esto no es un sueño

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Esto no es un sueñoSophia Pérez H.

María Fernanda Rodríguez G.

Ilustrado por Manuela Rodríguez

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Para San Carlos, nuestros padres y todos aquellos que le

apuestan a la paz.

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Ilustrado por: ©Manuela Rodríguez GiraldoAutoras:©Sophia Pérez Herrera©María Fernanda Rodríguez GiraldoDiagramado y editado por:Sophia Pérez HerreraMaría Fernanda Rodríguez GiraldoImpreso en BogotáImpreso en Litocentral SAS.Cl. 6 #34-23

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida por otros medios sin el permiso

de las autoras.

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“Busco en el tiempo tus pasos perdidos

golpeo, pregunto, nadie responde.

Recuerdo tu imagen

te busco sin saber dónde.

A través del tiempo

en mi memoria tu rostro anida

más fuerte el recuerdo,

por eso no olvido.

Busco en el tiempo tus pasos perdidos.

Recuerdo tu nombre.

¿A dónde has ido?

¿Pasaste hambre, dolor o frío?

¿Por qué no contestan?

Niegan tu existencia

¿Habrás sufrido?

(...)

Una placa con tu nombre

en el mural de la plaza.

Busco en el tiempo tus pasos perdidos.

Encuentro tu nombre

y los de muchos desaparecidos”.

Taller de poesía realizado por el CARE.

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Los personajes y hechos relatados en los siguientes cuentos son ficticios.

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Índice11

Prólogo17

María del pardo29

Tierra mía39

El último café43

Los ojos del diablo53

Ausentes65

Vestidos de verde71

Del otro lado79

Sin rostro89

El sol de la tarde97

Murales103

Volver a casa

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Prólogo al lector

Cuando recibí la invitación para leer este texto que tienen en sus manos y ante sus ojos, ya tenía algunos antecedentes sobre él, mediado por las conversa-ciones con las autoras durante la realización de su trabajo de campo. Compartimos territorios, esce-narios y personajes, tan reales como lo que allí sucedió. Pero hay que aceptarlo, tan difíciles de imaginar y digerir, como la dificultad de los actores en contarlas. Es la historia de nuestras violen-cias con nombre propio, mientras la miras a los ojos y esperas con cada aliento un nuevo detalle.

Sin embargo, al comenzar la lectura fueron apareciendo las historias y, con ellas, nuevas dimensiones de algunos relatos conocidos, por lo que muy pronto, sin notarlo, abandoné los lugares comunes y me entregué a una lectura desconocida de aquel pequeño mundo que ya creía recorrido.

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El retorno hacia los inicios de su historia y los hitos que marcaron su devenir, son el temprano aviso de los conflictos futuros.

Todo esto en un conjunto de relatos que ocurren en algún lugar sin nombre, porque puede ser al mismo tiempo todos los lugares, o porque el abandono hace que sepamos de él hasta que un día emerge por obra y desgracia de la violencia, pero le olvidamos cuando ha bajado el calor de las noticias. Personajes que viajan de relato en relato como hilos que comunican las historias y acontecimientos que vinculan con la realidad, en medio de metáforas que no evaden su crudeza, sino que las dotan de humanidad y le devuelven la particularidad arre-batada por el caudal de acontecimientos diarios.

En medio de estos relatos volví a sentir tristeza, rabia y dolor por la familia que debió dejar sus animales y la tierra que jamás pensó abandonar; nostalgia por aquel amigo de la infancia del que no se volvió a saber, hasta el día en que regre-só al pueblo vestido de enemigo; angustia por el hermano desaparecido; la impotencia por encon-trar los cuerpos de quienes alguna vez salieron de casa para no volver y aquella extrañeza de quien retornó a su pueblo tras años de ausencia.

Aquí la memoria es un ejercicio juicioso de

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escucha y observación para volver al pasado, sin estereotipos y sin cargas de ningún tipo; son los hechos de un conflicto armado, narrados a veces con la mirada inocente del niño o de la niña, que aún no comprende lo que pasa y lo nombra con los recursos idílicos de su inocencia, provocando una vuelta de tuerca a la narrativa de memoria sobre el conflicto. En otras ocasiones, la narra-ción a través de los diálogos de los adultos, es un compendio de sus angustias ante la inminencia del peligro, la alarma constante de la guerra, la tristeza por lo perdido y la esperanza del retorno.

Con los relatos de María Fernanda y Sophia, queda claro que la literatura es en sí misma un acto liberador, un encuentro consigo mismo a través de las palabras de otros y que te hablan al oído mientras intentas descubrir en ella más sobre tu propia esencia. Un conflicto como el que se vivió en territorios como este donde, como ellas mismas lo expresan, pareciera que los diablos alguna vez tuvieron su nido, tienen el deber de la memoria como asunto clave para superar y transformar lo vivido; ambas dejan claro que la literatura es una salida, como todas aquellas formas artísticas que lo han demostrado y a las que ellas mismas hacen referencia en sus imaginarios.

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Su valentía, persistencia y tozudez con este tema y con el territorio narrado, ha provocado que, a partir de estos cuentos, la memoria de este conflicto local siga cruzando fronteras, que no pase en vano y se reconozca como una de las más crueles tragedias que haya padecido Colombia. Sus voces han logrado retratar cuadros de un drama humanitario que aún exige justicia, reparación y no repetición; que a pesar de sus monumentos, liderazgos y reconocimientos, aún requiere otras miradas e interpretaciones.

Es menester que ahora, ustedes como lectores y lectoras, se adentren en este universo, para descu-brir una parte de lo que somos y se asombren con lo que podemos llegar a ser, si no trabajamos profundamente sobre un nuevo horizonte de humanidad, ese al que nos invitan a comprender las autoras.

Daniel Botero

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Génesis

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

María del Pardo

Cuando el sol se ponía en todo el centro del cielo, podía verse cómo la piel de María

del Pardo se bronceaba y parecía bañada en oro. No era gratuito. Era de las mujeres más ricas del pueblo, su padre era el dueño de las minas. Cuando ella bailaba la tierra se hacía peque-ña y parecía caberle en los pies, vibraba todo, y toda ella también. Su madre, Juana Taborda, le había enseñado que la fuerza femenina no estaba únicamente en alzar la voz sino en cómo alzarla. “Una mujer jamás se queda callada. El silencio solo es para pensar qué se va a decir, María”, le repetía su madre. Ella había crecido sabién-dose a sí misma como una mestiza fuerte, traía

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María del Pardo

fuego en sus ojos y sabor en su cuerpo. Era un fuego que encendía todo, incluso las creencias de la gente del pueblo.

–¿Otra vez pa’ las minas, María?–Vení, no hagás ruido, Juan de Dios –Soltó

una sonrisa pícara–. Vení pa’ la cascada conmi-go. ¿Querés?

Juan de Dios era el científico del pueblo, y el médico. Había aprendido el arte de la naturaleza pero también la estudiaba a ella. Si en el día curaba a diez personas haciendo infusiones y “menjurgues”, como los llamaba María, en la noche dedicaba ocho horas al estudio minucioso de la existencia humana y animal, y en ense-ñárselo a María del Pardo. Él sabía que cuando pensaba demasiado las cosas se perdía después en el arrepentimiento.

–Vamos, pues –le sonrió de vuelta como un pequeño niño seducido por la vida.

–¿Has estado muy ocupado estos días? –le preguntó María un poco tímida.

–La verdad es que he estado más bien preo-cupado. Vos sabés que aquí cada vez se están matando más indios, María. Y derechito vas vos si seguís jodiendo con el tema de defender a los mineros y… –María lo interrumpió.

–¿Vos también con ese sermón, pues? ¡Que

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

me quemen, Juan de Dios! Que si el problema es que sea bruja entonces estamos mirando el problemita por donde no es –sonrió–. Además, ¿bruja porque sé las mismas cosas que vos? Se me olvidaba que es que la razón “se le ha dado al hombre” –y lanzó una risotada mientras decía las últimas seis palabras.

–A vos te van a terminar quemando por corri-da. ¿Cómo es que no podés darte cuenta del peligro que corrés?

–Lo que pasa es que lo tengo tan claro, Juan de Dios, que si me echo pa’ atrás termino es matando mi dignidad –se le acercó y le robó un beso. Le apretó la cara y le sonrió–. Es que vos parecés es un niño, Juan de Dios. Un niño.

María del Pardo se desnudó toda. Su espalda parecía la caída de la cascada: profunda, esbelta y hermosa. El canela de su cuerpo se camufla-ba con el color de las piedras, y su sonrisa parecía pintarse con la fuerza del agua cristalina. Juan de Dios la miraba perdido. Ella no era de nadie más que de sí misma. Sus herederas llevarían esa condena de libertad. Él lo sabía, y no necesitaba ser científico para saberlo. María del Pardo se lanzó al río y pensó en lo que se avecinaba, sabía que Juan de Dios no se echaría para atrás, que él estaría dispuesto a irse. Ambos estaban cansados

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María del Pardo

de la forma tan violenta en que los españoles trataban a todos los del pueblo. Parecía una maldición vivir allí. La piel definía quién eras y cuánto valías, no importaban tus riquezas. El sol se fue escondiendo y María del Pardo hizo las cuentas de nuevo: quedaban quince días.

Trece días antes

–Otro indio que matan en el centro del pueblo. –No les digás así. Son hermanos nuestros.

Todos lo somos –Respondió María a Dominico. Era un hombre de piel oscura, como la noche; de brazos fuertes, como el árbol del pueblo, y de espalda grande, como la montaña más alta. Dominico llevaba consigo el nombre de su ante-rior amo; lo habían traído para trabajar en las minas de la familia de María del Pardo. No sabía su nombre, decía no recordarlo.

–Perdoname, del Pardo –Se le acercó despa-cio y se puso de rodillas para besarle las caderas.

–Llamame a Cristóbal. ¿Tienen todo listo?–Todo –Dominico se puso de pie y en un solo

trote desapareció entre la montaña. María del Pardo se quedó contemplando el

pueblo desde la distancia. Temía por lo que venía, pero tenía que hacerlo.

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

Once días antes

Juan de Dios guardaba el último libro que había logrado recuperar. Los españoles le habían quemado algunos de los que traía siempre consi-go. “Están prohibidos”, le decían siempre. No sabía cómo escaparía, pero sí sabía que no debía olvidar la ruta que lo llevaría a otro pueblo lejos de allí. Sabía que no volvería a verla pero tenía la ilusión de encontrarse con ella al otro lado de la montaña. De pronto allí se podrían al menos despedir. Sacó la nota que tenía en su bolsillo, y la leyó en voz alta.

No me busques. Las campanas de las otras dos iglesias están elegidas. Ya sabes dónde esconderte hasta

que te den orden.–Del Pardo.

Terminó de guardar lo que faltaba y escondió la mochila detrás de la cama. Por primera vez en su vida se persignó. Luego le rogó a los dioses que no lo desampararan. Se acostó a dormir y vio a María del Pardo nadando y flotando en el río. Sonriendo. Vio fuego y cayó profundo.

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María del Pardo

Cuatro días antes

María del Pardo bajó en calma hacia el centro del pueblo. Todas las personas se persigna-ron al verla, pero algunas mujeres la miraban para descubrir dónde guardaba el secreto de su libertad. En silencio muchas querían ser como ella. Todos la siguieron sin pronunciar palabra y ella alzó la voz.

–¡Esta tierra nuestra protege a todos los que la habitan! No a algunos. ¡A todos! –Los españo-les se fueron reuniendo de a pocos a escuchar el discurso de María. Se sonrieron todos al darse cuenta de que era la bruja del pueblo.

–¿Sacrificarás entonces tu vida por la de los demás, bruja mestiza? –Le preguntó uno de ellos soltando par carcajadas.

–Nuestros ancestros Tahamíes nos dejaron la herencia en orfebrería y alfarería. Pero sobre todo el trabajo colectivo. Así también funcionan las minas, pueblo. ¡Juntos! –se volteó hacia el español que le había hecho la pregunta– ¡Tienen que parar o irse!

–De aquí nadie se va. No pasaréis por encima de nadie, bruja inmunda.

Cristóbal y Dominico no perdieron el tiempo, y la tomaron en sus brazos antes de que se le

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

abalanzaran encima. Algunas mujeres del pueblo se interpusieron ante los españoles y fueron llevadas a una choza pequeña para luego ser quemadas. Mujer que defendiera a una bruja, también debía ser una.

Día uno

Juan de Dios tomó la mochila, se la llevó a los hombros y se acomodó el pelo que tenía todo desordenado. Saludó a cada español con una sonrisa radiante. No podía levantar sospechas de que se iba.

–¿Vais a verte con tu amiga la bruja? Dijeron por ahí que estuvo dando sermones en el centro del pueblo. Al parecer la quemaron. –Juan de Dios hizo una mueca que intentó ser una sonri-sa. María del Pardo le había dicho que si algún español le salía con ese cuento él debía salir lo más rápido posible. Significaba que no iba a detenerse la violencia.

–No veo a María desde hace unos días. ¿La quemaron en serio? –Preguntó añorando que fuera mentira lo que le decían. Igual, él sabía que ella estaba viva; esos dos amantes con quie-nes iba para todo lado jamás la abandonarían. Ellos habían hecho votos de lealtad con María

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María del Pardo

del Pardo el mismo día que ella los sacó de la masacre en las minas de su padre. Los sacó de allí y ellos prometieron jamás abandonarla.

–A ella no pero sí a cinco mujeres que quisie-ron defenderla. Aquí nadie entiende a las buenas.

“Ni ustedes” pensó Juan de Dios. –Bueno, me iré a recoger algunas cosas para

hacer más de los menjurjes. ¿Necesitan algo, compañeros? –Les lanzó una mirada tranquila.

–No, mestizo. Anda. No te vayas a arrepentir de ir para las montañas –le sonrió con malicia uno de ellos. Juan de Dios sintió por un segun-do que ese español sabía que no iba a regresar. Que se iba para siempre. Que en realidad ningu-no de los dos iba a volver. Tomó aire y le devolvió la misma sonrisa. Le dio la espalda y se introdu-jo en el monte. Se dio cuenta de que no había ido por el oro escondido, pero no pensó mucho en eso. Ya no había razón para mirar atrás.

Dominico y Cristóbal estaban dentro de la montaña. Cada uno había cogido un camino diferente. Sabían que sus destinos eran las campa-nas. Debían recogerlas y excavar para encontrar el oro que María del Pardo había dejado escondi-do. Cristóbal tomó la primera campana y la cargó como si tuviera el peso de una pluma, se la puso en la espalda y parecía una hormiga cargando su

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gran peso. La fuerza de ambos era descomunal. Decían que la brujería de María del Pardo había alcanzado niveles que nadie conocía. Dominico se fue hacia el otro lado y recogió la otra campa-na, se la cargó en la espalda y salió corriendo a encontrarse con Cristóbal y del Pardo. La noche iba anunciando su llegada y el propósito del rena-cer se acercaba cada minuto más. Al reunirse los tres en el corazón de la montaña, María le dio la orden a Cristóbal de lanzar la señal. Él hizo un sonido que parecía de ave, agudo y profundo. Penetraba en los tímpanos del bosque, la monta-ña podía tener vida con solo escuchar ese ruido.

Juan de Dios, del otro lado, escuchó perfec-tamente. Prendió el fuego y quemó la choza de uno de los españoles. Volvió a darle la espalda a su pueblo y en definitiva se marchó. La monta-ña lo abrazó y él se dejó perder en ella. El fuego no demoró en tomar vida y empezar a quemar las demás chozas de la vereda española. Sin demora se esparció hacia el centro del pueblo, se volvió un cuerpo que bailaba. Parecía un trompo con forma de mujer. Se agitaba sobre los techos y se apoderaba de cada una de las casas. El fuego hervía, bailaba, cantaba y se esparcía en silencio.

María del Pardo miraba cómo todo se quemaba y unas lágrimas caían por su rostro mientras

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María del Pardo

tomaba fuerte la mano de cada uno de sus amantes. Pensó en Juan de Dios y sabía que así era como debía de ser. Vio cómo el pueblo se ocultaba en llamas y pudo reconocer del otro lado de la montaña a niños, indígenas y muje-res que habían escuchado su mensaje. Se fueron todos a la montaña esperando su abrazo y escu-charon las cascadas darles las bienvenida. Era el agua lo único que salvaba del fuego, así que María se sumergió en el río y se dejó llevar por él. Nada había sido en vano.

Cuando la luna se ponía en todo el centro del cielo, podía verse cómo la piel de María del Pardo se iluminaba por la noche y se hacía hermana. No era gratuito. Era la mujer de dos amantes negros, que cuando bailaba parecía brotar solo fuego.

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La inundación

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I

Samantha se encontraba arriando las vacas, ni ella ni Maximiliano hablaban entre sí. El canto

de los pájaros, el mugido de las vacas y el movi-miento del agua era lo único que se escuchaba. Ellos dos se limitaban a ver el paisaje. La gente que crecía en el campo tenía una conexión con la tierra tan profunda que todo lo que tocaban, daba frutos. Se sabían los nombres de las aves como si fueran nombres de personas, a veces las llama-ban y conversaban con ellas. Las propiedades de las plantas y el cuidado que debía tener la siembra también lo sabían perfectamente. Todos

Tierra mía

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Tierra mía

los días se levantaban a las cinco y media de la mañana para aprovechar al máximo la prime-ra luz del día a las 6:00 de la mañana. Le daban aguapanela y queso a sus hijos, y los mandaban a una escuelita que quedaba cerca a la vereda mien-tras ellos se quedaban cuidando y trabajando en su finquita. Cuando llegaban sus hijos los ponían a trabajar con ellos, eso era lo correc-to, ellos heredarían la finca y debían aprender sobre su tierra. De todas formas, adoraban llegar a su hogar, la familia era grande: ellos cuatro; Lola, la vaca, y los demás animales de la finca.

Hacía unos días Samantha había empezado a sentirse diferente, incluso la tierra de la finca parecía haber cambiado. Lola cada vez comía menos y las últimas cosechas no daban lo sufi-ciente para vender en el pueblo. Además, varias de las fincas que quedaban alrededor del embal-se las estaban vendiendo

–Maximiliano ¿Vos no sentís que todo está muy raro por acá? –Samantha rompió el silencio, sabía que no podían seguir evadiendo el tema.– ¿Por qué alguien vendería su tierrita? ¿Qué estará pasando?

Maximiliano podía parecer tranquilo pero por dentro se estaba muriendo de los nervios.

–Samantha, no lo sé, mañana cuando baje al

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pueblo a vender el mercadito me averiguo el cuento. –Él había escuchado algo de una inun-dación pero nadie sabía con exactitud qué era. Y claro, una inundación viviendo al lado del embal-se no sonaba nada bien.

–Pero te lo averiguás bien, que vos sos más malo pa’ averiguarte las cosas.

Maxilimiliano guardó silencio, era un hombre de pocas palabras. Escuchaba pero hablaba poco, en cambio Samantha hablaba hasta por los codos, pero eso le gustaba de ella. Era una mujer fuerte y eso lo admiraba, parió a tres hijos sin quejarse de lo doloroso del parto, y sobre todas las cosas, nunca se quejó de lo seco que era Maximiliano, ella era el fuego en ese hogar.

A primera hora de la mañana Maximiliano cargó un burro con café, leche y queso. Se puso su sombrero, su poncho en el hombro, su machete en el cinturón y su palo para espantar cualquier perro que saliera a morderlo. Tomó al burro por las riendas y comenzó a caminar hacia el pueblo. Le tomó un buen rato llegar a la plaza, se dirigió donde Magola, la señora que le compraba el mercado para abastecer la tienda.

-Qué hubo, mijo, ¿Qué me traés hoy? –Magola era una señora de edad que se había hecho cargo del negocio porque su esposo se había enfermado.

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Tierra mía

Lo dio un abrazo cálido y le sonrió con los pocos dientes que le quedaban.

–Doña Magola, lo de siempre, cafecito, leche y queso. Todo fresquito pa’ que lo venda ya.

–Listo pues. ¡Noel! vení pa’ que me pasés unas cositas y le paguemos al señor.

Un joven que estaba cargando un bulto lo dejó en el piso y se acercó al burro para empezar a descargar.

–Doña Magola, Samantha ha estado como rara últimamente…

–¿Rara? ¿Rara cómo, mijo? –Dejó de hacer lo que estaba haciendo y miró a Maximiliano fijamente.

–Sí, rara. Callada, Magola. Incluso la tierra está rara… se me está secando más de lo que debería y creo que la de mis vecinos también porque se han ido uno por uno… ¿Sí sabía eso? –Magola era los oídos y boca del pueblo, todos tenían que pasar por su tienda a comprar comida, y mientras lo hacían aprovechaban para echar-le cuentos y mantenerla al día.– ¿Vos sabes por qué está pasando eso? Te veo bien calladita.

La mujer lo miró por unos segundo con angustia.–Pues, mijo –frunció la boca y levantó las

manos como quien le quita importancia al asunto– Yo no lo voy a decir mentiras, todo está muy raro. Nadie sabe qué es lo que van a hacer,

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

pero están comprando las fincas porque dizque van a inundarlas. ¿Cómo le parece? ¿Uno pa’ qué compra una finca pa´ inundarla? si eso es pa’ sacarle platica, cafecito, yuquita, todo lo que pueda sembrarse. Pero vea, los de plata dándo-selas de vivos.

Maximiliano guardó silencio unos segundos. Empezó a respirar despacio y trató de contener los madrazos que se le estaban atragantando.

–Sí, eso es lo que no entendemos, Doña Magola. –Pues, mijo, ¿no le han ofrecido nada? –No. –Respondió extrañado.–Pues no le extrañe si en estos días un hombre

le ofrece míseros tres pesos por sus tierras. Él le sonrió y le dio tres palmaditas al burro

para que emprendieran el viaje de regreso. Le dolía la cabeza y el sol puesto encima de su cabe-za no le permitía pensar en calma.

Luego de dos semanas un hombre de acen-to cantadito se le acercó a la puerta y le dijo, “pues sí, así son las cosas. Es lo que ofrecemos, si ustedes no nos venden esto se les va a inun-dar. Al menos se van con algo en los bolsillos”. Maximiliano tuvo esta conversación cuatro, cinco y hasta seis veces con el mismo orangután que llegaba a ofrecerle los mismos míseros tres pesos. Tenía miedo. En el pueblo le habían dicho

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que la situación estaba peor, que todos los seño-res de finca se habían ido para allá y que no sabían cómo sostenerse.

II

Había amanecido más temprano de lo normal. No eran las seis de la mañana y el sol ya anun-ciaba un nuevo día. Samantha se organizó y cuando llegó a la cocina encontró a Maximiliano llorando. No alcanzó a preguntarle qué le pasaba cuando se dio cuenta de que los animales estaban alborotados afuera. La tierra parecía muerta y Lola, la vaca, mugía desesperada. Samantha salió y fue organizando de vuelta a los animales mien-tras lágrimas inocentes se resbalaban por sus mejillas. Ella lo había sabido y ahora lo sabía: la tierra se despedía de ellos.

–Llegó nuestro tiempo, Maximiliano. –¿Samantha, cómo le dices a tus hijos que

tienen que abandonar su casa porque los obligan y no por decisión propia? ¿Cómo les digo que nos están quitando todo pero que nos están dando unos pesos? –

El alma se les fue al piso. No tenían otra opción. –Yo me encargo, Maximiliano.

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III

Samantha servía el aguapanela en silencio mientras sus hijos la miraban extrañados. Podían ver cómo unas lágrimas salían de sus ojos y se mezclaban con la panela.

–Nos tenemos que ir de acá. –Les dijo.–¿Cómo irnos? –Preguntó la hija menor.–Es hora de despedirnos de la tierra, hija.–Pero ¿Y Lola, la vaca? ¿Ella dónde va a dormir?Maximiliano se levantó de la mesa y sacó su

machete. Abrió la puerta y salió de casa. De irse, se iría de una vez por todas.

–Lola no puede ir. –Le respondió Samantha a su hija menor mientras sus lágrimas no paraban.

–Mami, si es por la tierra seca la podemos arreglar con tus lagrimitas… no todo puede ser tan grave. –Intentó consolarla Lucas, el hermano mayor.

–¿Entonces vamos a volver para visitar a Lola? Y ¿El burro? ¿También lo vamos a dejar o va a dormir fuera de la casa? –Preguntó Cristian, el del medio.

–No lo sé, no lo sé.El agua había terminado de hervir. –Pero yo no me quiero ir –Habló la menor. –¡Es que no se trata de querer! ¡Es que nos

toca! –Gritó Maximiliano desde afuera. Samantha sirvió el agua de panela en silencio.

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Tierra mía

Partió el queso y se sentó en la mesa. Terminó de comer y salió a encontrarse con Lola. La abrazó y recorrió en calma su hogar, su vida, su tierra. Pudo ver todo lo que no alcanzaría a vivir en su casa porque ya no era suya, no le pertenecía. La tierra llevaba días despidiéndose. Tal vez partir se trataba de partir la vida en dos, mientras se reco-gía la cosecha que habían cultivado toda una vida.

IV

–Los que van pa’ Medellín apúrenle, pues, que arrancamos es ya. ¡Ahora mismo!

El conductor se montó y no dio más espera. Nadie cabía en la chiva pero la vida de todos sí cabía en cajas y morrales hechos a mano con su misma ropa. Hacía calor. “Adiós, Lola”, pensó Samantha y la chiva arrancó.

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El desbordamiento

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

El último café

Decidí evitar tomar el café de todos los días a las 6:30 p.m. A veces, cuando lo bebía,

sentía que un hilo de sangre recorría mi gargan-ta. La boca me sabía a metal y el pecho se me reventaba en cada sorbo que le daba. ¡Maldito café! Me sabía siempre a lo mismo y podía verle a Luis Carlos la cara morada y aquel hueco húmedo en su cabeza que estaba bordeado por unos restos de pólvora. Lo veía ahí, acostado y con sus ojos hechos platos, como quien está por irse pero alcanza a ver quién se lo lleva. Ya ni el azúcar le quitaba lo amargo, ni las tres vuelti-cas que le daba a esa taza matizaba esos hilitos sangrientos que se colgaban de mi garganta. Lo

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El último café

más difícil de todo fue cuando, una vez, la taza se me rompió entre los dedos y vi la tinta roja desvanecerse ante mis ojos, la veía bajar por cada uno mientras tomaban ese tono púrpura que tira-ba al negro. Pensaba que era café regado, pero luego me ardió la mano y volví a verlo a él, esta vez acostado boca arriba, parecía dormido… ya no recuerdo la última vez que lo vi dormir. Tenía un hueco en su pecho más grande que el que yo tenía en el mío. Lo habían abierto, quebrado, privado de la fe y cortado dedo por dedo hasta reventarle los ojos en llanto gritando los últimos ruegos. ¡Es que aquí si vos sos de un lado o del otro igual te acaban! Pero ese hueco, ese berra-co hueco en el pecho que le habían hecho era un grito mudo que pedía auxilio… Auxilio ante-citos de que le arrancaran el corazón cuando él ni pudo decir que era inocente. Porque en este pueblo no sirvió de nada nunca siquiera serlo y él lo sabía. Porque quien lo mató no tenía cara para mí ni para este pueblo. Nunca nos impor-tó. Me lo mataron mientras la balacera de la vida nos ahogaba a todos, mientras me tomaba el berraco café.

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

Yo quería los zapatos rojos que tenía mi amigo el Gordo, eran tan rojos que se veían

de lejos. Era raro ver a alguien con zapatos tan nuevos, o por lo menos lo era para mí. Mis tenis eran una herencia de mi hermano mayor. Recuerdo que mi mamá le hizo usar esos tenis blancos hasta que mi hermano ya no podía caminar del dolor en los dedos. Tal vez eso era algo que teníamos que vivir todos en mi familia: el dolor. Todos nos quejábamos siempre de no poder reemplazar lo que ya no nos pertenecía, o eso decía mamá. Por eso envidiaba un poco al Gordo, porque él sí estrenaba, él no sabía lo que era tener que encoger los dedos para sentir un

Los ojos del diablo

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Los ojos del diablo

poquito de alivio. Todos nos preguntábamos de dónde sacaba cosas nuevas porque en este pueblo nada entra ni sale; él nos decía que su papá era un tipo importante y eso me daba más envidia, porque mi papá no lo es. Él cuida ganado en una que otra finquita pero siempre llega quejándose. La verdad no entiendo de qué se queja. Siempre llega diciendo que son los diablos pero yo no veo al diablo, yo solo veo a gente vestida de verde y negro pero no veo al diablo rojo del que nos habla el Padre cuando vamos a misa. Por eso todas las noches rezo un padre nuestro para que el diablo no nos lleve, si se le aparece a mi papá es porque viene por nosotros. Yo le pregunto a mi papá por ese diablo, que me cuente cómo es, si es rojo como dice el Padre, pero él solo me mira y me dice “mijo, esas son cosas de adultos. Los niños no se deben meter en nuestros asuntos. Ni los nombre, así tenemos menos problemas”.

El otro día aproveché que íbamos caminando hacia una de las cascadas y le pregunté a Juancho si sabía algo del diablo, si a su papá también se le había aparecido. Juancho me miró con los ojos chiquitos antes de contestarme.

–¿Vos qué sabes de los diablos? –miró a sus dos lados asustado, como si alguien pudiera oírnos. Era algo extraño porque ya nadie subía a la cascada.

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Sophia Pérez H. y María Rodríguez G.

–No mucho, mi papá no me quiere contar. –Miré mis zapatos que ya no tenían rastros de ser blancos.

–Uy, lo que le cuente se queda entre los dos.–Claro, claro –lo miré con esperanza–, le juro

por Dios que yo no digo nada. –Saqué el cristo y le di un besito.

–El diablo no es uno solo, hay muchos, pero a fin de cuentas hacen lo mismo –pateó una piedra–. Cuando te los encontrés ni los mirés a los ojos, son como vos y como yo, pero ellos ven el miedo.

–¿Pero los diablos se llevan a los malos? –Acá no importa ser bueno –me miró con sus

profundos ojos negros–, hasta a los buenos se los llevan.

No seguí preguntando porque tenía miedo, mucho miedo. Metí mis manos en los bolsi-llos del pantalón para esconder el temblor, yo era bueno, mi papá era bueno, se supone que el diablo solo se lleva a los malos ¿entonces por qué molestaban a mi papá? Cuando llegamos a las escaleras de la cascada vimos al Gordo espe-rándonos con Miguel que siempre llevaba su cabello rubio parado y su sonrisa con huecos. El Gordo limpiaba algo de sus tenis rojos. En verdad quería unos tenis como los del Gordo. Me miró con sus ojos redondos y cafés como el

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tinto que se toma mi mamá todas las mañanas, como si pudiera ver mi miedo y la envida.

–¿Qué? ¿Vió la muerte o qué? ¿Por qué está tan pálido? A las niñas no les gustan los tipos flacos y pálidos como usted.

–No lo molestés, Gordo –me defendió Juancho–. Más bien bajemos a la cascada que me estoy muriendo del calor, necesito un chapuzón.

En silencio miré a Juancho para agradecerle con la mirada. Él me dio un apretón en el hombro. Yo le tenía afecto a Juancho, era el más grande de los cuatro y nuestras mamás se cono-cían, bueno no es que haya mucha gente en el pueblo, en este pueblo es fácil conocerse con todo mundo. Mi mamá me decía que antes había muchas personas pero la gente se había ido, yo creo que es por la pólvora que tiran a cada rato, a mí me molesta y a mi mamá también, por eso nos mete debajo de la cama para que el soni-do no sea tan fuerte, ella no nos deja verla, yo me la imagino brillante, pero ella dice que acá tiran pólvora de mala calidad y es malo para los ojos, así que yo le hago caso y no la veo.

Cuando logramos bajar todas las escaleras el Gordo se quitó sus tenis rojos con cuidado, dejándolos lo más lejos posible del agua.

–¿Qué vamos a jugar? – dice con brusquedad.

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–¿Jugamos a policías y ladrones? –propone Juancho con su voz chillona.

–Listo pues, el Gordo y yo somos los ladrones –dice Miguel. Todos nos quitamos nuestra ropa con rapidez para quedar con la pantaloneta de baño. Ya nos habíamos acostumbrado al dolor en los pies causado por las piedras del río, pero era un dolor pasajero, una vez entrábamos al agua fría y nos adentrábamos más las piedritas desaparecían, después nuestros pies dejaban de tocar fondo

–Ahora nos faltan las armas–, todos mira-mos al piso en busca de ramas. El Gordo salió corriendo de una manera muy graciosa para alcanzar una rama larga y gruesa, claro, el Gordo siempre tenía que quedarse con las mejores cosas.

–Bueno, pero entonces contamos hasta 10. –Hablé.

–Listo pues. –Respondió el gordo– Miguel, alístese.

–1… 2… 3… El gordo salió corriendo al río con Miguel, al

llegar un poco más al fondo se lanzaron a nadar hasta la cascada.

–¡10! ¡Alto ahí! –Gritó Juancho de manera autoritaria metido en su papel de policía. Juancho y yo salimos corriendo a la piedra que daba

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frente a la cascada, con cuidado de no caernos escalamos para luego saltar al río y nadar hasta los ladrones–. Pum, pum –nadamos hasta la cascada– Pum, Pum. ¡Lo herí!

Así estuvimos un buen rato, el sol picaba con fuerza. Ya era la hora del almuerzo, así que comenzamos a recoger nuestra ropa. Subimos las escaleras de la cascada con los zapatos en la mano para no mojarlos. Sobresalían los tenis rojos del Gordo. Cuando llegamos a la carretera Juancho me tomó por el brazo.

–Son ellos –me susurró.Y entonces entendí, entendí que el diablo usaba

botas de caucho. No sé cuántos eran, se quedaron mirándonos y yo solo pude desviar la mirada, si no los miraba a los ojos no veían mi miedo.

–Quiubo, Gordo, ¿cómo está su papá? –Habló una voz masculina con un tono de ironía.

–Bien… –La voz del Gordo nunca había sona-do tan bajita, ni siquiera cuando su mamá lo regañaba por no entrarse antes de las cuatro y por eso se tenía que quedar en la casa de algún vecino.

–Uy, pero usted no salió con la misma lengua que su papá. –La risa que soltó aquel hombre fue estridente– Dígale que anda muy caritativo y nosotros también podemos serlo.

Me atreví a mirar al Gordo, su mirada arrogante

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había desaparecido, su cabeza estaba gacha, como la del resto de mis amigos. Lentamente subí la mirada por esas botas de caucho, el panta-lón, y camisa verde como el bosque, después llegué a lo que más temía, los ojos del diablo. Pensé que los ojos del diablo serían totalmente rojos, pero sus ojos eran cafés.

Después de ese día, no volvimos a saber del Gordo y su familia. Mi mamá me prohibió hablar con él, me dijo que era por el bien de todos, que no podíamos ganarnos problemas, que él entendería. Pero el Gordo era mi amigo, él no tenía la culpa de que los diablos no lo quisieran, ¿en realidad de quién era la culpa?

Íbamos caminando con el Juancho y Miguel para ir a La cascada. Desde el día que vimos a los diablos no habíamos vuelto, pero el calor era tan infernal que necesitábamos ir a los char-cos. Desde lejos comenzamos a escuchar a los perros ladrar y un grupo de diablos bajar. Nosotros nos detuvimos y nos hicimos a un lado para que pasaran y no molestarlos. Como la última vez bajé la cabeza para no encontrarme con los ojos del diablo. Pasaron varias botas de caucho negras, pero lo que me llamó la atención fue ver que habían unas botas más pequeñas que el resto. La curiosidad hizo que subiera la

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mirada con cautela, primero vi las botas, luego el pantalón verde camuflado, la camisa negra y luego me encontré con los ojos cafés del Gordo. El Gordo ya no usaba sus tenis rojos.

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Llevaban nueve horas cavando la tierra y el sol parecía no querer esconderse tempra-

no esa tarde. Lucía se miró las manos y pudo ver varias llagas asomarse entre los dedos, se sobrepuso un poco al darse cuenta de que no le dolían, ni siquiera aquellas que estaban abier-tas y parecían infectadas de llevar tanto tiempo untadas de tierra. Tomó la pala entre sus manos y antes de poder meterla con fuerza en la tierra, se detuvo. “Con mañita, Lucía, con mañita”, se dijo a sí misma. Había olvidado por dos segun-dos que la tierra estaba minada y que un mal movimiento podía acabar con la única opor-tunidad de encontrar a su hermana Margarita.

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–¿Por qué es que nos toca a nosotros hacer esto? –Le preguntaron al verla tan callada– Ah, verdad que es que si no somos nosotros no es nadie ¿Sí o qué, Lucía?

Ella no le respondió y siguió cavando. Por un instante sintió que el calor ya le pegaba en la sien y que su ropa parecía bañada en un charco. Este trabajo lo hacían todas las mañanas durante seis horas sin detenerse, pero ese día en particular Lucía le había pedido a el Topo que se demora-ran un poco más, que ella tenía una corazonada muy fuerte, que el corazón hoy le había avisado que era el día, que hoy sí encontrarían el cuer-po. Ella en el fondo sabía que era mentira, que lo que más deseaba era no tener que llegar a casa para hacer la visita anual de su otra hermana, Laura. Lamentaba profundamente mentirle así a el Topo, él era el único que conocía los territo-rios donde las fosas estaban escondidas y donde nadie se atrevía a ir porque era zona minada. Eran amigos desde pequeños pero el Topo se había tenido que ir con su familia porque la hidroeléc-trica había llegado a reemplazar el trabajo de su padre. “Uno se va y cuando vuelve, regresa sin la mitad de la vida con uno”, le decía él siempre cuando tocaban el tema de su retorno. La fami-lia de él no había alcanzado a regresar, la vida se

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les había quedado corta para volver a su tierra, pero el Topo siempre había sabido que tenía que regresar, que en algún momento iba a tener que volver a ayudar a su pueblo. Era una “corazona-da”, como ambos llamaban al sentimiento que nacía en el centro del estómago.

–Lucía, yo sabía que regresar iba a ser una cosa muy berraca, pero jamás me imaginé que fuera a sentir que me estoy es muriendo ¿Me entendés? –Lucía lo miró.

–Yo no sé, Topito, a mí me han matado tanto que creo que el miedo se me terminó murien-do también. Pero de sentirme muerta… no. No, Topo. –Le dio la espalda y siguió cavando–. Mejor cogé tus cosas y nos vamos. Ya está oscu-reciendo rápido.

–Lamento que hoy no la hayamos encontrado. Pero si te soy sincero a mí sí no me dio esa cora-zonada de la que me hablaste esta mañana… –Tomó un sorbo de agua ya hirviendo. –Mañana seguimos, Lucía.

–Mañana no. Hoy llega Laura.Lucía sabía que a el Topo no le iba a gustar,

Laura y Margarita tenían la misma cara, la misma sonrisa. Ser gemelas parecía ser una condena para él. Eduardo, el Topo, había decidido dedi-carse a recorrer las zonas más complicadas a

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las afueras del pueblo después de la muerte de Margarita, si a Lucía le habían matado el miedo, y una hermana, a él le habían matado al gran amor de su vida. Los diablos eran inteligentes y sabían cómo esconder debajo de la tierra a los ausen-tes, por eso le tomó meses llegar a estar seguro de cuáles sectores estaban limpios de minas. Se había vuelto tan bueno en ese trabajo que no demoraron en bautizarlo como “el Topo”. No fallaba ni una. No era capaz de poner en peligro la vida de Lucía, ella le recordaba por qué morir no era una opción.

–Entonces cuál corazonada… Lo que vos no querés es darle la cara a Laura.

–¿Y vos sí o qué? –Soltó la pala y lo miró a los ojos– Porque no es que yo crea que tengás muchas ganas de verle la misma cara que… –Se calló– Lo siento. Estoy muy cansada y no quiero ver a Laura.

El Topo, sin decirle una sola palabra, recogió sus cosas y partió. Le hizo un ademán de despe-dida y desapareció en el monte. Lucía no se quejó, sabía que para ambos era igual de difícil.

–¿Tan difícil es verme a los ojos que tenés que voltearte a cortar la cebolla?

Lucía se dio la vuelta y vio entrar a Laura a la cocina. Tenía una falda larga que le llegaba hasta

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los tobillos, parecía hecha a la medida de sus pier-nas. Una sonrisa iluminaba su rostro y se extendía de tal forma, que llenaba de luz la casa. Lucía le sonrió de vuelta y no pudo evitar sentir una punzada en el pecho cuando vio esa misma sonri-sa en el rostro ausente de Margarita. Qué difícil era ver a Laura. Qué difícil era no ver a Margarita.

–Llegaste más rápido de lo normal. ¿Qué tal el viaje? –siguió cocinando.

–El conductor se conocía esta carretera perfec-to. Me tocó igual caminar… Vos sabés, estos tiempos son difíciles. –Se acomodó en la sillita del comedor de madera– Nada cambia aquí, ¿no? –Se dio cuenta de que no iba a haber respuesta a esa pregunta. Aguardó unos segundos– ¿Qué tal está Topo?

–Si vinieras más seguido lo sabrías, Laura. –Cortó el último pedazo de tomate mientras la pitadora empezaba a echar vapor– ¿A qué vinis-te, Laura? ¿Vas a coger una pala y vas a cavar conmigo y veinte personas más zonas minadas? Decíme, pues.

Laura la miró con mucha calma y esbozó una pequeña mueca que buscaba parecerse a una sonrisa. Lucía soltó el cuchillo, tomó aire y se tragó las lágrimas que estaban a punto de escu-rrirse en sus mejillas.

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–Si vos salieras más seguido sabrías lo difícil que es llegar aquí a… –Laura fue interrumpida.

–Si no te hubieras ido no tendrías que volver cada seis meses para recordarnos lo difícil que es volver a tu pueblo. –Le dio la cara y la miró. No podía creer que Laura tuviera tanta calma. Incluso cuando Margarita murió, ella supo hacer de su rostro un muro indeleble. Nadie supo nunca qué había sentido con la muerte de su gemela, pero el dolor en su pecho de ese día no había sido gratuito. La muerte, de alguna forma, la había habitado a ella también.

–Vos sabés que me fui porque ya no había plata acá. No había forma de sobrevivir.

–Vos te fuiste porque el miedo te ganó. –Las lágrimas no le dieron tiempo y empezaron a bajar por sus mejillas. Ni una mueca salía del rostro de Lucía, tan solo lágrimas. Laura le quitó la mirada y se levantó. La puerta, sin avisar, se abrió de par en par y una silueta se asomó preci-pitadamente a la sala.

–Eduardo. –Saludó Laura con un ademán.–Laura. –El Topo sintió que veía al fantasma

de Margarita. No pudo evitar pensar en lo pare-cidas que eran. Probablemente Margarita no hubiese elegido esa falda larga que le llegaba a los tobillos a Laura, pero incluso así él la podía ver.

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Miró a Lucía y se dio cuenta de que su presen-cia podría llegar a empeorar las cosas, así que no demoró en hablar– Ya sabemos dónde está.

Lucía sintió que todo le dio vueltas. Se secó las lágrimas y con una sonrisa abierta de par en par se acercó a el Topo. Él, antes de permitirse escu-char la pregunta de Lucía, la interrumpió.

–Está muerta. –Guardó silencio para permitir-le a la falsa ilusión apagarse– Está en la casita del horror. –La sonrisa de Lucía se diluyó por completo– Juan de Dios dijo haber escucha-do a uno de los diablos hablar sobre una de sus muchas anécdotas en el lugar… Se lo contó a Rosa y ella fue a contarle a Martha que la mujer de la que llevaban lamentándose haber desapare-cido se encontraba ya escondida bajo tierra bien cerquita a ellos… Y que no dejaban de repetir su nombre. –Vio la mano de Lucía aferrada al lado del corazón– ¿Vos también sentís la corazonada?

–Sí, Eduardo. –Cayó de rodillas sin poder llorar. Sentía un nudo crecer en su garganta mientras se imaginaba a Margarita pedir auxilio sin que nadie pudiera escucharla. Se acordó de que Laura seguía en la casa y la encontró llorando senta-da en la esquina de la sala. Ni el Topo ni Lucía hicieron algo, se quedaron mirándola mientras ella lloraba desconsolada en aquella esquina.

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Pasaron unos minutos y Laura se levantó despa-cio, tomó un vaso con agua y se quedó mirando a Lucía fijamente.

–Sí fue por el miedo. Y también porque no fui capaz de seguir aquí si no era con Margarita. –Dejó el vaso en el lavaplatos, se acercó al Topo y le besó la mejilla, le pidió disculpas con la mirada y él pudo reconocer, por primera vez, a Laura, únicamente a Laura. Desapareció en la puerta y dejó con ella el vacío que cada seis meses queda-ba en casa.

Caminaban en círculos, Lucía no era capaz de coger camino por esa cuadra. Prefería caminar sobre tierra minada que al lado de ese lugar. La cuadra era larga y en toda la esquina se ubicaba el Centro de policías, si uno caminaba unos diez pasos hacia la cuadra que conectaba al parque principal, se encontraba con la casita del horror. Esa calle no la transitaba nadie, todos sabían que existía el peligro de no volver con vida a casa. Su fachada era de color amarillo quema-do, parecía haber sido bronceada desde hacía años por el sol que la arropaba a diario; pasa-ba por ser una casa común y corriente, pero años antes había sido un hotel famoso de lujo, ahora parecía tener vida propia a cuesta de las que se había tomado. Nadie decía nada sobre lo

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que pasaba allí dentro, nadie salía de allí. Lucía golpeó con fuerza la puerta de la Estación de policías. Varios vecinos se asomaron silencio-sos por sus ventanas para espiarlos. Esperaron unos minutos y la puerta se abrió de par en par.

–Qué es esta sorpresa tan grata, Lucía. –Unos ojos cafés se asomaron con cautela– Y como no quiero que deje ser grata, andáte pa’ tu casa ya. Es muy tarde.

Ramón llevaba como jefe de policías ya seis años, muchos decían que seguía de jefe gracias a su silencio. Lucía prefería llamarlo cobardía. Tenía unos ojos que nadie podía descifrar, pare-cían esconder toda una vida detrás de ellos.

–Ella está en la casita del horror. Ayudáme, por favor. –Rogó con su par de ojos.

–Andáte pa’ la casa, Lucía. –Ramón, ayudános. –Le susurró el Topo.–Pero ¿Ayudarlos a qué?– Ramón esbozó una

gran sonrisa y sus ojos se iluminaron de repente –si aquí nunca ha pasado nada.

Cerró la puerta de un solo golpe y los vecinos se apartaron de las ventanas en silencio. Las luces se fueron apagando en esa cuadra y un hombrecito, todo camuflado, se alcanzaba a vislumbrar en el techo de la casita del horror. Se tambaleaba de un lado a otro, tal vez estaba mirando si algún otro

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diablo, hacia las veredas de San Miguel o Santa Rita, se preparaba para mirarlo a él también.

Amaneció y las llagas de sus manos habían empeorado. La tierra había pintado su piel de un solo color. Ambos tomaron la pala y la clavaron en la tierra. Tal vez Margarita, en cualquier lado, sin importar dónde, habría de aparecer.

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Yolanda siempre lo supo, incluso cuando el miedo y la sombra de sí misma habían apren-

dido a esconderse debajo de su cama, y le huían al demonio que cada tarde, a las 4:00 en punto, se paseaba al frente de su casa. Ella recorría la plaza sabiendo que no recibiría ninguna tregua en el día. Saludaba a sus comadres y compadres, y les pedía que el tintico estuviera bien cargado de azúcar porque con este calor tan berraco no se puede negociar un tinto sin las cucharadas de dulce necesarias, les decía. Andaba todo el día de zapato cerrado, incluso cuando se iba a la cama a dormir, porque en el momento en que el pueblo se volviera manada y se dispusiera a correr, ella

Vestidos de verde

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iba a estar lista para escaparle a la muerte. Yolanda sabía que huirle era una carrera perdida, la muer-te igual los habría de encontrar. Esa tarde había decidido tomarse un café a las 3:55 p.m como no era de costumbre, dejar la taza de café en el lugar donde nunca la había dejado y apagar el cigarillo antes de acabarse el último sorbito que le quedaba. El fondo de la taza dejaba vislumbrar restos de saliva y unas pocas gotas abrazaban el cuncho que quedaba para crear una sola forma.

–¿Qué le pasa, Yolandita? –le preguntó Mariela mientras le daba tres vuelticas al perico de ese día.

–Nada, mija, hoy me he levantao’ como fría, yo siento que me está es dando como la pálida... Sí, yo creo.

Mariela, sin darse cuenta, había echado una cucharada más de azúcar y se sobrepuso en su asiento. Se incomodó. Vio cómo Yolanda tosía muy fuerte y solo se preguntaba por qué jamás, ninguna de las dos, había pensado en dejar el cigarrillo, pero ella sabía que esas preguntas no se hacían en ese pueblo porque “la prudencia y el silencio nos salvan en estos tiempos”, decía constantemente Juanito, el celador. Mariela sintió un quemón en su mano, pensó que había sido el cigarrillo que no estaba fumando. El suelo empezó a temblar.

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–¡Mija, el diablo, el diablo, el diablo llegó! –gritó una vecina mientras corría cargando en sus brazos al niño de la muchacha María.

Yolanda supo qué hacer. Siempre lo supo. Apretó las hebillas que ajustaban el par de zapa-tos que tenía y agarró a Mariela del brazo. Pero entonces la vio. La muerte estaba atravesada entre la multitud que le huía. Lo primero que pensó fue que jamás imaginó verla vestida de verde, ella la había imaginado de negro como el luto después de tanta muerte o roja después de tanta bala. Después pensó en la hora. Siempre lo supo. Que ese día se encontraría con ella de fren-te. Lo que no sabía Yolanda era que la muerte lo había sabido desde esa misma mañana, que aún no era su turno, que todavía le quedaba trocha para darle más vuelticas al café. Y tosió, fue tan fuerte que el cuerpo se le dobló en dos. Marielita dio un grito en seco y cayó tan duro al suelo que la tierra volvió a temblar. Yolanda vio los ojos de Mariela abiertos, negros como el luto que acaba de darle la bienvenida a la muerte, y le susurró “Por esto mismo, mija, por esto mismo es que jamás dejamos de fumar”.

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Del otro lado

La tierra estaba caliente y hervía. Un silencio inundaba al pueblo, ni un susurro podría

despertar a los gallos que pronto se acomodarían para saludar al día. El teléfono sonó.

–¿Aló? –No se escuchó nada del otro lado. Susurró– ¿Socorro? –Un sonido incómodo brotó del otro lado del teléfono.– Sabés que no pode-mos hablar, Socorro… –Edwin tomó aire.

–No me lo tenés que decir. –Le respondió ella también entre susurros. Calló por dos segundos.– Lo volví a ver hace unas horas, Edwin, tenía ese hueco en el pecho... Yo creo que me voy a despe-lotar solita. –Guardó silencio de nuevo por un rato– ¿Cuántos has recogido hoy? Yo sé que él era tu amigo también…

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Del otro lado

–Ninguno. –Sabía que mentía. Calló– A cuatro, Socorro. ¿Para qué me llamás? Nos van a matar…– Ella lo interrumpió.

–Sí, Luis Carlos me dijo lo mismo. –Sollozó un poco. El sonido incómodo volvió.

–Mija, sumercé ya está es fantaseando. Váyase a la cama, hágame caso. Usted sabe que Luis Carlos… –se le quebró la voz sin espera a la angustia.– Sumercé sabe que está muerto, Socorro. Váyase a la…

La llamada había acabado. Socorro lo llamaba cada noche para contarle

una historia distinta de Luis Carlos. De cuando había ayudado a recoger todas las vacas perdidas de Don Jorge, cuando había logrado dejar de tenerle miedo a la oscuridad, cuando sus hijos se habían graduado y él tenía ese sombrero que no combinaba con ninguna camisa, cuando no lo encontró durante tres semanas… Socorro siem-pre llamaba, pero esa madrugada había sido diferente. El sonido que brotaba del fondo de la conversación incomodaba incluso a Edwin. No le prestó atención y se recostó de nuevo en la cama. Se miró los pies y se acordó de Yolandita, siempre preparada con su par de zapatos. Él no lo hacía, llevaba consigo el overol de bombero a medio poner, así los diablos sabían que eran ellos

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quienes espiaban la madrugada para recoger a los ausentes.

Sonó el teléfono de nuevo. Se sobrepuso en su cama. No era normal que Socorro llamara dos veces seguidas en una noche.

–Qué hu… –¡Llegaron! Cuando el fantasma de Luis Carlos

se me apareció esta tarde lo supe. Lo supe. –Sonaba desesperada– ¡Te lo dije! Te lo dije, Edwin. ¡Te lo dije! –Un estruendo sonó cerca del auricular de Socorro. La llamada se colgó inmediatamente. Él logró escuchar aquel mismo estruendo, pero a varios kilómetros de donde estaba.

Edwin tomó el teléfono y antes de poder marcarlo volvió a sonar.

–¿Socorro estás bien? –Un llanto de fondo sonaba.– ¡¿Socorro?! –Nadie contestó.

Colgaron de nuevo. Saltó de la cama y, sin pensarlo dos veces,

salió de su casa. El pueblo estaba alborota-do pero en silencio, solo los perros ladraban entre la multitud que corría enmudecida. Era como si todos supieran que hacer un solo ruido podría traer a los diablos. “¿Esa bendita bala de dónde habrá salido?”, se preguntó Edwin mien-tras buscaba alguna cara conocida. Vio de lejos a María y ella con un ademán le indicó que estaba

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bien, que no tenía ni una sola herida. Edwin quiso acercarse pero pasaron tantas personas al frente de ella que cuando menos se dio cuenta, ya no estaba. Los perros seguían ladrando. Nadie decía ni una sola palabra. Parecían buscando algo que no lograban encontrar por la oscuridad que arropaba esa madrugada.

Volvió a su casa. “Qué tal vaya y ella no esté…” Se dijo a sí mismo. Palideció.

Sonó el teléfono. Esta vez no preguntó si había alguien al otro lado de la línea, se quedó callado. Escuchaba la respiración agitada, rápi-da y como a punto de ahogarse de alguien.

–¿Mijo? ¿Me escuchás? –Reconoció la voz. Era su madre– ¿Mijo? Respondéme por amor a Dios.

–Mam… ¡Mamá! ¡Sumercé sabe que no puede llamarme!… Juepuch… ¿Qué pasó? –Trató de tomar la compostura que había perdido minu-tos antes.

–¿Está vivo, mijo? –Edwin solo pudo pensar en Socorro.– ¡Mijo, pero decime algo!

–Sí. –Su madre pegó un sollozo del otro lado. Ella sabía que esa pregunta podía responderla un fantasma. Parecía que la muerte se lleva-ba únicamente los cuerpos, pero no sus voces.

Sonó otro estruendo pero esta vez del lado del auricular de Edwin. Su madre pegó un grito

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y enmudeció al instante. Se colgó la llamada. Una gota de sudor se resbalaba por la frente de

Edwin. Volvió a salir de casa. Le dolían los pies. Les echó un vistazo y pudo verlos rojos, quema-dos. La tierra hervía, parecía que pasara de todo pero no pasaba nada. Volvió a ver a María y le hizo señas de que fuera a donde él estaba, ella le hizo el ademán de no poder y desapareció entre la multitud. Edwin corrió hacia la estación de bomberos y en el camino pudo ver las monta-ñas que se estaban formando en las esquinas de las calles, trató de no detenerse a mirar quiénes eran para alcanzar a llegar con sus compañeros, pero no pudo evitarlo. Se detuvo y al asomarse vio a Juan Esteban, el muchacho de los mangos. Cerró los ojos y dejó caer dos lágrimas. Había empezado el momento más oscuro de la noche. Siguió derecho. La Estación estaba llena, los bomberos estaban alistándose para emprender su pan de cada día. Vieron llegar a Edwin y lo saludaron con sus cabezas, lo estaban esperando. Hernán pudo notar a Edwin afligido, asustado, angustiado, más de lo normal. Cuando se iba a arriesgar a romper el silencio se percató de que Edwin no llevaba los tenis puestos. Se alarmó pero guardó silencio. Le tomó el hombro y lo obligó a que se diera la vuelta para quedar de

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frente a él. Pudo ver el miedo que traía en sus ojos, sabía que tenían que salir rápido a buscar a nadie en especial, pero a todos los que pudieran. Apretó el hombro de Edwin y una lágrima se le mezcló con la gota de sudor que traía atasca-da desde la primera llamada de Socorro. Salieron todos en fila y se separaron. Sabían que cada madrugada podían encontrar entre las montañas que se formaban en el pueblo algún rostro cono-cido. Tenían que hacerlo. Nadie más podía. El que recogiera a sus muertos, amanecía enterrado con ellos. Hernán no fue capaz de abandonar a Edwin y se fue en el grupo que no le correspon-día. Edwin estaba tan afectado que no se percató de la presencia de su compañero. Sin darse cuenta se desvió y corrió hacia su casa. El telé-fono volvió a sonar y esta vez Hernán contestó.

–¿Aló?... Sí… –Hubo una pausa larga. Hernán tomó mucho aire– Yo le digo…. Ya salimos para allá… Inmediatamente. –Colgaron. Edwin sabía que, aunque quisiera, no podía gritar. Sin planearlo empezó a llorar, cayó de rodillas y sintió vergüenza de no haber podido, unas horas antes, pegar un grito al cielo para pedir ayuda.

–Hermano, era María. Luis Carlos ya no va a estar solo allá arriba...

Los gallos se despertaron y el primero cantó. Había amanecido.

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Sin rostro

11:30 a.m

Le quitaba la tierra que tenía encima de sus piernas con cuidado. Lo miró y le sonrió.

Darío solamente pensaba en cuántos padre nues-tro tendría que rezar para que Dios lo perdonara. Él no estaba enamorado o al menos eso decía. Accedía a estar con ella pero no sabía muy bien por qué lo hacía. Le gustaba el color de su piel, sobre todo cuando la tierra y la pintura verde ya se le habían caído del rostro y podía vislum-brar ese par de ojos cafés que traía consigo; era como si todo rastro de diablo que llevaba con ella puesto quedase despojado ante el tacto de

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Darío. Al parecer él era el único que tenía ese poder. En cambio Yanneth estaba enamorada. Lo decía abiertamente.

–Vos sabés que el cielo te lo puedo dar, negrito. No más vos lo pedís y yo te lo doy. Vos sabés, por vos hago lo que sea. –le decía mientras seguía quitándole la tierra que aún tenía en sus piernas.

Darío la detuvo. No quería que le siguiera limpiando la tierra, pensaba en cuánta cantidad de cuerpos vivían debajo de ella y sentía de nuevo repugnancia de sí mismo. Cuerpos enterrados por ellos. Por nadie más. Se puso los pantalo-nes de drill color beige, sucios, gastados y con una que otra mancha del café que se había tomado esa mañana.

–Y vos sabés que a mí no me importa que me podás dar el cielo o no, Yanneth. Vos sabés muy bien quién sos. Ni rostro tenés en este pueblo. Y a mí como que se me está borrando el mío de andar con vos.

–Negrito, pues nos volamos los dos.–Primero te volás vos de este pueblo que no te

pertenece. Y luego yo miro cómo me voy solito pal infierno.

Se abotonó la camisa, y su ceño serio y frun-cido se sostuvo con fuerza. Yanneth conocía esa determinación, la misma con la que se mira

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cuando se sostiene el fusil en el brazo antes de apretar el gatillo.

–Me gusta tu silencio, Darío. –le dijo sin mirarlo. Ella seguía desnuda y llena de tierra en los senos y muslos.

–A vos que te gusta silenciar todo lo vivo. –le dio la espalda y agarró el morral que traía consigo. Darío no dijo nada más y arrancó hacia la plaza.

Ese día el pueblo se había vestido de luto y el corazón, de los cantos de la misa de las 12:00 de la tarde.

3:45 p.m

Yanneth se incorporó en el monte. Sabía que podía hacer lo que quisiera. Es más, le hubiese podido meter un tiro a Darío si así lo hubiese queri-do; al fin y al cabo, el amor no era más que otra forma de huirle al diablo que llevaba dentro, del que no podía escapar. No conocía otra forma de vivir que no fuera cerquita de la muerte. Cada vez que pensaba en el diablo se veía a sí misma bañada en la tinta roja con la que había escrito su historia desde la infancia.

–¡Mi coronel! –le dijo Rojas cuando la vio llegar. Estaba preparado. Sabía que era una noche muy importante pues tenían casi treinta nombres que

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identificar con sus números de cédula. –Descanse, Rojas. ¿Están todos listos?–¡Siempre, mi coronel! –Yanneth le dio la espal-

da, pero antes de tomar camino se volvió a él.–Ni una sola palabra de dónde vengo. Entró a la carpa y cogió el fusil que tenía

separado para ese día. Si de los treinta solo aparecían quince, entonces los otros quince se los inventaba.

8:00 p.m

Darío despidió a las personas que estaban termi-nando el aseo de la cancha principal del colegio, se tomó un sorbo de aguardiente y sintió cómo el calor abrazaba su cuerpo. De pronto, una silueta repleta de miedo llegó corriendo de frente a él.

–Darío, hoy nos llegó la hora. –Era Patricia. Le tembló la voz y salió corriendo. La vio desaparecer de su lado.

Soltó la escoba que tenía consigo. Se escucha-ron cinco disparos y, el Gordo, aquel diablo que detestaba tanto a Darío empezó a golpear la reja del colegio. Traía unas botas negras manchadas de barro. Zapateó fuerte y se acercó a la reja.

–Abríme, pues, Darío. Hoy vamos a ver cuántas cédulas están presentes y listas para responder.

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A Darío le temblaron las piernas, los huesos y el alma. No podían con una pérdida más. Sabía que era el grupo de Yanneth el que estaba en el pueblo. “¡Diablos! ¡Diablos!” gritaban del otro lado de la reja. La abrió y pudo ver una fila inter-minable de personas. Vio a Yolanda, a Pedro, a Constanza, a María y a los hijos de algunos que ya no estaban. Al final de la fila la vio a ella, con la cara llena de tierra y de verde. Tenía el mismo uniforme que le había quitado antecitos del medio día. Lo miró y él supo que hoy ella era el diablo vivo acompañado de la muerte. Todos fueron entrando entre susurros, se acomodaron en la cancha de rodillas y sus rostros solo mira-ban al cielo para ver si de casualidad alguien allá arriba los salvaba.

–¡Al centro, compañeritos, hoy vamos a jugar Quién aquí presente! –gritó el Gordo sonriendo.

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–¡Diego Alejandro Trujillo Ortiz! –Hubo un silencio profundo. Solo se escuchaban algunos gemidos, en especial los de los civiles que estaban de pie detrás de los diablos– ¿Me va a tocar repe-tirlo? –No hubo respuesta– ¡Usted! ¡Levántese! –Mateus se levantó del suelo y pasó al frente. El

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aire no le entraba y sus piernas le dolían, esos tres años de guerra no habían sido gratuitos.

–Yo no me llamo Diego Alejandro, señor. –le susurró.

–Me importa un culo, Diego Alejandro. Al centro y te arrodillás.

Mateus se arrodilló de nuevo. Miró hacia atrás y vio el rostro de su mujer desfigurado. Ella se levantó y salió corriendo buscando estar a su lado. Yanneth levantó el fusil y lo sostuvo en sus brazos, recordó la mirada de Darío y lo pudo ver a él con los ojos como platos, aún con su ceño fruncido pero esta vez con una gota de sudor resbalándole por la sien.

Se escuchó el sexto tiro y el bulto cayó al suelo en silencio. En la cancha se despertó el miedo. Mateus intentó gritar pero antes de lograrlo cayó al suelo. Séptimo tiro. Se veía cómo el hilo de agua roja que salía de su frente buscaba desesperadamente encontrarse con el cuerpo que lo acompañaba.

Un silencio sofocante se posó en la cancha. No pasó el tiempo más y las setenta personas se levantaron y se abalanzaron sobre los diablos.

Ocho.Nueve.Los verdes se fundían con los inocentes.Diez.

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Once.Doce balas más se lanzaron a nadie. Los gritos,

el tumulto, el anonimato incluso, se perdieron en el estruendo que se volvía un solo sonido. Yanneth apretaba el gatillo con furia. De nuevo había decidido temblar el suelo pero esta vez eran los berraquitos quienes lo hacían temblar. Se volvió un coro de gritos y gemidos, de colo-res muertos y vivos.

La lista decía treinta y ya iban por sesenta.

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La tierra y tinta roja tapaban sus ojos cafés. Ya no quedaba nada más que un silencio irrevo-cable. Diez personas lloraban en la esquina de la cancha y se tapaban el rostro. Yanneth dio la orden y ellos sabían qué hacer, cómo ubicarlos, dónde ponerlos, cómo perderlos. Tomaron los cuerpos y empezaron a repartirlos por todo el pueblo. Aquí las montañas parecían ocultar a esos cuerpos, ahora sin vida. Parecían guardar-los de todo lo que pasaba por fuera del corazón del pueblo. “Pues aquí les regalamos estas otras montañitas”, dijo Yanneth en voz baja mientras los diablos ubicaban en las calles los cuerpos restantes.

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Sin rostro

–Ese es el último grupo, coronel. –Descanse, sargento. ¿Todos están contados?

¿Los treinta de hoy?–Sí, mi coronel. Ella no lo escuchó. Entre una de las montañi-

tas reconoció los pantalones untados de café que esta mañana había manchado de tierra. Cayó de rodillas al suelo mientras lo miraba enmudecida. Tomó el fusil y se levantó de a pocos. Darío agonizaba y le rogaba con la mirada que lo despi-diera. Que le diera fin.

–Andáte de aquí ya. –Le dijo al diablo que la miraba confundido.

Se acercó a Darío despacio, le tomó la mano y la apretó. Fue descubriendo que la mirada que él le lanzaba estaba inundada de miedo. Le soltó la mano, su rostro que había estado golpeado por el dolor volvió a ponerse serio y distante, y antes de que sus ojos se cerraran se acercó al rostro de Darío y le susurró.

–Negrito… si quince no aparecían, entonces los hacíamos aparecer.

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Agua dulce

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El sol de la tarde

El sol de la tarde me pegaba justo en la cara, las sombrillas del quiosco no eran suficien-

tes para taparme del sol, pero no me importaba, a esta hora el sol no picaba en la piel. El parque central estaba lleno de gente, algunas señoras caminaban con sus vestidos de flores y sus nietos cogidos de la mano, otros se tomaban fotos con la iglesia de fondo o simplemente estaban como yo: tomándose un tintico.

–Qué hubo, pues –me saludó Patricia mien-tras corría una silla para sentarse –¿Usted no va a misa? –Patricia me miró por encima de sus gafas como quien dice “la pillé”.

–¡Ja! –puse un cigarrillo en mis labios– Ya

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El sol de la tarde

me santifiqué esta mañana. –respondí mientras encendía el cigarrillo– Y ¿vos? ¿Ya te limpiaste de todos los pecados?

Patricia agarró uno de los cigarrillos de mi caja y empezó a fumar. “Ay, Patricia, si su marido la viera” pensé. Conocía a Patricia desde que tenía-mos pañales, nuestras mamás eran compinches, así que crecimos juntas, como hermanas. Era una mujer robusta, de cabello castaño y ojos cafés. Los años y el cansancio estaban marca-dos en sus ya visibles arrugas. Aunque ella era una mujer alegre, al igual que muchos de los que vivimos en este pueblo teníamos un corazón ya cansado por tanto.

–Ya todos mis pecados los pagué, María –miró a la iglesia– si es que tenía o tengo alguno. Mi único pecado es ser amante de los fritos. –No pude evitar la risa ante su comentario. Patrícia tenía problemas de corazón.

Las campanas de la iglesia sonaron. Varias personas comenzaron a dirigirse a la iglesia con tranquilidad. En ese momento recordé cuando era niña y por las calles pasaba un niño tocando una tabla con unas campanas para avisar que iba a iniciar la misa. Cuando pasaba por mi cuadra no sabíamos si la misa ya había empezado y mi mamá nos sacaba corriendo de la casa para no

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llegar tarde. En ese entonces la iglesia no se llenaba como ahora, el único momento que veía-mos la iglesia llena era cuando temíamos todos por nuestras vidas. Pero eso fue hace mucho.

–Ay, Patrícia. Usted tiene que cuidarse. Lleva toda una vida cuidando a los otros. Es momento de que se cuide– la recriminé.

–Mire quién habla, profe, –Me miró con los ojos entrecerrados– lo dice la que no duerme.

–Pero eso es otra cosa –le desvié la mirada. A veces odiaba que me conociera tan bien.

–¿Segura? Usted sabe que puede hablar conmi-go de lo que sea.

En ese momento llegó Edwin, el esposo de ella. Me alegraba que hubiera llegado, así mi amiga dejaba de insistir con el tema.

–Me huele a cigarrillo, ¿Era usted María o doña Patrícia? –Edwin nos miró con desaprobación.

–Era yo –Defendí a Patrícia– Usted sabe que su mujer se cuida mucho.

–Amor, ya hemos hablado de esto –La mirada de Edwin tenía esa mirada que todos conocía-mos tan bien: miedo a perder a otro ser querido.

–¡Profe! –El grito chillón de una vocecita me hizo sobresaltar. Marianita era una de mis estu-diantes de primaria que venían sonriente sin uno de sus dientes a saludarme. En una de sus manos

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El sol de la tarde

vi la correa que conectaba con un pequeño perro negro que temblaba nervioso.

-–Mi cielo lindo, ¡Pero qué son esas pintas tan bellas! –La saludé con un fuerte abrazo. Cuando la solté miré al perro que me miraba con sus ojos saltones, su hocico estaba levantado e infla-do levemente para empezar a ladrar. Los perros pequeños podían ser incluso más bullosos.

Las campanas volvieron a sonar. En ese momen-to la sangre se me heló. Y recordé eso que tanto dolor me había causado. Yo me iba a casar. Yo iba a tener hijos. Iba a levantarme todas las mañanas al lado de mi esposo. Pero él se fue. Héctor... Héctor. Él era dos años mayor que yo en ese entonces, era un hombre bajito pero con una sonrisa y un sentido del humor que derre-tía los corazones de cualquiera. En ese entonces yo daba clases en las escuelitas de la zona rural, tenía que levantarme a las cinco de la mañana para coger la chiva y llegar a la vereda donde daba la clase. Mi mamá me pedía que me fuera, ya habían matado a varios de mis compañeros, pero yo no podía irme. La educación era mi única arma y no la iba a abandonar. Hecticor me esperaba siempre, cuando me veía llegar podía ver cómo sus hombros se distensionaban y me recibía con un fuerte abrazo. Un día tuve un

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sueño donde Héctor se metía en la selva y no volvía, yo salía corriendo detrás de él pero cada vez se adentraba más en la maleza. Eso debió ser una señal de Dios para que me preparara. Héctor trabajaba descargando camiones que venían cargados desde Medellín. A los pocos días los diablos obligaron a mi Héctor a descargar un camión lleno de papa y llevarlo a las profun-didades de la selva. Cuando volvió los vecinos le dijeron que se fuera, que si no se iba lo mata-ban por ser un colaborador. Todos sabíamos que no era verdad, pero nuestra verdad nunca les importó. Entonces Héctor se fue, se fue, ¿A dónde iría mi Héctor? ¿Dónde se quedaría a dormir? ¿Conseguiría trabajo? Él me prometió que trabajaría duro para llevarme. Pero cuando se fue nunca más volvió a aparecer. Dos años después me enteré de que los diablos lo mataron en la terminal de transporte. Lo mataron al igual que a mi amiga Socorro, pero eso es otro cuento.

Las campanas volvieron a sonar sacándome de mis pensamientos. A veces me pasaba, a veces volvía a ciertos lugares que quería desterrar de mi memoria, pero volvía, aunque ya no dolía tanto.

–¡Patrícia ya son las cuatro! Se nos hace tarde para ir a misa –Exclamó Edwin.

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Murales

Llevaban bastante tiempo en esto, pero aún era pesado. Pintar siempre cansaba, pero el

cansancio era algo que valía la pena, siempre valía la pena para Miguel y Diana. Las vecinas saca-ban una limonadita para darle a los chicos, era un detalle pequeño pero era la forma de agradecer-les por borrar con tanto color esas paredes grises que alguna vez sembraron terror. Miguel y Diana veían cómo los jóvenes recogían sus pinceles, no podían evitar sentir cierto calor en el pecho por la emoción de darle un poco más de vida a San Carlos y por ver a todos esos jóvenes felices de ser parte del cambio. Miguel al verlos recordaba cuando era un poco más joven y sus ganas por

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cambiar la situación en la que vivía era impedida por el miedo constante de ser asesinado.

–¿No le parece muy lindo? –Habló Diana.–¿Qué cosa?–Pues esto –señaló el mural sin terminar– lo

que hemos logrado todos. –Diana le sonrió a la nada. Al igual que Miguel y cientos de personas de San Carlos, siempre soñó con poder hacer algo por su gente, y lo estaban logrando de a poquito porque había muchas cosas que traba-jar todavía. Miguel y Diana fueron vecinos de niños, siempre les gustó el arte, rayar las paredes con un lápiz, porque el lápiz se podía borrar más fácil y así sus mamás no los perseguían por toda la casa con la chancleta en la mano. Al ser tan cercanos perdieron a casi la mismas personas, la guerra no solo dejaba muertos y desplazados, también separaba por el reclutamiento forzado a las familias que se veían enfrentadas entre sí por distintos diablos.

–Claro, Dianita, –sonrío con alegría– esto era lo que queríamos todos, poder construir con nues-tras propias manos. –En ese momento pensó en todos los amigos que habían perdido en el cami-no, amigos que tenían el mismo sueño de poder hacer un cambio a través del arte.

Los chicos habían terminado de recoger sus

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cosas y se despedían alegremente, no podían del dolor de los brazos, pero estar ahí era muy importante para todos ellos. Lo bonito de la gente de San Carlos es que todas las historias siempre terminaban conectadas, así que todos vivían el dolor de los demás como propio. Algunos no habían nacido en el pueblo, pero sus familias retornaron después de mucho tiem-po. No haber vivido lo mismo que sus padres o amigos no los hacía indiferentes al dolor que los demás sentían, porque lo sentían como parte de su historia. Entre ellos se contaban historias que sus padres habían vivido pero también de cómo trabajaban por cambiar esas marcas invisibles. Lo que importaba para todos era la nueva reali-dad, la noche más oscura había acabado hace algunos años.

–Muchachos, vayan a descansar. Con Dianita nos vamos a quedar terminando el mural –todos se despidieron mientras ellos dos volvían a tomar las brochas y dedicarse a los detalles del mural–. Diana, ¿vos te acordás de esa vez que doña Nancy salió corriendo a medio día como una loca y del susto todos salimos corriendo para nuestras casas?

–¿Cómo olvidar eso, Miguel? –soltó una risita– Mi mamá al otro día le preguntó a Doña Nancy

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qué por qué corría si no se escuchó ninguna bala y Doña Nancy le respondió “Yo no sé los demás por qué corrían, yo corría porque se me olvidó apagar la olla pitadora”. Ay, esa Doña Nancy sí que nos hizo reir.

– Muy charro –Miguel no paraba de reír– Claro, uno se ríe tiempo después, pero en ese momento que susto tan berraco.

– Sí, sí. Pues en ese entonces todo nos daba terror. Menos mal ahora todo cambió, aunque aún nos falta camino por recorrer.

El silencio los invadió por un largo rato, pero no era un silencio incómodo, eran dos colegas centrados en acabar lo que tenían al frente. La gente que llegaba al municipio siempre se sorprendía por la cantidad de murales que habi-taban en San Carlos, a parte de embellecer el lugar contaban las historias que han recorrido la vida de los sancarlitanos. Era una forma de borrar el dolor, pero no la historia.

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Volver a casa

Hacía el mismo sol que Damián conocía desde pequeño. Bajaba despacio del bus

para que el equipaje no se fuera a tostar con él. Ya habían pasado más de diez años desde que él y Teresa se habían ido corriendo de San Carlos.

–Parece que el tiempo se hubiese quedado congelado en este pueblo. –Le dijo su esposa mientras él la ayudaba a bajar del bus.

Vio cómo una familia se disponía a bajar también, eran casi siete personas y pensó en la cantidad de equipaje que ellos podían traer. Una niña de por lo menos ocho años de edad bajaba con dificul-tad mientras se desarmaba las trenzas que, al parecer, su madre le había hecho. Tal vez tener hijos les hubiese dado un motivo diferente para

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mantenerse con vida. Nunca los tuvieron, habían perdido uno “por pura culpa del miedo”, decía Teresa, y después de eso jamás lo volvieron a intentar. Se fueron del municipio y decidieron empezar únicamente los dos.

–De congelado nada, Teresa, ni el tiempo. –Le dijo Damián y se puso el morral en su espalda.

Un mototaxi se parqueó al frente de ellos y, como pudieron, echaron su equipaje completo en el compartimento de atrás. Damián se sintió irritado, el calor que sentía estando allí lo había olvidado gracias a los años de su ausencia.

–El puente es muy débil. –Comentó Teresa con el conductor.

–Este no es nuestro puente, señora. Este lo hicimos nosotros pero el puente verdadero se derrumbó… y bueno, nadie quiso colaborarnos. Dizque esperáramos… –botó un gran suspiro– ¿Cómo íbamos a esperar si necesitábamos gente que conociera el pueblo? Entonces lo armamos.

Damián se percató de que el joven tenía razón. El puente que conocía ya no estaba. Recordó la última vez que lo había visto y sintió una punza-da en su estómago, era la nostalgia.

–Vea, pues. ¿Y lo arreglarán algún día? –Preguntó Teresa.

–¡Já! Algún día, doña. –el joven se sonrió un

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poco y guardó silencio. Teresa tenía calor pero sobre todo impacien-

cia. Llegarían a la casa de la prima de su tía, se quedarían allí un tiempo mientras buscaban su nuevo hogar. Pensaba que no iba a ser fácil, su hermana le decía por teléfono que la cosa estaba complicada pero que valía la pena volver al pueblo. Damián quería llegar y tomarse una cerveza helada, dejar que el frío invadiera un poco su garganta y luego dormir. Ya después se arreglaría la vida.

La plaza del pueblo estaba llena de color, la gente vestía alegre y los niños disfrutaban jugar en todo el centro. Había cambiado todo. Ahora había un quiosco en toda una esquina, estaba al lado del gran árbol del pueblo, y en la parte delantera se vislumbraba lo que habían denomi-nado “El jardín de la memoria”, estaba lleno de nombres escritos sobre flores de papel. Había de muchos colores, cada una simbolizaba la forma de ausencia de esa persona. La punza-da en el estómago volvió, esta vez era dolor. Se acordó de aquellos que no estaban. Se acordó de Margarita y pensó en Eduardo, en cuando les llegó la noticia de que ella no aparecía.

–Mirá tan lindo como está todo, Damián. –Teresa estaba contenta de ver cómo el pueblo

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vibraba por sí mismo de alegría. Vio que el tiem-po realmente no se había congelado.

–Bonito. –Pasó saliva y se volvió a poner la mochila en sus hombros. Ayudó a Teresa a bajarse del mototaxi, pagó y se fueron para el quiosco.

–¡Ave María qué es este milagro de Dios!Damián reconoció la voz de Lucía. Se dio la

vuelta y enseguida vio su par de ojos café. Lucía se les echó encima a ambos y los abrazó por un largo rato.

–No puede ser esta maravilla. ¡No puede ser! –Les decía mientras les besaba la frente.

–Milagritos que se dan, Lucía... –Le respondía con una sonrisa Damián. –¿Sed? Una cerveza pa’ celebrar.

La cerveza bajó por su garganta con fuerza, estaba fría, helada y amarga. Tal y como a él le gustaba. Tenía un par de sandalias puestas y se dio cuenta de lo caliente que estaba la tierra. Días antes de él irse del municipio, había sentido cómo la violencia iba a llegar gracias a la tierra, pues ella siempre hablaba. Recordó cuando Teresa perdió al bebé, también la tierra le había hablado. Se había puesto caliente días antes. Pero esta vez le ponía los pies tibios, no le daban ganas de irse sino de quedarse.

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Una mano grande, arrugada y llena de tierra le tomó el hombro y lo apretó con fuerza. Vio a Teresa secarse las lágrimas acompañadas de una sonrisa, y tomó esa mano con fuerza. Se levantó despacio y cuando se dio la vuelta se encon-tró con un hombre radiante, lleno de canas y repleto de arrugas en su rostro cuando sonreía. Una risotada fuerte salió de la boca de él y agarró con tanta fuerza a Damián que lo levantó del suelo. Eduardo no había cambiado en nada, la diferencia estaba en que sus ojos brillaban de alegría finalmente y se le veía tranquilo.

–Hermano, que al volver solo te quedés. ¡Solo te quedés! –Le dijo Eduardo mientras seguía apretándolo con fuerza.

Damián estaba muy feliz. Le saltaba en su rostro una sonrisa inquieta que no podía evitar. Eduardo era como su hermano, se habían sepa-rado varias veces pero siempre se volvían a encontrar. Esta vez no fue la excepción.

–Saber que siempre que nos veíamos era pa’ luego despedirnos. –Le dijo Eduardo a Damián mientras le sonreía.

–Que esta vez no sea así. –No lo será, hermano. Nos hemos levantado

como nunca antes. Marisol es una de las tesas en el tema de reconciliación. ¿Has escuchado de eso?

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–Algo. Dicen que se acabó la violencia pero yo no sé si creer. –Damián le dio otro sorbo a la cerveza.

–Damián, creélo. ¿No has visto las paredes de la casita del horror? ¿O las paredes en las entradas del centro?

–No me he fijado mucho, Eduardo.–Tenés que mirarlas. Aquí hay arte, hay teatro.

De todo. –Intervino Lucía en la conversación. –El Topo y yo hemos estado acompañando a Adela. Tenés que ir a la casita del horror porque ya no es eso… Todo ha cambiado pa’ bien. –Le sonrió.

Damián asintió con una sonrisa sincera en su rostro. Sintió cómo la cerveza seguía bajándo-le, helada, por su garganta y llenaba aquel dolor que se estaba formando de manera latente en su estómago. No podía descifrar qué era lo que sucedía pero prefirió beber otro sorbo más.

–Aquí nos quedaremos un buen tiempo, no lo duden. Los extrañábamos mucho. –Les dijo Teresa en vista del silencio de su esposo.– Y sí, veo que mucho ha cambiado.

–Yo sé que después de todo es difícil… pero deben saber que la guerra no logró quitarnos todo. –Dijo Eduardo mientras se levantaba.– Como siempre les dije, uno se va y cuando vuelve,

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regresa sin la mitad de la vida con uno. Pero aquí estamos siempre pa’ hacer una nueva.

Damián lo miró fijamente. Se dio cuenta de que el dolor que sentía en el estómago se iba esfumando conforme reconocía, después de mucho tiempo, la cara de Eduardo. Sintió que una última punzada se asomaba, y supo que era de emoción. Sintió, por primera vez desde que había llegado al pueblo, tranquilidad al verse rodeado de quienes estaban allí.

–No nos iremos. –Le dijo a Eduardo, y Teresa pudo ver la tenacidad que manifestaban sus ojos. Vio la vida con la que esas palabras habían salido de su boca, una vida que años antes se les había estancado. Le sonrió mientras él le respondía con una sonrisa de vuelta.– Es mi palabra, hermano.

Eduardo esbozó una sonrisa tan grande que esta parecía a punto de salirse de su rostro. Sus ojos se arrugaron y sus labios temblaron auspi-ciando el llanto. Se volvió a sentar, tomó la mano de Lucía para que ella pudiera calmarlo y tomó una bocanada de aire. Volteó a mirar a Damián y le dio una sonrisa que decía “yo sabía que ibas a volver”. Él la entendió y le sonrió también.

–Claro, Topo, uno vuelve al lugar que se quedó con la mitad de la vida de uno.

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Agradecimientos

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Son muchos los agradecimientos que debemos dar, sobre todo a Ángela Moreno y a Pastora Mira por ser nuestras guías y madres en este viaje, por siempre impulsarnos y creer en este proyecto incluso las veces que lo pensamos más grande que nosotras. A Larson –Henry– por siempre brindarnos una sonrisa, una mano, un abrazo y una mirada de tenacidad y gratitud en todo momento. Gracias a la Corporación Región, en especial a Sandra González y Daniel Botero, por habernos conectado, por haber hecho mate-rial todo este proceso y confiar en nosotras. Por siempre tener las palabras correctas para desen-volvernos en territorios que no conocíamos.

A nuestros padres y hermanos porque nos permitieron ir, volar, crecer y crear. Porque también le apostaron a este proyecto incluso cuando el miedo y la incertidumbre nos abra-zó a todos desconociendo qué podía pasar en los viajes. Porque son el vivo ejemplo de que la única forma de crecer y transformar es tomando riesgos, dejando el miedo y aprendiendo a creer. Por ser los primeros en sostenernos cuando creíamos que el dolor y el cansancio nos ganaba. Sin ellos esto no habría sido posible en absoluto.

A Liliana Ramírez por la compañía, por crecer con nosotras y con el proyecto, por siempre

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abrirnos camino en este proceso con amor y dulzura. Por ser nuestra mano derecha. Por la sinceridad y por creer. Por ayudarnos a dar cuenta de toda esta experiencia desde un lugar de apren-dizaje constante. Por ser nuestra primera lectora y siempre estar dispuesta a que diéramos más.

A Manuela Rodríguez, porque su pasión por la lectura y el dibujo nos terminó uniendo en un proyecto en el que creemos más allá de la acade-mia. Por su maravilloso trabajo y por el amor que le entregó a esta tesis, porque sus ilustracio-nes solo demuestran el camino tan largo y lleno de triunfos que le espera. Porque a sus diecio-cho años nos dejó perplejas con esas manos que están hechas para crear, construir y edificar. Infinitas gracias.

A Paula Cristina Quintero por las largas conver-saciones y correcciones, por la forma en que se convirtió en otra de las voces que este lugar de resiliencia recoge. Por haber estado siempre dispuesta a leernos, a releernos, a corregirnos, a proponernos y a compartirnos.

A María Piedad por regalarnos siempre una sonrisa llena de emoción e impulsarnos a estos viajes.

A Óscar Torres por haber sido uno de los grandes maestros en este viaje académico.

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A Daniela Saavedra por su amistad incon-dicional, por su atenta escucha, por su ánimo y energía dispuesta a invadirnos sin premura. Gracias por estar, por no desfallecer, por haberse permitido cruzar en este camino.

A Carlos Vergara por siempre saber estar, por abrazar este proyecto con el mismo amor y calor que nosotras. Por ser, por simplemente ser y compartirnos el orgullo que sentía por este trabajo y por nosotras. Por las ganas de querer hacer más puentes desde otras áreas de cono-cimiento, en lo colectivo y en el trabajo con el otro. Por haber estado desde el inicio.

A todos los amigos que nos acompañaron desde un inicio y también a los que se montaron en este bus de la escritura y trabajo de campo tiempo después. En especial a Manuel Ochoa, Vanesa López, Daniela C. Venegas, Alejandro Medina y Andrea Morón, quienes metieron mano, ojo y amor a todo el trabajo de grado. A ellos y a los demás que siempre estuvieron, un infinito agradecimiento por leernos y apoyarnos. Porque nos dieron siempre su apoyo para seguir en este gran viaje, porque siempre encontra-ron las palabras correctas para que el camino se siguiera abriendo. Por haber sido nuestros lecto-res y críticos. Por haber sabido estar.

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