los que triunfan al fracasar”. Porque, ¿y si la
2
pregunta pertinente fuera por si, a pesar del “fracaso”, no fue el esfuerzo lo que
constituyó la marca indeleble de un deseo que debiera insistir, sobre el cual no
debiéramos ceder, sobre el cual reconstruir –a riesgo que se nos tilde de “voluntaristas”-
un nuevo imaginario revolucionario ? Aquí podríamos pensar en todavía otra frase, por
cierto no de algún revolucionario ultraizquierdista, sino de un extraordinario escritor
católico-conservador, Gilbert K. Chesterton, cuando dice:
“Las causas perdidas son precisamente las que podrían haber salvado al mundo”.
Habrá que volver, también, sobre qué significa el sintagma causa perdida . Digamos, por
ahora, que tal vez necesitemos volver a perder la causa para seguir alimentando el deseo .
Se trata, en último análisis, de con qué lógica histórica nos manejamos. Si decimos que
las revoluciones del pasado finalmente fracasaron , nos deslizamos insensible pero
firmemente hacia la concepción de la revolución como algo del pasado . Y el pasado, como
reza la jerga juvenil de mi país, “ya fue”. Esta ha vuelto a ser hoy, en los tiempos post , la
ideología dominante: para citar otra expresión muy argentina, lo que tenemos “es lo que
hay”, y ya está: congelando el pasado, asesinamos todo proyecto de futuro, lo que nos
queda es el presente eterno. La filosofía lineal, evolutiva y “progresiva” de la historia,
tanto como el puro “presentismo” postmoderno, no están en condiciones de asumir la
idea de repetición -ni siquiera como “farsa”- ni mucho menos la de un retorno de lo
reprimido . Volveré inmediatamente sobre esto, pero permítaseme introducir una
cuestión ulterior (y, creo, complementaria). Una de las razones –y no de las menores- que
se aducen para tal “fracaso” de las revoluciones, es la de su “bastardización” por parte de
una dirigencia despótica y corrupta, que utilizó el poder que les dieron las revoluciones
para consolidar sus propios intereses de “nueva clase” burocrática, incluso a veces
provocando masacres a gran escala, y así: en fin, todo eso que se conoce bajo la etiqueta
global de “estalinismo”, o más ampliamente, lo que Toni Negri ha hecho célebre con el
etiquetado de la defensa del poder constituido de las instituciones contra el poder
constituyente de las multitudes. Se sabe cuáles son los argumentos más habituales que se
esgrimen (incluso, y quizá sobre todo, desde el “progresismo” de centroizquierda, más o
3
menos socialdemocrático-liberal) contra todo “imaginario revolucionario”, y que llevarán
a acusarlo de indefectiblemente “totalitario”: básicamente, ese “imaginario” conlleva un
utopismo omnipotente que pretende hacer entrar la realidad compleja y múltiple de las
sociedades en un esquema preconcebido de la “mejor” sociedad; como la realidad
indefectiblemente se resiste a ese forzamiento, se tilda a la realidad misma de
“reaccionaria”, y se está dispuesto a ejercer sobre ella la violencia que sea necesaria para
hacerla “entrar en razón”, adecuarse al Imaginario fundacional de la vanguardia
revolucionaria: esa obcecación ha conducido siempre, más tarde o más temprano, al reino
del Terror (jacobino, estalinista, el de la Revolución Cultural china, el de Pol-Pot, y siguen
las firmas). Etcétera, etcétera.
No pretendo decir que no haya un “momento de verdad” en ese argumento –como lo hay
en todo enunciado ideológico, que sin ese “momento verdadero” no tendría la más
mínima eficacia-. El problema con él, sin embargo, es que, como se dice vulgarmente,
arroja el niño con el agua de la bañera. El núcleo del Imaginario revolucionario –el deseo
de una transformación radical de todo lo existente- es condenado en nombre de sus
efectos, del mismo modo que el “fracaso” de las revoluciones se usa como argumento en
contra de su necesidad . Por supuesto que, a su vez, en nombre de las revoluciones se han
cometido los crímenes más indefendibles, que deben ser condenados incondicionalmente.
Pero ¿es esa una razón suficiente para condenar también la idea misma de revolución? ¿o
lo es, más bien, para pensar de nuevo -“interminablemente”, por así decir- las
determinaciones concretas y prácticas del Imaginario deseante de la revolución –
empezando, claro está, por el mismo concepto del “Sujeto omnipotente” en que
estuvieron fundadas las revoluciones “realmente existentes”-? Como veremos más
adelante, lo que se juega en este hiato es una cierta dialéctica de la repetición (del deseo)
y la diferencia (de la no-realización plena, que permite al deseo re-comenzar ). Digamos,
por ahora, que el rechazo horrorizado de los liberales hacia la “catástrofe” revolucionaria
nos deja indemnes ante la catástrofe permanente del mundo en que vivimos. El reino del
Capital mundializado, tal como lo conocemos hoy, es el imperio del Terror cotidiano y
“normalizado”: cientos de millones de hombres, mujeres y niños viven “naturalmente”
4
bajo la amenaza –para muchos de ellos efectivizada a diario- del bombardeo
indiscriminado, el genocidio, el hambre, las pestes, la marginalidad, la exclusión o la
persecución. Como ya lo decía Benjamin en la década del 30, para los vencidos de la
Historia ese perpetuo estado de excepción es la “normalidad”. Por otra parte, el Terror
“revolucionario” de las revoluciones del pasado podría entenderse al revés de cómo lo
hacen las interpretaciones más o menos liberales: a saber, como producto de
movimientos que no fueron suficientemente revolucionarios . Los jacobinos, como ala
izquierdista radical de la burguesía , no llegaron hasta el cuestionamiento de la propiedad
privada; el estalinismo, representante de la nomenklatura burocrática del PCUS, no llegó
a cumplir –y más bien se esforzó por no cumplir- consecuentemente con el programa
implícito en el “Todo el poder a los soviets”; la Revolución Cultural china no fue hasta el
fondo en su pretendida “limpieza” antiburocrática; y así sucesivamente. Todos esos
movimientos se detuvieron antes de alcanzar una auténtica radicalidad de su impulso
originario, y entonces lo que podríamos llamar su pulsión “purificadora” se volvió, como si
dijéramos, hacia adentro del propio movimiento. Su Terror fue, en verdad, un síntoma de
impotencia , de retroceso ante una potencial recreación del poder constituyente de las
masas. Como solía decir Freud, el autoritarismo sólo puede surgir como compensación
“perversa” ante la ausencia de auténtica autoridad .
Pero entonces, volvamos un poco a la dialéctica poder constituyente / poder constituido
de Negri. Es una hipótesis que, por otra parte, ya puede encontrarse mucho más
tempranamente en ese problemático ensayo de Walter Benjamin titulado Para una Crítica
de la Violencia 3, cuya tesis central es que lo que el poder constituido teme realmente de
las revoluciones, no es tanto su aspecto violento y transgresor del Orden, cuanto el hecho
de que allí la potencia de la multitud de la que ya hablaba Spinoza es tendencialmente
creadora de juridicidad , es decir, apunta a instaurar una Ley alternativa a la vigente y
concebida como verdaderamente Universal, contra el particularismo disfrazado de
universalidad de la Ley actualmente imperante. No sin (sus) razón(es), Derrida atribuye a
3 En Angelus Novus , Barcelona, La Gaya Ciencia, 1971
5
esta idea benjaminiana que acentúa el carácter fundacional de Ley del acontecimiento
revolucionario, una naturaleza mística :
“El discurso encuentra ahí su límite: en sí mismo, en su poder realizativo mismo. Es lo que
aquí propongo denominar (desplazando un poco y generalizando la estructura) lo místico.
Hay un silencio encerrado en la estructura violenta del acto fundador. Encerrado,
emparedado, porque este silencio no es exterior al lenguaje” 4
Bien, puede ser. Pero –si puedo atreverme a corregir ligeramente a Derrida- ello es al
precio de “desplazar mucho” y de “generalizar demasiado” la “estructura” de lo místico (y
“estructura” es un bien extraño término para hablar de “lo místico”). El misticismo es una
negación del poder del lenguaje, de lo simbólico –aunque fuera como “emparedado”-:
¿Cómo podría, pues, generar Ley? Palabras como “teológico” o “sagrado” (frecuentes en
Benjamin, al contrario de lo que sucede con “místico”), en cambio, aluden a
discursividades vinculadas al orden de lo público –es decir lo político -, y no al de la
experiencia subjetiva radicalmente “incomunicable”. Otra cosa es el acontecimiento
“fundacional” que, si en ocasiones puede adquirir una forma “violenta” –algo que parece
atemorizar seriamente a Derrida-, busca contraponer ese momento inaugural a la Ley
imperante como violencia permanente de lo “instituido”. Y si esto sigue triunfando, dice
Benjamin en las Tesis sobre la Historia , ni los muertos van a estar a salvo.
Esto le ha permitido a Jacob Taubes hablar de un cierto “paulismo” benjaminiano, por el
cual la transgresión de la Ley social-particular abre el camino “revolucionario” de la Ley
Universal del Amor, que denuncia que lo que hoy pasa por Ley y Orden no es tal, sino la
racionalización del desorden y la ausencia de Ley de la voluntad “particular” de los Amos
(algo muy semejante, curiosamente, a lo que decía Marx cuando se refería a la anarquía
de la Ley del Capital). En la línea de un renovado interés por la figura de Pablo de Tarso
que se ha producido en cierto pensamiento de la izquierda “filosófica” en los últimos
tiempos (pienso en autores como Badiou, Agamben, Esposito, el propio Zizek), Taubes,
quizá el menos “izquierdista” de todos ellos, inscribe a Benjamin en una “teología política”
4 Derrida, Jacques: Fuerza de Ley. El “fundamento místico de la autoridad” , Madrid, Tecnos, 1997, pág. 33
6
radicalmente revolucionaria , alternativa a la teología política “conservadora” de un Carl
Schmitt o, en otro sentido, un Leo Strauss 5. La diferencia básica, esquemáticamente
planteada, es que si bien ambas son teologías políticas apocalípticas , para Schmitt se
trataría de retardar lo más posible la desembocadura del final mesiánico, mientras para
Benjamin se trataría de acelerarlo 6. Paradójicamente, como en seguida veremos, esa
aceleración del tiempo “mesiánico” requiere un retorno, no digo al , sino del pasado
(“retorno”, me apresuro a aclararlo, no es siempre recuerdo ni memoria , como tanto se
insiste desde hace un tiempo; para poder reagrupar el deseo a veces es imprescindible
olvidar el “fracaso”… y permitir que retorne la voluntad de esfuerzo, el esfuerzo de
voluntad).
Porque lo que está en juego aquí, en la idea de “aceleración”, no es solamente una
concepción “revolucionaria” de la Ley , sino asimismo –y quizá como momento de aquella-
una concepción de la temporalidad histórica producida por el horizonte del Apocalipsis
revolucionario.
Benjamin es, en efecto, uno de los pensadores del siglo XX que con mayor potencia nos
enseña a pensar la historia de las revoluciones según una temporalidad otra que la de ese
desarrollo lineal y “progresivo” que él denomina la historia de los vencedores ,
vencedores entre los que podríamos incluir a aquéllas “camarillas” burocráticas
usufructuadoras del poder revolucionario generado por las masas. Esa otra temporalidad,
la de los “vencidos” de la historia, no es un tiempo “homogéneo y vacío” –como el tiempo
del “progreso” de los vencedores- sino una historia intermitente, espasmódica,
5 Cfr. Taubes, Jacob: La Teología Política de Pablo , Madrid, Trotta, 2007
6 Esta diferencia irreductible parece pasársele inadvertida a Derrida, quien todo el tiempo parece querer acercar a Benjamin y Schmitt, como queda meridianamente claro cuando dice: “Su momento mismo de fundación o de institución nunca es por otra parte un momento inscripto en el tejido homogéneo de una historia, puesto que lo que hace es rasgarlo con una decisión”. Pero Benjamin, estrictamente, no es un “decisionista”, al menos en el sentido schmittiiano: sigue siendo lo suficientemente “materialista histórico” como para no descuidar que la interrupción “apocalíptica”, que en efecto no se inscribe en “el tejido homogéneo de una historia” (por definición, ya que para Benjamin la historia no es “tiempo homogéneo y vacío”, sobre lo cual en seguida abundaremos), no por ello pertenece menos a la historia del capitalismo , y por lo tanto no puede ser una “decisión” arbitraria y sin fundamentos, en definitiva abstracta (incluso formalista , como la ha llamado Zizek), como para Schmitt..
7
fragmentaria, hecha de regresiones tanto como de avances, a menudo subterránea e
invisible. Y, sobre todo, es una historia que no puede ser pensada como puro pasado ,
como lo que “ya fue”, sino al contrario, como lo que cada vez vuelve a ser , lo que gracias
al “olvido” se repite como novedad -para recurrir a la paradójica fórmula de Kierkegaard -
o, recordando las célebres palabras de las ya citadas Tesis sobre la historia, lo que “se
recupera tal como relampaguea hoy, en este instante de peligro”. La palabra instante -
también de cuño kierkegaardiano-, que Benjamin suele reescribir como instante-ahora , el
del Acontecimiento (también en el sentido de Badiou, aunque quizá menos “contingente”)
que re-anuda los fragmentos retornantes del pasado, esa palabra debería retener nuestra
atención: es el momento de articulación del universal-singular , en el cual los fragmentos
de la historia, sin perder su irreductible e inconmensurable particularidad, se condensan
en una constelación , en una “imagen dialéctica”, en un destello “relampagueante” que
ilumina fugazmente pero con claridad mesiánica la Totalidad.
El lenguaje teológico-mesiánico de Benjamin no es una mera metáfora poética –que
también lo es, y literariamente muy rica-: él realmente cree en la pertinencia
revolucionaria de una articulación entre teología y marxismo, así como lo creen, cada uno
a su manera, otros pensadores de la izquierda “occidental” de la época como Ernst Bloch,
Alexandre Kojéve o el último Max Horkheimer (y la coincidencia “epocal” con un
reverdecer de la teología política “de derechas” en los ya nombrados Heidegger, Strauss o
Schmitt –que permite un curioso “diálogo” entre los “extremos”, como se da en los casos
Benjamin / Schmitt, Heidegger / Lukács, Kojéve / Strauss, Schmitt / Taubes, etcétera,
intercambios a menudo mediados por la llamada teología de la crisis de Karl Barth- es un
capítulo de la historia reciente del pensamiento filosófico-político aún poco explorado).
Pero, justamente, esa “articulación” teología / marxismo “apocalípticos” no debiera
hacernos olvidar que una acepción central, en Benjamin, para significantes como
mesianismo , o apocalipsis , o catástrofe , es el concepto de revolución . Es decir, en
lenguaje benjaminiano: una interrupción de la Historia –entendida como la linealidad del
“progreso”- en la que se recuperan las “ruinas” fragmentarias del pasado en un instante-
ahora de plena “redención” de los vivos y de los muertos: una inédita dictadura de las
8
“víctimas” , por así decir (como quien dice “dictadura del proletariado”), que significa un
re-comienzo de la Historia. O, quizá, como hubiera dicho Marx, un verdadero comienzo,
por el cual el “reino de la libertad” dejara atrás el “reino de la necesidad” de la pre –
historia.
Desde ya, Marx no hubiera utilizado nunca el vocabulario teológico y mesiánico de
Benjamin. Aunque, a decir verdad, no es que esté totalmente ausente del discurso
marxiano, aunque fuera por la negativa , o, por así decir, en hueco : desde sus escritos
tempranos insiste en que la crítica de lo político debe tomar como matriz la crítica de lo
teológico (como se ve, Marx establece esa relación casi un siglo antes que Carl Schmitt);
su famoso análisis del fetichismo de la mercancía (en el Capítulo I de El Capital ), recurre a
un concepto plenamente teológico (“fetichismo”) establecido por los misioneros
portugueses en África desde fines del siglo XVII; en varios de sus escritos bautiza al
capitalismo como la religión de la mercancía. Y así podríamos seguir con los ejemplos. Por
supuesto, en Marx sí se trata de metáforas, generalmente con intención sarcástica
(aunque no por ello hay que menospreciar el hecho de que haya elegido precisamente
esas metáforas: como muchos autores, incluso marxistas, han señalado, hay una suerte
de “otra cara” mesiánica en la cientificidad de Marx). Una diferencia sustantiva con
Benjamin es que, en Marx, el Imaginario revolucionario apela a la dimensión del futuro
antes que a la del pasado : como lo expresa en el XVIII Brumario , la revolución extrae su
poesía (la palabra es del propio Marx) del futuro, no del pasado; y, como ya lo
recordamos, allí donde Benjamin, en las Tesis…, convoca a “redimir a los muertos”, Marx,
siempre en El XVIII…, exhorta a que “los muertos entierren a los muertos”, y nos
saquemos de encima esas famosas “generaciones de muertos” que “oprimen como una
pesadilla el cerebro de los vivos” 7. Como es obvio, se trata no sólo de dos sensibilidades,
sino de dos momentos históricos radicalmente diferentes: para parafrasear una famosa
frase de Gramsci, Marx escribe al calor del optimismo de la voluntad de, por ejemplo, la
“primavera de los pueblos” de 1848, mientras Benjamin escribe a la luz heladamente
siniestra del nazismo de la década del 30, culminación horrorosa de la derrota de la
7 Cfr., en cualquiera de sus ediciones, la primera página de El XVIII Brumario de Luis Bonaparte
9
“primavera” revolucionaria europea; ¿es de extrañarse que los muertos ocupen un lugar
alegóricamente opuesto en uno y otro?
Y sin embargo, ¿es realmente tan opuesto? Después de todo, si Benjamin convoca a los
“muertos”, es para redimirlos -para que, justamente, dejen de ser una “pesadilla” sobre
los vivos, y contribuyan a la ruptura hacia el futuro “mesiánico”-; y si evoca las “ruinas” de
“la historia de los vencidos”, es para “recuperarlas tal como relampaguean en este
instante de peligro”. Es decir –y ya lo hemos sugerido lateralmente-: el pasado tiene en
Benjamin una función que no nos animaríamos a designar como “instrumental”, pero sí, al
menos, como dúplice , en el sentido de que es usado con fines distintos –incluso
contrarios- de los que aparecen a primera vista.
¿Y no es ese, asimismo, el lugar que asigna Adorno a lo que llama el momento de verdad
de la obra de arte? A saber, el lugar “utópico” de una paradójica memoria anticipada por
la cual la “promesa de felicidad” de la obra de arte anuncia lo que podría ser una
“realidad reconciliada”… si la realidad no fuera lo que es 8. Hay que subrayar: de la obra
de arte, y no del arte como tal. Recordemos la famosa primera frase de la Teoría Estética :
“Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su
relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia”. 9
No es un enunciado precisamente sencillo de digerir. Con un gesto típico (en él), Adorno
empieza por postular la negatividad de toda evidencia sobre el arte. El arte sólo puede
ser experimentado en tanto in-evidencia , en tanto ausencia de su “relación con la
totalidad”, pero ausencia que no por ello le otorga una existencia “en él mismo”, un en-sí
de autonomía plena respecto del mundo. Contra lo que una lectura apresurada podría
inducir, Adorno no es un cultor, menos aún un defensor, de la autonomía del arte .
“Arte” es un concepto , no una materialidad concreta; si fuéramos a hacerlo coincidir con
8 Cfr. Adorno, Theodor W.: Teoría Estética , Madrid, Taurus, 1991
9 Ibid, pág. 6
10
esta última, estaríamos irremediablemente atrapados en ese pensamiento identitario que
es la ideología dominante de la moderna sociedad de clases, y desde luego de la lógica
instrumental de la industria cultural. Es imposible, no digo comprender, sino siquiera
acceder al recinto laberíntico de la teoría adorniana del arte, sin tomar en cuenta que el
fundamento de ese edificio es la oposición entre arte y obra de arte . La negatividad y la
no-evidencia del arte está señalada, pues, por la singularidad del “momento autónomo”
de una obra, que impide su identidad con la totalidad del concepto “arte”, a la cual no
obstante alude, como si dijéramos, in absentia . La relación de no-identidad entre la obra
y el concepto de “arte”: eso es, en Adorno, el arte . ¿Se ve el paralelo con la postulación
benjaminiana sobre la oposición entre la singularidad de cada fragmento de la historia de
los vencidos y la no-identidad con la historia de los vencedores, a la que sin embargo, y
por ello mismo, “ilumina” en el instante-ahora ? ¿Y asimismo el paralelismo con la obra de
arte como interrupción (simbólicamente “violenta”, desde ya) de la Ley instituida por la
“institución-arte” y la instituyente nueva Ley “soberana” de la obra?
Aunque todavía confusamente, tal vez esto contribuya a poder pensar la otra cláusula del
enunciado de Adorno que emerge como un escándalo (en el sentido etimológico de la
palabra scandalum : la piedra con la que tropezamos una y otra vez) y que, repitámoslo,
preside un libro llamado nada menos que Teoría Estética : a saber, que el arte –de nuevo,
al igual que la Historia, o que la Ley instituida- no tiene siquiera garantizado su derecho a
la existencia.
Desde ya, no es la primera vez que en el pensamiento de la modernidad se pone en
entredicho la pretendida “eternidad” del arte como tal. Mucho antes de Adorno lo ha
hecho Hegel en su propia Estética : allí, como es sabido, el arte está destinado a disolverse
en la culminación de la auto-conciencia del Espíritu Absoluto que se llama Filosofía . Si
Baumgarten y Kant, cada uno a su manera, habían creído poder fundar la especificidad
autónoma de la experiencia estética, apenas medio siglo después Hegel dinamita esa
pretensión llevando hasta las últimas consecuencias las premisas idealistas de las que
habían partido sus antecesores.
11
Pero ya sabemos que no es esto en lo que está pensando Adorno. O mejor –tratando de
no olvidar las lecciones de la Dialéctica Negativa -, si está tratando de pensar esto, incluso
con esto, es para usarlo contra “esto”. Por un lado, la intervención de Hegel ya no tiene
vuelta atrás: una vez que la supuesta eternidad del arte se ha historizado , aunque sea en
términos de una en principio idealista historia de la Razón, sería intelectualmente
deshonesto ignorar ese movimiento destructivo , como si nada hubiera ocurrido. La
Historia –incluida la de las revoluciones: para Hegel, fundamentalmente la Francesa- ha
entrado en el arte por derecho propio, y no es con un encogimiento de hombros que
volveremos a tranquilizarnos con su expulsión.
Por otro lado, sin embargo, Adorno no olvida que si Hegel ha podido llevar a cabo esa
“destrucción” del arte , es porque su dialéctica contiene el momento de negatividad
crítica , el “particular concreto” que desmiente la soberbia huecamente totalizadora del
“universal abstracto”. Y ya se sabe que será parándose en ese peldaño de la dialéctica
hegeliana que Adorno concebirá su propia dialéctica como negativa : como negación
determinada que entra en conflicto irresoluble, casi diríamos trágico , con la Afirmación
“imperialista” del Concepto. El arte , sin duda, puede ser “superado” en tanto pura Idea;
pero no lo será por otra Idea superior, sino, para decirlo brutalmente, por sus propios
objetos singulares, materiales. Es decir: por las obras de arte. O, con más precisión: por
los momentos de autonomía expresiva de ciertas obras de arte, que si bien no podrían
prescindir de su confrontación con el Concepto, no pueden ser reducidos a él:
representan esa “insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto” que ya
invocara el joven Lukács.
Esto no significa en absoluto –como también se ha malentendido a veces- que para
Adorno la reflexión sobre la obra de arte sea un sustituto para la filosofía. Al contrario: es
el momento heterogéneo al propio pensamiento, que lleva al pensamiento más allá de sí
mismo, al encuentro con su “otro”, con su límite , pero también con su apertura a la
alteridad; ya decía Kant –a quien sin duda Adorno regresa, pero desde este lugar otro –
que el pensamiento debe tener barreras para poder ver lo que hay más allá de ellas. Pero,
dialéctica obliga. Lo contrario también es simultáneamente verdadero: para poder
12
constituirse en esa “barrera” de negatividad ante el Concepto, la obra tiene que ir más
allá del arte, tiene que trascender su condición de pertenencia al concepto y a la
“institución” Arte, para apuntar a un “contenido de verdad” trans-estético ,
“comprometido” con el mundo circundante.
No tengo tiempo aquí (aunque tuviera la competencia) de extenderme sobre las
complejidades de la diferencia entre la noción de compromiso en, digamos, Sartre –que
Adorno recusa tan virulentamente, y hay que decir que no siempre con justicia- y la que
puede desprenderse de la dialéctica negativa aplicada al arte. Baste decir que ese
compromiso es en Adorno un efecto objetivo del momento autónomo de la obra, y no
necesariamente de la “conciencia” del artista: yendo más allá de la mera apariencia
estética hacia su “contenido de verdad”, la obra se “compromete” también
negativamente con un mundo que quisiera reabsorberla en la armonía reconciliada del
Concepto: según otro enunciado célebre, la obra es el producto anti-social de la sociedad ,
es la singularidad anti-cultural de la Cultura . Al igual que lo haría una revolución fundada
en la Tesis XI de Marx sobre Feuerbach, la obra de arte niega la realidad existente para
poder “penetrarla” mejor, transformándola con sus efectos de verdad .
Ahora bien: la trans-esteticidad de la obra (que debiera liquidar definitivamente toda
“estetización” del mismo arte, y no sólo de la política en el sentido de Benjamin) implica
un afuera del arte que no obstante no anula su momento de autonomía, sino que lo
requiere como función negativa de su no-identidad mimética. En la Teoría Estética , es
cierto, puede leerse lo siguiente:
“Allí donde el arte se experimenta en forma puramente estética, deja de ser
experimentado incluso estéticamente”.
Pero entonces –y nuevamente, dialéctica obliga-, esa última cláusula, la que reza “ incluso
estéticamente”, autoriza el reverso del enunciado: allí donde el arte es experimentado
solamente de manera trans-estética, en la aprehensión de su “contenido de verdad”, este
también se pierde en el mundo. Se trata entonces de trascender la expresión estética
desde ella misma, para que el “contenido de verdad” pueda ser aprehendido en el mundo
13
usando la obra como mediación, como negación determinada del propio mundo que es él
mismo la negación determinada del arte “puro”. Homólogamente, la potencia del deseo
revolucionario no se limita a disolverse en la nueva Ley que ella genera, sino que se
monta sobre ella para mantenerse en movimiento, y con él a la Ley misma: eso, en una
época, se llamaba revolución permanente .
Bien. Pero, ¿cuál mundo? ¿Qué es, estrictamente, ese “mundo” tendiendo hacia el cual
la obra puede expresar su contenido de verdad trascendiendo la expresión estética sin
por ello renegar de ella? La magna ironía del mundo tardo-capitalista de hoy es que –
mediante esa supresión de la diferencia tradicionalmente “burguesa” entre arte “alto” y
arte “bajo” que Adorno y Horkheimer identifican con la Industria Cultural, y que llegará a
su culminación con el postmodernismo, la “lógica cultural del capitalismo tardío” de
Fredric Jameson-, mediante esa supresión, pues, la burguesía ataca su propia tradición.
De manera homóloga a como el capital financiero atenta contra las bases productivas
históricas del capitalismo, la industria cultural “burguesa” mina sus propios fundamentos
de diferenciación estética, trabajosa y magníficamente construidos en su etapa de
ascenso. Con todas las mediaciones y complejidades que se quieran, la liquidación
simultánea del arte burgués y la cultura popular acompañan la licuación del capital
productivo, y la crisis del capital clásico es también la crisis del arte. El capitalismo de hoy
también se mueve rápido; ya no consiste tanto en sus “estructuras” más o menos fijas
como en sus sucesivas auto-liquidaciones : él también está acelerado , probablemente
hacia su auto-liquidación final, que será asimismo la nuestra, salvo que a nuestra vez
aceleremos… en otra dirección, una dirección “revolucionaria”. ¿Y el arte? nueva
realización sarcástica: tal como lo pretendían las vanguardias históricas –y, en otro
sentido, también Walter Benjamin, con su matizada y ambivalente celebración de unas
técnicas de reproducción estética liquidadoras del aura del arte tradicional- el arte, en
efecto, ha quedado “disuelto en la vida”. Pero se trata, claro, de la vida abyectamente
alienada y humillada, la “vida dañada” del capitalismo tardío.
Frente a ese “daño” –que hoy podría ser enfermedad terminal- los jirones paralelos del
deseo revolucionario y de la creación de lo particular-sensible en el arte buscan recuperar
14
el “instante de peligro” que les devuelva su voz a los “vencidos” (las obras de arte son los
“vencidos” de la Institución-Arte de la industria cultural, si se me permite esta analogía),
recuperar pues el momento de verdad, el universal-singular que abra las orejas a esa voz.
La palabra “voz” no es inocente: implica la pulsión invocante por la cual los fantasmas
tartamudos del pasado pudieran articularse en un retorno de aquel imaginario
revolucionario. Es indudablemente sintomática la obsesión con la cual, en las dos o tres
últimas décadas, las diversas variantes de un “progresismo post ” (los estudios culturales y
de género, la teoría post-colonial, etcétera) se interrogan por las aporías de cómo darle
“su voz al Otro”. Eso sólo es todo un testimonio, entre dramático y patético, de cuánto
trabajo nos está costando fracasar nuevamente, “volver a empezar desde el principio”
como diría Zizek. Quiero decir, pensemos en la pregunta ya canónica de Gayatri Spivak:
¿Puede hablar el subalterno? ; una pregunta que muchos, desde el campo del arte
“multiculturalista” de hoy, replican con su propia pregunta implícita, algo así como:
¿Puede ser representado el Otro? . Son preguntas que jamás se nos hubiera pasado por la
cabeza hacer –que directamente no hubieran tenido ningún sentido- en, digamos, la
década del 60. En ese momento el “subalterno”, “el Otro” (el proletariado combativo, el
revolucionario anticolonial, el guerrillero tercermundista, el Pantera Negra
afroamericano, el campesino cubano o argelino) no estaba ciertamente esperando que le
diéramos su voz -ni que lo “representáramos”-: simplemente la usaba para gritar con
todo el cuerpo, a veces el dedo en el gatillo o las manos en los adoquines, por si su Palabra
no era suficiente. Como dijo oportunamente Sartre –y volveré sobre este nombre-
hablaban entre ellos por encima de las cabezas de los Amos, despreocupándose de que
estos los “comprendieran”. Un intelectual “comprometido”, a lo sumo, podía tratar de
practicar lo que, en esa década del 60, el antropólogo italiano Ernesto de Martino
denominaba “etnocentrismo crítico” 10: es decir, una forma auto–crítica de “tomar
conciencia” –como se decía entonces- de que estábamos hablando por ellos, pero no en
lugar de ellos, puesto que ellos no nos estaban pidiendo hablar: lo hacían por sí mismos.
10 De Martino, Ernesto: Furore Simbolo Valore , Milano, Feltrinelli, 2002
15
Muchos intelectuales y artistas europeos, ya a partir de la posguerra y más
profundamente en la década del 60, entendieron esto. La mayoría fueron tributarios de
una suerte de fascinación -una “identificación imaginaria”, en el sentido vulgar- con las
rebeliones del “Tercer Mundo”, los marginales, los “periféricos”, etcétera. No siempre
lograron sustraerse a lo que ya por entonces Glauber Rocha, el gran cineasta brasilero,
llamó “los exotismos formales que vulgarizan problemas sociales”, la “nostalgia del
primitivismo”, transformando las “vergüenzas nacionales” (sigo citando a Rocha) en “un
extraño surrealismo tropical” 11. Estos sarcasmos críticos tienen un gran interés teórico-
político: apuntan al a menudo irresoluble conflicto que se presenta cuando –para decirlo
más o menos hegelianamente- se intenta subsumir el particular concreto de la cultura
“ajena” en la generalidad del universal abstracto de las formas filosóficas o estéticas
establecidas (es decir, occidentales), proyectando sobre ellas –para abusar de una noción
que hizo famosa Edward Saïd mucho después- una suerte de orientalismo de izquierda .
Lo que está allí en juego (y me temo que siga estándolo en los debates actuales sobre el
multiculturalismo, las “diferencias” y demás) es el clivaje , imposible de suturar, entre el
Yo y el Otro, o, en otro pero homólogo registro, entre la cultura propia y la im-propiedad
-para mí- de la cultura del Otro, clivaje que sólo una (fallida) interpelación ideológica al
Otro puede imaginarse superar.
Hubo, sin embargo, algunos intelectuales y artistas europeos que supieron hacerse cargo
del dilema, y buscaron –con mayor o menor éxito- mantenerse en equilibrio inestable
sobre esa cuerda floja, apoyándose en formas de ese universal-singular que les
permitieran recuperar el “instante de peligro” revolucionario, al mismo tiempo dejando
hablar al Otro sin pretender prestarle su propia voz. Me voy a referir brevemente a uno
de ellos que por distintas razones me resulta especialmente apreciable, Jean-Paul Sartre.
El problema de qué hacer con la mirada del Otro es una obsesión permanente en la obra
filosófica, ensayística y ficcional de Sartre, desde El Ser y la Nada , pasando por la
(in)famosa afirmación sobre el Otro como “infierno” en A Puertas Cerradas , hasta,
11 Rocha, Glauber: “Estética del Hambre” , en Glauber Rocha. Del Hambre al Sueño. Obra, Política y Pensamiento , Buenos Aires, Museo MALBA, 2004
16
digamos, el celebérrimo prólogo a Los Condenados de la Tierra de Fanon (al cual por
cierto se refiere tácita pero insistentemente Glauber Rocha). No tengo tiempo aquí de
especular sobre las transformaciones que sufrió a lo largo de esa obra compleja la idea del
“Otro”, que en mi hipótesis fue progresivamente politizándose hasta alcanzar verdadero
estatuto de teoría revolucionaria en su intervención sobre el texto de Fanon. Quisiera sí,
detenerme un poco en un momento relativamente temprano, ese otro prólogo titulado
“Orfeo Negro” que en 1947 introduce la primera antología de poetas negros (africanos y
afroantillanos) compilada por Leopold Sedar Senghor 12. Ya allí Sartre explicita nítidamente
su “apuesta pascaliana” por las revoluciones anticoloniales de lo que entonces se llamaba
“Tercer Mundo”, y lo hace no sólo en términos políticos, sino artísticos y poéticos (aunque
ciertamente para Sartre estos tres registros son estrictamente inseparables). En ese texto
Sartre usa profusamente el concepto de négritude de Aimé Césaire, el extraordinario
poeta negro de la colonia francesa de Martinica, que a finales de los años 30, en Paris,
había lanzado esa idea polémica, proponiendo el significante negritud como afirmación
del derecho a un arte, una literatura y una identidad cultural africanas y antillanas contra
la cultura europea del neo-colonialismo y la supremacía blanca. El argumento básico de
Césaire es que hay una manera específicamente negra de escribir poesía que es
irreductible y aún intraducible, y que no tiene que ver tanto con los contenidos
“temáticos” como con unas idiosincrásicas gramática, sintaxis, lexicografía y ritmo , todas
ellas absolutas singularidades que resisten su “colonización” por una cultura europea
pretendidamente “universal”.
Césaire fue virulentamente criticado por esta tesis. Incluso muchos intelectuales
“progresistas” lo acusaron de pretender generar una suerte de exclusivismo invertido, si
no directamente de “racismo al revés”, y de proponer la Utopía de un retorno imposible a
la “Madre África” para los antillanos negros. Sartre adopta una posición totalmente
distinta. Comprende que el concepto de negritud es sin duda un argumento
ideológicamente “defensivo”, un poco en el sentido de lo que mucho después Spivak
12 Sartre, Jean-Paul: “Orfeo Negro”, en Colonialismo y Neocolonialismo , Bs As, Losada, 1965
17
llamará esencialismo estratégico 13. Pero es también un nuevo tipo de pensamiento
poético-revolucionario , que tiene la ventaja política de cuestionar de facto las
pretensiones europeas a la superioridad “universal” de su literatura, sin necesidad de
esquematizarlo en forma panfletaria. Y asimismo entiende correctamente, porque lee a
Césaire, como se dice, a la letra , que no hay tal utópico “regreso a África”; de lo que está
hablando Césaire es del triángulo atlántico (Europa / África / América) del comercio
esclavista colonial, comercio que –como ha demostrado exhaustivamente Robin Blackburn 14- fue el acta de fundación de lo que Samir Amin ha denominado la mundialización de la
ley del valor del Capital . Y Sartre advierte algo más, quizá aún más complejo y más
profundo: puesto que el debate había sido lanzado en Francia por un grupo de
intelectuales de las colonias asimismo educados en Francia (al igual que Fanon, por otra
parte también martiniqués), el concepto de negritud era una manera que había
encontrado “el Otro” de hablar “por sí mismo”, en cierto modo de perseverar en su sí-
mismo “triangular”, en el interior del “territorio enemigo”. Y, para peor, no se trataba de
un diálogo . Ya hemos aludido, al pasar, algo que Sartre dice en su prólogo: “Debemos
reconocer que estos poetas no nos están hablando a nosotros (refiriéndose a los blancos
europeos), sino que hablan entre ellos sobre nuestras cabezas”. Es desde el punto de
vista –o mejor, ya que de Sartre se trata, es desde la mirada – de estos “otros” que
adquiere toda su dimensión política el enunciado “el infierno son los otros”. Desde esa
mirada, no hay más ambigüedades metafísicas: el “Otro infernal” es el opresor de
cualquier clase: el opresor colonial, racial, de clase, de género. El significante “poético”
negritud ha producido una nítida división del Otro: ahora tenemos el “buen” Otro (el
oprimido) y el “mal” Otro (el opresor); es decir, ha creado sensiblemente , incluso
“cromáticamente”, la escisión “schmittiana” fundante de lo político: amigo / enemigo.
Ahora bien, ya sea que Sartre lo sepa o no, ¿de dónde sale , originariamente, esta
significación del significante “negritud”? Su origen es absolutamente revolucionario , y de
una revolución que supone una inaudita radicalidad. Recordemos: tanto Césaire como
13 Spivak, Gayatri Chakravorty: A Critique of Postcolonial Reason , Harvard University Press, 1999
14 Blackburn, Robert: The Making of New World Slavery , Londres, Verso, 1997
18
Fanon son afro-antillanos . Y las condiciones de posibilidad para ese significante han
aparecido en las Antillas, mucho antes que ellos, en 1804, con el triunfo de la monumental
Revolución Haitiana estallada en 1791. “Monumental”, ciertamente: para empezar, fue la
cronológicamente primera revolución independentista de la América al sur del Río
Grande; segundo, fue por muy lejos la más radical de todas ellas, ya que fue la única en
la que las clases y etnias oprimidas y explotadas por excelencia, los esclavos de origen
africano, tomaron el poder y fundaron una nueva nación (además de ser, dicho sea de
paso, la única revolución de esclavos triunfante en toda la historia de la humanidad). Y
tercero, no fue solamente una revolución política y social, sino también filosófica y
cultural . Como ha mostrado el ya canónico librito de Susan Buck-Morss sobre la cuestión,
la célebre dialéctica del Amo y el Esclavo de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, con
toda su enorme influencia posterior, le debe casi todo a la revolución haitiana 15. Pero hay
algo más, que ha sido mucho menos trabajado. El famoso artículo 14 de la primera
Constitución Haitiana de 1805 emite un muy extraño enunciado: decreta que de ahora en
más todos los ciudadanos haitianos, sea cual fuere el color de su piel, serán denominados
negros .
¿Qué significa esto? En 1789 la Revolución Francesa había proclamado los Derechos
Universales del Hombre y del Ciudadano; pero los esclavos de las colonias habrían de
descubrir muy rápidamente que esa “universalidad” tenía un límite muy particular, y que
ese límite tenía asimismo un color particular: el negro. De manera que en 1791 tuvieron
que lanzar una gigantesca revolución que pagó el precio de 200 000 vidas, y que sólo
después de cinco sangrientos años de la declaración de los Derechos del Hombre, en
1794, logró la anulación de la esclavitud, aunque la lucha por la independencia debió
continuar 10 años más. Que sea la revolución haitiana , y no la francesa por sí sola, la que
logra la emancipación de la esclavitud, tiene un alcance estrictamente inconcebible para
el pensamiento evolucionista eurocéntrico: la revolución haitiana es la que obliga a la
francesa a ser consecuente con sus propias premisas de Libertad / Igualdad / Fraternidad.
Es decir: la revolución haitiana, que se monta sobre los fragmentos “re-anudados” de un
15 Buck-Morss, Susan: Hegel y Haití , Bs As, Norma, 2005
19
mítico pasado “tribal” (el retorno a África, la religión vudú , etcétera) produce efectos más
“modernos” que los iniciales de la mismísima Revolución Francesa.
Esto fue, repitamos, también un gran logro filosófico . El artículo 14 pone en cuestión las
pretensiones de “falsa totalidad” (como la llamaría Adorno) de nada menos que el
acontecimiento europeo más “progresivo” de la época, y por lo tanto de la cultura
occidental como tal. Es como si dijera: “¿Así que somos el Otro particular excluido del
Universal? Y bien, ¡ahora nosotros somos el Universal (todos negros) y ustedes son el
particular excluido (no son haitianos)!”
Y eso no es todo. A lo largo de todo el siglo XIX y luego del XX, hay marcas fuertemente
implícitas –y a veces bien explícitas- del debate sobre la negritud catapultado por la
Revolución Haitiana, en la literatura narrativa, poética y ensayística, en la música, en las
artes plásticas, en el cine, tanto en América Latina y el Caribe como en Europa y los EEUU.
Sería demasiado largo detallar aquí todas esas expresiones. Mencionemos simplemente
que el debate está muy vivo en nuestros propios días. En la huella de Césaire, Fanon y
Sartre, varios de los más significativos intelectuales antillanos (como el poeta y filósofo
Edouard Glissant y el escritor Derek Walcott, Premio Nobel de 1993) han relanzado en las
últimas décadas la polémica a través del concepto de créolité , como una manera más
“balanceada” y “sutil” de pensar las anfibologías y ambigüedades de la relación con el
Otro (una filosofía de la relación es, justamente, el concepto acuñado por Glissant 16).
Ahora bien, “corrección política” aparte, ¿es esta “relativización” del significante negritud
necesariamente una ventaja? Quiero decir: después de todo, como hemos visto, en
Césaire la poesía de la negritud ya tenía una dimensión no lineal sino triangular que
interrogaba críticamente a todo el nuevo universo “Atlántico” que se abrió con la
expansión mundial del Capital mediante la colonización y la “gran industria” del comercio
esclavista; la relación estaba ya ahí, pues, sólo que no se desplazaba su trágica violencia ,
y la connotación fuertemente absolutista de ese significante interpelaba al “universalismo
abstracto” desde una singularidad igualmente absoluta, “soberana”, que, al recuperar
16 Glissant, Edouard: Philosophie de la Rélation , Paris, Gallimard, 2009
20
como primera capa de su sentido el origen radicalmente revolucionario de la palabra,
producía una fractura y un conflicto irresoluble con la pretendida Totalidad.
Hemos visto también que la marca como si dijéramos “en negativo” de ese significante y
de su origen revolucionario atraviesa el arte, la literatura y la cultura de los dos últimos
siglos. Es precisamente ese “momento autónomo” de soberanía absoluta el que hace de
ese significante “colorido”, “cromático” –que tiene detrás de sí el muy radicalmente
particular poder constituyente de las masas esclavas haitianas-, un universal-singular que
concentra, en una benjaminiana constelación de polaridades irreductibles, esas
temporalidades históricas otras que –según decíamos antes- quedaban sepultadas en la
idea de la Historia como lo que “ya fue”. Revolución, arte y tragedia quedan condensadas
en los efectos del deseo de los “condenados de la tierra” de Haití; sólo los absolutamente
excluidos de la “modernidad” podían recuperar para la modernidad, en la historicidad
“eterna” de un “instante de peligro”, el anudamiento de lo que en alguna parte hemos
denominado las tres experiencias fundacionales de lo Humano como tal:
La experiencia de lo político , en el sentido de la creación de un “lazo social”
radicalmente distinto al actualmente existente, de –como en las interpretaciones
de Pablo que revisábamos- una Ley en perpetuo movimiento de construcción de su
propio “objeto”, un “singular” sin-lugar , verdaderamente universal , contra el
particularismo disfrazado de universalidad de la Ley de los Amos
La experiencia de lo poético , en el sentido de aquellas obras de arte trans-estéticas
que recuperan, como quería Benjamin, las vivencias históricas de los sujetos,
usando el Acontecimiento del instante-ahora justamente para trascender la
inmediatez de la mercancía-fetiche
La experiencia de lo trágico , en el sentido del reconocimiento de una fractura
“originaria” (llámese la lucha de clases, la división del sujeto, la oposición
incluidos / excluidos, etcétera) que no tiene resolución posible bajo la Ley actual (o
la falta de ella) y que genera el deseo “revolucionario” de su transformación
21
Volvamos, pues, para ir terminando, sobre nuestros pasos. No cabe duda de que la
sociedad haitiana –ya que nos permitimos usarla aquí como un pre-texto que no es
cualquiera-, que proviene de esa radical singularidad de su propio acontecimiento
revolucionario, es una de las más vencidas de la historia. Como Orson Welles, empezó de
muy arriba y tuvo que trabajar mucho –o más bien, tuvo que ser muy trabajada por la
revancha de todo un mundo al que se había dado el lujo de interpelar en sus propias
premisas- para llegar al “fondo” en que hoy se debate. ¿Diremos, pues, que es una más de
aquéllas revoluciones “fracasadas”? Lo diríamos, sí, si nos siguiéramos dejando interpelar
por la moral del éxito, y por la idea del pasado que ella supone. Pero si pudiéramos
escuchar, por ejemplo, cómo el significante negritud recupera fragmentariamente los
jirones de esas voces originarias en este “instante de peligro”; si pudiéramos percibir los
ecos y resonancias de esas voces hoy aparentemente vencidas en los ritmos de la poesía,
en las síncopas entrecortadas de la música, en los entrelineados de la narración, en los
márgenes borrosos de la pintura, en las disrupciones del montaje cinematográfico, si
pudiéramos hacer eso, digo, tal vez podríamos inscribir en la brecha entre los significantes
arte y revolución un deseo que se alimente de, y no se paralice por, la pérdida de su
causa. Tal vez así, quién sabe, podríamos “fracasar” cada vez mejor, y tal vez, sólo tal vez,
empezar a poner nuestros muertos a salvo.
22
23