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Eve

Anna Carey

Traducción de Raquel Vázquez Ramil

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A mis padres

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Quizá no quiero saber realmentelo que está ocurriendo.Quizá sea mejor que no lo sepa.Quizá no podría soportar saberlo.La caída fue una caída de la inocencia al conocimiento.

MARGARET ATWOOD, El cuento de la criada

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23 de mayo de 2015

Mi querida Eve:

Hoy, al regresar del mercado en el coche, mientras can-turreabas en tu asiento, con el maletero lleno de arroz y le-che en polvo, he visto las montañas de San Gabriel; las hevisto realmente por primera vez. Había conducido ante-riormente por esa misma carretera, pero esta vez fue dis-tinto. Ahí, tras el parabrisas, estaban las inmóviles y silen-ciosas cumbres verde-azuladas, vigilando la ciudad, tancerca que casi podía tocarlas. Y me detuve a contemplarlas.Sé que voy a morir pronto. La epidemia está matando a

todos los que se han puesto la vacuna. No hay aviones. Nocirculan los trenes. Han cortado las carreteras de acceso a laciudad, y solo nos queda esperar. Los teléfonos e Internetno funcionan desde hace tiempo. Los grifos están secos, ylas ciudades, una a una, se están quedando sin energía eléc-trica. Dentro de poco el mundo se sumirá en la oscuridad.Pero en este momento estamos vivas, tal vez más vivas

que nunca. Tú duermes en la habitación de al lado y, desdemi sillón, oigo el sonido de tu caja de música, la de la baila-rina pequeñita, tocando las últimas notas.Te quiero, te quiero, te quiero.

MAMÁ

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Uno

Cuando se puso el sol sobre el muro de quince metrosde altura que rodeaba el colegio, el jardín estaba ates-tado de alumnas de segundo de bachillerato. Las máspequeñas, asomadas a las ventanas de los dormitorios,agitaban sus nuevas banderas americanas entre cantosy bailes. Cogí a Pip por el brazo y la hice girar cuandola orquesta tocó una pieza más rápida; su risa, breve yentrecortada, superó el sonido de la música.

Era la noche previa a nuestra graduación y la es-tábamos celebrando. Habíamos pasado gran parte dela vida muros adentro del recinto, sin haber conocidoel bosque que había al otro lado, y aquella era lafiesta más grande que se nos había ofrecido. Frente allago se instaló una orquesta, formada por un grupode chicas de primero de bachillerato que se habíanofrecido voluntarias, y las guardianas encendieronantorchas para espantar a los halcones. Sobre unamesa esperaban mis platos favoritos: pierna deciervo, jabalí asado, ciruelas confitadas y fuentes lle-nas de frutas silvestres.

La directora Burns, una mujer fofa con cara de pe-rro de presa, encabezaba la mesa y animaba a todo elmundo a comer.

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—¡Vamos, vamos, comed! Que no sobre nada.¡Quiero que mis niñas se pongan como cerditos ceba-dos! —Las carnes de sus brazos oscilaban mientras se-ñalaba la comida.

La música cambió a un ritmo más lento, y apreté aPip contra mí para bailar un vals.

—Creo que eres un tipo estupendo —dijo, mientrasnos deslizábamos hacia el lago. Los pelirrojos cabellosle cubrían la sudorosa cara.

—Soy guapo, sí. —Me eché a reír y fruncí el entre-cejo para simular hombría. Era una broma del colegio,porque llevábamos una década sin ver a un hombre o aun chico, excepto las fotos del rey que había expuestasen el vestíbulo principal. Pedíamos a nuestras profeso-ras que nos hablasen de la época anterior a la epidemia,cuando chicos y chicas iban juntos al colegio, pero se li-mitaban a decirnos que el nuevo sistema nos protegía.Los hombres eran manipuladores, perversos y peligro-sos. La única excepción era el rey; solo a él se le podíaobedecer y creer.

—Eve, ya es hora —dijo la profesora Florence, queestaba ante el lago sosteniendo una medalla de oro en-tre sus ajadas y envejecidas manos. El uniforme quevestía, propio de las maestras —camisa roja y pantalo-nes azules—, era demasiado holgado para su menudocuerpo—. ¡Venid, chicas!

La orquesta dejó de tocar, y los ruidos del bosqueinundaron el espacio. Palpé el silbato de metal que lle-vaba alrededor del cuello, agradecida de tenerlo por sialgún bicho saltaba el muro del recinto. A pesar de losaños vividos en el colegio, jamás me acostumbraría alruido de las peleas de perros, el ¡ra-ta-ta-ta!, ¡ra-ta-ta-ta! de las ametralladoras y a los horribles aullidos delos ciervos cuando los devoraban vivos.

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La directora Burns se aproximó renqueando a laprofesora Florence y le cogió la medalla que le ofrecía.

—¡Vamos a empezar! —gritó, y las cuarenta chicasde segundo curso formaron una fila. Ruby, nuestra me-jor amiga, se puso de puntillas para ver mejor—. Todashabéis trabajado mucho durante vuestra estancia en elcolegio, pero tal vez nadie se haya esforzado tantocomo Eve. —Se volvió hacia mí mientras hablaba. Lapiel del rostro, arrugada y fláccida, le pendía formandoleves colgajos—. Ella ha demostrado ser una de las me-jores y más brillantes alumnas que hemos tenido. Asíque, por el poder que me otorga el rey de la NuevaAmérica, te concedo la medalla al mérito.

Las compañeras aplaudieron cuando la directoradepositó la fría condecoración en mis manos y, por sifaltaba algo, Pip se llevó los dedos a los labios y soltó unestridente silbido.

—Gracias —dije en voz baja, mirando hacia el ex-tenso lago que como un foso se extendía de un extremoa otro del muro, y mis ojos se posaron en el enorme edi-ficio sin ventanas del fondo. Al día siguiente, después depronunciar mi discurso de despedida ante todo el cole-gio, las guardianas tenderían un puente, y las graduadasme seguirían en fila india para atravesarlo. En aquellagigantesca construcción aprenderíamos una profesión.Había dedicado muchos años a estudiar, a perfeccio-nar el latín, la redacción y el dibujo; había pasado ho-ras al piano, interpretando a Mozart y a Beethoven,siempre con aquel edificio presente en la distancia: elobjetivo final.

Sophia, la primera de la clase de hacía tres años, ha-bía leído en el mismo podio un discurso sobre nuestragran responsabilidad como futuras líderes de la NuevaAmérica. Quería ser médico para evitar más epidemias.

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Seguro que en aquellos momentos estaba ya salvandovidas en la capital del rey, la Ciudad de Arena. Se decíaque el monarca la había construido en un desierto,donde antes no había absolutamente nada. Me moríade ganas de estar allí. Yo quería ser artista, pintar retra-tos como Frida Kahlo o paisajes de ensueño como Ma-gritte, cubrir de frescos las grandes murallas de la ciu-dad…

La profesora Florence me apoyó una mano en la es-palda, y me dijo:

—Representas a la Nueva América, Eve: inteligen-cia, tesón y belleza. Estamos muy orgullosas de ti.

La orquesta inició entonces una canción muy ale-gre, y Ruby cantó la letra a voz en grito. Las otras chi-cas se rieron y se pusieron a bailar, dando vueltas yvueltas hasta marearse.

—Vamos, comed un poco más. —La directoraBurns empujó hacia la mesa a Violet, una chica bajitade ojos negros y almendrados.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pip, acercándose y co-giéndome la medalla para verla mejor.

—Ya conoces a la directora —respondí, dispuesta arecordarle que nuestra profesora de más edad tenía se-tenta y cinco años, padecía artrosis y había perdido atoda su familia en la epidemia, doce años atrás. Pero Pipnegó con la cabeza.

—No me refiero a la directora, sino a ella…Arden era la única alumna de segundo que no

participaba en la fiesta. Estaba apoyada en la pared dela residencia, con los brazos cruzados. Seguía siendohermosa a pesar del entrecejo fruncido y del poco favo-recedor jersey gris, en cuya parte delantera lucía elemblema de la monarquía de la Nueva América. Lamayoría de alumnas llevaban el pelo largo, pero ella

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había sacrificado su negra melena por un corte a lo pajeque confería a su blanca piel un aspecto aún más claro.Sus ojos de color avellana tenían motitas doradas.

—Está tramando algo, lo sé —le dije a Pip sin apar-tar la vista de Arden—. Siempre lo hace.

Mi amiga acarició la lisa medalla y susurró:—La han visto nadando en el lago… —¿Nadando? Lo dudo. —En el colegio nadie sabía

nadar; no nos habían enseñado.—En su caso todo es posible —opinó Pip, encogién-

dose de hombros. Las alumnas de segundo, en su mayor parte, habían

entrado en el colegio a los cinco años, después de la epi-demia, pero Arden había llegado a los ocho, y por lotanto siempre había sido distinta. Sus padres la envia-ron aquí mientras hacían fortuna en la Ciudad deArena, y a ella le encantaba recordar a las chicas que, adiferencia de las demás, no era huérfana. Cuando aca-base de estudiar, se iría a vivir sin dar golpe a la nuevacasa de sus padres. No tendría que trabajar nunca.

Según Pip, ese detalle explicaba su conducta: comotenía padres, le daba igual que la expulsasen. Su rebel-día solía manifestarse en travesuras inofensivas: higospodridos en la avena del desayuno, o un ratón muertoen el lavabo y, para completar la faena, un cúmulo depasta de dientes encima. Pero a veces era mala, inclusocruel. En una ocasión le cortó a Ruby la larga coleta ne-gra para burlarse del aprobado que le dieron en el exa-men de «Peligros a causa de chicos y hombres».

Sin embargo, Arden llevaba unos meses muy tran-quila. Era la última en sentarse a comer, la primera enlevantarse y siempre estaba sola. Crecían mis sospe-chas de que reservaba la peor diablura para la gradua-ción de mañana.

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A todo esto, ella se dio la vuelta de pronto y se fuecorriendo hacia el comedor, levantando nubes de polvo.La miré con suspicacia. No me apetecía nada que hu-biese sorpresas en la ceremonia; bastante agobiada es-taba ya con mi discurso. Decían que el propio rey iba aasistir por primera vez en la historia del colegio. Yo sa-bía que era un rumor difundido por la exagerada deMaxine, pero aun así se trataba de un día importante, elmás importante de nuestras vidas.

—Directora Burns, ¿por favor, me permite ausen-tarme? —pedí—. He olvidado las vitaminas en la resi-dencia. —Rebusqué en los bolsillos de mi uniforme,poniendo cara de frustración.

La directora estaba junto a la mesa de la comida.—¿Cuántas veces tendré que recordaros que las

metáis en la cartera? Vete, pero no te entretengas —ad-virtió mientras acariciaba el hocico del jabalí asado,cuya cabeza estaba chamuscada.

—Sí, sí —afirmé intentando localizar a Arden, queya había sobrepasado el comedor—. Así lo haré, señoradirectora. —Y eché a correr, después de prometer a Pipque regresaría enseguida.

Doblé la esquina y me dirigí a la entrada principaldel recinto. En ese momento Arden se agachaba juntoal edificio y se metía bajo un arbusto. Se quitó el uni-forme por la cabeza y se puso un jersey negro; la piel,blanca como la leche, le relucía bajo el sol del atardecer.

Me acerqué a paso enérgico mientras se estaba cal-zando las botas, las mismas de cuero negro que usabanlas guardianas.

—No sé qué estás planeando, pero olvídalo —de-claré, satisfecha cuando la vi erguirse al oír mi voz.

Tras una breve pausa, se ató las botas con fuerza,como si quisiera estrangularse los tobillos. Al cabo de

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un minuto de silencio dijo con serenidad, pero sin alzarla vista:

—Por favor, Eve, márchate.Me arrodillé junto al edificio, levantándome la falda

para no mancharla.—Sé que te traes algo entre manos. Te han visto en

el lago. —Ella movía las manos con rapidez, sin apartarlos ojos de las botas atándose los cordones con nudosdobles. Había una mochila en una zanja, debajo del ar-busto, en la que metió su uniforme gris—. ¿Dónde hasrobado ese uniforme de guardiana?

Fingió no haberme oído y miró algo a través de unhueco en la maleza. Seguí su mirada hasta la verja delrecinto, que se estaba abriendo lentamente. Acababa dellegar un todoterreno verde y negro del gobierno quetransportaba la comida para la ceremonia del día si-guiente.

—Esto no tiene nada que ver contigo, Eve —dijoal fin.

—¿De qué se trata, entonces? ¿Vas a hacerte pasarpor guardiana? —Busqué el silbato que colgaba de micuello. Nunca la había denunciado, ni jamás le habíaido con cuentos a la directora, pero la ceremonia era de-masiado importante para mí, para todo el mundo—. Losiento, Arden, pero no puedo permitir…

Antes de que el silbato me rozase los labios, mearrancó la cadena del cuello y la tiró al suelo. Con unmovimiento veloz, me empujó contra la pared del edifi-cio. Tenía los ojos húmedos e inyectados en sangre.

—Escúchame bien —murmuró muy despacio, pre-sionando el brazo contra mi cuello de tal forma que casino me dejaba respirar—. Voy a salir de aquí dentro deun minuto. Si sabes lo que te conviene, volverás a lafiesta y harás como si no hubieses visto nada.

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A seis metros de distancia, varias guardianas des-cargaban el vehículo y transportaban cajas al interiordel colegio, mientras otras apuntaban hacia el bosquecon sus metralletas.

—Pero no hay ningún lugar al que ir… —resollé.—¡Espabila! —me espetó—. ¿Crees que vas a

aprender una profesión? —Señaló el edificio de ladrilloal otro lado del lago. Apenas se veía en la penumbra—.¿Ni siquiera te has preguntado por qué las graduadasno salen nunca, ni por qué hay una puerta aparte paraellas? ¿De verdad crees que vas a aprender a pintar?—Dicho esto, por fin me liberó.

Me froté el cuello. Me escocía la piel donde se habíaroto la cadena.

—Pues claro que sí —respondí—. ¿Qué vamos ahacer, si no?

Arden hizo una mueca imitando una carcajada y seechó la mochila al hombro; se me acercó, y percibí elolor a carne de jabalí con especias de su aliento cuandoreplicó:

—El noventa y ocho por ciento de la población hamuerto, Eve. No hay gente. ¿Cómo crees que va a con-tinuar el mundo? No necesitan artistas —susurró—.Necesitan niños: los niños más sanos que consigan en-contrar… o procrear.

—¿De qué hablas? —Arden se levantó sin apartarla vista del vehículo, cuya parte de atrás una guardianaestaba cubriendo con una lona; después se acomodó enel asiento del conductor.

—¿Por qué crees que les preocupa tanto nuestra al-tura, nuestro peso, lo que comemos y lo que bebemos?—Se sacudió la tierra del mono negro y me miró porúltima vez. Tenía las ojeras hinchadas, y venas moradasle sobresalían bajo la fina piel blanca—. Las he visto, he

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visto a las chicas que se graduaron antes que nosotras.Y no pienso acabar en la misma cama de hospital,dando a luz a una criatura tras otra durante los veinteaños siguientes de mi vida.

Retrocedí, dando un traspié, como si me hubieseabofeteado.

—Mientes —protesté—. Estás equivocada.Pero Arden se limitó a negar con la cabeza. Luego,

cubriéndose los cabellos con un gorro negro, corrió ha-cia el vehículo. Antes de acercarse, esperó a que lasguardianas de la verja se dieran la vuelta.

—¡Una más! —gritó y, saltando sobre el paracho-ques trasero, se introdujo en la plataforma cubierta deltodoterreno.

La camioneta arrancó, dando tumbos por la carre-tera de tierra, y desapareció en la oscuridad del bosque.La verja se cerró poco a poco tras ella. Oí el ruido de lacerradura sin dar crédito a lo que acababa de ver. Ardense había marchado del colegio. Había huido. Había tras-pasado el muro, iba hacia lo desconocido, sin nada ninadie que la protegiese.

No creí lo que me dijo; no podía creerlo. Tal vez re-gresaría poco después en el mismo todoterreno. A lomejor era su travesura más demencial. Pero cuandocontemplé el edificio sin ventanas del otro extremo delrecinto, me temblaban las manos, y a mi boca afluyó unamargo vómito de frutas silvestres. Vomité allí mismo,sobre la tierra, mientras una idea me obsesionaba: ¿Y siArden tenía razón?

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Dos

Después de peinarnos, cepillarnos los dientes, lavar-nos la cara y ponernos camisones blancos idénticosque nos llegaban hasta los tobillos, me acosté, fin-giendo estar muy cansada. En los dormitorios no sehablaba más que de la desaparición de Arden. Las chi-cas asomaban la cabeza en las habitaciones para divul-gar el último cotilleo: había aparecido un broche entrelos arbustos, y la directora estaba interrogando a unaguardiana en la verja. En medio de todo aquel embro-llo, deseaba una de las cosas más difíciles de conseguiren el colegio, algo tan raro que ni siquiera se podíanombrar: quería estar sola.

—Noelle cree que Arden se ha escondido en las ha-bitaciones de la doctora —le comentó Ruby a Pip, con-trolando las cartas que tenía en la mano—. Paso. —Sehabían sentado en la estrecha cama gemela de Pip, y ju-gaban con una baraja que habían sacado de la bibliotecadel colegio. Las viejas cartas de Encontrando a Nemoestaban gastadas y rotas, algunas, incluso, pegoteadascon néctar de higos resecos.

—Estoy segura de que quiere escaquearse de la ce-remonia —añadió Pip, cuya pecosa cara estaba salpi-cada de motitas de dentífrico seco, lo que ella denomi-

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naba su «limpiador de espinillas milagroso». Me miró,esperando que especulase sobre el paradero de nuestracompañera o que comentase algo sobre los grupos deguardianas que registraban el terreno alumbrándosecon linternas. Pero no dije ni una palabra.

Yo le daba vueltas a lo que Arden me había contado.Era cierto que en los últimos meses la directora Burnsse había mostrado muy preocupada por nuestra dieta,insistiendo en que debíamos comer bien; supervisabanuestros análisis de sangre y pesajes semanales, y pro-curaba que todas tomásemos las vitaminas. Incluso en-vió a Ruby a la doctora Hertz cuando tuvo la regla unasemana después que las restantes chicas.

Me cubrí con la ligera manta blanca hasta el cuello.Desde pequeña me habían dicho que existía un planpara mí, un plan para todas nosotras: doce años en elcolegio, y el posterior traslado al recinto y el aprendi-zaje de una profesión durante cuatro años; después irí-amos a la Ciudad de Arena, donde nos esperaban lavida y la libertad, y allí trabajaríamos y viviríamos,bajo el gobierno del rey. Siempre había hecho caso alas profesoras; no tenía motivos para no hacerlo. In-cluso en aquel momento, la teoría de Arden me pare-cía absurda. ¿Por qué nos enseñaban a temer a loshombres si íbamos a tener hijos y a formar familias?¿Por qué nos educaban si estábamos destinadas solo a pa-rir? ¿Qué significaba la importancia que daban a nues-tros estudios, o lo mucho que nos animaban para queperseverásemos?

—Oye, Eve, ¿has oído lo que he dicho? —Pip inte-rrumpió mis pensamientos. Ruby y ella me estabanmirando.

—No…, ¿qué?Ruby cogió las cartas; su abundante cabello negro

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todavía seguía desigual en la zona donde Arden lo ha-bía cortado.

—Queremos un adelanto de tu discurso antes deacostarnos.

Se me hizo un nudo en la garganta al pensar en mialocución final: tres páginas escritas a mano y dobladasen el cajón de mi mesilla.

—Se supone que tiene que ser una sorpresa —con-testé tras unos instantes. Había escrito un texto sobreel poder de la imaginación en la construcción de laNueva América. Pero en ese momento se me antojabandudosas las palabras que había elegido y el futuro quehabía descrito.

Ruby y Pip me observaban con fijeza, pero desvié lavista, incapaz de aguantar su mirada. No podía contar-les lo que Arden había dicho: que la libertad de la gra-duación no era más que una fantasía, algo para mante-nernos tranquilas y contentas.

—Vale, como quieras. —Pip apagó la vela de su me-silla. Parpadeé para adaptar los ojos a la oscuridad, ypoco a poco distinguí su redonda cara bajo los grisáceosrayos de luna que se colaban por la ventana—. Pero so-mos tus mejores amigas.

Al cabo de unos minutos se oyeron los tenuesronquidos de Ruby; siempre era la primera en dor-mirse. Pip contemplaba el techo, con las manos sobreel corazón.

—Me muero de ganas de graduarme —susurró—.Vamos a aprender cosas, cosas de verdad. Y dentro deunos años saldremos al mundo, iremos a la nueva ciu-dad que está lejos del bosque. Será increíble, Eve. Sere-mos como…, como personas de verdad. —Se volvióhacia mí, y confié en que la tenue luz no le permitiesever las lágrimas que se me agolpaban en los ojos.

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Me pregunté qué vida tendríamos Pip y yo. Ellaquería ser arquitecta, como Frank Lloyd Wright, yconstruir casas nuevas que no se deteriorasen aunquenadie las cuidara, casas con refugios llenos de comesti-bles enlatados, donde no pudieran introducirse los vi-rus mortales más insignificantes. Yo le decía que,cuando acabásemos nuestras carreras, viviríamos jun-tas en la Ciudad de Arena; tendríamos un piso comolos que se describían en los libros, de camas enormes yventanas desde las que veríamos los confines de la ciu-dad, donde vivían los hombres, muy lejos de nosotras;aprenderíamos a esquiar en las pronunciadas laderas acubierto, de las que nos había hablado la profesoraEtta, y pondríamos en práctica nuestra buena educa-ción en restaurantes con mantelerías inmaculadas ycubiertos de plata; en ellos, elegiríamos la comida a lacarta y pediríamos que nos cocinasen la carne comomás nos gustase.

—Ya lo sé. —Se me acrecentó el nudo en la gar-ganta—. Será genial.

Me sequé los ojos disimuladamente, agradeciendoque la respiración de Pip por fin se serenase. Pero meacosó la culpa y el miedo, cada vez mayor, de que al díasiguiente tal vez no estuviese pronunciando un iluso eingenioso discurso ante mis amigas, sino conduciéndo-las al aniquilamiento.

Esperé a que me venciera el sueño, pero este nuncallegaba. A las tres de la madrugada no pude aguantarmás acostada. Me levanté, me acerqué a la ventana ycontemplé el recinto. No había nadie, salvo una guar-diana, identificable por una leve cojera, que recorría eljardín haciendo su ronda rutinaria.

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Nuestra habitación se hallaba en el primer piso.Cuando la guardiana se perdió de vista, abrí la ventanacomo solía hacer en las noches calurosas, y me subí alalféizar. Todos los años en la escuela hacíamos simula-cros: qué hacer en caso de asalto, en un terremoto, anteuna jauría de perros, en un incendio… Recordé los sen-cillos y gastados gráficos que la directora Burns habíarepartido al finalizar una clase, y me descolgué por laventana, agarrada al alféizar, preparándome para saltar.

Así lo hice y me golpeé contra el suelo. El dolor meacribilló el tobillo, pero me levanté y corrí todo lo quepude hacia el lago. Al otro extremo de la resplande-ciente agua, el edificio de ladrillo era un rectángulo ne-gro que se recortaba contra el oscuro cielo.

Al fin llegué a la orilla, pero me abandonó el valorcuando las suaves olas me lamieron los dedos de lospies. Nunca habíamos aprendido a nadar. Las profeso-ras contaban historias, de la época anterior a la epide-mia, de gente que se había ahogado en el oleaje delocéano o en la engañosa calma de sus propias piscinas.

Volví la vista hacia la ventana abierta de mi habita-ción. Faltaba poco para que la guardiana doblase la es-quina y me sorprendiese a la luz de la linterna. Ya mehabía encontrado antes entre los arbustos después dela desaparición de Arden, con el uniforme manchadode vómitos; le había dicho que estaba muy nerviosa acausa de la graduación, pero no podía darle más moti-vos de sospecha.

Me metí en el agua. En la estrecha orilla sobresalíanunos arbustos espinosos. Me quité los calcetines y meenvolví las manos en ellos para agarrarme a las ramaspuntiagudas. Avancé despacio hasta que el agua mellegó al cuello, pero apenas había caminado cien metroscuando el terreno blando cedió de pronto bajo mis pies.

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La boca se me llenó de agua, y me aferré a las ramas,cuyas espinas me pincharon la piel a través de los cal-cetines. No pude reprimir la tos.

La guardiana se detuvo en el jardín y barrió el cés-ped y la superficie del lago con la linterna. Contuve elaliento, notando los pulmones acuchillados de dolor.Por fin el destello blanco se posó de nuevo en el césped,y la mujer desapareció una vez más para dar otra vueltaal recinto.

Continué mi marcha casi una hora. Me costaba mu-cho avanzar, deteniéndome cada vez que pasaba laguardiana coja y procurando no hacer ruido. Cuandopor fin llegué a la orilla opuesta, me incorporé con difi-cultad sobre la fangosa hierba. Los calcetines que en-volvían mis manos estaban empapados de sangre, y elcamisón mojado y frío se me pegaba al cuerpo; me loquité y me senté bajo el monstruoso edificio mientraslo escurría.

En aquella parte del recinto no había nada, exceptoel largo puente de madera que cruzaba el jardín, prepa-rado para la ceremonia del día siguiente. A diferenciadel colegio, allí no se veían flores alrededor del edificiode ladrillo. Nos habían dicho que las graduadas estabandemasiado atareadas para salir de allí, que su agendaera todavía más estricta que la del colegio, y que eltiempo que no lo pasaban comiendo, durmiendo o enclase, lo dedicaban a perfeccionar sus estudios. Lasalumnas de segundo curso solían quejarse, preocupadaspor la falta de sol, pero una actividad tan intensa siem-pre me había parecido muy gratificante.

La crecida hierba me rodeaba el cuerpo, pero nobastaba para cubrirme, de modo que me puse de nuevoel húmedo camisón por la cabeza y eché a correr hastaun recodo del edificio. Descubrí que sí tenía ventanas, a

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metro y medio del suelo, salvo en la parte que daba alcolegio.

Me embargó la esperanza, una sensación de lige-reza que facilitaba mis movimientos. Entonces encon-tré un grifo oxidado en la pared, debajo del cual habíaun cubo; lo puse del revés y, utilizándolo como tabu-rete, me subí para echar un vistazo. Ahí dentro estabami futuro, y cuando alcanzase el alféizar de la ventanaquería que fuera lo que había imaginado, y no aquellode lo que huía Arden. Recé, pues, para ver a una serie dechicas acostadas en una habitación, en cuyas paredeshubieran colgadas pinturas al óleo de perros salvajescorriendo por el campo. Recé para que hubiese mesasde dibujo cubiertas de planos y montones de libros enlas mesillas. Recé para que no me hubiera equivocado,para graduarme al día siguiente y para que el futurosoñado se abriese ante mí como un dondiego al sol…

Apoyé las manos en el alféizar para ver mejor y pe-gué la nariz a la ventana. En la habitación, en una camaestrecha, yacía una chica: una gasa ensangrentada lecubría el abdomen, tenía el pelo enmarañado y los bra-zos atados con correas de cuero.

Junto a ella había otra chica, cuyo abultadísimovientre sobresalía casi un metro mientras que venas decolor morado surcaban su piel, extraordinariamentefina. La muchacha abrió los ojos de color verde oscuroy me miró un instante; luego los cerró. Era Sophia, laalumna que había pronunciado el discurso de fin decurso hacía tres años y quería ser médica.

Me tapé la boca para reprimir un grito.Había filas de catres donde reposaban otras jóvenes

a las que, en su mayoría, se les notaba un vientre in-menso bajo las blancas sábanas. Varias de ellas teníanla cintura vendada, y a una chica se le detectaban cica-

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trices —hinchadas y rosáceas— que le serpenteabanen un costado. Al fondo de la sala, otra muchacha chi-llaba de dolor mientras pugnaba por soltarse las mu-ñecas; abría la boca y gritaba algo que no logré oírdesde el exterior.

En ese momento entraron las enfermeras por laspuertas que se alineaban a lo largo de la sala, semejantea una fábrica. Tras ellas se presentó también la doctoraHertz, cuyo hirsuto pelo canoso resultaba inconfundi-ble. Era la que nos recetaba las vitaminas que debíamostomar diariamente y nos hacía los chequeos mensua-les; la que nos subía a una mesa y nos pinchaba confríos instrumentos, sin responder jamás a nuestras pre-guntas ni mirarnos a la cara.

La chica movió la cabeza de un lado a otro cuando ladoctora se le acercó y le puso una mano sobre la frente.Como seguía gritando, varias pacientes dormidas sedespertaron e intentaron soltarse de las correas, llo-rando y formando un patético coro apenas audible. Depronto, realizando un rápido movimiento, la doctoraclavó una aguja en el brazo de la joven, que se quedóhorriblemente quieta; luego se la mostró a las demás—una amenaza—, y los gritos cesaron.

Me resbalaron las manos del alféizar de la ventanay caí hacia atrás, arrastrando el cubo conmigo. Me acu-rruqué en el suelo, ardiéndome las entrañas. Ahoratodo cobraba sentido: las inyecciones que nos ponía ladoctora Hertz y que nos provocaban náuseas, irritabili-dad y dolor; las palmaditas de la directora, acaricián-dome el cabello, mientras me tomaba las vitaminas; lamirada vacía de la profesora Agnes cuando me daba porhablar de mi futuro como muralista.

No habría profesión, ni ciudad, ni piso con cama dematrimonio y una ventana a la calle; no comeríamos en

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restaurantes con cubertería de plata y manteles impe-cables. Únicamente nos esperaba esa sala, el olor a po-drido de las cuñas usadas, la piel estirada hasta rom-perse; solo habría criaturas arrancadas de mi vientre,robadas de mis brazos y trasladadas a algún lugar fuerade aquellos muros. Lloraría, sangraría, estaría sola ydespués me hundiría en un sopor sin sueños provocadopor las drogas.

Me levanté haciendo un esfuerzo y me dirigí haciael lago. La noche era más oscura, el aire más frío y ellago mucho más grande y profundo que antes. Pero novolví la vista. Debía alejarme de aquel edificio, de aque-lla sala, de aquellas chicas de mirada muerta.

Debía huir.

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Tres

Cuando regresé al colegio, estaba empapada y mesangraban las manos, pues ni siquiera me había moles-tado en envolverlas con los calcetines para cruzar denuevo el lago. Me urgía tanto poner distancia entre eledificio y yo que no me preocupaba si las espinas se meclavaban en la piel, insensible al dolor, sin apartar lavista de la ventana de mi habitación.

Al dirigirse la guardiana a la parte de atrás de la re-sidencia, salí del agua; el camisón estaba empapado.Aunque había unas cuantas antorchas encendidas, enel jardín reinaba la oscuridad y oí a las lechuzas que,como eficaces animadoras, me apremiaban desde losárboles. Nunca había quebrantado una norma hastaesa noche: ocupaba mi sitio antes de que empezaran lasclases y tenía los libros a punto; estudiaba dos horasadicionales por las noches, e incluso troceaba la comidacon mucho cuidado, como nos habían enseñado, pre-sionando el dorso del cuchillo con el índice. Pero enaquel momento solo me importaba una regla. «Notraspasar el muro jamás», había advertido la profesoraAgnes en el seminario sobre «Peligros a causa de chi-cos y hombres» al explicarnos la violación, fijandodespués en nosotras aquellos llorosos y enrojecidos

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ojos, hasta que repetimos con voces monocordes: «Notraspasar el muro jamás».

Pero ninguna pandilla de hombres o manada de lo-bos hambrientos que hubiera al traspasar el muro seríapeor que el destino que me esperaba. En el exterior ha-bía una esperanza, por muy peligroso y temible quefuese todo; al menos podría decidir qué comer o adóndeir, y el sol calentaría mi piel.

Tal vez tendría la posibilidad de escabullirme por laverja, como había hecho Arden. Esperaría hasta quefuese de día y llegase la última remesa de comida parala fiesta. Escapar desde una ventana sería más difícil: lade la biblioteca estaba junto al muro, pero se encon-traba a quince metros del suelo, y necesitaría unacuerda, un plan, algún modo de descender…

Una vez dentro del colegio eché a correr hacia la es-trecha escalera en penumbra, procurando no hacerruido. Me sería imposible salvar a todas mis compañe-ras, pero tenía que ir a mi habitación y despertar a Pip;tal vez Ruby también podría acompañarnos. No habíamucho tiempo para explicaciones, pero cogeríamos unabolsa y meteríamos en ella ropa, higos y los caramelosde envoltura dorada que tanto le gustaban a Pip. Nosmarcharíamos esa misma noche para siempre. No ha-bría vuelta atrás.

Subí a saltos hasta el primer piso y recorrí el pasi-llo, dejando atrás las habitaciones en las que las chicasdormían tan felices en sus camas. A través de unapuerta vi a Violet, acurrucada y sonriente, ajena a loque le esperaba al día siguiente. Estaba a punto de lle-gar a mi habitación cuando una luz fantasmal iluminóel pasillo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz ronca.Me volví despacio; la sangre se me había helado en

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las venas. La profesora Florence estaba al final del pa-sillo, con una lámpara de queroseno en la mano queproyectaba sombras negras, amenazantes, en la pareddel fondo.

—Es… estaba… —vacilé. Los bajos del camisónchorreaban agua, formando un charco alrededor demis pies.

La profesora se aproximó; su rostro, salpicado demanchas solares, expresaba enfado.

—Has cruzado el lago y has visto a las graduadas—afirmó.

Asentí, recordando a Sophia, tendida en la cama dehospital, a quien se le apreciaban los ojos hundidos yrodeados de amoratadas ojeras, así como las marcas enmuñecas y tobillos provocadas por las correas de cuero.La presión crecía en mi interior, como una tetera apunto de hervir. Quería chillar, despertar a todas lasque dormían, agarrar a aquella frágil mujer por loshombros y hundirle los dedos en los brazos hasta queentendiese el dolor, el pánico y la confusión que sufríaen aquellos momentos. En definitiva, la traición.

Pero después de tantos años de sentarme en silen-cio, entrelazando las manos sobre el regazo, escu-chando y hablando únicamente cuando me pregunta-ban, me redujeron a la obediencia aprendida. ¿Y sigritaba en aquel momento, en pleno silencio nocturno?No podría decir nada que convenciese a las demás. Ja-más creerían que las prometedoras carreras eran men-tira. Pensarían que me había vuelto loca: Eve, la chicaque se desquició a causa del estrés de la graduación;Eve, la chiflada que decía disparates sobre graduadasembarazadas. ¡Graduadas embarazadas! Se reirían. Meenviarían a aquel edificio un día antes que a las otras yme obligarían a permanecer siempre en silencio.

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—Lo siento —lamenté—. Yo… —Y las lágrimasme brotaron.

La profesora Florence me cogió una mano entre lassuyas y deslizó un dedo sobre las grietas en las que seme acumulaba la sangre seca.

—No puedo permitir que abandones el recinto así.—Sus ásperos cabellos canosos me rascaron la barbillamientras examinaba mi piel llena de pinchazos.

—Lo sé. Lo siento. Volveré a la cama y…—No —repuso en voz baja. Alzó la vista: tenía los

ojos vidriosos—. No debes quedarte sola en este es-tado. —Sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y mevendó la mano—. Puedo ayudarte, pero es necesarioque te limpies. Rápido. Si la directora se entera, nosencerrará a las dos. Recoge tus cosas y reúnete con-migo abajo.

Me dieron ganas de abrazarla, pero me empujó ha-cia la puerta de mi habitación. Cuando estaba a puntode entrar en el dormitorio, dispuesta a despertar a Pip ya Ruby, me llamó y me dijo en un susurro:

—Eve, te vas sola; no despiertes a nadie. —Protesté,pero se mantuvo firme—. No hay más remedio —dijo,muy seria, y se quedó en medio del pasillo, con la lám-para en la mano.

Anduve por la habitación en la oscuridad y guardémis cosas sin hacer ruido en la única mochila que po-seía. Pip estaba inmóvil en la cama. «Te vas sola», la or-den resonaba en mis oídos. Pero me había pasado lavida haciendo lo que me mandaban, y al final me ha-bían engañado. Despertaría a Pip y pediría a la profe-sora que nos ayudase a las dos. ¿Y si Pip no me creía?¿Y si ella despertaba a las demás? ¿Y si la profesoraFlorence decía que no podía ayudarnos a ambas, porquedos nunca conseguiríamos salir sin que nos viesen? En-

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tonces se habría acabado todo para ella y para mí. Ypara siempre.

Pip se dio la vuelta y murmuró algo en sueños.Guardé los pantalones de chándal y la bolsita de sedacon mis cosas favoritas: un pajarito de plástico que ha-bía encontrado hacía años escarbando la tierra; el en-voltorio dorado del primer caramelo que la directorame había dado; una pulserita de plata renegrida que lle-vaba cuando había llegado al colegio a los cinco años, ypor último la única carta que conservaba de mi madre,una hoja amarillenta y rota en los dobleces.

Cerré la cremallera de la mochila; me habría gus-tado disponer de más tiempo. Pip hundía el pálido ros-tro en la almohada y, al respirar, sus labios esbozabanun mohín. Una vez en la biblioteca leí en uno de los li-bros anteriores a la epidemia que el amor era dar testi-monio, cuidar de otra persona o decirle algo tan simplecomo: «Tu vida vale la pena». Si era cierto, nunca habíaamado a nadie tanto como a Pip, ni nadie me habíaamado tanto como ella a mí: estuvo a mi lado cuandome torcí la muñeca haciendo el pino en el jardín; meconsoló cuando perdí mi broche azul favorito, que ha-bía pertenecido a mi madre, y era la única que cantabaconmigo en la ducha canciones que habíamos descu-bierto en viejos discos de los archivos. Let it be, let itbe!, canturreaba con voz siempre desafinada mientraschurretes de espuma le resbalaban por el rostro. Whis-per words of wisdom, let it beeee.

Encaminándome hacia la puerta, la miré por últimavez. Cuando me oyó llorar la primera noche que paséen el colegio, se acostó en mi cama y me invitó a queenterrara la cara en su cuello; después, señalando el te-cho, me dijo que nuestras madres nos veían desde elcielo y que nos amaban desde allí.

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—Volveré a buscarte —murmuré, casi ahogán-dome con las palabras—. Lo prometo —insistí.

Si no me marchaba en ese momento, no lo haríanunca, así que crucé el pasillo, bajé la escalera y me di-rigí al consultorio médico, donde me esperaba la profe-sora con una bolsa llena de comida.

Arrancó las espinas de mis manos con unas pinzasde depilar y me las vendó, sin dejar de observar lavenda a la que daba vueltas y más vueltas. Tardó unrato en hablar.

—Empecé a trabajar con especialistas en fertilidad—explicó—. El rey creía que la ciencia era la clave pararepoblar la tierra rápida y eficazmente, sin los inconve-nientes que comportan las familias, el matrimonio y elamor. Y creía también que si vosotras, las chicas, te-míais a los hombres, preferiríais criar hijos sin ellos. Ycuando las primeras graduadas entraron en ese edificio,algunas de ellas lo hicieron así. Pero el proceso es a ve-ces muy duro, y surgen complicaciones en los partosmúltiples. En los últimos años ha empeorado el sis-tema, y me preocupa que se deteriore aún más.

Eché una ojeada al cajón donde la doctora Hertzguardaba nuestras inyecciones semanales, las que nosirritaban los pechos y nos provocaban calambres muydolorosos. Sobre la mesa había frascos de cristal con vi-taminas, distribuidas en pastilleros por días. Las tomá-bamos mañana, tarde y noche, como dulce veneno decolorines.

—Entonces, ¿usted siempre supo… lo de las gra-duadas? —pregunté.

Ella escudriñó el exterior a través de las persianas.Cuando se cercioró de que la guardiana había pasado,me indicó que la siguiese hasta la puerta de atrás, por laque salimos. Unos perros salvajes aullaron a lo lejos, y

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se me desbocó el corazón. Recorrimos el muro, hastaque la profesora se dio la vuelta para asegurarse de queestábamos a suficiente distancia para que la guardianano nos viese. Cuando contestó a mi pregunta, su tonoera mucho más bajo que antes:

—Primero tuvo lugar la epidemia, y posterior-mente la vacuna lo agravó todo. El mundo estaba con-sumido por la muerte, Eve: no había orden; la gente sehallaba confundida, aterrada. El rey asumió el poder,y había que elegir: o seguirlo, o vagar por la selva ensoledad.

Hablaba sin mirarme, pero vi que las lágrimas leasomaban a los ojos. Recordé los discursos anualescuando nos congregábamos en el comedor y escuchá-bamos el sencillo aparato de radio de que disponíamos,colocado en la mesa de la directora. El rey, nuestro granlíder, el único hombre merecedor de respeto, se dirigíaa nosotras a través de aquellos viejos altavoces y noshablaba de los progresos de la Ciudad de Arena, de losrascacielos que se estaban construyendo, del muro quenos protegía de los ejércitos, los virus y las amenazasexternas. La Nueva América empezaba allí, aunque noera más que el principio de la reconstrucción, y nos ase-guraba que estaríamos a salvo.

—Elegí seguir, Eve —continuó diciendo Florence—.Tenía ya cincuenta años, y mi familia había muerto. Nome quedó otra opción; no podía sobrevivir sola. Pero tútienes la oportunidad que no tuve yo.

Llegamos al manzano que extendía sus ramas juntoal muro. Pip y yo nos habíamos sentado debajo de élmuchas veces: comíamos manzanas y les dábamos laspodridas a las ardillas.

—¿Y adónde voy? —pregunté con voz temblorosa.—Si continúas recto tres kilómetros, llegarás a una

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carretera. —Al hablar, movía lentamente los finos la-bios, de piel agrietada y rasposa—. Será peligroso.Busca las señales que indican el número ochenta y vetehacia el oeste, en dirección a poniente. No te alejes de lacarretera, pero tampoco circules por ella.

—¿Y después qué? —Buscó algo en el bolsillo de labata y sacó una llave que acarició con sus ajadas manoscomo si fuese una joya.

—Si sigues caminando, llegarás al mar. Al otro ladodel puente rojo hay un campamento. Según creo, sellama Califia. Si logras llegar hasta allí, te protegerán.

—¿Y qué ocurre en la Ciudad de Arena? —quisesaber, mientras ella tanteaba el muro. Me di cuenta deque la conversación tocaba a su fin y las preguntas seagolpaban en mi mente—. ¿Qué les pasa a los reciénnacidos? ¿Quién los cuida? ¿Conseguirán salir algunavez las graduadas?

—Llevan a los niños a la ciudad, y en cuanto a lasgraduadas… —Bajó la cabeza, sin apartarse delmuro—. Están al servicio del rey. Saldrán si él lo decidey en el momento en que lo disponga, cuando hayan na-cido suficientes niños.

Detrás de unas ramas había un agujero tan pequeñoque apenas se distinguía, ni siquiera a la luz del día. Laprofesora Florence introdujo la llave, la giró, y el murode piedra se desplazó y dejó a la vista una estrechapuerta. Mirando hacia atrás, hacia el recinto, explicó:

—Se supone que es una salida de incendios.El bosque, cuyos límites iluminaba la perfecta y

resplandeciente luna, se extendía ante mí. Allí estaba:el lugar de donde venía y adonde iba; mi pasado y mifuturo. Deseaba hacer más preguntas a la profesora so-bre aquel extraño campamento llamado Califia y sobrelos peligros de la carretera, pero en ese preciso mo-

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mento surgió la luz de la linterna de la guardiana al do-blar la esquina de los dormitorios.

La profesora Florence me empujó.—¡Vete ya! —urgió—. ¡Márchate!La puerta se cerró tras de mí tan rápidamente como

se había abierto, dejándome sola en medio de la fría no-che sin estrellas.

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