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Luis Ricardo Navarro Díaz

Barranquilla (Colombia)2010

© Ediciones Uninorte, 2010© Luis Ricardo Navarro Díaz, 2010

Coordinación editorialZoila Sotomayor O.

Diseño y diagramaciónMunir Kharfan De los Reyes

Diseño de portadaJoaquín Camargo Valle

Corrección de textosHenry Stein

echo en Colombiaade in Colombia

Navarro Díaz, Luis Ricardo. Entre esferas públicas y ciudadanías : las teorías de Hannah Arendt, Jürgen Habermas y Chantal Mouffe Aplicadas a la comunicación para el cambio social / Luis Ricardo Navarro Díaz.

xii, 197 p. ; 24 cm. Incluye referencias bibliográfi cas (p. 189-197) ISBN 978-958-741-055-6

1.Filosofía alemana—Siglo XX. 2. Democracia. 3. Ciudadanía. 4. Pluralismo cultural. 4. Arend, Hannah, 1905-1975 – Crítica e interpretación. 5. Habermas, Jürgen, 1927- – Crítica e interpretación. 6. Mouffe, Chantal, 1943- – Crítica e interpretación. I. Tít.

(193 N322) (CO-BrUNB)

www.uninorte.edu.coKm 5 vía a Puerto Colombia, A.A. 1569Barranquilla (Colombia)

Luis Ricardo Navarro Díaz

Profesor catedrático de la Fundación Universidad del Norte del programa de Comunicación Social. Magís-ter en Comunicación con trabajo de grado meritorio de la misma institución (2009). Filósofo y Comunica-dor Social con énfasis en periodismo de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Ha sido profesor de tiempo completo de las universidades Tecnológica de Bolívar y Simón Bolívar de Barranquilla, y catedrático de las universidades Autónoma del Caribe y Sergio Ar-boleda. Ponente y conferencista frecuente sobre temas de comunicación para el cambio social. Experiencia en medios masivos de comunicación nacional.

Autor

Prólogo ............................................................................................Clemencia Rodríguez

Introducción ....................................................................................1

I PARTEFUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA DE LOS CONCEPTOS

DE ESFERA PÚBLICA Y CIUDADANÍA

1La esfera de lo público desde Hannah Arendt: Una propuesta de ciudadanía política ...........................................13

Introducción y esbozo de una tesis,  13. Apartado I: Tres consideraciones centrales: La política, la comprensión y la libertad, 15. Una anécdota que nos lleva a la compren-sión, 15. La política como un espacio de relación “entre” los sujetos,  22. La esfera pública como escenario para la liber-tad, 24. Apartado II: La condición humana desde Arendt: Labor, trabajo y acción: una propuesta de ciudadanía po-lítica, 26. Vita activa y Vita contemplativa, 27. El ámbito de la esfera privada: Labor y trabajo, 28. El ámbito de la esfera pública: Acción, 30. El ámbito del sujeto: Bios polí-ticos, 34. Apartado III: Un asunto humano: La libertad, 38. El hacer y el decir como acciones propias de la libertad humana, 40. La esfera pública: “Lo común entre”, 45.

CONTENIDO

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2Estudio histórico del concepto de opinión pública desde los postulados de Jürgen Habermas. Construcción de una ciudadanía deliberativa ..............................51

Introducción y plan de trabajo, 51. Apartado I: Ubica-ción de la categoría öffentlichkeit (opinión pública) en el contexto general de la obra de Habermas, 53. Aclaración semántica de la traducción de la categoría Öffentlichkeit por opinión pública, 53. Consideraciones iniciales: Aproxi-mación a una sustentación conceptual de la propuesta política de Habermas, 56. Apartado II: Breve recorrido por la transformación estructural del concepto de opi-nión pública, 60. Edad Antigua (Grecia), 60. Edad Media (Europa), 62. Edad Moderna (La sociedad burguesa), 64. Transformación y declive del concepto: Surgimiento de la publicidad crítica, 69. Apartado III. Una propuesta des-de Habermas: La emergencia de un nuevo concepto de ciudadanía deliberativa a partir de la transformación de la opinión pública, 75. La legitimación pública ante la ciuda-danía como forma de reconocimiento político, 75. La idea de una ciudadanía deliberativa, 81.

3Entre antagonismos y agonismos: La emergencia de una ciudadanía radical desde la perspectiva de Chantal Mouffe ........86

Introducción, 86. Apartado I: Aproximación al pensamien-to político de Chantal Mouffe: El sujeto adversario y la sociedad radical, 87. El punto de partida: La crítica al pen-samiento de inspiración liberal-democrático y la reformu-lación de la frontera de lo político, 87. Las ideas de exterior constitutivo y la construcción de identidad, 91. Aparta-do  II: Reformulación de la esfera de la política: La idea de democracia radical, 97. Una aproximación a los con-ceptos de antagonismo y agonismo, 97. La identidad como construcción de la diferencia: el enfrentamiento agonísti-co, 100. La idea de poder en la sociedad democrática, 106. Apartado III: Construcción de la idea de ciudadanía radi-cal, 108. El confl icto como elemento político necesario en la redefi nición de una ciudadanía radical, 109. La tensión entre la esfera pública y privada en el proyecto de una ciu-dadanía radical, 114.

v

II PARTEAPROXIMACIÓN HISTÓRICA Y CONCEPTUAL DE LA

COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL

4Ubicación teórica de los conceptos de Esfera Pública y Ciudadanía en el discurso de la comunicación para el cambio social ..................................123

Apartado I: El concepto de comunicación para el cambio social, 126. Revisión de algunas acepciones: La comuni-cación para el desarrollo, la comunicación alternativa y la comunicación para el cambio social, 126. Apartado II: La relación entre comunicación y cambio social, 131. Una relación pensada desde la participación, la cultura y la di-ferencia, 131. Apartado III: Recorrido histórico por el dis-curso teórico de la comunicación para el cambio social, 134Dos dimensiones teóricas: Teorías de la modernización y teorías de la dependencia, 134. Apartado IV: Dos catego-rías básicas para pensar la comunicación para el cambio social: ciudadanía y esfera pública, 140. Una propuesta de fundamentación fi losófi ca del discurso de la comunicación para el cambio social, 148. Desde Arendt: La comunica-ción para el cambio social como una acción antitotalitaris-ta, 149. Desde Habermas: Una comunicación deliberativa para el cambio social, 157. Desde Mouffe: Hacia una co-municación agonista, 167.

Conclusión ..................................................................................175Aportes teóricos al discurso de la comunicación para el cambio social en el contexto latinoamericano, 175.

Referencias ...................................................................................189

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Este texto es un ejemplo claro de los nuevos derroteros hacia don-de avanzan las nuevas generaciones de la academia latinoamerica-na. Luis Ricardo Navarro se acerca a las propuestas teóricas de Han-nah Arendt, de Jürgen Habermas y de Chantal Mouffe desde una mirada fuertemente anclada en el contexto colombiano, desde un país que nos duele a todos, y desde un compromiso incansable con la vida y con la esperanza añejado en la cotidianidad de nuestras comunidades, que se niegan a ser infelices, a pesar de todo.

La propuesta teórica de Luis Ricardo Navarro es heredera de los estudios latinoamericanos sobre la comunicación y la cultura de los ochenta y noventa y la propuesta por un Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (NOMIC) liderada por los países del sur global a comienzos de los ochenta dentro de la Unesco. Es decir, el trabajo de Navarro surge de propuestas tanto intelectuales como políticas a través de las cuales el Sur fi nalmente se atreve a hablar, y lo hace a gritos.

PRÓLOGO

Clemencia Rodríguez*

* Profesora en el Departamento de Comunicación de la Universidad de Oklahoma, Estados Unidos. Licenciada en Ciencias de la Comunicación de la Universidad Javeriana; recibió una Maestría en Comunicación para el Desarro-llo y un Doctorado en Telecomunicaciones Internacionales de la Universidad de Ohio, Estados Unidos. Experta en medios ciudadanos y comunitarios y en el cam-po de la comunicación para el cambio social. [email protected]

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Desde fi nales de los setenta se vienen consolidando las propuestas teóricas alternativas desarrolladas por intelectuales latinoamerica-nos para comprender procesos culturales, comunicativos y mediá-ticos. Antonio Pasquali desde Venezuela, Paulo Freire desde Brasil, Rosa María Alfaro desde Perú, Armand Mattelart en Chile, Luis Ramiro Beltrán en Bolivia, Marita Matta y Eliseo Verón en Argen-tina, Néstor García Canclini en México, Mario Kaplún en Uruguay y Jesús Martín Barbero en Colombia proponen una serie de teorías pioneras que le permiten a América Latina teorizar la comunica-ción y la cultura en sus propios términos, cuestionando la simple adopción de teorías y metodologías importadas del Norte. Así mis-mo, la academia latinoamericana rompe con la idea de la academia como una "torre de marfi l", y propone, en cambio, un tipo de que-hacer académico profundamente comprometido con los movimien-tos sociales de comunidades indígenas, de mujeres, de jóvenes que lideran las movilizaciones políticas y las transformaciones culturales en la región.

Al mismo tiempo, durante la década de los setenta, delegados del Tercer Mundo se toman la palabra en las reuniones de la Unesco para exponer el escenario global de inequidad entre el Norte y el Sur en áreas de comunicación, cultura y medios de comunicación. En 1980 la Unesco lidera una de las primeras investigaciones serias sobre los fl ujos globales de información y comunicación y después de varios años de recolección de datos y análisis de los mismos pu-blica el famoso Informe MacBride, que revela un abismo insonda-ble entre los recursos del Norte y del Sur para expresarse, hablar y nombrar el mundo.

Es en este contexto donde radica el signifi cado del trabajo de Luis Ricardo Navarro. Es precisamente desde esa necesidad urgente de re-pensar el contexto local desde donde el autor se acerca a los plan-teamientos de Mouffe, Habermas y Arendt. Pero además es un re-pensar que no se detiene en el pensar por el pensar; es un pensar que si no apunta a la acción, se siente incompleto. Mucha/os han re-pensado a Habermas, a Mouffe y a Arendt. Poco/as han re-pensando a Arendt, a Mouffe y a Habermas en el contexto de la comunicación

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

para el cambio social. He aquí la principal contribución de Navarro. Es aquí donde comienza una verdadera teorización latinoamerica-na en torno a ese término tan nombrado como –frecuentemente– vacío: la comunicación para el cambio social. Desde los plantea-mientos de Arendt, Mouffe y Habermas, el autor va delineando los parámetros conceptuales de lo que teóricamente queremos decir cuando decimos "comunicación para el cambio social".

Por otro lado, este libro es importante incluso para quienes poco interés sienten por el campo de la comunicación para el cambio social. Navarro, ávido estudioso de la tradición fi losófi ca occidental, explica de forma brillante y clara los planteamientos principales de Hannah Arendt, Jürgen Habermas y Chantal Mouffe. Entre esferas públicas y ciudadanías es una introducción excelente para quien aspire adentrarse en complejos textos de estos tres fi lósofo/as. Las ideas de estos autores sobre la ciudadanía, sobre lo público, sobre la relación entre el proceso democrático y el proceso comunicativo, tan centrales en el quehacer fi losófi co, sociológico, comunicacio-nal, cultural y político, son muy importantes en el texto de Navarro, y por lo tanto lectura obligada para quien se interese en incorporar-las en su inventario conceptual.

Este libro de Luis Ricardo Navarro es la primera tesis de la primera promoción de la Maestría en Comunicación y Cultura de la Univer-sidad del Norte. Muy prometedor. La Maestría se está convirtiendo en un espacio de encuentro del que se están apropiando estudiantes que viajan desde Bucaramanga, Santa Marta y Montería y profe-sores que viajamos desde Oklahoma, Israel, México, Dinamarca y California. Para nosotros como profesores, la Maestría constituye un foro inigualable de refl exión seria; exponemos nuestras ideas y los estudiantes nos responden con base en sus años de experiencia en áreas de comunicación, medios, periodismo y cultura trabajando con las comunidades indígenas de la Sierra Nevada, o con comuni-dades desplazadas por la guerra, o con medios locales y regiones, o con la red de radios comunitarias del Magdalena Medio. Cada vez que estoy dando clase en la Maestría de la Uninorte me siento la profesora más afortunada del mundo.

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Prólogo

No creo que sea fortuito que Entre esferas públicas y ciudadanías haya sido escrito en Barranquilla. Ciudad y libro existen en la in-tersección; son productos de hibridaciones fascinantes; surgen en el momento en que el colectivo humano opta por ser puente entre diferencias; puente para el diálogo y el deleite mutuo. Navarro y su libro: puente entre la academia europea y el contexto colombiano. Puente entre la fi losofía y la comunicación. Puente entre pensa-miento y acción. Puente entre el dolor de Arendt en su Europa des-angrada y nosotros, en nuestra Colombia desangrada. Barranquilla: puente entre el Medio Oriente, África, Europa y las Américas. Ba-rranquilla, donde los/las colombiano/as podemos darnos el lujo de ser caribes. Barranquilla, puente entre el río y el mar. Barranquilla: “la nuestra es agua de río mezclada con mar”.

Norman (Oklahoma), julio de 2009

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

Como primera consideración es importante exponer la natura-leza de este libro. Este texto tiene características estrictamente teó-ricas, es decir, se trata de un trabajo conceptual, y como tal se ha pensado el desarrollo de sus contenidos. El objetivo de estas páginas introductorias apunta a exponer el tema investigado, describirlo y justifi carlo; así mismo, plantear de forma concreta la pregunta pro-blema que constituye el hilo conductor de todos los capítulos del texto. De igual forma, explicar la pertinencia del libro tanto para el ámbito académico como para el ámbito científi co y describir su estructura y sus etapas para desarrollar sus contenidos.

El punto de partida consistirá en marcar las fronteras de la obra. Elaborar un discurso sustentado transversalmente desde dos cate-gorías específi cas: esfera pública y ciudadanía, será eje el central de la misma. Ahora bien, el discurso está construido desde perspecti-vas teóricas específi cas, motivo por el cual es razonable proponer el diseño de este texto a través de un recorrido elaborado en cuatro capítulos descritos de la siguiente manera:

Inicialmente se recogen los aportes realizados por algunos autores de la fi losofía moderna como Arendt (1905-1975) y Habermas (1929-).

INTRODUCCIÓN

El plan de trabajo. Análisis de la comunicación para el cambio social a través de dos categorías

concretas: esfera pública y ciudadanía

1

En los dos primeros capítulos de este estudio la idea es exponer las propuestas de estos pensadores con respecto específi camente a las categorías en cuestión. La condición humana (1958) para la elabora-ción del discurso de Arendt e Historia y crítica de la opinión pública (1962) para el de Habermas serán los textos centrales para el estudio de la categoría de lo público y la construcción de una ciudadanía deliberativa. En el tercer capítulo, el planteamiento continúa con la propuesta contemporánea de la belga Chantal Mouffe, quien expo-ne la idea de una ciudadanía radical de gran utilidad para la cons-trucción de la tesis de esta publicación. Para tal fi n, El retorno de lo político (1993) será una obra fundamental.

En coherencia con lo propuesto, en el cuarto capítulo se presenta una mirada de los principales elementos teóricos que caracterizan la comunicación para el cambio social. La idea es pensar la comu-nicación desde los referentes conceptuales de Arendt, Habermas y Mouffe, expuestos de manera previa en anteriores capítulos, con el fi n de presentar los aportes teóricos en las páginas fi nales de este libro. Es por eso que en el fragmento fi nal de este estudio se expone las conclusiones del autor.

Con este recorrido, y a partir de los autores abordados, el libro iden-tifi ca los aportes teóricos al discurso de la comunicación para el cambio social; para lo cual plantea las categorías de esfera pública y ciudadanía como pilares para pensar conceptualmente una comu-nicación con aspiraciones tanto transformadoras de las relaciones sociales como liberadoras de los sujetos, movilizada además por la búsqueda de la autonomía y el empoderamiento humano. En este sentido, en este libro se asume la comunicación como un proce-so social que tiene como objetivo tanto la apertura de espacios de diálogo y refl exión en contextos probablemente agresivos, violentos y de confl icto como de construcción de una ciudadanía política y desarrollada en el tejido social de las comunidades. En resumen, para abordar tal concepción, estructuralmente el libro está dividido en dos partes: una dedicada a la sustentación fi losófi ca de las catego-rías esfera pública y ciudadanía (Arendt, Habermas y Mouffe) y otra

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

pensada desde la comunicación para el cambio social, que sirve de fundamento para la propuesta del autor.

¿Para qué una investigación teórica que proponga una mirada a la comunicación para el cambio

social desde los postulados de la fi losofía?

Como se ha expuesto, el problema se abordará a través del desarro-llo teórico de dos categorías centrales: esfera pública y ciudadanía. Ante tal planteamiento es pertinente sustentar lo que este trabajo comprende por “teoría”. La expresión teoría tiene su origen en el vocablo theoros, empleado por los griegos para denominar al repre-sentante que enviaban las ciudades a los festivales públicos (Haber-mas, 1968, p. 3). En Conocimiento e interés (1968) Habermas expone el sentido de teoría, en un primer momento, como contemplación del cosmos, contemplación a través de la cual es posible conocer el mundo. En el vocabulario fi losófi co tradicional se traslada la teo-ría a la visión del cosmos, a su contemplación como un logos. Si el fi lósofo contempla el orden eterno, no puede sino imitar dicho cosmos. De esta manera, la teoría imprime a la vida su forma, se refl eja en el comportamiento y en la disciplina, y se convierte en su ethos (Habermas, 1968, p. 61). Esta connotación contemplativa de la teoría, que ha dominado en la fi losofía desde sus comienzos, fue retomada por la posición positivista de las nacientes ciencias sociales de corte empírico-analítico en su pretensión de describir teórica-mente el mundo social ordenado como cosmos. En este sentido, la teoría comenzó a encontrar una validez científi ca congruente con la observación; evidentemente, ésta no es la concepción de teoría que utilizaremos para construir las siguientes ideas.

Es por eso que, en oposición a lo anterior, se puede concebir tam-bién por teoría el sistema o conjunto articulado de conceptos, pro-posiciones, esquemas analíticos-formales y las relaciones que hay entre ellos, a partir de las cuales los investigadores pretenden dar cuenta de la realidad. En coherencia con esto, las siguientes páginas están diseñadas a partir de los parámetros teóricos del enfoque críti-co-social, que vincula lo científi co a la unión entre conocimiento e

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Introducción

interés (Habermas, 1968) o entre teoría y praxis. Sobre esta base pre-tende dar cuenta teórica de la comunicación para el cambio social. Por esta razón, se sustenta, entonces, esta construcción académica ante todo desde de la acción humana del comprender críticamente las dinámicas sociales para transformar o pensar la realidad a partir de criterios emancipatorios, liberadores y transformadores (Vasco, 1990, p. 13). Es en este contexto en el que se plantean dos elemen-tos centrales que caracterizan esta investigación. Por una parte, la relación que existe entre fi losofía y comunicación, respecto a lo cual a lo largo de este texto se demuestra que son discursos complemen-tarios; por otra, la necesidad de continuar la construcción del dis-curso teórico de la comunicación para el cambio social sobre la base siempre de concebirlo como un discurso inconcluso o inacabado.

Con estos presupuestos, esta obra pretende demostrar la tesis de que las sociedades latinoamericanas necesitan actualmente sujetos polí-ticos que interactúen en un escenario físico-simbólico denominado esfera pública, en el cual se reconozcan como sujetos libres e igua-les, diferentes y plurales y, por ende, autónomos. Para tal fi n, esta obra, presentada como aporte a la refl exión sobre el discurso de la comunicación para el cambio social, no intenta plantear solucio-nes a problemáticas nacionales o globales de tipo económico, social o institucional. Tal como se presenta es un trabajo refl exivo, cons-truido sobre los cimientos de un soporte fi losófi co como aporte al discurso académico de la comunicación. Ahora bien, la pertinencia de esta obra radica en la reconstrucción teórica que se puede hacer de una comunicación pensada desde lo público, y las implicaciones que esto guarda con la posibilidad de construir una ciudadanía plu-ral, incluyente, híbrida, multicultural, diversa y dialógica.

La propuesta de este texto consiste en fortalecer el desarrollo de un paradigma de comunicación alternativo, guiado por los principios del diálogo, la empatía, el reconocimiento y el empoderamiento. Al revisar la escuela del pensamiento latinoamericano es posible encon-trar ideas recientes y sumamente articuladas a esta idea de comuni-cación. Por ejemplo, los postulados de Rosa M. Alfaro (2006), quien delineó recientemente lo que denominó su ruta de redefi nición de

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

las culturas populares y la comunicación participativa. A propósito de este trabajo, T. Tufte asegura que “una de sus consideraciones se refi ere al enfoque de la comunicación como una cuestión propia de sujetos en relación unos con otros: tal comunicación puede y debe-ría fortalecer la habilidad de las personas para establecer relaciones de diálogo entre sí” (2008, junio).

De esta forma, este texto ha sido escrito a partir de criterios de per-tinencia no sólo académicos sino sociales. Sin embargo, su objetivo no consiste en abordar abstractos planteamientos teóricos que no tienen relación con la realidad. Por eso es necesario resaltar las fron-teras del cuarto capítulo de este texto, construido y pensado en el marco del discurso latinoamericano de la comunicación. El marco histórico del proceso de la conquista en América Latina señala el inició de un proceso de negación de sujetos a partir de una relación de comunicación vertical que imponía una hegemonía y un desa-rrollo institucional. Desde aquel momento, la región ha intentado reconstruir el concepto de comunicación. Esto explica por qué Frei-re, Kaplún, Matta, Alfaro, Fals Borda y muchos otros investigadores han generado refl exiones sobre comunicación en América Latina. Según el profesor colombiano Jair Vega, en este contexto, una de las preocupaciones de la comunicación para el cambio social es re-pensar el sujeto como un sujeto capaz de contar su propia historia y re-signifi car su realidad:

[…] esto es, cómo la comunicación contribuye a que las personas aban-donen posiciones negadoras de su propia condición subjetiva y puedan de alguna manera vivir la experiencia de ser ordenadoras de su propio mundo. Sin embargo, esta vez no se habla de sujetos necesariamente individuales, se habla también de sujetos colectivos [...] No se habla de sujetos que se estructuran a partir de la negación del otro, sino de suje-tos estructurados a partir del reconocimiento del otro [...] No se habla necesariamente de sujetos estructurados a partir de la razón, sino de sujetos multidimensionales[…] sujetos que no solamente contemplan, sino que actúan con poder (Vega, 2007, septiembre).

A partir del anterior pensamiento se hacen entonces pertinentes re-fl exiones que aborden los conceptos de sujeto y esfera pública en

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Introducción

el contexto latinoamericano. Ahora bien, la profunda precariedad democrática de lo público y su falta de preeminencia es una de las manifestaciones más graves de la crisis de las sociedades latinoa-mericanas. Este aspecto, sumado a la necesidad de democratizar lo público con miras a la construcción de sociedades modernas e in-cluyentes, justifi ca la publicación de esta obra. Es por esta razón que la tesis de este texto postula, entre otras cosas, la congruencia de va-rios elementos de los discursos de Arendt, Habermas y Mouffe, si se tiene en cuenta que la propuesta apunta a demostrar que “la cons-trucción de lo público no resulta de la negociación entre unos pocos privilegiados alrededor de temas particulares, sino que se trata de la deliberación colectiva, la asunción de compromisos y la realización de acciones sociales y de su transformación de manera integral y comprensiva” (Echeverri et al., 2002, p. 35). La elaboración de una estructura académica de tal dimensión se propone como referencia bibliográfi ca para investigaciones que incluyan como componente concreto la comunicación latinoamericana para el cambio social.

En ese orden de ideas, esta obra ha sido concebida de igual forma para académicos/as y en general para personas dedicadas tanto al quehacer de la comunicación como al pensar de la misma a través de su sustentación conceptual. Ahora bien, el quehacer no sólo se piensa desde la instrumentalidad, la operatividad y el tecnicismo, sino también con la posibilidad de tener postulados teóricos que lo sustenten y que le aporten posibilidad crítica al obrar. Es por esta razón que en el plano académico este texto puede ser útil para es-tudiantes de pregrado y postgrado con temas de estudio afi nes a la transformación social, pensada ésta no sólo a partir de la comu-nicación como campo especializado sino también en relación con discursos propios de la fi losofía, la sociología, la política y la historia.

Para ello, el método de empleado en esta obra es interpretativo, ba-sado en la búsqueda del entendimiento-comprensión del signifi cado de las categorías de ciudadanía y esfera pública. En este contexto, se propone la comunicación como un vehículo para generar procesos de cambio, empoderar individuos, fortalecer comunidades y liberar voces marginadas. Todo esto, generado a través de un proceso de

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

diálogo público y privado a través del cual los sujetos se reconocen y se identifi can (Habermas, 1981), se diferencian y se incluyen (Mou-ffe, 1993), se legitiman socialmente y se proyectan como sujetos po-líticos (Arendt, 1958).

En este sentido, la comprensión de la esfera pública implica pen-sar el concepto de ciudadanía como un concepto caracterizado por el reconocimiento político-cultural incluyente de la diferencia, del derecho moderno a la expresión pública; los siguientes capítulos proponen sustentar y pensar un ciudadano/a defi nido como un ac-tor político, liberador y a la vez emancipado, productor, desde lo público, de legitimación social; ésta es quizás una de las ideas más importantes de esta obra. De manera coherente con lo anterior, ser ciudadano/a tiene que ver con la posibilidad de transformación, de participación activa de la sociedad civil en la toma de decisiones, de posibilidad de empoderamiento como condición necesaria del cam-bio. Es la defensa de la esfera pública en la que diversas identidades pueden encontrarse, expresarse y narrarse. A partir del pensamiento de Arendt, “la política no tiene tanto que ver con los hombres (sic) como con el mundo que surge entre ellos[…] sólo puede haber hom-bres (sic), en el sentido auténtico del término, donde hay mundo, y sólo hay mundo, en el sentido auténtico del término, donde la pluralidad del género humano es algo más que la multiplicación de ejemplares de una especie” (Arendt, 1997). De esta forma, y tenien-do en cuenta los anteriores argumentos, el problema central de esta obra se propone de la siguiente manera:

¿Cuáles son los aportes teóricos que las categorías de ciudadanía y esfera pública ofrecen al discurso latinoamericano de la

comunicación para el cambio social?

Para abordar el desarrollo de esta pregunta, el objetivo general de este texto será identifi car los aportes teóricos que la relación con-ceptual planteada entre las categorías de ciudadanía y esfera pública ofrece al discurso latinoamericano de la comunicación para el cam-bio social. Para responder a tal requerimiento, los objetivos específi -cos de esta obra incluyen: proponer un discurso teórico que describa

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Introducción

la comprensión del pensamiento moderno del concepto de ciuda-danía y esfera pública en Arendt y Habermas; explorar la propuesta de Mouffe respecto a los conceptos de esfera pública y ciudadanía; identifi car de manera específi ca los aportes teóricos de los concep-tos de esfera pública y ciudadanía al discurso latinoamericano de la comunicación.

Es por esta razón que esta obra propone pensar y reconstruir tanto la categoría de esfera pública como de ciudadanía de manera para-lela. “Se ha de confi gurar una cultura de lo público germinada y enriquecida lo más cercanamente posible a un ciudadano cada día más protagonista de la evolución de la sociedad” (Echeverri et al., 2002, p. 69). Un ciudadano/a, y hacia esto apunta mi propuesta, está en mayor medida involucrado en la construcción, gestión y legiti-mación de lo público a través de procesos democráticos de delibera-ción colectiva. Un ciudadano/a concebido no sólo como receptor de derechos, sino también como garante de obligaciones con el resto de la sociedad, que asume nuevas responsabilidades fi scalizadoras y valoriza comprometidamente el sentido social de que lo público le compete a todos en su conjunto. Ante estos planteamientos la tesis central de esta obra es la siguiente:

A partir de una aproximación fi losófi ca, este texto identifi ca los aportes teóricos al discurso de la comunicación para el cambio social a tra-vés de la comprensión de las categorías de esfera pública y ciudadanía como conceptos de naturaleza política, ineludibles para sustentar una comunicación inclusiva, pluralista, con aspiraciones tanto transforma-doras de las relaciones sociales como liberadoras de los sujetos. Ahora bien, se asumen como características de los sujetos-ciudadanos/as la autonomía y el empoderamiento humano, como base de un recono-cimiento del otro-sujeto que tiene como objetivo establecer la coexis-tencia de las diferencias sin que la única opción sea la eliminación del que piensa diferente.

Por tal razón, esta publicación busca sustentar las posibilidades de la esfera pública como un escenario privilegiado para la constitución del sujeto, de su inalienable condición de sujeto político, en tanto y en cuanto se asuma y le sea posibilitada su participación empode-

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

rante en la gestión social de sus propias formas de convivencia y, por ende, de su misma libertad. Se trata de demostrar la idea de que la noción de ciudadanía no se agota en haber nacido en determinado lugar; por el contrario, ser ciudadano/a supone actuar como sujetos políticos; “esto es, de manera deliberativa, activa e, incluso, contes-tataria, y no simplemente consultiva” (Yory, 2007, p. 32).

Por tal razón, el punto de llegada de este libro no puede ser otro que la resemantización de las nociones de esfera pública y de ciuda-danía; como ya ha quedado planteado, el objetivo será, a partir de ellas, identifi car características teóricas propias de un proyecto de comunicación para el cambio social.

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Introducción

I PARTE

FUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA DE LOS CONCEPTOS DE ESFERA PÚBLICA Y CIUDADANÍA

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1LA ESFERA DE LO PÚBLICO DESDE

HANNAH ARENDT: UNA PROPUESTA DE CIUDADANÍA POLÍTICA

Después de un breve recorrido por conceptos centrales en el pensa-miento de Arendt como la comprensión, la libertad y las dimensiones de la condición humana (labor, trabajo y acción), este capítulo propone la construcción, desde la vita activa, de una concepción de ciudadanía fundamentalmente política en un espacio de acción común denomina-do esfera pública. Las condiciones para pensar tal concepción serán la libertad, la pluralidad y el reconocimiento de los demás.

INTRODUCCIÓN Y ESBOZO DE UNA TESIS

El objetivo de este primer capítulo es describir las características de las categorías de esfera pública y ciudadanía desde la perspectiva de Arendt. Este tema está planteado a lo largo de su obra, específi ca-mente en La condición humana. A modo introductorio, dicho texto, publicado en 1958, estudia tres categorías centrales del pensamiento de la alemana: la política, la comprensión y la libertad. Por esta razón, el siguiente capítulo, de manera inicial aborda la dicotomía planteada por la pensadora entre vida activa y vida contemplativa. De forma inmediata se ubican los conceptos de acción y política en la vida activa, así como los conceptos de pensamiento y fi losofía

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

en la vida contemplativa. En este sentido, dicho capítulo sigue la huella de la construcción de la tesis arendtiana de esfera pública, y en ella, el desarrollo de una ciudadanía estrictamente política en el ámbito de la esfera de la acción. Precisamente, este postulado se convertirá en un enunciado central para el desarrollo de esta obra, en el momento de identifi car los aportes del discurso arentiano al marco teórico de la comunicación para el cambio social. La tarea: repensar lo político. “Esta es la pertinencia de Arendt, una refl exión sobre el individuo y la política, sobre la democracia y la libertad, vista desde el hombre plural, desde el poder horizontal, desde la política del reconocimiento (Vidal y Ballesteros, 2005, p. 147). Pos-teriormente, en este mismo capítulo se estudia el concepto de sujeto a través de tres dimensiones: Labor, trabajo y acción (Arendt, 1958), correspondientes a las denominaciones animal laborans, homo faber y bios políticos. Se trata, entonces, de demostrar por qué el sujeto arendtiano se propone como ciudadano político, situación presen-tada no sólo con el acto de nacer en determinada parte del mundo, sino, fundamentalmente, con el acto de mostrarse en la esfera públi-ca. Estas ideas son determinantes para fundamentar el concepto de ciudadanía como un concepto de naturaleza política.

El punto de llegada de este primer capítulo considera ineludible el concepto de ciudadanía para sustentar una comunicación inclusi-va, pluralista, con aspiraciones de transformación de las relaciones sociales y fundamental para generar procesos de liberación de los sujetos. A su vez, la categoría de esfera pública no sólo se caracteriza en Arendt como espacio físico, sino como espacio de aparición de los sujetos. Es allí, en ese espacio de aparición, donde los sujetos actúan, es decir, se relacionan y son capaces de elaborar múltiples signifi cados, reconocimiento mutuo (lo común entre) y, por consi-guiente, se convierten en sujetos capaces de construir la libertad hu-mana; éste es un asunto transversal del capítulo. De manera previa es posible decir que “por libertad entiende [Arendt] sencillamente la participación de los ciudadanos en los asuntos de una polis” (Haber-mas, 1975, p. 201). “La libertad sólo se hace realidad en la participa-ción activa de los ciudadanos en los asuntos públicos” (Ibíd., p. 204). En este sentido, en La condición humana (1958) Arendt ofrece una

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teoría de la acción cuyo sentido general reside en que ésta es el presupuesto fundamental para el surgimiento del espacio público y, con ello, de la dimensión política de los seres humanos. Para Aren-dt, la acción humana es política, en cuanto que su sentido propio es la transformación del espacio público. Hasta aquí algunas consi-deraciones generales; a renglón seguido se abordarán tres aspectos claves para la interpretación de las ideas hasta ahora planteadas.

APARTADO I: TRES CONSIDERACIONES CENTRALES: LA POLÍTICA, LA COMPRENSIÓN Y LA LIBERTAD

A continuación se propone el siguiente recorrido: en primer lugar, ubicar tres conceptos centrales de la fi losofía de la pensadora alema-na: la política, la comprensión y la libertad. Para tal fi n, exponer una anécdota que nos lleva a la comprensión del pensamiento de Aren-dt; la postulación de la política como un espacio de relación “entre” los sujetos; y el planteamiento de la esfera pública como escenario para la libertad, será el temario que desarrollaremos a continuación.

Una anécdota que nos lleva a la comprensión

Para iniciar, una anécdota. Arendt repite con insistencia a lo largo de su vida: “Yo no pertenezco al círculo de los fi lósofos. Deseo mirar la política, por así decirlo, con los ojos despejados de cualquier fi lo-sofía” (entrevista en televisión realizada por Gunther Gaus en Mu-nich, en 1964). Palabras como éstas parecerían permitirnos esperar el asentimiento de Arendt al dictum de Marx: Los fi lósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se tra-ta es de transformarlo. A propósito de esto, M. Lilla, norteamericano nacido en Detroit en 1956, en un texto de referencias biográfi cas que presenta, entre otras cosas, la historia de amor y pasión entre Heidegger y Arendt, escribe:

Al defender la dignidad de la vita activa pública, ante los arrogantes postulados de la vita contemplativa privada, Arendt trataba reestable-cer límites claros entre la fi losofía pura y el pensamiento político, que demandaba su propio vocabulario y obedecía sus propias reglas. En 1964, cuando Arendt fue presentada como fi lósofa en un programa

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de televisión alemana, interrumpió al entrevistador y dijo: “Lo siento, pero debo protestar. No pertenezco al círculo de los fi lósofos. Mi pro-fesión, si es que se puede hablar de ella como tal, es la teoría política. Nunca me he sentido una fi lósofa, ni nunca he creído que fuera a ser aceptada en el círculo de los fi lósofos” (Lilla, 2004, p. 53).

Al leer con detenimiento la referencia de Lilla y al escuchar el tex-to completo de la entrevista es necesario aclarar que Arendt nunca interrumpe al entrevistador, como lo afi rma Lilla. Por el contrario, con toda paciencia escucha y con una dulzura infi nita le expone su pensamiento1. Lo que sí reconoce Lilla es que no se trataba por parte de Arendt de una falsa modestia: ella había llegado a la con-clusión de que existe una ineludible tensión entre la vida fi losófi ca y la política, y deseaba examinar esta última “con los ojos no entur-biados por la fi losofía”. No se intenta con esto buscar afanosamente vínculos entre pensar y actuar. Por encima de cualquier califi cativo, Arendt es una humanista, y como tal su única pretensión siempre fue comprender. “Comprender es el modo específi camente huma-no de estar vivo” (Arendt, 1953, p. 372). En opinión de Arendt, tener

1 El texto completo se puede apreciar en internet en el siguiente sitio web: http://www.youtube.com/watch?v=pfFwIuTckWw. El pasaje, útil para conocer parte de la personalidad de la alemana, se presenta de la siguiente manera:

—Señora Arendt, es usted la primera mujer que toma parte en esta serie de entrevistas. La primera mujer, aunque tiene una ocupación que por estos pagos suele considerarse muy masculina: es usted fi lósofa. Lo cual lleva a mi primera pregunta: ¿Tiene usted la impresión de que, pese al reconocimiento que a usted se le brinda y al respeto que inspira, su papel “en el círculo de los fi lósofos” es una rareza, o tocamos con ello un problema de emancipación femenina que para usted nunca ha existido?

—Bueno, me temo que tengo que empezar protestando. Yo no pertenezco al cír-culo de los fi lósofos. Mi profesión, si puede hablarse de algo así, es la teoría política. No me siento en modo alguno una fi lósofa. Ni creo tampoco haber sido admitida en el círculo de los fi lósofos, como usted tan amablemente supone. Pero, por hablar de la otra cuestión que planteaba en la presentación: decía usted que la fi losofía se suele considerar por estos pagos una ocupación masculina. ¡No tiene por qué seguir siéndolo! Es perfectamente posible que una mujer llegue algún día a fi lósofa.

—Yo la considero a usted una fi lósofa...—Bueno, no puedo impedir que lo haga, pero mi opinión es que yo no soy

fi lósofa. En mi opinión, me despedí defi nitivamente de la fi losofía. Como usted sabe, estudié fi losofía pero esto no signifi ca que haya permanecido en la fi losofía.

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una referencia teórica que nos diga cómo actuar implicaría obviar la fragilidad de la acción humana, la incertidumbre de su curso, su contingencia y, además, constituiría uno de los síntomas de la desaparición del espacio público en el mundo moderno, condición de la acción y de la libertad. La importancia de esta idea radica en comprender que la acción, articulada en obras y discursos, es mediadora, en el espacio público, de la posibilidad de los sujetos de presentarse ante los otros, y especialmente de iniciar nuevos proyec-tos transformadores de su mundo entorno (Vargas, 2008, p. 546).

En coherencia con la anécdota citada, se puede decir que Arendt no se identifi caba con los fi lósofos que adoptaban “el olor de los muer-tos”, esto es, que “[…]entienden que deben liberarse del cuerpo y situarse al margen de la humanidad común y corriente” (Larrauri, 2001, p. 9). No es de extrañar que Hannah Arendt no quisiera acep-tar el título de fi lósofa, si ella misma lo identifi caba con su maestro y amante, Heidegger, considerado uno de los más grandes fi lósofos del siglo XX. Arendt afi rmará, en lo sucesivo, que su ofi cio no es la fi losofía sino la teoría política (Larrauri, 2001, p. 11). La política, sostiene Arendt, es una necesidad ineludible para la vida humana, tanto individual como social, y esto se debe a que el ser humano no es autárquico, sino que depende en su existencia de otros.

La política es una construcción grupal, sin restricciones, pues nace en la deliberación, la libertad y la autonomía de los seres humanos. “Para Hannah Arendt, la política es producto de la relación entre los hombres (sic) que apuntan a la creación, mantenimiento y desarro-llo de la polis, cosa que no tendría sentido ni objeto en la soledad. La política es lo que produce el poder, pero sólo en virtud de los acuerdos, y el poder solamente existe mientras existen los acuerdos, es algo que no se puede delegar, mucho menos amparar, mucho menos acumular” (Vidal y Ballesteros, 2005, p. 162-163). En su texto Sobre la revolución (1988) Arendt afi rma que “la política se hace entre amigos” no entre enemigos, es decir que la política se asienta sobre la base de un interés compartido. Es por esto que el cuidado de la política debe concernir a todos, sin lo cual la convivencia sería

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imposible. Misión y fi n de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio.

De esta forma lo expone Birulés (Girona, 1956), profesora de fi loso-fía de la Universidad de Barcelona: “Así, atribuye a la teoría política la tarea de indicarnos cómo comprender y apreciar la libertad en el mundo y no la de enseñarnos cómo cambiarlo. Cambiarlo es cosa de aquellos que aman actuar concertadamente y no del solitario tra-bajo de los teóricos” (1997, p. 30). Ahora bien, comprender es existir, es decir, no es una actitud teóricamente necesaria frente a un área concreta de temas, sino una forma de situarse en un mundo en el que todo se da, en el que todo ocurre, en el que aparecen nuevos fenómenos. En este sentido, y según la profesora española Cristina Sánchez2, la comprensión es para Arendt el modo de vida específi -camente humano, específi camente político. Con el análisis de Sán-chez es posible decir que

Determinada entonces como actividad existencial, la comprensión, nos dice Arendt, comienza con el nacimiento de cada persona y termi-na con su muerte, permitiéndonos reconciliarnos a lo largo de nuestra existencia con un mundo que se nos presenta desconocido. El resulta-do de esa comprensión es el signifi cado, el cual se origina en el mismo proceso de vivir (2003, p. 25).

Esto plantea algunas implicaciones al pensamiento humano. Sán-chez retoma palabras de Arendt para explicar dichas implicaciones: “reconciliación como seres humanos pensantes y razonables […] No conozco otra reconciliación sino el pensamiento” (2003, p. 25). De esta forma, a través de la discusión con el totalitarismo (como pérdida de capacidad para la acción política) (Arendt, 1953, p. 384) se pueden entender cambios no sólo en la manera de entender la ciencia, sino en las formas de entender la cultura y el pensamiento.

Para lo anterior, la crítica al totalitarismo constituye el punto de partida del proyecto teórico de Arendt. En su libro Los orígenes del

2 Profesora de la Universidad Autónoma de Madrid (España).

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totalitarismo (1951) sostiene que la novedad de estos sistemas políti-cos reside en que rompen con la alternativa en la que se fundamen-taba la clasifi cación clásica de los gobiernos, esto es, la alternativa entre gobierno legal y gobierno ilegal, entre poder legítimo y poder arbitrario. Aunque el totalitarismo, entendido por el aumento del sinsentido y la pérdida del sentido común, comparte con los gobier-nos ilegales el uso arbitrario del poder, al mismo tiempo apela a una supuesta legalidad superior.

El problema que Arendt plantea al respecto es que cuando el tota-litarismo se presenta como absoluto frente a la realidad humana se estaría postulando como ideología, lo cual traería como consecuen-cia el terror, postulado temeroso no sólo para el pensamiento sino para la misma acción humana. Así lo expone Arendt en su texto Los hombres y el terror3 (1953): “El terror de la tiranía toca a su fi n una vez que ha paralizado o incluso abolido toda vida pública y ha hecho de todos los ciudadanos individuos privados, sin interés por y sin vínculos con los asuntos públicos” (p. 360).

Ese estudio, Los orígenes del totalitarismo, intenta describir la cris-talización de un absoluto: “La idea, y su puesta en práctica en el siglo XX, de que la humanidad es superfl ua […] los datos transitan por lo imaginario y son instrumentalizados por la ideología más mortífera que la humanidad haya conocido, puesto que llega a de-cretar que algunos seres humanos son superfl uos” (Kristeva, 1999, 119). Lo más grave consiste en que el logro específi co del totalita-rismo es más bien la movilización de las masas despolitizadas. Para Arendt (1955), el Estado totalitario destruye, por un lado, todas las relaciones que quedan entre los hombres tras la abolición de la es-fera pública política, pero, por otro, hace que los individuos, com-pletamente aislados y abandonados los unos de los otros, queden enrolados en actividades políticas que naturalmente no constituyen una auténtica acción política (Arendt, 1955, p. 749).

3 Alocución en alemán emitida por RÍAS Radio-Universidad el 23 de marzo de 1953. Traducción de Agustín Serrano de Haro y publicada en español en Ensayos de comprensión, Madrid, Caparrós editores, 2005.

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Una auténtica acción política es un acto complejo (Vargas, 2008); su realización última tiene un carácter plural e intersubjetivo, pues en ella participan varios sujetos que dialogan, deliberan, discuten, deciden, de tal forma que puedan llegar a acuerdos o a diferencias radicales. La acción es pluralidad y, por extensión, historia; en ella están involucrados los otros. Por su parte, la pluralidad, principio normativo fundacional de la praxis y de la política, se presenta en esta obra como una clave interpretativa de la obra de Arendt.

De manera contraria, el sistema totalitario, armado con su ideolo-gía, cree haber establecido con certeza el fi n al que se dirige el mo-vimiento de la Naturaleza o de la Historia. Este fi n se asocia con la realización de la justicia y la armonía social. Por eso, considera que el fi n al que tiende el movimiento puede justifi car cualquier acción. Sin embargo, Arendt rescata también la posibilidad de elaborar un pensamiento resistente y subversivo contra la imposición de la ho-mogeneidad y la aniquilación de la pluralidad. Tanto en su obra Los orígenes del totalitarismo como en La condición humana Arendt admite el carácter contingente y frágil de los asuntos humanos, “pre-cisamente porque somos una pluralidad de individuos únicos y dife-renciados entre sí, la posibilidad del confl icto y del disenso siempre estará presente. La comunidad política, la polis, siempre representa-rá un modo imperfecto —frente al mundo de las ideas— sujeto a la incertidumbre, a la inestabilidad y a la fragilidad de la acción mis-ma. Así pues, la fi losofía política debe constituirse desde un punto de partida ciertamente inestable: la pluralidad humana” (Sánchez, 2007, p. 224). Es una subversión que se produce desde la exclusión del espacio público; esta idea se relaciona con el planteamiento de Chantal Mouffe desarrollada en este libro en el capítulo III.

Por su parte, para Arendt, precisamente, la especifi cidad del terror totalitario se encuentra no sólo en su intensidad y en la perfección técnica de los medios que utiliza, sino también en su propósito de destruir la pluralidad del mundo humano. Las consecuencias son claras: homogeneidad, construcción de la idea de un macrosujeto, eliminación del otro como enemigo, eliminación de la individuali-dad, construcción de una masa dócil que actúa de manera unifor-

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me. En el contexto del totalitarismo es delito hablar de “eso” que se sabe nebulosamente. Preguntar o hablar de “eso” es convertirse en un seguro candidato a ser uno más de los que desaparecen. La represión, la amenaza, el terror y, por ende, la soledad, en el sentido de aislamiento y pérdida de contacto con los otros, son característi-cas permanentes del totalitarismo. En este sentido, el totalitarismo supone “un anillo férreo del terror que destruye la pluralidad de los hombres y hace de ellos uno” (Arendt, 1951, p. 601). Metafórica-mente, utiliza la imagen del anillo de hierro que funde a los seres humanos en una única entidad, eliminando cualquier espacio de comunicación entre ellos.

De manera opuesta, la política surge en esa relación con los otros, en el proceso de la acción, la aparición, el nacimiento y el recono-cimiento. Para Arendt, no hay en ningún caso sujeto en soledad. En ese mismo orden de ideas, Manuel Vidal (2005) asegura que la acción no puede darse en soledad, sino que implica ineludible-mente relacionarse - impactar; acción y política son concomitantes y hacen parte de la existencia misma, del ser “alguien”. Ahora bien, “nuestra” identifi cación se presenta en el espacio de lo público, lo cual exige que este espacio deba garantizar la concepción de sujeto plural. En el mismo sentido, y de forma complementaria, propone Serrano:

El aislamiento, por su parte, es una consecuencia de la destrucción de la esfera pública, como sucede en las tiranías tradicionales; pero la soledad radical implica tanto la desaparición del ámbito público como el control y la coacción del ámbito privado […] Los hombres (sic) aprenden a vivir detrás de un muro o con una máscara que los protege de convertirse en sujetos sospechosos, pero que también hace perder la elemental confi anza que se requiere para experimentar el mundo humano. Esta soledad radical, producida por el terror, es un requisito para que pueda sobrevivir el orden totalitario (2002, p. 76, 77).

La soledad, entendida así, es producto de la ausencia de esa relación objetiva con los otros, consecuencia básicamente de la sociedad de masas. La soledad es la forma más extrema y antihumana del fenó-meno de masas, destructora tanto de la esfera pública como tam-

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bién de la privada; quita al sujeto no sólo su lugar en el mundo, sino también su hogar privado, donde en otro tiempo, afi rma Arendt, se sentía protegido del mundo y donde, en todo caso, incluso los excluidos del mundo podían encontrar un sustituto en el calor del hogar y en la limitada realidad de la vida familiar. Precisamente, la experiencia en la que se funda el totalitarismo es la soledad; a partir de esto se comprende la infl uencia del totalitarismo en los procesos de destrucción sistemática de la vida pública, en el desarraigo del ser humano respecto al mundo, en la anulación de su sentido de pertenencia al mundo.

Paradójicamente, el ser humano busca refugio de esa experiencia de la soledad en la constitución de la masa, conformada por el sujeto que no se defi ne por estar con los otros, sino por haber perdido la facultad de reafi rmar su individualidad en tanto que sólo puede re-lacionarse con sus semejantes a través de la imitación de un modelo que los homogeneiza. Según Serrano, las ideologías totalitarias pue-den obtener un amplio éxito en las sociedades masifi cadas, porque ofrecen a los individuos las certezas perdidas, así como una promesa de seguridad y justicia. En este proceso de descentralización del poder político y de aislamiento de los individuos, lo sacrifi cado es la pluralidad, la diferencia, la posibilidad de ser otro diverso.

La política como un espacio de relación “entre” los sujetos

Ante el contexto propuesto por los sistemas totalitarios descritos, el pensamiento arendtiano exige un giro, un cambio, una transfor-mación principalmente sobre la concepción de la política, ya no entendida como una relación mandato-obediencia, centrada en la cuestión de la protección de los gobernados de los peligros que les acechan, sino, más bien, como la comprensión en la participación en los asuntos públicos. Larrauri, al comentar a Arendt, expresa al respecto:

En el espacio político no se habla para ordenar, ni se escucha para obe-decer, porque no hay dominantes y dominados, gobernantes y gober-nados. Un tirano no es un hombre libre aunque haga y diga lo que le dé la gana. La igualdad de los desiguales puede, a través de la palabra,

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convertirse en la construcción de un mundo compartido que combi-nará, como las múltiples caras de un prisma, todas las perspectivas. Ninguna perspectiva es la verdadera, pero la pérdida de un punto de vista empobrece el mundo común (2001, pp. 45-46).

En este sentido, la política no es pensada como una condición cons-titutiva de los seres humanos como algo que es parte de su esen-cia, sino como un espacio de relación, como algo que está entre los humanos, no en ellos mismos, sino en medio. Esta idea será un aporte fundamental, y se recogerá en la presentación de algunos postulados y teorías del discurso de la comunicación para el cambio social, tarea propuesta para el cuarto capítulo de este libro. En este marco es pertinente traer el pensamiento del fi lósofo colombiano E. Serrano, quien propone pensar la ausencia de esfera pública en las sociedades, en este caso latinoamericanas, como una imposición del discurso de lo técnico, como producto de las relaciones medio-fi n.

La desaparición de la esfera pública es un síntoma de que la prácti-ca política se ha reducido a su aspecto técnico. Los gobernantes se encargan de decidir cuáles son los medios para alcanzar un fi n dado (la seguridad, el bienestar, etc.), mientras que el resto de los ciuda-danos se convierten en simples homos oeconomicus, dedicados única-mente a la búsqueda de los bienes que satisfacen sus interese privados (2002, p. 79).

La refl exión de Serrano hace referencia evidente al sujeto masifi ca-do, que según Arendt tiene por principal característica, no la bruta-lidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales; es el sujeto reducido a lo mercantil, a la mera tecnología, orientado al consumo, a destruir y a ser destruido. De esta forma, la masifi -cación de la sociedad no es sólo un cambio cuantitativo, producido por el aumento de la densidad demográfi ca; es, de manera esen-cial, una transformación cualitativa (Serrano, 2002), que tiene su origen en la destrucción de la esfera pública como instancia capaz de organizar y diferenciar a los ciudadanos. En este sentido, la esfera pública se concibe como una dimensión en que prima la pluralidad de perspectivas. De allí, la crítica al totalitarismo dirigida específi ca-mente contra la pretensión, propia de los movimientos totalitarios, de organizar a las masas. Ahora bien, lo que defi ne a las masas es

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precisamente ese ser puro número, mera agregación de personas in-capaces de integrarse en ninguna organización basada en el interés común. Para este contexto son fundamentales instrumentos propios de totalitarismo, tales como el terror, la mentira, la identifi cación de control con seguridad y con falta de novedad.

La esfera pública como escenario para la libertad

Ante tal situación de peligro, el pensamiento de Arendt se desplaza desde la fi losofía hacia lo político. En otras palabras, el paso de lo absoluto a la pluralidad. Cabe resaltar que Arendt se vio obligada, por su origen judío, a emigrar a principios de los cuarenta a Estados Unidos, como tantos otros alemanes, lo que concedió a la obra Los orígenes del totalitarismo especial interés. Según Arendt, el anticon-formismo social como tal ha sido y siempre será el distintivo de los intelectuales. La concepción de la política toma nuevos horizontes.

En este orden de ideas, la política se concibe como una actividad que permite a cada individuo, mediante sus acciones y discursos, presentarse ante los otros como un sujeto que posee una identidad propia que debe ser reconocida por ellos. Según este punto de vista, la política se encuentra ligada, de manera indisoluble, a una esfera pública que representa un espacio de aparición de los sujetos. Ahora bien, si la fi losofía es para Arendt admiración por aquello que nos maravilla, al trasladar esta admiración a la esfera de los asuntos hu-manos, esto es, a la política, la pluralidad humana será el objeto de dicha admiración. La fi losofía política tendrá que constituirse en-tonces en una refl exión sobre la pluralidad como hecho constitutivo de la esfera de los asuntos humanos. Se establece así la necesidad de pensar un contexto en el que aparezcan los otros, esto es, donde se manifi este la experiencia de la pluralidad. “Por consiguiente, las experiencias valiosas serán aquellas que nos hablan de la pluralidad y de la creación, y preservación de un espacio en el que esa plu-ralidad pueda manifestarse y el sujeto pueda revelar su identidad mediante hechos y palabras” (Sánchez, 2003, p. 46). Esta idea será de profunda utilidad para proponer algunos aportes al discurso de la comunicación para el cambio social.

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La propuesta desemboca en la postulación de un espíritu público, de un pensamiento público, dado a través de la creación de un es-pacio común en el que puedan exponerse las palabras y las accio-nes, presentadas éstas como actos de validez que hacen posible la realización de la idea de comprensión arendtiana. De esta forma, “su gran interés por “comprender” a los seres humanos en todas sus dimensiones la llevó a concluir que nuestro espíritu político, su principal concepción política, sólo puede darse viviendo juntos y relacionándonos al aparecer en espacio público, esa es la vita activa, lo que diferencia al hombre (sic) de los demás grupos zoológicos” (Vidal & Ballesteros, 2005, p. 145). A propósito de esta referencia, a continuación abordamos el concepto de esferas públicas.

Ante todo, es un espacio público-político donde ocurren los acon-tecimientos entre los seres humanos. Para explicar la esfera pública Arendt toma como referencia permanente el mundo griego, donde la esfera pública estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los ciudadanos podían mostrar real e invariable-mente quiénes eran. De esta manera, para Arendt, la política es la esfera de la existencia auténtica, el lugar exclusivo y privilegiado donde le es dado al sujeto realizarse en cuanto persona y, más preci-samente, como actor político. “La política nace en el entre-los-hom-bres (sic), por lo tanto, completamente fuera del hombre (sic). De ahí que no haya ninguna substancia propiamente política. La política surge en el entre, y se establece como relación” (Arendt, 1997, p. 46), es decir, el sujeto sólo actúa, en el espacio público concebido como espacio de aparición, en la medida en que se atreve a presentarse a sí mismo ante otros, cuando es capaz de reiniciar nuevos proyectos en comunidad mediante obras y discursos. “Que algo aparezca y pue-da ser percibido por otros de la manera como nosotros mismos lo percibimos signifi ca, en el mundo de lo humano, que se le confi ere realidad” (Arendt, 1981, p. 50, citado en García, 2008, p. 575). Ahora bien, el sentido de la política es la libertad. Así lo expone Arendt:

La gran importancia que el concepto de comienzo y de origen tiene para todas las cuestiones estrictamente políticas, viene del simple he-cho de que la acción política, como toda acción, siempre es en esencia el comienzo de algo nuevo; en cuanto tal, el comienzo es, en los tér-

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minos de la ciencia política, la esencia misma de la libertad humana (1953, p. 390).

En sentido estricto, la libertad es poder comenzar, es un nacimien-to, es un nuevo comienzo. La libertad, en Arendt, no es libre albe-drío, no es libertad de elección entre dos alternativas ya dadas; la libertad, para Arendt, es idéntica a comienzo, a espontaneidad. La libertad reside en la acción, en lo político, se da en el mundo, en el contexto de la vita activa. La libertad es la expresión plena de la ac-ción humana, condición que se abordará en el siguiente segmento.

APARTADO II: LA CONDICIÓN HUMANA DESDE ARENDT: LABOR, TRABAJO Y ACCIÓN: UNA PROPUESTA DE CIUDADANÍA POLÍTICA

Antes de construir el concepto de acción en el pensamiento de Arendt es pertinente plantear la discusión entre vita activa y vita contemplativa. A partir de ella, el objetivo será concebir el concepto de sujeto en Arendt, que en este libro será asumido como sujeto-ciudadano sólo con fi nes de aplicación a la comunicación.

Como preámbulo se debe anotar que la ciudadanía democrática que Arendt propone es una ciudadanía altamente exigente, alerta ante los ataques a la pluralidad. Ante esto, se pretende demostrar en este capítulo que la única manera de mantener viva esa pluralidad es, para Arendt, mediante el reforzamiento del espacio público y la creación de espacios asociativos4.

4 Según Cristina Sánchez, para ello es necesaria tanto acción colectiva de una ciudadanía participativa en la construcción y mantenimiento de la res pública, como la protección de las leyes frente a la fragilidad inherente a la acción. El tipo de leyes al que Arendt hace referencia en Sobre la revolución son las normas constitucionales, ya que en ellas se recoge el consenso de fondo sobre el momento de la fundación del cuerpo político. Sin embargo, esta perspectiva, el de las leyes, no se abordará en este libro.

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Vita activa y Vita contemplativa

La tarea inicial será plantear la diferencia entre estas dos dimensio-nes de la vida humana. Para tal fi n será útil retomar algunos postu-lados de una conferencia probablemente pronunciada por Arendt en 1957, en la que establece la distinción entre dos modos de vida: una vita contemplativa y una vita activa. Tanto contemplación como ac-ción son para Arendt no sólo facultades humanas, sino también dos formas distintas de vida. Cabe resaltar que en el pensamiento occi-dental ha primado la vita contemplativa por encima de la vita activa. La actividad del pensar se ha propuesto tradicionalmente como un distanciamiento con el mundo sensible, con el mundo de las apa-riencias, es decir, el pensar es concebido así como distanciamiento del mundo común, de todo visible y, por tanto, como gesto de inte-rrupción de cualquier acción, de cualquier actividad ordinaria. Sin embargo, para Arendt, esta concepción no sólo es problemática sino limitada. Cuando alguien se dedica al pensar puro vive por comple-to fuera del mundo, alejado de los otros, alejado del acontecimiento. Si la vida activa impulsa a los seres humanos a reunirse con los otros, la vida contemplativa los orilla al aislamiento.

Ahora bien, desde el punto de vista tradicional, la contemplación es de orden superior al de la acción; con esta perspectiva, la acción no es más que un medio cuyo verdadero fi n es la contemplación. Es imposible que algún sujeto permanezca en estado contemplativo durante toda su vida, pero sí es posible que viva para acceder a él. En otras palabras, la vita activa no es solamente aquello a lo que están consagrados la mayoría de los seres humanos, sino también aquello del que ningún sujeto puede escapar totalmente.

Porque está en la condición humana que la contemplación permanez-ca dependiente de todos los tipos de actividades; depende de la labor que produce todo lo necesario para mantener vivo el organismo hu-mano, depende del trabajo que crea todo lo necesario para albergar el cuerpo humano y necesita la acción con el fi n de organizar la vida en común de muchos seres de modo que la paz, la condición para la quietud de la contemplación, esté asegurada (Arendt, 1958, p. 90).

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

De manera contraria al sentido tradicional, Arendt propone la prio-ridad de la vida activa sobre la vida contemplativa. El sentido es el resultado de la interacción de lo sujetos en las diferentes prác-ticas sociales. Esta prioridad no admite un modelo de sujeto aisla-do, meramente técnico e instrumental y simplemente egoísta. Con relación a esto, para Arendt, la acción política presupone una di-mensión intersubjetiva, en la que, a través de la confrontación de la pluralidad de opiniones, se establecen, mediante acuerdos, compro-misos y regateos los fi nes colectivos. El sentido no presupone una adecuación con una realidad dada, sino una decisión entre multipli-cidad de alternativas.

Labor, trabajo y acción son tres dimensiones que conforman lo que la pensadora alemana denomina Vita activa. A través de ellos Arendt expone las razones por las cuales los propone como lo constitutivo de la condición humana. Con el objetivo de construir el concepto de ciudadanía, que para Arendt es básicamente político, este capí-tulo aborda ahora cada dimensión, para luego, en las conclusiones, extraer algunas ideas útiles que aporten a la sustentación teórica del discurso de la comunicación para el cambio social.

El ámbito de la esfera privada: Labor y trabajo

Arendt relaciona las actividades propias de la labor con las experien-cias corporales de fatiga e incomodidad, así como con la reproduc-ción de la vida individual y el engendrar vida (Arendt, 1958, p. 93). Ante tal postulado, es evidente que el pensamiento de Arendt vincu-la la labor, como actividad, con los procesos biológicos del cuerpo y con los procesos de metabolismo de los seres humanos. Por medio de la labor, los sujetos producen lo vitalmente necesario para ali-mentar el proceso de la vida del cuerpo. La propia actividad de la labor es circular, cíclica, no conduce nunca a un fi n mientras dura la vida, es indefi nidamente repetitiva, desde el nacimiento hasta la muerte. Serrano ilustra este pensamiento de la siguiente manera:

La labor se caracteriza por la fatiga y la repetición; en ella no existe propiamente una faceta creativa. El hombre (sic) que sólo labora (como los esclavos o las llamadas amas de casa) se encuentra sometido por

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completo a los ciclos biológicos, es un animal laborans que no puede adquirir una individualidad. El laborar siempre se mueve en el mismo círculo, prescrito por el proceso biológico del organismo, y el fi n de su fatiga y molestia sólo llega con la muerte (2002, p. 92).

Ahora bien, de la referencia citada se infi ere que las actividades pro-pias de la labor tienen como objetivo producir bienes de consumo; laborar y consumir no son más que dos etapas del siempre recu-rrente ciclo de la vida biológica. La labor se halla bajo el signo de la necesidad de subsistir, necesidad impuesta por la naturaleza. De ahí que el auténtico objetivo de la revolución sea, en Marx, no sólo la emancipación de las clases laborales o trabajadoras, sino la eman-cipación del sujeto de la labor. Lo paradójico del tema radica, por así decirlo, en que el proceso de la labor ha permitido a los sujetos esclavizar o explotar a sus congéneres, librándose a sí mismos, de este modo, de la carga de la vida.

Por su parte, el trabajo, como distinto de la labor de nuestro cuerpo, fabrica la pura variedad inacabable de cosas cuya suma total consti-tuye el artifi cio humano, el mundo en el que vivimos. No son bienes de consumo, sino objetos de uso, y su uso no causa su desaparición. Dan al mundo la estabilidad y solidez sin la cual no se podría con-fi ar en él para albergar la inestabilidad y mortalidad propias del ser humano. Tal como lo expone claramente Arendt en su obra:

Todo lo producido por las manos humanas puede ser destruido por ellas y ningún objeto de uso necesita tan urgentemente del proceso vital como para que su fabricante no pueda sobrevivir a su destrucción y afrontarla. El hombre (sic), el fabricante del artículo humano en su propio mundo, es realmente un dueño y señor, no sólo porque se ha impuesto como el amo de toda la naturaleza, sino también porque es dueño de sí mismo y de sus actos. Esto no puede decirse ni de la labor, en la que permanece sujeto a sus necesidades vitales, ni de la acción en la que depende de sus semejantes (1958, p. 99).

Así, dice la pensadora alemana, el trabajo es la actividad que corres-ponde a lo no natural de la exigencia del ser humano, proporciona un artifi cial mundo de cosas, claramente distintas de las cosas natu-rales. El homo faber consigue esta durabilidad y objetividad al precio

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de ejercer una cierta violencia para con la naturaleza, convirtiéndo-se así en amo de ella y capaz de destruir incluso lo producido por las propias manos humanas. A propósito de la diferencia planteada entre la labor como una actividad natural y el trabajo como una actividad artifi cial, el texto introductorio de La condición humana asegura que a diferencia de la labor, el trabajo es productivo, es de-cir, sus resultados están destinados no tanto a ser consumidos como a ser usados, lo que les da un carácter un tanto duradero. De esta forma y frente a la característica repetición del laborar, el trabajo, la fabricación multiplica, amplía algo que ya posee una existencia relativamente estable: “El trabajo constituye la dimensión por me-dio de la cual producimos la pura variedad inagotable de cosas que constituyen el mundo en que vivimos, el artifi cio humano” (Birulés, 1997, p. 17).

En el texto La condición humana Arendt expone que la labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia fi nal es-tán ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida; esta decadencia Arendt la asocia con una profunda soledad humana de la siguiente manera: “Pero esta soledad consiste en ser arrojado contra uno mismo, ocupando el consumo en cierta medida el lugar de todas las actividades auténti-camente relevantes” (Arendt, 1964, octubre).

El ámbito de la esfera pública: Acción

Arendt defi ne la acción como una actividad política generada entre los seres humanos, y como tal no necesita de la mediación de cosas o materia alguna. Por su parte, tanto la labor como el trabajo tienen un carácter fuertemente apolítico. En este sentido, la vida en su sen-tido no biológico se manifestará en la acción y en el discurso. Con la palabra y la acción Arendt inserta su pensamiento en el mundo de lo humano, lo cual implica pensar que el ser humano comparte con otros seres humanos la condición de la alteridad, es decir, de la pluralidad. A través de la palabra y la acción, el sujeto se manifi esta en la sociedad como algo único. Dicha inserción no es obligada por

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la necesidad, como en la labor, ni es provocada por las exigencias y deseos como el trabajo. Actuar, en su sentido más general, signifi ca tomar una iniciativa, comenzar o poner algo en movimiento. “Ac-tuar es nacer a un mundo de relaciones humanas del que se forma parte al tomar la palabra públicamente y al proponer, apoyar y reali-zar iniciativas en el espacio público” (Larrauri, 2001, p. 84).

Según Arendt, todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de la pluralidad humana, es decir, no es un ser humano sino los seres humanos en plural quienes habitan la Tierra y de un modo u otro viven juntos. Pero, para esta pensadora alemana, la ac-ción y el discurso están conectados especialmente con el hecho de que vivir signifi ca vivir entre los sujetos, vivir entre los que son mis iguales. Sin palabra, la acción pierde el actor, y el agente de los actos sólo es posible en la medida en que es, al mismo tiempo, quien dice las palabras, quien se identifi ca como el actor y anuncia lo que está haciendo, lo que ha hecho, o lo que trata de hacer. Arendt propone que la acción no sólo es frágil y falible, sino irreversible. Los proce-sos de la acción no son sólo impredecibles, son también irreversibles. Para Arendt, no hay autor o fabricador que pueda deshacer, destruir, lo que ha hecho si no le gusta o cuando las consecuencias muestran ser desastrosas.

Pero el fundamento más importante de este discurso, tal como se expone en el texto ¿Qué es la política?5, es la pluralidad, y a través de ella la libertad. La obra de Arendt nunca intentó hallar un acon-tecimiento originario, que fuera el primero en el orden cronológico y al tiempo clave de toda la historia humana. En varios apartes de su texto plantea que lo verdaderamente originario, generador de li-bertad humana, es la pluralidad (Arendt, 1993, p. 14). Por su parte, la libertad es capacidad de elección, capacidad de acción, lo cual

5 En ¿Qué es la política? se editaron los manuscritos que Arendt había preparado para su proyecto de libro “Introducción a la política”. Como es bien sabido, Arendt jamás escribió este libro; la socióloga alemana Ursula Ludz fue la encargada de compilar los materiales de Hannah Arendt. Ludz realizó un minucioso trabajo de reconstrucción, ordenación y presentación de los diversos fragmentos (conservados sin fecha alguna) que vieron la luz en 1993 con el título de Was its Politik?

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implica no sólo la condición de pluralidad humana sino también reconocer tanto la naturaleza simbólica de las relaciones humanas como la natalidad, en tanto opuesto a la mortalidad. Así lo expone Arendt (1958) en el siguiente fragmento:

La labor no sólo asegura la supervivencia individual, sino también la vida de la especie. El trabajo y su producto artifi cial hecho por el hom-bre (sic) concede una medida de permanencia y durabilidad a la futili-dad de la vida mortal y al efímero carácter del tiempo humano. La ac-ción, hasta donde se compromete en establecer y preservar los cuerpos políticos, crea la condición para el recuerdo, esto es, para la historia. Labor y trabajo, así como la acción, están también enraizados en la natalidad, ya que tiene la misión de proporcionar y preservar —prever y contar con— el constante afl ujo de nuevos allegados que nacen en el mundo como extraños (p. 22).

Con esta perspectiva, el actuar se defi ne como la posibilidad pro-pia de la condición humana; posibilidad que no es soportada por ningún totalitarismo. Más bien, es concebida como actividad, y como tal implica varias condiciones: la intersubjetividad, el lengua-je y la voluntad libre del agente. Estos tres factores desarrollan una de las principales características de la condición humana, como es la comunicación de proyectos por parte de individuos en un espa-cio público, donde el poder se divide entre iguales. Este espacio se presenta como un tejido que “en primer lugar, permite la presenta-ción de los ciudadanos; en segundo lugar, preserva la memoria y, en tercero, es el ámbito de la posibilidad, pues en él reside el poder como posibilidad o potencialidad” (Vargas, 2008, p. 558). El poder “nace cuando los seres humanos interactúan y desaparece cuando las relaciones desaparecen; poder es potencia (potencialmente), la posibilidad de estar juntos y crear realidades y actividades (acción) y distinguirnos” (Vidal & Ballesteros, 2005, p. 159), es decir, el poder pertenece a la comunidad y no a los individuos aislados, a los cuales es de atribuir más bien la fortaleza. En este sentido, la fuerza física, y con ella la violencia, no son características del poder.

En relación con el concepto de poder, un elemento importante que marca duramente la diferencia con el totalitarismo es la natalidad.

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Con la natalidad, el ser humano se hace libre, adquiere la posibili-dad de iniciar algo nuevo, añade algo propio al mundo; todo ello se da en la acción discursiva: “Morir signifi ca separarse de la comuni-dad, aislarse, mientras que la natalidad simboliza (y constituye) ese acto inaugural, ese hacer aparecer por primera vez en público: Los hombres (sic), aunque han de morir, no han nacido para eso, sino para comenzar” (Arendt, 1958). En este orden de ideas, la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad, y no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político, diferencia-do del metafísico. Actuar es inaugurar, hacer aparecer por primera vez en público, añadir algo propio al mundo. Arendt logra hacer de la acción un principio de libertad y no de necesidad, un principio político y no un asunto privado.

Ahora bien, tal como se ha expuesto en páginas anteriores, como categoría central del pensamiento político, la acción requiere siem-pre de un espacio público que haga posible la presentación de cada sujeto ante los otros. A la estructura de la acción pertenece otra dimensión decisiva, que no coincida con el obrar o con el hacer, se trata del padecer. “En efecto, el agente también actúa cuando fracasa, pierde o se revela como cobarde […] Por ello, el principio de la acción está en que el sujeto asuma el riesgo de aparecer en el espacio público para revelar su posición y confrontarla ante los otros” (Vargas, 2008, p. 551). Práctica, discurso y espacio público, elementos que conforman la acción, son la condición necesaria de la vida política.

Antes de desarrollar la categoría de esfera pública se abordará la de sujeto como la posibilidad de pensar al ser humano como parte del mundo, como ser histórico, dado a través del lenguaje, entre los otros y en la esfera pública, quedando así suprimida toda opción al totalitarismo.

Por su parte, el totalitarismo suprime la individualidad, la espon-taneidad, la capacidad para empezar algo nuevo; su fascinación es la muerte, la muerte de lo otro. La propuesta de Arendt para inver-tir ese efecto es defender la existencia de un valor moral público,

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basado no en la relación consigo mismo, sino en la relación con los otros. Lo que se construye es una nueva noción de historia. La historia es un relato que no cesa de comenzar, pero que no termi-na jamás. En este sentido, la historia es, para Arendt, expresión de singularidad, no de universalidad. La fi losofía tradicional, afi rma la pensadora alemana, ha representado a los seres humanos a través de una historia universal, es la historia como totalidad, en la que la pluralidad queda diluida en un individuo humano denominado humanidad, anulando así toda singularidad, toda individualidad en el proceso. Arendt no propone una concepción continuista de la his-toria; la idea de un proceso unilineal arruina la libertad de acción. Es gracias a la acción y a la palabra que el mundo se revela como un espacio habitable, un espacio en que es posible la vida en su senti-do no biológico (bios). Con la acción nos insertamos en un mundo donde ya están presentes otros, donde ya han nacido otros, donde ya han actuado otros. Nacer es entrar a formar parte de un mundo que ya existía antes; nacer es aparecer, hacerse visible ante los otros, ante un mundo común.

El ámbito del sujeto: Bios políticos

Bios polítikos es una expresión que tiene orígenes históricos en la antigüedad del pensamiento humano. Por ejemplo, para Aristóte-les, la vida política se generaba independiente de las necesidades de la vida, es decir, se descartaban todas las formas de vida dedicadas primordialmente a mantenerse vivo. Se excluía a todos los que in-voluntariamente de manera temporal, como los artesanos, o perma-nente, como los esclavos, habían perdido la libre disposición de sus movimientos y actividades. Para Aristóteles, la palabra politikon era un adjetivo para la organización de la polis y no una caracterización arbitraria de la convivencia humana; no se refería, de ninguna ma-nera, a que todos los sujetos fueran políticos o a que en cualquier parte donde viviesen seres humanos hubiera política, o sea, polis. De su defi nición quedaban excluidos no solamente los esclavos, sino también los bárbaros, regidos despóticamente, así como las mujeres. Arendt, una enamorada de los antiguos, recurre al concepto de polis como organización, defi nida por los griegos como la suprema forma

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humana de convivencia, es decir, en tanto alejada de lo divino, se proponía como libre y autónoma; y en tanto alejada de lo animal, se proponía como no relacionada con la necesidad.

A su vez, en Platón era evidente la enorme superioridad de la con-templación sobre la actividad de cualquier clase. La organización de la vida de la polis estaba dirigida por el superior discernimiento del fi lósofo; así mismo, la vida del placer desempeña un papel menor, y la guía por excelencia es la contemplación (teoría). Por su parte, en la edad moderna se plantea una inversión con respecto a la jerarquía tradicional básicamente desde lo humano. Para Arendt, todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los seres humanos viven juntos (actúan). Es precisamente la acción lo que no cabe imaginarse fuera de la sociedad humana. Esto se puede corroborar en el siguiente fragmento:

La actividad de la labor no requiere la presencia de otro, aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano, sino un animal laborans en el sentido más literal de la palabra. El hombre (sic) que tra-bajara, fabricara y construyera un mundo habitado únicamente por él seguiría siendo un fabricador, aunque no homofaber […] sólo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre (sic); ni una bestia ni un dios son capaces de ella, y sólo ésta depende por entero de la constante presen-cia de los demás (1958, p. 38).

De la anterior referencia se infi eren conclusiones relevantes en la construcción de este capítulo. En primer lugar, se puede concluir que el tipo de comunidad política que Arendt prescribe como garan-te de la pluralidad es radicalmente opuesto a la idea de una comuni-dad natural creada mediante lazos de sangre, afectos, sentimientos, tradiciones y costumbres. En palabras de Sánchez, “no son los hábi-tos del corazón lo que une a la ciudadanía, sino que es el mundo co-mún artifi cialmente creado mediante la acción y el discurso lo que les une, su disposición para crear un espacio público refl exivo en el que poder argumentar, persuadir y contestar las opiniones de los demás” (2007, p. 235). Así mismo, es válido afi rmar que lo que dis-tinguía la convivencia humana en la polis de otras formas de convi-vencia humana, que los griegos conocían muy bien, era la libertad.

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En este sentido, para Arendt ser libre y vivir en una polis eran, en cierto sentido, uno y lo mismo. Pero sólo en cierto sentido, pues para poder vivir en la polis la persona ya debía ser libre en otro aspecto: como esclavo, no podía estar sometido a la coacción de ningún otro ni, como trabajador, a la necesidad de ganarse el pan diario. Todo esto, porque el proceso de fabricación está enteramente determina-do por las categorías medio y fi n. La cosa fabricada es un producto fi nal. En la esfera privada se lleva a cabo gran parte de esta dimen-sión de la actividad humana, la fabricación. Como tal, el tener un comienzo defi nido y un fi n determinado predecible son rasgos pro-pios del trabajo. Pero como lo ilustra Arendt, es en el plano de la acción donde el sujeto es político y, como tal, libre.

Lo anterior se relaciona con la concepción de esfera política, que en la vida de Grecia antigua incluye tanto la acción como el discurso; la mayor parte de la acción política era realizada con palabras. En la polis, la acción del discurso se desplazó a la persuasión como una forma humana de contestar, replicar y sopesar lo que ocurría y se ha-cía. Ser político, vivir en una polis, signifi caba que todo se decía por medio de palabras y mediante procesos de persuasión, no precisa-mente acudiendo a la fuerza y a la violencia. La violencia, así como los poderes despóticos e indisputados, eran considerados como una forma prepolítica. Con Aristóteles, el sujeto de la polis es considera-do como un ser vivo capaz de discurso; los esclavos y los bárbaros, considerados fuera de la polis, eran considerados como desprovistos de discurso en una sociedad en la que sólo éste tenía sentido y don-de la preocupación primera de los ciudadanos era hablar entre ellos.

Lo político, en este sentido griego, se centra, por lo tanto, en la libertad, comprendida negativamente como no ser dominado, y no dominar, y positivamente como un espacio sólo establecido por muchos, en que cada cual se mueva entre iguales. Sin tales otros, que son mis iguales, no hay libertad. Por eso quien domina sobre los demás y es, pues, por principio distinto de ellos, puede que sea más feliz y digno de envidia que aquellos a los que domina pero no más libre (Arendt, 1997, p. 70).

En resumen, Arendt propone tres tipos de vida y, en corresponden-cia, tres dimensiones del ser humano: la labor (animal laborans), que

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corresponde a la actividad del cuerpo, es decir, lo que se comprende como metabolismo; sin labor no hay posibilidades de sostenimiento. El segundo nivel lo denomina trabajo (homo faber), que sirve para producir la materia prima para sostener los procesos de superviven-cia del cuerpo. De igual forma, el trabajo cobija la producción de armas o utensilios, extensión del cuerpo, lo que equivale al plano instrumental. Por su parte, la vita activa es la propia acción política (animal politikon), es la actividad humana por excelencia, acti-vitas, vida activa; es lo exclusivo del ser humano; consiste en crear un mundo no preexistente a él, distinto del natural y, por lo tanto, ar-tifi cial. “Si la esencia de toda acción, y en particular de la política, es hacer un nuevo comienzo, entonces la comprensión se vuelve la otra cara de la acción, a saber: se vuelve esa forma de cognición, dis-tinta de tantas otras, por la que los hombres (sic) que actúan pueden terminar por aceptar lo que irrevocablemente ha ocurrido y pueden reconciliarse con lo que insoslayablemente existe” (1953, p. 391).

Expuestos y presentados algunos argumentos que ayudan a com-prender la concepción de sujeto político, es pertinente en este mo-mento de la construcción de este capítulo abordar la relación de la categoría de esfera pública con la idea de libertad.

Por un lado, la esfera pública es defi nida, en este contexto, a través de dos dimensiones: de una parte, como un escenario meramente físico; de otra, como ese espacio de aparición propiciador de las rela-ciones políticas de los seres humanos. Con estas ideas, y en relación con el planteamiento central expuesto en las primeras líneas de este libro, es posible y relevante caracterizar la acción pública como una acción humana y, por consiguiente, política.

A propósito de esto, “la tesis de Arendt consiste en afi rmar que el fenómeno originario de la política no es la dominación, sino la li-bertad, entendida como la capacidad de actuar dentro de la trama de relaciones sociales que conforma la esfera pública. La razón de ser de la política es la libertad y su campo de experiencia la acción” (Serrano, 2002, p. 99). El comentario de Serrano plantea la rela-ción íntima entre esfera pública y libertad, lo que hace necesario

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dedicar a esta última el siguiente fragmento para su desarrollo y conceptualización.

APARTADO III: UN ASUNTO HUMANO: LA LIBERTAD

El campo en el que siempre se conoció la libertad, sin duda no como problema, sino como un hecho de la vida diaria, es el espacio político. Al respecto Arendt ilustra en su ensayo ¿Qué es la libertad? el tema de la siguiente manera:

[…] la acción y la política, entre todas las capacidades y posibilidades de la vida humana, son las únicas cosas en las que no podemos siquiera pensar sin asumir al menos que la libertad existe […] la libertad es en rigor la causa de que los hombres (sic) vivan juntos en una organiza-ción política. Sin ella, la vida política como tal no tendría sentido, la razón de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción (1996, p. 158).

En el mismo orden de ideas, afi rma Arendt que esta libertad que se da por sentada en toda teoría política, y que incluso quienes son par-tidarios de la tiranía deben tomar en cuenta, es la antítesis misma de la libertad interior, entendida como el espacio interno en el que los sujetos pueden escapar de la coacción externa y sentirse libres. Tal sentimiento íntimo se mantiene sin manifestaciones externas y, en consecuencia, es políticamente irrelevante por defi nición. Como se ha planteado en párrafos anteriores, el principio que subyace a la dinámica de la vida activa es la libertad. Sólo al sujeto que ac-túa se le presentan las alternativas. De forma contraria, en la vida contemplativa, el mundo es un sistema ordenado en el que todo acontecimiento remite a una causa y en el que, por tanto, no hay lugar para la libertad. Tradicionalmente, el problema de la libertad ha sido estudiado por fi lósofos y no por políticos, es decir, por per-sonas de acción. “[…] Porque la tradición fi losófi ca ha distorsionado la idea de libertad, trasladándola de la esfera pública, en la que apa-rece, a un espacio interior” (Larrauri, 2001, p. 32). Ese espacio ha sido llamado “conciencia” o “alma” o “espíritu”. De ahí que Arendt se identifi que más con los postulados de la ciencia política que con los postulados de la fi losofía.

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Arendt plantea este escenario de oposición entre vida activa y vida contemplativa para situar en él la vieja disputa entre la opinión (doxa) y la teoría orientada hacia la verdad6 (epistéme), con el objetivo de reivindicar a la primera como el principio en el que se fundamen-ta la racionalidad práctica, constructora de sentidos y signifi cados, aglutinadora de la diversidad y diferencia humana. La teoría orien-tada hacia la verdad trata de acceder a una descripción del mundo en la que sus enunciados se adecuen a los hechos. De acuerdo con la concepción tradicional, una descripción verdadera sólo se podría alcanzar si el sujeto se distancia de sus intereses prácticos, es decir, si toma la postura de un observador imparcial que contempla el mundo objetivamente. Esta perspectiva se aproxima a la propuesta de la vida contemplativa.

Sin embargo, para Arendt, ninguna descripción verdadera del mun-do, por más amplia que ésta sea, puede decir cómo se debe actuar en una determinada situación. Es aquí donde entra en escena la opinión, para la cual es relevante situarse en el lugar de los otros, y de esta manera incorporar distintos puntos de vista; de igual for-ma, es necesaria la construcción de la esfera pública, porque ella es el lugar en el que se exponen y debaten las múltiples opiniones, asunto distinto de lo desarrollado en la esfera privada. Es por esto que la diferencia entre lo público y lo privado se plantea, en un primer momento, desde la separación de actividades de la polis y de la familia, es decir, entre actividades del mundo común y las relativas a la conservación de la vida. La polis sólo conocía iguales, mientras la familia era el centro de la más estricta desigualdad. Ser libre signifi caba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie, es decir, ni gobernar ni ser gobernado.

6 A propósito del concepto de verdad, vale decir que para Arendt, en la esfera pública reina la opinión, y que la verdad pertenece a espacios distintos del pú-blico, pues ella, según Vargas (2008), es producida en espacios apolíticos, como por ejemplo, la soledad del investigador. En este sentido, la verdad, vista desde la perspectiva de las proposiciones teóricas, es apolítica. La esfera de lo público es la esfera de la opinión, es la esfera de la doxa, del discurso, de la comunicación.

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El hacer y el decir como acciones propias de la libertad humana

La esfera pública tiene el carácter de un espacio de aparición, en el que cada individuo, mediante sus actos y palabras, se presenta ante sus pares y, gracias a ello, le es reconocida una identidad pro-pia. A manera de metáfora, Arendt (1996) expone que así como los intérpretes, bailarines, actores, instrumentalistas y demás necesitan una audiencia para mostrar su virtuosismo, igualmente los sujetos de acción necesitan la presencia de otros ante los cuales mostrarse; para unos y otros es preciso un espacio público organizado donde puedan cumplir sus acciones. Ahora bien, no se debe dar por sen-tado que existe tal espacio de presentaciones en todos los casos en que los sujetos vivan reunidos en una comunidad. “La polis griega fue, en tiempos, precisamente esa forma de gobierno que daba a los hombres (sic) un espacio para sus apariciones, un espacio en el que podían actuar, una especie de teatro en el que podía mostrarse la libertad” (Arendt, 1996, p. 166). Así pues, no todo espacio físico es propiciador de relaciones públicas de libertad.

En este sentido, esa polis no es una localización física, como será la ciudad romana fundada por una ley, sino una organización del pueblo que deriva de lo que se actúa y se habla en conjunto, y que puede manifestarse en cualquier momento y en cualquier lugar, “si yo aparezco ente los otros como los otros aparecen ante mí” (Arendt, 1958, p. 232). El modelo político de Arendt no se basa, por lo tanto, en nada más que en la acción y la palabra. “El espacio de aparición de la polis es tal que le exige a cada uno que demuestre un coraje original, que consienta en actuar y hablar, abandonar el abrigo pri-vado para exponerse a los otros y, con ellos, estar dispuesto a correr el riesgo de la revelación. Esa sería la primera condición política de la revelación: manifestar quién soy, y no lo que soy” (Kristeva, 1999, p. 89).

El reconocimiento de la igualdad entre los ciudadanos se mani-fi esta en el derecho compartido de expresar y reafi rmar la propia

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identidad frente a los otros a través de la diferencia7. Si bien en la familia se generan procesos de reconocimiento permanentes, éstos se expresan sobre la base de la condición de iguales y no necesaria-mente como diferentes políticos. Los griegos llamaron a este ámbito público polis, y a la actividad que en ella se ejercía, acción política. “Es el campo en el que la libertad es una realidad mundana, expre-sable en palabras que se pueden oír, en hechos que se pueden ver y en acontecimientos sobre los que se habla, a los que se recuerda y se convierte en narraciones antes de que, por último, se incorporen al gran libro de relatos de la historia humana. Lo que ocurre en ese espacio de apariencias es por defi nición político[…]” (Arendt, 1996, p. 167). Para Arendt, la libertad no es un atributo ni de la voluntad ni del pensamiento, sino de la acción social humana.

Contrario a esto, la organización familiar constituye el núcleo de la esfera privada en el que los individuos se integran mediante lazos sentimentales y de lealtad personal, dentro de una estructura jerár-quica, en la que las distintas posiciones y funciones se encuentran defi nidas y legitimadas por la tradición. En este contexto, se habla de necesidad de sobrevivencia del individuo y de la especie, y en este punto específi co, la labor se convierte en el aspecto que distin-gue la actividad humana. Así, pues, dentro de la esfera doméstica no existía la libertad, ya que la cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar el hogar y entrar en la esfera política, en la que todos eran iguales. Pero abandonar el hogar no era simplemente abandonar el lugar en que los sujetos estaban dominados por la necesidad y la coacción, sino también, y

7 Poner en juego lo dado comporta la posibilidad de singularizarse, la posibili-dad de que haya formas diversas de feminidad, por ejemplo, en un espacio común. Para ilustrar esto es válido apelar a una metáfora que Arendt utiliza en más de una ocasión, y que Birulés retoma en un corto artículo publicado en 2007 titulado “Algunas observaciones sobre identidad y diferencias”: “La mesa —dice— reúne tanto como separa. Y ciertamente, podemos acentuar lo que les une o lo que les separa, pero sin la mesa, sin un espacio donde singularizarnos, quedaríamos comprimidos unas contra otras en un único modelo de feminidad, reducidas a lo dado” (Birulés, 2007, p. 242).

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en conexión con ello, el lugar donde se garantizaba la vida, donde todo estaba listo para dar satisfacción a las necesidades vitales.

Por lo tanto, y debido a lo anterior, abandonar el hogar y, por ende, ser libre, implicaba estar dispuesto a arriesgar la vida. Ante tal situa-ción, de “abandonar a” surge, ciertamente, una especie de espacio público donde lo más importante es la presencia, entre iguales, de los demás. “Este espacio público sólo llega a ser político cuando se establece en una ciudad, cuando se liga a un sitio concreto que sobreviva tanto a las gestas memorables como a los nombres de sus autores, y los transmita a la posteridad en la sucesión de las gene-raciones” (Arendt, 1997, p. 74). Esta ciudad, que ofrece un lugar permanente a los mortales, a sus actos y palabras fugaces es la polis. Para los griegos, la libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, mientras la necesidad se asume como un fenómeno prepo-lítico, característico de la organización doméstica privada, y que la fuerza y la violencia se justifi can en esta esfera porque son los únicos medios para dominar la necesidad. Esta idea Arendt la demuestra en su texto ¿Qué es la política? cuando asegura que en el sentido de la tradición política, no ser libre tiene una defi nición doble:

Por un lado, estar sometido a la violencia de otro, pero también, e in-cluso más originariamente, estar sometido a la cruda necesidad de la vida. La actividad que corresponde a la obligación con que la vida nos fuerza a procurarnos lo necesario para conservarla es la labor. En todas las sociedades premodernas podía uno liberarse de éste, obligando a otros a hacerlo mediante la violencia y la dominación. En la sociedad moderna, el laborante no está sometido a ninguna violencia ni a nin-guna dominación, está obligado por la necesidad inmediata inherente a la vida misma. Por lo tanto, la necesidad ocupa el lugar de la vio-lencia, y la pregunta es: ¿cuál de las dos coerciones podemos resistir mejor, la de la violencia o la de la necesidad? (1997, p. 95).

A propósito de necesidad, dominación y violencia, a la que hace referencia directa la cita anterior, para el punto de vista antiguo, el rasgo privativo de lo privado, indicado en el propio mundo, era muy importante; literalmente signifi caba el estado de hallarse desprovisto de algo, incluso de las más elevadas y humanas capacidades. Un su-

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La esfera de lo público desde Hannah Arendt: Una propuesta de ciudadanía política

jeto que sólo viviera su vida privada, a quien, al igual que al esclavo, no se le permitiera entrar en la esfera pública, o que, a semejanza del bárbaro, no hubiera elegido establecer tal esfera, no era plena-mente humano. Para Arendt, vivir una vida privada signifi ca estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: “estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una objetiva relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas[…]” (1958, p. 67). Esto implica una idea clave e importante: lo privado es, ante todo, privación de los demás, privación de lo otro, de los otros. El ser humano privado no aparece y, por lo tanto, es como si no existiera. A propósito de esto, Arendt asegura que “[…] cualquier cosa que realiza carece de signifi cado y consecuencias para los otros; y lo que le importa a él no interesa a los demás” (1958, p. 67). Lo que sucede es que el individuo privado del acceso a la esfera pública carece de la facultad de proponer e ini-ciar acciones nuevas, y reduce su vida a las labores que le permiten sobrevivir.

Sin embargo, para Arendt, el poder surge de la capacidad que tie-nen los seres humanos no solamente para actuar o hacer cosas, sino también para concertarse con los demás y actuar de acuerdo con ellos. En el texto Perfi les fi losófi co-políticos Jürgen Habermas dedica un capítulo a Arendt, y al referirse al tema en cuestión afi rma: “El fenómeno fundamental del poder no es la instrumentalización de una voluntad ajena para los propios fi nes, sino la formación de una voluntad común en una comunicación orientada al entendimiento” (1975, 206). De esta manera, el poder generado comunicativamente que ostentan las convicciones compartidas proviene desde los inte-resados orientados en función de un acuerdo y no buscando cada uno su propio éxito. En ese proceso, por tanto, no utilizan el len-guaje perlocucionariamente, esto es, con el sólo propósito de mover a los otros a que se comporten de la manera deseada, sino ilocucio-nariamente, esto es, para mover a los otros a aceptar sin coacciones relaciones intersubjetivas. “Hannah Arendt desliga el concepto de poder del modelo de acción teleológica: el poder se forma en la acción comunicativa, como un efecto grupal del habla en la que

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

el entendimiento se convierte para los participantes en un fi n en sí mismo” (Habermas, 1975, p. 208).

De esta manera, Arendt, dice Habermas, considera el desarrollo del poder como un fi n en sí mismo. Este poder se condensa en poder político en las instituciones que aseguran formas de vida que están centradas en el habla recíproca. Igualmente, el poder se manifi esta en las ordenaciones que protegen la libertad política. He aquí los argumentos que explican la relación entre esfera pública y libertad. Para Arendt, desarrollada en el ámbito de lo público, el espacio de las relaciones y de las nuevas acciones de los sujetos, la libertad se concibe como un estar entre los otros actuando. Los seres humanos son sólo libres mientras actúan, nunca antes ni después, porque ser libre y actuar es una y misma cosa, tal como se insinuaba al inicio de este capítulo.

Así pues, en la política lo que está en juego no es la vida sino el mun-do, como espacio de aparición. El que actúa no se puede considerar como alguien preexistente, aislado, soberano y autónomo. Según Larrauri (2001), uno de los máximos objetivos de Arendt consiste en combatir la idea que asume la política sólo como el medio para conseguir la fi nalidad de la libertad. Cuando afi rma que el sentido de la política es la libertad, establece con precisión la diferencia entre sentido y fi nalidad: si la libertad es la fi nalidad por la política, entonces es un resultado exterior; mientras que si la libertad es el sentido de la política, entonces se trata de algo intrínseco a la propia actividad política (p. 37).

Tal como se ha expuesto en párrafos anteriores, esta última es la po-sición de Arendt: ser libre y actuar son la misma cosa; actuar es algo que se efectúa en un espacio público, por lo que ser libre consiste en llevar a cabo acciones en el ámbito de la política. En este senti-do, la esfera pública tiene para Arendt una cualidad espacial, pero también una cualidad artifi cial, es decir, una construcción propia, la política:

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[…] mediante la acción y el discurso, los hombres (sic) muestran quié-nes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano. Debido a su inherente tendencia a descubrir al agente junto con el acto, la acción necesita para su plena aparición la brillantez de la gloria, sólo posible en la esfera pública. Sin la revelación del agente en el acto, la acción pierde su específi co carác-ter y pasa a ser una forma de realización entre otras (1958, pp. 238-239).

Lo anterior signifi ca que es la palabra y la acción lo que va a caracte-rizar el espacio publico-político que propone Arendt. Así, el espacio público no es una mera localización física de un ámbito en que las acciones sean visibles, sino algo vinculado a la necesidad de límites, delimitado por leyes.

La esfera pública: “lo común entre”

Para Arendt, la polis griega era el paradigma de espacio público porque se trataba del único lugar donde los seres humanos podían mostrar real e invariablemente quiénes eran. Se evidencia en estas ideas arendtianas una preocupación por el otro: “¿quién eres tú?” (Arendt, 1997, p. 21). Como se ha explicado, la libertad en el contex-to de la polis griega signifi caba libertad de hacer y de decir, libertad de moverse, de salir de casa, de estar en el mundo y encontrarse con otros humanos para dialogar e intercambiar puntos de vista, y para realizar empresas con ellos. Esta idea se explica a través de los comentarios de Larrauri en su texto La libertad, quien al respecto afi rma que el espacio público ateniense está al margen de la violen-cia porque las guerras suceden contra los otros, los que están fuera de las murallas de la ciudad. Dentro, lo que existe es un mundo de iguales en los que rige la isonomía (la igualdad de derechos) y la isegoría (libertad de hablar, igual para todos); todos los considerados ciudadanos son iguales en cuanto que tienen derecho a exponer su punto de vista sobre los asuntos públicos. “La plaza pública es como un escenario en el que se exhiben, gracias a la palabra, las diferentes opiniones de los ciudadanos” (2001, p. 43).

Este proceso implica necesariamente un espacio, una esfera. Lo de-cisivo de esta libertad política es su vínculo a un espacio. Cuando se

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

expulsaba a algún ciudadano a su hogar, el espacio en que se daba el trato libre entre iguales, el ágora, quedaba desierto. La libertad ya no tenía espacio, y esto signifi caba que ya no había libertad política. “Por consiguiente, para la libertad no es necesaria una democra-cia igualitaria en el sentido moderno sino una esfera restringida, delimitada oligárquica o aristocráticamente, en que al menos unos pocos o los mejores traten los unos con los otros como iguales entre iguales. Naturalmente, esta igualdad no tiene lo más mínimo que ver con la justicia” (Arendt, 1997, p. 70). Con ello, es pertinente plantear una de las ideas más fuertes de este texto, en palabras de la misma Arendt:

Ser visto y oído por otros deriva su signifi cado del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente. Éste es el signifi cado de la vida pública, comparada con la cual incluso la más rica y satisfactoria vida familiar sólo puede ofrecer la prolongación o multiplicación de la posición de uno con sus acompañantes aspectos y perspectivas. Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana (1958, p. 66).

Se trata, entonces, de construir una igualdad de desiguales, ya que la característica básica de la humanidad es su diversidad, su plurali-dad. La pluralidad no es, pues, simple alteridad, pero tampoco equi-vale al mero pluralismo político de las democracias representativas: la función del ámbito público es, en Arendt, iluminar los sucesos humanos al proporcionar un espacio de apariencias, un espacio de visibilidad, en que hombres y mujeres pueden ser vistos y oídos y revelar mediante la palabra y la acción quiénes son. “Sólo la acción política, en el sentido del compartir y de una puesta en memoria de las proezas de los héroes, gracias a la capacidad de dar forma a un relato, a una historia, les permite a los hombres (sic) perdurar, no como especie, sino como pluralidad de quienes” (Kristeva, 1999, p. 175). Este argumento, pertinente para re-pensar la comunicación para el cambio social, es posible sustentarlo desde la propuesta de Arendt sobre la pluralidad.

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La esfera de lo público desde Hannah Arendt: Una propuesta de ciudadanía política

En palabras de Arendt, la pluralidad es la ley de la Tierra. No sólo hay diversidad de raza, religión, clase social, sexo, historia, sino que entre los humanos que comparten algunas de esas diferencias, o incluso todas, la pluralidad es enorme. Cada uno de los sujetos, cuando nace, ocupa un lugar en el mundo totalmente distinto de los demás, encarna una novedad absoluta, sin que ni antes ni des-pués pueda repetirse. “A la pregunta: ¿y tú quién eres?, cada uno puede responder como un relato único; esa novedad, implícita en el nacimiento de cada ser humano, es ya en sí misma prueba de que éste puede introducir en el mundo algo diferente” (Larrauri, 2001, pp.  43-44). Por lo tanto, contra el terror de los totalitarismos que destruye el pensamiento y la vida, es políticamente urgente insistir en la libertad, que Arendt identifi ca con el nacimiento.

Esa libertad se asocia al acto de nacer, en el que cada uno de los sujetos es un nuevo comienzo, y en un sentido inicia de “nuevo un mundo” (Kristeva, 1999, p.159). Por el contrario, y en palabras de Arendt, el terror elimina precisamente la fuente misma de la liber-tad que el nacimiento le otorga al ser humano, y que reside en la capacidad que éste tiene de ser un nuevo comienzo. “Comenzar” signifi ca e implica la garantía de la singularidad espontánea. “Espa-cio común” signifi ca e implica la condición del compartir político. “Al suprimir la capacidad interna de los hombres (sic) para comen-zar, al destruir el espacio común donde pueden moverse, que es el espacio político, el terror totalitario, por miedo a que alguien se pon-ga a pensar, ataca en defi nitiva esa cualidad humana por excelen-cia que es el pensamiento, sinónimo de nacimiento y renacimiento, en tanto que la más libre y más pura de las actividades humanas” (Kristeva, 1999, pp. 159-160).

Con base en la idea de nacimiento, acabada de explicar, y si se tiene en cuenta la referencia a Kristeva, es posible asegurar que Arendt otorga mayor importancia al quién y no al qué, y ello está implí-cito en todo lo que este alguien dice y hace. Pero se trata de una identidad frágil; depende de la autoexhibición y de la permanencia del acto de contar: la narración identifi caría el sujeto mediante el relato de las propias acciones. Arendt no busca defi nir el yo como

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substancia abstracta, más bien intenta relatarlo, darle sentido, des-de lo heterogéneo, pero sin unifi car. Esta puede identifi carse como una característica fundamental de la comunicación para el cambio social. Esto quiere decir que aunque las historias son los resultados inevitables de la acción, no es el agente, sino el narrador, el especta-dor, quien capta y relata la historia.

Ahora bien, la expresión “lo común entre” no asume en Arendt lo público como el desarrollo de un todos iguales, lleno de fraterni-dades, proximidades y parentescos. Arendt asocia lo público con lo diverso, con la posibilidad de formar un nosotros. Esta idea es muy cercana a la propuesta por Mouffe, plasmada en este libro en un capítulo posterior. La condición indispensable de la política es la irreductible pluralidad que queda expresada en el hecho de que so-mos alguien y no algo. Todo ello explicaría los comentarios críticos de Arendt sobre la desaparición de la esfera pública en las socieda-des modernas, en las que la distinción y la diferencia han pasado a ser asunto privado de los individuos, de modo que la conducta ha devenido el substituto de la acción. Desde este punto de vista, nunca actividades privadas constituyen una esfera pública.

En conclusión, y ya para terminar esta aproximación a Hannah Arendt, la categoría de esfera pública implica dos fenómenos es-trechamente relacionados, si bien no idénticos por completo: En primer lugar, signifi ca que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible. Es una transformación de lo individual en aparición pública. En segundo lugar, el término “público” signifi ca el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente. Este mundo, sin embargo, no es idéntico a la tierra o a la naturaleza, como el limitado espacio para el movimien-to de los seres humanos y la condición general de la vida orgánica. Más bien, afi rma Arendt, está relacionado con los objetos fabricados por las manos del sujeto, así como con los asuntos de quienes habi-tan juntos en el mundo hecho por el ser humano. Vivir juntos en el mundo signifi ca, en esencia, que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada

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La esfera de lo público desde Hannah Arendt: Una propuesta de ciudadanía política

entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los sujetos al mismo tiempo.

Para Arendt, y éste es un argumento de gran importancia, la realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumera-bles perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común y para el que no cabe inventar medida o denominador común. En el espacio público, defi nido como espacio político, no hay sabios; eso es lo que sostenía Sócrates cuando decía “sólo sé que no sé nada”. Se puede llegar, según Arendt, a una cierta prudencia política, lo que implica ampliar el propio punto de vista con los puntos de vista de los demás. La acción comunicativa es el medio en el que se forma el mundo de la vida compartido intersubjetivamente. De ella se habla-rá en el siguiente capítulo de este trabajo. Antes, y como preludio a la construcción habermasiana, una referencia explicativa acerca de la expresión arendtiana “ser vistos-ser oídos”:

Y este mundo de la vida es el espacio de aparición en el que los agentes se presentan, en el que salen al encuentro unos de otros, en el que son vistos y oídos. La dimensión espacial del mundo de la vida viene determinada por el factum de la pluralidad humana: toda interacción coordina la diversidad de perspectivas de percepción y de acción de los presentes que, en tanto que individuos, ocupan una posición dis-tinta de la de todos los demás. La dimensión temporal del mundo de la vida viene determinada por el factum de la natalidad humana: el nacimiento de cada individuo signifi ca la posibilidad de un nuevo co-mienzo; actuar signifi ca tomar la iniciativa y hacer algo no visto antes (Habermas, 1975, 209).

De las anteriores palabras de Habermas se puede decir que su idea central tiene una dirección política, a través de la cual no se puede sustituir el poder (reconocimiento) por la fuerza (instrumentalidad); el poder solamente puede provenir de un espacio público no defor-mado. En coherencia con este planteamiento, Arendt considera el espacio público no sólo como generador de poder, sino como legi-timador del poder, legitimador de las relaciones sociales. Es por eso que Arendt insiste en una esfera pública política, que sea expresión de las estructuras de una comunicación no distorsionada. En pala-

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

bras de Sánchez (2007), esto remite a una de las tesis fundamentales de Arendt, y es que la comunidad creada entre las personas, el espa-cio público, el mundo, ocupa una posición que se puede denominar ontológica: “Sólo mediante la actuación en dicho espacio nos cons-tituimos como sujetos, apareciendo ante los ojos de los demás, que componen un público que juzgará y recordará nuestras acciones” (Sánchez, 2007, p. 229). Aparecer en público signifi ca, pues, adqui-rir realidad para los demás, asunto que se estudiará, en el siguiente capítulo, a partir de los postulados que sustentan la posibilidad de pensar una ciudadanía deliberativa en Habermas.

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2ESTUDIO HISTÓRICO DEL CONCEPTO DE

OPINIÓN PÚBLICA DESDE LOS POSTULADOS DE JÜRGEN HABERMAS. CONSTRUCCIÓN

DE UNA CIUDADANÍA DELIBERATIVA

Este capítulo ofrece una aproximación al estudio del polisémico con-cepto de Öffentlichkeit (opinión pública), desarrollado por Jürgen Ha-bermas en su obra Historia y crítica de la opinión pública: la transfor-mación estructural de la vida pública1 (1962). El plan de trabajo de esta parte del libro propone en un primer momento ubicar la categoría “opinión pública” en el marco de la obra del pensador alemán; en un segundo momento, exponer el recorrido histórico del mismo concepto con el fin de demostrar la necesidad de construir la idea de una ciuda-danía deliberativa y, por consiguiente, política.

INTRODUCCIÓN Y PLAN DE TRABAJO

Desde que inició su vida intelectual en la década de los cincuen-ta, la tarea de Habermas no ha sido otra que desarrollar la idea de una teoría de la sociedad con intención práctica. Basado en Parsons, Habermas propone un concepto de sociedad estructurado en dos niveles: mundo de la vida y sistema. De manera puntual, en el tex-to La inclusión del otro (1999), el fi lósofo alemán reafi rma la tarea de asentar la teoría de la sociedad sobre nuevos fundamentos. El

1 Léase en adelante HCOP.

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sueño habermasiano siempre ha consistido en que la razón ocupe un lugar en la historia humana, aunque sea, tras la labor de des-enmascaramiento efectuada por los fi lósofos de la sospecha, una razón minúscula, no instrumental, sino práctico-moral, presente en los actos de comunicación no distorsionada. Es precisamente a tra-vés de la noción de acción comunicativa como Habermas intenta rescatar la razón práctica de la posibilidad de ser colonizada por el positivismo. “La expresión acción comunicativa designa aquellas interacciones sociales para las cuales el uso del lenguaje orientado al entendimiento asume un papel de coordinación de la acción” (Habermas, 2001, p. 61). Dentro del propio marco de la acción co-municativa, lo que propone el pensador alemán es un proyecto de construcción de una teoría crítica de la sociedad sustentado ya no en el marco conceptual de una fi losofía de la conciencia, adaptada a un modelo sujeto-objeto de cognición y acción, sino, más bien, sobre el horizonte de una teoría del lenguaje y acción comunicativa. De esta manera, lo que se propone es un proyecto postmetafísico y secularizado, desprovisto de cualquier concepción metateórica; es más bien la construcción de una teoría social de carácter político, refl exiva, argumentativa y emancipatoria; es una propuesta demo-crática, inscrita sobre espacios públicos y libres, mediada siempre por la comunicación y la discusión.

A partir de estas consideraciones iniciales, este capítulo propone establecer las líneas fundamentales del pensamiento político de Habermas desde el concepto de esfera pública. De forma paralela, la fi nalidad de esta sección del libro será rastrear la propuesta de ciudadanía en el mismo autor. Para desarrollar esta tarea, en primer lugar será relevante contextualizar el concepto de opinión pública en la obra del pensador alemán; para lo cual es necesario presentar algunos elementos generales que ubiquen los conceptos en estudio dentro de su obra, así como plantear algunas aclaraciones de corte semántico a las que da lugar la expresión Öffentlichkeit (opinión pública).

En un segundo apartado se realizará un breve recorrido por la trans-formación histórica del concepto opinión pública, transformación

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Estudio histórico del concepto de opinión pública desde los postulados de Jürgen Habermas. Construcción de una ciudadanía deliberativa

estudiada en Habermas a través de tres hitos concretos: Grecia an-tigua, Europa medieval y la sociedad burguesa surgida en el con-texto de la modernidad. Para terminar, el objetivo será analizar la emergencia de un nuevo concepto de ciudadanía deliberativa y, por ende, político, infl uyente en la transformación de la opinión pública estudiada en los apartados anteriores, que será de gran utilidad en la búsqueda de aportes teóricos desde los cuales pensar una comunica-ción para el cambio social, objetivo central de este libro.

APARTADO I: UBICACIÓN DE LA CATEGORÍA ÖFFENTLICHKEIT (OPINIÓN PÚBLICA) EN EL CONTEXTO GENERAL DE LA OBRA DE HABERMAS

Aclaración semántica de la traducción de la categoría Öffentlichkeit por opinión pública

Desde los inicios de su obra HCOP (1962) Habermas se interesó por la investigación sobre el espacio público (Öffentlichkeit) y la opinión pública (öffentliche Meinung). Dicha obra presenta una exposición histórico-sociológica del surgimiento, transformación y degenera-ción de la esfera pública liberal, esfera en la que ha de institucio-nalizarse la discusión crítica pública de asuntos de interés general. “Si logramos comprender en sus estructuras históricas lo que hoy, de manera bastante confusa, subsumimos bajo el título de Öffentli-chkeit, podemos esperar, que más allá de una aclaración sociológica del concepto, sistemáticamente captemos a nuestra propia sociedad a partir de una de sus categorías centrales” (Habermas, 1976). A partir de esta argumentación se puede afi rmar que el teórico de la acción comunicativa aborda en su obra un estudio de la comuni-cación pública, que habrá que poner en relación con sus trabajos posteriores encaminados a asentar la razón comunicativa.

Ahora bien, teniendo en cuenta los comentarios aclaratorios de Domènech, traductor y escritor del prólogo a la edición castellana (1981), de la expresión alemana Öffentlichkeit, son versiones acepta-bles de su traducción: vida pública, esfera pública, público, opinión pública y publicidad. Por tal razón, afi rma el traductor que se corre

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el riesgo de una incorrecta interpretación, si se tiene en cuenta que la palabra “publicidad” tiene en castellano dos usos, uno de los cua-les, precisamente el aludido en la traducción de la obra de 1962, es hoy poco frecuente. Publicidad suele remitir a actividades relaciona-das con el reclamo y la propaganda comercial. Aquí, en el contexto habermasiano, se intenta más bien recuperar, asegura Domènech, su referencia más arcaica, es decir, hacer referencia al estado y la ca-lidad de las cosas públicas. Precisamente, afi rma Domènech, HCOP es una exploración histórica del asunto.

Como se nota, desde la primera línea del texto de Habermas (1962), el uso lingüístico de “público” y “publicidad” denota una variedad de signifi caciones concurrentes, que proceden de fases históricas diversas y de usos cotidianos distintos por parte de la sociedad, los medios de comunicación de masas y la ciencia, que terminan gene-rando confusión. Varios apartados de de dicha obra se pueden citar para sustentar esta idea: “Públicas llamamos a aquellas organizacio-nes que, en contraposición a sociedades cerradas, son accesibles a todos; del mismo modo que hablamos de plazas públicas o de casas públicas” (Habermas, 1962, p. 41). Sin embargo, al hacer alusión a edifi cios públicos, el signifi cado no es de simple accesibilidad; ni siquiera tendrían por qué estar abiertos al tráfi co público; albergan instalaciones del Estado, y ya sólo por eso cabría predicar de ellos la publicidad.

El Estado es la administración pública. Debe el atributo de la publici-dad a su tarea: cuidar el bien común público de todos los ciudadanos. Distinta signifi cación tiene la palabra cuando se habla, pongamos por caso, de una audiencia pública; en tales oportunidades se despliega una fuerza de representación, en cuya publicidad algo cuenta el reco-nocimiento público (Habermas, 1962, p. 42).

De forma complementaria a las dimensiones planteadas en la re-ferencia anterior, Habermas (1962) defi ne el concepto “opinión pública” con relación al “espacio público”: Por espacio público se entiende un ámbito de la vida social en el que se puede construir la opinión pública. La entrada está fundamentalmente abierta a todos los ciudadanos, lo cual signifi ca que el sujeto de esa publicidad es el

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Estudio histórico del concepto de opinión pública desde los postulados de Jürgen Habermas. Construcción de una ciudadanía deliberativa

público como portador de la opinión pública, y la notoriedad públi-ca está vinculada con la función crítica de aquélla. Esta es una de las tesis centrales de la obra habermasiana.

Un antecedente clave es su ensayo Historia y crítica de la opinión pú-blica (1962), en el que plantea que la verdadera opinión pública sólo puede darse en la medida en que se dé la notoriedad pública crítica, mediante la participación de las personas en un proceso de comuni-cación conducido no sólo en el nivel de los funcionarios y líderes de opinión, sino en todos los niveles (Pérez, 2007, p. 15).

Lo anterior signifi ca que en cada conversación en la que los indi-viduos privados se reúnen como público se constituye una porción de espacio público. Los ciudadanos se comportan como público, asegura Habermas, cuando se reúnen y conciertan libremente, sin presiones y con la garantía de poder manifestar y publicar libremen-te su opinión, sobre las oportunidades de actuar a partir de intereses generales. Según las circunstancias, se cuenta entre los órganos de la publicidad a los órganos estatales o a aquellos medios que, como la prensa, sirven a la comunicación del público.

La tesis planteada hasta el momento hace alusión directa a la pro-ducción del pensador alemán durante los años setenta y ochenta, cuando Habermas articuló su teoría de la acción comunicativa (1981), en la que presenta la discusión pública como la única po-sibilidad de superar los confl ictos sociales, gracias a la búsqueda de consensos que permitan el acuerdo y la cooperación a pesar de los disensos. De forma paralela, abordó el tema de la publicidad de manera amplia, considerándola una pieza clave de su propuesta de política deliberativa, una alternativa para superar el défi cit democrá-tico de las políticas contemporáneas.

En Facticidad y validez (1992) lleva a cabo una investigación sobre la relación entre hechos sociales, normatividad y política democrá-tica; el espacio público se presenta como el lugar de surgimiento de la opinión pública, que puede ser manipulada y deformada, pero que constituye el eje de la cohesión social, de la construcción y le-gitimación (o deslegitimación) política. Las libertades individuales y

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

políticas dependen de la dinámica que se susciten en dicho espacio público. Ahora bien, con estas referencias, extractadas de las obras de 1962, 1981 y 1992, esta sección del libro aborda de forma relacio-nada las categorías de esfera pública y ciudadanía, razón por la cual la tesis que se va a sustentar en este capítulo apunta a demostrar que existe una íntima relación entre la concepción habermasiana de lo que es opinión pública (Öffentlichkeit) y la dinámica política de los sujetos. Establecer algunas consideraciones conceptuales para demostrar dicha tesis es la siguiente tarea que vamos a desarrollar.

Consideraciones iniciales: aproximación a una sustentación conceptual de la propuesta política de Habermas

Tal como lo afi rma Ignacio Sotelo en su texto El pensamiento po-lítico de Jürgen Habermas (1997), la labor teórica, primero episte-mológica y luego comunicativa, que desarrolla el pensador alemán es parte integrante de un proyecto que busca construir una teoría plausible de la sociedad moderna que en sus contenidos descriptivos de las instituciones como en la dimensión normativa que conlleva suponga a la vez una fi losofía política y los lineamientos generales de una acción política.

En coherencia con esto, y como punto de partida general de los postulados de este texto, es preciso anotar que Habermas caracte-riza la comprensión de su pensamiento como un pensamiento des-prendido de la metafísica tradicional, es decir, generado a través de una ruptura con lo lineal y con lo unidimensional, construido a partir de la superación de la relación epistemológica sujeto-objeto, así como desde un gran distanciamiento de una teoría meramente empiricista que pretenda construir una teoría global de la sociedad. “La fi losofía ya no puede referirse hoy al conjunto del mundo, de la naturaleza, de la historia y de la sociedad, en el sentido de un saber totalizante” (Habermas, 1981, p. 16). Es el paso de las estructuras simbólicas tradicionales a las estructuras simbólicas modernas, así como de la comprensión tradicional-unitaria del mundo, propia de la sociedad medieval, a una comprensión moderna, propia de la sociedad capitalista.

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En efecto, la sociedad medieval-tradicional se legitimaba a partir de un tipo de pensamiento mítico, el cual se caracterizaba por concebir el mundo como la emanación de un orden mágico-religioso a través de una visión unitaria de sus expresiones simbólicas (Mejía, 2008, p. 486). Por su parte, el pensamiento moderno se caracteriza por una crítica refl exiva que elimina la generación del pensamiento mítico-medieval, lo que origina un proceso de racionalización y posterior desencantamiento de las imágenes tradicionales del mundo, así como una progresiva profanación de la vida cotidiana tradicional, que ve reemplazada la fe piadosa y la ética religiosa por una ética de la intención y del éxito (Habermas, 1981, tomo I, pp. 281-284, citado en Mejía, 2008, p. 487).

Este es el gran supuesto que se debe tener en cuenta para construir una fi losofía del lenguaje; esta propuesta tiene como punto de par-tida los postulados del giro lingüístico. De esta manera, con la bús-queda de una fi losofía del lenguaje, en reemplazo de una fi losofía de la conciencia, queda pues sentado un primer postulado, clave para el desarrollo de este texto. Se trata, entonces, de un cambio de paradigma, originado desde una fi losofía de la conciencia a una fi losofía del lenguaje; se trata, igualmente, de una crítica, es decir, de una teoría crítica de la sociedad. Al respecto, esta refl exión de Ignacio Sotelo (1997) ayuda a sustentar lo dicho:

Como del cientifi cismo se derivan estructuras tecnocráticas de domi-nación, resulta decisivo mantener una fi losofía de la ciencia, no sólo no cientifi cista, sino que combata los elementos cientifi cista-tecnocráti-cos, tanto en la teoría como en la praxis social y política. De este modo, tanto la asunción del cientifi cismo como su denuncia crítica constitu-yen cuestiones políticas en primer rango […] Para subsistir la fi losofía necesita de un espacio de comunicación refl exiva, incompatible con las estructuras tecnocráticas que legitima el cientifi cismo (p. 153).

Para llevar a cabo tal proyecto, lo que se propone es la construc-ción de ese espacio de comunicación, que más adelante se planteará como esfera pública, y que se postula como una cuestión eminente-mente política, es decir, práctica (praxis), de generación de diversos sentidos y comprensiones. Se trata, entonces, de la presentación de

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un discurso crítico frente a los intentos de fundamentación última de la realidad, frente a la pretensión de totalidad del conocimiento metafísico y de la interpretación religiosa del mundo. Por su par-te, en el discurso habermasiano, la crítica cumple funciones de comunicación y de argumentación, perspectiva a partir de la cual Habermas (1981) construye una teoría comunicativa de la racionali-dad y de la acción, lo cual puede verse argumentado con la siguiente referencia:

En los contextos de comunicación no solamente llamamos racional a quien hace una afi rmación y es capaz de defenderla frente a un crítico, aduciendo las evidencias pertinentes, sino que también llamamos ra-cional a aquel que sigue una norma vigente y es capaz de justifi car su acción frente a un crítico interpretando una situación dada a la luz de expectativas legítimas de comportamiento (p. 33).

Con base en este supuesto, el pensamiento habermasiano coloca en un primer plano a la acción social, es decir, su propuesta teórica es política, y se puede presentar, a su vez, como una teoría de la ac-ción social (1982). Teniendo en cuenta las palabras citadas, se hace entonces evidente que el tema central es la razón, pero ya no como una razón que da cuenta de todo lo existente, la naturaleza, la histo-ria y la sociedad. Se habla ahora de razón comunicativa, como una racionalidad teórica que se abre a la práctica y que culmina en una concepción de la verdad como consenso, a la vez que posibilita la fusión de la fi losofía, entendida como conocimiento, con una teoría de la sociedad que incluya los intereses de la subjetividad e intersub-jetividad. Todo esto concebido en un escenario: la esfera pública.

Para terminar este segmento, y en relación con lo expuesto al inicio del capítulo, existen dos conceptos básicos que no se pueden omitir al abordar el pensamiento de Habermas, y que posteriormente se articularan a la tesis de este capítulo: mundo de la vida y sistema. Al mundo de la vida se asocia la perspectiva comunicativa de la in-tersubjetividad, mecanismos de comprensión y de consenso, mien-tras que al mundo sistémico se asocia la razón instrumental, con el análisis de mecanismos objetivos, mecanismos de trueque y poder.

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A su vez, al comentar el texto de Habermas Legitimidad, acción comunicativa y democracia radical, el profesor Oscar Mejía (2008) propone dos dimensiones de la dinámica social: una orientación sistémica (supeditada al mercado y al subsistema administrativo-po-lítico), tendiente a garantizar la funcionalidad del sistema y el equi-librio social a través de mecanismos impersonales, independientes de cualquier consenso normativo y estableciendo como principio de orden el control; y una integración social (supeditada al marco ins-titucional), fundamentada en consensos normativos ofrecidos como principio de orden a partir de procesos comunicativos-vitales sobre el marco institucional en que se desenvuelven las diferentes formas de vida que existen en una sociedad (p. 477).

De esta forma, las categorías de sistema y mundo de la vida se pre-sentan como dos aspectos diferentes, cuando no antagónicos, de la integración de una sociedad: el primero orientado a la concepción de mecanismos de intercambio y poder; el segundo, orientado a la concepción de mecanismos que posibilitan la formación de consen-sos. Si en el mundo de la vida se consigue orientar la acción según un sentido, en el sistémico se coloca en primer plano las consecuen-cias, queridas y no queridas, de la acción. En el caso de la economía y el Estado, éstos se explican mejor desde el sistema, que conlleva su propia lógica expansiva en una complejidad creciente al margen de la voluntad individual; en cambio, en el caso de los valores y normas, el mundo simbólico se percibe mejor desde el mundo de la vida, en el que descuella la racionalidad discursiva y, por tanto, es en este plano en el que se plantean los temas primordiales de la libertad y la democracia.

Ahora bien, la cuestión que se plantea es cómo conservar un ámbito de comunicación que permita el desarrollo de formas democráti-cas de convivencia. Habermas es consciente de la incompatibilidad entre las dos dimensiones, pero también de la necesidad de que se mantengan las relaciones de mercado y de poder burocrático, que considera imprescindibles en una sociedad moderna. Así, desde esta aporía, el tema político de nuestro tiempo consiste en describir un desarrollo democrático que sea realizable en las únicas condicio-

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nes posibles, es decir, preservando un ámbito público al margen de las relaciones de mercado y de poder burocrático, es decir, ponien-do límites al mundo sistémico, sin caer en la ilusión de que podrá suprimirse.

Planteadas estas consideraciones conceptuales iniciales, es posible desarrollar el objetivo de exponer, de forma breve, el recorrido his-tórico del concepto de opinión pública, que Habermas desarrolla en su obra de 1962. En ella ofrece un rastreo histórico exhaustivo de la génesis de la esfera pública desde la Grecia antigua hasta la socie-dad burguesa europea de los siglos XVIII y XIX, así como su posterior evolución y deformación en el siglo XX bajo la égida de los medios de comunicación de masas. El objeto principal de esta obra es mos-trar cómo la inicial esfera de debate y discusión se va transformando y reestructurando con fi nes puramente demostrativos y manipulati-vos, hasta el punto de que la ausencia de una genuina participación de los ciudadanos se torne no sólo deseable para quienes ejercen el poder político, sino incluso aceptable para los propios ciudadanos.

APARTADO II: BREVE RECORRIDO POR LA TRANSFORMACIÓN ESTRUCTURAL DEL CONCEPTO DE OPINIÓN PÚBLICA

Edad Antigua (Grecia)

Según Habermas, la publicidad pertenece específi camente a la so-ciedad burguesa, lo que no quita que pueda hablarse de lo público y de lo que no es público, de lo privado, desde mucho antes. En HCOP Habermas retoma ideas que Hannah Arendt había expuesto de ma-nera vigorosa en La condición humana, como la esfera pública y la privada. Tal como se abordó en el capítulo anterior de este libro, Arendt (1958) retoma el modelo de la Grecia clásica que asocia lo público con lo político, y a partir de este contexto defi ne aquel espa-cio como el lugar donde los sujetos se presentan como liberados de todas las necesidades, liberados de la esclavitud del trabajo y libera-dos de las contingencias del quehacer diario.

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Contrario a esta concepción de lo público, Arendt caracteriza lo privado como el espacio concebido a partir de un dueño, de un señor, lo que implica estar privado de “ser visto y oído por los de-más” (1958). Tal situación de privación del otro signifi ca e implica literalmente estar privado de una objetiva relación con los demás y, por consiguiente, defi nir dicha condición como un estado sólo de-dicado a las labores y trabajos de la rutina de la vida. En Arendt, el sujeto privado no aparece, y por lo tanto es como si no existiera; esta perspectiva es heredada de la concepción griega de polis. Así pues, la Grecia clásica comporta dos ámbitos separados de actividades hu-manas: por un lado, el ámbito de la polis, de la actividad política, común a todo ciudadano libre (koyné), y el ámbito del oikos, en el que cada uno ha de apropiarse aisladamente de lo suyo.

La vida pública, bios polítikos, se desenvuelve en el ágora, pero no está totalmente delimitada: la publicidad se constituye en la conversación (lexis), que puede tomar también la forma de la deliberación y del tri-bunal, así como en el hacer común (praxis), sea ésta la conducción de la guerra o el juego pugnaz (Habermas, 1962, p. 43).

En un contexto opuesto al caracterizado por la referencia anterior, el orden político descansaría, como es sabido, en una economía es-clavista de forma patrimonial. Los ciudadanos están liberados del trabajo productivo, pero su participación en la vida pública depende de su autonomía privada como señores de su casa. Es por eso que es habitual referir el origen de la oposición público-privado a la nítida distinción entre esfera doméstica, ligada a la resolución de necesi-dades básicas, y esfera pública, entendida como el ámbito de acción de una ciudadanía libre para el tratamiento de los asuntos comunes, como la polis (Rabotnikof, 1997, p. 22).

La posición del ciudadano en la polis se defi ne en oposición al oiko-déspota o dominio propio para la reproducción de la vida, el trabajo de los esclavos, el servicio de las mujeres, el acontecimiento de la vida y la muerte; el reino de la necesidad y de la transitoriedad per-manece anclado en las sombras de la esfera privada. Frente a ella se alza la publicidad, entendida por los griegos como un reino de libertad y de igualdad. Al referirse a las palabras de Arendt, Haber-

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mas caracteriza la esfera pública griega como todo aquello que se manifi esta tal como es; a la luz de la publicidad todo se hace a todos visible. En este orden de ideas, y según Margarita Boladeras —pro-fesora de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona—, en sus primeros escritos Habermas delimita el concepto de “opinión pública” con relación al concepto griego de “espacio público”. Al respecto sustenta Boladeras que

La igualdad griega se refi ere a aquella situación de igual a igual que rige entre los ciudadanos, en el ámbito de lo público, gracias a su po-sición social de oikodéspotas. Y el elemento característico del ejercicio de la libertad y de la igualdad consiste en el ejercicio de la discusión, en la publicidad que tiene lugar en el ágora y que se prolonga en la conversación entre ciudadanos, en las deliberaciones de los distintos tribunales, en la dirección de las empresas comunes, etc. (2001, p. 57).

En síntesis, y a partir del contexto del texto citado, la vida pública griega estuvo constituida en la plaza del mercado y en las asam-bleas, donde los ciudadanos se reunían para discutir las cuestiones del día; la esfera pública fue, en principio, un ámbito abierto al de-bate en el que aquellos individuos que tenían derecho al status de ciudadanos podían interactuar entre sí como iguales (Thompson, 1996, p. 2). Mientras que esta concepción clásica de la vida pública ha tenido una perdurable infl uencia sobre el pensamiento occiden-tal, las formas institucionales de la publicidad han variado mucho de un período histórico al otro. Las condiciones fueron otras en la Edad Media.

Edad Media (Europa)

Habermas continúa el estudio histórico abordando la categoría de esfera pública en la Edad Media europea. Las nociones de público y privado no eran aplicadas de la misma manera que en el sentido antiguo. Uno de los elementos que caracterizaba la diferencia es que se ponían de relieve las relaciones feudales de producción. “En el marco de la constitución feudal se refi ere, por otro lado, lo parti-cular también a los distinguidos con derechos particulares, con in-munidades y privilegios” (Habermas, 1962, p. 46). En ese sentido, lo

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excepcional, lo particular, constituye la liberación respecto del nú-cleo de la feudalidad y, con ello, al mismo tiempo, de lo público. La publicidad representativa no se constituye como un ámbito social, como una esfera de la publicidad; es más bien, si se permite utilizar en este contexto, algo así como una característica de status. Palabras como grandeza, alteza, majestad, fama, dignidad y honor van al en-cuentro de esa particularidad del ser capaz de representación.

La evolución de la publicidad representativa está ligada al atributo de la persona: a insignias, condecoraciones, armas, hábitos, vesti-menta, peinado, gestos, modos de saludar, ademanes y retórica, for-mas de alocuciones, discursos solemnes en general. Como aspecto signifi cativo vale decir que en ninguna de esas virtudes perdió lo físico su relevancia: pues las virtudes tenían que adquirir cuerpo, había que exponerlas públicamente. “[…] pero la publicidad de la representación cortesano-caballeresca, desarrollada más en los días festivos, en las épocas elevadas, que en los días de audiencia, no constituye una esfera de la comunicación política. Como aura de la autoridad feudal, es un signo de un status social” (Habermas, 1962, p. 47). Lo público, considerado así, era el espacio donde se represen-taban en ejercicio los derechos señoriales.

En resumen, en la Edad Media europea, según Habermas, no exis-tió una esfera pública diferenciada: en aquella época, la publicidad se pareció más a un status de reyes y señores. Las fi guras públicas se exhibían como representantes o personifi caciones de un poder supe-rior. Tenía un carácter representativo, adscrito de forma exclusiva a la nobleza, en cuanto ella era representación pública de la autoridad y personifi cación de un poder superior que a través de ceremonia-les, códigos de comportamiento, insignias, hábitos, gestos y formas retóricas se hacía visible escenifi cándose ante sus súbditos (García, 2008, p. 580). Esta «publicidad representativa» (Thompson, 1996, p. 2), como Habermas la denomina, alcanzó su expresión más ela-borada en la vida cortesana de los siglos XV y XVI, después de los cuales fue perdiendo gradualmente signifi cación.

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Edad Moderna (La sociedad burguesa)

La esfera pública burguesa de tipo literario nace con las transfor-maciones económicas y culturales a través de las cuales la esfera familiar se desvincula de sus funciones productivas y se transforma en el lugar de la intimidad y del cultivo de la subjetividad. Así mis-mo, esta esfera nace también con el desarrollo de los medios de comunicación impresos. Es por eso que en el contexto moderno el término “privado” se asociaba específi camente a sin ofi cio públi-co, lo que signifi caba “sin ocupar cargo público” o “posición ofi cial alguna”, o lo que de otra manera implicaba estar sin empleo rela-cionado con los asuntos públicos. En otras palabras, exclusión de la esfera del aparato estatal, razón por la cual lo privado se contrapone a lo común y a lo estatal, caracterizándose lo estatal como la au-toridad absoluta y garante de aquel interés común. “La publicidad y el público se circunscribían al ámbito del poder político y de las personas públicas, es decir, aquéllas que ejercen cargos o empleos públicos; es una publicidad representativa” (Boladeras, 2001, p. 58). En estas palabras se puede sintetizar la característica general de lo que se constituyó como la emergencia de la esfera pública burguesa, en cuanto a los asuntos políticos se refi ere.

De esta manera, según Boladeras, hay, pues, una “publicidad” gu-bernamental, vinculada a la estructura de lo público, y la publicidad relacionada con la opinión de un público constituido como conjun-to de personas privadas, ciudadanos burgueses, que paulatinamente proyectan su racionalidad en diversos aspectos sociales y se afi rman como jueces de las decisiones políticas. Así mismo, con la sociedad burguesa irrumpe un nuevo marco de relaciones, un nuevo orden social, estipulado por el tráfi co de mercancías y de noticias creado por el comercio de larga distancia del capitalismo temprano (Haber-mas, 1962, p. 53). El antagonismo entre sociedad civil y estructura estatal impulsa una dialéctica en la que la prensa y los medios de comunicación social tienen un papel protagonista, al mismo tiempo que convierten los mensajes en mercancía y la función social de la comunicación en instrumento de creación de riqueza y de infl uen-cia política.

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Por tal razón, párrafo aparte merece el tema del tráfi co de noticias desarrollado sobre las vías del tráfi co mercantil. El análisis elabo-rado por Habermas (1962) relaciona de forma estricta el comercio de la época con la necesidad de información. Por eso, a partir del siglo XIV, el viejo tráfi co epistolar del comerciante da lugar a una es-pecie de sistema profesional de correspondencia. Las grandes ciuda-des comerciales son al mismo tiempo centros de tráfi co de noticias, cuya permanencia se hizo urgente en la medida en que el tráfi co de mercancías y de papeles valor se tornó también permanente. Tal como lo expone Habermas (1962) en un apartado de su texto HCOP

[…] casi al mismo tiempo que surgen las bolsas, se institucionaliza-ron el correo y la prensa, los contactos y la comunicación duradera. De todos modos, bastaba a los mercaderes un sistema de información profesionalmente discreto y a las cancillerías urbanas y cortesanas un sistema administrativo interno. A ninguno de ellos le resultaba cómoda la publicidad de la información (p. 54).

Mientras tanto, no podía decirse que había prensa en el sentido es-tricto de la palabra, hasta que la información periodística regular no se hizo pública, esto es, hasta que no resultó accesible al público en general. Pero esto aconteció por vez primera a fi nales del siglo XVII. “Las noticias profesionalmente vendidas no son todavía dadas a la publicidad; las novedades irregularmente publicadas no se materia-lizan todavía como noticias” (Habermas, 1962, p. 55). El mercado es la categoría central de la sociedad burguesa. La necesidad creciente de información conlleva a la expansión del comercio internacional en los comienzos del mercantilismo. El estar informado supone un valor añadido que, con la expansión del mercado, no hace más que aumentar la compra de información, que el vendedor, en forma de publicidad, vende.

Según el pensador francfortiano, el tráfi co de noticias se desarrolla no sólo en relación con las necesidades del tráfi co mercantil: las noticias mismas se han convertido en mercancías (Habermas, 1962, p. 59). La información periodística profesional obedece, por tanto, a las mismas leyes del mercado, a cuyo surgimiento debe ella su pro-pia existencia. Una parte del material de noticias recibida comenzó,

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pues, a imprimirse periódicamente y a venderse anónimamente, consiguiendo así, pues, publicidad. Las cartas de los comerciantes, al principio entre socios y amigos, posteriormente vendidas a intere-sados, están en el origen de los actuales medios de comunicación de masa. La economía capitalista lleva en su seno a una sociedad que precisa estar cada vez mejor informada.

Cafés y salones son instituciones de una esfera pública, donde la lite-ratura, el arte y la música, hasta entonces bienes reservados a minorías clericales y cortesanas, se profanizan. Estos locales son el escenarios de una nueva forma de interacción social caracterizada por un tipo de conversación entre personas privadas que se conciben como iguales, una igualdad que era posible sólo fuera del Estado, y en el que el valor de las opiniones se establece a través de su defensa racional y no a partir de la consideración del rango social ni de la posición económica (García, 2008, pp 581-582).

También el Estado, según va desarrollando sus aparatos burocráti-cos, necesita transmitir información, entendida ésta como publica-ción de las normas a las que los súbditos han de atenerse, a la vez que su poder se consolida con la acumulación de información sobre los súbditos y sobre los demás estados. En resumen, el surgimiento de la esfera pública fue facilitado por dos hechos que jugaron un pa-pel fundamental en la concepción habermasiana y que Thompson (1996) describe en su texto La teoría de la esfera pública. Por una parte, Habermas atribuye una importancia particular a esa clase de periódicos críticos y semanarios morales que empezaron a aparecer en algunas partes de Europa entre fi nales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Aunque estas publicaciones surgieron a menudo como periódicos dedicados a la crítica literaria y cultura, se interesaron cada vez más por las cuestiones de signifi cado político y social más general. Por otra parte, el segundo hecho fue el desarrollo de una variedad de nuevos centros de sociabilidad en los pueblos y ciudades de inicios de la Europa moderna. Estos centros incluían los salones y las casas de café; los mismos que a mediados del siglo XVII se con-virtieron en lugares de discusión y ambientes en los que las élites instruidas podían interactuar entre sí, con la nobleza en un mismo plano, más o menos, de igualdad.

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De manera paralela a estos procesos se conforma lo que se deno-mina nación: el Estado moderno, con sus organizaciones burocrá-ticas y una necesidad fi nanciera creciente, que actúa, a su vez, de forma retroactiva como acelerador de la política mercantil. Como consecuencia, el establecimiento de un sistema impositivo efi caz satisface la demanda de capital. El Estado moderno es, en esencia, impositivo, y la administración fi nanciera la pieza clave de su admi-nistración general. Según Habermas, la reducción de la publicidad representativa que acontece con la mediatización de las autoridades producidas por causa de los señores feudales ofrece otra esfera espa-cial que está enlazada con el nombre de publicidad en el moderno sentido de la palabra: la esfera del poder público.

El poder público se consolida como un perceptible estar-frente-a aque-llos que le están meramente sometidos y que, por lo pronto, sólo en-cuentran en él su propia determinación negativa. Porque ellos son las personas privadas que, por carecer de cargo alguno, están excluidas de la participación en el poder público. Público en este estricto sentido resulta análogo a estatal (Habermas, 1962, p 56).

La información es así un elemento constitutivo de la modernidad europea, que se inserta con precisión en la conexión del capitalis-mo y del Estado. De ahí que la información pertenezca tanto a la esfera de la sociedad como a la del Estado. La aparición del Estado, como monopolizador legítimo del poder, exige como complemento la noción de sociedad civil, es decir, el conjunto de una población una vez que ha quedado despojada del poder que monopoliza el Estado. Si al ámbito de la sociedad se denomina privado y público al del Estado, se presentarán no pocas difi cultades a la hora de de-terminar el ámbito propio de la Öffentlichkeit, ya que abarca zonas de ambos. Por tal razón, la actividad económica privada ha de orien-tarse de acuerdo con un tráfi co mercantil sometido a directivas y supervisiones de carácter público; las condiciones económicas bajo las que ahora se realiza están emplazadas fuera de los confi nes del propio hogar; por primera vez son de interés general. A partir de la distinción que Habermas concibe en tres niveles: lo privado, lo público y lo estatal, es factible delimitar una primera noción de la dimensión pública de la sociedad burguesa como aquella que inte-

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gra al conjunto de personas que constituyen un público que acepta determinadas reglas para comunicarse entre sí. Sotelo comenta esta imbricación entre lo público y lo privado de la siguiente manera:

El ámbito de lo público sería aquél que se distinguiese por: a) la igual-dad de los participantes, sin que importe riqueza (característica de lo privado) ni poder derivado de la posición que se ocupa en el Estado (característica de lo estatal); b) el razonamiento, como medio de co-municación; y c) el acceso abierto, en principio a todos (1997, p. 179).

A partir de lo anterior, y al otorgar gran importancia al concepto de razonamiento, en el siglo XVIII se lleva a la práctica política y ciudadana la idea de que la racionalidad no deriva de principios abstractos absolutos, sino que se desarrolla a partir del acto mismo de contrastar opiniones sobre la verdad y la justicia, de manera que ello sea inseparable de la discusión pública. Al respecto escribió Ha-bermas en 1981:

Cualquiera que participe en una argumentación demuestra su racio-nalidad o su falta de ella por la forma en que actúa y responde a las ra-zones que se le ofrecen en pro o en contra de lo que está en litigio. Si se muestra abierto a los argumentos, o bien reconocerá la fuerza de esas razones, o tratará de replicarlas, y en ambos casos se está enfrentando a ellas de forma racional. Pero si se muestra sordo a los argumentos, o ignorará las razones en contra, o las replicará con aserciones dogmá-ticas, ni en uno ni en otro caso estará enfrentándose racionalmente a las cuestiones (p. 37).

Existe entonces en este contexto una íntima relación entre raciona-lidad, crítica, argumentación e información. Un elemento central del razonamiento de Habermas consiste en que la discusión crítica estimulada por la prensa periódica tuvo poco a poco un impacto transformador sobre la forma institucional de los estados modernos. Además, con el desarrollo de los estados constitucionales modernos, en los que ciertos derechos y libertades básicos, como la libertad de palabra y de expresión, son garantizados, el papel político de la esfera pública fue formalmente reconocido por medio del derecho. Estos progresos tuvieron, según Habermas, una considerable signifi -cación; atestiguan el impacto político de la esfera pública burguesa

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y el papel que ésta desempeñó en la formación de los estados occi-dentales. A través de la prensa periódica se consolidó el surgimiento de una esfera pública en la cual los individuos privados se congre-gaban en las casas de café y en otros centros de sociabilidad, para tomar parte en discusiones críticas sobre las actividades del Parla-mento y de la Corona.

Derivado de lo anterior surge un público crítico, que adquiere con-ciencia de sí, que trasciende lo puramente literario, y que dirige sus argumentos y pensamientos hacia las estructuras de la organización política, demandando de ella un reconocimiento como portador legítimo de una opinión pública y exigiendo una participación en la determinación del orden jurídico y político. Ante esto, Haber-mas demuestra que la forma específi ca en que existió durante el siglo XVIII la esfera pública burguesa no se mantuvo durante mucho tiempo. Pronto llegaría el declive.

Transformación y declive del concepto: Surgimiento de la publicidad crítica

Frente a la publicidad reglamentada por los poderes públicos surge la publicidad crítica, que proclama la necesidad del enjuiciamiento público de los intereses generales y las actuaciones gubernamenta-les. Una publicidad tal, afi rma Habermas (1962), se desarrolla en la medida en que el interés público de la esfera privada de la sociedad burguesa deja de ser percibido exclusivamente por la autoridad y comienza a ser tomado en consideración como algo propio por los mismos súbditos; los artesanos y tenderos han perdido relevancia social, debido a lo cual se forma la esfera crítica. El ciudadano como homme da paso al ciudadano como bourgeois, que aspira ahora, en tanto propietario, a realizar su autonomía en la regulación de su esfera privada. Ese debate está encargado de reconducir la voluntad a ratio, la cual se elabora en la concurrencia pública de argumentos privados en calidad de consenso acerca de lo prácticamente necesa-rio en el interés universal (Habermas, 1962, p. 118).

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Por esta razón, la publicidad burguesa puede captarse ante todo como la esfera en la que las personas privadas se reúnen en calidad de público. Es una publicidad reglamentada desde arriba, oponién-dola al poder público mismo, para concertar con ella las reglas ge-nerales del tráfi co en la esfera privada, pero públicamente relevante del tráfi co mercantil y del trabajo social. El contexto de esta concer-tación es el raciocinio. De esta forma, los burgueses son personas privadas y, como tales, no dominan. Por eso sus exigencias de poner frente al poder público no se enfrentan al conglomerado del domi-nio con intención de repartirlo, sino que tienden a acatar el princi-pio del dominio existente. La autocomprensión del razonamiento público está, de manera específi ca, guiada por esas experiencias privadas procedentes de la subjetividad, inserta en el público, de la esfera íntima de las pequeñas familias. Las esferas se yuxtaponen.

En este orden de pensamientos, el status de un varón privado1 com-bina el rol del poseedor de mercancías con el del padre de familia, el del propietario con el del hombre; la subjetividad nacida en el ámbito de intimidad de las pequeñas familias forma, de todos mo-dos, por así decirlo, su propio público, con una cultura accesible desde distintos espacios, tales como la sala de lectura, el teatro, el museo y los conciertos. De esta manera, la cultura se postula como una forma mercantil, si se tiene en cuenta que el ámbito privado está formado por la publicidad burguesa, es decir, por el ámbito del tráfi co mercantil y del trabajo social, generando así la publici-dad política y la publicidad literaria; así mismo, está formado por el espacio celular de la pequeña familia, que viene a conformar la intelectualidad pequeño-burguesa, es decir, el mercado de bienes culturales denominado “ciudad”. Por su parte, la esfera del poder público corresponde al ámbito del Estado. En síntesis, la línea de separación, fundamental en este contexto, entre Estado y sociedad escinde a la esfera pública del ámbito privado. De allí que la publi-cidad haya que cargarla en el haber privado, puesto que se trata de una publicidad de personas privadas. En el seno del ámbito reser-

1 Este tipo de texto evidencia la exclusión de las mujeres; sin embargo, este estudio los asume respetando su escritura y sentido original.

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vado a las personas privadas se distingue, por consiguiente, entre esfera privada y publicidad. La esfera privada comprende la sociedad burguesa en sentido estricto, esto es, al ámbito del tráfi co mercantil y del trabajo social; la familia, con su esfera íntima, discurre tam-bién por sus cauces. La publicidad política resulta de la publicidad literaria; media, a través de la opinión pública, entre el Estado y las necesidades de la sociedad.

Cabe anotar que es a través del proceso comunicativo de la publici-dad literaria como las personas privadas se cercioran de su subjetivi-dad procedente de la esfera íntima, porque, en calidad de público, esas personas están privadas bajo la ley tácita de una paridad entre los instruidos, ley cuya abstracta universalidad constituye la única garantía de que los individuos subsumidos a ella como meros sujetos serán respetados en su subjetividad. El razonamiento público del público burgués se lleva a cabo al comienzo, sin tomar en cuenta los rangos y jerarquías sociales y políticas preexistentes, de acuerdo con reglas generales. Las leyes y las decisiones políticas requieren una justifi cación que sólo pueden encontrar en la fuerza de la razón; una razón que se hace manifi esta en el debate de la opinión pública y, en ella, en la fuerza del mejor argumento. La razón no es ni más ni menos que la capacidad discursiva que surge de las razones de las personas privadas que piensan y expresan sus ideas, es decir, de los sujetos ilustrados, informados, con criterio. Por ello, la publicidad política no es algo aislado, sino que constituye una parte del proceso de ilustración general posible por el intercambio comunicativo.

Con todo, la sospecha de que la opinión pública no representa una “voluntad general” y que la “publicidad” tal como se ha dado a tra-vés de la historia tiene defectos muy considerables, es uno de los hilos argumentales de los pensadores críticos del siglo XIX, desde Marx hasta Nietzsche. Marx denuncia a la opinión pública como falsa conciencia: ella se oculta a sí misma su carácter de máscara del interés de clase burgués. Esta crítica abarca tanto el concepto de opinión pública general como su expresión en el ámbito parla-mentario. Con Kant, el público racional de los sujetos se constituye en el de los ciudadanos, el de los acuerdos respecto de los asuntos

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

comunes. Así, la sociedad burguesa se establece como esfera de la autonomía privada, es decir, todos deben buscar su felicidad por el camino que se les antoje más provechoso.

La discusión parlamentaria no manifi esta la razón de todos los afec-tados por la legislación, de todos los ciudadanos en teoría represen-tados, sino la voluntad del grupo o de los grupos dominantes en el ámbito social. Hay una pérdida de poder político en favor del poder social de ciertas fuerzas fácticas, un dominio de determina-dos sectores sociales en la vida parlamentaria y en las decisiones del ejecutivo, con lo cual se pone en cuestión la legitimación política del orden burgués. La crítica del siglo XIX constata que las reestruc-turaciones políticas históricas han llevado a cabo la usurpación de la razón universal por parte de una clase. En la segunda mitad de ese siglo y en el XX se producen los grandes y radicales enfrentamientos de clase, se pasa a la sociedad de masas y a la cultura tecnológica; se generan nuevas formas de creación y acceso a la riqueza, produ-ciendo, por tanto, cambios sociales signifi cativos. Dada la multipli-cación de los medios, la privatización de los mismos, el ámbito de lo público y el ámbito de lo privado se encuentran en una encrucijada. La publicidad crítica es desplazada por la publicidad manipulado-ra. “La estatalización de lo público y su amenazante intromisión en todos los ámbitos de la vida del ciudadano se ha apoyado en la transformación paulatina de los medios de comunicación en instru-mentos de entretenimiento y dominación de las masas” (Boladeras, 2001, p. 61).

Ahora bien, Habermas, con todos estos argumentos, demuestra que la categoría de lo público ha perdido, o está a punto de perder, toda consistencia en la sociedad del capitalismo tardío. Y ello porque al difuminarse los contornos de lo privado y de lo estatal no queda espacio para lo público. A pesar de la expansión tecnológica de los siglos XIX y XX, el proceso no ha estado acompañado de una opti-mización de la comunicación política, y más bien está relacionado con un declive de la esfera política de lo público ya hacia mediados del siglo XIX. En este orden de ideas, será válido decir, entonces, que Habermas llega a pensar en una seudodimensión pública, entendi-

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da como una falsa privacidad. Este proceso de difuminación de los límites de lo privado y de lo público conlleva la conversión de un público que razona en uno que consume, tendencia que se consoli-daría por la mediación, cada vez más manipuladora, de los llamados medios de comunicación de masa en la formación de la opinión pú-blica. Con este proceso, las instituciones que una vez proporciona-ron un forum para la esfera pública burguesa o bien desaparecieron o bien sufrieron un cambio radical. La signifi cación de los salones y las casas de café declinó, y la prensa periódica devino parte de una gama de instituciones de medios de comunicación que fueron organizadas cada vez más como empresas comerciales a gran escala.

La comercialización de los medios de comunicación alteró su carácter en un sentido fundamental: aquello que antes fue un forum ejemplar del debate racional-crítico se convirtió tan sólo en otro campo de con-sumo cultural, y la esfera pública burguesa, en un mundo simulado de creación de imagen y de manejo de la opinión en el que la difusión de los productos de los medios de comunicación se pone al servicio de intereses creados (Thompson, 1996, p. 4).

De esta forma, la concepción del sujeto como ser social se enfrenta a una situación histórico-empírica en la que incluso la formación de un individuo autónomo y su voluntad personal no parecen estar garantizados, y mucho menos, por supuesto, la formación de una voluntad general democrática instituida. Habermas constata que la dinámica social que vivimos presenta rasgos de una re-feudalización de la sociedad. El sujeto político de la sociedad de masas no es el individuo del liberalismo, sino los grupos sociales y las asociaciones que desde los intereses de determinados sectores privados infl uyen en funciones y decisiones políticas o, también viceversa, desde las instancias políticas intervienen en el tráfi co mercantil y en la di-námica del mundo de la vida, de especial incidencia en el ámbito de la privacidad. En resumen, se ha planteado en este apartado la posición habermasiana con respecto a la esfera privada y a la esfera pública, y ello se puede sintetizar en la siguiente referencia:

El núcleo institucional de la esfera de la opinión pública lo constitu-yen aquellas redes de comunicación reforzadas inicialmente por las

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

formas sociales en que se materializa el cultivo del arte, por la prensa, y más tarde por los medios de comunicación de masas, que posibilitan la participación del público de consumidores del arte en la reproduc-ción de la cultura y la participación del público de ciudadanos en la integración social mediada por la opinión pública. Las esferas de la opinión pública cultural y política quedan defi nidas desde la perspec-tiva sistémica del Estado como el entorno relevante para la obtención de la legitimación (Habermas, 1981, II, p. 452).

Tal como se planteó en párrafos anteriores, y en relación con el frag-mento citado, es válido recalcar que Habermas propone dos estruc-turas, es decir, dos órdenes institucionales del mundo de la vida: es-fera de la vida privada y esfera de la opinión pública, mediados, a su vez, por dos subsistemas, económico y administrativo, cuyos medios de control son el dinero y el poder respectivamente. Sin embargo, la propuesta habermasiana está enfocada hacia la búsqueda de la legi-timación de los sujetos en la esfera pública como un nosotros. “De-cir nosotros en este sentido es situarnos a nosotros mismos y a cada uno de los otros en el espacio de las razones, ofreciendo y pidiendo razones para nuestras actitudes y actos. Este tipo de responsabilidad racional es constitutiva para la autocomprensión que nos distingue como sujetos capaces de lenguaje y de acción” (Habermas, 2001, p. 94). Sin embargo, la dominación burocrática-legal de la sociedad burguesa tiene como consecuencia una pérdida de los espacios de legitimación, razón por la cual la acción política queda reducida a la lucha por, y el ejercicio del poder legítimo. Para comprender mejor lo que Habermas crítica de la comprensión reduccionista de legitimidad es relevante recordar el siguiente texto del mismo pen-sador alemán:

La legitimidad del poder que el Estado moderno monopoliza consiste en la legalidad de las decisiones, en la observancia de procedimientos jurídicos, con lo cual la legalidad acaba a la postre basándose en el poder de aquellos que pueden defi nir qué es lo que ha de considerarse un procedimiento legal (1981, II, p. 460).

Como consecuencia de ello, la esfera pública queda socavada por el sistema económico, mientras que la esfera de la opinión pública se ve socavada por lo administrativo. La burocratización se apode-

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ra de los procesos espontáneos de formación de la opinión y de la voluntad colectiva, y los vacía de contenido. Lo más grave de este escenario consiste en que se facilita la desconexión de las decisiones políticas respecto a los aportes de legitimación procedentes de los contextos concretos del mundo de la vida formadores de identidad social. Sin embargo, y ante tal situación, Habermas continúa susten-tando que la esfera pública burguesa expresa ciertas ideas y princi-pios que mantienen su pertinencia hoy en día. Para ello, plantea lo que denomina «el principio crítico de la publicidad» (critical prin-ciple of publicity), el cual propone que las opiniones personales de individuos privados pueden desarrollarse en medio de una opinión pública a través de un proceso de debate racional-crítico abierto a todos y libre de dominación. El pensador alemán sostiene que, a pesar del declive de la esfera pública burguesa, que proporcionaba una realización parcial e imperfecta de esta idea, el principio crítico de la publicidad conserva su valor como un ideal normativo, como una clase de criterio crítico mediante el cual las defi ciencias de las instituciones existentes pueden ser evaluadas. Por tanto, se intentará ahora demostrar, por medio de la teoría de la acción comunicativa y su noción de ética del discurso, que los problemas normativos a los que hace frente una teoría crítica de la sociedad podrían ser trata-dos en términos de una concepción de la racionalidad que tiene un cierto carácter vinculante e ineludible. Con lo planteado es posible reformular en la sección fi nal de este capítulo el concepto de ciuda-danía, concepto que se abordará de manera inmediata.

APARTADO III. UNA PROPUESTA DESDE HABERMAS: LA EMERGENCIA DE UN NUEVO CONCEPTO DE CIUDADANÍA DELIBERATIVA A PARTIR DE LA TRANSFORMACIÓN DE LA OPINIÓN PÚBLICA

La legitimación pública ante la ciudadanía como forma de reconocimiento político

En Conocimiento e Interés, publicado en 1968, Habermas esboza los propósitos de una teoría de la acción comunicativa con intención práctica. Dicha propuesta, elaborada en los albores de la Escuela

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de Francfort, establece la distinción entre teoría tradicional y teoría crítica y “pretendía reconstruir y superar el hiato existente entre la esfera de la teoría y la de la praxis, de modo que ésta no quedara des-conectada teóricamente y, por tanto, condenada a la irracionalidad” (Velasco, 2003, p. 30). En la misma obra Habermas subraya que todos los procesos cognitivos se basan y son conducidos por unos intereses que habitualmente no se tienen en cuenta y no son reco-nocidos como tales. De este modo, cuestiona no sólo la ilusión de objetividad absoluta y desinteresada del conocimiento teórico, sino que pone en evidencia la función ideológica que desempeña todo pensamiento basado en una concepción tradicional.

Ante tal situación, y de manera alternativa, desarrolla la doctrina de los intereses rectores del conocimiento: técnico, práctico y eman-cipatorio2, relacionados éstos con las ciencias de la naturaleza o ciencias empírico-matemáticas, las ciencias de la cultura o histórico hermenéuticas y las ciencias sociales o críticas. A su vez, Haber-mas expresa mediante las dos primeras ciencias las necesidades de reproducción y socialización del ser humano, y con la tercera, el interés emancipatorio, motivado por la crítica a las relaciones socia-les dominadas por el poder. Estos postulados conllevan a concebir el lenguaje humano como el medio y la estructura adecuada para la consecución de un consenso general y libre de coacción. En este contexto, “[…] el lenguaje es la telaraña de cuyos hilos cuelgan los sujetos y en los cuales llegan a formarse como sujetos” (Habermas, 1967, p. 124). A propósito del lenguaje, Habermas (1981) encontró en la noción de acción comunicativa la forma de rescatar la razón práctica. Un elemento de alta relevancia para el pensamiento ha-bermasiano es la apelación a razones y “buenos” argumentos (Me-jía, 2008, p. 506). En este sentido, el entendimiento es el telos del lenguaje, apoyado en pretensiones de validez del habla; a su vez, el discurso es el medio racional del entendimiento y se sustenta en la fuerza del mejor argumento. Ahora bien,

2 Para ampliar sobre este tema léase a Bengoa, J. (2002). De la Hermenéutica a la Crítica de la ideologías: Habermas y Apel. Barcelona: Herder.

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Por acción comunicativa entiende Habermas la acción social en que los planes de acción de los distintos agentes quedan coordinados a tra-vés de acciones de habla en que los hablantes pretenden inteligibilidad para lo que dicen, verdad para el contenido de lo que dicen o para las presuposiciones de existencia de lo que dicen cuando la acción de habla no es un acto de aserción; rectitud con el contexto normativo vigente e, indirectamente, para ese contexto normativo, y veracidad para sus actos de habla como expresión de lo que piensan (Jiménez, 1991, pp. 9-10).

Esta concepción de acción comunicativa tiene una base en el texto HCOP (1962) al reivindicarse, en dicha obra, como factor insoslaya-ble de la constitución de las democracias modernas, la existencia de un discurso público, que garantice la participación potencial de todos los ciudadanos. La legitimación pública ante la ciudadanía es la nueva forma de reconocimiento político, en la que el modelo de una política deliberativa es el concepto básico del procedimiento democrático. Esta es una de las ideas más representativas de Haber-mas que se intenta demostrar en este libro. El diálogo es, pues, lo que posibilita la reconstrucción normativa de la legitimidad, y en tal medida, ésta se encuentra en la comunicación y argumentación libre de coacción externa, en el marco de unas condiciones que permitan el entendimiento, objetivo central del lenguaje. Adicional a esto, este capítulo propone también abordar la idea de un concep-to de ciudadanía fundamentado ahora en una política deliberativa. Esta concepción de política consiste en una modalidad de demo-cracia participativa que vincula la resolución racional de confl ic-tos políticos a prácticas argumentativas o discursivas en diferentes espacios públicos. Esta idea será fundamental para pensar algunos aportes teóricos de la comunicación para el cambio social, que se planteará posteriormente en este libro.

Ahora bien, para abordar la propuesta de ciudadanía deliberativa es necesario estudiar algunas ideas. De forma escueta se analizarán varios factores implicados en la acción comunicativa, como son: la necesidad de un imperativo categórico y de una ética discursiva, así como la llamada a cuentas de una teoría de la racionalidad y de la acción social. Todo esto, si se tiene en cuenta que la posibilidad de

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la generación de procesos públicos de argumentación se presentan, en el discurso habermasiano, en un contexto específi co de sentido, reconocido por los sujetos que lo conforman como mundo de la vida:

Por mundo de la vida entendemos el contexto universal de sentido en el que se encuentra, se mueve y se reproduce nuestra vida individual, social y cultural. En este sentido, cada uno y cada grupo y cada co-munidad y cada cultura tiene su mundo de la vida, pero todos ellos comulgan en interrelación, por cuanto el mundo de la vida más que el mundo es horizonte de horizontes (Roa, 1993, p. 22).

Según el argumento del profesor Alberto Roa, el mundo de la vida como horizonte es contexto universal de sentido y fuente inagota-ble de signifi caciones y de validación de nuestras pretensiones de verdad y validez, y como tal se convierte en pilar fundamental para sustentar la teoría de la acción comunicativa. “He llamado acción comunicativa a la clase de interacciones en que todos los participan-tes concilian entre sí sus planes individuales y, por tanto, siguen sus metas ilocucionarias sin reservas” (Habermas, 1981, I, p.395). En la acción comunicativa se presenta, entonces, un componente moral imprescindible en este discurso en el cometido de refl exionar sobre la fundamentación de las normas morales con pretensión universal o consensos. “Así, el imperativo categórico se ve reformulado en el axioma: ‘En lugar de prescribir a todos una máxima, debo proponer mi máxima a todos, para comprobar discursivamente su pretensión de universalidad’ ” (Gimbernat, 1997, p. 14). Y ello debe darse a través del diálogo público, con el fi n de no ser sólo apariencia o ser meramente estrategia; debe ser paritario, simétrico, de iguales, pro-picio para replantear las cuestiones políticas diversas. “De allí que no resulte extraño que en el discurso habermasiano abunden las referencias a las virtudes de la democracia, entendida como ámbito y terreno del uso práctico de la razón, y la necesidad de activar per-manentemente los espacios públicos de discusión” (Velasco, 2003, p. 100).

Con estas características Habermas (1981) propone la teoría comu-nicativa de la racionalidad y de la acción. Su tema central es la ra-

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zón, ya no como una razón universal que dé cuenta de todo lo exis-tente, la naturaleza, la historia, la sociedad, sino más bien como una teoría de la racionalidad pensada desde la propuesta del mundo de la vida, constituido por tres regiones inclusivas: objetiva, subjetiva e intersubjetiva. Según Habermas, el mundo sólo cobra objetividad por el hecho de ser reconocido y considerado como uno y el mismo mundo por una comunidad de sujetos capaces de lenguaje y de ac-ción. El concepto abstracto de mundo es condición necesaria para que los sujetos que actúan comunicativamente puedan entenderse entre sí sobre lo que sucede en el mundo o lo que hay que producir en el mundo. Con esta práctica comunicativa se aseguran a la vez del contexto común de sus vidas, el mundo de la vida que de forma intersubjetiva comparten (Habermas, 1981, p. 30).

La referencia a la intersubjetividad es un indicador que demuestra que el rastreo teórico de Habermas es por el sujeto, razón por la cual el lenguaje adquiere vital importancia en su pensamiento; su obra fi losófi ca se inscribe en el ámbito que marca el cambio de paradig-ma, desde la fi losofía de la conciencia a la fi losofía del lenguaje. Ante tal cambio, la teoría discursiva elaborada por Habermas “debe abstenerse responsablemente de realizar formulaciones absolutas; tan sólo acaso puede emitir la promesa, nunca garantizada, de re-conciliación política y social mediante el uso público de la razón, mediante el ejercicio de los derechos de participación en el ámbito de la esfera pública (Öffentlichkeit)” (Velasco, 2003, p. 45). En este contexto de lo público, los sujetos capaces de lenguaje y de acción sólo se constituyen como individuos porque como miembros de una comunidad particular se van introduciendo por vía de socialización en un mundo de la vida compartido entre varios sujetos. “En los procesos comunicativos de formación se desarrollan co-originaria-mente la identidad del individuo y la del colectivo” (Jiménez, 1991, p. 49). De esta forma, la realidad de los principios de justicia y soli-daridad inscritos en la acción comunicativa dependen de la forma como se presente la interacción entre los sujetos.

Dicho lo anterior, y dada la relevancia de las pretensiones de validez en el contexto habermasiano, el problema central se convierte en la

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búsqueda de las condiciones de posibilidad de un acuerdo razonado respecto de aspiraciones, que aunque diferentes y opuestas entre sí, dignas de defensa. “El mutuo reconocimiento de sujetos capaces de dar razón de sus actos, es decir, que orientan su acción por pre-tensiones de validez, lleva, ciertamente, el germen de las ideas de trato igual y solidaridad. La primera exige igual respeto e iguales derechos para cada uno; la segunda, empatía y preocupación por el bienestar del prójimo” (Jiménez, 1991, p. 50). De esta forma, el núcleo de lo que se podría considerar la versión habermasiana de la estructura básica es la institucionalización de la autonomía política, esto es, del uso público de la razón en el ámbito jurídico-político. Para comprender dicha estructura es necesario estudiar lo que Ha-bermas entiende como pretensiones de validez incondicionadas, para lo cual se expone la siguiente referencia:

En tanto que pretensiones, están ligadas al reconocimiento intersub-jetivo; por ello la autoridad pública de un consenso logrado discursi-vamente bajo las condiciones del “poder decir no”, no puede ser susti-tuida por la intelección privada de cualquier individuo que crea saber más o mejor. Y en tanto que pretensiones de validez incondicionadas, apuntan más allá de cualquier consenso tácticamente logrado: lo que aquí y hoy se acepta como racional puede acabar mostrándose como falso bajo unas condiciones epistémicas mejores, ante otro público y frente a futuras objeciones (2001, pp. 98-99).

Por esta razón, la clave de la racionalidad comunicativa es la inno-vación de razones o fundamentos, la fuerza inerme del mejor argu-mento, para que esas aspiraciones obtengan reconocimiento inter-subjetivo. Ahora bien, la validez construida como aceptabilidad, sin contradicción, aquello sobre lo cual todos pueden estar de acuerdo en un discurso racional, no es algo que pueda ser certifi cado en forma privada; es más bien un aspecto que anda ligado a procesos de comunicación pública en los que las pretensiones de cada uno se prueban a través de argumentos por medio de la ponderación de razones en pro y en contra. En este contexto, “llamo argumentación al tipo de habla en que los participantes tematizan las pretensiones de validez que se han vuelto dudosas y tratan de desempeñarlas o de recusarlas por medio de argumentos” (Habermas, 1981, p. 37). Es

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por esto que un proceso argumentativo contiene razones que están conectadas de forma sistemática con las pretensiones de validez de la manifestación o emisión problematizadas. La fuerza de una ar-gumentación se mide en un contexto dado por la pertinencia de las razones.

La idea de una ciudadanía deliberativa

Si se asume como premisa que para satisfacer los fi nes colectivos es necesaria la esfera pública y que ella será para Habermas la base de la soberanía popular, es decir, de la acción política, entonces es factible pensar que la acción política presupone la posibilidad de decidir a través de la palabra sobre el bien común. Sobre esta idea Habermas ha desarrollado un modelo normativo de democra-cia que incluye un procedimiento ideal de deliberación ciudadana, así como de toma de decisiones; se trata del modelo de la política deliberativa que responde a un propósito no disimulado de exten-der el uso público de la palabra y, con ello, de la razón práctica a las cuestiones que afectan la buena ordenación de la sociedad. En Facticidad y Validez Habermas asegura lo siguiente acerca de estos postulados:

El desarrollo y la consolidación de una política deliberativa, la teoría del discurso los hace depender, no de una ciudadanía colectivamen-te capaz de acción, sino de la institucionalización de los correspon-dientes procedimientos y presupuestos comunicativos, así como de la interacción de deliberaciones institucionales con opiniones públicas desarrolladas informadamente (1998, p. 374).

Su teoría discursiva de la democracia deliberativa se centra exclu-sivamente en los aspectos procedimentales del uso público de la razón. Para Habermas (1998), el proceso de decisión pública por el que devienen las decisiones políticas se orienta hacia la legiti-midad del Estado y el sistema jurídico. “Las razones que sustentan las decisiones deben ser aceptadas por todos, justifi cando así igual-mente las leyes que posteriormente deben acatarse. En Habermas, la democracia deliberativa se concibe como expresión del poder co-municativo de la sociedad civil y la opinión pública” (García, 2006,

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p. 154). De esta forma, en una primera aproximación, la democracia sería, de acuerdo con los presupuestos de la teoría discursiva, aquel modelo político en el que la legitimidad de las normas jurídicas y de las decisiones públicas radicaría en haber sido adoptadas con la par-ticipación de todos los potencialmente afectados por ellas (Velasco, 2003, p. 106). En este sentido, una intuición básica de la concepción deliberativa de la democracia consiste en que, llegado el momento de adoptar una decisión política, el seguimiento de la regla de la mayoría esté subordinado al previo cumplimiento del requisito de una discusión colectiva capaz de ofrecer a todos los afectados la oportunidad de defender en un contexto público sus puntos de vis-ta y sus intereses mediante argumentos genuinos y negociaciones limpias.

El punto de llegada de estas refl exiones es, en último término, la consideración de la autonomía humana como autonomía política. Por un lado, Habermas denomina autonomía pública a la partici-pación en la autorregulación colectiva de una sociedad; por otro, la autonomía privada, como un espacio de libre elección para la auto-rrealización personal. Es lo que Cortina (1990) propone, de forma correspondiente, como ética de mínimos y ética de máximos. Sin embargo, de este modo, el buscado equilibrio entre las concepcio-nes privada y pública de la autonomía resulta bastante inestable, y el modelo de Habermas más bien maneja una tendencia hacia la concepción pública al poner el acento en la noción de autolegisla-ción. Así, la autonomía política es pensada desde Habermas como la capacidad misma del uso público de la razón por ciudadanos libres e iguales. Libres signifi ca que a todos se les ha de suponer la misma capacidad de iniciativa; iguales, que cada cual puede replicar con un sí o con un no (Jiménez, 1991, p. 52). La generación de estas condiciones “vincula la legitimidad de las normas jurídicas a aque-llo que todos acordarían en una deliberación pública racional que tomase por igual en consideración las necesidades e intereses de cada uno” (McCarthy, 1997, p. 50).

En conclusión, la esfera pública mantiene la expectativa de racio-nalizar el poder político mediante el debate crítico. En Teoría de

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la acción comunicativa, esa tipología de la acción da acceso a una compleja síntesis de dos paradigmas sociológicos, presentados como racionalidad instrumental y racionalidad comunicativa. Habermas (1981) defi nió allí la sociedad como “plexos de acción sistémicamen-te estabilizados de grupos socialmente integrados” y la analizó como “una entidad que en el curso de la evolución se diferencia en siste-ma y en mundo de la vida”. En esta concepción evolutiva, el mundo de la vida no es sólo el recurso simbólico de normas, valores y enten-dimientos, cuyo nutriente es el lenguaje ordinario, sino un marco institucional que se diferenció y racionalizó bajo la modernidad en los ámbitos de la cultura, las instituciones y sistemas sociales y las estructuras personalidad.

[…] Las características y distinciones que propone Habermas son de corte fenomenológico. Para él es necesario distinguir entre el mundo como tema y el mundo de la vida como horizonte [...] En el momento que se problematiza algo como tema de interés, se presenta de nuevo el mundo de la vida como horizonte universal y fundamento de senti-do para la comprensión comunicativa: el mundo de la vida es a la vez estructura contextualizante y fuente de recursos de toda una herencia cultural sedimentada, que puede ser de nuevo revitalizada por quienes participan en procesos de comunicación (Hoyos, 1986).

Con relación a estos procesos de comunicación, la esfera pública habermasiana implica, más bien, una recuperación de una concep-ción asociada a las ideas de autodeterminación, igualdad política y participación en los procesos públicos de toma de decisiones. Como ya se ha explicado en párrafos anteriores, en los análisis del 62 Ha-bermas demuestra que las estructuras de comunicación de los es-pacios públicos están dominadas por los medios de comunicación de masas. Esa transformación de la esfera pública, a la que alude el título original de ese texto, consiste básicamente en el abandono de las funciones críticas de la notoriedad pública a favor de las labores ostensiblemente manipulativas de los mass media. “Se evolucionó, en defi nitiva, desde un público discutidor de la cultura hacia un público meramente consumidor de ésta, desde un público política-mente activo hacia un público replegado en la privacidad” (Velasco, 2003, p. 102). Esto signifi ca que la categoría de esfera pública posee

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un considerable valor normativo, lo cual implica comprender que el poder político sólo puede ser legitimado mediante discusiones en el marco de prácticas deliberativas libres y públicas. La acción política presupone la posibilidad de decidir a través de la palabra sobre el bien común, situación que exige ser desarrollada en el ámbito de lo público. Sin embargo, el uso que se ha dado a los modernos medios de comunicación de masas, hoy presentados como los espacios pú-blicos por excelencia, no han supuesto tampoco la construcción de un espacio adecuado para la construcción una ciudadanía mediada por el diálogo y los argumentos.

De manera contraria, la esfera pública estaría confi gurada por aquellos espacios de espontaneidad social, libres de interferencias estatales, así como de regulaciones del mercado y de los poderosos medios de comunicación. “En última instancia, la efectividad de este modelo de democracia que Habermas postula se hace recaer sobre procesos informales que presuponen la existencia de una vigo-rosa cultura cívica. Ahí se encontraría también, sin duda, la mayor debilidad de la propuesta” (Velasco, 2003, p. 113). Según el mismo autor, la vigencia de la política deliberativa depende de la robustez que posea la sociedad civil, así como de su capacidad para llevar a cabo la problematización y el procesamiento público de todos los asuntos que afectan a la sociedad y a sus ciudadanos. Para ello se ne-cesita que los ciudadanos se responsabilicen de su propio destino en común y que refl exionen acerca de la sociedad y de sus condiciones, al margen de coacciones que puedan ser impuestas por parte de un poder superior.

De lo anterior se puede concluir, tal como sostiene Habermas, que una teoría democrática que pretenda garantizar la necesaria cohe-sión social debe presentarse de tal modo que pueda ser compartida por todos los ciudadanos, cualesquiera que sean las creencias que profesen y los modos de vida que sigan. Sin embargo, surge una pregunta: ¿No es el consenso así concebido una forma de exclusión política? La respuesta exigirá concebir espacios no sólo que posibili-ten consensos, sino también que posibiliten disensos razonables, tan necesarios para la convivencia en una sociedad multicultural. Pue-

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de quedar la sensación, por lo expresado hasta el momento, que el discurso habermasiano, dado su propuesta racional-argumentativa, excluye muchas otras formas de reconocimiento que no son propia-mente racionales, ni hacen parte de los procesos de deliberación de los mejores argumentos. A pesar de ello, este trabajo demostrará en los siguientes capítulos que la comunicación para el cambio social no se limita a generaciones de cambio y transformación consen-suadas. Tampoco las excluye, pero no se agota en ellas. El disenso es una opción, los sentimientos son expresiones de signifi cados y maneras de sentir, lo confl ictual puede ser también considerado un elemento político. Para tal fi n, este libro acude a la propuesta de la politóloga belga Chantal Mouffe, quien elabora una aproximación no racionalista a la teoría política y formula un modelo agónico de democracia. Esta es la propuesta, quizás crítica y complementaria a la vez, que realiza Mouffe en su obra. Se trata de evitar que la identidad colectiva de los ciudadanos acabe funcionando como mecanismo de exclusión de lo diverso y se convierta, como sucede comúnmente, en una voluntad consciente de homogeneidad social que provoque la marginalización interna de grupos sociales enteros. Sin embargo, al respecto responde Habermas:

Esta comunidad construida de modo constructivista, no es un colecti-vo que obligue a uniformizados miembros a afi rmar su propio modo de ser. Inclusión no signifi ca aquí incorporación en lo propio y exclusión de lo ajeno. La inclusión del otro indica más bien que los límites de la comunidad están abiertos para todos, y precisamente también para aquellos que son extraños para los otros y quieren continuar siendo extraños (1999, p. 24).

De allí la necesidad de una esfera pública, caracterizada como po-lítica, y por ende, defensora de la inclusión del otro (1999), de re-conocimiento del otro; todo con independencia de la procedencia cultural de cada sujeto; las vías de acceso a esa esfera pública han de permanecer siempre abiertas. He aquí la pertinencia de com-plementar la construcción teórica presentada hasta este momento con la perspectiva contemporánea de la politóloga belga Chantal Mouffe.

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3ENTRE ANTAGONISMOS Y AGONISMOS:

LA EMERGENCIA DE UNA CIUDADANÍA RADICAL DESDE LA PERSPECTIVA DE CHANTAL MOUFFE

Este capítulo reconstruye la esfera política desde la perspectiva de Chantal Mouffe, y para ello toma como punto de partida la crítica que la politóloga belga realiza a los modelos de inspiración liberal racionalis-ta, considerados por ella como esencialistas. El discurso presentado en este apartado se sustenta en las categorías de antagonismo, pluralismo y diferencia. Entre los postulados principales, esta sección aborda la crí-tica de Mouffe sobre el consenso, calificado como ilusorio y peligroso, para, desde este punto de su pensamiento, reconstruir su concepción de democracia radical como un espacio auténtico para la emergencia de una ciudadanía caracterizada como política, plural y agonista.

INTRODUCCIÓN

Ante la situación del mundo actual, guerras, convulsiones, crisis de efi cacia y legitimidad de los sujetos y las instituciones de las demo-cracias occidentales, además de la variedad de confl ictos étnicos, religiosos y nacionalistas, los modelos democrático-tecnicista y los postulados de los teóricos de la democracia deliberativa han perdi-do, según Mouffe (nacida en 1943 en Charleroi, Bélgica), vitalidad teórica. Por tal razón, la politóloga propone ideas políticas alterna-tivas que ya no exigen el resurgimiento de una nueva racionalidad que se manifi este a través de un diálogo que tenga como punto de

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Entre antagonismos y agonismos: la emergencia de una ciudadanía radical desde la perspectiva de Chantal Mouffe

llegada un consenso entre los distintos sectores políticos a favor de una moralidad universal. Más bien, su discurso propone una pers-pectiva no normativa ante la crisis de la democracia moderna, y establece una crítica sólida a los distintos idealismos hegemónicos. Al considerar estos supuestos como punto de partida, este capítulo desarrolla tres objetivos específi cos.

En primer lugar, construir una aproximación general al pensamiento político de Mouffe, teniendo en cuenta categorías como democracia radical, ciudadanía radical, identidad democrática, antagonismo, ago-nismo, antiesencialismo e irreductibilidad del otro. La idea no será abordarlas de manera mecánica y secuencial, sino re-construirlas a partir del discurso de Mouffe.

El segundo objetivo será abordar la crítica que Mouffe realiza tanto a la razón instrumental como a la razón deliberativa; para ello, la siguiente construcción tiene en cuenta que su propuesta ofrece la formulación de una reinterpretación de la política, defi nida como una democracia liberal y caracterizada ahora como una democra-cia radical y plural. En este orden de ideas, el siguiente capítulo reconstruye la categoría de ciudadanía propuesta por Mouffe, con la pretensión de hallar en ella aportes al discurso teórico de la co-municación para el cambio social, los cuales serán presentados en la parte fi nal de este libro.

APARTADO I: APROXIMACIÓN AL PENSAMIENTO POLÍTICO DE CHANTAL MOUFFE: EL SUJETO ADVERSARIO Y LA SOCIEDAD RADICAL

El punto de partida: La crítica al pensamiento de inspiración liberal- democrático y la reformulación de la frontera de lo político

El trabajo de Mouffe propone la construcción de una democracia radical. Este proyecto, construido en compañía de su esposo, el fran-co-argentino E. Laclau en su libro Hegemonía y estrategia socialista (1985), se constituye en una propuesta política alternativa. Dicho

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texto plantea la creencia que señala la posibilidad de alcanzar un consenso racional universal, lo que, desde la perspectiva de Mouffe, ha empujado al pensamiento democrático a un camino erróneo. Este planteamiento se puede apoyar con el siguiente extracto de Rabotnikof (1997), del que es posible inferir contra qué apunta la crítica de la belga:

[…] hay un centro donde se debaten los asuntos públicos, y ese centro representa todo lo que es común, la colectividad como tal. “Dentro” de dicho centro hay igualdad, nadie está sometido a otro. La identidad de los moradores del espacio público o “del público” se construye a partir de una igualdad ciudadana defi nida como isonomía, igualación en la ley y la participación en el poder (p. 24).

Es precisamente contra esa idea de centro, de homogeneidad, de “dentro de” a la que apunta la crítica de Mouffe: “En esas actitudes, el pensamiento político de inspiración liberal democrática revela su impotencia para captar la naturaleza de lo político” (1993, p. 12). De forma contraria, Mouffe propone que sólo el reconocimiento de la imposibilidad de erradicar la dimensión confl ictual de la vida social permitirá comprender el verdadero desafío al que se enfrenta la política democrática. Para Mouffe, “lo político no puede ser com-prendido por el racionalismo liberal, por la sencilla razón de que todo racionalismo consistente necesita negar la irreductibilidad del antagonismo” (2007, septiembre, p. 2). Esto quiere decir que la pre-tensión de la crítica al pensamiento político de inspiración liberal-democrática consiste en reformular la concepción de lo político, que en ese contexto no es otra cosa que la búsqueda de la erradica-ción de los antagonismos. En este sentido, Laclau y Mouffe (1985) afi rman que la tarea de los teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de una esfera pública vibrante de lucha agonista, en la que puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos. Si se toma esta idea como tesis que hemos de demostrar en las siguientes líneas, será entonces necesario consi-derar previamente las categorías de sociedad radical, confl icto, anta-gonismo y decisión propuestas por Mouffe (1993).

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Como dato inicial es relevante decir que el populismo de derecha, el terrorismo, los derechos humanos, las pasiones de las masas, los límites del pluralismo y la posibilidad de un orden mundial multi-polar se analizan en el texto En torno a lo político desde el riguroso y alternativo enfoque “agonista” propuesto por Mouffe. Con ello, es posible redefi nir la identidad democrática. Y eso no puede hacer-se, asegura Mouffe, sino a través del establecimiento de una nueva frontera política, lo que implicaría el desplazamiento de la relación formulada como amigo-enemigo (totalitarismo-democracia) a la re-lación reformulada como amigo-adversario. “El objetivo es destacar el hecho de que la creación de una identidad implica siempre esta-blecer una diferencia” (Mouffe, 2007b, septiembre, p. 3). Aquí es relevante citar al fi lósofo del derecho alemán Carl Schmitt1, quien empieza su obra sobre la política de la siguiente manera: “La distin-ción propiamente política es la distinción entre amigo y el enemigo. Ella da a los actos humanos sentido político; a ella se refi eren en último término todas las acciones y motivos políticos y ella, en fi n, hace posible una defi nición conceptual, una diferencia específi ca, un criterio” (1941, citado en Newmark, 2008, p. 624). Sin embargo, Mouffe propone un giro en esta concepción, y lo hace de la siguien-te manera: “Se requiere crear instituciones que permitan transformar el antagonismo en agonismo” (1993, p. 13). Ahora bien, a partir de estos presupuestos es pertinente abordar un primer concepto: el de sociedad democrática. Al respecto asegura Mouffe:

Por esta razón, la sociedad democrática moderna está constituida como una sociedad donde el poder, la legitimidad y el conocimiento están expuestos a una indeterminación radical, una sociedad que se ha convertido en escenario de una aventura incontrolable, de tal manera

1 Schmitt fue miembro del partido nazi desde 1933 y fue quizás el constitu-cionalista más prominente del Tercer Reich. La idea central de Schmitt consiste en que los contornos del ámbito político los determina la autoafi rmación de una identidad colectiva contra la otra. En un comentario sobre su pensamiento Gio-vanna Borradori dice lo siguiente: “[…] para él, una nación soberana no está basa-da en la autodeterminación que dan las libertades cívicas sino en la singularidad de una nacionalidad étnica frente a las demás. Defi nir la política de este modo signifi ca ontologizar la relación amigo-enemigo y convertirla en sustancia, o la esencia, de la política” (2003, p. 90).

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que aquello que instituye no llega a establecerse, lo conocido queda sujeto a la indeterminación de lo desconocido y el presente resulta in-defi nible (1994, p. 15).

Lo anterior signifi ca que la sociedad no puede entonces ser inter-pretada a través de un poder encarnado en la persona del príncipe o ligado a una autoridad trascendente; más bien, se propone una sociedad en la que ya no pueden defi nirse garantías o fuentes de legitimación últimas. “La sociedad ya no puede defi nirse como una sustancia con una identidad orgánica. Lo que queda es una socie-dad sin fronteras claramente defi nidas, una estructura social impo-sible de describir desde la perspectiva de un punto de vista único o universal” (Mouffe, 1994, p. 15). En esta perspectiva, este capítulo explora la tensión, estudiada por Mouffe (1997), entre liberalismo y democracia presentada en las sociedades contemporáneas, y expre-sada en la existencia de diferentes comunidades de lengua, valor y cultura, por una parte, y en la pertenencia a una comunidad políti-ca más amplia cuyos valores ético-políticos constitutivos deben ser compartidos por sus integrantes.

Frente a este escenario, Mouffe se pregunta cómo conciliar ambas pertenencias y cómo concebir formas de convivencia entre los ciu-dadanos que abran el espacio a distintas individualidades, es decir, que no las nieguen. Ante tal contexto, una pregunta inicial, orien-tadora de la refl exión ofrecida a continuación es: “¿cómo concebir un concepto de ciudadanía democrática que reconozca el papel fundamental de la comunidad política y que abra un espacio al pluralismo y a la multiplicidad de comunidades alternativas en las que participa un individuo?” (Mouffe, 1997, p. 11). Tal como está formulada, la pregunta exige de entrada un replanteamiento de la democracia, caracterizada más bien por la disolución de las señales de la certidumbre y no por la búsqueda desesperada del orden, la armonía y la eliminación del confl icto. Para sustentar esta idea será necesario acudir, en un primer momento, a dos conceptos concretos que Mouffe trabaja a lo largo de su obra.

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Las ideas de exterior constitutivo y la construcción de identidad

Con el fi n de desarrollar estas ideas, Mouffe recurre al fi lósofo con-temporáneo Jacques Derrida, de quien hereda en sus escritos la idea de exterior constitutivo, citada, por ejemplo, en la conferencia “Por una política de identidad democrática” de la siguiente manera:

Una de las principales tesis del libro —Hegemonía y estrategia socialis-ta— es que la objetividad social está constituida a través de los actos de poder. Esto signifi ca que, en última instancia, cualquier objetividad social es política y tiene que mostrar los indicios de exclusión que go-bierna su constitución: lo que, siguiendo a Derrida, denominamos su exterior constitutivo (Mouffe, 1999, marzo).

La referencia destaca la naturaleza central de la noción de exterior constitutivo, denominado también en algunos textos de Mouffe como un afuera constitutivo, pues dicha noción permite afi rmar la primacía de lo político. En relación con esta idea de exterior cons-titutivo, Mouffe parte de la premisa de que toda identidad implica una diferencia y que no puede haber consenso sin exclusión. De-rrida sostiene que tal objetivo pone de relieve el hecho de que la creación de cualquier identidad implica el establecimiento previo de una diferencia que por lo general está establecida sobre la base de una jerarquía. “La democracia supone siempre que es imposible la constitución de una sociedad cerrada, totalizante y autosufi ciente, permitiendo el encuentro de miradas distintas, necesidades e inte-reses para la construcción de un equilibrio refl exivo requerido en cualquier sociedad justa” (Serna, 2008, 279). En el contexto latino-americano es necesario pensar en una ciudadanía realmente abier-ta, crítica y deliberativa. Una ciudadanía propuesta desde Mouffe como agonística, que no sólo es receptora de bienes y servicios por parte del Estado sino activa y, por lo tanto, emancipatoria o reivindi-cativa. Mouffe ilustra esta idea con las siguientes palabras:

[…] toda identidad se construye a través de parejas de diferencias je-rarquizadas: por ejemplo, entre forma y materia, entre esencia y acci-dente, entre negro y blanco, entre hombre y mujer. La idea de exterior

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constitutivo ocupa un lugar decisivo en mi argumento, pues, al indicar que la condición de existencia de toda identidad es la afi rmación de una diferencia, la determinación de un otro que le servirá de exterior, permite comprender la permanencia del antagonismo y sus condicio-nes de emergencia (1993, p. 15).

Según esta idea de exterior constitutivo, toda identidad sería relacio-nal, y la afi rmación de toda diferencia correspondería a la condición previa para la existencia de cualquier identidad. Mouffe propone la relación de amigo-enemigo en lugar de una amistad pura, comple-tamente realizada que ella califi ca como mesiánica. En este sentido, las relaciones sociales y, por ende, las democracias, son defi nidas como contingentes, como algo que siempre está por venir. Pensar lo contrario sería negar la democracia. Así las cosas, los efectos de una revolución democrática pueden reformularse en el ámbito de las artes, la teoría y de las cuestiones culturales en general. Caracte-rístico de la posmodernidad, a partir del ámbito fi losófi co, Mouffe reconoce la imposibilidad de dar un fundamento último o una legi-timación defi nitiva a la sociedad democrática. Según Mouffe (2008, p. 44), este reconocimiento es el resultado del fracaso de múltiples intentos de sustituir los fundamentos tradicionales, que apelaban a Dios o la Naturaleza, por unos fundamentos alternativos basados en el Hombre o la Razón. “Dichos intentos estaban condenados al fracaso desde el principio, en razón de la indeterminación radical que caracteriza a la democracia moderna” (Mouffe, 1994, p.  16). Esto no implica que la tarea sea abandonar el proyecto político de la modernidad, es decir, la consecución de la igualdad y la libertad para todos. Para Mouffe, y en el mismo sentido como se expresaba en párrafos anteriores, las comprensiones tanto racionalistas y uni-versalistas fundantes del proyecto moderno se han convertido en un obstáculo para la adecuada comprensión de la etapa actual de la po-lítica democrática. Este marco, racional y universal, afi rma Mouffe, debería descartarse, y esto puede hacerse sin tener que abandonar el aspecto político de la Ilustración, representado por la revolución democrática.

Con lo anterior, Mouffe no privilegia el consenso como fundamen-to de una democracia; tampoco se adhiere a los ofrecimientos de

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una democracia deliberativa, lo que representaría para ella una seria equivocación acerca de la naturaleza de la democracia (1998, p. 28). La politóloga fundamenta su propuesta en la desconstrucción, que revela la imposibilidad de establecer un consenso sin exclusión, y que en esta medida previene contra la ilusión de que la justicia puede ser instaurada en las instituciones de cualquier sociedad. “La desconstrucción nos obliga a mantener viva la exigencia de demo-cracia. Señalando la inerradicabilidad del antagonismo, nociones como las de indecidibilidad y decisión no sólo son fundamentales para la política, como señala Laclau, sino que proveen también el verdadero terreno en el que puede formularse una política democrá-tica pluralista” (Mouffe, 1998, p. 29). Ahora bien, para Derrida, no es posible superar la indecidibilidad de la democracia. Esto signifi -ca que “jamás podré quedar satisfecho de haber hecho una buena elección, dado que una decisión a favor de una alternativa se hace siempre en detrimento de otra” (Mouffe, 1998, p. 29). En coheren-cia con ello, cada consenso aparece como la estabilización de algo esencialmente inestable y caótico. Por tal razón, afi rma Mouffe que el caos y la inestabilidad son irreductibles pero, como lo señala De-rrida, esto implica a la vez un riesgo y una posibilidad, dado que una estabilidad permanente implicaría el fi n de la política y de la ética. Lo anterior equivale a pensar que la propuesta de Mouffe apunta a una crítica contra el esencialismo construida en los mismos térmi-nos. Dicha crítica establece la necesidad de pensar que la sociedad y el sujeto no están construidos sobre la base de una imagen unitaria como fuente última de las relaciones sociales. Así lo expone en una de sus conferencias:

En las últimas décadas, la buena disposición para contar con catego-rías como la «naturaleza humana», la «razón universal» y el «sujeto autónomo racional» se ha puesto en duda cada vez con mayor frecuen-cia. A través de distintos puntos de vista, pensadores muy diversos han criticado la idea de una naturaleza humana universal, de un canon universal de racionalidad a través del cual pueda conocerse dicha natu-raleza, así como la posibilidad de una verdad universal (1999, marzo).

Mouffe demuestra con estas palabras que la idea de sujeto defi ni-da como una entidad transparente, homogénea, racional, unifi ca-

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da está desacreditada. Es más bien una pluralidad de registros, de signifi cados, de símbolos y de imágenes lo que defi ne la identidad. El sujeto es un sujeto descentrado, no atado a puntos fi jos, precons-tituidos; en este sentido, el sujeto es más bien movimiento, fi jación parcial, dialéctica entre fi jación y no fi jación. Estas ideas serán re-levantes para re-pensar algunos aspectos teóricos que fundamentan comunicación para el cambio social. Por consiguiente, para captar la multiplicidad de relaciones de subordinación que afectan a un in-dividuo, Mouffe de ninguna manera se propone concebir a los acto-res sociales como entidades homogéneas y unifi cadas. Más bien, lo que caracteriza las luchas de los nuevos movimientos sociales es pre-cisamente la multiplicidad de posiciones del sujeto que constituyen un único actor, así como la posibilidad de que esa multiplicidad se convierta en el espacio de antagonismos y, de tal manera, se politice. De manera fuerte, y tal como se ha indicado más arriba, la crítica de Mouffe es contra la posibilidad de concebir un sujeto unitario:

Para pensar en términos políticos hoy día, y para comprender la natu-raleza de las nuevas luchas y la diversidad de relaciones sociales que la revolución democrática aún tendrá que abarcar, es indispensable desa-rrollar una teoría del sujeto como actor descentrado y destotalizado, un sujeto construido en el punto de intersección de una multiplicidad de posiciones del sujeto entre las que no existe una relación apriorística ni necesaria, y cuya articulación es el resultado de las prácticas hegemó-nicas (1994, p. 16).

Así pues, ninguna identidad llega a establecerse de modo defi niti-vo, pues siempre hay un cierto grado de apertura y ambigüedad en la manera en que se articulan las diferentes posiciones del sujeto. La apuesta por el universalismo no sería otra cosa, en términos de Mouffe, que la negación de lo particular y el rechazo por la espe-cifi cidad. Por ejemplo, la crítica feminista desenmascara el particu-larismo oculto tras los ideales que se quieren universales y que, en realidad, siempre han sido mecanismo de exclusión. Por ejemplo, para Mouffe, las teorías clásicas de la democracia se basan en la exclusión de las mujeres. Al respecto es posible citar el siguiente apartado:

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La idea de ciudadanía universal es específi camente moderna, y de-pende necesariamente de la emergencia de la idea de que todos los individuos nacen libres e iguales, o son libres e iguales en estado de naturaleza. Ningún individuo está naturalmente subordinado a otro y, en consecuencia, todos deben tener una posición pública en tanto que ciudadanos, en la que se sustenta la capacidad para gobernarse a sí mismos. La libertad y la igualdad suponen, así mismo, que el gobierno sólo surge mediante el acuerdo o el consenso (Pateman, octubre, 1986, citado en Mouffe, 1994, p. 17).

Sin embargo, Mouffe plantea una discusión con las pretensiones ex-presadas en la cita. Es así como critica la posibilidad de concebir el individuo como una categoría universal “que se aplica a todos y cada uno de nosotros” (1994, p. 17). La formulación del proyecto demo-crático en los términos de la democracia radical requiere prescindir del universalismo abstracto de la Ilustración y de su concepción de una naturaleza humana no diferenciada. Los nuevos derechos recla-mados en la actualidad son expresión de diferencias a las que sólo ha comenzado a atribuirse importancia en los últimos tiempos como derechos que no pueden universalizarse. La democracia radical exi-ge que reconozcamos las diferencias: lo particular, lo múltiple, lo heterogéneo y, en efecto, todo aquello que ha sido excluido del con-cepto de ser humano en abstracto. “La posibilidad de emergencia de un antagonismo nunca puede ser eliminada; siempre existe. Por lo tanto, es una ilusión creer en el advenimiento de una sociedad en la cual pudiera haberse eliminado defi nitivamente el antagonismo y creado un consenso racional” (Mouffe, 2007b, septiembre, p. 4). En términos de Mouffe, el universalismo no se rechaza, antes bien, se particulariza, con lo cual surge la necesidad de una articulación nueva entre lo universal y lo particular:

Dicho pluralismo se basa en el reconocimiento de la multiplicidad en uno mismo y de las posiciones contradictorias que conlleva dicha multiplicidad. Su aceptación del otro no consiste en limitarse a tolerar las diferencias sino en celebrarlas positivamente, puesto que reconoce que, sin alteridad ni otredad, no es posible afi rmar identidad alguna. También es un pluralismo que valora la diversidad y las discrepancias y que reconoce en ellas justamente la condición que posibilita una vida democrática combativa (1999, marzo).

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De lo anterior se puede inferir que Mouffe propone una concepción política de las identidades colectivas que consiste en defi nir las iden-tidades políticas como no preconstituidas sobre una sustancia está-tica, sino más bien siempre establecidas sobre un terreno precario y vulnerable (Mouffe, 1999, marzo). “Es por esto que la práctica polí-tica no se da entre identidades preconstituidas (o esencialistas), sino que se daría entre identidades relativamente inestables” (Almarza, 2006). En el mismo análisis Almarza asegura que para Mouffe toda identidad política y, por lo tanto, colectiva, se forma bajo la deter-minación de un nosotros en oposición a un ellos. Se trata de crear un nosotros que sólo puede existir por la demarcación de un ellos, que es el exterior constitutivo del nosotros. Los límites que dividen al nosotros del ellos generalmente están dados por intereses y proyec-ciones acerca de un ideal político que pretende ser hegemónico, y en el caso de la política actual se habla de distintos proyectos demo-cráticos liberales no determinados por un principio universal.

En resumen, la propuesta de Mouffe se construye en contra de la identidad de un sujeto o de una sociedad determinada, concebida como una identidad homogénea que pueda reemplazar a todas las demás. La identidad se defi ne, más bien, por las especifi cidades y diferencias, por el respeto a la diversidad, que conciba y dé cabi-da a la otredad: “[…] una identidad que demuestre la porosidad de sus fronteras y que se abra hacia ese exterior que la hace posible. Al aceptar que sólo el hibridismo nos crea como entidades diferen-ciadas, afi rma y confi rma el carácter nómada de toda identidad” (Mouffe, 1999, marzo). En este sentido, Mouffe propone construir la identidad en términos de exclusión; se trata de reconocer que las identidades comprenden múltiples elementos y que son dependien-tes e interdependientes; según Mouffe, una política democrática fundamentada en un enfoque antiesencialista propone la construc-ción de identidades colectivas y debe crear las condiciones para un pluralismo realmente «agonista».

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APARTADO II: REFORMULACIÓN DE LA ESFERA DE LA POLÍTICA: LA IDEA DE DEMOCRACIA RADICAL

Una aproximación a los conceptos de antagonismo y agonismo

La idea que se pretende demostrar en este apartado se puede expre-sar con las palabras de Mouffe: “El objetivo de una política demo-crática no reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto del pluralismo” (1993, p. 14). A propósito de esta tesis, en conferencia titulada “Por una política de identidad democrática” Mouffe sostiene que todas las tendencias fi losófi cas llamadas posmodernas convergen en una crítica al esencialismo, es decir, en una crítica a la metafísica clásica. De esta manera, se plantea la posibilidad de reformular el proyecto democrático Ilustrado (radicalizándolo), lo que exige comprender que el marco racionalista y universalista sobre el que tal proyecto fue formulado se ha convertido en un obstáculo para una adecuada comprensión de la etapa actual de la política democrática, y que este marco podría dejarse de lado sin que necesariamente se atente contra la democracia liberal. En esta parte de este capítulo es im-portante exponer qué es lo que la politóloga está cuestionando. En entrevista publicada recientemente por Noticias del sur: observatorio de la política norteamericana Mouffe cuestiona lo siguiente:

Hay una tendencia que, yo no sé qué importancia tendrá en Argentina, pero que en Europa es muy fuerte, que se ha llamado la Tercera Vía y, en Alemania, “el nuevo centro”. Ha sido representada evidentemen-te por la política de (el ex premier británico) Tony Blair y ha tenido mucho impacto en los partidos socialdemócratas. Ha sido teorizada por intelectuales como Anthony Giddens y, en el caso de Alemania, Ulrich Beck. En esa perspectiva del “radical center”, el centro radical, ellos dicen que hoy en día estamos en la segunda modernidad, en la cual la clásica política de “adversarios” está superada. Ya no habría que pensar más en términos de izquierda y de derecha porque no hay más antagonismos (2008, marzo).

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Contraria a la idea de acabar con los confl ictos izquierda-derecha a través de un centro, Mouffe plantea que los antagonismos son ne-cesarios para defi nir el carácter político de las relaciones humanas: “La idea política nunca podrá prescindir del antagonismo, pues atañe a la acción pública y a la formulación de identidades colecti-vas” (1993, p. 16). Según este planteamiento, “lo que hay que hacer es adaptarse, modernizarse, que es el término que emplean todos ellos. Habría que modernizar la política” (Mouffe, 2008, marzo); desde esa perspectiva, no hay lugar a la lucha política en términos de izquierda y derecha. De igual manera, sobre esta base, se podría establecer una especie de consenso al centro, puesto que fi nalmente no hay más antagonismos fundamentales en la sociedad. De acuer-do con estos planteamientos, Mouffe asegura, en tono irónico en la misma entrevista, que ahora sería posible a través de la discusión, de la moderación, poner a todo el mundo de acuerdo sobre la política que hay que llevar a cabo para modernizarse, para adaptar cada país a la globalización.

Sin embargo, la política siempre tiene que ver con un “nosotros” opuesto a un “ellos”. Siempre se defi ne en términos nosotros/ellos. Una identidad colectiva, un “nosotros”, no puede existir sin deter-minar quién está afuera. “La idea de que se pudiera tener un “no-sotros” totalmente inclusivo es completamente inconcebible. Y mi argumento consiste en que este nosotros/ellos no se debe defi nir en términos morales, sino en términos de adversarios políticos, de izquierda y derecha” (Mouffe, 2008, marzo). Según la belga, uno de los principales problemas del marco liberal es que reduce la po-lítica a un cálculo de intereses. Dicha perspectiva presenta a los individuos como actores racionales movidos por la búsqueda de la maximización de su interés personal, es decir, se percibe que actúan en el campo de la política de una forma básicamente instrumental. “La política se concibe a través de un modelo elaborado para estu-diar la economía, como un mercado interesado por la asignación de recursos, en el que se alcanzan compromisos entre intereses defi ni-dos independientemente de su articulación política” (Mouffe, 1999, marzo). Por otra parte, otros liberales, los que se rebelan contra el modelo instrumental y desean crear un vínculo entre política y éti-

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ca, creen que es posible crear un consenso universal y racional por medio del libre debate, lo cual se puede sustentar con las siguientes palabras de Mouffe:

Creen que al relegar los temas problemáticos a la esfera privada, será sufi ciente con un acuerdo racional sobre los principios para adminis-trar el pluralismo de las sociedades modernas. Para ambos tipos de liberales, todo lo que tenga que ver con las pasiones y los antagonis-mos, todo lo que pueda llevar a la violencia es percibido como arcaico e irracional, como residuos del pasado, de una era en que el «dulce comercio» aún no había establecido la preeminencia del interés por encima de las pasiones (1999, marzo).

Sin embargo, las dos perspectivas descritas están destinadas al fra-caso (Mouffe, 1999, marzo). Según Mouffe, la política, tal como se ha entendido de manera tradicional, tiene que ver más que con identidades que con el antagonismo presente en todas las relaciones sociales, en las cuales la relación «nosotros/ellos» se construye en términos de «amigo/enemigo». Negar esta dimensión de antagonis-mo no la hace desaparecer, sólo lleva a la impotencia al reconocer sus distintas manifestaciones y al tratar con ellas. Esto explica que un enfoque democrático tenga que aceptar el carácter indeleble del antagonismo. Una de sus tareas principales es plantearse modos de distender las tendencias a la exclusión presentes en todas las cons-trucciones de identidad colectiva. Para aclarar la perspectiva que se está presentando se propone ahora distinguir entre «lo político» y la «política».

Con la expresión «lo político» me estoy refi riendo a la dimensión de antagonismo inherente a toda sociedad humana, un antagonismo que, como he dicho, puede adoptar múltiples formas y puede surgir en rela-ciones sociales muy diversas. La «política», por otra parte, se refi ere al conjunto de prácticas, discursos e instituciones que intentan establecer un cierto orden y organizar la coexistencia humana en condiciones que siempre son potencialmente confl ictivas porque se ven afectadas por la dimensión de «lo político». En mi opinión, esta visión —que intenta mantener unidos los dos signifi cados de polemos y polis, de donde deriva la idea de política— es crucial si queremos ser capaces de proteger y consolidar la democracia (Mouffe, 1999, marzo).

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Según la referencia anterior, lo político está ligado a la dimensión de antagonismo y de hostilidad que existe en las relaciones humanas, antagonismo que se manifi esta como diversidad de las relaciones sociales, mientras la política apunta más bien a establecer un orden, a organizar la coexistencia humana en condiciones que son siem-pre confl ictivas. Sobre la base de estos argumentos, la propuesta de Mouffe apunta a la necesidad de ampliar el concepto de racionali-dad para dar cabida a lo razonable y a lo plausible, y con ello recono-cer la existencia de múltiples formas de racionalidad (Lo político).

La identidad como construcción de la diferencia: el enfrentamiento agonístico

Para la politóloga belga, defi nir la identidad exige hacerlo en térmi-nos de diferencia, es decir, de reconocimiento del otro, a partir de la aceptación de un antagonismo presente en todas las relaciones sociales. “Una vez que hemos distinguido de esta manera entre an-tagonismo (relación con el enemigo) y agonismo (relación con el adversario) podemos comprender por qué el enfrentamiento agonal, lejos de representar un peligro para la democracia, es, en realidad, su condición misma de existencia (Mouffe, 1993, p. 16). Esto signi-fi ca que la democracia no se concibe, en el pensamiento de Mou-ffe, solamente como búsqueda del consenso, sino también como expresión del confl icto, dado por la constitución de identidades co-lectivas bien diferenciadas. “En toda afi rmación de universalidad hay siempre una postergación de lo particular y un rechazo de lo específi co” (Mouffe, 1993, p. 13). Lo relevante desde este punto de vista es aceptar la multiplicación de subjetividades reales como dato de la descripción social circundante, en vez de tratarlas sólo como nuevos valores que debieran ser reconocidos por una subjetividad formal indiferenciada (Melero y Racionero, 2007, p. 300). La pro-puesta apunta a la apertura de espacios de singularidad, en vez de espacios para la universalidad, entendidos, tal como se demostrará más adelante, como condiciones de posibilidad para la instauración de una ciudadanía diferenciada; de allí la importancia que tiene la emergencia de movimientos derivados del multiculturalismo, el feminismo y el ecologismo. Esta idea, central para la construcción

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de este libro, se puede expresar de la siguiente manera en palabras de Mouffe:

Al llegar a la creación de una identidad colectiva, básicamente la crea-ción de un «nosotros» por la demarcación de un «ellos», siempre existe la posibilidad de que esa relación de «nosotros» y «ellos» se convierta en una de «amigos» y «enemigos»; es decir, que se convierta en una relación de antagonismo. Esto sucede cuando el «otro», que hasta en-tonces se había considerado simplemente como diferente, empieza a ser percibido como alguien que cuestiona nuestra identidad y amena-za nuestra existencia. A partir de ese momento, cualquier forma que adopte la relación «otros/ellos» (tanto si es religiosa como étnica, eco-nómica o de otro tipo) pasa a ser política (1999, marzo).

En el anterior postulado Mouffe cuestiona a los racionalistas, en la medida que su propuesta apunta a llegar a un consenso racional alcanzado sin exclusiones o, en otras palabras, a establecer un «no-sotros» que no tenga el correspondiente «ellos». Esto es imposible para la belga porque no puede existir un «nosotros» sin un «ellos». Por tal razón, es posible afi rmar que gran parte de su aporte está infl uido por el siguiente cuestionamiento: ¿cómo establecer esta dis-tinción «nosotros/ellos» de modo que sea compatible con la demo-cracia pluralista? En palabras de Mouffe, se trata de transformar el antagonismo en agonismo:

En el ámbito de la política, esto presupone que el «otro» ya no es per-cibido como un enemigo que se debe destruir, sino como un «adver-sario»; es decir, como alguien cuyas ideas vamos a combatir pero cuyo derecho a defender dichas ideas no vamos a cuestionar. Podríamos afi r-mar que el objetivo de la política democrática es transformar el «anta-gonismo» en «agonismo». La principal tarea de la política democrática no es eliminar las pasiones ni relegarlas a la esfera privada para hacer posible el consenso racional, sino movilizar dichas pasiones de modo que promuevan formas democráticas. La confrontación agonística no pone en peligro la democracia, sino que en realidad es la condición previa de su existencia (1999, marzo).

Ahora bien, en el concepto de una democracia radical, la razón des-empeña un papel fundamental, función que debe conceptualizar-se apropiadamente con objeto de evitar los falsos dilemas entre la

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existencia de un criterio universal, por un lado, y el dominio de la arbitrariedad, por otro. El que una pregunta no encuentre respuesta científi ca o no alcance el status de verdad demostrable no comporta la imposibilidad de formarse una opinión razonable al respecto, ni tampoco la necesidad de negarle toda la posibilidad de explicación racional. Al respecto afi rmó Mouffe en 1994:

Hannah Arendt tenía mucha razón al insistir en que la esfera política es el dominio de la opinión, o doxa, y no el de la verdad, y que cada esfera posee sus propios criterios de validez y legitimidad. No faltarán, no obstante, quienes argumenten que esta perspectiva está amenazada por el fantasma del relativismo. Pero esa acusación sólo tiene sentido cuando no se supera la tradicional problemática que no ofrece alterna-tiva a la contraposición entre objetivismo y relativismo (p. 18).

En este sentido, la especifi cidad de la democracia moderna reside en el reconocimiento y la legitimación del confl icto y en el rechazo a reprimirlo imponiendo un orden autoritario. “Creer que es even-tualmente posible una resolución fi nal del confl icto, incluso cuando es considerado con un acercamiento asintomático a la idea regula-dora de comunicación libre y sin restricciones, como en Habermas, es poner en riesgo el proyecto de democracia pluralista” (Mouffe, 1998, pp. 26-27). Al romper con la representación simbólica de la sociedad como un cuerpo orgánico característica del modo holístico de organización social, la sociedad democrática se abre a la expre-sión de valores e intereses en confl icto. Por este motivo, la demo-cracia pluralista no sólo exige consenso en torno a un conjunto de principios políticos comunes, sino también a la presencia de discre-pancias e instituciones a través de las cuales puedan manifestarse dichas divisiones. De ahí que su supervivencia dependa de iden-tidades colectivas que se forman en torno a posiciones claramente diferenciadas, así como de la posibilidad de elegir entre alternativas reales. A partir de esta argumentación se puede comprender por qué la democracia radical, propuesta por Mouffe, atribuye importancia a lo particular, a la existencia de diferentes formas de racionalidad, así como al papel de la tradición, construyendo al sujeto, al ciuda-dano, como un ser fi nito, imperfecto y, como tal, humano. En este sentido, la democracia radical se propone como heterogénea, abier-

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ta e indeterminada. Siempre hay varias estrategias alternativas, no sólo porque cabe interpretar un mismo elemento de distintas mane-ras, sino también porque diferentes partes o aspectos de la tradición pueden oponerse a otros.

Lo específi co de la democracia política no es la superación de la opo-sición ellos/nosotros sino la manera diferente en que es manejada. Éste es el motivo por el cual comprender la naturaleza de la política demo-crática requiere adecuarse a la dimensión del antagonismo presente en las relaciones sociales (Mouffe, 1998, p. 27).

Esta dimensión antagonística se propone como elemento propia-mente político del discurso de Mouffe, y es precisamente lo que la perspectiva del consenso racional es incapaz de comprender. Así, Mouffe construye una sociedad democrática caracterizada por los antagonismos, por el reconocimiento de las exclusiones, es decir, aceptando que es posible construir un “nosotros” que implique la existencia de un “ellos”. Una democracia radical es de forma ex-plícita la defensa de la democracia y la expansión de su esfera de aplicación a las nuevas relaciones sociales. “Este proyecto se orienta a crear otro tipo de articulación entre los elementos de la tradición democrática liberal, donde los derechos no se conciban en un mar-co individualista sino como derechos democráticos” (Mouffe, 1994. 21). De esta manera, se creará una nueva hegemonía, que será el resultado de la articulación del mayor número posible de luchas democráticas.

Necesitamos que se implante la hegemonía de los valores democráti-cos, para lo cual las prácticas democráticas tendrán que multiplicarse e institucionalizarse, dando lugar a relaciones sociales aun más diversas, de manera que mediante una matriz democrática puedan conformase múltiples posiciones del sujeto […] una hegemonía de tal índole nun-ca llegará a completarse y, en cualquier caso, no es deseable que una sociedad sea gobernada por una única lógica democrática (Mouffe, 1994, p. 22).

Así las cosas, y en coherencia con la referencia citada, el proyecto de una democracia radical y plural, por el contrario, precisa de la existencia de la multiplicidad, de la pluralidad y del confl icto, en los

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que ve la razón de ser de la política. Según Mouffe, no hay un solo modelo; así pensada, la democracia no es un modelo para aplicar, si se tiene en cuenta que cada región del mundo tiene distintas parti-cularidades. “La democracia para mí es una experiencia. Una expe-riencia que se dará de manera distinta en distintas partes, según las diferentes tradiciones. Por ejemplo, yo no creo que sea bueno para América Latina pensar que la modernización consiste en aplicar exactamente el modelo europeo. Hay que ver que las condiciones son distintas y que uno tiene que adaptar el modelo de la demo-cracia a la situación de cada país” (Mouffe, 2008, marzo). Es por esta razón que Mouffe defi ende la idea de un mundo multipolar, donde se reconoce la existencia de grandes regiones, que tienen cul-turas específi cas y condiciones específi cas. En este orden de ideas, Mouffe no propone una posición defi nitiva y única del sujeto, sino más bien una multiplicidad de posiciones y, por lo tanto, de identi-dades, todas ellas válidas. Por esta razón se impone la necesidad de una hegemonía de valores democráticos, sin que ello signifi que que la sociedad sea gobernada por una única lógica democrática.

Pues no se trata de establecer una mera alianza entre determinados in-tereses, sino de modifi car la propia identidad de esas fuerzas. Con ob-jeto de que la defensa de los intereses de los trabajadores no se realice a costa de los derechos de las mujeres, los inmigrantes y los consumi-dores, es necesario establecer una equivalencia entre distintas luchas. Sólo en esas circunstancias se vuelven verdaderamente democráticas las luchas contra el poder (1994, p. 22).

Se trata, entonces, de articular las exigencias de cada uno de los diversos grupos, unos con otros, de acuerdo con el principio de equi-valencia democrática. Para Mouffe (1993), no se trata de establecer una mera alianza entre intereses dados, sino de modifi car realmente la identidad misma de estas fuerzas, con el objetivo de que la defen-sa de los intereses de los trabajadores no se persiga a expensas de los derechos de las mujeres, los inmigrantes o los consumidores. Para ello es necesario establecer una equivalencia entre esas luchas dife-rentes, que Mouffe describe con las siguientes palabras:

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Si la tarea de la democracia radical es realmente la profundización en la revolución democrática y la vinculación de diversas luchas democrá-ticas, una tarea de esa índole requiere que se creen nuevas posiciones del sujeto que permitan una articulación común de, pongamos por caso, el antirracismo, el antisexismo y el anticapitalismo. Puesto que estas luchas no convergen espontáneamente, para establecer equiva-lencias democráticas se requiere un nuevo sentido común que permita transformar la identidad de los diferentes grupos de manera que esas reivindicaciones puedan articularse entre sí de acuerdo con el princi-pio de la equivalencia democrática (1994, p. 22).

La referencia anterior propone, más que la tolerancia, la aceptación de una mutación simbólica producida por la revolución democráti-ca que ha supuesto el fi nal de un tipo jerárquico de sociedad orga-nizada en torno a una sola concepción sustancial del bien común, considerada por Mouffe peligrosa para la democracia, pues crea un terreno propicio para los movimientos políticos de extrema derecha como los que apuntan a la articulación de fuerzas políticas en torno a identidades nacionales, religiosas o étnicas. En este contexto, el otro aparece como enemigo, y como tal hay que destruirlo, elimi-narlo. He aquí el peligro de tal posición. En una sociedad cuyos principios sean la libertad y la igualdad siempre habrá interpretacio-nes en pugna sobre los mismos, formas alternativas de instituciona-lización y de defi nición de las relaciones sociales a las que han de aplicarse. En el modelo de Mouffe, una concepción prevaleciente del bien común en una sociedad sólo puede entenderse como el producto de una hegemonía social, entendiéndose esta hegemonía como el refl ejo de unas determinadas relaciones de fuerza. Conside-rar lo político como la posibilidad siempre presente del antagonismo requiere aceptar la ausencia de un fundamento último y reconocer la dimensión de indecibilidad que domina todo orden. “En otras pa-labras, precisa admitir la naturaleza hegemónica de todos los tipos de orden social y el hecho de que toda sociedad sea el producto de una serie de prácticas que intenta establecer un orden en un con-texto de contingencia. Lo político se vincula siempre con actos de institución hegemónica” (Mouffe, 2007b, septiembre, p. 4). Según Mouffe, las prácticas articuladoras a través de las cuales se establece un determinado orden y se fi ja el sentido de lo que es natural, del

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sentido común, se denominan prácticas hegemónicas. En coheren-cia con lo explicado hasta este punto, todo orden hegemónico es susceptible de ser desafi ado por prácticas contrahegemónicas, es de-cir, prácticas que van a intentar desarticular el orden existente para instaurar otra forma de hegemonía. Como conclusión, la democra-cia se ha instituido en el poder como un espacio vacío donde nunca puede afi rmarse una concepción defi nitiva y sustantiva del bien co-mún, pues los principios de libertad y de igualdad siempre pueden ser reformulados. Siempre es posible desafi ar una hegemonía dada. Esta es una de las ideas centrales de Mouffe: la idea de poder.

La idea de poder en la sociedad democrática

Tal como se demostró en los párrafos anteriores, el proyecto de democracia radical y plural signifi ca la lucha por establecer una nueva hegemonía. Afi rma Mouffe que “el ideal de la sociedad de-mocrática, incluso como idea reguladora, no puede ser el de una sociedad que hubiera realizado el sueño de una armonía perfec-ta en las relaciones sociales” (1993, p. 19). Una fi losofía política democrático-radical tiene el objetivo de profundizar la revolución democrática, radicalizando los valores de libertad y de igualdad y dando un sentido común a las distintas luchas sociales contra la dominación. Lo que se construye con estas ideas es una de las pro-puestas centrales de Mouffe, como es su concepción de ciudada-nía. La democracia sólo puede existir cuando ningún agente social está en condiciones de aparecer como dueño del fundamento de la sociedad y representante de la totalidad. A propósito de esto, Juan Manuel Vera, en una reseña del libro El retorno de lo político de Mouffe, recoge la siguiente idea sobre el concepto de ciudadanía que emerge de la propuesta de una democracia radical:

La ciudadanía no es una identidad entre otras, ni la identidad domi-nante que se impone a otras: es un principio de articulación que afecta a las diferentes posiciones subjetivas del agente social. Una interpreta-ción democrática radical enfatiza las múltiples relaciones sociales en las que existen relaciones de dominación contra las que hay que luchar si se quieren aplicar los principios de igualdad y de libertad. La cons-trucción de una identidad democrática-radical es la construcción de

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un “nosotros” preciso para actuar en política y transformar la realidad, permitiendo la identifi cación de quienes combaten las diferentes for-mas de dominación (Vera, 1999).

La idea de un “nosotros/ellos” propone que los sujetos se reconozcan entre sí en el contexto democrático como agentes sociales posee-dores de un carácter particular y limitado de sus reivindicaciones. “En otros términos, es menester que reconozcan que sus relaciones mutuas son las relaciones de las que es imposible eliminar el poder” (Mouffe, 1993, p. 19). Para el desarrollo de esta idea, la politóloga belga propone la expansión del espacio político, perspectiva que comparte con Habermas, en la medida en que busca la incorpo-ración de nuevos derechos para refundar la tradición democrática y la crítica de la separación de lo público y de lo privado. Como se ha explicado en este capítulo, lo político se defi ne desde el confl ic-to, sea en forma de “antagonismo” (la relación con el enemigo) o de “agonismo” (la relación con el adversario); lo político lo invade todo; para Mouffe, la utopía de la democracia deliberativa incurre en una subvaloración del espacio de la no-política, incluidos aquí el ocio, la sexualidad, la estética, la conmiseración, la solidaridad y la fraternidad como relevantes en sí mismos. Así la concepción de poder cambia.

El objetivo de una política democrática, por tanto, no es erradicar el poder, sino multiplicar los espacios en los que las relaciones de poder estarían abiertas a la contestación democrática. En la proliferación de esos espacios con vistas a la creación de las condiciones de un autén-tico pluralismo agonístico, tanto en el dominio del Estado como en el de la sociedad civil, se inscribe la dinámica inherente a la democracia radical y plural (Mouffe, 1993, p. 24).

Al interpretar la referencia se extrae una propuesta: reconstruir un escenario que incluya un nuevo lenguaje político que articule la multiplicidad de luchas democráticas actuales. “Nuestras socieda-des se enfrentan a la proliferación de espacios políticos radicalmente nuevos y diferentes, espacios que nos exigen la idea de un único espacio conformador de lo político” (Mouffe, 1994, p 23). Para re-afi rmar esta idea es relevante decir que no es posible concebir la

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idea de un sujeto unitario, que pertenezca a una sola comunidad, defi nida empírica e incluso geográfi camente, unifi cada además en una sola idea del bien común. La siguiente cita resulta aclaratoria al respecto:

La realidad es que somos sujetos múltiples y contradictorios, habitan-tes de una diversidad de comunidades (tantas, en realidad, como las relaciones sociales en las que participamos y como las posiciones del sujeto que éstas defi ne), construidas por una variedad de discursos y ligadas temporal y precariamente en la intersección de esas posiciones del sujeto. De ahí la importancia de la crítica posmoderna a la hora de desarrollar una fi losofía política encaminada a hacer posible una nueva forma de individualidad que sea verdaderamente plural y demo-crática (Mouffe, 1994, p. 23).

Mouffe se convierte en una pensadora imposible de evitar en este libro, si se tiene en cuenta que la idea central del mismo ha sido identifi car aportes teóricos válidos para continuar la construcción del discurso de la comunicación para el cambio social a partir de las categorías de esfera pública y ciudadanía, que para el caso de Mou-ffe es radical. Esta idea de ciudadanía será básica para sustentar una comunicación inclusiva, pluralista, con aspiraciones tanto transfor-madoras de las relaciones sociales como liberadoras de los sujetos, a través de la búsqueda de la autonomía y el empoderamiento huma-no, útil para establecer la coexistencia de las diferencias sin que la única opción sea la eliminación del que piensa diferente. Es por esto que la tarea inmediata en este texto será reconstruir la categoría de ciudadanía en la obra de Mouffe.

APARTADO III: CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE CIUDADANÍA RADICAL

La pregunta que orienta la construcción de este último apartado es la siguiente: “¿Cómo deberíamos entender la ciudadanía cuando nuestra meta es una democracia radical y plural?” (Mouffe, 1993, p. 89). Expuesto de forma precisa, no se trata de construir una idea participativa de ciudadanía que tenga como precio el sacrifi cio de la libertad individual (Mouffe, 1993, p. 91). Para responder a este

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cuestionamiento, en el texto La paradoja democrática, la politóloga estima la necesidad de reconocer las “diferencias” existentes en la democracia, junto con la imposibilidad que se presenta al preten-derse una completa reabsorción de la alteridad del otro (2003, citado en Almarza, 2006). “Las fuerzas antagónicas nunca desaparecerán, pues el confl icto y la división son inherentes a la política” (Mouffe, 1993, p. 101). El problema ya no es de racionalidad, sino de creen-cias compartidas; la acción democrática no requiere de una teoría de la verdad, ni de nociones de incondicionalidad y validez univer-sal. Se trata, por el contrario, de la búsqueda de una democracia más inclusiva, más sensible, más diversa. Así lo expone Mouffe en su texto Desconstrucción, pragmatismo y la política democrática:

Es necesario darse cuenta de que los valores democráticos no han de extenderse ofreciendo sofi sticados argumentos racionales ni a través de la construcción de exigencias de verdad que trasciendan el contexto so-bre la superioridad de la democracia liberal. La creación de formas de individualidad es un complejo proceso que tiene lugar a través de una diversidad de prácticas, discursos y juegos del lenguaje (1998, p. 21).

Con esto, Mouffe pretende decir que la vida política concierne a la acción colectiva, pública; igualmente, que la vida política apunta a la construcción de un “nosotros” en un contexto de diversidad y de confl icto, lo que implica construir un nosotros distinguido de un “ellos”, y eso signifi ca establecer una frontera, defi nir un enemigo (1993, p. 100).

El conflicto como elemento político necesario en la redefinición de una ciudadanía radical

Con base en una crítica de la concepción liberal de democracia, Mouffe propone replantear el concepto de ciudadanía, y la invita-ción la hace de la siguiente manera:

Sentimos la necesidad de recuperar una idea de ciudadanía que con-tenga una visión activa del ciudadano, pues la ciudadanía no puede seguir limitada, como en la concepción liberal, a un estatuto legal, a una situación pasiva o a la posesión de derechos ejercidos a instancias

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del Estado. La ciudadanía es en realidad el ejercicio mismo de la de-mocracia, y esto implica la participación en una comunidad política, la acción a partir de una perspectiva común, no como individuo aisla-do (1997, pp. 14-15).

La anterior refl exión de Mouffe apunta a considerar la construcción de un ethos democrático que tenga que ver con la movilización de pasiones y sentimientos, con la multiplicación de prácticas, institu-ciones y juegos del lenguaje que provean la condición de posibilidad de los sujetos democráticos y formas democráticas de voluntad. En la misma obra de 1997, Mouffe apunta que una comunidad política moderna no puede ya pensarse en torno a una única idea de bien común; es decir, la redefi nición y la reactivación de una idea de ciu-dadanía no puede hacerse a costa del sacrifi cio de la libertad indivi-dual. “En consecuencia, mientras la política apunte a la construc-ción de una comunidad política y a crear una unidad, será irrealiza-ble una comunidad política completamente inclusiva, y una unidad fi nal, pues siempre habrá un exterior constitutivo, algo externo a la comunidad y que la hace posible” (Mouffe, 1993, p. 101).

Se trata de concebir un ciudadano no a partir de una concepción metafísica; tampoco a partir del hecho de maximizar la utilidad como sujeto racional, según la rama del liberalismo que se siga; se trata de concebir un ciudadano vinculado a las relaciones sociales, de poder, lenguaje, cultura y de todo el conjunto de prácticas que hacen posible la acción de una ciudadanía democrática. En esta noción de ciudadanía, constitutiva de una democracia pluralista, juega un papel crucial el confl icto como dimensión política de la democracia. Para sustentar esta tesis es relevante citar las siguientes palabras de Mouffe (1998):

Una democracia liberal es sobre todo una democracia pluralista. Su novedad reside en la comprensión de la diversidad de concepciones so-bre el bien, no como algo negativo que debe ser suprimido sino como algo para ser valorado y celebrado. Esto requiere de la presencia de instituciones que establezcan una dinámica específi ca entre consenso y disenso. Por supuesto, el consenso es necesario, pero debe limitarse a las instituciones que son constitutivas del orden democrático. Una

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democracia pluralista necesita también dar lugar a la expresión del disenso y a los valores e intereses en confl icto (p. 26).

Y esto no debe verse como un obstáculo temporario en el camino hacia el consenso, dado que con su ausencia la democracia dejará de ser pluralista. Ése es el motivo por el cual, para Mouffe, la de-mocracia política no puede plantearse siempre en armonía y recon-ciliación. Como presupuesto primordial se requiere pensar en un sujeto descentrado y destotalizado, sin identidad defi nitiva, inmerso en la multiplicidad de posiciones subjetivas, es decir, dado como antagónico y, como tal, político. Para Mouffe, muchos teóricos li-berales se niegan a admitir la dimensión antagónica de la política y el papel de los afectos en la construcción de las identidades colec-tivas, porque consideran que eso pondría en peligro la realización del consenso al que consideran el objetivo de la democracia. “No comprenden que lejos de amenazar la democracia, la confrontación agonista es la condición misma de su existencia. La especifi cidad de la democracia moderna radica en el reconocimiento y la legitima-ción del confl icto, así como en la negativa a suprimirlo mediante la imposición de un orden autoritario” (Mouffe, 2007b, septiembre, p. 7). Una sociedad democrática-pluralista no niega la existencia de confl ictos, sino que proporciona las instituciones que le permiten expresar el confl icto de modo agonístico.

De la misma manera, el ciudadano que propone Mouffe, inmerso en el proyecto de democracia radical y plural, se postula como un ciudadano que convive entre distintos proyectos e identidades de-mocráticas, probablemente irreconciliables entre sí, sin llegar, por ello, a su destrucción, exclusión o integración mutua. Teniendo en cuenta estos argumentos, las relaciones ciudadanas deben pasar de una confrontación antagónica y excluyente a una agonística, es decir que “el otro” deje de considerarse un enemigo que se debe destruir y pase a considerarse un “adversario”. Este es el argumento central según el cual es posible entender la concepción de ciudadanía y de democracia radical pluralista en Mouffe. El pluralismo agonístico, por lo tanto, sería un reconocimiento de la dimensión confl ictiva de la sociedad democrática pluralista.

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Pero la concepción expuesta necesita de un tipo de espacio para desarrollarse. Este tipo de espacio es denominado en el capítulo IV del texto El retorno de lo político espacio común simbólico donde se presenta una confrontación de carácter antagónica e irreconci-liable, generada p or ciudadanos que se identifi quen colectivamente por principios de libertad e igualdad, y que guarden la intención de erradicar las identidades distintas. Esto sólo es posible si se deja defi -nitivamente de considerar el “ellos” como un enemigo que se debe destruir y se empieza a considerar como un “adversario” cuya legiti-midad no es posible poner en duda, de tal manera que se convertiría en un legítimo oponente. En una sociedad democrática existirán, por lo tanto, distintas ideas de bien común, y no una sola, como lo pretenderían los comunitarios, ideas que darán pie a la formación de distintas identidades políticas interrelacionadas, que buscarán, a su vez, distintas maneras de obtener hegemonía. Para transformar este antagonismo en agonismo, las pasiones deben encauzarse ha-cia fi nes democráticos, de tal forma que la confrontación se realice entre adversarios.

Ahora bien, una interpretación de ciudadanía democrática radical, no formulada desde pretensiones universales, ni desde reducciones legales, enfatizará sobre el reconocimiento de las múltiples relacio-nes sociales que se ofrecen en una democracia, lo que no sería otra cosa que la lucha por la extensión y radicalización de la democracia; en otras palabras, se trata, según Mouffe, de construir una identidad política como ciudadanos democráticos radicales. Esto depende de una forma colectiva de identifi cación entre las exigencias demo-cráticas que se encuentran en una variedad de movimientos: de mujeres, de trabajadores, de negros, de gays, ecologistas, así como en otros nuevos movimientos sociales (Mouffe, 1993, p. 102). Éstas pueden ser, entre otras, el conjunto de posiciones subjetivas que ca-racterizan la democracia radical, y que, por ende, están construidas en el seno de discursos específi cos, siempre de manera precaria y temporal, constituyendo así la identidad política, no esencialista, a la que Mouffe se refi ere.

Es una concepción de ciudadanía que, a través de una identifi cación común con una interpretación democrática radical de los principios

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de libertad e igualdad, apunta a la construcción de un nosotros, una cadena de equivalencias entre sus demandas, a fi n de articularlas a tra-vés del principio de equivalencias democráticas (Mouffe, 1993, p. 102).

En consecuencia, en una democracia radical, entendida como pro-yecto político, los “enemigos” pasarán a constituirse en “adversa-rios”, sin necesariamente abandonar su pretensión de hegemonía, pero sin negar tampoco la legitimidad de los demás proyectos; de esta forma es como el pluralismo resulta ser la legitimación del confl icto antagónico, y no la respuesta defi nitiva. Así las cosas, la construcción de una identidad política común como ciudadanos democráticos radicales es entendida en Mouffe como una identifi -cación colectiva con una interpretación democrática radical de los principios del régimen democrático liberal: libertad e igualdad. El ciudadano no se concibe en este contexto como un agente social defi nido como sujeto unitario.

Lo que sucede, y esto es quizás lo más importante de la concepción de ciudadanía en Mouffe, es que dicha concepción exige que se deben tomar en cuenta las diferentes relaciones sociales y las dis-tintas posiciones subjetivas en que son pertinentes los principios de la libertad y la igualdad, tales como género, clase, raza, etnici-dad, orientación sexual, etc., es decir, puede haber tantas formas de ciudadanía como interpretaciones de esos principios existan. Ante esta situación, ¿se podría pensar en un relativismo político? Para Mouffe, la respuesta alude a plantear una tensión indisoluble entre los deberes de un ciudadano y las libertades de un individuo. “Esas dos identidades existen en una tensión permanente e imposible de reconciliar jamás” (1993, p. 105). Según la politóloga belga, esta tensión entre libertad e igualdad es característica de la democracia moderna, y cualquier intento de producir una armonía perfecta, de realizar una democracia “verdadera”, sólo puede conducir a su des-trucción. Esta es la razón por la cual un proyecto de democracia ra-dical y plural reconoce la imposibilidad de la realización completa de la democracia y la consecución fi nal de la comunidad política.

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La tensión entre la esfera pública y privada en el proyecto de una ciudadanía radical

La concepción de una comunidad democrática radical no exige una única meta para todos los individuos que la conforman, pero mantiene la distinción público (respública) - privado (libertad indivi-dual), al igual que la distinción individuo-ciudadano, a pesar de que estas dos esferas estén en una constante e irreconciliable tensión (Almarza, 2006, p. 8). Además, según Mouffe, el ámbito público de la ciudadanía moderna, construido de una manera universal y racio-nalista, impidió el reconocimiento de la división y el antagonismo, y relegó a lo privado toda particularidad y diferencia. “La distin-ción público/privado, central como lo ha sido para la afi rmación de la libertad individual, actuó, por consiguiente, como un poderoso principio de exclusión” (Mouffe, 1993, p. 119). Sin embargo, esta distinción público-privado no es abandonada, sino construida de manera diferente:

La distinción no corresponde a esferas discretas, separadas; cada situa-ción es un encuentro entre lo privado y lo público, puesto que cada em-presa es privada, aunque nunca sea inmune a las condiciones públicas prescritas por los principios de la ciudadanía. Los deseos, decisiones y opciones son privados porque son responsabilidad de cada individuo, pero las realizaciones de tales deseos, decisiones y opciones son públi-cas, porque tienen que restringirse dentro de condiciones especifi cadas por una comprensión específi ca de los principios ético-políticos del régimen que provee la gramática de la conducta de los ciudadanos (Mouffe, 1993, pp. 120-121).

El replanteamiento de la tensión público-privado es necesario para comprender que el ejercicio de la ciudadanía consiste en identifi car-se con los principios ético-políticos de la moderna democracia, que no son otros que la libertad y la igualdad. En esa tensión público-privado se constituyen múltiples relaciones sociales que correspon-den a distintas, numerosas y quizás opuestas formas de entender esos principios. Esto implica la necesidad de un reconocimiento común por parte de los diferentes grupos que luchan por una exten-sión y radicalización de la democracia, lo que signifi ca construir un

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“nosotros”, que requiere de un “ellos”, como ciudadanos radicales, a través de una identidad política colectiva. El principio que rige estas relaciones es el principio de equivalencia democrática, lo cual no elimina las diferencias, sino que las radicaliza y las convierte en políticas. Lo opuesto sería eliminar lo político, reduciendo así las relaciones sociales a la búsqueda de simple identidad.

Por ello, la poca claridad entre las fronteras de la derecha y de la izquierda no representa un progreso para la democracia, ni un paso hacia la sociedad más reconciliada; constituye, al contrario, un ver-dadero peligro.

[…] Cuando no hay una vida democrática, dinámica, con verdaderos objetivos en torno de los cuales los ciudadanos pueden organizarse y oponerse, se crea un vacío y, a menudo, éste resulta ocupado por la multiplicación de los enfrentamientos a partir de identidades no de-mocráticas y de valores morales no negociables (Mouffe, 1997b, p. 51).

Con lo anterior, para Mouffe existen múltiples formas de ciudada-nía, lo que hace imposibles considerar este concepto de forma neu-tra; por el contrario, es factible establecer diferentes interpretaciones de la igualdad y de la libertad, pero también distintas maneras de entender quiénes integran el todo. Un creciente grupo de teóricos, denominados “pluralistas culturales”, sostiene que el concepto de ciudadanía debe tener en cuenta estas diferencias. “Los pluralistas culturales creen que los derechos de ciudadanía, originariamente defi nidos por y para los hombres blancos, no pueden dar respuesta a las necesidades específi cas de los grupos minoritarios” (Kymlicka, 1997, p. 25). Estos grupos sólo pueden ser integrados a la cultura común si se adopta lo que denomina Kymlicka una concepción de ciudadanía diferenciada equiparable con la propuesta de Mouffe. Estas demandas de ciudadanía diferenciada plantean serios desafíos a la concepción predominante de la ciudadanía. Desde el punto de vista ortodoxo, la ciudadanía es, por defi nición, una manera de tratar a la gente como individuos dotados de derechos iguales ante la ley. Esto explica por qué la idea de ciudadanía diferenciada se per-cibe como una infl exión radical en la teoría de la ciudadanía. Tan-to Kymlicka como Mouffe consideran que el intento de crear una

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concepción universal de la ciudadanía que trascienda las diferencias grupales es fundamentalmente injusto, porque históricamente con-duce a la opresión de los grupos excluidos:

En una sociedad donde algunos grupos son privilegiados mientras otros están oprimidos, insistir en que, como ciudadanos, las personas deben dejar atrás sus fi liaciones y experiencias particulares para adoptar un punto de vista general, sólo sirve para reforzar los privilegios. Esto se debe a que la perspectiva y los intereses de los privilegiados tenderán a dominar este público unifi cado, marginando y silenciando a los demás grupos (Young, 1989, p. 257, citado en Kymlicka, 1997, p. 26).

Tanto Young como Mouffe proponen que la genuina igualdad re-quiere afi rmar, más que ignorar, las diferencias grupales e individua-les. La política tiene que ver con la defi nición de la ciudadanía, y diferentes políticas buscan crear distintos tipos de ciudadanos. Esta es la propuesta de Mouffe. Para la belga, el problema decisivo es que el ámbito de lo público de la ciudadanía se ha presentado como la expresión de una voluntad general, un punto de vista que los ciuda-danos sostienen en común y que trasciende sus diferencias. Ella ar-gumenta a favor de una re-politización de la vida pública que no re-quiriese la creación de un ámbito público en el cual los ciudadanos dejaran atrás sus necesidades y su afi liación a un grupo particular para discutir un supuesto interés general o bien común. Sin duda, la tradición liberal concibe el espacio en el que operan los ciudadanos como un espacio libre de confl ictos. Por tal razón, Mouffe cuestiona la ilusión de que al relegar las cuestiones controvertidas a la esfera de lo privado sería posible llegar a un consenso en el dominio de lo público. “En otros términos, ese liberalismo se apoya en la fantasía de una “sociedad bien ordenada”, en la cual han desaparecido el confl icto y el antagonismo” (Mouffe, 1997, p. 27). Así pues, una de las contribuciones del discurso de Mouffe apunta a la construcción de una forma de consenso que no elimine el disenso, es decir, que no postule la negación y eliminación del confl icto, razón por la cual el confl icto puede tener lugar entre las diferentes interpretaciones y entre las distintas formas de ciudadanía ligadas a ella, concepción que además permite el desarrollo de una fi gura fundamental para las democracias pluralistas como es la del adversario.

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Entre antagonismos y agonismos: la emergencia de una ciudadanía radical desde la perspectiva de Chantal Mouffe

En síntesis, Mouffe propone cambiar el signifi cado del término “ciudadanía”; su propuesta apunta a que ciudadanía no se conciba como un término formal y legal, sino que sea determinado por la experiencia. “Para Mouffe, un ciudadano es un sujeto político no porque le ha defi nido como tal, en abstracto, como un ente fl otan-do en el universo, con sus derechos, sus privilegios y deberes, sino como una persona cuya existencia está localizada en un lugar sobre la tierra, un lugar específi co” (Rodríguez, 2008, p. 11). Esto signifi ca que el ciudadano existe en interacción con una serie de relaciones fuertemente ancladas con ese lugar, que bien pueden ser relaciones con sus familiares, amigos, vecinos, sitio de trabajo, iglesia. Afi rma Clemencia Rodríguez que es de estas relaciones de las que cada ciudadano extrae (o no) porciones de poder, poder simbólico, poder material, poder psicológico, y estos poderes, cada uno con su dife-rente textura, son la materia prima de la democracia:

Estas porciones de poder son las que le permiten a las personas jalonar su comunidad social y su entorno natural hacia la visión de futuro que tienen en mente. Entonces para Mouffe el ciudadano, o la ciudadana, es la persona que cada día genera poder en medio de sus relaciones cotidianas, y usa este poder par ir transformando su comunidad en pos de una visión de futuro (2008, pp. 11-12).

Sobre esta base teórica de ciudadanía y esfera pública presentada has-ta esta parte del texto emerge la comunicación para el cambio social como un medio, un vehículo facilitador de la transformación de los individuos en ciudadanos; se propone pensar una comunicación a través de la cual los ciudadanos vivan procesos de apropiación simbó-lica, procesos de re-codifi cación del entorno, de re-codifi cación del propio ser, es decir, procesos de constitución de identidades fuerte-mente arraigadas en lo local, en los lenguajes, signos y códigos pro-pios. Profundizar en estas ideas es la tarea del siguiente capítulo de este libro, dedicado a la contextualización teórica e histórica de la comunicación para el cambio social, discurso que se propone como plataforma para presentar un análisis teórico posterior de ese tipo de comunicación.

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

Antes una anotación fi nal sobre Mouffe. Si se defi ne como punto de partida su teoría de la democracia, entendida como un sistema que respeta las diferencias y no necesita llegar a la homogeneidad, algunas preguntas surgen a continuación: ¿cómo se tomarían de-cisiones sobre políticas públicas?, es decir, ¿cómo, por ejemplo, se diseña un presupuesto municipal o cómo se destinan recursos a una región o a otra?; ¿cómo se establecen las prioridades en contextos como el latinoamericano, donde las condiciones económicas y de oportunidades son mínimas? Son decisiones que tienen que tomar-se con una meta, meta que necesariamente excluye otras metas, otras opciones.2 “¿Qué sentido adquiere hoy la esfera pública, o las esferas públicas, en la consolidación de nuestras democracias y en el establecimiento de eso que David Held llama oportunidades con que cuenta una persona para participar de los bienes económicos, culturales y políticos socialmente generados?” (Pereira, 2007, p. 84). Por ahora, este cuestionamiento queda simplemente planteado. Sin embargo, el que las personas alberguen distintos discursos y ocupen distintas posiciones según los contextos no lleva a suponer que las sociedades son conjuntos aleatorios de relaciones fortuitas o suma-torias de individuos inconexos. Si bien la identidad —individual y colectiva— se complejiza al volverse plural, las sociedades se siguen estructurando en torno a órdenes sociales y políticas defi nidas en el texto La paradoja democrática como “ese conjunto de prácticas, discursos e instituciones que tratan de establecer un cierto orden y organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre potencialmente confl ictivas” (Mouffe, 2003, p. 114).

2 Al respecto, y de forma aclaratoria, Mouffe asegura lo siguiente: “El punto de partida de mi análisis es nuestra actual incapacidad para percibir de un modo político los problemas que afrontan nuestras sociedades. Lo que quiero decir con esto es que, contrariamente a la idea que se acepta a menudo, las cuestiones po-líticas no son meros asuntos técnicos destinados a ser resueltos por expertos; las cuestiones propiamente políticas siempre implican decisiones que requieren optar entre alternativas en confl icto. Considero que esa incapacidad para pensar polí-ticamente, en la cual nos encontramos hoy en día, se debe en gran medida a la hegemonía indiscutida del liberalismo” (2007, septiembre, p. 1).

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Sin embargo, y al respecto la politóloga colombiana María E. Wills (2008), experta en Mouffe, asegura que la belga no ha tratado de forma puntual las preguntas planteadas en el párrafo anterior, pero que sin embargo a partir de los conceptos de fragmentación, diver-sidad, antagonismo, etcétera, los ciudadanos pueden llegar a acuer-dos, que, por cierto, no borran los antagonismos, pues son acuerdos políticos, sobre qué hacer, por ejemplo, con los recurso públicos. “Aunque Mouffe no desarrolla mucho el punto, los partidos son los llamados en un orden democrático a articular propuestas (no agregar, como dirían los liberales incapaces de concebir lo públi-co-colectivo)” (Wills, 2008, junio). Desde la perspectiva de Wills, no hay política pública imparcial, pero dada la deuda que tiene la democracia con los “diferentes” (mujeres, negritudes, indígenas, LGTB, etc.), y la discriminación de la que aún son objeto, la función pública debe orientar recursos específi camente dirigidos a estas po-blaciones. En este contexto, la comunicación para el cambio social adquiere una relevancia evidente y, si se quiere, abundante. Abordar sus postulados será la tarea del siguiente capítulo.

II PARTE

APROXIMACIÓN HISTÓRICA Y CONCEPTUAL DE LA COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL

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4UBICACIÓN TEÓRICA DE LOS CONCEPTOS DE

ESFERA PÚBLICA Y CIUDADANÍA EN EL DISCURSO DE LA COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL

Este capítulo pretende desarrollar cuatro objetivos: en primer lugar, establecer la diferencia entre las distintas acepciones del concepto de “comunicación para el cambio social”; en segundo lugar, explicar la relación entre comunicación y cambio social a través de los concep-tos de participación, cultura y diferencia; en tercer lugar, presentar un breve panorama de los paradigmas teóricos que sustentan este tipo de comunicación (modernización y participación); por último, analizar la pertinencia en el discurso de la comunicación para el cambio social de dos categorías centrales: esfera pública y ciudadanía. A su vez, re-pensar estas categorías en relación con los conceptos de democracia, participación y empoderamiento, dimensiones propuestas como rele-vantes para la reflexión y la búsqueda de un cambio social en el con-texto latinoamericano.

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ENTRE ESFERAS PÚBLICAS Y CIUDADANÍAS

Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

Recuerdo los rostros sonrientes de los niños, familias enteras reunidas viendo la película, mamás con sus bebés, muchachos en

sus bicicletas, hombres en sus motocicletas, parejas de enamorados compartiendo una banca rota en la plaza; era como una fusión

humana de sonrisas compartidas, como tratando de decir “todavía estamos aquí”. Esa noche fue decisiva para muchos de nosotros,

incluso para mí. Nunca me hubiera imaginado que en medio del terror de la guerra se pueden encontrar alternativas para tendernos

la mano, de suerte que no terminemos solos y abandonados en medio de la guerra. Esa noche supe que tenemos competencias

necesarias para construir la paz, que no somos totalmente impotentes frente a la guerra, que podemos transformar los

espacios públicos de lugares de miedo y aislamiento a escenarios donde compartir experiencias de vida (Wilgen Peñaloza,

comunicación personal. Carmen de Bolívar, 11 agosto de 2004 1.

Hasta este punto del libro se han revisado las propuestas de Arendt, Habermas y Mouffe, específi camente lo referente a sus discursos sobre esfera pública y ciudadanía. Al estar ubicada esta publicación dentro del campo de la comunicación, es necesario contextuali-zar teóricamente el tema en ese campo específi co. Por tal razón, el objetivo ahora será revisar algunos postulados conceptuales de la comunicación para el cambio social. El desarrollo de esta tarea permitirá relacionar los paradigmas y postulados estudiados con los discursos fi losófi cos de los tres autores ya reseñados, extractando de éstos algunos aportes al discurso en construcción. Esto se propone al fi nal del capítulo.

Para este fi n, el discurso de autores como Jesús Martín Barbero (espa-ñol-colombiano), Rosa María Alfaro (peruana), Alfonso Gumucio (bo-

1 Para abordar invaluables e infi nitas experiencias sobre la comunicación para el cambio social sugiero la lectura de dos textos: Lo que le vamos quitando a la guerra (Bogotá, 2008) y Ya no es posible el silencio (Bogotá, 2007). Son textos que presentan experiencias de ciudadanía desde la comunicación de la gente. Expe-riencias en diversas regiones colombianas como los Montes de María, Belén de los Andaquíes y el Magdalena Medio son narradas desde la historia de las mismas comunidades, desde sus sueños, desde sus códigos.

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Ubicación teórica de los conceptos de Esfera Pública y Ciudadanía en el discurso de la comunicación para el cambio social

liviano), Clemencia Rodríguez (colombiana), Jair Vega (colombiano), entre otros, será relevante en la sustentación de dichas características y, además, necesario al abordar el contexto específi co de la comuni-cación latinoamericana. En este orden, construir una propuesta que incluya algunos aportes útiles para continuar pensando la fundamen-tación teórica de la comunicación para el cambio social se establece como una tarea pertinente, si se tiene en cuenta la gran precariedad en esas sociedades de los conceptos de esfera pública y ciudadanía ex-presada en problemas de desigualdad, indigencia, exclusión, discrimi-nación, eliminación del otro, pobreza, baja escolaridad, delincuencia, mafi as, crimen organizado y confl icto armado.

Ante tal escenario, continuar la construcción y fundamentación de una comunicación inclusiva y mediadora es una necesidad priori-taria. Así, el objetivo de este capítulo consiste en abordar las bases conceptuales de la comunicación para el cambio social, su contex-to histórico, su origen, sus principales paradigmas y algunos de sus pensadores a través de cuatro secciones. En un primer momento se analizará el concepto de comunicación para el cambio social como una acepción distinta de comunicación para el desarrollo y comuni-cación alternativa. En un segundo momento se propone una mirada conceptual a la comunicación, pero desde la perspectiva del cam-bio, incluyendo en el análisis las dimensiones de la participación, la cultura y la diferencia. En una tercera sección se expondrán, en un ejercicio de contextualización histórica, los principales paradigmas que han sustentado el discurso de este tipo de comunicación, y se establecerá una relación de ésta con los conceptos de democracia, participación y empoderamiento. Por último, se articulan las cate-gorías de esfera pública y ciudadanía analizadas en los anteriores ca-pítulos de este libro a través de los postulados de Arendt, Habermas y Mouffe, como categorías centrales para sustentar teóricamente la comunicación para el cambio social. Debido a la escasa elaboración teórica publicada sobre este concepto, esta última se presenta como una de las propuestas centrales de este trabajo.

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

APARTADO I: EL CONCEPTO DE COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL

Revisión de algunas acepciones: La comunicación para el desarrollo, la comunicación alternativa y la comunicación para el cambio social

El primer problema teórico que vamos abordar en esta sección con-siste en despejar la siguiente pregunta: ¿desde dónde se asume en este trabajo el concepto de comunicación para el cambio social? Durante muchos años, y aún hoy, se utilizan nombres diversos para aludir a estos temas: comunicación popular, horizontal, dialógica, alternativa, participativa, endógena, etc. Sin embargo, se tomará como fundamento la teoría que Alfonso Gumucio (2001) presenta, en su texto Comunicación para el Cambio Social: clave del desarrollo participativo. Según el autor boliviano, todas las denominaciones propuestas participan de los mismos elementos y son parte del con-cepto más amplio de la comunicación para el cambio social.

Por esta razón es pertinente establecer diferencias con otras expre-siones usadas en el mismo sentido. Se abordará inicialmente la con-cepción de comunicación para el desarrollo. Según Gumucio (2001, p. 23), su principal promotor hacia principios de los años setenta fue la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO). En ciertos aspectos, la comunicación para el desarrollo se inspiró en el modelo de la difusión de innovaciones, modelo que se explicará más adelante en este texto. Ambos tuvieron como terreno de expe-rimentación el universo rural y ambos promovieron la introducción de tecnología para mejorar la producción agrícola. La comunica-ción para el desarrollo hacía énfasis en una tecnología apropiada, que pudiera ser asumida por el campesino, y planteaba además la necesidad de establecer fl ujos de intercambio de conocimiento y de información entre las comunidades rurales y los técnicos y expertos institucionales, en lugar de asumir que la solución es una “transfe-rencia” unidireccional de conocimientos. La comunicación para el desarrollo, además de valorar el conocimiento local, entendía la ne-

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cesidad de respetar las formas tradicionales de organización social y fortalecerlas para contar con un interlocutor válido y representativo.

En esta búsqueda conceptual, entre las denominaciones existentes, es común encontrarse con el concepto de comunicación alternativa. Ésta no es entendida como un modelo o una teoría propiamente dicha. Surgió de las experiencias de las luchas sociales, y por ello muchas de ellas eclipsaron al mismo tiempo que las mismas luchas sociales. Esto sucedió, por ejemplo, con las radios libres de Francia e Italia, que eclosionaron a principios de los años setenta después del auge de los movimientos estudiantiles de 1968, y tuvieron una dura-ción muy limitada. Según Gumucio, en general, se trata de esfuer-zos contestatarios de conquistar espacios de comunicación en so-ciedades represivas, socialmente estancadas o sometidas por fuerzas neocoloniales. Campesinos, obreros, estudiantes, mineros, mujeres, jóvenes, indígenas y otros sectores marginados de la participación política crearon sus propios medios de comunicación, porque no tenían ninguna posibilidad de acceder a los medios de información del Estado o de la empresa privada.

Por su parte, la Unesco reveló en el famoso Informe McBride (1980, p. 64) datos alarmantes de la situación de la información y la comu-nicación en el mundo. Dos o tres agencias de noticias de Estados Unidos controlaban las dos terceras partes del fl ujo de información, mientras que no existían agencias nacionales o regionales en África, Asia o América Latina que pudieran ofrecer una perspectiva dife-rente. Grandes conglomerados de información —hoy son aun más grandes— controlaban redes de publicaciones periódicas, de radio y televisión. “Los esfuerzos tendentes a alcanzar un auditorio más am-plio han llevado a los medios masivos a conceder al público lo que desea o lo que cree que desea” (McBride, 1980, p. 39). La gran ma-yoría de la población, en cada país, estaba excluida y no tenía nin-guna posibilidad de expresarse a través de los medios hegemónicos.

Por último, en este seguimiento se pretende caracterizar la denomi-nación comunicación para el cambio. Según Gumucio (2001), es el paradigma más reciente entre los descritos. De alguna manera,

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ha estado siempre presente, en parte, en las experiencias de comu-nicación alternativa y participativa y, en parte, en las acciones de comunicación para el desarrollo. Sin embargo, su formulación con-ceptual comenzó a gestarse a partir de 1997 a raíz de una serie de re-uniones entre especialistas de comunicación y participación social convocadas por la Fundación Rockefeller para discutir el papel de la comunicación en los cambios sociales en el siglo que se avecina-ba. El concepto central que defi ne la comunicación para el cambio social ha sido encapsulado de esta manera: es un proceso de diálogo y debate, basado en la tolerancia, el respeto, la equidad, la justicia social y la participación activa de todos. De la comunicación para el desarrollo, la comunicación para el cambio social ha heredado la preocupación por la cultura y por las tradiciones comunitarias, el respeto hacia el conocimiento local, el diálogo horizontal entre los expertos del desarrollo y los sujetos del desarrollo. Según Gumucio (2001, p. 23), mientras que la comunicación para el desarrollo se convirtió en un modelo institucional y hasta cierto modo vertical, aplicable y replicable como lo prueban las experiencias apoyadas por la FAO, la comunicación para el cambio social no pretende de-fi nir anticipadamente ni los medios, ni los mensajes, ni las técnicas, porque considera que es del proceso mismo, inserto en el universo comunitario, del que deben surgir las propuestas de acción. En este contexto, la noción que emplea este libro es la de cambio, no la de desarrollo, debido a las amplias dualidades que la noción de desa-rrollo ha traído consigo. Ahora bien, para comprender la categoría de cambio es necesario hacer referencia al padre de la sociología, Comte (1798-1857), quien dividió el sistema de su teoría en dos par-tes separadas: estática social y dinámica social.

A partir de allí Spencer (1820-1903) plantea una analogía entre una sociedad y un organismo biológico. De esta forma, la estática social estaba concebida como el estudio de la anatomía de la sociedad humana, de las partes componentes y de su disposición, justo igual que la anatomía del cuerpo (con sus órganos, esqueleto y tejidos), mientras que la dinámica social se suponía que se concentraba en la fi siología, en los procesos que operan dentro de la sociedad, justo igual que las funciones corporales (respiración, metabolismo, cir-

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culación de la sangre, etc.), que producen como resultado último el desarrollo de la sociedad, de nuevo comparable al crecimiento orgánico (del embrión a la madurez).

La idea bajo diversas etiquetas se abrió paso hasta la mayoría de los manuales de investigación sociológica: el estudio sincrónico o transseccional fue defi nido como observar la sociedad desde una perspectiva atemporal, estática, y el estudio diacrónico o secuen-cial, como el reconocimiento del fl uir del tiempo y la atención a los cambios sociales en curso. El estudio moderno del cambio, la investigación diacrónica, está muy infl uido por tales concepciones. Sin embargo, ha heredado la metáfora orgánica clásica y otras dis-tinciones conexas no directamente de Comte, Spencer y otros maes-tros del siglo XIX, sino a través de la infl uyente escuela de sociología del siglo XX conocida como teoría de sistemas, teoría funcional o funcionalismo estructural (Sztompka, 1993).

La idea de sistema denota una totalidad compleja, compuesta de múltiples elementos ligados por diversas interrelaciones y separados del entorno por un límite. Los organismos constituyen con claridad ejemplos de sistemas, pero también las moléculas, los edifi cios, los planetas, las galaxias. Una noción tan generalizada puede aplicar-se a la sociedad humana en diversos niveles de complejidad. En el nivel macro, la totalidad de la sociedad global (humanidad) puede concebirse como un sistema; en el nivel medio, los estados-nación y las alianzas políticas y militares regionales también pueden ver-se como sistemas; en el nivel micro, las comunidades locales, las asociaciones, empresas, familias o círculos de amigos pueden ser considerados como pequeños sistemas. Más aun, segmentos cuali-tativamente distintos de la sociedad como la economía, la política y la cultura también pueden ser aprehendidos en términos sistémicos.

El cambio social, en consecuencia, es concebido como el cambio que acontece dentro del sistema social que lo abarca. De forma más precisa, es la diferencia entre los diversos estados del mismo sistema al sucederse los unos a los otros en el tiempo. En la misma línea, “por cambio social entiendo una alteración no recurrente de un sistema

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social considerado como un todo” (Hawley, 1982). El sistema puede presentar cambios de composición (por ejemplo, migración de un grupo a otro, reclutamiento en un grupo, desmovilización); cambio de estructura (por ejemplo, aparición de desigualdades, cristaliza-ción del poder, emergencia de lazos de amistad, establecimiento de relaciones cooperativas o competitivas); cambio de funciones (por ejemplo, especialización y diferenciación de trabajos, decadencia del papel económico de la familia, papel de la escuela o diversida-des); cambio de límites (por ejemplo, fusión de grupos, relajación de los criterios de admisión y democratización de la condición de un miembro e incorporación de un grupo por otro); cambios en las relaciones de los subsistemas (por ejemplo, ascendencia del régimen político sobre la organización económica, control de la familia y de toda la esfera privada por un gobierno totalitario); cambio en el entorno (por ejemplo, deterioro ecológico, terremoto, aparición de un virus, desaparición del sistema bipolar internacional).

En este orden de pensamientos, y al citar algunos ejemplos de defi -ni ciones de cambio social que aparecen en los manuales de uso sociológico, es evidente que el énfasis se coloca en el cambio estruc-tural en las relaciones, organizaciones y lazos entre los componentes sociales (Miege, 1995):

• “El cambio social es la transformación en la organización de la sociedad y en los modelos de pensamiento y conducta en el curso del tiempo” (Macionis, 1987, p. 638).

• “El cambio social hace referencia a las variaciones en el tiempo de las relaciones entre individuos, grupos, organizaciones, culturas y sociedades” (Ritzer, 1993, p. 560).

• “Los cambios sociales son alteraciones en los patrones de conduc-ta, en las relaciones sociales, en las instituciones y en la estructura social en el tiempo (Farley, 1990, p. 626).

Sin embargo, debe dejarse claro que el interés investigativo de este libro se centra en la comunicación para el cambio social y no sólo en la categoría de cambio social. La anterior es una fundamentación del concepto de cambio social desde el punto de vista de la socio-

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logía, que se ofrece con el fi n de tener una aproximación teórica al mismo. Desarrollarlo con más profundidad sería materia de otro trabajo de investigación.

APARTADO II: LA RELACIÓN ENTRE COMUNICACIÓN Y CAMBIO SOCIAL

Una relación pensada desde la participación, la cultura y la diferencia

A partir de las anteriores concepciones, Gumucio propone como las principales premisas de la comunicación para el cambio social las siguientes:

[a] La sostenibilidad de los cambios sociales es más segura cuando los individuos y las comunidades afectadas se apropian del proceso y de los contenidos comunicacionales; [b] la comunicación para el cambio social, horizontal y fortalecedora del sentir comunitario, debe ampliar las voces de los más pobres, y tener como eje contenidos locales y la no-ción de apropiación del proceso comunicacional; [c] las comunidades deben ser agentes de su propio cambio y gestoras de su propia comuni-cación; [d] en lugar del énfasis en la persuasión y en la transmisión de informaciones y conocimientos desde afuera, la comunicación para el cambio social promueve el diálogo, el debate y la negociación desde el seno de la comunidad; [e] los resultados del proceso de la comunica-ción para el cambio social deben ir más allá de los comportamientos individuales, y tomar en cuenta las normas sociales, las políticas vigen-tes, la cultura y el contexto del desarrollo; [f] la comunicación para el cambio social es diálogo y participación con el propósito de fortalecer la identidad cultural, la confi anza, el compromiso, la apropiación de la palabra y el fortalecimiento comunitario; [g] la comunicación para el cambio social rechaza el modelo lineal de transmisión de la informa-ción desde un centro emisor hacia un individuo receptor, y promueve un proceso cíclico de interacciones desde el conocimiento compartido por la comunidad y desde la acción colectiva (2001).

En este sentido, este trabajo asume por “comunicación” un proceso social vital, un hecho humano por excelencia, manifestado en to-das las formas culturales de relación, organización y expresión. De

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esta manera, la comunicación se entiende como constructora de di-námicas de elaboración simbólica, es decir, como posibilitadora de nuevos referentes de identidad y de acción colectiva que permiten que comunidades marginadas, olvidadas, rechazadas puedan seguir resignifi cando, a partir de su libre expresión, su vida, su historia, sus sentidos, su espacio, su tejido social, toda su potencialidad sígnica.

Se concibe entonces en este trabajo una concepción de comunica-ción diferente, es decir, defi nida desde lo político, pensada desde lo horizontal, no vertical, no excluyente. “Para que haya comunica-ción tiene que haber sentidos, signifi cados que se transmiten de un ser humano a otro” (Rodríguez, 2002, p. 1). En esta perspectiva de comunicación, el cambio social es pensado desde la participación de la gente en la generación y apropiación de conocimientos, en el intercambio de experiencias y en el reconocimiento de su propia situación social (lo local) en la recuperación de su cultura y de su historia. Y tal tipo de proceso no puede pasar por seres a los cuales se considera un simple engranaje productivo, un cliente cuya única participación es confi rmar la efectividad de los mensajes, como si nada pudieran aportar desde sus propias vidas. Son procesos funda-mentalmente culturales.

Esto lo confi rma Rodríguez al afi rmar que la cultura es, entre otras cosas, “un sistema de símbolos, de formas simbólicas y de signifi ca-dos […] Un sistema cultural no es un sistema cerrado. Está abierto a procesos de integración de nuevos signifi cados, así como a la trans-formación de signifi cados existentes” (2002, p. 2). Desde un punto de vista cultural, la comunicación para el cambio social debe estar comprometida con el cambio, con la transformación social, debe tener en cuenta las necesidades y proyectos de la gente, debe pensar desde cada contexto cultural, debe producir emancipación posibili-tando vías de expresión, fortaleciendo la democratización de la so-ciedad basada en el reconocimiento de las capacidades de refl exión, procesos todos que deben conllevar a descubrir o, en palabras de Martín Barbero (2007, mayo), a reinventar la realidad.

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Sin embargo, no se trata de la negación de lo institucional, de lo mediático, ni de lo instrumental. Más bien, la idea es que a través de estos medios sea posible fortalecer procesos estatales que piensen en la gente, que tengan en cuenta sus necesidades, sus deseos y sus sueños. Aun desde lo masivo es posible construir un sujeto crítico y pensante, no alienado con el sistema de la simple producción en se-rie cosifi cante y colonizadora de lo humano. Evidentemente, existe una región de lo humano que no debería ser fácilmente colonizable: sus sentimientos, sus pensamientos, sus raíces.

Una gran refl exión arroja todo lo anterior; ésta apunta a cuestionarse ¿por qué muy pocas universidades en el mundo se dedican a formar comunicadores para el cambio social? De igual forma, ¿por qué tan poca gente en el país se interesa desde su formación hasta su pro-fesionalización en el ejercicio de este tipo de comunicación? ¿Por qué tan pocas cátedras pensadas a partir de la refl exión, de lo social, de la alteridad, de la argumentación, de lo otro, de lo diferente? La comunicación para el cambio social puede proponerle a la acade-mia un verdadero paradigma alternativo que invite a re-pensar el problema de la comunicación desde lo humano y no simplemente a partir de la reducida visión de lo mediático y lo comercial, en la que el mundo de la vida y de lo cotidiano quedan reducidos a su mínima expresión2.

2 A propósito del tema, Alfonso Gumucio (2001, p. 12) en su texto Haciendo Olas cita las siguientes palabras de Manuel Calvelo (especialista en comunicación para el desarrollo), extractadas de una publicación titulada La formación de los comunicadores para el desarrollo: “Al parecer, en América Latina existen más de 300 escuelas universitarias de comunicación, con una población superior a los 120 000 alumnos. La mayor parte de estas escuelas buscan formar profesionales para los medios masivos, las actividades publicitarias, la denominada comunica-ción empresarial y las relaciones públicas. No existe una sola facultad que forme comunicadores para el desarrollo, comunicadores científi cos o comunicadores pedagógicos […] La sociedad necesita de escuelas que formen los comunicadores que no existen, al menos en las cantidades que renecesitan”.

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

APARTADO III: RECORRIDO HISTÓRICO POR EL DISCURSO TEÓRICO DE LA COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL

Dos dimensiones teóricas: Teorías de la modernización y teorías de la dependencia

Los setenta y ochenta fueron años de relecturas y desplazamientos tanto en los movimientos sociales como en la investigación. En el campo de la comunicación, una de las revisiones más profundas y que a la vez construye prospectiva es la efectuada por Armand Mattelart (1995), quien plantea una crítica al pensamiento lineal del hegemónico modelo informacional, en el cual la comunicación se reduce a la simple transmisión de un mensaje con signifi cación entre emisor y receptor, asumiendo así una concepción mecanicista de lo social, en la que el poder se ejerce desde un solo punto y en una sola dirección (Miege, 1995, 113). A partir de esta crítica se es-boza una nueva matriz conceptual cuyas claves son la rehabilitación del sujeto en la comunicación, el replanteamiento de las relaciones entre intelectuales y cultura mediática, y las nuevas lógicas del actor trasnacional.

El objetivo de ofrecer un marco histórico apunta, en este capítulo, a presentar el contexto de los diferentes modelos teóricos que han trascendido en el plano latinoamericano, y que fundamentalmente han sido el modelo de modernización y desarrollo y el paradigma funcionalista/difusionista3. Para iniciar el recorrido se expondrán algunas características de los más importantes modelos teóricos que han sustentado el discurso del cambio social. En primer lugar se abordará el paradigma dominante. Este paradigma se propone

3 Para realizar un recorrido por autores como Everett Rogers, Louis Althusser, Antonio Pascuali, Eliseo Verón, Paulo Freire, Armand Mattelart, Néstor García Caclini y Jesús Martín Barbero léase: Rodríguez, C. y Murphy, P. (1998). El es-tudio de las comunicaciones y cultura en América Latina. Del retraso y opresión a la resistencia y las culturas híbridas. Documento traducido por el profesor Kart Boehemer. Escuela de Periodismo. Diversidad ARCIS. Chile. Citado por Carlos Osa en su libro La pantalla delirante: Los nuevos escenarios de la comunicación en Chile, 1998.

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con el objetivo de establecer un cambio en la conducta de los su-jetos. De manera imprescindible, la información es requerida para el cambio conductual. A partir de este punto de vista, la teoría de la modernización plantea que el retraso de los “países pobres” se debe a factores culturales (tradición, resistencia al cambio, etc.). La meta es, entonces, transferir información, valores, ideas, que favorezcan la adopción de innovaciones. Según esta postura teórica, el subde-sarrollo es un problema básicamente de falta de información y la comunicación habrá de resolverlo.

En relación con lo anterior es necesario hacer referencia al modelo clásico de difusión de innovaciones tecnológicas, modelo afi ncado en la teoría de la modernización. Este planteamiento teórico propa-ga el uso de los medios de comunicación de masa como forma de difundir, principalmente en el medio rural, modelos de desarrollo de los países ricos, potencias económicas como Estados Unidos, y deja de lado conceptos y estructuras sociales propias, así como pro-blemas socioeconómicos y especifi cidades culturales de la región. En esencia, se buscaba hacer que los países considerados como sub-desarrollados imitasen pasivamente los países desarrollados como forma de alcanzar el desarrollo.

En los años sesenta, Everett Rogers había limitado la defi nición de la innovación a lo que se comunica a través de ciertos canales mientras transcurre el proceso entre los miembros de un sistema social. Desde 1963 Rogers propuso un modelo de análisis denomi-nado “modelo difusionista”, en el que“una innovación es comuni-cada según ciertos canales a los miembros del sistema social, y su difusión está asegurada en la medida en que sea más simple y se adapte a los valores del grupo de acogida” (Miege, 1995, p. 125). El modelo además subraya la existencia de etapas: información, per-suasión, decisión, aplicación y acogida, y distingue diversas catego-rías de adoptantes, entre ellas las de los innovadores, los adoptantes precoces, la mayoría precoz, la mayoría tardía y los retardatarios. La innovación consistía en transmitir un dato de cuya utilización había que persuadir a futuros usuarios. Este modelo se integraba en una concepción unívoca del progreso, la modernización o la adopción

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de las innovaciones que aportan necesariamente el desarrollo. Se-gún Mattelart, unos veinte años después, Rogers revisó esta teoría de la siguiente manera:

[…] juzgándola demasiado vinculada con la teoría matemática de la in-formación, la criticaba por su tendencia a olvidar el contexto, a defi nir a los interlocutores como átomos aislados, y sobre todo a descansar en una causalidad mecánica, de sentido único. A cambio proponía una defi nición de la comunicación como convergencia, un proceso en el que los participantes crean y comparten información a fi n de llegar a una comprensión mutua (Mattelart, 1995, p. 108).

La teoría de la modernización, como muestra Tufte (1996, pp. 224-26), es una de las tres corrientes de la teoría del desarrollo. Las otras son la teoría de la dependencia y la teoría del desarrollo participativo. Así mismo, y como respuesta crítica al paradigma de la modernización y las teorías difusionistas, se propone el paradig-ma de la dependencia. Desde esta perspectiva, los problemas del “Tercer Mundo” no son internos sino derivados de su posición en la economía mundial. Mientras en el interior de los países existen factores estructurales de inequidad, los programas de “ayuda al de-sarrollo” se han orientado al cambio individual de conductas y no a los factores sociales. Las innovaciones promovidas son adoptadas por los individuos más favorecidos, lo cual ahonda la inequidad, es decir, las teorías conductistas, positivistas y empiristas producidas en el “Primer Mundo” no se corresponden con las realidades del “Tercer Mundo”; son “modelos foráneos” impuestos. Como conclu-sión, el modelo propone que la solución a los problemas del desa-rrollo es, en esencia, política y no informacional. Esta será una de las ideas que sustentarán las conclusiones de este libro, idea que se propondrá como vigente, pertinente y necesaria al actual contexto latinoamericano.

Otro de los modelos teóricos tiene que ver con la teoría del desa-rrollo participativo basado en la participación comunitaria activa; es decir, sostiene que el desarrollo sería un proceso de construc-ción conducido a partir de las necesidades y condiciones concretas de cada nación. En relación con esto, Luis Ramiro Beltrán (1978,

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pp. 79-80) asegura que el paradigma de la difusión de innovacio-nes comete tres equivocaciones, señaladas de la siguiente manera: en primer lugar, la creencia de que la comunicación por sí misma puede generar desarrollo, independientemente de las condiciones socioeconómicas y políticas; en segundo lugar, la idea de que el in-cremento de la producción, el consumo de bienes y servicios consti-tuyen la esencia del desarrollo y de que, a su debido tiempo, llevaría a la distribución justa de la riqueza; y por último, el presupuesto de que el secreto para el incremento de la productividad estaría en el uso de tecnologías avanzadas. La instauración de estas políticas en el contexto latinoamericano no tenía sentido para Beltrán (1978), y contrario a lo esperado, se acentuaban los niveles de dependencia hacia los países desarrollados.

Para situar mejor la problemática presentada para entonces será necesario prestar atención a algunos aspectos del contexto de ese momento. Por una parte, el clima político global de la Guerra Fría, con todo el miedo de la presumible expansión del comunismo en el “Tercer Mundo”. Varios países de América Latina convivían con violentas dictaduras militares que tiempo después comenzaron a desmoronarse. De igual forma, era evidente el aumento de las des-igualdades sociales en los países latinoamericanos, lo que refl ejaba una aguda crisis económica y social. En este contexto surgieron mi-llares de movimientos sociales populares autónomos que buscaban reivindicar derechos de ciudadanía. Así mismo, se presentaba el for-talecimiento de las convicciones progresistas de izquierda animadas por las experiencias de Nicaragua y Cuba. En el aspecto económico se fortaleció el discurso dicotómico Norte-Sur, que mostraba las evi-dencias de la dependencia de los países pobres, llamados subdesa-rrollados, a las grades potencias. En este contexto, la comunicación en América Latina se piensa a partir de nociones como comunica-ción participativa, arraigada en cuanto a su producción y realización en las propias comunidades en medios no masivos e inclusive frági-les técnicamente.

En contraposición a los modelos teóricos verticales y unidirecciona-les de comunicación, y al participar con otros autores como David

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K. Berlo (2002) de conceptos que conciben la comunicación como proceso, o que implican reconocer las relaciones de interacción en-tre emisor y receptor, Beltrán desarrolla la propuesta de un modelo de comunicación horizontal incorporando, en parte, contribuciones de Antonio Pasquali (1979), Juan Díaz Bordenave (1985), Paulo Frei-re (1972), entre otros. Teniendo en cuenta estas ideas, es pertinente citar la concepción propuesta por Beltrán sobre la comunicación:

Comunicación es un proceso de interacción social democrática basa-do sobre el intercambio de símbolos por los cuales los seres humanos comparten voluntariamente sus experiencias bajo condiciones de ac-ceso libre e igualitario, diálogo y participación (1981, p. 32, citado en Krohiling, 2000, p. 163).

En un nivel más amplio, muchos autores de la Escuela Latinoame-ricana de Comunicación a esas alturas buscan sus fundamentos en Antonio Gramsci (1986), lo que favorece, por una parte, percibir la sociedad como movimiento y no como una categoría estática y, por otra, entender el papel del intelectual crítico en el proceso de trans-formación social y en el establecimiento de una nueva hegemonía. “Actualmente, existe un amplio consenso acerca de la imposibilidad de una defi nición objetiva y estática de la identidad de cualquier grupo humano” (Grimson, 2000, p. 34). Ese modo de concebir la sociedad contribuye al fortalecimiento y consolidación de la pro-puesta de comunicación horizontal, que se volvió conocida por el nombre de comunicación popular, participativa y/o alternativa.

En resumen, dos corrientes principales se distinguen durante las cinco décadas pasadas: por una parte, una comunicación inspira-da en las teorías de la modernización y en técnicas derivadas de las estrategias de información utilizadas por el gobierno de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y por la industria nor-teamericana para publicitar sus productos comerciales; y por otra, una comunicación nacida de las luchas sociales anticoloniales y antidictatoriales del “Tercer Mundo”, que tienen su referente acadé-mico en las teorías de la dependencia. Tal como lo asegura Gumu-cio (2001), los modelos de información afi nes a la modernización apoyaron la expansión de mercados y la incorporación al consumo

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de grandes masas de poblaciones marginales, a través de mecanis-mos de persuasión y estrategias de transferencia de información y difusión de innovaciones tecnológicas. Estos son —en su mayoría— modelos verticales, generados en laboratorios de empresas privadas, agencias de publicidad y universidades de Estados Unidos.

Una de sus premisas principales es que la información y el conocimien-to son en sí factores de desarrollo, y que las tradiciones y las culturas locales constituyen una barrera para que los países del Tercer Mundo alcancen niveles de desarrollo similares a aquellos de los países indus-trializados. Por su vinculación directa con la política internacional del gobierno de Estados Unidos, estos modelos han sido dominantes en la cooperación internacional durante varias décadas (Gumucio, 2001).

Según Gumucio, los modelos emergentes de las experiencias inde-pendentistas de África, Asia y América Latina están íntimamente li-gadas al acontecer político y social, y en un sentido más amplio, a los valores y expresiones de las identidades culturales. Una de sus ideas centrales expone que las causas del subdesarrollo son estructurales, es decir, tienen que ver con la tenencia de la tierra, con la falta de libertades colectivas, con la opresión de las culturas indígenas, con la injusticia social y otros temas políticos y sociales, y no solamen-te con la carencia de información y conocimiento. Estos modelos promueven cambios sociales colectivos antes que individuales, y ac-ciones de comunicación en y desde las comunidades y no para las comunidades.

Si se asumen las anteriores ideas como base sobre la cual pueda con-tinuar la construcción teórica del discurso de la comunicación para el cambio social, la tarea inmediata en este libro no puede ser otra que identifi car algunos aportes conceptuales a este tipo de comuni-cación. Por esta razón, este estudio apuesta por pensar teóricamente la comunicación para el cambio social como una construcción de conceptos y formulaciones propias concordantes con el contexto so-cial latinoamericano. En este orden de ideas, debe asumirse enton-ces un Nuevo Orden Conceptual para interpretar la comunicación para el cambio social, basado en el distanciamiento de los métodos funcionalistas y el necesario acercamiento a referencias dialécticas

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como las propuestas por el paradigma crítico de la comunicación. Este andamiaje teórico posibilita el estudio de diversas estructuras sociales, de distintos juegos de intereses, de múltiples lenguajes, así como permite el análisis crítico de los contenidos ideológicos de los medios masivos.

APARTADO IV: DOS CATEGORÍAS BÁSICAS PARA PENSAR LA COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL: CIUDADANÍA Y ESFERA PÚBLICA

Según Rosa María Alfaro (2002), si bien el concepto de ciudadanía fue creado por el liberalismo tradicional, hoy se está generando una producción teórica interesante alrededor de este concepto. Desde el ámbito de la fi losofía política se recogen principios democráticos y se le otorga importancia al sujeto individual, pero reivindicando la idea de comunidad, con miras a la recuperación del horizonte de justicia social. He aquí gran parte de la justifi cación académica de esta obra. Dentro de ese espíritu y de ese pensamiento se ubica la construcción de este texto, proponiendo un nuevo concepto de ciudadanía como un horizonte que emerge desde lo público al servicio de una comuni-cación comprometida con la emancipación de los sujetos.

Ahora bien, para llegar a tal construcción es necesario tener en cuenta el concepto de participación4. Dicha categoría es entendida, a partir de la concepción propuesta por Cohen y Uphof en 1989, como un proceso intencional de desarrollo, empoderamiento, cen-trado en la comunidad local y que implica respeto mutuo, refl exión, crítica, cuidado y participación grupal, a través del cual la gente que

4 Para ampliar información sobre el concepto de participación es de gran ayuda el texto de Alfonso Gumucio Haciendo Olas, en el cual se documentan cincuenta experiencias comunicativas que apuntan a reconstruir una defi nición de un perfi l de comunicación participativa, propuesta desde ciertas dicotomías que se presentan al concepto, tales como la verticalidad y la horizontalidad de la comunicación, así como los procesos de corto y largo plazo, lo individual y colectivo, lo masivo y lo específi co, pensando siempre en proponer elementos que se aproximen a un concepto de comunicación participativa desde el diálogo, el debate y el cambio social (refl exión tomada de Clemencia Rodríguez, 2002, p. 25).

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carece de una igualdad participativa de los recursos valorados gana control sobre esos recursos. “La participación como empoderamien-to, integra procesos de interacción, involucramiento, infl uencia e información, lo cual nos indica la necesidad que tiene la gente de la educación, necesidad de acceso a la información, a las actividades sociales y políticas, acceso a la tecnología para poder participar efec-tivamente” (Vega, 2004, 19). Esto signifi ca que una comunicación orientada hacia la participación más activa de los ciudadanos y su empoderamiento5 no puede limitarse a un modelo informacional o a un modelo dialógico, sino que debe incorporar también escena-rios públicos-comunicativos en los cuales se construyan los sentidos por parte de los mismos actores participantes. Para sustentar lo ante-rior Vega referencia a Martín Barbero de la siguiente manera:

[…] en su natural dimensión social, es decir, si asumimos que comu-nicar es, esencialmente, poner en común, como afi rma de manera hermosa y signifi cativa el investigador Jesús Martín Barbero, resulta evidente que de lo que estamos hablando es que la comunicación es un bien público, pues de lo que la comunicación se ocupa es de la arti-culación de sentidos compartidos que atañen al bien y a interés común (2004, mayo, p. 24).

Frente a tal propuesta es posible acudir al discurso de Nicolás Pine-da Pablós, quien analiza como enfoque emergente en ese escenario una nueva concepción de ciudadanía. Este enfoque se concentra en el papel que juegan los individuos en su entorno como sujetos de obligaciones y derechos, convirtiendo al ciudadano la razón princi-pal y el motor del desarrollo local. La idea principal consiste en que la ciudadanía real es un requisito necesario del desarrollo efectivo.

5 A propósito de la categoría de empoderamiento, Jair Vega expone en su texto “Ganándole terreno al miedo”, publicado en el libro Lo que le vamos quitando a la guerra (2007), así como en la XIV Cátedra Unesco de Comunicación, celebrada en octubre del mismo año en Bogotá, lo siguiente: “En el mismo sentido que en el punto anterior, aparece la necesidad de enfatizar la apuesta por la generación de lo deseado a partir de la apropiación del proceso y no necesariamente del con-tenido comunicacional, aunque este último se considera importante. Esto es lo que podría defi nir como empoderamiento desde la comunicación” (Vega et al., 2007, p. 61).

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En palabras de Pineda, el desarrollo se construye no sólo sobre la base de proyectos de inversión, obras de infraestructura y atracción de empresas extranjeras, sino también, y de manera determinante, sobre la elevación de la dignidad de las personas involucradas y la valoración de su voz y participación en la construcción de futuros comunes (1999, 11). Pineda asegura que hay por lo menos tres en-foques principales de ciudadanía respecto al papel que juegan las personas y los grupos humanos frente al poder y al Estado y los pro-yectos de desarrollo que éste impulsa: 1). El del súbdito/benefi ciario, 2). El de la participación ciudadana y 3). El del empoderamiento.

El primer enfoque fue planteado por Hobbes en su obra El Leviatán y considera al individuo como un súbdito del poder supremo, cuya función es someterse y adherir su voluntad a la del supremo poder político. El papel del ciudadano en esta visión es, por lo tanto, no interferir en la toma de decisiones de las autoridades y sujetarse a las obligaciones y deberes que le son asignadas. Esto implica abstención en la intervención y participación por parte del ciudadano en el pro-ceso de planeación del desarrollo. La centralización de las decisio-nes, el ocultamiento de objetivos y propósitos, el agradecimiento del ciudadano para con la autoridad, la ausencia de la discusión de si-tuaciones concretas, hacen parte de esta cultura de línea paternalis-ta que ha traído consigo altos grados de corrupción, benefi cio para las élites y deterioro general de la economía y el bienestar común. En este sentido, Pineda considera que el bajo nivel de vida de Amé-rica Latina no es consecuencia solamente de las crisis económicas. Dicho autor señala que en las sociedades latinoamericanas existe una situación estructural de exclusión, debido a lo cual muchos in-dividuos y grupos sociales son privados del acceso a la esfera pública, lo que se traduce en una insufi ciencia y carencia de mecanismos de representación pública.

Un segundo enfoque de ciudadanía y de desarrollo local es el de la representación y la participación ciudadana presentado por Locke y que corresponde en general al enfoque del pensamiento político liberal de la participación ciudadana. En este caso, el gobierno está sujeto al control, escrutinio y juicio de los ciudadanos y sus decisio-

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nes; para tal efecto, los proyectos políticos deben ser sometidos al consenso y aprobación de la representación y la participación de los sujetos. “Este enfoque representa un cambio drástico del anterior; mientras que el enfoque de súbdito está centrado en la actividad benevolente del gobierno hacia la sociedad, el de la participación ciudadana hace de la relación entre gobierno y la sociedad una vía de doble sentido, donde tanto el gobierno puede infl uir en los ciuda-danos como éstos en el gobierno, en una especie de diálogo y debate público” (Pineda, 1999, p. 34).

La participación ciudadana es entendida en este caso como aquellas actividades orientadas a condensar las decisiones que las autoridades toman y a evaluar los resultados de la gestión pública. Ubicada en esta perspectiva, la participación ciudadana está entonces estrecha-mente vinculada, según Pineda, al sistema electoral como mecanis-mo de consulta, y comprende además las actividades de opinión, voz y voto, así como la libre asociación, el referéndum y la iniciativa o solicitud pública. Uno de los problemas de este enfoque consiste en que da por sentada la existencia de ciudadanos ya formados y listos para ejercer sus derechos, totalmente conscientes y activos po-líticamente, dentro de un enfoque individualista en el marco de una sociedad homogénea, sin divisiones profundas. Al respecto se puede preguntar: ¿dónde quedan, entonces, las grandes divisiones sociales que se presentan entre las clases, los géneros, las etnias u otras que nunca aparecen como tales en la agenda política de participación cívica individualista? Tal como se plantea, el enfoque estudiado pre-senta limitantes importantes en los casos de los grupos de población en estado de pobreza, ignorancia, marginación o discriminación so-cial. Dicho enfoque ciudadano constituye sin duda el camino que deben seguir los grupos de la corriente central de clase media, edu-cada, masculina, mestiza, etc., pero presenta defi ciencias para resol-ver el problema de participación de los grupos en estado de pobreza o de ignorancia, de los indígenas, de mujeres u homosexuales y de minorías ideológicas o religiosas que tenderán a ser marginados y rezagados en las decisiones políticas básicas.

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Un tercer enfoque es el denominado empoderamiento o creación neta de poder, que en la visión clásica puede ser referido a Jean Jacques Rousseau pero cuyos voceros más recientes han sido Grams-ci y Freire. Este enfoque incluye el requisito de la participación cí-vica, pero además comprende los elementos de educación, organi-zación y de desarrollo político de la población, orientados princi-palmente a “los pobres”, “analfabetas” y, de alguna manera, a “los marginados”. Sobre esta perspectiva, Pineda asegura lo siguiente:

En general, esta visión incorpora la idea de que el cambio social, in-cluido el de los grupos marginados, no puede ser planeado, dirigido y producido a voluntad desde arriba, de manera racional y desvalorizada. El elemento educacional y organizacional de este enfoque busca re-solver el problema del desarrollo que se enfrenta en las situaciones de pobreza o las sociedades con grandes contrastes en la distribución del ingreso[…] (1999, p. 34).

Por su parte, John Friedmann (1992) en su texto Empowerment: The politics of Alternative Development subraya que para que la gente se haga cargo de su propio destino se requiere algo más que partici-pación. Para incluir ese algo más se propone el término empodera-miento, que literalmente signifi ca hacer surgir poder en un grupo. El poder, en este caso, se entiende como la capacidad para tener un mayor control de las decisiones que afectan la vida de la comunidad o del grupo propio. Este poder es alcanzado por medio de un proce-so de aprendizaje y de organización, con el auxilio de individuos u organizaciones externos a la comunidad que actúan como agentes facilitadores del proceso.

A manera de síntesis se podría decir que los dos primeros modelos descritos corresponden a lo que Rodríguez (2002) ubica en el enfo-que de Estado-Nación, en el que la ciudadanía es un aspecto fun-damental de los derechos políticos, y consiste en el conjunto de de-rechos, obligaciones y garantías públicas y privadas del que goza un grupo de la población que tiene la categoría de ciudadanía, la cual le otorga oportunidades y prerrogativas en relación con el ejercicio del poder político y el control de las funciones públicas. El tercer enfoque, el del empoderamiento, es lo que Rodríguez (2002) deno-

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mina Proceso Social y que plantea la idea de ciudadanía desde un sentido más secular, alejado de todo culto a la colectividad política, de todo culto de nación, pueblo o república. Ser ciudadano signifi -ca, por una parte, sentirse responsable del buen funcionamiento de las instituciones que respetan los derechos de las personas y permite una representación de las ideas y los intereses; por otra parte, la ciu-dadanía implica también preocupación por la cosa pública y por la mayor continuidad entre las demandas sociales y las decisiones de largo plazo tomadas por el Estado.

Así las cosas, el concepto de ciudadanía podría ser asociado a esa capacidad de dar estatus, es decir que acerca o aleja al sujeto de un Estado central, suponiendo dicho estatus como un fuerte pilar de la democracia. Sin embargo, según Rodríguez (2008), Mouffe re-plantea esta idea, es decir, cuestiona que sea una institución formal la que otorgue el estatus de ciudadano y a través de ella sea posible pensar la participación. “Entonces Mouffe propone que cambiemos el signifi cado del término ciudadanía y ciudadanos. Su propuesta es que ciudadanía no sea un término formal y legal, sino que sea deter-minado por la experiencia” (p.11). De esta forma, Rodríguez expone el concepto de ciudadanía como la capacidad del sujeto, individual o colectivo, de participar activa y responsablemente de su sociedad. Los derechos sociales y la igualdad son componentes fundamen-tales de la ciudadanía y ésta, a su vez, tiene más oportunidades de desarrollarse en un sistema democrático (Rodríguez, 2002, p. 21). En este contexto, la democracia se puede defi nir como el proceso de autofundación de un sistema en el que los diferentes actores e instituciones pueden hacer competir sus intereses en igualdad de condiciones.

De manera complementaria, la propuesta de Alfaro (2002) afi rma que la ciudadanía supone compromisos con los otros. Toma en cuenta la importancia de lo común (Arendt, 1993), de lo que es construcción de acuerdos, de la creación de redes, espacios y com-portamientos de solidaridad, de la conformación de esferas públicas. Una comunicación que busque estos diálogos y fomente empodera-mientos colectivos planteará de otra manera la idea de comunidad,

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ligada a libertades e independencias individuales, en una política de continuos acercamientos y compromisos colectivos. En este mis-mo orden de ideas, Vega expresa en su texto “Ganándole terreno al miedo: Cine y Comunicación en Montes de María” que cuando se trata de construir lo público es necesario entender también la comu-nicación como pretexto en un proceso.

Esto es, donde la preocupación se centra más en generar el proceso comunicacional, confi ando en que los espacios y dinámicas comuni-cacionales generen sus propias consecuencias, y donde el sentido de la comunicación esté en el hecho de que la gente se comunique entre sí, reduciendo inclusive la importancia de los contenidos (2007, p. 14).

La referencia de Vega apunta a comprender la comunicación para el cambio social como un proceso de interacción humana de perma-nente resignifi cación de los mensajes; es una alusión a lo que Arendt denomina “volver a nacer” en cada acción de oír y ver al otro como distinto sin excluirlo, sin eliminarlo. La tarea de la comunicación para el cambio social será hacer cotidiana la diferencia. Esta idea se relaciona con la propuesta de una comunicación agonista, no dada entre adversarios, tampoco entre enemigos; más bien, y quizás de forma común, entre diferentes, que, a pesar de la diferencia, con-forman un “nosotros”. En este sentido, este tipo de comunicación apuesta por “poner ahí” los distintos lenguajes en esa esfera pública de aparición del yo, pero también del otro. Para tal efecto es indis-pensable que los conceptos ciudadanía, esfera pública y democracia estén profundamente conectados entre sí. La democracia se puede considerar como el espacio político más apto para luchar por los derechos sociales y expandir la ciudadanía. Toda democracia debe partir del reconocimiento para todos/as de los derechos fundamen-tales y sociales, y asegurar la representatividad de todas las minorías existentes en la sociedad, garantizándoles además un espacio públi-co que las incluya, un ambiente en el que se debatan argumentos con igualdad, se genere el diálogo.

A partir de lo anterior es factible decir que las categorías de partici-pación, comunicación, organización social y cambio social se impli-can de manera compleja en la esfera de la cotidianidad. Desde este

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punto de vista, participar no es notifi car, avisar o hacer saber. Sería igualmente limitado (perspectiva “arriba hacia abajo”) pensar que la participación es simplemente cooperar, contribuir o hacer parte de una idea propuesta; esto marcaría una dimensión operativa de la participación. Más bien, se propone que la participación sea pen-sada como comunicar, intervenir, hacer parte de, lo cual implica una relación dinámica álter-ego de reconocimiento mutuo, de dis-cusión, de diálogos de propuestas, de empoderamiento. Compren-dida así, la participación genera, a su vez, un tipo de sujeto defi nido como político. La preocupación por la re-construcción del concepto político de ciudadanía no es otra cosa que una preocupación por el sujeto, por el ser humano. En palabras de Martín Barbero:

El retorno al sujeto habla a la vez de un movimiento en la sociedad y en la investigación: interrogación sobre el rol de la sociedad civil, de la ciudadanía, en la construcción cotidiana de la democracia, y sobre la actividad del receptor en su relación con lo medios. Frente al raciona-lismo frankfurtiano y el mecanismo psicologista del análisis de efectos, se rescata el carácter complejo y creativo de la recepción: lugar denso de mediaciones, confl ictos y reapropiaciones, de producción oculta en el consumo y la vida cotidiana (1997, p. 9).

Estas palabras conllevan teóricamente a pensar la ciudadanía a par-tir de Mouffe desde una perspectiva concreta, es decir, como una estructura dinámica, siempre en movimiento, como proceso y no estrictamente como objeto, ni entidad rígida o estructura y totalidad inmutable, que sería la propuesta de la ciencia tradicional basada en las ciencias naturales. En coherencia con Martín-Barbero, la pe-ruana Alfaro afi rma sobre el sujeto: “Podremos entonces concebir al agente social como una identidad constituida por un conjunto de posiciones de sujeto que no pueden estar nunca totalmente fi -jadas en un sistema cerrado de diferencias; una entidad construida por una diversidad de discursos, entre los cuales no tiene que haber necesariamente relación, sino un movimiento constante de sobrede-terminación y desplazamiento” (2005, Párr. 2). Si se admite que el cambio es inherente a la naturaleza misma de los sujetos y las cosas, se ubicaría la discusión en el nivel procesal o dinámico, tendencia planteada por la ciencia moderna. Es con el cambio, la transforma-

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ción, la acción humana, la vida, como es posible decir que existe la sociedad. La realidad social es una realidad interindividual, inter-personal; es lo que existe entre, o en medio de, individuos humanos, una red de conexiones, lazos, dependencias, intercambios, lealtades.

En síntesis, se propone entonces pensar la comunicación para el cambio social como un vehículo para generar procesos de cambio, empoderar individuos, fortalecer comunidades y liberar voces mar-ginadas. Todo esto generado a través de un proceso de diálogo públi-co y privado a través del cual los sujetos se reconocen, se identifi can, se diferencian, se legitiman socialmente, se proyectan. Lo anterior implica pensar la esfera pública como una categoría que no se agota en el desarrollo económico; implica pensar el concepto de ciudada-nía como el reconocimiento político-cultural incluyente de la dife-rencia, del derecho moderno a la expresión pública; el ciudadano es un actor político, liberador y a la vez emancipado, productor, desde lo público como valor legitimador, de cambio social. Éstas son ideas relevantes en este libro. Lograr la transformación de las sociedades latinoamericanas a través de la comunicación exige la participación activa de las comunidades en la toma de decisiones; implica tam-bién que los sujetos se empoderen de los procesos de producción y recepción de los mensajes. Y el medio propicio para tal proceso de comunicación es la esfera pública; en ella, diversas identidades pri-vadas se pueden encontrar, expresar, narrar y dialogar. Que sirvan, pues, estas ideas como un abrebocas al planteamiento de las conclu-siones presentadas a continuación.

UNA PROPUESTA DE FUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA DEL DISCURSO DE LA COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL

Con el recorrido realizado en los capítulos precedentes, a través de los discursos de Arendt, Habermas y Mouffe, así como la aproxi-mación a los paradigmas que sustentan las propuestas teóricas de la comunicación para el cambio social, desarrollado en el capítulo anterior, este último segmento del libro pretende desarrollar una ta-rea específi ca. La idea es retomar, de la perspectiva analizada en

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cada uno de los autores estudiados, los elementos conceptuales que a juicio del autor son pertinentes para re-pensar teóricamente la co-municación para el cambio social.

Desde Arendt: La comunicación para el cambio social como una acción antitotalitarista

Escribir sobre Arendt es escribir sobre el amor, sobre la vida, sobre la libertad, sobre la muerte y sobre los absolutos que asechan la his-toria de los seres humanos. Es por ello que no es difícil argumentar y exponer las razones que sustenten su pertinencia para pensar el discurso de la comunicación para el cambio social. Desde esta pers-pectiva, presentar este tipo de comunicación como una aventura del pensamiento que se gesta necesariamente en la pregunta sobre el otro, sobre el sujeto, sobre el mundo se convierte en un compromiso académico. La obra de Arendt se caracteriza por ser una obra escrita desde el inconformismo social, ante lo cual fue inevitable en este texto no hacer referencia a su discusión con el totalitarismo (1951). Precisamente, a partir del totalitarismo adquieren protagonismo las masas y, con ellas, un específi co sujeto histórico ligado ante todo a los procesos productivos de la sociedad.

La experiencia en la que se funda el totalitarismo es la soledad. So-ledad es ausencia de identidad, que sólo brota en la relación con los otros, con los demás. El totalitarismo se aplicará sistemáticamente a la destrucción de la vida privada, al desarraigo del hombre respecto al mundo, a la anulación de su sentido de pertenencia al mundo. A la profundización en la experiencia de la soledad (Cruz, 1992, IV).

La comunicación para el cambio social no puede pensarse desde la soledad; no asume al ser humano como una cosa, sino que lo defi ne en relación con los otros. En coherencia con esto, las herramientas de la comunicación no pueden ser las mismas de las que se sirve el poder totalitario, tales como el terror, la mentira y la identifi ca-ción de control con seguridad. Para el totalitarismo todo es posi-ble, no hay límites en la destrucción ni en sus alcances; cualquier restricción implicaría ponerle límites. Pensado así, el totalitarismo trae como consecuencia masas impotentes, aislamiento y, por con-

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siguiente, incapacidad para actuar y falta de poder; para Arendt, el poder persiste sólo mientras los seres humanos actúan en común, desaparece cuando se dispersan. La comunicación que este libro propone asume la idea de sujeto arendtiana caracterizada por la ac-ción. En este sentido, la comunicación le permite al ser humano unirse a sus iguales, actuar concertadamente y alcanzar objetivos y empresas en los que jamás habría pensado y, menos aun, desea-do. “Filosófi camente hablando, actuar es la respuesta humana a la condición de la natalidad” (Arendt, 1969, p. 181). Pero este trabajo asume la comunicación como aquella interacción humana que es capaz de potenciar la capacidad de los sujetos de comenzar, de rena-cer, de re-signifi car permanentemente las relaciones entre las perso-nas, la experiencia de estar vivo, la interpretación del entorno. Co-municativamente hablando, actuar es volver a nacer, y la natalidad implica volver a signifi car, es decir, transformar permanentemente a través de los lenguajes humanos la diversidad, la pluralidad, la diferencia de tejidos sociales, sin necesidad de homogeneizar, ni de hallar identidades condenatorias a la uniformalidad. Así pues, la co-municación para el cambio social es acción humana, es natalidad, en el sentido arendtiano del término.

De forma contraria a esta propuesta, el totalitarismo busca no sólo la dominación despótica sobre los sujetos, sino un sistema en el que los seres humanos sean superfl uos. “Ese hombre (sic) del montón es un hombre (sic) de la masa, y la característica principal del hom-bre masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales” (Arendt, 1958). De forma concreta, un sujeto sin poder. Para Arendt, el poder es una capacidad humana no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. En este sentido, el poder no se concibe instrumentalmente. Esa es más bien la dimensión correspondiente a la fuerza, a la autoridad y, por ende, a la violencia entre los seres humanos, que reduce la esfera pública a las relaciones de dominio, de gobernante-gobernado, rey-esclavo. En este plano de la realidad social desaparece la condición humana, se elimina la interacción social, se anula la esfera pública y, por ende, el poder de generar lenguajes, sentidos y diálogos. “Sólo después de que se deja de reducir los asuntos públicos al tema del

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dominio, aparecerán, o más bien, reaparecerán en su auténtica di-versidad los datos originales en el terreno de los asuntos humanos” (Arendt, 1969, p. 146). “El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente” (Arendt, 1973, p. 154).

Por esta razón, la tesis de Arendt puede ser asumida por el mar-co teórico de la comunicación para el cambio social, si se tiene en cuenta que la pensadora alemana propone como característica espe-cífi ca de la condición humana la libre comunicación de proyectos por parte de individuos en un espacio público donde el poder se divide entre iguales. En este sentido, la comprensión por comunica-ción implica transformación, giro, liberación y movilización social. Ahora bien, parte de la tesis de este libro se centra en proponer la co-municación para el cambio social como una comunicación inclusiva, pluralista, con aspiraciones tanto transformadoras de las relaciones sociales como liberadoras de los sujetos, a través de la búsqueda de la autonomía y el empoderamiento humano. Como ya se demostró en párrafos anteriores, la comunicación pensada así es lo que Arendt concibe como natalidad (1958). Acertadamente lo describe Manuel Cruz en la introducción del texto La condición humana:

Ella representa la capacidad de los hombres para empezar algo nuevo, para añadir algo propio al mundo, y ningún totalitarismo puede sopor-tar esto. Morir signifi ca separarse de la comunidad, aislarse, mientras que la natalidad simboliza (y constituye) ese acto inaugural, ese hacer aparecer por primera vez en público (1992, p. 9).

La comunicación así entendida es una reafi rmación de la natali-dad humana, y se presenta como una comunicación constructora permanente de sentidos y, por consiguiente, de historia, de tejidos sociales, de vínculos y redes entre los sujetos. Es a través de la his-toria como el sujeto, el protagonista de las acciones, se identifi ca, se reconoce y recibe lo que se denomina identidad narrativa. Las historias nos revelan un actor, pero no un autor. Aquel signifi cado sólo emerge a la superfi cie de la narración merced al narrador: No es el actor sino el narrador quien acepta y hace la historia. Es preci-samente la narración, su dimensión histórica, el contarse y referirse ante los demás lo que hace al ser humano un ser único, un ser polí-

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tico. Esta es la concepción de comunicación que se propone asuma la comunicación para el cambio social para sustentar la ineludible categoría de sujeto. Tal como lo presenta Arendt, y aplicado a la comunicación para el cambio social, cualquier cosa que el sujeto haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el momento en que pueda expresarlo:

Tal vez haya verdades más allá del discurso, y tal vez sean de gran importancia para el hombre (sic) en singular, es decir, para el hombre (sic) en cuanto no sea un ser político, pero los hombres (sic) en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo, sólo experi-mentan el signifi cado debido a que se hablan y se sienten unos a otros a sí mismos (1958, p. 17).

Cuando se hace referencia a la pluralidad, a la acción y a los proce-sos de sensibilidad generados entre los seres humanos de lo que se habla es de comunicación. De manera específi ca, la comunicación para el cambio social es la acción política de los sujetos. Comu-nicar para transformar, comunicar para cambiar, comunicar para re-signifi car es la acción humana-política por naturaleza, en la me-dida en que este conjunto de diversos actos, nunca homogéneos, nunca iguales, siempre distintos y plurales, son los actos (acciones en palabras de Arendt) fundacionales de la democracia. “Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de la plura-lidad humana, por el hecho de que no es un hombre (sic), sino los hombres (sic) en plural quienes habitan la tierra y de un modo u otro viven juntos” (Arendt, 1957, p. 103). En este sentido, comunicar para el cambio social signifi ca comunicar entre los seres humanos, comunicar entre los que son mis iguales, comunicar en un mundo (esfera pública) donde ya están presentes los otros diversos a mí. Sin sentidos, sin signifi cados, sin comunicación, la acción pierde el ac-tor, pierde al sujeto. Es en el relato, en el contar historias, cuando el signifi cado real de una vida humana se revela fi nalmente. Esta revelación se convierte en un permanente volver a nacer, volver a co-menzar, volver a aparecer ante los demás; desde aquí se propone la comunicación para el cambio social como el principio de la libertad humana. Los seres humanos sólo aparecen cuando se revelan libre y públicamente ante los otros.

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La esfera pública se convierte en ese espacio físico-simbólico donde se producen la comunicación, donde aparece la comunicación, es decir, donde se vuelve a nacer, donde cada nacimiento es único e irrepetible, por lo tanto es factible siempre signifi car pluralmente. Una comunicación diversa que implique cambio social es el paso de lo privado a lo público, sin eliminar la intimidad, sin anular lo per-sonal. La comunicación, como acción política dada en un espacio público, se convierte en el vehículo narrativo de las historias de los seres humanos. La posibilidad de contarse, de encontrarse, de escu-charse es, comunicativamente hablando, transformación humana, emancipación y, por ende, causa de cambio social. En este contexto de comunicación para el cambio social y esfera pública se propone pensar a los sujetos como ciudadanos políticos.

En esa medida, la idea central de este trabajo sugiere identifi car aportes teóricos al discurso de la comunicación para el cambio social a partir de la concepción política de las categorías esfera pública y ciudadanía. Este tipo de comunicación no sueña con encontrar una verdad que permita homogeneizar los sentidos de los seres huma-nos; tampoco con formalizar una comunicación pensada y susten-tada en la supresión de la pluralidad, lo que traería consecuencias nefastas no sólo para la supervivencia, sino para la convivencia de los sujetos. Anular la posibilidad de la pluralidad y, por ende, de la diferencia sería anular la posibilidad de concebir la comunicación para el cambio social como una comunicación política.

Pero ello signifi caría, según Arendt, la abolición de la política; su trans-formación en una actividad técnico-administrativa, que se podría rea-lizar sin la interferencia del ruido que produce el confl icto de opinio-nes. Pero las promesas de armonía y seguridad que encierra esa unión entre verdad y política han desembocado siempre en el terror. Ello no se debe a la falta de conciencia del pueblo o a su poca ilustración sino al intento, muy poco realista, de suprimir la pluralidad del mundo hu-mano en nombre de una verdad incuestionable (Serrano, 2002, p. 90).

La base teórica de la comunicación para el cambio social no pue-de encontrarse en referentes absolutos o en verdades dogmáticas. No serán los conceptos de verdad, ni de dioses, ni de inmortalidad,

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ni los sustratos esencialistas de la metafísica o la ontología los que darán la seguridad teórica a este tipo de comunicación. Ni siquiera los sujetos en sí mismos y por sí solos pueden sustentar la existencia de referentes absolutos. Más bien, los actos o las acciones generados entre los sujetos son el soporte político de la comunicación para el cambio social, y de esta manera la comunicación misma se con-vierte en acción política en la cual no es relevante el contenido del mensaje como sí el hecho mismo de actuar, es decir, de narrar, de contar, de signifi car. Tal como lo dice Arendt, no es la pregunta por el qué sino por el quién, es decir, la pregunta por su relato, por su narración, por sus signifi cados, por su identidad. “¿Quién eres tú? La manifestación de quién es alguien se halla implícita en el hecho de que, en cierto modo, la acción muda no existe, o si existe es irrele-vante” (1957, p. 104). Desde esta perspectiva, la comunicación para el cambio social no es un instrumento de extremistas izquierdistas o extremistas derechistas, dogmáticos religiosos o impositores masivos de ideas, patrones de comportamiento y formas de pensar. De forma contraria, se propone como medio que permita convertir, cambiar, transformar a los sujetos en sujetos políticos, es decir, en ciudada-nos, a través de las acciones, manifestaciones o expresiones ofrecidas y reveladas en la esfera pública ante los demás. No interesa lo que diga, mientras sea expresión de su identidad, de su sensibilidad, de su vida. En este sentido es que el acto mismo de hablar, de aparecer ante los otros, de ser visto y oído se convierte en acción política. No son los contenidos los políticos, son más bien las acciones. La comu-nicación misma es acción política.

Esta propuesta de comunicación para el cambio social sugiere pen-sar y establecer condiciones que hagan posible la constitución de la libertad humana, gracias a la cual la participación ciudadana no sea sólo el resultado de una fugaz coyuntura, sino un acontecimiento cotidiano que mantiene vivas las instituciones y procedimientos de-mocráticos. Desde la propuesta arendtiana, la pluralidad propia de la vida política democrática signifi ca diversidad y diferencia. A su vez, la libertad implica la contingencia, es decir, se dice que un suje-to actúa libremente cuando puede elegir diferentes cursos de acción posible. Evidentemente, Arendt y Mouffe tienen puntos en común.

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Estas dos pensadoras admiten que las prácticas humanas son tem-porarias, precarias, inestables, es decir, contingentes. Las relaciones humanas a las que se refi ere Mouffe (2008, p. 45) o la condición humana a la que se refi ere Arendt (1958) son inestables, requieren desplazamientos y renegociaciones entre los actores sociales, es de-cir, las cosas siempre podrían ser de otra manera; es por eso que Arendt propone pensar las acciones humanas como actos de natali-dad siempre únicos e irrepetibles. Con ello, el sujeto-ciudadano de la comunicación para el cambio social debe pensarse si bien a partir de la diferencia y diversidad, también a partir de su posibilidad de ser un sujeto-ciudadano contingente, con posibilidades de elección para su acción. Y esta contingencia sólo se expresa en la constitu-ción de una esfera pública únicamente mientras existe acceso a ma-nifestar esa diferencia, es decir, es imposible ser diferente cuando no se es visible ante los otros, cuando nadie reconoce la existencia de otras identidades, cuando no se ha salido de la hermética esfera privada, o sea, cuando no se ha nacido.

El espacio público debe conservar lo genuino de la acción y el naci-miento, especialmente, de la identidad que marca la existencia. La diferencia se expresa en lo público, se reconoce en lo público y se ga-rantiza en lo público. Es el escenario del individuo plural, donde existe como uno, pero donde convive con todos, sin perderse en una masa (Vidal y Ballesteros, 2005, p. 154).

Arendt estudia entonces el espacio privado como el espacio de las privaciones, de las restricciones impuestas por las necesidades, es el de la propiedad, de lo económico, no en vano la economía viene del hogar (oikos, �����), sitio en el cual las relaciones son de domi-nación, aunque lo rescata como espacio de la intimidad, aquel al que no llega el Estado (Vidal y Ballesteros, 2005, p. 165). En este contexto, la esfera privada no es la esfera de la comunicación para el cambio social. Por su parte, la polis, el espacio público, es aquel que hay entre los sujetos, en el cual aparecen libres porque aparecen como iguales, y es el espacio del reconocimiento —por la diferen-cia— como alguien, aquel que está entre nosotros, el vivo, el que vive la vita activa, pues la labor y el trabajo hacen parte de la esfera privada. Según estos postulados, la comunicación se desarrolla a tra-

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vés de un espacio público estimulante del pensamiento crítico, en el cual las percepciones están dispuestas a evaluar y ser evaluadas, pro-moviendo así la comprensión y asumiendo cada parte la perspectiva de la otra y regresando a la suya para poder comprender a cabalidad cuanto ocurre, se ve que ocurre y se dice que ocurre.

En este escenario, se propone que la comunicación para el cambio social pueda sustentarse sobre el concepto de acción (Arendt, 1958), mediante la cual el sujeto se revela ante los otros, a quienes consi-dera como iguales en términos de su libertad común. No se trata de concebir la comunicación meramente con base en el modelo de la producción, esto es, según una simple visión estratégica, porque entonces perdería su razón de ser. Así mismo, la tarea de la comu-nicación se asocia a la tarea de la acción arendtiana. La acción está dirigida más bien a la construcción de la vida en comunidad, esto es, a generar vínculos de solidaridad entre los sujetos. Como la co-municación, “la acción no aparece aislada sino que está inserta en un tejido de relaciones interpersonales, comunitario e histórico; por ello puede entenderse también como una reacción a otras acciones previas” (Vargas, 2008, p. 552-553).

Todo lo anterior, generado en un espacio público donde los suje-tos muestran a otros lo que son, y lo intercambian, lo que implica concebir una comunicación con los otros, es decir, necesariamente intersubjetiva. Lo que se propone es un espacio público con una dimensión dramatúrgica-existencial (García, 2008), en cuanto que es el lugar en el que nuestras acciones y palabras aparecen frente a una generalidad de individuos. En síntesis, la comunicación para el cambio social no defi nida, de manera simple, como un espacio pu-ramente privado, con intereses simplemente enfocados hacia la re-producción material, implica necesariamente un escenario público a través del cual el ser humano se exteriorice, es decir, se muestre, se ponga en riesgo o, en otros términos, aparezca para la acción y la palabra, con el fi n de acceder a algo constitutivo de su condición humana como es la necesidad de reconocimiento.

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En coherencia con los anteriores planteamientos, al citar la obra de Arendt (1958), Tomás Tufte (2008) afi rma que uno de los pro-blemas que dan lugar a confl icto y los actos de violencia en la ac-tualidad es la falta de reconocimiento de la experiencia de la gente común, además de las historias excluyentes: “Acceder a la narración de historias conduce a la posibilidad de identifi cación, de involucra-miento emocional, de confi anza y de empatía. Estos son algunos de los elementos que el arte de la narración mediada de historias puede ayudar a promover” (Tufte, 2008, junio). Tal como lo plantea Martín Barbero en la conferencia “Investigación en comunicación y trampas de la globalización”, impartida en la Universidad Autóno-ma de Barcelona: “A fi n de que la pluralidad de la cultura mundial sea considerada políticamente, es indispensable que la diversidad de identidades pueda ser expresada, narrada. Esta relación entre narra-ción e identidad es constitutiva: no hay identidad cultural que no sea narrada” (2008, citado en Tufte, 2008, junio). En este sentido, la comunicación para el cambio social puede retomar la propuesta arendtiana (1958) al defi nirse como un vehículo para contar his-torias sociales, para re-signifi car espacios y contextos culturales en los cuales aparezcan los sujetos reconociéndose mutuamente como distintos.

Desde Habermas: Una comunicación deliberativa para el cambio social

Son varios los aportes que la construcción habermasiana puede hacer a la conceptualización de la comunicación para el cambio social. De forma inicial se plantea la necesidad de pensar condi-ciones de posibilidad que hagan verosímil la argumentación libre y entre iguales, condición primordial para este tipo de comunicación. En el contexto latinoamericano no han sido efi cientes los procesos capaces de favorecer sufi cientemente las condiciones para la parti-cipación igualitaria en la discusión pública racional, propuestas en distintas obras de Habermas (1981, 1998, 1999). Para preservar esta dimensión pública, proclamada con tanto ahínco en este libro, son indispensables proyectos políticos que tengan como objetivo trans-formar profundamente las formas de vida dominantes. Estos pro-

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yectos deben tener una intención práctica, en el sentido de praxis social6, marco en el cual tiene cabida y sentido una propuesta de comunicación para el cambio social.

De esta forma, la acción política presupone la posibilidad de decidir a través de la palabra sobre el bien común, perspectiva que guarda un estrecho parentesco con la concepción de la política defendida por Habermas. En los últimos años, en concreto, Habermas ha de-sarrollado un modelo normativo de democracia que incluye un pro-cedimiento ideal de deliberación y toma de decisiones: el modelo de la política deliberativa, propuesto en Facticidad y validez (1998), que responde a un propósito no disimulado de extender el uso público de la palabra, y con ello de la razón práctica, a las cuestiones que afectan la buena ordenación de la sociedad.

De ahí que la tarea habermasiana sea resaltar los supuestos de la deliberación democrática, esto es, las condiciones necesarias para que la discusión crítica y abierta de asuntos de interés general se lleve a cabo en los distintos foros y canales de la esfera pública. En este contexto, el modelo de la política deliberativa representaría una posible traducción al ámbito político de la teoría de la acción comu-nicativa. De él se deriva un horizonte político de carácter reformista que responde a la necesidad de ensanchar el marco formal de la de-mocracia representativa. Se trata de profundizar en los elementos de participación ciudadana ya existentes mediante el fomento de una cultura política activa como de asegurar los contenidos materiales de carácter distributivo establecidos por el Estado de bienestar con el fi n de neutralizar las indeseadas consecuencias no igualitarias de la economía de mercado. Si bien es cierto que la comunicación para el cambio social necesita sujetos racionales, argumentativos y críti-cos, no se agota en estas dimensiones. El mismo Habermas expone que también es ser racional la capacidad de examinar la realidad, de

6 Entiéndase “práctico” no en el sentido de cosas muy fáciles de manejar, o muy útiles y que funcionen bien. Ésta sería una interpretación equivocada de la palabra “práctico” (Vasco, 1990, p. 19). En el contexto de la comunicación para el cambio social, la praxis es generación de sentido, de signifi cados, y por tal razón implica relación con el otro y con la generación de historia.

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aprender de los errores y faltas, de resolver problemas en contextos de acción retroalimentados, o la misma elección teleológica de me-dios. No sólo “la resolución discursiva de pretensiones de validez” (Habermas, 2002, p.99).

De la propuesta de Habermas (1981, 2002), y específi camente de la manera como caracteriza la racionalidad teleológica-instrumental, se puede decir que una de los aportes teóricos de este libro apunta a no concebir la comunicación para el cambios social desde tal racio-nalidad. Lo que se propone es una comunicación que no comprende la acción humana simplemente como una acción orientada hacia la consecución de unos fi nes sobre la base de la elección de los medios más adecuados. En esta clase de racionalidad se trata de satisfacer las correspondientes condiciones de éxito (Habermas, 2002, p. 105). Por el contrario, Habermas hace referencia a la racionalidad comu-nicativa orientada ya no al éxito, sino al entendimiento conseguido entre los hablantes de un mundo de la vida inmersos en la esfera pública de manera intersubjetiva. La esfera pública y la posibilidad del uso del lenguaje se presentan como el único horizonte objetivo que poseen los sujetos para relacionarse. Aunque la propuesta de este libro alude a que la comunicación para el cambio social inserte este tipo de racionalidad, es necesario hacer la claridad que para el contexto latinoamericano es pertinente hablar de lenguajes, no sólo de lenguaje, como frecuentemente hace Habermas. Es importante también aclarar que la comunicación no se agota en lo racional. Si bien lo incluye, existen muchas formas de comunicación expresivas de múltiples identidades que no sólo se manifi estan argumentativa-mente. De Habermas es interesante rescatar su propuesta de tratar de “entender-se-con alguien-sobre algo” (2002, p. 107). Esta perspec-tiva es una propuesta transformadora de los contextos humanos, lo que exige inevitablemente el uso de la comunicación, de sus lengua-jes, para establecer cambios sociales.

Con la obra de Habermas se toma en consideración los distintos ámbitos y problemas del mundo contemporáneo, las principales ten-dencias de la época, que constituyen los contextos de aplicación de los principios democráticos de la política deliberativa: “La progresi-

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va integración de los mercados internacionales, la mundialización de los canales de comunicación, la creciente diversidad cultural de las sociedades contemporáneas, el repunte de los sentimientos na-cionalistas, el vaciamiento de la democracia o la toma de concien-cia del carácter global de la protección de los derechos humanos” (Velasco, 1999).

Se trata, pues, de adecuar el pensamiento político al contexto de referencia latinoamericano de hoy, un mundo globalmente inter-conectado, sin perder del horizonte las permanentes demandas de reconocimiento de los individuos y de los grupos sociales existentes. Sin duda, a pesar de los grandes cambios sociales que acontecen y del individualismo reinante, no se ha aminorado en Latinoamérica la necesidad de un fi rme vínculo social. Esto, teniendo en cuenta que las comunicaciones cotidianas tienen lugar, según Habermas (2001), en el contexto de supuestos de fondo compartidos, de modo que la necesidad de comunicación surge, sobre todo, cuando tienen que armonizarse las opiniones e intenciones de sujetos que juzgan y deciden independientemente. En palabras de Habermas:

La necesidad práctica de coordinar distintos planes de acción es lo que otorga un claro perfi l a la expectativa que tienen los participantes en la comunicación de que los destinatarios tomarán posición respecto a sus propias pretensiones de validez. Éstos esperan una reacción afi rmativa o de rechazo que cuenta como respuesta, puesto que sólo el reconoci-miento intersubjetivo de las pretensiones de validez criticables genera el tipo de comunidad sobre la que pueden fundarse para ambas partes vínculos fi ables que tengan consecuencias relevantes para la interac-ción (2001, p. 98).

Ante tal planteamiento, el aporte habermasiano al discurso de la comunicación para el cambio social es la posibilidad de reconoci-miento de los sujetos. Para ello, se hace necesaria una esfera públi-ca que sirva tanto de plataforma del reconocimiento intersubjetivo como de autoridad ante, en palabras de Habermas, un “consenso logrado discursivamente” (1981). Precisamente, esta propuesta es la que critica Chantal Mouffe cuando asegura que ese “consenso lo-grado discursivamente” es negación de lo político, en la medida en

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que posee una tendencia homogeneizadora, unifi cante o totalizante de los seres humanos. Éste, por supuesto, no es el objetivo de la co-municación que se propone en este libro. Ante tales cuestionamien-tos, Habermas argumenta que este tipo de consensos también están supeditados a la crítica y a la reformulación, y que por tal motivo no son absolutos; sólo momentáneos, universales únicamente para la comunidad de afectados y, hasta cierto punto, débiles y falibles. En este contexto, es relevante tener en cuenta que para Habermas las sociedades contemporáneas se encuentran sistemáticamente amenazadas por fuerzas no políticas, desde el fundamentalismo re-ligioso hasta todas las formas de fanatismo, desde el mercado hasta la administración estatal. Con este enfoque Habermas propone de-fender la tolerancia si se la practica en el contexto de una comu-nidad democrática. “En dicho contexto, dado que los ciudadanos se reconocen recíprocamente los mismos derechos, nadie tiene el privilegio de fi jar los límites de lo que se ha de tolerar” (Borradori, 2003, p. 117). La comunicación para el cambio social propuesta en estas páginas retoma del planteamiento habermasiano que lo que se tolera no se fi ja de manera unilateral o monológica, sino que se consigue de manera dialógica (Habermas, 1981).

De esta manera, la comunicación puede extraer de tal discusión va-rios elementos teóricos a: reconocimiento, crítica (argumentación) y pluralidad (narraciones). Entendido esto, la comunicación para el cambio social se postula como una alternativa para que los sujetos justifi quen narrativamente frente a otros, es decir, en el foro público de la argumentación. Con ello, se trata de recuperar la esfera de lo político en el mundo de hoy. En ese sentido, una de las paradojas de la época actual estriba en que los fenómenos de la mundiali-zación de la economía, un hecho de indudable trascendencia, así como la internacionalización de la política y de la esfera cultural, coinciden en el tiempo con un nuevo auge de los nacionalismos y de una cierta sensibilidad religiosa que en ocasiones degenera en fundamentalismo, como forma de paliar los défi cit de integración comunitaria. Tal conjunción de fenómenos podría entenderse como una reacción de supervivencia o acaso compensatoria de aquellos grupos que ven amenazada su cultura frente al imparable proceso

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de uniformización derivada de la lógica tecnológica dominante. Por su parte, defi nida como posibilidad de convivencia, como expresión multicultural y como reconocimiento de identidades de los seres humanos, he aquí la pertinencia de la comunicación para el cambio social. Resulta indispensable recuperar la dimensión de lo políti-co como construcción colectiva de orden social y superar aquellas prácticas políticas que producen una crisis de representación de la vida social y terminan por obstaculizar la construcción de lo públi-co. “Esta recuperación requiere no sólo serias reformas del régimen político y de la consolidación de múltiples instancias para la delibe-ración y la contraposición de intereses en la sociedad, sino también la comprometida participación de los ciudadanos en las decisiones colectivas, sin evasiones ni purismos” (Echeverri et al., 2002, p. 29). En este contexto, se propone que la comunicación para el cambio social desarrolle cinco claves para las sociedades latinoamericanas:

• Autonomía de las personas, entendida como la capacidad que una de ellas tiene de regir por sus propias leyes, recha-zando leyes impuestas.

• La visibilidad de los ciudadanos, dada por la virtud a través de la cual se hacen responsables de la vida pública.

• La legitimidad, que debe tener en cuenta lo que todos y cada uno de los ciudadanos podrían querer.

• La justicia de las instituciones, relacionada con el principio de imparcialidad, que no hace excepción de personas.

• La tolerancia, mediante la cual las personas están dispuestas a respetar aquellos valores con los que discrepan.

Con estos postulados se puede exponer la relación existente entre las categorías de esfera pública y ciudadanía. Para explicar la rela-ción propuesta es necesario aclarar que lo público sólo alcanzará legitimidad social en la medida en que resulte de un proceso in-cluyente de participación y deliberación entre ciudadanos, agentes

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y organizaciones de la sociedad, reconocidos como libres e iguales, pero también como diversos y plurales. La legitimación social de lo público es un proceso social que parte de la propia esfera de la inti-midad y de la capacidad del individuo para refl exionar críticamente las relaciones y los condicionantes existentes entre éstos y los intere-ses de los demás ciudadanos y de la colectividad.

La comunicación para el cambio social propone comprender otras culturas, otros grupos sociales, otras formas de vida, otras opiniones y formas de pensar. Sin embargo, el discurso habermasiano enseña que esto no signifi ca estar de acuerdo con lo que se comprende y con las personas a las que se comprende. “Es necesario comprender al otro, para poder afi rmar que se está de acuerdo o en desacuerdo con él y para poder explicitar las razones que sustentan dicha afi r-mación” (Hoyos, 1996, p. 211). En coherencia con esto, la propues-ta apunta a pensar la comunicación para el cambio social como aquella comunicación fundamentada en sus procedimientos, sobre la base de lo que Adela Cortina denomina ética pública cívica, cons-truida a partir del diálogo, tal como lo propone Habermas, desde el hacer conjunto de las distintas culturas, y no como la imposición de una sola. Debe ser una ética intercultural, no etnocéntrica. De esta forma, se sugiere pensar la comunicación desde una ética de los ciudadanos surgida de la ciudadanía misma y no simplemente a partir de posturas estatales, sino más bien a partir del pluralismo moral-racional. De igual manera, la ética cívica está pensada para las personas consideradas ciudadanos. Ahora bien, las personas son ciudadanas, afi rma Cortina, cuando comparten no sólo diversos proyectos de felicidad, sino también unos mínimos éticos de justicia que confi guren el trasfondo de la cultura cívica. La comunicación implica tanto los proyectos personales y comunitarios de felicidad (al fi n y al cabo es un comunicación basada en la sensibilidad hu-mana) como los proyectos comunitarios que apuntan a establecer unos mínimos de convivencia. Estos mínimos pueden ser estable-cidos racionalmente en la esfera pública, como lo propone Haber-mas, de forma narrativa a través de diversos lenguajes y expresiones culturales, estéticas, sexuales, históricas, étnicas, comunitarias, etc. La base de esta interpretación es el pluralismo, al que hace referen-

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cia de igual manera John Rawls en su texto de 1993, Liberalismo Político. En dicho texto se exponen las diferencias entre ética cívica y las demás éticas de una sociedad civil. Lo que Rawls denomina “concepción moral de la justicia para la estructura básica de la so-ciedad”, Cortina lo denomina ética de mínimos. Y lo que Rawls llama “doctrinas comprensivas del bien”, Cortina lo denomina ética de máximos.

A esas propuestas que intentan mostrar cómo ser feliz, cuál es el senti-do de la vida y de la muerte me parece adecuado denominarles éticas de máximos, mientras que la ética de mínimos no se pronunciaría so-bre cuestiones de felicidad y de sentido de la vida y de la muerte, sino sobre cuestiones de justicia, exigibles moralmente a todos los ciudada-nos (Cortina, 1998, p. 117).

En relación con lo anterior, y a partir de los postulados propuestos por Habermas, la comunicación para el cambio social no se fun-damenta sobre el diagnóstico resultante de una interacción con un receptor pasivo, manipulable. Más bien, este tipo de comunicación debe diseñarse de frente a un receptor con capacidad de resistencia y crítico, es decir, un público fundamentalmente diferenciado. En este sentido, tal tipo de comunicación debe ser capaz de liberarse de formas de poder económico, político, religioso y social, y lograr convertirse en un escenario de comunicación política y catalizador en la formación de una opinión pública. En este trabajo se propone una comunicación capaz de comprender su público como ilustra-do, es decir, con alta capacidad de aprendizaje, lo que exige de ella rigurosas dimensiones educativas, así como independencia frente a actores sociales, económicos y políticos que intenten imponer en ella líneas de homogeneidad.

Como propuesta, la comunicación para el cambio social no puede construirse al servicio de una sociedad diferenciada (Mejía, 2008, p. 480) en la cual el sistema y el mundo de la vida no sólo han dejado de coincidir, sino que la primera determina a la segunda, es decir, la integración sistémica prima sobre la integración social, y el mundo de la vida queda sometido a los imperativos de organización tecno-crática, y se desechan los medios lingüísticos e intersubjetivos para

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garantizar la producción y reproducción social y, en consecuencia, se remplaza la búsqueda de acuerdos y consensos normativos por mecanismos impersonales de articulación sistémica que decapitan el pensamiento diferente y la vida multicultural.

Por el contrario, la comunicación para el cambio social debe propo-nerse como tarea la identifi cación de las patologías sociales que trae como consecuencia el anterior planteamiento. La más grave, la sus-titución de la legitimación tradicional por una legitimación proce-dimental, lo que no exige mediaciones intersubjetivas; además, esta patología desecha el lenguaje, la búsqueda de consensos, la discu-sión, la argumentación, la coordinación social. Se propone, enton-ces, una comunicación en la que la integración social no quede an-clada a procesos sistémicos o procedimentales y cuasiautomáticos, y en la cual el mundo de la vida no se vea reducido y sometido en su dinámica a los imperativos técno-funcionales del sistema. A pro-pósito de este planteamiento, Habermas (2008) plantea la siguiente pregunta: ¿cómo debemos concebir la sociedad mundial multicul-tural emergente? (p. 8). La respuesta la analiza desde la concepción funcionalista de una sociedad mundial, desde la perspectiva de un culturalismo radical, así como desde una tercera concepción que intenta ligar las dos perspectivas. Sin embargo, ninguna de las dos primeras dimensiones puede explicar por sí sola el fenómeno de la modernidad contemporánea.

Por una parte, el culturalismo radical es ciego frente a la expansión global de sistemas funcionales que siguen la misma lógica en todas partes: el mercado induce, por supuesto, a todos los sujetos de nego-cios, o a los inversionistas y consumidores, a maximizar ganancias y compensar pérdidas, ya sea en África, en Asia o en América Latina. Pero qué sucede con las tradiciones autóctonas que confi guran su comunicación, su mundo de la vida de tal manera que afectan en su interacción social la institucionalización de la burocracia estatal y los mercados, el diseño arquitectónico y la planeación de las me-gaurbes, la educación, el trabajo, el consumo, el ocio, los deportes, la seguridad, etc. Debido a ello, Habermas (2008) propone, de la mano de S.N. Eisenstadt (2005), una tercera concepción de moder-

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Las teorías de Arendt, Habermas y Mouffe aplicadas a la comunicación para el cambio social

nidad, útil a este trabajo para pensar la comunicación para el cam-bio social desde una nueva perspectiva. Estos autores interpretan la idea de una sociedad multicultural mundial como una nueva forma cultural que se ha desacoplado por igual de todas las civilizaciones tradicionales, incluyendo a Occidente, a través de una dinámica glo-bal de modernización. Esto se ilustra en palabras de Habermas de la siguiente manera:

[…] la modernidad hoy en día se constituye en algo así como la are-na común donde las diferentes civilizaciones se encuentran unas con otras, al mismo tiempo que modifi can esta infraestructura en formas más o menos específi cas y confrontan versiones rivales de la autocom-prensión de la modernidad (2008, p 10).

Este artículo de Habermas (2008) hace suponer un giro de las tesis del pensador alemán. Encontrar en su propuesta la posibilidad de una arena común donde las diferentes civilizaciones se encuentren, incluso como lo expresa en su artículo lo hagan las propuestas abso-lutistas de la religión, es algo que no se evidencia en sus anteriores obras. Con base en lo anterior es posible hablar de comunicación para el cambio social como una comunicación inmersa en una mo-dernidad globalizada contemporánea, la cual considera las raíces culturales múltiples de las sociedades como la plataforma, como el escenario de la lucha por las defi niciones de una base social com-partida. “A su vez, esta lucha afecta a esa misma base y da cuenta de la fragmentación cultural de la sociedad mundial” (Arnason, 2003, p. 325, citado en Habermas, 2008a, p. 11).

Así mismo, Habermas afi rma en su texto El resurgimiento de la Reli-gión (2008) que para lograr un discurso intercultural basado en prin-cipios de justicia política para la sociedad multicultural mundial es de particular interés en este contexto que todos los involucrados, in-dependientemente de sus trasfondos culturales, tienen que conside-rar simultáneamente los temas controvertidos a partir de su propia perspectiva y a través la de los otros participantes. La comunicación pensada desde estos postulados se propone a partir de un nuevo supuesto: la constitución de una sociedad mundial multicultural,

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lo que vincula este estudio con los aportes que el pensamiento de Mouffe puede establecer al discurso de este tipo de comunicación.

Desde Mouffe: Hacia una comunicación agonista

Defi nir la comunicación para el cambio social teniendo en cuenta el discurso de Mouffe signifi ca pensarla como la relación nosotros-ellos, lo que incluye diferencia, hegemonías radicales, pluralismo democrático, e incluso amor. En ella deben ser posibles la expresio-nes confl ictuales pero afectivas, diferentes pero pasionales, diversas pero llenas de fantasía. Las relaciones alter-ego en su afán natural y humano de producir identidades colectivas, generan pulsiones, fuer-zas; desde Freud, libido. Así pensada, la comunicación se concibe como un proceso a través del cual es posible generar políticas demo-cráticas mediante las cuales los seres humanos, en aras de imponer su identidad, no se tornen agresivos, violentos ni se vean reducidos a reconocerse meramente como enemigos desintegrados. Cuando Mouffe piensa en un “nosotros”, no lo hace sin incluir un “ellos”. La tensión eros-thanatos nunca podrá ser eliminada de las relaciones humanas. Sin embargo, la comunicación para el cambio social se propone como una alternativa, como un mecanismo, entre otros, para debilitar el potencial destructivo, y posiblemente violento, de dicha relación. “Lo que quiero sugerir acá es que, entendidas de un modo agonista, las instituciones democráticas pueden contribuir a este desarme de las fuerzas libidinales que conducen a la hostilidad y que están siempre presentes, como lo demuestra Freud, en las so-ciedades humanas” (Mouffe, 2008, pp. 49-49).

Mouffe, basada en Carl Schmitt (1998), analiza dos clases de relacio-nes: las denominadas antagónicas, y las relaciones agonistas; las pri-meras, fundadas en la relación amigo-enemigo; las segundas, funda-das en sujetos que se reconocen bajo la relación amigos-adversarios. Debe quedar claro que la comunicación que propone sustentar este libro apuesta por la construcción de una política democrática ago-nista. Ahora bien, esta comunicación, a partir de los postulados de Mouffe, incluye en su marco teórico los conceptos de diferencia e inclusión. De esta manera, la comunicación para el cambio social

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se concibe como un escenario a través del cual sea posible proponer alternativas políticas para todos esos “otros” que no están alineados con la política hegemónica del momento. De acuerdo con este pun-to de vista, es contradictorio concebir la comunicación como una forma drástica de silenciar la voz de aquellos que no están alienados con el consenso dominante.

¡El problema es de poder! Es una lucha entre proyectos hegemóni-cos, y entiéndase “proyectos hegemónicos” como proyectos opuestos que nunca pueden reconciliarse de manera racional; la comunica-ción para el cambio social es una alternativa humana pertinente. Pero esta comunicación no podrá reducirse a un tratamiento ra-cional de las narraciones, de las historias, de la acción de contar. Además de ello, la política y la comunicación (narraciones, relatos e historias) tienen que ver con “la movilización democrática de los afectos” (Mouffe, 2008, p. 49). En clara alusión a Habermas, Mou-ffe dice que “los teóricos que quieren eliminar las pasiones de la política y sostienen que la política democrática debería entenderse sólo en términos de razón, moderación y consenso están mostrando su falta de comprensión de la dinámica de lo político” (2008, p. 49). Es pertinente recordar que según la concepción de Mouffe, todo consenso existe como un resultado temporal de una hegemonía provisional, como una estabilización del poder, por lo cual siempre implica alguna forma de exclusión.

La propuesta apunta a considerar la política democrática de los paí-ses latinoamericanos a través de una comunicación capaz de reco-nocer las formas de exclusión7, que según Mouffe se esconden de-trás del disfraz de la racionalidad y el consenso. Como ha quedado

7 El profesor colombiano Carlos Yory en su texto Desbordamiento urbano y emergencia de la ciudad: una aproximación a la comprensión de las relaciones entre lo local y lo global (2006) destaca tres formas de exclusión social: “la del que no posee, o tiene un mínimo poder adquisitivo, la del que por razones de su raza, creencias o actividad constituye una forma de minoría, y la de aquel que se autoexcluye por razones de orden ideológico” (2006, p. 54). Entre los ejemplos se encuentran los grupos de inmigrantes, los homosexuales, las prostitutas y los travestidos.

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sustentado en párrafos anteriores, no se propone una comunicación meramente instrumental que intervenga poblaciones humanas con miras a cambios sólo de comportamiento, o a la generación de men-sajes que produzcan relaciones lineales causa-efecto entre los suje-tos. Si bien la intervención es necesaria, la comunicación debe tam-bién generar en esas comunidades intervenidas espacios simbólicos para que se restablezcan los procesos de identifi caciones colectivas entre las distintas apuestas de identidades de los seres humanos. En este plano, el vínculo afectivo, característica humana por excelen-cia, debe ser tomado en cuenta por los teóricos democráticos, por los pensadores de la política contemporánea.

De la misma forma como se expuso con Arendt y Habermas en los capítulos precedentes, este libro propone pensar la comunicación para el cambio social como una comunicación que requiere aceptar la ausencia de un fundamento último para generarla, producirla e interpretarla. En otras palabras, precisa admitir la naturaleza hege-mónica de todos los tipos de orden social. Mouffe afi rma que todo orden político está basado en algunas formas de exclusión; la comu-nicación para el cambio social tendrá como función primordial dar-les la palabra y la posibilidad de expresión a esas voces reprimidas. En un “espacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el con-fl icto” (Mouffe, 2008, p. 47), la politóloga belga propone que todo orden hegemónico es susceptible de ser desafi ado por prácticas con-trahegemónicas, es decir, prácticas que van a intentar desarticular el orden existente para instaurar otra forma de hegemonía. De esta forma, la comunicación se postula como una práctica contrahege-mónica permanente. Su fi nalidad no será nunca el establecimiento de una hegemonía, sino la tensión entre las expresiones de identidad de varias hegemonías. Este tipo de comunicación es políticamente confl ictual, y en esto consiste el gran aporte de Mouffe en estas páginas. La comunicación así entendida será ese vínculo común entre las partidas en confl icto, de manera que los sujetos no traten a sus oponentes como enemigos que deben ser eliminados. Esta idea es explícita en la presentación de la tesis expuesta en el capítulo in-troductorio de este libro. Su proyecto de democracia radical y plural se caracteriza por ser más receptivo a una sociedad pluralista y a la

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complejidad de la estructura de poderes, lo que implica una red de diferencias. “Una sociedad democrática-pluralista no niega la exis-tencia de confl ictos, sino que proporciona las instituciones que les permiten ser expresados de modo agonístico” (Mouffe, 2008, p. 49).

Ahora bien, entre esas instituciones es necesario incluir los medios de comunicación propios para el cambio social. De allí la importan-cia del discurso de Mouffe para redefi nir la sociedad y el ciudadano democrático mediante postulados que den razón de este último a partir de la diferencia, los antagonismos, la exclusión y los disen-sos, etc., impidiendo así la clausura del espacio público democrático con la referencia aniquiladora de un consenso. La democracia no es para la belga la búsqueda de la armonía y la reconciliación absoluta. La comunicación para el cambio social se puede pensar desde Mou-ffe sobre los postulados de una democracia radical.

Ahora bien, si la propuesta de este trabajo defi ne la comunicación como participación ciudadana, cuál sería la posición de Mouffe frente a ella, y cuál sería su opinión respecto de los distintos mo-vimientos sociales que buscan en este tipo de comunicación un medio útil para la reivindicación de la igualdad de oportunidades. Según Mouffe, la participación ciudadana es una vía válida si se sustenta sobre la idea de pluralismo democrático, defi nido por ella y explicado en el capítulo anterior de este libro. La participación es un intento de hegemonía entre otros intentos posibles de iden-tidades (entiéndase, comunidades, grupos, colectivos, etc.), con lo cual no se reduce el proyecto democrático radical a un solo tipo de expresión. No se trata de defender una comunicación sustentada y defi nida con base en los pilares de una democracia participativa simplemente, sino pensar la comunicación para el cambio social, en palabras de Mouffe, como un proyecto democrático radical con par-ticipación ciudadana, entendida no en términos de cantidad, sino en términos de diversidad de opciones, de identidades, de proyectos de vida.

En América Latina también es fundamental tener una visión regional. Por ejemplo, todas las instituciones que agrupan en bloques, como el Mercosur o el Banco del Sur, son muy importantes. Ustedes tienen allá

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condiciones que son distintas en cada país, pero también tienen puntos en común. Por un lado, uno tiene que aceptar que hay especifi cidades, y que la idea democrática tiene que ser inscrita de manera distinta según las distintas condiciones y las distintas culturas. Yo creo que es importante para los países de América Latina desarrollar su modelo, y no decir “lo que nosotros tenemos que hacer es seguir el modelo eu-ropeo o norteamericano”. Y, en ese sentido, hay que reconocer que en los últimos años experiencias como la argentina, la brasileña, la vene-zolana o la boliviana están apuntando claramente a formas originales de democracia participativa, que no se dejan encasillar en una pura imitación de los modelos europeos, como fue el caso del liberalismo oligárquico anterior a la crisis de los años treinta. Es un buen síntoma (Mouffe, 2008, marzo, parra 27).

Por lo tanto, la democracia no sólo está en peligro cuando hay un défi cit de consenso sobre sus instituciones y de adhesión a los valores que representa, sino también cuando su dinámica agonística, en el sentido de Mouffe, se ve obstaculizada por un consenso aparente-mente sin resquicio, que muy fácilmente puede transformarse en su contrario. Según Mouffe, cuando el espacio público democrático se debilita, se multiplican los enfrentamientos en términos de identi-dades esencialistas o de valores morales no negociables. La comuni-cación para el cambio social debe ofrecerse como un mecanismo de fortalecimiento de ese espacio público, entendido como escenario, donde los ciudadanos políticos construyan, reconozcan y toleren su diversidad; es decir, un espacio público, simbólico o físico8, pero, al fi n y al cabo, facilitador del reconocimiento de identidades colecti-vas hegemónicas, no de otro enemigo que se debe eliminar, sino de un adversario entendido como diferente y confl ictivo, es decir, polí-tico. A esta idea hace referencia el planteamiento de la tesis que se pretende demostrar en este texto cuando se propone defi nir las cate-gorías esfera pública y ciudadanía como conceptos de naturaleza po-lítica, ineludibles para sustentar una comunicación inclusiva. Para fundamentar esta concepción, el pensamiento de Mouffe acerca del

8 “Los griegos lo tenían muy claro desde el momento que distinguían entre la Polis, entendida como “unidad cultural” (lo que hoy en día llamaríamos lo urba-no), y la Ayté, entendida como la simple ciudad física” (Yory, 2006, p. 76).

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amor en las relaciones democráticas es determinante. En esta pers-pectiva política, la comunicación para el cambio social se piensa a través de un espacio en el cual los sujetos deben reconocerse como contingentes, limitados y parciales, inmersos en relaciones de poder hegemónicas distintas, antagónicas e inextirpables políticamente hablando. A partir del discurso de Mouffe, una comunicación pen-sada en términos de relaciones de afecto, lejos de debilitar la demo-cracia, más bien la fortalecería, lo cual proporcionaría un horizonte necesario al pluralismo democrático y no dictaminaría una solución defi nitiva de todo confl icto humano, universal y absoluta.

Lo que está aquí en juego es de qué manera compatibilizar la per-tenencia de un sujeto a diferentes comunidades de valores, idioma y cultura con la pertenencia a una comunidad política cuyas reglas es necesario aceptar. Es la tensión entre individuo y ciudadano, repre-sentada también en la tensión privado-público. La comunicación para el cambio social, construida desde los planos de la pluralidad y la diferencia, debe generar espacios para el desarrollo de diversas formas de individualidad radical. Todo esto si se tiene en cuenta que “los grupos culturalmente excluidos están en desventaja de cara al proceso político, y la solución consiste, al menos parcialmente, en proveer medios institucionales para el reconocimiento explícito y la representación de los grupos oprimidos” (Young, 1989, p. 259, citado en Kymlicka, 1997, p. 26). Este libro propone que uno de esos medios puede ser la comunicación para el cambio social, entendida como una mediación para instaurar políticas diferenciadas para esos grupos excluidos.

Muchos teóricos liberales se niegan a admitir la dimensión antagónica de la política y el papel de los afectos en la construcción de las identida-des colectivas, porque consideran que eso pondría en peligro la realiza-ción del consenso, al que consideran el objetivo de la democracia. No comprenden que lejos de amenazar la democracia, la confrontación agonista es la condición misma de su existencia. La especifi cidad de la democracia moderna radica en el reconocimiento y la legitimación del confl icto, así como en la negativa a suprimirlo mediante la imposi-ción de un orden autoritario. Una sociedad democrática-pluralista no niega la existencia de confl ictos, sino que proporciona las instituciones

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que le permiten ser expresado de modo agonístico (Mouffe, 2007b, septiembre, p. 6).

Para fi nalizar, el gran aporte que desde el discurso de Mouffe se puede extraer al servicio del constructo teórico de la comunicación para el cambio social tiene que ver con la concepción de pluralis-mo y todo lo que se puede derivar de ella en términos de confl icto (agonismo) y ciudadanía radical. La cuestión del pluralismo, afi rma Mouffe, no puede abordarse de manera adecuada si no se reconocen las formas de exclusión, incluso teniendo en cuenta toda la violencia que ellas producen. De esta forma, la comunicación elaborada en el marco de una democracia pluralista no buscará la eliminación de toda forma de dominación. Más bien se comportará como una mediación que hará posible limitar y enfrentar en el debate público todas las formas existentes de pensar y de sentir que se presentan en una democracia. Se propone, en este sentido, una comunicación para el cambio social radical; comunicación que postula, como ya se ha dicho, el abandono de la búsqueda de un consenso racional entre los sujetos. Más bien, se piensa en una comunicación no excluyente, que respete lo diverso y abra un espacio a distintas formas de indivi-dualidad, lo que traería como consecuencia la construcción de una “comunicación confl ictiva” y, por consiguiente, política:

La existencia del pluralismo implica la permanencia del confl icto y del antagonismo; éstos no pueden ser considerados como obstáculos em-píricos que imposibilitan la realización perfecta de una armonía ideal. Nunca lograremos alcanzar esa armonía, porque jamás podremos co-incidir perfectamente con nuestro ser racional (Mouffe, 1997, p. 36).

Para Mouffe, no es posible defender la insistencia en la búsqueda de la unidad del público cívico, en la que todo ser humano deja de lado su particularidad y diferencia para adoptar un punto de vista univer-sal idéntico para todos los ciudadanos, el punto de vista del bien co-mún o la voluntad general. David Miller en su artículo “Ciudadanía y Pluralismo” asegura que se trata no de reforzar la homogeneidad, “excluyendo de la ciudadanía a todos aquellos defi nidos como dife-rentes y asociados con las infl uencias del cuerpo, el deseo o las ne-cesidades, y que podrían apartar a los ciudadanos del punto de vista

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de la razón pura” (1997, p. 84). El objetivo de este tipo de propuesta no es la construcción de una esfera pública homogénea y racional, sino, más bien, de una esfera pública fragmentada, multicultural, radical, confl ictual, en la que los verbos rectores sean interactuar, reconocer y discutir; la esfera pública concebida de esta manera es el encuentro entre identidades colectivas puestas en relación. La co-municación para el cambio social es la encargada, a través de los medios ciudadanos (Rodríguez, 2008b, p. 108), de llevar estas voces y esas identidades a la esfera pública; es la encargada de satisfacer la necesidad comunicativa de las democracias participativas.

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CONCLUSIÓN

APORTES TEÓRICOS AL DISCURSO DE LA COMUNICACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL

EN EL CONTEXTO LATINOAMERICANO

Tal como lo planteé desde los primeros párrafos de este libro, se tra-ta ahora de identifi car los aportes teóricos que las categorías de ciu-dadanía y esfera pública, pensadas desde la fi losofía, pueden ofrecer al discurso latinoamericano de la comunicación para el cambio so-cial. Desde el inicio el libro se propuso exponer los resultados de una investigación de carácter teórico. Sin embargo, es inocultable su dimensión práctica, que entendida como praxis comprende la comunicación como generadora de sentidos y signifi cados, de rela-ciones culturales, de tejidos sociales, de interacción social y recono-cimiento. La comunicación para el cambio social apunta, desde los conceptos propuestos a lo largo de estos capítulos, a la comprensión estructural de la sociedad latinoamericana contemporánea con el objetivo, indudablemente práctico, de poder diagnosticar las tensio-nes y contextualizar las luchas del presente. Así mismo, en estas páginas se trató de plantear y abordar directamente la cuestión de forma teórica y de ofrecer un marco de referencia para evaluar y pensar los problemas prácticos propios de la comunicación para el cambio social, tales como el reconocimiento, la diferencia, el multi-

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culturalismo, el empoderamiento, la re-signifi cación de las relacio-nes sociales, entre otros.

En coherencia con lo anterior, y una vez realizada la revisión bi-bliográfi ca sobre el tema, es importante señalar la ausencia de cons-trucciones teóricas sobre este tipo de comunicación. La mayoría de los autores dan cuenta hoy de valiosas experiencias de intervención, de contacto con comunidades y de implementación de herramien-tas operativas de la comunicación para generar cambios sociales, cambios de comportamiento y cambios en la manera de producir la comunicación. Esto se puede corroborar, entre otros, en los tex-tos del boliviano Alfonso Gumucio (2001), del colombiano Rafael Obregón (2002, 2005) en Comunicación y salud y del danés Tomas Tufte y sus textos de Eduentretenimiento en África y América La-tina (2004, 2005). Incluso el Centro de Competencia en Comuni-cación para América Latina editó dos hermosos textos que refl ejan y legitiman en el terreno de las mismas comunidades los alcances de la comunicación para el cambio social aplicada: Ya no es posible el silencio (2007) y Lo que le vamos quitando a la guerra (2008). A pesar del valor de estas experiencias, la producción teórica sobre comunicación para el cambio social es incipiente y la necesidad de continuar la construcción de su discurso es inaplazable. Todavía están vigentes los modelos de Rogers, Freire, Beltrán, entre otros. Es por esto que el aporte central de esta obra consiste en ofrecer una fundamentación teórica de este tipo de comunicación desde la base de los pensamientos de Arendt, Habermas y Mouffe. Sin embargo, la tarea de construir las bases teóricas de la comunicación para el cambio social está por realizarse. Esta es pues la pertinencia y la proyección de este trabajo.

Me permitiré1 ahora presentar la propuesta conceptual de este libro. En este orden de objetivos es válido proponer que la comunicación para el cambio social construida en la esfera pública es necesaria-

1 En algunos párrafos presentados a continuación la redacción se hace en primera persona, teniendo en cuenta que lo escrito a continuación constituye la contribución teórica del autor.

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mente incluyente del otro, de los demás, de sus identidades y de sus diferencias. Es así como la comunicación permite que lo expresado, lo escuchado, las voces y las percepciones de las distintas personas interactúen a nivel social. La comunicación para el cambio social construye a partir de lo público y mediante las acciones de los suje-tos sus lenguajes y expresiones de reconocimiento humano. Ahora bien, fi losófi camente hablando, la categoría de reconocimiento, vi-tal para fundamentar la comunicación para el cambio social, Nancy Fraser la retoma del pensamiento hegeliano. En esta tradición, el reconocimiento designa una relación recíproca ideal entre sujetos, en la que cada uno asume al otro como su igual y también como separado de sí. “Se estima que esta relación es constitutiva de la subjetividad: uno se convierte en sujeto individual sólo en virtud de reconocer a otro sujeto y ser reconocido por él” (Fraser, 2003, p. 20). Pensado así, el reconocimiento como concepto político se convier-te también en otra de las dimensiones teóricas que fundamentan la comunicación para el cambio social, útil, por lo demás, en las reivindicaciones que se discuten en la actualidad en “las esferas pú-blicas” (Fraser, 2003, p. 21). Esto signifi ca que el reconocimiento, en el marco del tipo de comunicación al que se hace referencia en este libro, se erige en lo que Nancy Fraser denomina un paradigma popular de la justicia, que explica las luchas que tienen lugar en nuestros días en la sociedad civil.

En su texto Redistribución o Reconocimiento (2003) Fraser plantea que la norma de paridad participativa debe aplicarse dialógica y discursivamente, a través de unos procesos democráticos de debate público. En esos debates, los participantes hablan acerca de la exis-tencia o no de patrones institucionalizaos de valor cultural que im-pidan la paridad de participación y sobre si las alternativas propues-tas la favorecerían, sin introducir o exacerbar sin justifi cación otras disparidades. Para el modelo de estatus, por tanto, la paridad parti-cipativa sirve como lenguaje de discusión y deliberación públicas sobre cuestiones de justicia. De modo más rotundo: representa el principal lenguaje de la razón pública, el lenguaje preferido para de-sarrollar una argumentación política democrática sobre problemas de distribución y de reconocimiento. Sin embargo, las propuestas de

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Nancy Fraser referentes a la paridad participativa, al reconocimien-to, a los proceso de reivindicación social en “las esferas públicas” quedan entonces como una proyección de esta publicación y como pertinentes para continuar la construcción de los pilares teóricos de la comunicación para el cambio social.

De todas formas, esta perspectiva implica considerar la comunica-ción para el cambio social como generadora de espacios, posible-mente para el consenso, posiblemente para el disenso. Mediante ella, los sujetos se defi nen no exactamente a través de similitudes y factores homogéneos, sino mediante la diversidad, la pluralidad y la diferencia en un ámbito público común y accesible (en el sentido antiguo-griego) a todos. En ese plano de la vida existe la posibilidad de discutir abierta y visiblemente entre ciudadanos libres e iguales. Esta idea es coherente con la expuesta por Jesús Martín-Barbero (2002) cuando afi rma que el sujeto que comunica lo que hace es “poner en común”, es decir, “no tanto llegar a un acuerdo o discutir y llegar al consenso, como hacer común precisamente lo que tenemos en común, así sea el desacuerdo” (Martín-Barbero, 2002, citado por Alcázar & Villamizar, 2006, p. 379). Esta es una motivación de la comunicación para el cambio social. Confi gurar nuevos lenguajes, nuevos sentidos, así como expresar la diversidad de las narraciones humanas se constituyen en sus principales propósitos. En este orden de ideas, y teniendo en cuenta los postulados abordados en cada ca-pítulo de este libro, quisiera aventurar algunas propuestas que po-drían hacerse al discurso de la comunicación para el cambio social.

En primer lugar, dicha comunicación supone condiciones de igual-dad, reciprocidad y apertura. En ella, la participación está abierta a todo aquel que desee expresarse. De esta forma, el sujeto de este tipo de comunicación se defi ne como un ciudadano político capaz de expresarse, ser escuchado y escuchar. En este sentido, comunicar es construir red, tejido social, interacción e interconexión. A su vez, los medios que utiliza la comunicación para el cambio social en la pro-ducción y recepción de las narraciones, los relatos, las historias no sólo se legitiman en la medida en que sus procesos sean deliberati-vos y llevados a cabo ante una ciudadanía de corte propiamente polí-

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tico. También se legitiman cuando los seres humanos somos vistos y escuchados, es decir, cuando a través de la comunicación ponemos en común, cuando somos reconocidos como portadores de identi-dades hegemónicas expresadas a otras identidades hegemónicas en la esfera pública. Precisamente el lugar, los espacios de legitimación de esas identidades en la comunicación para el cambio social son, entre otros, los medios ciudadanos. En coherencia con el concepto de ciudadanía propuesto en páginas anteriores, estos medios están determinados por la experiencia de los seres humanos de ser vistos y oídos, de no ser reconocidos simplemente como sujetos formales y legales de un sistema social determinado. Más bien, como suje-tos políticos, los actores sociales tienen en los medios ciudadanos espacios de liberación: “Un medio ciudadano es aquel que facilita procesos donde los individuos se transforman en ciudadanos. Desde la comunicación, un medio ciudadano es catalizador de procesos de apropiación simbólica, procesos de remodifi cación del entorno, de recodifi ciación del propio ser, es decir, procesos de constitución de identidades fuertemente arraigadas en lo local, desde donde propo-ner visiones de futuro (Rodríguez, 2008, p. 12).

Lo anterior signifi ca que un medio ciudadano le abre un espacio comunicativo al individuo para que comience a manipular lengua-jes, signos, códigos, y poco a poco aprende a nombrar el mundo en sus propios términos. Según Rodríguez (2001), esta apropiación de lo simbólico es el elemento fundamental para dar paso a la transfor-mación de individuos en ciudadanos. En esta medida, los medios ciudadanos tienen como función generar espacios comunicativos propuestos para ser utilizados para mediar e interactuar. No se trata de que a partir de ellos se dicte una directriz, un dogma de com-portamiento o una receta para resolver confl ictos; en lugar de eso, y desde la comunicación misma, se trata de que sus mensajes sean mediadores de sentido. Los medios ciudadanos son espacios, esferas públicas para mediar e interactuar, para reconocer y re-signifi car.

La comunicación para el cambio social, así pensada, se enmarca en el propósito fundamental de crear una cultura de la tolerancia, del pluralismo, de la solidaridad, de la corresponsabilidad, de la acepta-

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ción de las diferencias mediante la deliberación colectiva, la infor-mación y la formación ciudadana, la capacitación para el trabajo y la aplicación del conocimiento para el progreso económico y social, el desarrollo tecnológico y la inclusión social. En este orden de ideas, es relevante decir que la educación y la cultura de la cual la co-municación para el cambio social puede ofrecerse como mediadora son base para la refundación de la sociedad. A través de ella se hace posible la inclusión social y el desarrollo de la civilidad, la formación de ciudadanos protagonistas y la aplicación social de los saberes y conocimientos. Para tal fi n, la comunicación para el cambio social se propone como un proceso abierto e incluyente de participación, deliberación, controversia, expresión, narración, competencia y con-fl icto entre ciudadanos alrededor de asuntos de interés colectivo. En este contexto, lo público se comprende no sólo como el espacio de los intereses colectivos, sino como la arena específi ca reglamentada socialmente para la deliberación (Habermas), la natalidad y la ac-ción humana (Arendt), así como de la manifestación de lo confl ic-tivo (Mouffe), elementos, todos, que confi guran al ciudadano como un ciudadano político y no simplemente instrumental, estratégico o racional.

Adicionalmente, se entiende lo público como lo no reducido a lo es-tatal, como lo no contrapuesto a lo privado (Mouffe), como aquellos espacios donde cabe la palabra en sus múltiples manifestaciones, el debate, la fi esta, los afectos, los sentimientos, la expresión de la me-moria, todo aquello que fortalece un poner en común la diversidad de experiencias humanas en una comunidad. Así mismo, lo público se constituye de espacios para deliberar, participar, narrar, refl exio-nar, generar controversia, expresión, encuentro, reconocimiento. Ante esto, se propone una comunicación para el cambio social en la que predominen los lenguajes sobre otros instrumentos de poder, en la que la coerción, la coacción, la violencia física y simbólica, los actos meramente estratégicos e instrumentales, el engaño y la mercantilización de los seres humanos no sean actos propios de su quehacer. En este contexto comunicativo, las expresiones artísticas, las manifestaciones espontáneas que proyectan los seres humanos en sus propios contextos culturales, sus fi estas, los nuevos lenguajes

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digitales propuestos desde la internet, pero también el diálogo y la narración de historias, de sentimientos, de afectos y de ideas se eri-gen en dimensiones políticas por excelencia propios de una comu-nicación para el cambio social.

Otra clave teórica importante de esta clase de comunicación es el concepto de empoderamiento (Pineda, 1999). Este concepto sugie-re una ciudadanía participativa y preparada para generar desde su propio poder iniciativas encaminadas a la búsqueda de cambios so-ciales. La participación democrática se basa en el empoderamiento (Rodríguez y Obregón, 2002) como modelo para construir ciuda-danía. Como ya se dijo, la ciudadanía propia de los procesos de la comunicación para el cambio social no consiste simplemente en un estatus legal defi nido por un conjunto de derechos y responsabilida-des. Es también una identidad entre otras posibles; es, en defi nitiva, la expresión de la pertenencia a una comunidad política (Kymlic-ka, 1997; Rodríguez, 2002, 2008). Con el empoderamiento como pilar teórico, la comunicación se caracteriza como un “motor del espacio público” (Vega, 2007, p.344), en la medida en que permita el intercambio y la confrontación de varios discursos a través de es-pacios públicos de debate y refl exión que hagan igualmente pública su discusión, su expresión y su narración. En este sentido, el lugar (Yory, 2007, p. 12) de la comunicación es el espacio público, enten-dido como contexto por excelencia para la aparición, la natalidad, la existencia humana, el reencuentro, el debate, la diferencia, la po-lítica, el amor y la vida. Estos espacios se defi nen como escenarios situacionales donde lo que se pone en juego, entre otras cosas, es un complejo enfrentamiento de identidades diferentes, cada una con sus lenguajes, sus modos de expresión, sus modos de enunciación, muchos de ellos peleando por un orden hegemónico, otros tan sólo, sencillamente, porque los dejen ser (Yory, 2006; Mouffe, 1993). El espacio, desde la perspectiva de lo público propuesta en este libro, no debe ser entendido como un mero contenedor de una actividad, sino como una realidad viva, cambiante y dinámica, defi nida por una sociedad, una economía, una cultura, una ordenación territo-rial y política. Se defi ne entonces la esfera pública como “el espacio de socialización política donde se juegan las posibilidades de ac-

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tuación de quienes lo habitan y donde estos habitantes se realizan como actores sociales, en un marco dinámico y cambiante, consti-tuido y constituyente de su cultura política” (Sánchez, 2007, p. 54). Es la esfera pública, entendida de esta manera, el espacio propicio para desarrollar las narraciones multiculturales de la comunicación para el cambio social. Ahora bien, entiéndase “multiculturalidad” como una “trama cultural heterogénea” (Martín Barbero, 1999, p. 100), lo que signifi ca heterogeneidad de formas de vivir y de pen-sar, de estructuras de sentir y de narrar. Las formas de estar juntos están cambiando y, por ende, las formas de comunicar ahora están descentradas, son diversas y sin referentes absolutos. Hoy los sujetos se encuentran, se movilizan y se conectan para expresar lenguajes e identidades llenos de diversidad y pluralidad, sin puntos de partida ni de llegada, sólo de encuentros, manifestaciones y narraciones. Ante ello, es necesario re-signifi car la esfera pública sustituida en nuestros contextos sociales por la instrumentalidad, los procesos de modernización y la violencia, para con ello reconstruir otro tipo de sujeto, otro tipo de ciudadano que comunica. Pensar esta nueva di-mensión de la comunicación es un gran reto teórico y metodológico para las ciencias sociales.

Pensada así, esta comunicación deberá abordar muchas necesidades actuales de la región latinoamericana, entre ellas la necesidad de redefi nir la esfera de lo público como espacio de aparición y reco-nocimiento (Arendt), discusión (Habermas) y visibilización de las subjetividades (Mouffe); en este sentido, será necesaria la resignifi -cación del ciudadano como ser político-confl ictual (Mouffe, 1993), capaz de sentir, de narrar sus sentimientos y sus experiencias, y re-conocer que existen afectos distintos a él. La comunicación para el cambio social deberá generar nuevos espacios donde nazcan tejidos sociales que comuniquen, narren, sean vistos y oídos. Esta reformu-lación va enfocada a entender el espacio público como un escenario pedagógico de construcción de ciudadanía. En esta medida, la ca-racterización de lo público no depende tanto de la ubicación física, exterior o interior de un lugar; tampoco de los contenidos que en esa esfera puedan ofrecerse; mucho menos de los sujetos tratando de imponer sus identidades. Más bien depende de las acciones de

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esos seres humanos, de las manifestaciones y expresiones que en el plano del reconocimiento otorgan al sujeto libertad, ciudadanía política y dimensión pública. De esta manera, la comunicación para el cambio social como vehículo de la pluralidad, dinamizadora de las diferencias, abierta a la exploración de nuevas identidades y constructora de sociedades interculturales, tendrá por tarea celebrar positivamente las diferencias y aceptarlas como requisito cotidiano para la afi rmación de identidades (Mouffe, 1999), admitiendo así las diferencias como algo natural y a favor (Alfaro, 2005).

Con lo anterior, la diferencia se propone como uno de los pilares teóricos de la comunicación, postulada así como medio y expresión de muchos grupos (negros, mujeres, pueblos aborígenes, minorías étnicas y religiosas, homosexuales y lesbianas) que todavía hoy se sienten excluidos de la cultura compartida propuesta por esquemas hegemónicos de poder, pese a poseer los derechos comunes propios de la ciudadanía: igualdad y libertad. Por su parte, también la alte-ridad se propone como otro elemento teórico vital en la concepción de la comunicación para el cambio social. El “otro”, considerado como sujeto y como referente, aparece entonces como un rasgo determinante del cual se derivan las condiciones de participación, tolerancia y diálogo necesarias para una interacción democrática entre ciudadanos. La alteridad social supone la diversidad como ele-mento deseable e inevitable.

A propósito de estas posturas, es pertinente relacionar lo planteado en estas páginas fi nales con algunos pensamientos del canadiense Charles Taylor presentados en su texto La ética de la autenticidad (1991). La comunicación que plantea este libro posee características muy similares a los sistemas de pensamiento de fi lósofos neohege-linaos como Charles Taylor y Axel Honeth, quienes construyen fi -losofías sociales normativas que proponen vindicar la política de la diferencia. De forma similar a la propuesta de comunicación plan-teada en este libro, Taylor quiere encontrar en la idea de una polí-tica de reconocimiento igual la base de una reconceptualización de la esfera pública que atienda, a la vez, las demandas de igualdad de las democracias modernas y el reconocimiento de las particu-

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laridades de las tradiciones culturales y de las formas de identidad históricamente constituidas.

Otra relación entre las ideas de Taylor y la comunicación para el cambio social radica en el postulado que afi rma que el igual re-conocimiento evitaría el peligro contrario al universalismo de la dignidad. Es más, la idea del reconocimiento y del interés por la di-ferencia propuestas para sustentar la comunicación para el cambio social no tienen por qué establecerse en oposición a la médula del pensamiento moderno, pues la idea de la imparcialidad puede ser re-comprendida desde la idea de reconocimiento que Taylor recla-ma. De esta manera, la imparcialidad no tiene por qué entenderse como ceguera o desinterés, sino que puede ser la necesaria distancia refl exiva ante las propias creencias una vez que se percibe la verdad de creencias diversas, una vez que se les reconoce a los sujetos que las sostiene su dignidad.

En el mismo orden del discurso propuesto de la comunicación para el cambio social de este libro, Taylor detecta tres graves problemas en la sociedad contemporánea. En primer lugar, el surgimiento como imperio del individualismo (1991, p. 38); en segundo lugar, la primacía de la razón instrumental (1991, p. 41), entendiéndose como la reducción de la racionalidad al cálculo, en menoscabo de las dimensiones de sentido que se encarnan en fi nes y valores; en tercer lugar, el despotismo del sistema (1991, p. 44), que induce fuer-tes riesgos de pérdida de libertad individual y colectiva. El discurso de la comunicación elaborado a través de estas refl exiones plantea una fuerte crítica a los tres problemas citados. De igual manera, Taylor otorga gran importancia al reconocimiento, propuesto hoy universalmente de una u otra forma: “En el plano de la intimidad somos todos conscientes de cómo se forma y deforma la identidad en nuestro contacto con los otros signifi cativos. En el plano social tenemos una política incesante de reconocimiento en un plazo de igualdad. Ambos han sido confi gurados por el creciente ideal de la autenticidad, y el reconocimiento desempeña un papel esencial en al cultura que ha surgido en torno a ello” (1991, p. 83). En el mismo orden, es relevante para la comunicación para el cambio social los

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otros signifi cativos, es decir, esos otros diferentes de mí pero a través de los cuales resignifi co y reconstruyo la realidad plural.

Es por eso que la comunicación que propone este trabajo concibe al ciudadano como un sujeto defi nido como multidimensional. Por lo tanto, las identidades de estos sujetos no son permanentes, son más bien, fuertemente indeterminadas, cambiantes y diferenciadas, y casi siempre confl ictivas. En este orden de ideas, y al relacionar los pensamientos de Arendt, Habermas y Mouffe, este trabajo propone como pilares teóricos centrales de la comunicación para el cambio social las categorías esfera pública y ciudadanía, sustentadas como conceptos de naturaleza política. De igual forma, a partir de la aproximación fi losófi ca realizada se propone la reafi rmación de un discurso que fundamente la comunicación como una elaboración política, radical, inclusiva, pluralista, con aspiraciones tanto trans-formadoras de las relaciones sociales como liberadoras de los sujetos, a través de la búsqueda de la autonomía y el empoderamiento hu-mano. Planteada la relación entre estos conceptos, se hace evidente entonces que esta obra se propuso a partir de una profunda relación entre fi losofía y comunicación. La fi losofía, desde sus aportes al pen-samiento, estructura conceptual y su sólida fundamentación argu-mentativa; la comunicación entendida desde la comunicación para el cambio social, y no desde la comunicación masiva, periodística tradicional, organizacional y publicitaria. Con esta relación se con-solida el pensamiento habermasiano presentado en Conocimiento e Interés (1968) cuando en una de sus tesis postula que el conoci-miento y el interés son uno y que dicha relación se hace explícita en el mundo de la vida incluyente de tres dimensiones: objetiva, subjetiva e intersubjetiva. En los mismos términos de lo expresado en este trabajo, es posible pensar que la comunicación y la fi losofía, desde el punto de vista político, son complementarias, y que dicha complementariedad se desarrolla en la esfera pública.

Las categorías esfera pública, natalidad, poder, acción, pluralidad y narración pueden incorporarse a partir de Arendt al discurso de la comunicación para el cambio social. De igual manera, la crítica al positivismo, a la racionalidad instrumental y estratégica, así como

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la apuesta por un mundo de la vida incluyente de lo objetivo, lo subjetivo y lo intersubjetivo, y desde estos planos de lo argumenta-tivo, lo dialógico y los discursivo desarrollados en la esfera pública son aportes conceptuales del pensamiento de Habermas útiles para sustentar la comunicación propuesta en este libro. Con base en la obra de Mouffe podría pensarse en una comunicación desarrollada en un espacio simbólico común, esfera pública, y sustentada en las ideas de radicalismo, agonismo, confl icto y amor. Todos confl uyen en la generación de una ciudadanía pública-política, plural, expre-siva e histórica.

Sin embargo, cabe reiterar que la condición política de los ciuda-danos no necesariamente se asocia siempre con lo deliberativo y el hallazgo de consensos y acuerdos entre las distintas pretensiones. Este es el camino habermasiano desde el cual es posible construir, de forma válida, la comunicación; no el único. ¿Qué sucede con lo que no es racional? ¿Qué sucede con las emociones, las expresiones de sensibilidad, la intimidad, las expresiones artísticas, folclóricas, los afectos, el amor y las motivaciones personales? Este tipo de ex-presiones tienen relación con la idea de fi delidad de Taylor: “Ser fi el a uno mismo signifi ca ser fi el a la propia originalidad, y eso es algo que sólo yo puedo enunciar y descubrir. Al enunciarlo, me estoy defi niendo a mí mismo. Estoy realizando un potencial que es en verdad el mío propio […] Es el trasfondo que otorga fuerza moral a la cultura de la autenticidad, aun en sus formas más degradadas, absurdas o trivializadas. Es lo que da sentido a la idea de hacer lo propio de cada uno o encontrar la forma de realizarse” (1991, p. 65). En ello reside la comprensión del trasfondo del ideal moderno de autenticidad y una de las claves para comprender la fundamenta-ción teórica de la comunicación para el cambio social. En síntesis, es necesario proponer la esfera pública como espacio de expresión de estos elementos propios de la condición humana (Arendt), pro-pios de la condición agonista de los sujetos (Mouffe); la pluralidad, la diversidad y la confl ictividad no es necesario abordarlas a partir de la mirada que privilegia lo racional, el acuerdo y lo homogéneo. Los lenguajes de la comunicación incluyen posibilidades deliberativas, argumentativas, racionales y críticas (Habermas), pero no agotan las

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manifestaciones humanas. He aquí la potencialidad de la comuni-cación para el cambio social. Sus procesos e interacciones tienen que ver también con los lenguajes del sentir, con la posibilidad de vivir, con la fl uidez de las narraciones multiculturales. En este caso, la esfera pública, entendida como espacio de aparición, es inevitable para concebir la comunicación como un tejido complejo, que sea, a su vez, afi rmativa con respecto a estas dimensiones emocionales, confl ictivas y diversas (Mouffe, 1993) y, por ende, políticas de la con-dición humana (Arendt, 1958). La comunicación es afi rmadora de la existencia humana; sus narraciones son acciones políticas que re-presentan la posibilidad siempre latente de volver a nacer, de actuar, de expresar.

Tal como ha quedado sustentado, el análisis de este estudio es per-tinente para pensar el contexto latinoamericano y aun, si se quiere, el caso específi camente colombiano. En estos contextos sociales es necesario, mediante la comunicación, pasar de confl ictos entre an-tagonistas (amigo-enemigo) a los confl ictos entre agonistas (amigo-adversario); igualmente, generar espacios a través de los cuales fl o-rezca la posibilidad de narrar y de actuar en una intersubjetividad de identidades y contra-identidades. Se trata, a través de la comu-nicación para el cambio social, de aceptar la diversidad existente entre estas identidades; también entre los sujetos inmersos en ese escenario público-privado de diferencia, dinamizador de la convi-vencia humana, de la acción humana y de los lenguajes humanos no meramente racionales, no alineados necesariamente con los dis-cursos de la hegemonía y la uniformidad disfrazada de diferencia. Tal como se expone en la tesis central de este trabajo, es la búsqueda comunicativa de la coexistencia de las diferencias, sin que la única opción sea la eliminación del que piensa diferente.

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