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La verdad frente al poder: el intelectual y el valor de la disidencia

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GGGGGGGGGGGGGGGGFrancisco Belmar Orrego

Ensayo 13

Las opiniones expresadas en el presente documento son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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LA VERDAD FRENTE AL PODER: EL INTELECTUAL Y EL VALOR DE LA DISIDENCIAFrancisco Belmar OrregoInvestigador, Fundación para el Progreso

Abstract: En el presente artículo se realiza una revisión del concepto de intelectual a partir de su rele-vancia para Occidente. Desde la idea de la caracterización de nuestra civilización a partir de la idea de la crisis y la crítica, se define a los intelectuales como disidentes más que como miembros de una clase o como consejeros del poder. Esta visión, que va a contrapelo de la mirada gramsciana convencional, se fundamenta en ejemplos históricos que definen a los pensadores disidentes como detonadores de cam-bios sociales específicos a partir de la defensa de la individualidad y la libertad.

INTRODUCCIÓN

Desde hace tiempo que, en la discusión pública chilena, se plantea la existencia de una «batalla de las ideas». No entraremos en el análisis respecto de si esta batalla realmente existe, sino que nos concen-traremos en uno de los protagonistas de esta interpretación: los intelectuales. En la mirada tradicional, un intelectual es aquel que reflexiona sobre el mundo económico, social y político. Su mirada resulta relevante para que los demás —el llamado «hombre de a pie»— puedan clarificar sus propias posiciones frente al mundo que los rodea. Con ese norte, entonces, tomarán sus decisiones futuras.

Ahora bien, para quienes afirman esta perspectiva, el intelectual además cumple otras funciones. Entre ellas, la más relevante es la de influenciar a las élites. Sería de esta manera que los avances y cambios se vuelven realidad. Cuando el hombre de letras influye en el hombre de negocios, este se siente impelido a actuar con sus pares en el mundo de la política. El convencimiento producido dentro de las mentes, que es realizado por la capacidad persuasiva del pensador, determina potenciales cambios en las institucio-nes y estas crearían incentivos para que los consumidores y votantes actuasen de determinada forma.

En el presente ensayo plantearemos una posición alternativa. Una visión histórica que revela a los inte-lectuales como un grupo muchísimo más indeterminado. El carácter nebuloso de este grupo nos lleva a la aplicación de una mirada epistemológica más estricta. Según ella, asumir que el conocimiento es dis-perso y que las instituciones sociales surgen espontáneamente, requiere entender que la función intelec-tual no le pertenece a un tipo social específico. El intelectual, más que un generador de información, se convierte así en un elemento disruptivo que aporta al sistema político y social precisamente por la crítica a lo convencional y aceptado.

LA INTELECTUALIDAD EN EL MUNDO ANTIGUO Y MEDIEVAL

Todos estamos familiarizados con el mundo antiguo. Ya sea a través de las imágenes de las películas, las novelas, documentales o libros de historia, todos hemos tenido que interactuar con representaciones

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se sienta molesto».2 Habían aprendido que la ver-dadera función intelectual era precisamente inco-modar. Por lo mismo eran respetados, pero sobre ellos pesaba un juicio social rígido. Su repulsión hacia la imposición de normas de conducta y so-ciedad, les hizo merecedores del término «perros», pues tendían a vivir como animales, en una pobre-za casi absoluta. Es precisamente la palabra griega kyon (perro) la que da su origen al término cínico.

Los miembros de esta escuela en general, pero sobre todo Diógenes, mantuvieron una tensión estricta con la escuela platónica. Esta rivalidad se manifestaba en cuestionamientos públicos a la posición idealista de Platón. Moviéndose entre lo teatral y lo sarcástico, Diógenes de Sinope recorría las calles de Atenas como un pordiosero. El cabello crecido, larga barba, los pies desabrigados y el cuer-po fétido, llevaba siempre un bastón en la mano. Se le veía a plena luz del día con un farol encen-dido, explicándole a la gente que lo rodeaba que estaba buscando a un hombre. A simple vista no parece nada escandaloso, pero el juego tiene su ex-plicación. Diógenes no estaba buscando a una per-sona cualquiera, sino que «busca irónicamente al hombre de Platón, la humanidad quintaesenciada, pues, ciertamente, no es más fácil encontrar una idea que una forma inteligible, y el riesgo de darse uno de narices con un concepto es tan insignifi-cante como el de tropezar con un hipogrifo o un centauro».3 El objetivo de la burla iba más allá de la simple constatación del error. El ejercicio implica-ba la afirmación de que la filosofía debía ser, ante todo, una reflexión desde la existencia material.

En otra historia, nos cuenta el recopilador Dióge-nes Laercio, «al invitarle uno a una mansión muy lujosa y prohibirle escupir, después de aclararse la garganta le escupió en la cara, alegando que no había encontrado otro lugar más sucio para ha-cerlo».4 Un acto de rebeldía con el que anunciaba dos cosas que eran la piedra de toque de su pensa-

2 Onfray, Michel. Las sabidurías de la antigüedad. Contrahis-toria de la filosofía I, 2ª edición, Barcelona, Editorial Anagra-ma, 2008, p. 132, trad. al esp. por Marco Aurelio Galmarini [Vers. orig., Les sagesses antiques, París, Éditions Grasset & Fasquelle, 2006].

3 Onfray, Michel. Las sabidurías de la antigüedad. Contra-historia de la filosofía I, 2ª edición, Barcelona, Editorial Anagrama, 2008, p. 133.

4 Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2007, p. 293, trad. al esp. por Carlos García Gual.

referidas a personajes mitológicos (como Aquiles y Héctor) o incluso a ciertos personajes históricos (Alejandro Magno, Leónidas de Esparta, Cicerón o Jerjes, emperador de Persia). Asimismo, aunque quizás en menor medida, hemos podido recono-cer la existencia de los personajes que fundaron el pensamiento occidental. Entre ellos, los dos más reconocidos son Platón y su discípulo Aristóteles. Ambos considerados como imagen primigenia de lo que hoy conocemos como filosofía.

De todos modos, hay que decir que la historia del pensamiento ha sido extremadamente benevo-lente con estos dos filósofos. Otros pensadores, al-gunos muy anteriores, han caído en el olvido y no por la poca importancia de su trabajo, sino porque o contamos con escritos muy fragmentarios o por-que no fueron funcionales a determinadas escuelas políticas y religiosas. Otros terminaron relegados a un espacio secundario porque sus enseñanzas eran explícitamente materialistas. Esto significa que sus ideas se concentraban en la existencia material y no, como el pensamiento hegemónico de Platón, en las formas ideales. Así, deberíamos comenzar a olvidarnos de una antigüedad dominada por una imagen ordenada en que Aristóteles y Platón eran los únicos pensadores relevantes y entender que en la Atenas del siglo V y IV a.C. era un mundo lleno de pensadores y escuelas muy diversas, que coexis-tían debatiendo respecto de sus apreciaciones so-bre la naturaleza y la vida humana.

DIÓGENES DE SINOPE

De las variadas escuelas filosóficas griegas, la cíni-ca1 era una de las más polémicas. Sus costumbres pedagógicas estaban ampliamente relacionadas con la ironía. Como provocadores, tenían una posición combativa contra la corrección social y política. Fue Diógenes mismo quien preguntaba, «para qué puede servir un filósofo que se pasa la vida entera en esa actividad sin que nunca nadie

1 La escuela cínica nació a partir de las enseñanzas de An-tístenes, durante el siglo IV a. C. Con este filósofo vino una reinterpretación de la posición socrática, la que luego fue lle-vada a su máxima expresión por Diógenes de Sinope. De este último no se posee material escrito alguno y solo conocemos de su existencia por medio de las anécdotas que otros auto-res de la época citan. Su perspectiva filosófica rechazaba a la llamada civilización, pero sobre todo las posiciones idealistas de Platón, que fue su principal rival intelectual.

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miento. Primero, el desprecio a la convención. Nada de lo que era considerado correcto tenía lugar para Diógenes. La civilización, incluso, era criticada por él. Todos los eufemismos que los hombres creaban para sus actos más crudos, eran deplorados por el viejo. Segundo, si la convención era superflua, lo era también la riqueza. Más que un desapego ascético, en Diógenes encontramos la libertad entendida como la ausencia de necesidad.5 Para él era la conciencia de lo innecesario de las cosas aquello que nos hacía libres. Por lo mismo, la mansión y el lujo podían ser olvidados, pero más importante todavía era recordar-le al rico su humanidad. De aquí se desprende la concepción cínica sobre el poder. Podemos asumir que quien poseía una mansión, en el contexto de la Grecia antigua, era también un hombre respetado en la polis. Escupirlo en la cara era sinónimo de rebeldía. Diógenes no respondía a las órdenes de otros, pues su actuar era antes que nada individual.6

EPICURO

No solo los cínicos combatían el platonismo. Ya después de muchísimo tiempo, cuando Atenas fue devas-tada por las fuerzas macedonias, la filosofía materialista encontraba publicidad por medio del trabajo de Epicuro. Como Diógenes, este filósofo oriundo de la isla de Samos se vio obnubilado por el materialismo atomista de Demócrito y le dedicó su vida al estudio de esa perspectiva. Precisamente por su apego a lo real, a lo existente y sintiente, desarrolló lo que Michel Onfray denomina una fisiología de la filosofía. «Es preciso tomar en consideración el cuerpo que piensa una proposición teórica y luego la encarna en condiciones históricas precisas»,7 nos dice el francés. En una frase, pensar el mundo y vivirlo en conse-cuencia. Tal y como nos dice Diógenes Laercio, el mismo Epicuro escribió que «pues yo desde luego no sé cómo imaginar el bien, si suprimo los placeres de los sabores, si suprimo los del sexo, los de los sonidos y los de la forma bella».8 De nada sirve entonces reflexionar sobre la verdad si no habrá en el existir un mínimo de esfuerzo por defenderla. Totalmente separado de la concepción filosófica de Platón, Epicuro fue constantemente atacado por su marginalidad. Al no ser él un hombre de posición, al aceptar en su escuela a mujeres y heteras,9 al llamar a su comunidad «jardín», no «academia» y al ubicar a la misma en los márgenes de la ciudad, este sabio griego se ganó enemigos que no tardaron en hacerle una fama inadecuada. Se dijo que fomentaba fiestas donde el desparpajo y la extralimitación eran la regla. Tam-bién, por ir en contra del idealismo platónico, se le acusó de imponer la desmesura como una regla moral. Que bebía y comía en exceso y así una serie de alusiones que trataban de convertirlo en aquello que lo convencional reclamaba como horrible e inadecuado.10

Sus discípulos negaron esas versiones. Gran parte de las historias sobre Epicuro se fundamentaron en su deplorable situación física. Al final de su vida, estaba afectado por cálculos que le producían terribles dolores y su apariencia estaba muy lejos de ser agradable. Sus enseñanzas, efectivamente, trataban so-bre el placer y el hedonismo, pero desde una perspectiva muy diferente de la que sus rivales explayaron. Según Diocles, en el jardín de Epicuro «llevaban un régimen de vida muy frugal y sencillísimo. Pues se

5 Fernández, Manuel. «Diógenes y el cinismo primitivo», Cuadernos de la Fundación Pastor, No. 8, 1964, p. 54.6 Lotz, Christian. «From Nature to Culture? Diogenes and Philosophical Anthropology», Human Studies, vol. 28, No. 1, (2005), p. 49.7 Onfray, Michel. Las sabidurías de la antigüedad. Contrahistoria de la filosofía I, 2ª edición, Barcelona, Editorial Anagrama, 2008,

p. 172.8 Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2007, p. 513.9 Las heteras o hetairas eran las cortesanas del mundo griego antiguo. Cumplían roles cercanos a la prostitución, pero que pueden

ser entendidos de forma más cercana a los de «damas de compañía». Su trabajo era muchísimo más amplio que el de simple-mente entregar placer sexual. Estaban muy bien preparadas, sobre todo en música y danza, aunque varias de ellas lograron hacerse conocidas por sus tremendos talentos en gramática y literatura. Son un interesante grupo que, por motivos de espacio, no hemos podido incluir en este ensayo. Que fueran aceptadas abiertamente en la escuela de Epicuro (recordemos que la mujer no era aceptada en este tipo de instituciones), es demostrativo del nivel de rebeldía y apertura que el filósofo atomista planteó durante su carrera pública.

10 Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2007, pp. 513-514.

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contentaban, dice, con un cuartillo de vino, pero su bebida de siempre era el agua».11 Tal como en el caso de Diógenes, los sentidos y la materialidad lo eran todo, pero el control y conciencia sobre ellas hacía que el placer ascendiera al lugar de valor supremo. Efectivamente, había una defensa de lo sencillo y austero, pero no con el objetivo de negar la existencia material —como lo era para la mira-da filosófica de Platón—, sino precisamente con el fin de sacarle su máximo provecho.

Epicuro piensa menos en términos de bien y de mal que de bueno y malo. En este orden de ideas, bueno es todo lo que permite la rea-lización del proyecto filosófico, mientras que malo es lo que la obstaculiza, la retrasa o la hace imposible. Más allá del bien y del mal, el pensamiento del Jardín propone un uti-litarismo hedonista en cuyo nombre el mal se superpone al sufrimiento. El bien es la característica de la ausencia de sufrimiento o de su supresión. Fuera de eso, nada es ver-dad […] el mal equivale al sufrimiento que se reduce a condiciones existenciales reconoci-bles en la vida cotidiana.12

De ahí que, para el epicureísmo, la conciencia de los efectos de nuestros actos más cotidianos es funda-mental. La extralimitación podría ser negativa en la medida que produce un placer inmediato y un sufrimiento posterior. El control de esa situación para llegar al máximo nivel de placer sin que este conlleve un sufrimiento ulterior es, a fin de cuen-tas, el utilitarismo hedonista del que Onfray nos habla. Esta posición, nada de cercana al mito de la fiesta interminable, tiene una cercanía con las ideas de Diógenes que conlleva una mirada eman-cipadora del individuo y, tangencialmente, una respuesta directa al pensamiento platónico. De ahí que incluso la idea de la inmortalidad del alma sea algo absurdo para el filósofo de Samos.13 Toda exis-tencia está en el aquí y el ahora. Es por eso que solo cabe vivir la vida con pasión y placer.

11 Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2007, p. 515.

12 Onfray, Michel. Las sabidurías de la antigüedad. Contra-historia de la filosofía I, 2ª edición, Barcelona, Editorial Anagrama, 2008, pp. 191-192.

13 Onfray, Michel. Las sabidurías de la antigüedad. Contra-historia de la filosofía I, 2ª edición, Barcelona, Editorial Anagrama, 2008, pp. 186-187.

EL GOLIARDO COMO ANARQUISTA

La Edad Media es problemática como período his-tórico. Para la época de la Revolución Francesa, los historiadores se encargaron de crear una imagen del medioevo. La hicieron coincidente con el feu-dalismo y, por ende, con el régimen social y polí-tico que habían destruido desde sus cimientos.14 La verdad es que el mundo que los revoluciona-rios llevaron a término no tenía mucho en común con la Edad Media. Dentro de los mil años que la conformaban, había mucha historia para obtener lo que se hubiera querido y, como sabemos, la his-toria la escriben siempre los vencedores.

El término «edad media» lo creó el historiador ale-mán Cristoph Keller en 1685. Con él, quería tam-bién definir la relevancia de su propio tiempo. Realizó una periodificación de la historia univer-sal y percibió que, entre la gloriosa antigüedad del pasado y la optimista modernidad de su presente, había un trecho de mil años en los que parecía no haber pasado nada relevante. El propio nombre es un ejercicio de desprecio a la historia humana. De ahí que incluso nosotros tenemos una percepción un tanto oscura y negativa sobre este período. Una visión que, debemos decirlo, es tan mitológica como la que se creó sobre la filosofía antigua.

Este manto de duda es aún aplicado para entender a los «intelectuales» de ese tiempo. En un mundo aparentemente oscuro y retrasado, ellos no pare-cen tener cabida. Imaginamos al medioevo como un tiempo de vida rural, sin ciudades y con el pe-ligro acechando. Creemos ver a la Iglesia Católica dominando y manteniendo en la ignorancia a las personas para sacar provecho de sus debilidades y temores. En un espacio así, no concebimos la existencia de la intelectualidad y, mucho menos, de la disidencia. Los únicos seres pensantes que pueden verse en este cuento, serían los propios sa-cerdotes y monjes.

En todo esto hay algo de cierto. Efectivamente, durante todo el período de la llamada Alta Edad

14 Véase Heers, Jacques. La invención de la Edad Media, Bar-celona, Crítica, 1995. Passim.

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Media (siglos V al X d. C.), el orden político y social estuvo motivado por el ideal platónico de la función orgánica. Cada miembro de la sociedad tenía un espacio y una labor.15 Asimismo, la Iglesia Católica ejer-cía un dominio irrestricto tanto en lo social, como en lo político e intelectual.16 También es cierto que la población era mayoritariamente rural y que, por lo mismo, el ideal de vida intelectual era la ascética. De este modo, la vida monacal se había convertido en el único camino para el estudioso.

Esto, en todo caso, solo es aplicable para un período de tiempo acotado. A partir del siglo XI, las ciudades crecen, aparecen las primeras universidades, los conflictos entre el poder de los reyes y el papado se agudiza y aparecen movimientos religiosos disidentes. La inercia de un mundo dominado por el papado se rehúsa a aceptar varios de estos cambios y, por lo mismo, la disidencia religiosa termina siendo per-seguida —tal y como fue el caso de los Cátaros17—, pero tolerada progresivamente. Tal y como Jacques Le Goff nos recuerda, lo que es decisivo para entender la aparición del intelectual en el medioevo es el fortalecimiento de la ciudad entre los siglos XI y XIII. «La división entre escuela monástica reservada a los futuros monjes y escuela urbana en principio abierta a todo el mundo, incluso a estudiantes que continuaban siendo laicos, es fundamental».18 Estas escuelas y universidades se estaban convirtiendo en centros de formación de altos funcionarios, pero muchos de esos estudiantes «a causa de la función inte-lectual y a causa de la “libertad” universitaria, a pesar de sus limitaciones, son más o menos intelectuales “críticos” que rayan en la herejía».19 Este tipo contestatario de universitario fue conocido como «goliardo».

No hay duda de que los goliardos constituyeron un tipo contra el cual se enderezaba con compla-cencia la crítica de la sociedad establecida. De origen urbano, campesino o hasta noble, los goliardos son ante todo vagabundos, representantes típicos de una época en que la expansión demográfica, el desarrollo del comercio y la construcción de las ciudades rompen las estructuras feudales, arrojan a los caminos y reúnen en sus cruces, que son las ciudades, a marginados, a audaces a desdichados. Los goliardos son el producto de esa movilidad social característica del siglo XII.20

No podemos decir con certeza que los goliardos fueron una novedad. Ya hemos visto que, más allá de la tradición clásica, el intelectual marginado o autoexiliado es parte de una tradición antigua. Aun así, al menos la información a la que tenemos acceso nos dice que los goliardos no parecen tener una conexión con otros movimientos intelectuales anteriores. De ahí que Le Goff los considere parte del fenómeno de expansión urbana. Lo que sí podemos asegurar es que ese fue el motivo de que se masificaran hasta el punto de conformar un grupo social diferenciado. Uno pobre, qué duda cabe, pero con estudios. Van a las universidades y conocen a grandes profesores, se enfrascan en discusiones y, al no tener domicilio fijo, se encuentran en posadas donde abunda la vida urbana bohemia.21

En su ruta de conocimiento y fiestas, los goliardos no tenían muchas opciones para ganarse la vida. Eran pobres, sin domicilio, «viven de varios expedientes, hacen las veces de domésticos de sus condiscípulos ricos y viven de la mendicidad».22 Es así que muchos, inspirados por su cercanía al mundo de la filosofía y la poesía, terminan convertidos en juglares o bufones. Hacían reír, acompañaban grupos de actuación

15 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 40. Trad. al esp. por Alberto L. Bixio [Vers. orig. Les intellectuels au Moyen Age, París, du Seuil, 1985].

16 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 12.17 Los Cátaros fueron un movimiento religioso de carácter cristiano y gnóstico, que se desarrolló fundamentalmente en Francia y que

se desplegó entre los siglos XI y XIII. Sus posturas teológicas estaban influenciadas por el maniqueísmo, por lo que fue considera-do una herejía y perseguido por la Iglesia. El final de los Cátaros se debió a una guerra que terminó en el asedio y destrucción de la ciudad cátara de Montségur entre 1243 y 1244.

18 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 10.19 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 12.20 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 40.21 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 40.22 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 40.

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y sátira o, simplemente, cantaban en las calles y plazas a cambio de algunas monedas. Su inspiración, eso sí, no era la belleza ni la grandeza de dios. Cantaban y escribían sobre sus propias experiencias, sobre aquello que los movía en el día a día. La libertad que les otorgaba la pobreza los había acercado al placer. Así fue como, dentro de la tradición filosófica, quedaron más cerca de Epicuro que de Platón. Algo que, en un mundo aún regido por la corrección platónica, no podía sino despertar rechazo y sospechas. Ellos mismos no se esforzaban por hacerse querer.

… los temas de sus poesías fustigan ásperamente a esa sociedad. Es difícil negar a muchos el ca-rácter revolucionario que se ha discernido en ellos. El juego, el vino, el amor es principalmente la trilogía a la que cantan, actitud que despertó la indignación de las almas piadosas de su tiempo, pero que inclinó más bien hacia la indulgencia a los historiadores modernos.23

El goliardo, entonces, es una especie de descarriado. La sociedad no lo acepta, pero a él también le repugna la sociedad en la que vive. La critica y se comporta como un tábano, un insecto que molesta continuamente. Tal como dijimos, aunque no los podemos relacionar con una tradición filosófica especí-fica, su parecido con el vivir de los cínicos y epicúreos salta a la vista. Una buena muestra es que muchos de ellos se hayan convertido en juglares. Cuando pensamos en esa palabra nos acordamos del cantante callejero, pero tenemos que recordar otra cosa: en aquella época, ese es el «epíteto con que se designa a todos aquellos que se consideran peligrosos, aquellos a quienes se quiere apartar de la sociedad. Un jo-culator es, pues, un indeseable, un rebelde».24 Por lo mismo, terminaron convertidos en parias. Exiliados del mundo oficial universitario, parecen desaparecer para el siglo XIII. Mucho de sus ideas y espíritu de independencia pasó al humanismo europeo y se instaló dentro del mundo académico de la moderni-dad.25 Con el tiempo, estos grupos de intelectuales desclasados pasarán a ser relevantes en los drásticos cambios políticos y sociales del siglo XVIII.

EL INTELECTUAL MODERNO

Después de la Edad Media y la aparición de los goliardos, lo que vemos es un proceso de progresiva ex-pansión de los estudiosos. Estos monjes que, las más de las veces, habían entrado a la clerecía para ase-gurarse educación, trabajo y manutención, comenzaron a poblar Europa. Ya bien entrado el siglo XVIII y amplificado este fenómeno por la masificación de la imprenta y el protestantismo, muchas más per-sonas adquirían el estatus de educadas. Muchos sabían leer y escribir y varios de ellos se entregaron a sus meditaciones. Famoso es el caso de Menocchio, un molinero que fue enjuiciado por la inquisición en 1583 y 1599 por sus elucubraciones sobre el universo. El historiador Carlo Ginzburg lo haría conocido en su libro El queso y los gusanos, demostrando así que el manejo de información era algo más común de lo que hasta ese entonces creíamos para esas épocas y clases sociales.

Tal como decíamos y según el decir muchos historiadores del medioevo y la modernidad con el siglo XVI-II la situación social de los universitarios comenzó a volverse preocupante. Muchos jóvenes con prepa-ración intelectual, pero que no habían podido entrar en el esquema burocrático de los nacientes Estados

23 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 41.24 Le Goff, Jacques. Los intelectuales en la Edad Media, 2ª edición, Barcelona, Gedisa, 1990, p. 40.25 El término «académico» es utilizado aquí con un ligero matiz. Hoy en día se entiende por academia al conjunto de tradiciones inte-

lectuales que coinciden institucionalmente en la universidad. Durante el siglo XIV, sobre todo a partir de los esfuerzos de Franceso Petrarca (1304-1374), el humanismo se posicionó como una instancia intelectual antiuniversitaria. Por lo mismo, fortalecieron las academias privadas y estas luego serían adoptadas como mecanismo estatal de control del mundo intelectual y del conocimiento. En el sentido que aquí le damos, «académico» refiere específicamente a las academias creadas por fuera de la universidad, ya sean privadas o estatales. Las más conocidas son la Academia della Crusca (1582), la Academia Francesa (1635), la Royal Society (1645) y la Real Academia Española (1713). Al respecto véase Fumaroli, Marc. La república de las letras, 1ª edición, Barcelona, Acantilado, 2013. Trad. al esp. por José Ramón Monreal Salvador, Passim.

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modernos, vagaban por las principales ciudades de Europa. Poco a poco, ellos fueron conforman-do un grupo social que era distinguido como algo nuevo y diferente hasta ese entonces. Así fue cómo surgió el término «hombres de letras» para referirse peyorativamente a estas personas que no parecían tener un trabajo. Fue a partir de esta situación que la labor intelectual, antes reservada para una élite, comenzó a perder su reputación y prestigio como consejera del poder.

De todos modos, hay que guardar las proporciones. Al mismo tiempo que ese nuevo grupo social se iba conformando, los grandes pensadores de la ilustra-ción marcaban la pauta en términos de influencias. François-Marie Arouet, más conocido como Voltai-re, se volvió un personaje de gran relevancia en el mundo intelectual del siglo XVIII. De familia aco-modada, se dedicó a las ideas durante toda su vida. Su fama fue tal que le permitió acceder a las cortes de los reyes y a la intimidad de las grandes familias europeas. Aun así, este francés estuvo bastante le-jos de seguir el ejemplo platónico de reforzamien-to del poder monárquico. Muy por el contrario, su figura sirve como demarcador de una transición hacia la aparición del intelectual moderno.

VOLTAIRE Y LOS CASOS CALAS Y DE LA BARRE

La anécdota, como en el caso de los cínicos, a veces es tomada como un recurso banal. Insisti-remos en el error de aquella mirada, puesto que nos ilustra respecto de los alcances del ideario y de la coherencia entre el hacer y el decir. Voltaire se relacionaba con el poder, es cierto, pero esto pa-recía responder más a su fama que a sus intencio-nes de acercarse a la monopolización del mismo. Para afirmar esto hay dos ejemplos —para nada anecdóticos— que definen la conducta de lo que después será el intelectual público. El primero de ellos, el más famoso, fue el de Jean Calas. Comer-ciante como muchos en aquellos años, era uno de los tantos protestantes tolerados en el contexto de una Francia donde la religión católica era la oficial. Calas sufrió la discriminación de una manera ex-trema. Uno de sus hijos se convirtió al catolicismo y, en 1761, otro de los suyos apareció muerto en el negocio familiar. Empujada la opinión por la into-lerancia religiosa, el padre fue acusado de asesinar

y torturar a su hijo por el temor de que también decidiera convertirse. La acusación era infundada, pero nadie pareció estar preocupado de aquello. Fue así que los tribunales sentenciaron la muerte de Calas en la rueda, además de la confiscación de sus bienes y el destierro para el resto de sus hijos. Voltaire, lejos de plegarse a la opinión mayoritaria, se enfrascó en el caso y en defensa del acusado escribió su Tratado sobre la tolerancia uno de sus libros más conocidos e importantes. «Lo que com-bate Voltaire, convencido de la inocencia de Calas, es el error judicial conseguido por el fanatismo, la imposible defensa del individuo frente a la ven-ganza pública. Por un lado, lo arbitrario en su ope-ratividad y su brutalidad, por el otro, la conciencia ultrajada eleva su protesta en la plaza pública».26 Se convertía así en el primer escritor en intervenir en un caso de repercusión general.

El caso de La Barre fue algo parecido. Solo cua-tro años después de muerto Jean Calas, el noble François Jean Lefebvre fue sentenciado a una muerte terrible. La enumeración de los tormen-tos habla del ejercicio normalizador y alecciona-dor para el pueblo francés, así como también el ensañamiento hacia los no católicos. Primero, la tortura; después, la muerte por decapitación; por último, asegurando la penitencia absoluta, la inci-neración del cuerpo en la hoguera. El motivo esta vez era real, pero no por ello más descabellado: no quitarse el sombrero frente a una procesión reli-giosa y haber dicho frases que podían ser tomadas por blasfemias. En pocas palabras, otra muestra de la más absoluta intolerancia de la época. La historia nos habla de detalles serios. Si en el caso de Calas, Voltaire había tomado la defensa de un comerciante, ahora el guante tomado era a favor de un aristócrata. No había entonces una defensa de clases implícita, sino la expresión máxima del deseo de igual dignidad entre seres humanos. Vol-taire se enteró de esta situación el día mismo de la ejecución. No pudo más que escribir frente a la situación y defender la libertad de conciencia. Sus palabras eran un desafío, un llamado a enfrentar-se al poder arbitrario ejercido por el Estado.

26 Dosse, François. La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual, Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2006, p. 24, trad. al esp. por Rafael Tomás [Vers. orig. La marche des idées. Histoire des intellectuels, histoire intellectuelle, París, Éditions La Découverte, 2003].

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Estos ejemplos, primeras señales de vida del intelectual público, nos dicen que esta entrada en escena va más allá de la simple fama. En el momento que los intelectuales entraron en política, lo hicieron fun-damentalmente como un acto de protesta.27 He aquí la reivindicación de la posición cínica y epicúrea de la antigüedad. Lo que también queda claro, es que «… esta intervención puede revestir otra forma e inscribirse en todo lo que se refiere a los asuntos de la ciudad, implicando todos los expedientes sociales, sin limitarse solamente a la dimensión política».28

LA MODERNIDAD, LA CIUDAD Y EL INVESTIGADOR

La ilustración terminó por instalar el ideal racionalista. Este se convirtió en el mantra de los nuevos tiempos y terminó por hegemonizar a la intelectualidad europea y americana. Este afán implicaba un discurso emancipador. Como en su momento fue en la Grecia antigua, la razón permitiría a los hombres el progreso y este, a su vez, el control y solución de nuestros problemas. Esta convicción estaba en aquél grupo creciente de jóvenes estudiantes que no solo comenzaron a considerar a la monarquía como un sistema envejecido, sino que también veían al Estado como un organismo caprichoso, construido para servir a los deseos irracionales del rey. Por lo tanto, la idea de la racionalización del Estado comenzó a tomar fuerza. La única manera de conseguir la felicidad y el progreso era por medio de la representación fiel de los ciudadanos y la única manera de llegar a eso era por medio de la razón. Convertir a la burocra-cia en una máquina aseguraría la imparcialidad y eficiencia tanto en la representación política como en la economía. Era una época de optimismo intelectual y así fue como estalló la revolución en Francia. 1789 fue el año de la toma de la bastilla, 13 años después de la revolución en Nueva Inglaterra (Estados Unidos) y más de cien años después de la revolución gloriosa en Inglaterra. Esos jóvenes desclasados, que desde el cierre de la Edad Media venían convirtiéndose técnicamente en un estrato social diferenciado, habían conseguido estructurar una nueva ideología y, luego, expandirla por el mundo.

A ese impulso racionalista, eficientista y utilitarista lo designamos con el nombre de modernidad. Como agregado, el espíritu revolucionario también sería requisito. «La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable».29 Para este espíritu nada podía ser permanente. El cambio se había vuelto un valor en sí mismo, siempre sostenido en la capacidad humana de racionalizarlo todo como lo único inalterable. Fue así que la ciudad tomó un protagonismo que antes no tenía. Junto con la maquinaria a vapor y el ferrocarril, la ciudad se volvió muestra de que el hombre podía emanciparse de la veleidad natural solo por habérselo propuesto. En ella, todo sería orde-nado según los criterios de la eficiencia. El diseño de la misma buscaba conseguir el objetivo de hacernos iguales, de eliminar las viejas distinciones que el Antiguo Régimen se había encargado de definir a partir de la distinción entre lo urbano y lo rural, entre lo aristocrático y lo campesino.

La paradoja no tardó en manifestarse. Los avances de la modernidad no parecían solucionar los proble-mas. Nuevos conflictos se empezaron a hacer presentes y otros, más antiguos, parecían no querer aban-donar a las nuevas naciones ni a las ciudades modernas. Además, una contradicción de carácter ideológi-co: cómo podía afirmarse el cambio perpetuo como valor, si lo que se buscaba era un orden social estable. Frente a la mecanización, surgió el problema de la explotación y nuevas ideologías —con sus propios in-telectuales— alzaron la voz. La pobreza, la marginalidad y la delincuencia comenzaron a hacerse visibles, toda vez que la vieja población rural había llegado a la urbe para recibir los beneficios de la civilización.

27 Dosse, François. La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual, Valencia, Publicacions de la Universi-tat de València, 2006, p. 24.

28 Dosse, François. La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual, Valencia, Publicacions de la Universi-tat de València, 2006, p. 24.

29 Baudelaire, Charles. «El pintor de la vida moderna» en Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, 1ª edición, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2015, p. 141, trad. al esp. por Alan Pauls.

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Asimismo, las taras sociales, el antisemitismo y la discriminación no dejaron de existir. Por mucho que la nueva sociedad igualitaria buscara cambiar las costumbres, estas no desaparecían más que lentamente. La perpetuación de los roles se había mantenido y es así que el hombre de letras fue constituyéndose en un denunciante. Los nuevos poderes políticos (recordemos que, tras la derrota de Napoleón en 1815, el orden monárquico fue res-tituido y adaptado a las nuevas formas republica-nas y democráticas) se convirtieron en objetivo de sus denuncias, aunque muchos otros se quedaron, al costado del poder, aconsejando a los nuevos vie-jos reyes instalados.

La expansión del mundo urbano llevó a la apari-ción de nuevos personajes sociales. Fue así que Baudelaire —y luego, rescatándolo, Walter Ben-jamin— posara su mirada sobre el flâneur. ¿Qué tipo de personaje es este y por qué es importante para entender al intelectual moderno? Pues bien, este tipo social es fundamentalmente urbano. De-cantación del progreso económico y de la innova-ción artística, el flâneur es el paseante. Sin tener, aparentemente, nada productivo por hacer, cami-na por las calles de la ciudad, observando a la gen-te y a los diferentes espacios urbanos. Lo relevante es que este tipo de personajes —que se regocijan en el dolce far niente— están lejos de ser parte de la masa urbana. Profundamente individualistas, viven como artistas sin serlo. Baudelaire explica su diferencia.

Cuando por fin lo conocí, me di cuenta pri-mero de que no estaba precisamente en pre-sencia de un artista sino de un hombre de mundo. Les ruego entiendan aquí la pala-bra artista en un sentido muy restringido, y la expresión hombre de mundo en un sen-tido muy amplio. Hombre de mundo, es de-cir hombre del mundo entero, hombre que comprende el mundo y las razones miste-riosas y legítimas de todas sus costumbres; artista, es decir especialista, hombre atado a su paleta como el siervo a la gleba. […] Se in-teresa por el mundo entero; quiere saber, en-tender, apreciar todo lo que sucede en la su-perficie de nuestro esferoide. El artista vive muy poco, o no vive en absoluto, en el mun-do moral y político. El que vive en el barrio Breda ignora lo que sucede en el faubourg Saint-Germain. Salvo dos o tres excepciones

que es inútil mencionar, la mayoría de los artistas son, hay que decirlo, brutos muy avezados, puros braceros, inteligencias de pueblo, cerebros de aldea. Su conversación, forzosamente limitada a un círculo muy estrecho, resulta muy pronto insoportable para el hombre de mundo, para el ciudada-no espiritual del universo.30

La característica fundamental del flâneur es la cu-riosidad. Por eso pasea. No puede evitar caminar entre los rincones de la ciudad, que es su propio hábitat. Esta curiosidad lo lleva a informarse, a conocer, a enfrentarse a la actividad artística y a buscar un relato general del mundo. Este relato de sentido va más allá del análisis especializado de un científico, un historiador o un poeta. Su búsqueda es la del sentido de todo lo que lo ro-dea. La llegada de la modernidad, la aparición de los medios de comunicación y la concentración del espacio que significó la ciudad, implicó la «de-mocratización» de la función intelectual. Lejos de especializarse, la intelectualidad se volvió parte de un grupo más amplio de personas, entre las que se contaban esos antiguos jóvenes ilustrados y desempleados previos a las revoluciones. Aun así, esto no implicó la desaparición del hombre masa. Precisamente en la curiosidad está la clave de esa distinción, pues el hombre masa solo curiosea mientras es golpeado por la realidad urbana. En cambio, el flâneur es un observador reflexivo, que piensa la ciudad y su entorno. Aquí es cuando Wal-ter Benjamin nos da una pista sensacional para una metáfora del intelectual. «En el flâneur, la cu-riosidad celebra su triunfo. La curiosidad puede concentrarse en la observación: su resultado es el detective amateur».31

El escritor argentino Ricardo Piglia desarrolla esta metáfora del investigador de una manera muy sutil. Según explica, entender a este personaje li-terario requiere observarlo como un lector. Esto va más allá del sentido figurado, puesto que nos recuerda que tanto Sherlock Holmes como el per-sonaje fundacional del género, Auguste Dupin,

30 Baudelaire, Charles. «El pintor de la vida moderna» en Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, 1ª edición, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2015, p. 133.

31 Benjamin, Walter. El París de Baudelaire, 1ª edición, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2012, p. 140, trad. al esp. por Mariana Dimópulos.

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irrumpen en la historia de la literatura como lectores. Características como estas son fundamentales para entender la metáfora del investigador. Estos personajes son un tipo de lector muy particular. No son el lector monacal de antaño, sino alguien muy cercano al hombre de mundo del que nos hablaba Baudelaire. Piglia revisa la escena de Los crímenes de la rue Morgue en que el narrador conoce a Dupin. Parece una fracción menor de la historia, pero es relevante para nosotros porque revela cosas propias de las costumbres de esa época. El encuentro entre ambos personajes se realiza en una librería. Ambos buscan el mismo libro. Nunca se menciona qué libro es ese, pero queda claro que era uno extraño y que implicó que se conocieran. Cuando entablan una conversación, quien cuenta la historia no puede evitar resaltar que se asombra por la amplitud de las lecturas de Dupin. Si le asombra, es porque este personaje no parece ser un especialista, sino lo que hemos llamado un hombre de mundo. Alguien informado, ha-bitante de la ciudad, que se maravilla y desea conocer toda expresión humana. Un curioso, para decirlo en términos de Benjamin. Esta visión, tal y como hemos insinuado para el caso de lo urbano, implica la modernidad del personaje, la democratización del conocimiento y su participación en el espacio público como un elemento de racionalización de la realidad.

Cuando la historia de la rue Morgue está por comenzar, parece que vamos a encontrarnos con un relato de fantasmas. Pero lo que aparece es algo totalmente distinto. Un nuevo género. Una historia de la luz, una historia de la reflexión, de la investigación, del triunfo de la razón. Un paso del uni-verso sombrío del terror gótico al universo de la pura comprensión intelectual del género policial.32

La novela policial surge en un momento en que el cuento de terror hegemonizaba la literatura de la épo-ca. Esta se definía a partir de la amenaza irracional del fantasma y del vampiro, del monstruo entendido como representación de los riesgos de la sociedad, como muestra quizás de la carencia de seguridad o de la incertidumbre producida por la oscuridad y lo desconocido. Era la expresión máxima de un mundo premoderno. Como ya mencionamos, el detective privado viene a desarticular este mundo esotérico. La ciudad, espacio de racionalización del vivir, produce tanta marginalidad como eficiencia y el detective se convierte entonces en el agente que aparece para racionalizar la anomalía de la delincuencia. He aquí una nueva conexión. Para llevar a cabo su trabajo, este amateur de la investigación, se desenvuelve como personaje urbano. Camina por la ciudad, vaga, conoce los espacios, entiende sus lógicas, se desenvuelve y relaciona con sus personajes más especiales. El investigador es un flâneur. No tiene historia ni profesión, no cobra por sus servicios, pues lo hace por curiosidad. Económicamente es un mantenido y no está ca-sado ni tiene familia. Es un solitario, lo que lo transforma en un ente que trae equilibrio donde no lo hay. Precisamente esta separación de lo social le dará la objetividad necesaria para conseguir sus objetivos.

Porque es libre y no está determinado, porque está solo y excluido, el detective puede ver la pertur-bación social, detectar el mal y lanzarse a actuar. Cierta extravagancia, cierta diferencia, insiste siempre en la definición de estos sujetos extraordinarios que se asocian en el caso de Dupin con la figura del hombre de letras, del artista raro y bohemio.33

ÉMILE ZOLA, EL CASO DREYFUS Y LA APARICIÓN DEL INTELECTUAL MODERNO

¿Cómo podemos conectar la metáfora del detective con los hechos? Recurrir a un ejemplo histórico pare-ce buena idea, aunque es necesario establecer ciertos resguardos. Está claro que cada realidad nacional, cada comunidad o país, tiene sus propios hitos cuando se trata de definir apariciones. No hay nada más lejano a nuestras intenciones que intentar imponer un caso específico como punto de partida de toda historia. De tal modo que el caso de Émile Zola y el llamado affaire Dreyfus, es considerado el hito que marca la irrupción del intelectual tal y como lo conocemos hoy, pero sabemos que eso se refiere única y

32 Piglia, Ricardo. El último lector, 1ª edición, Buenos Aires, Debolsillo, 2014, p. 7033 Piglia, Ricardo. El último lector, 1ª edición, Buenos Aires, Debolsillo, 2014, p. 72.

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exclusivamente a la realidad francesa. Aun así, no deja de ser todavía un hecho paradigmático que influye más allá de las fronteras de Europa.34

Como Voltaire en su momento, Émile Zola inter-firió directamente en un caso de magnitud nacio-nal. El caso Dreyfus comenzó en 1894, cuando se acusó al capitán francés Alfred Dreyfus de espio-naje militar y de enviar documentos secretos al gobierno alemán. Cuando estalló, el caso no tenía mucho de especial. Dreyfus —que era judío— fue perseguido y encarcelado. Se nombró un Consejo Militar que consideró sus crímenes como graves, por lo que se le removió del ejército, se le degradó públicamente y se le condenó a la deportación en una cárcel en Guyana. El hecho despertó la ani-madversión del pueblo francés hacia el supuesto espía, puesto que el antisemitismo era fuerte en esos años (algo que serviría de fundamento para explicar Régimen de Vichy en la Segunda Guerra Mundial), por lo que se consideró la versión oficial del gobierno como cierta y esperable. Solo unos pocos consideraban que el caso era un montaje. La familia del degradado capitán insistió en que se realizaran más peritajes para restablecer los hechos. Sus esfuerzos, de todos modos, no darían resultados.

La verdad es que el caso era falso. El ejército ha-bía culpado a propósito a Dreyfus para encubrir al verdadero espía. Las circunstancias se volvie-ron aún más tensas cuando se nombró un nuevo consejo que no solo ratificó la decisión del prime-ro, sino que sabiendo de la inocencia de Dreyfus y teniendo al culpable identificado, decidió dejar en libertad y exonerar al verdadero espía.

Cuatro años después, el 13 de enero de 1898, la opi-nión pública tenía un total convencimiento de que

34 Para el caso chileno, quizás el hito que demarca la intro-misión del intelectual es la publicación de Sociabilidad chilena, de Francisco Bilbao en 1844. La polémica suscitada por su obra, le costó no solo un juicio, sino también el exilio. Otro hito relevante es la polémica entre Andrés Bello, José Victorino Lastarria y Jacinto Chacón respecto de la forma de escritura de la historia. En ella se enfrentaron dos visiones sobre cómo reconstruir el pasado: la filosófica, que Lastarria adquiriría de la historiografía francesa, y la positivista, que Bello defendió con rigidez y fortaleza argumental. Al respecto pueden verse los artículos Stuven, Ana María. «Polémica y cultura política chilena 1840-1850», Historia, vol. 25, pp. 229-253 y Dager Alva, Joseph. «El debate en torno al método historiográfico en el Chile del siglo XIX», Revista Compluten-se de Historia de América, vol. 28, 2002, pp. 97-138.

la versión oficial de la historia era real. Solo unos pocos periódicos habían mantenido su posición a favor del inculpado. La traición a la patria era considerada un delito terrible y el nacionalismo sirvió como catalizador para la expresión del anti-semitismo de la Francia de esos años. Fueron estos hechos los que llevaron a Émile Zola a entrar en escena. No lo hizo a través de una defensa jurídica, tampoco lo hizo a través de un libro. En un acto eminentemente moderno, apuntado a la idea de la masificación de las ideas y convirtiendo —a dife-rencia de Voltaire— a los medios de comunicación en una extensión del ágora griega, Zola escribió un artículo de 4 500 palabras que fueron publica-das ese 13 de enero en seis columnas de la primera plana del diario L’aurore. El título: J’accuse…! Lettre au Président de la République (¡Yo acuso…! Carta al Presidente de la República). En ella, como un detective, el afamado escritor narra la historia de cómo se llevó a cabo el montaje que dejó a Dreyfus en la cárcel. ¿Por qué lo hace? Su motivación, loa-ble, deja entrever un elemento caracterizador del intelectual moderno.

Diré la verdad, pues prometí decirla si la injusticia, que era la encargada de hacerlo, no la hacía plena y completamente. […] Y es a usted, señor Presidente, a quien he de pro-clamar esta verdad, con toda la fuerza de mi protesta de hombre honrado. Por nuestro honor, pues estoy convencido de que la igno-ráis. ¿Y a quién si no denunciaría yo la turba malhechora de los verdaderos culpables si no es a usted, el primer magistrado del país?35

Detalle por detalle, expone a los instigadores, acusa a los xenófobos y ubica entre la espada y la pared al poder. Decir la verdad al poderoso, esa es la misión que estudiosos como Julien Benda y Edward Said consideran que es inherente al intelectual. Orwe-ll lo diría de otro modo: decir lo que nadie quiere escuchar. En este caso, Zola se encargó de tomar al Presidente de las solapas, al mismo tiempo que repetía aquello que la opinión pública francesa se negaba a asumir: las llamadas «razones de Estado» podían ser una herramienta utilizada para la con-centración de su propio poder, incluso pasando a llevar a los individuos que, supuestamente, debía proteger. El caso Dreyfus demostró que el ideal

35 Zola, Émile. Yo acuso o la verdad avanza (el caso Dreyfus), España, El viejo topo, p. 82, trad. al esp. por Josep Torrell.

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revolucionario de libertad, igualdad y fraternidad había quedado sepultado bajo una montaña de intolerancia y atisemitismo. El deber del intelectual era denunciar aquello y acabar con la farsa de una vez, aunque eso implicara la desestabilización de un gobierno completo. He ahí parte importante de su misión: asumir la responsabilidad y el desafío cuando este se presenta.

LA VERDAD FRENTE AL PODER

En concreto, el problema intelectual es un problema ético más que laboral. No se trata de algún tipo de división del trabajo, ni de la dignidad del pensamiento. Mucho menos se trata de que haya personas con la capacidad de estructurar teorías. Todos construimos elucubraciones y teorías respecto del orden institucional y social. Aunque eso no significa que todas las teorías son siempre escuchadas, todas ellas participan de la fabricación espontánea de conocimiento y todas afectan al mercado entendido como constante circulación de ideas.

Si nos adentramos en este problema desde la epistemología, notaremos que también es un problema éti-co. Durante los inicios del siglo XX, el debate sobre el problema de la verdad y la ciencia había avanzado también en esta senda. Las investigaciones de Albert Einstein sobre la gravedad cambiaron la estructura del proceso científico. Si con anterioridad se había establecido un rígido catálogo en que la experimenta-ción ocupaba el puesto central, para la primera mitad del siglo XX los teóricos ya se habían posicionado como los grandes científicos universales. Karl Popper formaría parte de esta tendencia y cambiaría la epistemología al enunciar que la investigación no pasa por recolectar evidencia para demostrar una hi-pótesis, sino precisamente para refutarla. Solo a través de ese proceso la hipótesis podía convertirse en teoría y adquirir la fuerza que necesitaba para sostenerse en el tiempo.36

Hasta el día de hoy, la propuesta popperiana resulta contra intuitiva. Esto es porque concentra sus es-fuerzos en una posición ética. Lo primero es reconocer que el conocimiento humano es incompleto y falible. Bajo esta perspectiva, no será relevante la cantidad de antecedentes que recolectemos o experi-mentos que hagamos, siempre existirá la posibilidad de que un nuevo antecedente o experimento refute nuestras conclusiones iniciales. Por lo mismo, la comprobación en el conocimiento científico (que para Popper iba más allá de las ciencias naturales) no existe como tal. Al científico no le queda más remedio que asumir que nunca tendrá la razón absoluta y que su conducta ética debe estar a la altura de las cir-cunstancias. Con esta posición, se desbarató de una vez el carácter de autoridad de cualquier especialista y se abrió la puerta, para el caso de las disciplinas científicas, a la idea de la construcción social y coope-rativa del conocimiento.

De ahí que Popper le dedicara tanto tiempo al estudio de la ética y a los tan despreciados filósofos preso-cráticos. Entendiéndolos a ellos como los primeros científicos teóricos que sostuvieron teorías conjetu-rales y no experimentales (al contrario de lo que, de algún modo, proponía Aristóteles), construyó una especie de decálogo ético que se concentraba en nuestra posición sobre el error y en la aspiración a en-contrar una verdad que, sabía, no podíamos más que alcanzar incompleta y tangencialmente. Estos son los doce puntos de su ética científica:

1. No existen las autoridades2. Es imposible evitar todos los errores3. Sigue siendo nuestro deber hacer todo lo posible para evitar los errores4. Los errores se pueden esconder hasta en nuestras teorías mejor elaboradas5. Hemos de cambiar nuestra actitud hacia los errores6. Debemos aprender de los errores que hemos cometido

36 Verdugo, Carlos. «La filosofía de la ciencia de Karl Popper», Estudios Públicos, No. 62 (otoño 1996), pp. 185-187.

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7. Entonces hay que estar siempre a la caza de los errores que hemos cometido

8. La autocrítica es el principal deber9. Como debemos aprender de los errores, hay

que aceptar que nos los señalen10. Necesitamos que otros estén descubriendo y

corrigiendo nuestros errores y viceversa11. La mejor crítica es la propia, pero la fundamen-

tal es la ajena12. La crítica racional debe ser siempre específica

(explicada, impersonal y compasiva).37

Es por estos motivos que Popper, uno de los gran-des intelectuales liberales del siglo XX, no se quedó exclusivamente en el pensamiento científico. Para él, el rol que cumplía la búsqueda de la verdad en una sociedad democrática era fundamental y fue así que concentró gran parte de sus esfuerzos en concebir una forma de relacionar este tipo de pen-samiento con la política, sin que eso significara caer en los excesos a los que llegó el fascismo. Pre-cisamente, para él la narración corroboracionista y negativamente experimental que los regímenes totalitarios crearon sobre el fundamento cientí-fico de sus sistemas políticos lo llevó a pensar la ciencia desde el pluralismo. Ahí es donde nace su férrea crítica al platonismo y a la creencia en la existencia del filósofo-rey. Asumiendo una con-ducta parecida a la que tuvo con el error, planteó que el problema de la política no era la pregunta sobre quién debe gobernar, sino cómo debe ser el sistema político adecuado para una sociedad en que nadie es poseedor de la verdad. Para él la de-mocracia cumplía con este rol. Le daba cabida al debate pluralista y abierto, respetaba las posicio-nes de todos los individuos y sostenía la alternan-cia en el poder a partir de la crítica racional y la responsabilidad personal.

El problema de la verdad científica y su búsqueda se convirtió en un tópico sumamente relevante. La segunda mitad del siglo XX vio cómo se pasa-ba de un debate concentrado en la objetividad del conocimiento a su relativización. Un discípulo de Popper, Paul Feyerabend, llegó incluso a la conclu-

37 Popper, Karl. «Algunos principios para una nueva ética profesional basada en la teoría de Jenófanes acerca de la verdad», en Petersen, Arne (comp.), El mundo de Parméni-des. Ensayos sobre la ilustración presocrática, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 92-94, trad. al esp. por Carlos Solís [Vers. orig., The World of Parmenides. Essays on the Presocratic Enlightenment, Londres, Routledge, 1998].

sión de que la metodología estricta que solía ver-se en la ciencia, era un invento producto de una narración autoafirmativa de los científicos para darle validez a sus postulados. Usualmente enten-demos la ciencia como pasos a seguir, como una especie de receta para llegar a la verdad, pero lo cierto es que la repetición continua de los mismos mecanismos no tendría por qué llevarnos a con-clusiones diferentes de las que ya poseemos. Fe-yerabend llevó así hasta el extremo las posiciones popperianas sobre la creatividad y la imaginación en la producción de las hipótesis y, al mismo tiem-po, recalcó el valor del error y el azar. Su anarquis-mo epistemológico, es una…

crítica a los procedimientos de reproducción del conocimiento científico y a su posición hegemónica en las sociedades contemporá-neas. La ciencia, sostiene Feyerabend, posee una doble autoridad, por un lado autoridad teórica, y por otra autoridad social. Bajo esta perspectiva la educación científica se cons-tituye como un dispositivo de reproducción de esta actitud reduccionista, procediendo a partir de la delimitación de un dominio de investigación en que se aísla una parcela de conocimiento a la que se le confiere una ló-gica propia. De ello se sigue que este dominio uniformice sus acciones y el proceso históri-co sea presentado a partir de “hechos” esta-bles que parecen mantenerse a pesar de las vicisitudes de la historia.38

Por lo mismo, aunque a diferencia de Popper, Fe-yerabend defiende el «todo vale» como único mé-todo. No hay creencia, percepción ni opinión que no valga. En la interacción espontánea y diaria de las diferentes posiciones individuales de aquellos que buscan el conocimiento, la ver-dad y los descubrimientos toman forma. Es una posición extremada de los planteamientos de su maestro, pero no por eso menos ética. Así como Popper se concentraba en la actitud hacia el error, Feyerabend se dirige hacia el respeto y la apertura. Así es como el arte y la religión pasan también a ser aportes en la construcción de nuestros acerca-mientos a la realidad.

38 Facuse, Marisol. «Una epistemología pluralista. El anarquis-mo de la ciencia de Paul Feyerabend», Cinta moebio, vol. 17, p. 149.

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Esta visión más convencional que dogmática de lo que es cierto, convierte a la verdad en el principal enemigo del poder. Este se estructura a partir de lo único, de lo homogéneo y es por eso que tiende a la monopolización de la verdad. Desde ahí nacen las historias oficiales, las razones de Estado y múltiples explicaciones para intentar dejar como verdadera una sola posición. Aquí, nuevamente, el fantasma de Platón aparece, pero los estudios epistemológicos y luego la crítica posmoderna terminarán por socavar esa mirada. Bajo ella, el concepto de intelectual se subjetiviza, se vuelve indeterminado. Esto porque si la verdad se convierte en la herramienta que ataca el poder y la libertad —tal como dice Orwell— se trans-forma en el medio que permite «decirle a la gente lo que no quiere oír»,39 entonces la definición de Edward Said se vuelve casi imperativa: un intelectual es alguien que le dice la verdad al poder. No existe la forma de determinar quién tendrá que realizar tal función, ni la forma en que lo hará.

… el intelectual puede definir muy numerosas identidades, que pueden coexistir en un mismo perio-do. Por lo tanto, la historia de los intelectuales no puede limitarse a una definición a priori de lo que debería ser el intelectual según una definición normativa. Por el contrario, tiene que quedar abierta a la pluralidad de estas figuras que, todas, señalan matizaciones diferentes de la manera de tocar el teclado de la expresión intelectual.40

El valor de la experiencia individual es especialmente importante en Edward Said. Nacido en Palestina bajo mandato británico y tras vivir y estudiar en Egipto, fue formando su mirada de izquierda a partir de esa doble experiencia. Posteriormente se dedicaría al estudio de la lengua inglesa, doctorándose en la Universidad de Harvard. De origen árabe y cultura anglosajona, su mirada es cercana a la de un apátrida. Podemos conectar su posición con el proceso histórico que hemos narrado hasta ahora.

Con la aparición de la ciudad y el estallido de la educación universitaria, más personas tuvieron acceso al conocimiento y a las labores llamadas «intelectuales». Fue así que estas tareas comenzaron a profesio-nalizarse progresivamente. Siempre al alero del Estado o como simples consejeros del rey, las huestes de estudiantes salidos de la universidad se volvieron fundamentales para sostener la burocracia del Estado y para justificar el poder concentrado de los monarcas. De ahí surgió, a la larga, el poderío del Estado moderno tanto en su variante absolutista como nacional. Luego, con el desarrollo de la tecnocracia, el estudiante se volvió técnico y su saber específico una herramienta de control bastante funcional para las intenciones de concentración del poder político. El poder intelectual del burócrata se fue difuminando hasta confundirse con la eficacia. De ahí que hoy el intelectual sea mal mirado. Al ser un inconformista y un contestatario, no sigue la lógica de la eficiencia que niega la ideología, sino que refrenda a esta como utopía. Esta última posición es la que Said tiende a defender, especialmente por la relevancia de la ima-ginación en la sociedad.

… me gustaría insistir también en la idea de que el intelectual es un individuo con un papel público específico en la sociedad que no puede limitarse a ser un simple profesional sin rostro, un miembro competente de una clase que únicamente se preocupa de su negocio. Para mí, el hecho decisivo es que el intelectual es un individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un men-saje, una visión, una actitud, una filosofía o una opinión para y en favor de un público. Este papel tiene una prioridad para él, no pudiendo desempeñarlo sin la sensación de ser alguien cuya misión es la de plantear públicamente cuestiones embarazosas, contrastar ortodoxia y dogma (más bien que producirlos), actuar como alguien a quien ni los gobiernos ni otras instituciones pueden do-

39 Orwell, George. «La libertad de prensa (“Rebelión en la granja”)», en Ensayos, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2013, p. 625, trad. al esp. por Manuel Cuesta y Osmodiar Lampio [Vers. orig. Essays].

40 Dosse, François. La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual, Valencia, Publicacions de la Universi-tat de València, 2006, p. 34.

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mesticar fácilmente, y cuya raison d’etre consiste en representar a todas esas personas y cuestiones que, por rutina, quedan en el olvido o se mantienen ocultas.41

Frente a todo, Said está consciente de que existen ciertas características profesionales en el intelectual. Eso responde, tal como él mismo menciona, a la lógica gramsciana que lo define como parte de una clase. De este modo, las clases que están en disposición de asumir el poder y la dirección de otros grupos socia-les (a los que Gramsci llama «clases esenciales»), desarrollan a sus intelectuales orgánicos para que cum-plan una función determinada dentro del proceso económico tal y como esa clase la concibe42. Bajo esta perspectiva, se vuelve comprensible la transformación de las universidades en centros de producción de profesionales. Con el paso de los siglos, la masificación de los estudios universitarios ha intensificado el proceso de profesionalización. Aun así, en contraposición a esta mirada, Said prefiere recalcar ese otro elemento que define al intelectual y que nosotros hemos refrendado a lo largo de estas páginas. No es su origen social ni el sistema económico que perpetúa aquello que lo define como tal, sino su compromiso con una verdad que es lanzada de cara al poder sin medir las consecuencias.

En este sentido, el intelectual está lejos de ser quien realiza un mero ejercicio reflexivo. El mundo aca-démico universitario, para Said, no es lo intelectual. De ahí que la imagen tradicional que presenta a los intelectuales como una especie de replicación del ideal ascético del monje no es tan acertada. Ser inte-lectual es fundamentalmente acción. Enfrentar al poder requiere de un acto performativo que va más allá de la mera escritura, sino que se acerca más al «arte de representar, ya sea hablando, escribiendo, enseñando o apareciendo en televisión».43 Es una vocación y, como tal, es importante «en la medida que resulta reconocible públicamente e implica a la vez entrega y riesgo, audacia y vulnerabilidad».44

Estos personajes extraños, pues lo son en la medida que la mayoría se profesionaliza, aportan entonces una mirada en contrapunto. Al decir lo que nadie quiere escuchar, se vuelven un elemento disruptor al interior de un mundo en que todo pareciera tener una forma correcta de hacerse. El amor por la eficien-cia termina cegando a la sociedad y la lleva, poco a poco, a creer que siempre sigue el camino correcto. Ahí es donde el intelectual aparece para discrepar y son esas diferencias las que permiten la retroali-mentación de nuestro sistema político y social. En un mundo de mera efectividad, la democracia sería impensada y el totalitarismo una amenaza constante. Es contra esto que se levanta el disidente.

Básicamente, el intelectual, en el sentido que yo le doy a esta palabra, no es ni un pacificador ni un fabricante de consenso, sino más bien alguien que ha apostado con todo su ser en favor del sentido crítico, y que por lo tanto se niega a aceptar fórmulas fáciles, o clichés estereotipados, o las confir-maciones tranquilizadoras o acomodaticias de lo que tiene que decir el poderoso o el convencional, así como lo que estos hacen. No se trata solo de negarse pasivamente, sino de la actitud positiva de querer afirmar eso mismo en público.45

Ahora bien, ¿cómo alguien puede plantearse de esa forma si vive inserto dentro de la realidad que dice criticar? Para Said, el propio trabajo intelectual recrea el contexto necesario. Al ser este un trabajo emi-nentemente subjetivo, el aislamiento se convierte en una constante. El propio intelectual debe luchar para mantenerse conectado a la realidad, pero mayoritariamente su ejercicio reflexivo previo a la ac-ción es de un observar constante, que lo abstrae de la sociedad como preparación de sus participaciones públicas. La convicción en la crítica lo nutre y el aislamiento le da una perspectiva de diferencia que le

41 Said, Edward. Representaciones del intelectual, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2007, p. 30, trad. al esp. por Isidro Arias [Vers. orig., Representations of the Intellectual, Londres, Vintage, 1994].

42 Gramsci, Antonio. La formación de los intelectuales, México D. F., Grijalbo, 1967, p. 22, trad. al esp. por Ángel González Vega [Vers. orig. Antologia degli scritti, Roma, Editori Riuniti, 1963].

43 Said, Edward. Representaciones del intelectual, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2007, p. 32.44 Said, Edward. Representaciones del intelectual, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2007, p. 32.45 Said, Edward. Representaciones del intelectual, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2007, p. 41.

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entrega las armas para decirle al mundo lo que él cree que está mal.

Es por esto que para Said el intelectual es, de ma-nera natural, un exiliado. No solo es una persona que ha sido alejada de su tierra, sino que también es alguien que utiliza esa distancia para crear una perspectiva. La subjetividad de este punto de vista es lo realmente relevante. No pertenecer por com-pleto a un solo lugar crea una mirada fronteriza, algo que no nos es ni totalmente conocido ni total-mente extraño y que, sin embargo, nos hace sen-tido en alguna dimensión y estremece nuestras conciencias. Su efecto puede llegar a ser destruc-tivo. Al sentirse con el deber de decir su verdad y enfrentarse al poder, «el exilio para el intelectual es inquietud, movimiento, estado de inestabilidad permanente y que desestabiliza a otros».46 Está ahí para que todo quede en entredicho y, de esa forma, se conformen nuevas formas de pensar el mundo que nos rodea y las acciones que realizamos. Es así que, en el ejercicio de su individualidad, quien asu-me este exilio logra ver las cosas «no simplemente como son, sino también como han llegado a ser».47 Esta perspectiva para ver los hechos es fruto de un aislamiento que le hace valorar la historia sin ape-lar a una falsa objetividad. Él sabe que su mirada es personal e individual y es ese el principal valor que resalta, aunque defienda sus apreciaciones con vehemencia.

La mirada de Said es también exhortativa. Ser un intelectual, tal y como hemos venido diciendo, tiene menos que ver con la lectura y el estudio que con la utilización de los conocimientos en favor del desarrollo de la individualidad. El convertirse en lector del mundo y en escritor de posiciones morales es más bien una consecuen-cia. El actuar es fruto de la concentración de ideas y apreciaciones personales sobre lo que ocurre y lo que nos rodea. Ser un intelectual es, antes que cualquier otra cosa, ser libre.

El exilio significa que vas a estar siempre marginado, y que lo que haces como inte-lectual deberás inventarlo, porque no puede seguir una senda prescrita. La única satis-

46 Said, Edward. Representaciones del intelectual, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2007, p. 72.

47 Said, Edward. Representaciones del intelectual, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2007, p. 79.

facción estriba en ser capaz de experimentar ese destino no como una privación o como algo que debe lamentarse, sino como una es-pecie de libertad, como un proceso de descu-brimiento en el que realizas cosas de acuerdo con tu propia pauta, porque diversos intere-ses cautivan tu atención; ese es el objetivo particular que te planteas a ti mismo.48

Como el detective privado, quien se dedica al ca-mino intelectual tiene múltiples formas de expre-sión. El hecho mismo de que tanto Piglia como Benjamin se fijaran en ese tipo de personaje nos dice algo. Cuando el investigador privado se lanza a la calle para corregir una situación de margina-lidad, lo que hace es utilizar su lectura del mundo como base teórica para una expresión práctica. En este caso, ayudar a la policía o restablecer el orden se vuelve una tarea fundamentalmente intelec-tual, aunque en realidad parezca ser el trabajo su-cio, aquel que nadie quiere hacer. En este sentido, el trabajo del intelectual también es un «trabajo sucio», pues implica estar recordándole a la socie-dad que no todo lo hecho está bien. Aquello que simbólicamente plantea alguien como Sherlock Holmes es lo que vemos en la definición que Said nos propone para entender al intelectual. Sherlock es fundamentalmente un exiliado, un inadaptado. Ayuda a la policía de forma gratuita porque su in-terés está en los desafíos que puede autoimponer-se respecto de la solución de problemas. Es un cé-libe que lo ha dejado todo, que se ha exiliado para no entorpecer aquella tarea que entiende como fundamental. Lo interesante es también el indi-vidualismo. El detective lleva a cabo su acción de búsqueda de la verdad de manera personal. El ais-lamiento que manifiesta se debe precisamente a eso, de ahí que el ser intelectual tiene mucho más que ver con la convicción que con el tipo de tra-bajo que se haga o la clase a la que se pertenezca.

CONCLUSIÓN: EL ROL INTELECTUAL DEL CIUDADANO

A lo largo de estas páginas, hemos podido reali-zar un recorrido por la historia de la disidencia intelectual. Esta parte ya desde los tiempos más

48 Said, Edward. Representaciones del intelectual, 1ª edición, Barcelona, Debate, 2007, p. 81.

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remotos, aquellos en que la civilización occidental nació y comenzó su desarrollo. Punto relevante es, sin duda alguna, que la distinción establecida entre trabajo manual e intelectual es, para estos tiempos, in-necesaria. Establecer una diferenciación de clase en función de una jerarquía del trabajo es inconsistente con las bases epistemológicas de nuestro tiempo. Asimismo, parece existir cierta evidencia que sostiene la tesis de que hay una tradición histórico-filosófica que perpetuó la idea de que los trabajos llamados intelectuales, estaban en la parte superior de la jerarquía laboral. Esta genealogía tendría sus raíces en el idealismo platónico y se habría heredado a través de este al cristianismo paulista y luego a la poderosa Iglesia Católica y su clero. Esta forma de intelectualidad sería la que estaba arrimada al poder o, al menos, la que lo defendía para alcanzar la homogeneidad de pensamiento.

Al mismo tiempo pareció existir otra tradición. Nebulosa y difícilmente agrupable, estaba constituida de inconformistas y detractores del poder. Cuestionaron el orden establecido y propusieron visiones que incluso no buscaban ser hegemónicas. Por lo mismo, se mantuvieron siempre marginales. No eran es-cuelas que estuvieran coordinadas o que fueran sistemáticas en su oposición, sino que se estructuraron espontáneamente de manera orgánica. Desde la antigüedad hasta nuestros días, estos pensadores han cambiado de rostros y estrategias. Así es como podemos trazar una línea común desde Diógenes hasta Emile Zola, pasando por los goliardos medievales y los humanistas europeos. Para fines del siglo XVIII, lo que inicialmente parecía desorganizado tomó fuerza en términos intelectuales y eso conllevó la aparición de la revolución y la expansión de la democracia en Europa y América. La propia naturaleza de los movi-mientos que crearon ese nuevo orden, dio nacimiento a una nueva generación de intelectuales disconfor-mes que, lejos de arrimarse a los nuevos poderes establecidos tras la revolución, se rebelaron contra él e hicieron manifiestas sus contradicciones. Con la modernidad, dos posiciones se afianzaron. La primera, que podemos alcanzar el orden y la igualdad por medio de la razón. La segunda, contrapuesta a la pri-mera, que nada hay más permanente que el cambio perpetuo. Los intelectuales del siglo XIX se tomaron en serio la segunda de ellas. La crítica, entonces, se convirtió en el arma y la conciencia de la civilización.

La posición de este ensayo es clara. La disidencia es el fundamento de la intelectualidad. El simple ma-nejo de la información no es más que un dato a la hora de realizar el análisis. Muchos podrán afirmar que el consejero del poder también es un intelectual, pero el fundamento de su actuar es vano. La civilización occidental se ha narrado a sí misma a partir de un hecho originario: la crisis. Desde que occidente tiene conciencia de sí, lo que supuestamente lo caracteriza es esa tendencia inevitable a la crisis, a la idea de que todo lo que se consideraba correcto es, en algún momento, puesto en duda. De ahí mismo viene el saber racional y laico.

Si hemos de entender así a la civilización occidental, entonces solo podemos entender al intelectual como el vector de la crítica. El indeseable, el molestoso, el crítico y el polemista son los productores de crisis. En cambio, quien se arrima al poder, sin importar si su función es o no reflexiva, busca la eliminación de los elementos disruptivos. La extensión del orden de una sola ideología o la ilusión de la eliminación de esta por medio de la aplicación de la eficiencia, son situaciones que el intelectual no permitirá. Su labor es hacer ruido y mantenernos en crisis, en constante duda sobre lo que hacemos y hemos conseguido.

Por lo mismo, esta misión no es propia de una clase, ni de un tipo de trabajo. El intelectual es, antes que nada, un individuo que apela a su emancipación. Desatarse y levantarse en contra de todo lo estable-cido es algo que cualquier individuo puede realizar. Artistas, obreros, médicos o profesores, todos pueden cumplir una función intelectual más allá de si utilizan o no el esfuerzo físico en sus labores diarias. Es fundamentalmente la crítica y el deseo de emancipación, el ejercicio de su libertad, lo que los hace intelectuales en sus respectivos contextos.

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