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Opiniones de la prensa española sobre El sueño de un hippie, primer

libro autobiográfico de Neil Young:

«En contadas ocasiones […] la autobiografía de un músico

capital engrandece al hombre en que habita el artista.»

La Vanguardia

«Neil Young siempre irá a la contra. Es miembro destaca-

do del Club de los Incongruentes.»

El País

«El resultado recuerda a muchas de sus canciones, que

parecen avanzar a lomos de un caballo desbocado.»

ABC

«Unas memorias cargadas de humor, coraje y rabia.»

El Periódico

«Una de las más hermosas cartas de amor a la vida.»

Paper Zone

«Todo es auténtico y personal, pura historia de la música

contemporánea.»

Heraldo de Aragón

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Special Deluxe

Neil Young

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Special DeluxeMi vida al volante

Neil YoungCon ilustraciones del autor

Traducción de Abel Debritto

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES

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Dedicado a Bruce Falls,

un auténtico pionero del transporte eléctrico,

y a L. A. Johnson,

«Long May You Run»

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Lincoln Continental de 1959, «Lincvolt».

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Eldorado Biarritz descapotable de 1957, «Aunt Bee».

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Prólogo

He aquí la historia de la orgullosa autopista de las dudas. Dado que

ya he publicado el primer volumen de mis memorias, algunos pasa­

jes os sonarán si ya lo habéis leído. En este libro cuento mi relación

con los coches a lo largo de los años.

En un principio había pensado escribir sobre coches y perros,

me parecía una buena idea para mi segundo libro, una especie de

continuación del primero. Se me ocurrió que mi eterno romance

con los coches sería el tema perfecto para mi segunda incursión li­

teraria. También he tenido varios perros maravillosos, y pensé que

tanto los coches como los perros serían vehículos idóneos para re­

tomar mis memorias.

Partiendo de mi pedigrí como hijo de Scott Young, un escritor

canadiense de primera, y de los muchos escritores que conozco

bien, estaba seguro de que podría escribir algo interesante que me

mantuviese ocupado durante una temporada, lo cual me vendría de

perlas. Confiaba en escribir un libro entretenido y pasármelo igual

de bien que con el primero. El problema era que tenía la impre­

sión de que me pondría muy serio y obsesivo con algunas cosas que

me preocupan. Con el primer libro había tenido el mismo dilema. Si

quería escribir sobre coches, tendría que explicar qué pienso sobre

los combustibles fósiles, el calentamiento global y la política en Es­

tados Unidos, y temía hacerlo de tal manera que acabaría ahu­

yentando a los lectores. A diferencia de los coches, un tema diver­

tido e inofensivo, la política y las leyes podrían cambiar el tono del

libro de manera significativa, y los lectores ya no lo encontrarían

ameno. Tuve muchas dudas al respecto.

Por si no fuera poco, tras un largo y concienzudo análisis que

duró al menos una hora, una noche caí en la cuenta de que tal vez

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sea el peor dueño de perros de la historia de la humanidad. Con los

perros he metido la pata una y otra vez, y eso le cortaría el rollo a

cualquier persona a quien le entusiasmen los perros, sobre todo si

titulase el libro De coches y perros. Fue por eso por lo que el subtítu­

lo pasó a ser Mi vida al volante;* así evitaría que los amantes de los

perros odiasen el libro tras leer las primeras anécdotas sobre mis pe­

rros. Dicho esto, espero haber acertado al incluir de todos modos a

mis perros y a otros perros. No los he nombrado de manera directa

para restarles importancia en la narración, pero los he incluido

cuando me ha parecido oportuno.

* A Memoir of Life & Cars en el texto original. (N. del T.)

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Monarch Business Cupé de 1948.

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Capítulo uno

Skippy era una mezcla de labrador. Creo recordar que Skippy llegó

a casa cuando yo tenía unos cuatro o cinco años. Era un labrador de

color amarillo mezclado con otra raza que le daba personalidad y

resistencia, de eso estoy seguro. Lo digo porque, los fines de sema­

na o cuando le apetecía, mi padre solía sacar a Skippy a correr. Esas

salidas eran una experiencia familiar maravillosa. Estábamos en

1950, la gasolina costaba poco más de siete céntimos el litro y tenía­

mos un Monarch Business Cupé de 1948 con un maletero enorme.

Skippy entraba en el maletero de un salto sin dejar de mover la cola

porque sabía que saldría a correr al campo. Mi padre cerraba la

puerta del maletero y los demás subíamos al coche.

Vivíamos en Omemee, un pueblecito de unos 750 habitantes,

junto a la Highway 7, entre Lindsay y Peterborough, en la provincia

de Ontario, en un país inmenso como Canadá, y los campos sin fin

quedaban apenas a cinco kilómetros. Solíamos ir juntos allí tras de­

jar atrás el vertedero, bordear el pantano y cruzar un puente bajo

que permitía que el agua pasase lentamente y uniese una parte de la

ciénaga con la otra. A un lado había una enorme extensión de agua

en la que sobresalían los tocones de los árboles que habían crecido

allí antes de que se construyese el molino y la presa, lo cual había

cambiado para siempre el curso natural del río. Al otro lado estaba

el pantano, repleto de espadañas y plantas de humedal.

Al final de la ciénaga, ya en la presa, se encontraba el molino al

que los granjeros solían llevar los cereales para molerlos. La rueda

de moler se accionaba con el agua que corría por debajo del molino

con una rueda de palas. El agua, que llegaba al molino desde la cié­

naga, se arremolinaba, parecía bullir y era muy profunda. Allí era

donde estaban los peces. Una vez, mientras mis padres cenaban

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con unos amigos que vivían cerca del molino, en lugar de aburrirme

mientras hablaban y bebían, fui hasta el molino al atardecer, atrapé

varias ranas, las coloqué en el anzuelo, pesqué tres o cuatro percas

bien grandes y, orgulloso, las llevé para la cena.

Nada más cruzar el puente bajo saltaba a la vista que habían

construido la carretera sobre una vieja vía férrea abandonada. Era

recta, estrecha y la habían invadido los árboles. Discurría por una

planicie durante varios kilómetros. Conducíamos sin prisa por la

carretera de grava atravesando un denso túnel multicolor por el que

se colaba el sol. En un momento dado, mi padre paraba el coche,

me bajaba con él para abrir el maletero y dejar salir a Skippy, luego

subíamos al coche de nuevo y nos poníamos en marcha mientras

Skippy nos seguía corriendo. Al cabo de unos kilómetros llegába­

mos a Hog’s Back, una carretera accidentada que se adentraba en

las colinas. A ambos lados de Hog’s Back había una valla de cedro

sujeta con piedras cada quince metros. Subía y bajaba por las coli­

nas y estaba llena de piedras y hierbas. Teníamos que ir bien despa­

cio. A veces Skippy veía una marmota y salía corriendo tras ella

aullando y ladrando. Mi padre detenía el coche y dejaba que Skippy

persiguiera a la marmota hasta que regresaba al Monarch con la

lengua fuera, llena de pinchos y toda suerte de sustancias pegajosas.

Que yo sepa, Skippy nunca llegó a cazar una marmota, aunque

se lo pasaba bien intentándolo. Avanzábamos sin prisa por Hog’s

Back en el Monarch hasta que llegábamos a una laguna donde Skip­

py bebía hasta saciarse. Luego mi padre abría la puerta del maletero

y Skippy subía de un salto y se acurrucaba en la manta que mi ma­

dre le había preparado. Volvíamos a casa, abríamos el maletero y

allí estaba Skippy acurrucado en la manta; se levantaba de un salto

y corría hacia la casa sin dejar de mover la cola.

En realidad el Monarch es un Mercury fabricado en Canadá, es

igual que el estadounidense pero tiene otro nombre. El nuestro era

de color claro y era un cupé que los viajantes de comercio solían

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usar ya que el maletero era lo bastante grande para llevar productos

y venderlos sobre la marcha. Era un coche de trabajadores, sin flo­

rituras. Creo que el nuestro tenía un pequeño asiento trasero, aun­

que algunos modelos no lo llevaban. Era bien sencillo y cómodo,

con tapicería de tela. El primer recuerdo que tengo del Monarch de

1948 fue en Jackson’s Point, donde vivimos durante una temporada

antes de que mi familia se trasladara a Omemee, pero duró poco y lo

cambiaron por un turismo de cuatro puertas.

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Turismo Monarch de 1951.

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Capítulo dos

La noche del Día del Trabajo llovía a cántaros y había mucho tráfico.

Íbamos en coche al Toronto Sick Children’s Hospital. Había con­

traído la polio y en casa habíamos colocado carteles de cuarentena

para avisar a la gente. Condujimos hasta Toronto en el nuevo turis­

mo de cuatro puertas, un Monarch negro de 1951 que era mucho

más grande que el anterior. En los viajes largos solía dormir en el

suelo para escuchar el giro de las ruedas y sentir los pequeños ba­

ches de la carretera, pero esa noche tenía la espalda rígida y no sa­

bía por qué mi madre lloraba tanto y por qué conducíamos tan tar­

de. Al final llegamos a un edificio enorme e imponente de color

apagado, el Toronto Sick Children’s Hospital.

El tratamiento para la polio comenzó con una punción lumbar,

que fue aterradora y me dolió mucho. Me la hicieron con una aguja

larga que guardaba un gran parecido con un cebo para pescar con

cositas de colores al final que parecían plumas. A día de hoy, me

sorprende lo muy vívido del recuerdo. ¿Es posible que fuera así?

¿Acaso lo soñé?

Mis padres regresaron a casa y me quedé en la cama del hospital

hasta que volvieron al cabo de muchas horas. Arrastré los pies a du­

ras penas por un suelo de baldosas de linóleo, de los brazos de mi

padre a los de mi madre, para demostrarles que podía caminar. Me

alegré de subir de nuevo al Monarch y volver a casa. Bajé la venta­

nilla e imité a un avión con la mano mientras olía el aire de la cam­

piña de Ontario. Sacaba la mano por la ventanilla y la subía y la

bajaba para que mi brazo fuese como el ala de un avión.

Ya en casa, me moví con lentitud durante una buena temporada

y no pude seguir el ritmo de los otros niños del barrio, pero empecé

a mejorar y, en el otoño de 1951, cuando ya casi estaba recuperado,

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empecé primero en la escuela pública de Omemee. Mi profesora era

la señorita Lamb. Cuando me portaba mal, solía tirarme de la barbi­

lla hasta levantarme del suelo para que le prestase toda mi atención.

La escuela era un edificio de ladrillo de tres plantas y recuerdo

que justo encima de la pizarra había un cuadro del rey Jorge. Todas

las mañanas cantábamos «God Save the King». Todavía no me ha­

bía recuperado por completo de la polio y no podía correr como los

otros niños durante la hora del patio, aunque no me costaba meter­

me en líos haciendo muecas y ruidos raros con mi colega Henry

Mason. Siempre estábamos haciendo el ganso en clase. Para no va­

riar, la señorita Lamb nos tiraba bien fuerte de la barbilla.

Ese año, a finales de 1951, empecé a conducir. Había un viejo

Ford Model A o Model T aparcado cerca de la escuela y pasábamos

junto a él cuando volvíamos a casa para almorzar. Era negro y cua­

drado, a diferencia de los coches más nuevos, y nos llamaba la aten­

ción, sobre todo a mí. Un día subí y lo arranqué. ¡El coche se movió!

¡Estaba conduciendo! Era la primera vez que lo hacía. ¡Si dejaba la

llave en el contacto el coche se movía! El dueño apareció y me pilló

con las manos en la masa. Me dijo que se lo contaría a mis padres.

Estaba acojonado. Caminé y di vueltas y más vueltas. Tenía miedo

de ir a casa a comer, así que no lo hice y regresé a la escuela, y mis

padres se enfadaron. Me metí en un buen lío y les confesé lo del co­

che sin que el propietario del mismo tuviera que contarles nada.

Las estaciones se sucedían con regularidad. En Omemee siem­

pre nevaba mucho. La nieve blanca resultaba cegadora bajo el sol.

Con la llegada de la primavera, los árboles se vestían de verde y los

jardines de las casas se llenaban de flores. El verano llegaba justo a

tiempo con los turistas de Estados Unidos y las innumerables tardes

en la zona de natación del Pigeon River, justo debajo del puente de

cemento de la carretera. El otoño se presentaba a la hora y las hojas

de los arces pasaban a ser rojas, marrones y doradas a lo largo de la

Highway 7 hasta el centro del pueblo.

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Con el cambio de estaciones sentía algo en los huesos y algún

que otro escalofrío y temblor en todo el cuerpo. Lo sentía en mi

interior. Creo que eran indicios de que estaba creciendo. Las hojas

multicolores se arrugaban, comenzaban a caer y formaban un man­

to en el suelo. Luego se rastrillaban, apilaban y quemaban junto a la

carretera. El olor dulce a hojas quemadas invadía el pueblo y mar­

caba el final de otra estación. Año tras año se sucedían con regula­

ridad y me alegraba ver los cambios que traían a nuestro pueblecito

de 750 habitantes.

Después de las Navidades de 1951 mis padres decidieron que

iríamos a New Smyrna Beach, en Florida. Durante aquel primer

viaje a Florida, dormí en el suelo de la parte trasera del Monarch. El

sonido de las ruedas me adormecía. Mi hermano Bob iba en el

asiento trasero. Las ventanillas traseras se abrían, era una pasada.

Sacaba la mano para jugar al avión. Me pasaba horas haciéndolo en

los largos viajes hacia el sur en invierno. Ese viaje pasó a convertirse

en una tradición familiar anual. Hacíamos las maletas y partíamos

rumbo a New Smyrna Beach después de Navidades, y mi padre es­

cribía en la cabaña de la playa. Me encantaban esos viajes en coche.

Íbamos todos juntos y éramos felices.

Pasábamos las noches en moteles. Mi madre me ponía toallas

calientes sobre los ojos porque tenía orzuelos, una especie de pús­

tulas en los párpados que me dolían mucho. No sé por qué nos sa­

lían a Bob y a mí. Tal vez fuera porque comíamos muchas chocola­

tinas y golosinas en el viaje. Por la mañana subíamos al coche y nos

poníamos en marcha de nuevo.

Al llegar a Georgia siempre veíamos los carteles que anunciaban,

durante kilómetros y kilómetros, que era nuestra última oportuni­

dad para comprar nueces pacanas. Cuando los veíamos sabíamos

que nos estábamos acercando a Florida. Una vez en Florida, tomá­

bamos la A1A, la ruta que pasaba por todos los pueblos costeros. No

teníamos prisa y nos los pasábamos genial. La gasolina costaba unos

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siete céntimos el litro. El Monarch emitía unos 588 kilos de dióxido

de carbono a la atmósfera en cada viaje a Florida, y otros tantos a la

vuelta.

La casita que alquilábamos en New Smyrna Beach estaba en At­

lantic Avenue, justo en la zona de las dunas y había un sendero que

conducía hasta el océano. Todos los años nos quedábamos en la

misma casita. Skippy venía con nosotros y corría por la playa. Esta­

ba permitido que los coches circulasen por la playa y lo hacíamos

con Skippy. Era fantástico. Para los amantes de los perros: Skippy

no iba en el maletero en aquellos viajes largos a Florida, sino con

Bob y conmigo en la parte trasera.

Por supuesto, teníamos que ir a la escuela, y Bob y yo íbamos a

una que se llamaba Faulkner Street School. Empezábamos tras las va­

caciones de Navidades, nos marchábamos después de Semana Santa

y acabábamos el curso escolar ya de vuelta en Omemee. Fui a doce

escuelas antes de dejar de estudiar, pero nunca se me ocurrió pensar

que, en ese sentido, era distinto a la mayoría de los otros chicos.

Cuando vivíamos en New Smyrna Beach todos los jueves nos

subíamos al Monarch e íbamos a Buck’s Barn y al autocine. Buck’s

Barn era un establecimiento con virutas de madera y cáscaras de

cacahuete en el suelo y muchas mesas con manteles a cuadros en el

interior. Servían pollo frito y patatas fritas. ¡Cada semana comía­

mos eso! Había familias y niños por todas partes. Después de cenar

íbamos en el Monarch a un autocine para ver el estreno de la sema­

na. En cada plaza de aparcamiento había unos postes de los que col­

gaban altavoces. Mi padre colocaba el altavoz en la ventanilla del

coche y subía el volumen para que escucháramos los dibujos ani­

mados, que comenzaban cuando oscurecía. Había cientos de co­

ches más y éste es uno de los mejores recuerdos que tengo. Nuestra

familia estaba unida y en el mundo todo marchaba sobre ruedas.

A menudo también íbamos a cenar a un local con bufé. Recuer­

do que una noche estaba en la cola y vi unas manzanas rojas. Esta­

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ban en el centro del bufé y eran enormes, de un rojo intenso, muy

apetitosas. Alargué la mano para coger una y la puse en el plato.

¡Cuando me senté a la mesa todos se reían de mí! Se tronchaban

porque había cogido una manzana de cera que servía de adorno.

Tuve que devolverla.

Los lunes por la noche jugábamos al bingo en casa. Venían los

vecinos y mi madre servía comida riquísima. Los adultos bebían

cerveza, hablaban alto y se lo pasaban bien. Una noche acabé de

aprenderme el alfabeto, bajé de mi habitación y lo recité delante

de todo el mundo. Cuando finalicé me ovacionaron. ¡Qué pasada!

Me hicieron muy feliz. Pronto llegó Semana Santa y la búsqueda del

huevo de Pascua; a principios de 1953 nos marchamos de Florida

por última vez en el Monarch. No nos quedamos mucho más en

Omemee.

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