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Los Cuadernos de Literatura Luis Cernuda. ESPAÑA Y LUIS CERNUDA José l. Gracia Noriega A los veinticinco años de su muerte (ocu- rrida en la Ciudad de México el 5 de noviembre de 1963), Luis Cernuda, po- co considerado en vida, de lo que él se quejó con amargura en más de una ocasión, es ahora el poeta más vivo de la Generación de 1927. Los motivos son de varia índole, y no hace el caso rerirlos aquí; pero como escribe Carlos Bousoño: «En el momento presente, Cernuda influye como ningún otro y es incesantemente citado por las bocas juveniles. Si Aleixandre tu- vo gran influencia en la primera y la tercera ge- neración de posguerra, y aún e muy respetado en las otras, Cernuda se configuró como adalid de la segunda y ahora también de la cuarta. Y ello porque hizo antes que nadie en el ámbito de nuestra lengua (por influjo de la poesía ingle- sa: Browning, Eliot...) un tipo de poesía que ha tenido enorme éxito posterior: una poesía lírica cuyo lirismo se produce a través de la narración que un personaje, a veces histórico, pero siem- pre expresador del persone poemático, reali- za». Pero ade Bousoño, poeta y crítico, al 37 igual que Cernuda: «Mas el gran éxito actual de Luis Cernuda no viene, claro está, sólo de esto o de la indudable valía de su magna producción. Viene también de que éste ha llevado al límite un biografismo absolutamente transparente que antes de Cernuda no existía, ni siquiera en el Romanticismo, y que hoy se ha puesto de moda». De modo que se ha puesto de moda no sólo el poeta sino también el personaje; ese personaje complicado, a quien Miguel Sánchez-Ostiz adje- tivó como «distante, ajeno, rebelde, exigente, desarraigado, solitario, descontento, insatis- cho, refinado, desdeñoso incluso...». El desarrai- go de Cernuda, que tiene sus orígenes tanto en su acaso como español, que se manifiesta his- tóricamente en la pérdida de la guerra civil de 1936-39 y en un rzado cosmopolitismo, plena- mente aceptado, por lo demás, es adecuado al poeta del siglo XX, como observa Octavio Paz en «Cuadrivio»: «Un ser distinto, aunque sea su descendiente, del poeta maldito. Se han cerrado las puertas del infierno y al poeta ni siquiera le queda el recurso de Adén o de Etiopía; errante en los cinco continentes, vive siempre en el mis- mo cuarto, habla con las mismas gentes y su exi- lio es el de todos. Esto no lo supo Cernuda -es- taba inclinado sobre sí mismo, demasiado abs- traído en su propia singularidad- pero su obra es uno de los testimonios más impresionantes de esta situación, verdaderamente única, del hombre moderno: estamos condenados a una soledad promiscua y nuestra prisión es tan gran- de como el planeta. No hay salida ni entrada. Vamos de lo mismo a lo mismo. Sevilla, Madrid, Toulouse, Glasgow, Londres, Nueva York, Mé- xico, San Francisco: lCernuda estuvo de veras en esas ciudades?, len dónde están realmente esos sitios?». Y muy concretamente, ldónde está España, en ese planeta que es a la vez prisión del poeta errante? Con claridad se determina el lugar que ocupa en el mapa: en el recuerdo. Un recuerdo amargo, otras veces atroz, casi siempre obsesi- vo; aunque el poeta no se proponga desgajarse de tal recuerdo: Raíz del tronco verde, lquién la arranca? Aquel amor primero, lquién lo vence? Tu sueño y tu recuerdo, lquién lo olvida, tierra nativa, más mía cuanto más lejana? El desarraigo le dicta una actitud antipatrióti- ca asumida, que en algunas ocasiones pertenece a un rango inrior, ya que es la consión entre patriotismo español (a partir de 1939) y el an- quismo. Pero no debe entenderse que en ello exista una beligerante militancia, que, pese a su filiación comunista en los años treinta (y su to- ma de partido en densa de la República, según recuerda Octavio Paz, quien, en el reciente ho- menaje que le tributó en Sevilla asegura que se e al ente de la sierra del Guadarrama, con un sil y un tomo de Holderlin en el bolsillo de la chaqueta, aunque no tardaría en pasar tal rvor

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Los Cuadernos de Literatura

Luis Cernuda.

ESPAÑA Y LUIS CERNUDA

José l. Gracia Noriega

Alos veinticinco años de su muerte (ocu­rrida en la Ciudad de México el 5 de noviembre de 1963), Luis Cernuda, po­co considerado en vida, de lo que él se

quejó con amargura en más de una ocasión, es ahora el poeta más vivo de la Generación de 1927. Los motivos son de varia índole, y no hace el caso referirlos aquí; pero como escribe Carlos Bousoño: «En el momento presente, Cernuda influye como ningún otro y es incesantemente citado por las bocas juveniles. Si Aleixandre tu­vo gran influencia en la primera y la tercera ge­neración de posguerra, y aún fue muy respetado en las otras, Cernuda se configuró como adalid de la segunda y ahora también de la cuarta. Y ello porque hizo antes que nadie en el ámbito de nuestra lengua (por influjo de la poesía ingle­sa: Browning, Eliot...) un tipo de poesía que ha tenido enorme éxito posterior: una poesía lírica cuyo lirismo se produce a través de la narración que un personaje, a veces histórico, pero siem­pre expresador del personaje poemático, reali­za». Pero añade Bousoño, poeta y crítico, al

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igual que Cernuda: «Mas el gran éxito actual de Luis Cernuda no viene, claro está, sólo de esto o de la indudable valía de su magna producción. Viene también de que éste ha llevado al límite un biografismo absolutamente transparente que antes de Cernuda no existía, ni siquiera en el Romanticismo, y que hoy se ha puesto de moda».

De modo que se ha puesto de moda no sólo el poeta sino también el personaje; ese personaje complicado, a quien Miguel Sánchez-Ostiz adje­tivó como «distante, ajeno, rebelde, exigente, desarraigado, solitario, descontento, insatisfe­cho, refinado, desdeñoso incluso ... ». El desarrai­go de Cernuda, que tiene sus orígenes tanto en su fracaso como español, que se manifiesta his­tóricamente en la pérdida de la guerra civil de 1936-39 y en un forzado cosmopolitismo, plena­mente aceptado, por lo demás, es adecuado al poeta del siglo XX, como observa Octavio Paz en «Cuadrivio»: «Un ser distinto, aunque sea su descendiente, del poeta maldito. Se han cerrado las puertas del infierno y al poeta ni siquiera le queda el recurso de Adén o de Etiopía; errante en los cinco continentes, vive siempre en el mis­mo cuarto, habla con las mismas gentes y su exi­lio es el de todos. Esto no lo supo Cernuda -es­taba inclinado sobre sí mismo, demasiado abs­traído en su propia singularidad- pero su obra es uno de los testimonios más impresionantes de esta situación, verdaderamente única, del hombre moderno: estamos condenados a una soledad promiscua y nuestra prisión es tan gran­de como el planeta. No hay salida ni entrada. Vamos de lo mismo a lo mismo. Sevilla, Madrid, Toulouse, Glasgow, Londres, Nueva York, Mé­xico, San Francisco: lCernuda estuvo de veras en esas ciudades?, len dónde están realmente esos sitios?».

Y muy concretamente, ldónde está España, en ese planeta que es a la vez prisión del poeta errante? Con claridad se determina el lugar que ocupa en el mapa: en el recuerdo. Un recuerdo amargo, otras veces atroz, casi siempre obsesi­vo; aunque el poeta no se proponga desgajarse de tal recuerdo:

Raíz del tronco verde, lquién la arranca? Aquel amor primero, lquién lo vence? Tu sueño y tu recuerdo, lquién lo olvida, tierra nativa, más mía cuanto más lejana?

El desarraigo le dicta una actitud antipatrióti-ca asumida, que en algunas ocasiones pertenece a un rango inferior, ya que es la confusión entre patriotismo español (a partir de 1939) y el fran­quismo. Pero no debe entenderse que en ello exista una beligerante militancia, que, pese a su filiación comunista en los años treinta (y su to­ma de partido en defensa de la República, según recuerda Octavio Paz, quien, en el reciente ho­menaje que le tributó en Sevilla asegura que se fue al frente de la sierra del Guadarrama, con un fusil y un tomo de Holderlin en el bolsillo de la chaqueta, aunque no tardaría en pasar tal fervor

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guerrero para ocupar el puesto más sosegado de Secretario de Embajada en París de julio a se­tiembre de 1936, y abandonar España definitiva­mente en 1938), la política es absolutamente ajena a su poesía, de tono introspectivo y moral. El poeta, en su madurez, desdeñaba las utopías políticas, y en un célebre poema de su etapa úl­tima, presenta a Goethe, a su admirado Goethe (por quien llegó, incluso, a criticar severamente a uno de sus maestros reconocidos, a T. S. Eliot), a punto de sucumbir ante los soldados franceses que habían invadido su casa: y a Cer­nuda le resultaba inconcebible que el autor de «Fausto» hubiera haber podido sentir la admira­ción que tuvo hacia Napoleón. Por esta razón yerra el autor de un anónimo artículo titulado «Introducción a Luis Cernuda», publicado en la revista clandestina «Argumentos», en los años sesenta, y que aquí se cita como curiosidad, al considerar a este poeta poco menos que en la línea de Pablo Neruda o de Rafael Alberti, dia­metralmente opuesta la de ambos a la suya.

Cernuda no era patriota en ningún sentido, porque aquella patria perdida para siempre («lás­tima que fuera tu tierra») nada podía ya decirle. Y el poeta, en lugar de adoptar la actitud elegía­ca de un Manuel Altolaguirre («La ciudad que más quería/la he perdido en una guerra»), incre­pa y recrimina: pocos poetas en nuestra lengua han hecho uso con tan sombría belleza de la re­criminación. Pero la distancia física impuesta por el exilio, influye, qué duda cabe, en el dis­tanciamiento espiritual; así escribió en «Histo­rial de un libro», refiriéndose a unos poemas es­critos al dejar España: «La mayor parte de unos y otros estaba dictada por una conciencia espa­ñola, por una preocupación patriótica que nunca ha vuelto a sentir».

A la «conciencia española» opone Cernuda un europeísmo elegido y proclamado. Perdida Es­paña, descreído de las utopías, como se ha di­cho, el poeta se refugia en Europa. «Porque Cer­nuda es un poeta europeo en el sentido en que no son europeos Lorca o Machado, N eructa o Borges -escribe Octavio Paz-. Por supuesto, los españoles son europeos pero el genio de España es polémico: pelea consigo mismo, y cada vez arremete contra una parte de sí, arremete contra una parte de Europa. Tal vez el único poeta es­pañol que se siente europeo con naturalidad es Jorge Guillén; por eso, también con naturalidad, se siente bien plantado en España. En cambio, Cernuda escogió ser europeo con la misma furia con que otros de sus contemporáneos decidie­ron ser andaluces, madrileños o catalanes.

Su europeísmo es polémico y está teñido de antiespañolismo. El asco por la tierra nativa no es exclusivo de los españoles; es algo constante de la poesía de Europa y América (pienso en Pound y en Michaux, en Joyce y en Breton, en Cummings... la lista sería interminable). Así Cernuda es antiespañol por dos motivos: por es­pañolismo polémico y por modernidad. Por lo

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primero pertenece a la familia de los heterodo­xos españoles; por lo segundo, su obra es una lenta reconquista de la herencia europea, una búsqueda de esa corriente central de la que Es­paña se ha apartado desde hace mucho. No se trata de influencias -aunque, como todo poeta, haya sufrido varias, casi todas benéficas- sino de una exploración de sí mismo, no ya en senti­do psicológico, sino de su historia».

En este sentido, puede ser provechoso o inte­resante describir la actitud de Luis Cernuda ha­cia España basándonos en testimonios otorga­dos por su propia poesía. Los tópicos españolis­tas de la Generación de 1898, y, en poesía, muy especialmente perceptibles en Antonio Macha­do (a quien Cernuda aborrecía; María Zambrano recuerda que «era imposible hablarle siquiera de él»; aunque en su duro ataque hacia los miem­bros de la generación finisecular con que abre el ensayo dedicado a Valle-Inclán, le salva, junto con el autor de «Divinas palabras»), era inevita­ble que, pasado el tiempo, produjeran cansancio y cayeran en un cierto descrédito. La guerra civil hace que algunos poetas (por ejemplo, Alberti) regresen sobre ese tema que había sido supera­do en 1927. La derrota y el exilio conducen al propio Cernuda a volver la vista sobre su país y sobre una tradición que cada vez tiene por más ajena, aunque en ello corra un riesgo, como lo

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corrió la mujer de Lot al encararse con las ciuda­des arrasadas de Sodoma y Gomarra. El desa­rraigo también tiene su precio, que Cernuda re­conoce:

Las cosas tienen precio ...

... y ser de esta tierra lo pagas con no serlo de ninguna ...

Esta actitud y esta lucidez no aparece en los otros poetas de su generación, para quienes, in­cluidos los más politizados, y no citemos ya a Federico García Lorca, España es caudal inago­table de costumbrismo colorista: forma de ver las cosas que siempre Cernuda rechazó abierta­mente. Para él, en el exilio (por razones obvias, no podemos considerar en esta circunstancia a otros poetas en cuya compañía se le pone, bien porque perecieron en la guerra, como Lorca, o porque no tuvieron necesidad de exiliarse, como Dámaso Alonso o Gerardo Diego, o lo hicieron interiormente, como Vicente Aleixandre), se habían agudizado las distancias, de las que, an­teriormente, podía ser muestra su pasajera mili­tancia radical. Aquel descontento juvenil hacia España manifestado al comienzo de los años treinta iría cobrando, con el tiempo, proporcio­nes mayores, aunque por otros caminos. El país perdido, para Cernuda, es el país abolido. Así

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como en Alberti no parece que haya habido exi­lio, y aún durante él siguen sonando en sus ver­sos ecos españoles, Cernuda se acoge a otra tra­dición: como si en la poesía inglesa de los me­tafísicos y de los románticos (o en Horderlin, o en Goethe: y aunque el nombre del Goethe era capaz de enfurecer a Horderlin en sus años de confinamiento y locura, ambos poetas alemanes fueron benéficos para el poeta sevillano) hubie­ra como cadenas a las puertas de las iglesias que marcaban el derecho de asilo, entró en esos vas­tos dominios.

Sin tradición, o con una tradición nueva, más suya que la propia, el poeta nada había perdido; o era como si nada hubiera perdido. Había per­dido, eso sí, la infancia, pero ésta es una pérdidairrecuperable, como la del paraíso. «La infancia-escribió- es un jardín que abandonamos sinsaberlo». Sin saberlo y sin quererlo, al haberloperdido ya nada quedaba por hacer. Al contrarioque otros que soñaban con el regreso que seproduciría tarde o temprano, o incluso despuésde la muerte, como fue el caso de tantos, Cernu­da se acomodó con coraje y sin nostalgias a lanueva situación, que para él, por decisión propiahabía de ser la definitiva:

... prefiero no volver a una tierra cuya fe, si una tiene,

[dejó de ser la mía, cuyas maneras rara vez me fueron propias, cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.

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El poeta, como en el poema «Los dioses aban­donan a Antonio», de Kavafis (al que por cierto, consideraba como «una de las cosas más defini­tivamente hermosas de que tenga noticia en la poesía de este tiempo»), sabe que «quedan las súplicas y las lamentaciones para los cobardes», y capta el consejo que se le da con estoicismo: «No te engañes, no digas/que era un sueño, que tus oídos te confunden».

Cernuda reconoce, por lo tanto, que se ha desgajado de una historia común que a él le re­sulta perfectamente antipática: ante un hecho colectivo como es la historia de su pueblo, reac­ciona con una toma de postura individualista. Mas si reprocha su Historia, condena y niega a la totalidad de su tierra:

La historia de mi tierra fue actuada por enemigos enconados de la vida. El daño no es de ayer ni tampoco de ahora, sino de siempre. Por eso hoy la existencia española, llegada al paroxismo, estúpida y cruel como su fiesta de los toros.

La sin-razón de la vida española le produce re-pugnancia; en este punto coincide con Antonio Machado que se refiere a «esa España inferior que ora y embiste/ cuando se digna usar de la ca­beza». Mas para él no hay España superior salvo en los libros, en las obras de Cervantes y de Gal­dós, como se verá luego. La España real es que el pueblo que gritó: «iVivan las caenas!», y a quien, aunque sin exageraciones, hay que reco­nocer que a lo largo de su andadura se mostró siempre demasiado acomodaticio:

Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo en creer que la razón de soberbia adolece y ante el cual se grita impune. Muera la inteligencia, predestinado estaba a acabar adorando las cadenas y que este culto absurdo le trajese a donde hoy le vemos: en cadenas, sin alegría, libertad y pensamiento.

Estos versos coinciden con los de otros poetas en igual situación que la suya, como León Feli­pe, que lamentaba en los suyos, demasiado es­tentóreos a mi gusto, y seguramente al del pro­pio Cernuda, que España, que por trayectoria debiera haber acabado en una llama, hubiera acabado en una charca, en la charca del fran­quismo, que se quedó con la casa, la hacienda y la pistola, y expulsó a los poetas, que se fueron con el canto. Pero el canto de Cernuda no es, ni de lejos, el de León Felipe. A Cernuda no se le hubiera ocurrido que «su» España pudiera con� cluir en una charca, porque estaba encharcada desde el comienzo; y el ánimo coral que alienta en la poesía del autor de «Versos y oraciones del caminante», está ausente de las pretensiones de Cernuda, quien, al negar a sus compatriotas, los niega asimismo como auditorio:

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No hablo para quienes una burla del destino compatriotas míos hiciera.

Esta actitud desdeñosa es impropia del poeta «civil»; Cernuda lo sabe, pero sabe por encima de todo que suya es su poesía, y como el miste­rioso marinero que se le aparece desde la remo­ta lejanía a bordo de una galera al Conde Arnal­dos cuando pasea la mañana de San Juan por la dorada playa, no dice su cantar sino a quien con él va. No ignora, sin embargo, que entre tanta bestialidad nacional cuenta con amigos que pue­den configurarse como auditorio, unos imagina­rios, como el galdosiano Salvador Monsalud, li­beral y aventurero, y otros de carne y hueso, co­mo Víctor Cortezo:

V. C., tu amigo, uno de esos españoles[admirables

compensando que tan poco admirables sean [los otros.

La rabia de Cernuda le lleva a incidir en la machadiana «España miserable», que «envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora», inclu­so con elementos sobradamente tópicos:

Junto a la iglesia está la casa llana, al lado del palacio está la timba, el alarido ronco junto a la voz serena, el amor junto al odio, y la caricia junto a la puñalada. Allí es extremo todo. La nobleza plebeya, el populacho noble, la pueblan; dando terratenientes y toreros, curas y caballistas, vagos y visionarios, guapos y guerrilleros. Tú compatriota, bien que ello te repugne, de su fama.

Es la «España de charanga y pandereta»: la España, por lo demás, de Dumas, de Merimée, o de Ernest Hemingway en «lPor quién doblan las campanas?», con aquellos guerrilleros hampo­nes y goyescos. Pero también se advierte una dolorosa dualidad: «y la caricia junto/a la puña­lada». Pues de un lado, como bien advierte Au­rora de Albornoz: «En gran parte de la poesía exiliada de Cernuda hay una búsqueda de dis­tanciamiento. Además de un tono -aparente in­diferencia o desdén-, intenta el poeta buscar otros procedimientos distanciadores. Ya en 'Las nubes' y 'Como quien espera el alba'; los más visibles son: empleo de la segunda persona ver­bal en lugar de la primera -'tú' en lugar de 'yo'-; o proyección de una experiencia o sentimiento muy personal en una figura histórica o legenda­ria dentro de la cual, en un momento, vive».

José Luis Cano, en el prólogo a su antología «El tema de España en la poesía española con­temporánea», señala dos actitudes entre los es­critores exiliados, y principalmente en los poe­tas, que pueden ser los más quejumbrosos: «Esa poesía de nostalgia y dolor de la patria que inspi­ra tantos poemas de la España peregrina -de las dos generaciones que emigraron, la del 27 y la del 36- no es, en absoluto, uniforme. Se expre-

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sa, por el contrario, en muy distintos tonos, des­de la añoranza puramente melancólica - que se observa sobre todo en los poetas andaluces, co­mo Alberti, Cernuda, Prados, Garfias y Apari­cio- hasta la imprecación violenta -que es otra forma de amor- en León Felipe, o el desdeñoso desprecio en algunos poemas de Cernuda». Por descontado, el segundo Cernuda es más fre­cuente que el primero, y, desde luego, es el me­jor. No sólo se dirige a sus paisanos con recelo, sino también con altanería:

No me queréis, lo sé, y que os molesta cuanto escribo. lOs molesta? Os ofende.

En opinión de Cano, que se muestra muy mo-derado en sus conclusiones, «este sentimiento de amargura, incluso de hostilidad, hacia una patria cruel y oscura, horra de toda libertad, que no es digna siquiera de que el poeta regrese a su ámbito, lo volvemos a encontrar en algunos poemas de Cernuda escritos durante la guerra civil y al terminar ésta, e incluidos en su libro 'Las nubes'». Más atina Cano cuando le encuen­tra antecedentes a esta actitud donde se entre­mezclan dolor y desprecio en la de los ilustrados y afrancesados españoles de anteriores siglos: «Esta actitud de Cernuda -escribe- no distante de la de nuestros afrancesados del XVIII -un Meléndez, por ejemplo- es frecuente en sus poemas del destierro». En mi opinión, no se ha reparado demasiado en que la actitud personal de Cernuda hacia España podía ser la propia de un ilustrado dieciochesco, poco entusiasta de populacherías; su europeísmo, destacado por Octavio Paz y ya mencionado aquí, puede si­tuarle entre los pocos sucesores de los «afrance­sados» (a fin de cuentas, la resistencia española contra Napoleón fue una guerra civil, germen de las otras que se sucedieron a lo largo del siglo XIX y en el XX, y entre quienes apoyaron a la República en 1936 había, al menos en algunos, unas afinidades europeístas de las que carecía el bando sublevado). Para Cernuda, España, en el poema «A Larra, con unas violetas», escrito en plena guerra civil, en 1937, con motivo del cen­tenario del pistoletazo que llevó a «Fígaro» a la tumba (y a Zorrilla a acompañarle hasta el ce­menterio con un poema gemebundo y un ramo de violetas) es: «nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha». Dicterio que no hubiera escan­dalizado a James Joyce, quien, también exiliado, aunque sin necesidad de haber padecido una guerra civil, hace decir a Stephen Dedalus en «Retrato del artista adolescente»: «lSabes lo que es Irlanda? Irlanda es la cerda vieja que de­vora a su propia lechigada».

Frente a esta violencia, en Cernuda aparecen también algunas frases, bastantes versos, en lo que la patria abandonada aparece vista por su la­do bueno; aunque de una parte -y eso es inevi­table-, esté la colectividad, el pueblo, la chus­ma, quienes gritan salvajemente la alabanza del despotismo y del oscurantismo, y de otro haya

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unos pocos espíri.tus selectos, afines al sentir ci­vilizado del Poeta: es decir, a los que va destina­do su verso, y a quienes se lo niega rotundamente:

No hablo para aquellos quienes una burla del [destino

compatriotas míos hiciera, sino que hablo a solas ( quien habla a solas espera hablar a Dios un día) o para aquellos pocos que me escuchencon bien dispuesto entendimiento.Aquellos que como yo respetenel albedrío libre humanodisponiendo la vida que hoy es nuestra,diciendo el pensamiento al que alimenta

[nuestra vida.

La cita del verso de Machado entremezclado entre los suyos acaso señale que pese a su decla­rada aversión hacia él, la sombra del poeta no­ventayochista aletea sobre Cernuda (consciente o inconscientemente, calculo que consciente­mente) cada vez que se propone al tema de Es­paña. El caso merecía ser observado con más de­tenimiento, aunque no aquí.

Dividida España en dos por Cernuda, por una parte la real, execrable, por la otra, la noble y li­teraria -obras de Cervantes y de Galdós-, no deja de ser curioso que la España que para él tie­ne reconocimiento es aquella que sólo se en­cuentra en los libros; pero a la vez, son los libros y no España quienes le acompañaron en el exi­lio. Cernuda siempre dependió de los libros, de los que decía Montaigne que son amigos discre­tos. Del mismo modo que recuerda que leía, en Madrid bajo los bombardeos, las nobles páginas del «Stello», de Alfred de Vigny, lee en el exilio los libros de Cervantes y de Galdós para conser­var otra imagen de su tierra. En la España real también se dirige, en el amargo poema «A sus paisanos», que cierra «La realidad y el deseo», a aquellos que se distinguen de los más en el trato que le dan al poeta:

Mas no todos igual trato me dais, que amigos tengo aún entre vosotros, doblemente queridos por esa desusada simpatía y atención entre la indiferencia,

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y gracias quiero darles ahora, cuando amargo me vuelvo y os acuso.

No importa que estos amigos, conocidos o desconocidos, sean pocos; porque el poeta, en su altiva soledad, reconoce

Que el hombre es noble. Nada importa que tan pocos lo sean: uno, uno tan solo basta como testigo irrefutable de la nobleza humana.

El concepto no es original, pero situado en el contexto del tema de España en la poesía de Cernuda, se presenta con grandeza. Para Cernu­da, después de tanta y tan buscada indiferencia hacia España, España acaba siendo metáfora. Se puede hablar de una relación amor/odio (sólo se odia lo que se ama, o, como recuerda Cano, la imprecación violenta es otra forma de amor); pero uno y otro sentimiento están expuestos en Cernuda sin fisuras, y sin que incurra en contra­dicción. De no ser así, no hubiera escrito en «Elegía Española»:

Háblame, madre; y al llamarte así digo que ninguna mujer lo fue de nadie como tú lo eres mía.

El tema de España es constante en la literatu­ra española desde los «laúdes Hispaniae» visigó­ticos. Inmersa en esa corriente, una parte de la obra de Cernuda no hace otra cosa que cumplir una tradición: más dramáticamente, si cabe, a causa del alejamiento impuesto por el exilio. Resignada diatriba, a la formada indiferencia y aborrecimiento (aunque el indiferente no toma la pluma para ponerse a escribir), Cernuda, a pe­sar de su europeísmo, de su otra cultura acepta­da y asumida, todavía está lejos de reconocer aquello que diagnosticó Jaime Gil de Biedma (ése sí, con fría indiferencia): «Del 98 para acá, la evolución del tema de España en nuestra poe­sía se asemeja más a la de un tópico li- o terario medieval que a la de un tópico literario moderno».