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EN LA ZONA F IDEAS PARA VIVIR CON PASIÓN E INSPIRACIÓN LA EMPRESA DE TU VIDA EDUARDO REMOLINS

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EN LA ZONA FIDEAS PARA VIVIR CON PASIÓN E INSPIRACIÓN LA EMPRESA DE TU VIDA

EDUARDO REMOLINS

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Postales desde el hogar

Hay un momento en que no controlo más la situación. La situación me controla a mí.

Y en ese instante, lejos de lo que podría parecer, la sensación es muy agradable. Existe una seguridad interior muy real y una alegría serena.

Sólo hay que dejarse llevar y entonces las palabras fluyen. O mejor dicho, lo que fluyen son las ideas. Llegan a borbotones, en tropel, y lo único que hay que hacer es asignarles una palabra o un conjunto de palabras, las que mejor mejor transmitan su significado.

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El proceso es automático, sencillo y casi sin esfuerzo, y el resultado es infinitamente superior a lo que uno podría lograr haciendo un uso escrupuloso de sus facultades y de su pensamiento.

De hecho, esa es la clave: no es pensamiento, es inspiración.

Sé que eso me pasa a mí, dando una conferencia o escribiendo, por ejemplo, pero también que le pasa a millones de personas, en esa o en miles de otras actividades.

Les pasa a muchos actores, músicos, artesanos, deportistas y empresarios. Cuando uno encuentra ese lugar todo fluye, todo se disfruta, y no querrías irte nunca.

El fluir se hace evidente en la dedicación gozosa con que el orfebre trabaja el metal, completamente abstraído sobre el

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objeto que está creando, en el aplomo y seguridad con que un empresario conduce una negociación o en la concentración de un tenista que sólo ve una pelotita viajando a 150 km por hora.

Es algo que alcanza el científico que experimenta incansablemente en busca de una respuesta y también el cocinero que mezcla y prueba hasta lograr el sabor, el color y la consistencia que desea.

El tiempo parece no transcurrir y el resultado, inclusive, pasa a un segundo plano. Porque uno no hace eso para lograr algo, lo hace porque lo disfruta.

Lo placentero es el proceso, no el resultado.

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Por supuesto, no pretendo decir que yo viva en ese estado permanentemente. De hecho, como la mayoría de nosotros, apenas logro atisbos de ese paisaje sublime.

Entro y salgo de esa zona como un turista que siempre quiere volver.

Sin embargo, conozco el lugar y sé como llegar. Lo he recorrido y puedo recomendarlo. Sé que vale la pena, sé que es real, y sé que ese es el modo en que, paradójicamente, se alcanzan los mejores resultados.

Este libro recopila artículos, escritos en diferentes medios y casi siempre publicados en mi blog, que hablan sobre ese país maravilloso. Ese que a veces se llama “momento blanco”, a veces

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“estado de flujo”, “hack mode”, “estar en la zona” o “estado de no-mente”.

Yo lo llamo en este libro “la Zona F”, pero sigue siendo lo mismo.

Cada artículo tiene alguna pista para acercarse a ese lugar. Alguna indicación, a veces sutil, que ofrezco como esos autores de guías de turismo que conocen el valor de algún destino exótico y maravilloso, pero poco transitado, y que sugieren, casi en voz baja, que lo visitemos.

Lo cierto es que estoy convencido de que, lejos de ser un hermoso lugar de vacaciones, ese estado, esa zona, es nuestra casa. Sólo que partimos hace mucho y lo hemos olvidado.

Ese es el hogar al que siempre estamos volviendo.

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Y como esa ciudad amada en la que hemos nacido pero a la que no hemos vuelto desde chicos, a veces necesitamos algunas indicaciones para encontrarla… o para recordarla.

Para mi es un placer escribir estos recordatorios, estas postales desde el hogar. Especialmente porque nuestro largo regreso a casa está cambiando todo, el “mundo del trabajo” y la economía también.

El mundo que conocimos se está transformando de un modo y a una velocidad que pronto será irreconocible.

Pronto posiblemente nos unamos a esa minoría de privilegiados que volvieron al hogar y vivieron legándonos las mejores obras del arte, la ciencia, el deporte y la empresa. Vamos a estar, de

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algún modo, más cerca de Mozart, de Edison, de Leonardo, de Ford, de Dalí o de los Beatles.

Y eso porque en el futuro próximo quizás será impensable que alguien trabaje en algo que no lo apasiona. Será extraño recordar los días en que “trabajo” significaba algo opuesto al placer. Y ya no estaremos abocados a “producir”, sino que todos estaremos creando. Cómodos y a nuestras anchas. De vuelta en casa.

Eduardo Remolins

Diciembre de 2009.

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El “momento blanco” (Agosto de 2007)

La cámara captó el instante justo en que Diego comenzaba a enmudecer al estadio cuando, con un movimiento de increíble plasticidad, se adelantó a la salida del arquero italiano y “cacheteó” la pelota al fondo del arco.

La foto de ese gol del partido Argentina- Italia del Mundial de 1986 registra la cara de incredulidad de Scirea (el último defensor), mientras miraba a la pelota perderse en la red, pero también un gesto de Maradona, típico de esas definiciones geniales: la boca entreabierta con la mandíbula totalmente relajada, apenas sacando la lengua.

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Los médicos explicarían más tarde que un gesto tan distendido era infrecuente en acciones deportivas, plagadas de rostros crispados y gestos de esfuerzo, pero común para genios como Diego, en el momento en que consumaban sus obras maestras. Un segundo antes de definir la jugada, el cuerpo del Pelusa se relajaba completamente y sus movimientos adquirían una precisión y seguridad fuera de lo común.

No sólo los grandes deportistas conocen ese momento sublime. Los artistas también, de hecho los actores lo llaman “momento blanco”. Los sicólogos prefieren denominarlo “estado de flujo”. “Fluir” es estar inspirado, realizar con sencillez las tareas más complicadas y ver con claridad meridiana lo que antes nos parecía inabordable.

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En el budismo Zen este estado sería descripto como el de “no mente”, una situación en que la intuición y la guía para realizar con maestría alguna actividad, nos llega cuando no estamos pensando (conscientemente) en ella.

El “fluir” no se da cuando nuestra preparación es insuficiente. Pero la preparación y formación previas suelen florecer, en muchos casos, como intuición o inspiración.

Los mejores empresarios de todas las épocas han sabido valorar esto. Jimmy Goldsmith, el multimillonario británico, solía reírse de los banqueros que temblaban viéndolo arriesgar su imperio comercial en operaciones que ellos consideraban locuras. El confiaba en su intuición. Lo mismo hizo Claudio Bonomi, el fundador de Kosiuko, cuando se endeudó con su tarjeta de

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crédito más allá de lo recomendable, para abrir su primer local en un shopping. Bonomi, como tantos otros, tuvo su “momento blanco”.

La preparación es indispensable, pero la intuición existe. Cualquier buen empresario lo sabe. Diego también.

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El antídoto (Septiembre de 2007)

Me gano la vida hablando y escribiendo sobre empresas. En realidad no la gano, la vivo, porque esto es lo que más me gusta hacer.

Como se pueden imaginar, conozco muchas empresas. Soy como un chico que colecciona figuritas y le encanta mirarlas y mostrárselas a sus amigos. Me fascinan y puedo hablar de ellas con más pasión que ninguna otra cosa.

Sin embargo, no me gusta cualquier figurita. Soy detallista y exigente, y sólo me emociono con las más lindas, las que son especiales. Atesoro las difíciles y cultivo el arte de encontrarlas.

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Para mí las mejores figuritas son empresas humanas, antes que mercantiles. Admiro a quienes hacen lo que aman y persiguen sus sueños con la ingenuidad de un niño y esa tenacidad que conmueve. Gente que elige la vida que quiere y se zambulle en la aventura de hacer de eso un negocio, aunque tenga que remar contracorriente.

Por eso cada tanto me hacen sentir un idiota. Cada tanto me cruzo con alguien que me dice, de una u otra manera, que lo que yo amo no existe. Que en los negocios se trata de hacer plata. Punto. Y que la plata siempre es un poquito sucia. Que los sueños y las pasiones los tenés que reservar para los hobbies y que la vida se trata de ir resignándose a eso. Morirse de a poquito, en cómodas cuotas.

En algunas ocasiones (cada vez menos frecuentes), comienzo a dudar. ¿No tendrán razón los escépticos? ¿No estaré equivocado

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yo? El cinismo es un veneno, de los más poderosos, y en esos momentos necesito con urgencia un antídoto, antes de resignarme y empezar a morirme de a poquito. Antes de perder la capacidad de sorprenderme y emocionarme. Porque de eso se trata la vida, ¿no? De sorprenderse y emocionarse.

El viernes pasado fuimos con unos amigos a escalar el cerro Champaquí, en Córdoba, y volví emocionado y sorprendido. No sólo porque subí una montaña y me encantó. Tampoco porque vivimos tres días en medio de un paisaje de ensueño y pudimos jugar a que éramos escaladores.

Eso nos emocionó a todos, pero creo que además me conmoví por una de esas cosas que a mí me llegan tanto: encontré dos tipos que me dieron un ejemplo, fresquito y vívido, de lo que es vivir de un sueño. Vivir TU sueño. Perseguirlo… y

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alcanzarlo. Cuidarlo, nutrirlo y desarrollarlo. Ponerle ganas a las cosas y hacer de los detalles un culto y un placer.

Miguel y Mariano son los dueños de Alto Rumbo, la empresa que contratamos para hacer la excursión. No podría estar más satisfecho de haberlos elegido. Yo no me sentía mal ni me había encontrado, en los días previos, con ningún escéptico que me inoculara su veneno, pero de todas maneras esta gente me ofreció, en esos tres días, la perfecta cura. La mezcla balanceada de imaginación, amor, pasión, energía y coraje que hace falta para vivir un sueño. Me dieron el antídoto contra el cinismo.

Dice Miguel que en Berrotarán, su pueblo, mucha gente ni siquiera entiende de qué vive. No sabe qué es el turismo aventura y no comprende por qué dejó su tranquilo y seguro trabajo de profesor. Sé cómo se siente. El montañismo era su

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hobby, su amor. Y le deben haber dicho que no se puede vivir del amor.

Miguel hizo de todo hasta que descubrió que salía el último tren para vivir su sueño, y no lo dejó pasar. Empezó tímidamente a armar excursiones guiadas al cerro, que ofrecía desde su página web, armada años antes por gusto, no por negocio.

A su socio lo encontró después, cuando ya era un guía conocido. Mariano administraba un refugio de montaña que había reparado con sus propias manos. Lo había descubierto abandonado, en uno de sus viajes por la montaña en el camión Unimog con que hacía fletes para la gente de esa región casi inaccesible. La complementación les resultó evidente y el sueño era compartido.

Esa es la historia corta. La larga consta de miles de detalles. Supongo que de sufrimientos y de alegrías. Para mí se trató de

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verlos despertarse a las 6, preparar el desayuno para 13 personas, guiarnos caminando 7 horas por la montaña, volver al refugio a preparar la merienda, luego la cena y acostarse a la una después de terminar de lavar el último plato. Para mí fue verlos reparar el tanque de agua, dar las charlas de seguridad, llevarte a los mejores rincones de la montaña (que conocen como la palma de su mano) y esmerarse hasta en preparar los postres.

Uno podría pensar que, de tanto ver empresas, se pierde la capacidad de asombrarse con una nueva. Conmigo no es ese el caso. Por lo menos no con empresas como Alto Rumbo.

El domingo a la noche volvíamos de Córdoba y en el colectivo pasaban una película mala. Un hombre se despierta y descubre que fue envenenado mientras dormía. El resto de la peli se lo pasa buscando el antídoto, mientras se muere de a poquito.

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Aunque me llamó la atención el argumento y era extremadamente violenta, me quedé dormido rápido y muy tranquilo. Después de todo, yo ya tenía mi antídoto.

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¿Dónde está el filón? (Julio de 2007)

Es una escena que se repite con frecuencia. Una persona pide una consulta y al entrar a mi oficina, después de los saludos de rigor y de algún comentario sobre el clima, suelta la pregunta: “estoy buscando independizarme y quiero saber qué cosas pueden ser buen negocio”. Puedo adivinar lo que está pensando: “¿Dónde está “el filón”, señor economista?”. Donde Ud. menos se lo imagina, señor emprendedor.

De todas las entrevistas a empresarios y emprendedores que he hecho una de las cosas que me han quedado más claras es que la pasión es lo que lleva al éxito, en cualquier negocio o sector y en cualquier tiempo. El filón es la pasión, y lo bueno es que todos tenemos una pasión. Aunque la ansiedad nos traicione,

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eso es lo que hay que buscar primero. De cualquier pasión se puede hacer luego un buen negocio.

¿Qué tienen en común Steve Jobs (el fundador de Apple), Madonna, Manu Ginóbili y Páez Vilaró (el célebre pintor uruguayo)? Dos cosas: hacen lo que aman y ganan muy buen dinero haciéndolo. Pero las dos están relacionadas: les va muy bien, precisamente, porque hacen lo que aman. De acuerdo, el talento cuenta, y mucho. Pero no lo es todo. ¿Es acaso Madonna la mejor cantante?

Más allá de los casos glamorosos, la pasión es una razón práctica y concreta que explica el éxito económico. ¿Por qué? Porque cuando se está enamorado de lo que se hace uno tiene varias ventajas:

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1- No se rinde nunca, ni siquiera considera esa posibilidad. Aunque los objetivos tarden en conseguirse, se disfruta el proceso, no sólo la llegada a la meta. Uno es feliz “mientras tanto” y sigue intentando.

2- La mente trabaja 24 horas para alcanzar el objetivo. Uno es más creativo y está más enfocado, dado que tendemos a pensar más en las cosas que más nos gustan o interesan.

3- Los golpes y desilusiones (inevitables), se absorben más facilmente. El empresario apasionado es como esos boxeadores que cuando les toca “cobrar” ni siquiera trastabillan.

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Pero, si no me creen a mí, escuchen a Jobs: “A veces la vida te pega con un ladrillo. No pierdan la fe. Estoy convencido de que la única cosa que me mantuvo en marcha fue mi amor por lo que hacía. Tienen que encontrar qué es lo que aman.

“El trabajo va a llenar gran parte de su vida, y la única forma de estar realmente satisfecho es hacer lo que consideran un trabajo genial. Y la única forma de tener un trabajo genial es amar lo que hacen. Si aún no lo han encontrado, sigan buscando. No se conformen.”

Busquen el filón, pero no afuera. Búsquenlo adentro.

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Lo que me enseñó Paul Potts (Enero de 2008)

Paul Potts era un tímido vendedor de teléfonos celulares del sur de Gales. Un hombre sencillo e inseguro que amaba la música. De hecho, su sueño era vivir haciendo eso que él creía que había nacido para hacer: cantar ópera.

En Febrero de 2007 ingresó a la versión británica del reality show American Idol (llamadoBritain´s Got Talent), y apenas salió a escena en su primera presentación en Cardiff le preguntaron para qué estaba allí. “Para cantar ópera”, fue su respuesta.

Dos de los tres jurados intercambiaron miradas cómplices y escépticas mientras el tercero, el famosamente cruel Simon Cowell, se cruzaba de brazos reclinándose en la silla, a la espera de su momento para maltratar al participante.

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No pudo darse el gusto. En los primeros diez segundos de su interpretación de Nessun Dorma, Paul ya había despertado ovaciones de pie en el público, lágrimas en el jurado y una expresión de asombro inolvidable en Cowell.

“La confianza siempre ha sido un problema para mi”, había declarado Potts antes de salir a escena, “siempre me ha resultado difícil confiar en mi mismo”. Quizás por eso vendía celulares en lugar de discos. Quizás lo mismo pensó Simon, que le dijo sorprendido: “¿Vendés celulares y sabés hacer esto?”.

Pocas veces he visto una escena tan conmovedora e inspiradora como el video de la presentación de Paul, que puede encontrarse en You Tube (si no lo vieron, por favor háganlo). Y he decidido que lo voy a usar como caso en mi trabajo, por la simple razón de que emprender es ni más ni menos que lo que hizo Paul: buscar todo el tiempo cómo vivir haciendo lo que creemos

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que nacimos para hacer. Se trata de buscar y, eventualmente, de encontrar.

Paul nos enseñó dos cosas:

1- Que la falta de confianza puede hacer que vendamos celulares, cuando lo que queremos es cantar (o viceversa, da lo mismo).

2- Que si la pasión es lo suficientemente fuerte y genuina, logra superar cualquier falta de confianza. Logra que un hombre tímido se enfrente a 2000 personas, cámaras de televisión e inclusive a Simon.

Paul ganó el concurso. En Julio lanzó su CD One Chance, que alcanzó el primer lugar en ventas en el Reino Unido.

Ya no vende celulares.

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Cómo hablar con Dios en el trabajo

(Noviembre de 2009)

Durante 24 segundos todos vuelan en un ascenso con quiebres a un lado y a otro, izquierda-derecha-izquierda, mientras siguen avanzando, ciegos. “Desde el cockpit no se puede ver la salida y conforme vas subiendo no sabes donde vas a aterrizar”, dijo una vez el asturiano Fernando Alonso.

Ayrton Senna da Silva decía que hablaba con Dios precisamente ahí, en Eau Rouge, esa curva del circuito de F1 SPA-Francorchamps de Bélgica, que le pone los pelos de punta a todos y que sin embargo, dicen, representa “la más preciada gota del maravilloso elixir de la F1.”

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Aunque era una persona de una religiosidad franca y abierta (que hasta era motivo de burlas), esta y otras experiencias del piloto brasileño parecían, sin embargo, ir más allá de lo que tradicionalmente conocemos como Fe. Una de sus experiencias místicas más importantes no ocurrió en Bélgica, sino en Montecarlo, durante las pruebas de clasificación para el Gran Premio de 1988.“Recuerdo que corría más y más deprisa en cada vuelta. Ya había conseguido la pole por unas décimas de segundo, y luego por medio segundo, y después por casi un segundo, y después por más de un segundo. Y más y más. Llegó un momento en que yo era dos segundos más rápido que cualquier otro, incluyendo a mi compañero de equipo, que conducía un coche igual. En aquel momento me di cuenta, de repente, que estaba pasando los límites de la consciencia. Mónaco es corto y estrecho, y, entonces, tuve la sensación de que estaba en un túnel, el circuito, para mí, era sólo un túnel.”

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Lo que Senna describía es lo que el sicólogo ruso Mihály Csíkszentmihályi llama “estar en estado de flujo”. Según él, cuando se está en flujo “el ego desaparece. El tiempo vuela. Cada acción, movimiento y pensamiento sigue inevitablemente al anterior, como cuando se toca jazz. Todo tu ser está involucrado y usas tus habilidades al máximo.”

Csikszentmihályi reporta a través de los numerosos estudios y experimentos que ha desarrollado, 9 factores presentes en el estado de flujo, algunos de los cuáles son: distorsión del sentido del tiempo, acción sin esfuerzo y desapego del resultado. Lo que describe es, indudablemente, una alteración de la conciencia y la percepción, no debida al uso de psicoactivos o de prácticas medidativas o de inducción, si no al hecho de entregarse por completo a la actividad que más nos apasiona.

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No es el primero ni será el último en reportar este fenómeno. De hecho, es un tema recurrente en las distintas tradiciones espirituales y místicas, aún en sus exponentes modernos. En las antiguas religiones orientales (Hinduismo, Budismo, Taoismo), el estado de flujo es lo que se alcanza cuando se supera la dualidad. “Ser uno con las cosas” es, posiblemente, otra forma de referirse al estado de flujo.

Eckhart Tolle, un moderno maestro espiritual, dice que la concentración absorbente que requiere una actividad peligrosa (como las carreras de Fórmula 1), produce frecuentemente que la mente se detenga y se alcance un estado superior de conciencia donde obtenemos también una claridad y enfoque superiores. “Cuando la vida está en riesgo, la mente no tiene tiempo de tontear”.

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El hecho es que el desarrollo de una actividad (de un “trabajo”), en estado de flujo, se ha convertido en un Santo Grial para todos aquellos que han probado no sólo el extraordinario rendimiento que se alcanza, sino la profunda paz y alegría interior que se experimenta. Hay desapego del resultado porque la actividad es satisfactoria en sí misma. Se experimenta la unidad y la sensación de amor es sobrecogedora. Es “hablar con Dios” en el trabajo.

Es curioso que sea el amor y la entrega en lo que se hace lo que utilizan tanto los arqueros Zen para ser extremadamente precisos en sus disparos, como los mayores magnates del mundo para ser extremadamente exitosos. ¿Será porque las reglas del universo aplican tanto en los monasterios como en los recintos de la bolsa?

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Alguien, a primera vista, poco interesado en lo espiritual es Donald Trump, el magnate inmobiliario estadounidense. Sin embargo, para él la clave del éxito es el amor. “Tienes que amar lo que haces”. Steve Jobs el fundador de Apple lo dice de un modo similar: “Tienen que encontrar qué es lo que aman”.

¿Y cómo se hace para encontrar lo que amamos? La clave la podría dar un viejo maestro griego: “conócete a ti mismo”. Aunque, si vamos a hablar de experiencias místicas, la mejor cita debería ser la de Buda: “Tu trabajo es encontrar tu trabajo. Y una vez que lo encuentres, entregarte a él de todo corazón.”

Ayrton Senna lo había encontrado y estaba entregado a él de todo corazón. Quizás sólo una vez en su carrera su mente se interpuso entre él y su riesgosa profesión. En abril de 1994 estaba atribulado por el accidente de un amigo y la muerte de otro en apenas dos días (el 29 y el 30), presionado por intereses

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comerciales, conflictuado en su vida sentimental, demostrando nerviosismo y desconcentración y comentiendo un error tras otro en las pruebas de clasificación. Su médico le recomendó no correr el Gran Premio de ese domingo. “¿Qué otra cosa puedo hacer?”, le contestó.

Ese domingo, a los 12 segundos y ocho décimas de comenzar la séptima vuelta del Premio de San Marino de 1994, mientras entraba a 300 km por hora en la curva de Tamburello, su auto tuvo un gravísimo desperfecto y quizás la mente de Ayrton se permitió esta vez “tontear” y separarlo de su coche, volverlo a la dualidad, quitarle una décima de segundo de reacción que le hubiese salvado la vida. A diferencia de Eau Rouge, en esta otra curva Ayrton ya no hablaba con Dios. El joven arquero zen fallaba un disparo por primera y última vez en su vida.

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Lo único valioso que tengo para decirte

(Septiembre de 2008)

En los últimos años (diez años posiblemente), me lo he pasado recomendando y animando a la gente a que haga su camino emprendedor. A que inicie su nuevo negocio, a que se anime a vivir haciendo lo que le gusta.

Sin embargo, aunque he iniciado varios proyectos independientes, casi siempre estuve ligado a algún “empleador”, sea una universidad, un organismo o un ministerio. Siempre me pregunté si no estaba, en realidad, recomendando un estilo de vida que yo mismo no terminaba de “comprar”. “¿Y que tan

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emprendedor soy yo?” me preguntaba, implacable conmigo mismo, como de costumbre.

La semana pasada, una llamada inesperada, de una persona que no conozco, me dio la respuesta.

Mariano apareció en el messenger diciendo algo así como: “llamó recién un norteamericano, no le entendí muy lo que decía pero quería hablar con vos, le pasé tu mail”. Mariano me escribía desde la oficina de Buenos Aires, adonde había llamado esta persona, sin haber dejado indicado, cómo me conocía ni porqué me llamaba. De manera que decidí esperar el mail

Llegó cinco minutos después del llamado y su contenido me sorprendió un poco. Era un mail muy amable en que esta persona se presentaba como socio de una consultora americana, de Chicago, y me preguntaba si tenía interés en trabajar para

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ellos, desde Argentina, como una especie de consultor senior y representante regional.

Me tomó por sorpresa. Confieso que cinco años atrás hubiera saltado en una pata y me hubiera dispuesto a explorar lo que me ofrecían y embarcarme en otra aventura más. Uno o dos años atrás, posiblemente no me hubiera embarcado, pero me hubieran torturado los remordimientos, “Cómo le voy a decir que no a semejante ofrecimiento?”.

Mi otro yo, el “serio”, me hubiera castigado sin piedad: “es un ofrecimiento para trabajar en una consultora americana, desde Argentina y sin que lo hayas buscado. Es tu sueño, tarado!”.

Pero esta vez no. Esta vez sabía que no era mi sueño. No sentí ningún remordimiento y la duda duró apenas un minuto. Mi otro yo no tuvo ni siquiera una pequeña oportunidad de susurrarme

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al oído: “estás seguro?”, como esos cartelitos del sistema operativo que aparecen en la pantalla.

“Está seguro que quiere dejar pasar una oportunidad que cinco años atrás hubiera hecho cualquier cosa por conseguir?”

Cuando contesté el mail, indicando (amablemente también) a qué me dedicaba, que no estaba buscando una carrera corporativa (o sea que no quería trabajar en ninguna empresa) pero que estaba abierto a cualquier otra oportunidad dentro de ese esquema (léase: un trabajo puntual, me encantaría, relación de dependencia, no gracias), me sentí mucho mejor. Más liviano. No porque hubiera tomado una decisión importante (la decisión la había tomado antes, obviamente), sino porque me di cuenta, súbitamente, que por una vez en la vida tenía claro a dónde quería ir y qué quería hacer. Tan claro como para

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rechazar una oportunidad que, en principio, sonaba muy atractiva.

No sé que hubiese pasado de decir: “sí, me interesa. Sigamos hablando”. Quizás llegábamos a un acuerdo o quizás no. Quizás la oferta no era tan atractiva. No lo sé. Pero ese es el punto: que no lo sé y no me importa. No me interesa saberlo, porque lo que me interesa es lo que estoy haciendo ahora.

La virtud más importante que puede tener un emprendedor, creo, es la capacidad de focalizarse. Es decir, de no distraerse de hacer lo que en verdad quiere hacer. A veces hacer bien más de una cosa, puede ser una maldición. Si no sabés qué es lo que verdaderamente amás hacer, si no te permitís escucharte a vos mismo, a tu voz profunda, la verdadera, te la pasás haciendo muchas cosas a la vez. O cambiás rápidamente de una a otra, dentro de todo ese grupo de cosas que podés hacer bien.

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Hace un tiempo, un ex compañero de trabajo en la universidad, viendo los giros súbitos que tomaba en mi carrera, me preguntó (con mucha malicia y mucha envidia, pero simulando genuina curiosidad): “¿algún día me vas a explicar de qué se trata tu carrera?”

En ese momento yo me había transformado en una pequeña celebridad local como “gurú” que opinaba en los medios de macroeconomía y daba cursos de posgrado a empresarios sobre ese tema. “Hay gente -continuaba mi compañero- que ha trabajado toda una vida para llegar al lugar en el que estás, vos lo lograste en dos años ¿y ahora te querés retirar?”

El comentario malicioso venía a cuento porque yo comenzaba a retirarme de la macroeconomía para comenzar a ingresar en un terreno mucho más cercano a la especialidad de este “colega”, que no deseaba a nadie más en su coto privado.

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Uno o dos años más tarde volvía a cambiar, esta vez debutando como conductor de un programa de radio de noticias, sin ninguna experiencia en el medio, pero con un entusiasmo a prueba de balas.

En esos días, otra compañera de la misma universidad (yo seguía part time ahí), con idéntica malicia, pero también una gran dosis de desconcierto le preguntó a mi asistente: “qué quiere hacer Eduardo con su carrera?”. En gran medida tenía razón en estar desconcertada. Yo lo único que sabía era que tenía que probar, seguir mis instintos, mis impulsos.

También me fue bien en la radio y también dejé rápidamente, porque me había metido en muchas cosas a la vez (dormía cuatro o cinco horas, como Neustadt), y estábamos a punto de fundirnos en una empresa que habíamos fundado con mi

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hermano, pero, más que nada, porque sabía que eso no era para mi.

Un año después, cuando terminaba mi (¡también breve!) incursión como funcionario público, aunque sabía que habíamos hecho un buen trabajo en el corto tiempo que estuvimos y que las causas que me hicieron renunciar eran suficiente justificativo para hacerlo, también reconocía íntimamente que, de haber sido aquella mi verdadera vocación, hubiese echo de tripas corazón para quedarme en ese lugar. Si mi vocación hubiese sido la política (aunque siempre avisé que no lo era), me la hubiese aguantado para permanecer, para seguir mi sueño, si hubiese sido ese.

Hace poco un amigo, muy amigo, me dijo: “sé cuánto te gusta lo que hacés, pero también es cierto que si te ofreciesen un

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ministerio, por ejemplo, dejarías todo para hacer eso”. Mi amigo me conoce bastante, pero en este tema no mucho.

Yo no tenía entonces, ni tengo ahora, ninguna duda que en el hipotético, remoto, casi totalmente imposible caso de que me ofrecieran un cargo público yo no dudaría más que un nanosegundo en decir no. No tengo dudas, es maravilloso. Y pensaba eso mientras mi amigo me miraba con cara de: “dale, sé sincero”. Lo soy, aunque nadie me crea.

Eso sólo ya era bastante bueno para mí, aunque la vida me reservaba una alegría y una certeza aún mayores. La mayor alegría, la mayor certidumbre de estos años, ha sido descubrir que, al menos en este momento, no me interesa NADA que no sea lo que estoy haciendo. Por fín tengo foco. Por fin estoy dejando las distracciones de lado. Por fin pueden caerme con una tentadora oferta de trabajo en una consultora americana y

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puedo decir, lo más pancho: “gracias, pero me gusta lo que estoy haciendo”.

En esos momentos es cuando siento, realmente, que no te estoy mintiendo. Que no te vendo algo que yo no me animo a comprar primero. Que no predico lo que no vivo. Que no tiro la piedra para esconder la mano. Y que estoy, al fin, por una maldita vez, de acuerdo conmigo mismo en qué es lo que quiero hacer. El año que viene cumplo 40. Era hora, ¿no?

Por eso lo único realmente valioso que podría decirte (más allá de los datos y los casos y los negocios), lo único que vale, porque nace de mi propia experiencia es: tomate el tiempo para escucharte a vos mismo. Te va a ahorrar tiempo… y energía… y problemas… y sufrimiento.

No escuches a nadie. Ni a tus viejos, ni a tus hermanos, ni a tus amigos, ni a los millones de bienintencionadas personas que

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quieren lo mejor para vos, pero no saben un cuerno sobre qué es lo mejor para vos. No saben lo que querés. Porque, si a vos te cuesta descubrirlo, ¿cómo podrían saberlo ellos?

No escuches a nadie, o mejor, escuchalos a todos, pero hacé lo que vos quieras. Escuchate primero vos. Escuchá esa tenue vocecita que primero susurra, tímida y atemorizada porque hace años que la hacés callar a los gritos o que la ignorás olímpicamente. Dejala que crezca y se transforme en una voz firme y clara. Dejala que te guíe. Dejala que te cuide y le conteste ella a los que te pregunten: “qué querés hacer con tu carrera?”. Observá como les contesta: “es asunto nuestro, flaco, vos ocupate de lo tuyo”.

Y cuando esa voz haya tomado confianza y la escuches sin problema y se hagan amigos, la vida se te va a ir volviendo más sencilla, te lo juro, las decisiones van a volverse más fáciles y te

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va a parecer que todo empieza a fluir. Al pricipio no te vas a dar cuenta. Es muy sutil. Pero va a llegar un día en que la vida te va a poner otra vez en la situación de elegir entre dos caminos. Te va a poner otra oportunidad enfrente, una bien atractiva, aunque te aleje otra vez de tus sueños. Y esta vez, la vas a dejar pasar. Sin dudas, sin complejos, sin remordimientos. En ese momento te vas a dar cuenta de lo que lograste.

Y cuando tomes la decisión (y contestes el mail, la carta o a la persona que te está ofreciendo esa oportunidad atractiva) y le digas que no, en tu cabeza va a aparecer otra vez ese cartelito de tu sistema operativo: “¿Está seguro?”. Pero esta vez, por primera vez, no vas a dudar. Vas a mover el mouse y hacer click en SI.